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Casa Tabú: análisis de «Casa Tomada» de Julio Cortázar


Casa Tabú: análisis de «Casa Tomada» de Julio Cortázar.




Hoy analizaremos el relato de Julio Cortázar: Casa Tomada, publicado originalmente en la edición número 11 de 1946 de la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges, y luego reeditado en la antología de 1951: Bestiario.

La Casa del título es donde vive el narrador y su hermana, Irene. Ninguno se ha casado, y subsisten de los ingresos económicos de sus campos. Sus únicas actividades domésticas son limpiar la Casa. Irene pasa el día tejiendo ropa, mucha ropa. El narrador lee, sobre todo literatura francesa. La Casa, una mansión enorme que los hermanos heredaron, está dividida en dos segmentos. En la entrada se accede a un vestíbulo que conduce al atrio, que consta de una sala de estar, dos dormitorios a cada lado y, separados por un pasillo, la cocina y un baño. La segunda mitad de la Casa, a la que se accede por una enorme puerta de roble, contiene la biblioteca, otros tres dormitorios y un comedor. Debido a las desproporciones entre la superficie de la residencia y las necesidades diarias de los dos hermanos, estos solo entran a la segunda sección para limpiar o buscar algún libro en particular [ver: Borges, Lovecraft y el Feng Shui de la cuarta dimensión]

La monotonía de la vida doméstica termina abruptamente cuando el narrador empieza a escuchar ruidos extraños provenientes de la segunda sección de la Casa. Cerrando rápidamente la puerta para evitar que entre lo que sea que esté ahí, el hermano le dice a su hermana que «se han apoderado de la parte de atrás». Aunque entristecidos, ninguno parece demasiado exaltado [«sucedió tan simple y sin alboroto»]; como si estuvieran esperando que algo así sucediera [ver: Casas Embrujadas vs. Casas Malditas]

La misteriosa entidad finalmente se apodera de lo que queda de la Casa, obligando a los hermanos a salir apresuradamente con las manos vacías, cerrando la puerta principal y arrojando la llave en la alcantarilla.

Una lectura política de Casa Tomada de Julio Cortázar sostiene que la historia es una alegoría antiperonista: la Casa es una metáfora de la Argentina tradicional; las fuerzas ocultas que la invaden y ocupan son aquellos sectores hasta ahora marginados de la actividad política; fuerzas que ahora son capaces de tomar progresivamente el país:


Casa Tomada bien podría representar todos mis miedos, o quizás, todas mis aversiones; en ese caso la interpretación antiperonista me parece bastante posible, emergiendo incluso inconscientemente.» (Julio Cortázar)]


Una lectura psicológica de Casa Tomada de Julio Cortázar no puede soslayar la analogía del relato con el clásico de Edgar Allan Poe: La caída de la casa Usher (The Fall of the House of Usher) [ver: «El Extraño» de Lovecraft como secuela de «La Casa Usher»]. La importancia de la dimensión espacial en ambos cuentos personifica a la Casa, y la convierte en un personaje siniestro. El triángulo entre los personajes [un hermano y una hermana en las dos historias] y la Casa, es el escenario de una posible relación incestuosa reprimida que pasa por tres fases [inconsciente, preconsciente y consciente], correspondientes a los tres pasos de la toma de posesión de la Casa [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Así, lo reprimido durante el día emerge como sueños durante la noche, manifestándose en voces y ruidos en Casa Tomada. En la medida en que la noche se convierte en el reino de los impulsos reprimidos, el flujo de ruidos provoca frecuentes episodios de insomnio a los hermanos:


[«Teníamos la sala de estar entre nosotros, pero por la noche se escuchaba todo en la casa»].


El final de Casa Tomada, según esta interpretación psicológica, representa la aceptación progresiva de la emergencia de lo reprimido, primero en un estado preconsciente [simbolizado en la toma del corredor, el ingreso a la Casa], y luego a través de la salida de los personajes al exterior, es decir, a la conciencia representada por la calle. Un indicio que confiere esta aceptación es el primer contacto físico entre la pareja:


[«Tomé a Irene por la cintura (creo que estaba llorando) y así salimos a la calle.»]


Julio Cortázar utiliza lo fantástico dentro de la realidad cotidiana, y lo hace concentrándose en elementos aparentemente normales, casi banales. Casa Tomada, donde estos dos hermanos son expulsados de la Casa de sus ancestros por una serie de ruidos imprecisos, es evocadora en este sentido. Por un lado, los ruidos son, en esencia, ambiguos, inexplicables y contrarios al lenguaje racional. Sin embargo, solo son la causa superficial para la expulsión de los hermanos. Hay otros elementos que suelen pasarse por alto, como la relación de los hermanos y el espacio físico, es decir, la Casa [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

Julio Cortázar nunca intenta explicar los ruidos, pero pasa la mayor parte del relato describiendo detalladamente la Casa. Todo el relato transcurre en su interior, de modo que la Casa es uno de los elementos más significativos de la historia.

Es decir que el espacio interior en Casa Tomada no es un elemento secundario, sino el principal. En este contexto, una interpretación freudiana de Casa Tomada indicaría que hay una relación en la disposición de las habitaciones y los patrones de la mente humana [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]. El erudito Valentín Pérez Venzalá sostiene lo siguiente:


[«Los invasores que, con tanta naturalidad, van expulsando a los hermanos de la Casa, no son en realidad más que el deseo incestuoso que, desde el inconsciente, identificado con la parte más profunda de esta casa-familia-psiquismo, va emergiendo hacia la superficie de la conciencia, identificada finalmente con el exterior.»]


Ahora bien, si relacionamos la disposición de la casa con la estructura de la psique, podemos considerar que la parte más aislada de la Casa de Julio Cortázar es el inconsciente, y la parte delantera, el preconsciente. Entre ambos espacios [representados en la Casa por la maciza puerta de roble], tenemos lo que Sigmund Freud llama represión. Sin embargo, esta interpretación es incompleta, porque pasa por alto el baño y la cocina, sin mencionar que el exterior es un espacio separado; es decir, no forma parte de la Casa-Psique.

En términos más simples, la Casa de Julio Cortázar se divide en tres secciones: la parte de adelante [donde residen los hermanos], el ala delantera [donde hay un baño y la cocina]; y la más retirada [donde se originan los sonidos], y donde además está el comedor, una sala, tres dormitorios y la biblioteca. Este es el espacio aislado del resto de la Casa por la «maciza puerta de roble». Se puede entrar al ala delantera [el baño y la cocina] por un pasillo lateral [no el principal]; y el espacio donde viven el narrador e Irene consiste en dos dormitorios, el comedor principal y el pasillo que conduce a la parte más retirada de la Casa. Julio Cortázar es muy meticuloso en este aspecto, por lo que no podemos suponer simplemente que no es un aspecto importante de la historia:


[«Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño.»]


Si tomamos las tres secciones de la Casa y las superponemos con la estructura de la personalidad propuesta por Sigmund Freud, Casa Tomada adquiere un significado aun más inquietante. En La disección de la personalidad psíquica (The Dissection of the Psychical Personality), Freud propone lo siguiente:


[«El Superyó, el Yo y el Ello, son, entonces, los tres reinos, regiones, providencias, en los cuales dividimos el aparato mental de un individuo.»]


Según Freud, el Ello persigue el deseo instintivo y reprimido en el inconsciente; el Superyó dirige la moral; y el Yo controla los impulsos del Ello y regula, además, al Superyó. De acuerdo a esta estructura, podemos pensar que el espacio físico donde se asienta el lenguaje y la cultura, dentro de la Casa Tomada como representación físico-espacial de la psique, es el área de la biblioteca [Superyó], donde además reside la ética y la moral. El ala donde está la cocina y el baño [comer y cagar, funciones primarias que también se relacionan con el placer], está vinculada con los deseos instintivos [Ello]. Finalmente, el espacio de la Casa donde habitan los hermanos correspondería al Yo; es decir, el lugar donde predomina el orden racional. Allí, los hermanos viven en una rutina rigurosa, que sin embargo observan con gran satisfacción:


[«Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos.»]


En la Casa-Psique de Julio Cortázar las cosas no son del todo «normales» entre los hermanos [que no se han casado y, por lo tanto, se han desviado de la norma]; por lo tanto, el Ello y el Yo no funcionan apropiadamente. Sigmund Freud sostiene que el deseo instintivo del Ello es controlado por el tabú social [¡no desearás a tu madre ni a tu hermana!] [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]. Sin embargo, en Casa Tomada, esos impulsos prohibidos no residen en el área del Ello, donde deberían estar, sino en el área del Yo, donde viven los hermanos. Por lo tanto, ambos están trascendiendo el tabú social, lo han llevado al orden racional, y es por eso que el narrador no tiene problemas en aludir a la relación que hay entre ambos:


[«Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa.»]


La única explicación psicológica para la aparición de aquellos ruidos extraños en la Casa-Psique de Julio Cortázar es, por supuesto, el sentimiento de culpa de los hermanos. Así como los impulsos prohibidos están expresados en el área del Yo, donde viven los hermanos, y no reprimidos en el inconsciente, surge entonces una transgresión. La racionalidad del Yo invadido por esos impulsos no reprimidos le hacen perder el control del Ello y el Superyó. Todo parece normal en Casa Tomada, pero en realidad toda la estructura de la Casa-Psique está funcionando mal [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

Esa disfuncionalidad hace que el modo de vida de los hermanos sea anormal, aunque en la superficie solo parecen encargarse de limpiar y vivir pacíficamente. Cuando el Yo no cumple su función regulatoria del deseo instintivo del Ello, se destruye a sí mismo. Por eso las actividades del narrador e Irene en la Casa son lo opuesto a lo creativo; son acciones repetitivas, casi compulsivas [tejer, leer y limpiar]. En este sentido, la primera alarma de que algo está funcionando mal en la Casa-Psique proviene del área del Superyó, donde gobierna la cultura y el lenguaje, representados en la Biblioteca.


[«Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.»]


Es una situación lo suficientemente inquietante como para aterrorizar a cualquiera. La reacción inicial del narrador es, entonces, perfectamente natural: cierra la puerta para evitar que el posible intruso llegue hasta ellos. Pero aquí las cosas se ponen realmente extrañas. En vez de correr a buscar a Irene para contarle lo que ha pasado, ¡va a la cocina a calentar la pava!

De hecho, ninguno de los hermanos intenta, ni siquiera piensa, en investigar los ruidos. En cambio, los aceptan sin resistencia:


[«Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.»]


La pasmosa tranquilidad con la que los hermanos aceptan que una parte de su Casa ha sido tomada pone en evidencia lo que Julio Cortázar está tratando de hacer aquí. De hecho, ambos intentan continuar con su rutina [es decir, con su relación incestuosa], incluso instantes después de el narrador escuche los ruidos y parte de la Casa haya sido tomada:


[«Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.»]


Pero ya nada será igual después de escuchar los ruidos de la culpa.


[«Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.»]


Todo cambia a partir de aquí. Incluso las actividades de la pareja de hermanos se reducen notablemente al no tener acceso a toda la Casa:


[«La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados.»]


Irene se dedica más a tejer, y el narrador, después haber bloqueado la parte de atrás, donde está la biblioteca, empieza a revisar la colección de estampillas del padre. En este contexto, donde orden racional representado en el espacio físico ha quedado disminuído, las acciones compulsivas y repetitivas de los hermanos son más significativas [ver: Horror Doméstico]. Sin embargo, ambos siguen intentando ignorar los sonidos:


[«Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.»]


Sin embargo, a pesar de que existe un acuerdo implícito entre los hermanos de no hablar sobre los ruidos y de intentar acostumbrarse a las nuevas circunstancias, Irene sueña. Es significativo que su hermano esté cerca de ella mientras duerme [solo podría suceder si duerme con ella]. Podríamos pensar bien del narrador y decir que, quizás, solo está haciendo guardia en la habitación de su hermana, pero Irene también menciona algo sobre los sueños de su hermano [despertándola porque él se mueve tanto que la destapa]. Evidentemente están compartiendo la misma habitación:


[«Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.»]


El área del Yo pierde definitivamente la razón. Los ruidos del Superyó, cada vez más fuertes y cercanos, empujan a los hermanos al zaguán, arrinconándolos. «Han tomado esta parte», dice el narrador, y finalmente son expulsados a la calle. La relación anormal de las áreas de la psique [el Ello, el Yo y el Superyó], representados por la Casa, han expulsado a los incestuosos del reino de la cordura [ver: Horror Uterino]

Si bien es cierto que los ruidos son la causa de la expulsión, al menos en la superficie de la historia, es la reacción de los personajes [aceptación e indiferencia] la que nos dice algo sobre el trasfondo psicológico de Casa Tomada. De hecho, el propio Julio Cortázar declaró que la inspiración para el cuento fue un sueño:

Casa tomada fue una pesadilla. Yo soñé Casa tomada. La única diferencia entre lo soñado y el cuento es que en la pesadilla yo estaba solo. Yo estaba en una casa que es exactamente la casa que se describe en el cuento, se veía con muchos detalles, y en un momento dado escuché los ruidos por el lado de la cocina y cerré la puerta y retrocedí. Es decir, asumí la misma actitud de los hermanos. Hasta un momento totalmente insoportable en que —como pasa en algunas pesadillas, las peores son las que no tienen explicaciones, son simplemente el horror en estado puro— en ese sonido estaba el espanto total. Yo me defendía como podía, cerrando las puertas y yendo hacia atrás. Hasta que me desperté de puro espanto.»]


Según la declaración de Cortázar, es lícito pensar que el efecto terrorífico de los ruidos en Casa Tomada es un efecto onírico, lo mismo que la extraña reacción de los hermanos, análoga a la del propio Cortázar en el sueño [ver: Los sueños como subrutinas del subconsciente en la ficción]. Sin embargo, también es cierto que el material enterrado profundamente en el inconsciente asciende a la superficie durante los sueños, y que el recuerdo de estos símbolos puede desenterrar recuerdos y emociones que creíamos olvidadas.

Julio Cortázar continúa:


[«Era pleno verano, yo me desperté totalmente empapado por la pesadilla; era ya de mañana, me levanté (tenía la máquina de escribir en el dormitorio) y esa misma mañana escribí el cuento, de un tirón. El cuento empieza hablando de la casa —vos sabés que yo no describo mucho— porque la tenía delante de los ojos. Empieza con esa frase: Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Pero de golpe ahí entró el escritor en juego. Me di cuenta de que eso no lo podía contar como un solo personaje, que había que vestir un poco el cuento con una situación ambigua, con una situación incestuosa, esos hermanos de los que se dice que viven como un simple y silencioso matrimonio de hermanos, ese tipo de cosas. Todo eso fue la carga que yo le fui agregando, que no estaba en la pesadilla. Ahí tenés un caso en que lo fantástico no es algo que yo compruebe fuera de mí, sino que me viene de un sueño.»]


La Casa es la verdadera, y acaso la única, protagonista de Casa Tomada; tanto como Hill House es la protagonista de La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House) de Shirley Jackson [ver: La verdadera Entidad que se esconde Hill House]. En este contexto, es interesante mencionar una historia anterior, no como influencia de Casa Tomada, sino como ejemplo de asombrosa similitud con su argumento. Me refiero al relato de Hugh Walpole: La máscara de plata (The Silver Mask).

Ahora bien, Julio Cortázar afirma que el relato está basado en un sueño [en realidad, en una pesadilla], y que el elemento del incesto no estaba presente en el sueño. Sin embargo, no habría relato sin la extraña relación entre el narrador y su hermana. Por supuesto, el narrador toma la precaución de ofrecer algunas excusas:


[«Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo y a mí se me murió María Esther antes de que llegáramos a comprometernos.»]


Acto seguido, nos presenta un panorama más amplio de la situación:


[«Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa.»]


Julio Cortázar es muy hábil al hacer que el narrador hable de «inexpresada idea». ¿Qué es una idea inexpresada sino un impulso o deseo que habita en el inconsciente? Además, la Casa es silenciosa, muy silenciosa, como los impulsos que se mantienen dormidos, o latentes, entre el narrador y su hermana [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

En este contexto, los ruidos extraños son una señal de que esos impulsos inconscientes comienzan a ascender a la superficie de la consciencia, es decir, a romper el silencio de la Casa.

La Casa, además, es objeto de un comportamiento que también nos dice algo sobre la relación entre los hermanos, una relación «sucia», si se quiere. Tal vez por eso ambos están obsesionados con la limpieza de la Casa, tarea que abordan a diario, sin descanso, y que les insume una enorme cantidad de tiempo. Podemos interpretar simbólicamente esta obsesión con la limpieza como un guiño de Julio Cortázar a la necesidad de los personajes de eliminar o limpiar sus impulsos y deseos impuros.

Pero ninguno de los dos hermanos logra purgar el sentimiento de culpa solo con limpiar la Casa. Irene, especialmente, se entrega a otras actividades con un ritmo frenético. La sublimación del deseo latente de Irene es bastante obvio: teje todo el día, mucho más de lo que pueden necesitar [«no sé por qué tejía tanto», dice el narrador], casi tanto como Penélope, en los mitos griegos, teje para no tener que tomar un marido [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

Este vínculo con la Penélope mítica es tan obvio que Julio Cortázar se ve casi obligado a mencionarlo explícitamente [«a veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba»].

Por su parte, el narrador sublima sus deseos inconscientes a través de la lectura [de «libros franceses»], pero en menor medida que su hermana [«desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina»].


[«Es uno de mis cuentos más oníricos —dice Cortázar—. Yo soñé, no exactamente el cuento, sino la situación del cuento. Allí no había nada incestuoso. Yo estaba solo en una casa muy extraña con pasillos y codos y todo era muy normal, ya no me acuerdo de lo que estaba haciendo en mi sueño. En un momento dado, desde el fondo de uno de los codos se oía un ruido muy claramente y eso era ya la sensación de pesadilla. Había algo allí que me producía un terror como sólo en las pesadillas. Entonces yo me precipitaba a cerrar la puerta y a poner todos los cerrojos para dejar la amenaza de otro lado. Y entonces durante un minuto me sentí tranquillo y parecía que la pesadilla volvía a convertirse en un sueño pacífico. Pero entonces de este lado de la puerta empezó de nuevo la sensación de miedo. Me desperté con la sensación de angustia de la pesadilla. Ahora, despertarme equivalía a ser definitivamente expulsado del sueño mismo.»]


Los ruidos invasores [deseos incestuosos que brotan desde el inconsciente], tanto en el sueño como en el relato de Julio Cortázar, expulsan a los protagonistas de la Casa. Los hermanos quedan en la calle, y no sabemos qué fue de ellos, salvo que tiran la llave a una alcantarilla; de nuevo, hacia los sótanos de la psique [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]. La expulsión de Cortázar fue el despertar del sueño. Según él mismo, lo primero que hizo al despertar fue escribir Casa Tomada de un tirón, acaso como un acto desesperado por volver a entrar en la Casa. No obstante, el regreso es imposible.

Sería interesante analizar otras expulsiones análogas en la ficción, un motivo tan recurrente como el simbolismo que las sostiene. Pensemos, por ejemplo, en el siguiente párrafo:


[«Han tomado el puente y la segunda sala. Hemos atrancado las puertas, pero no podremos detenerlos por mucho tiempo. ¡El suelo tiembla!. Tambores… Tambores en lo profundo. No podemos salir. El final se acerca. Una sombra se mueve en la oscuridad. No podemos salir. Ya vienen...»]


No, no es el narrador de Casa Tomada, sino un escriba Enano de Moria en El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien, quien explica, básicamente, que un enemigo invisible los ha ido encerrando [sabemos que son Orcos, seres salvajes movidos únicamente por impulsos primarios, y un Balrog, un espíritu impuro], mientras el ruido de los tambores anuncia que se están acercando. La frase final es They are coming, cuya similitud fonética con otro término relacionado con terminar [y acabar], hubiese sido oportuna para los hermanos de Casa Tomada.




Taller gótico. I El lado oscuro de la psicología.


Más literatura gótica:
El artículo: Casa Tabú: análisis de «Casa Tomada» de Julio Cortázar fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La máscara de plata»: Hugh Walpole; relato y análisis.


«La máscara de plata»: Hugh Walpole; relato y análisis.




La máscara de plata (The Silver Mask) es un relato de terror del escritor británico Hugh Walpole (1884-1941), publicado originalmente en la antología de 1933: La Noche de Todos los Santos (All Souls' Night), y luego reeditado en numerosas colecciones; entre ellas: Un siglo de historias de terror (A Century Of Horror Stories) y Ejes del miedo (Shafts of Fear).

La máscara de plata, uno de los mejores cuentos de Hugh Walpole, relata la historia de Sonia Herries, una mujer fuerte e independiente que se compadece de un joven encantador que ha atravesado tiempos difíciles. ¿Se arrepentirá de haber dejado entrar a este siniestro extraño en su casa? [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

SPOILERS.

La máscara de plata de Hugh Walpole es una pequeña obra maestra del género, tanto es así que uno se pregunta cuáles fueron las razones por las que no logró el reconocimiento que indudablemente merece. Es cierto, la ejecución no es tan brillante como el argumento, e incluso este puede ser un poco predecible [al menos desde nuestro punto en el tiempo], pero de todos modos es un relato extraordinario.

El argumento de La máscara de plata de Hugh Walpole podría resumirse brutalmente del siguiente modo: una mujer madura decide confiar ciegamente en un apuesto extraño, con consecuencias devastadoras para su vida. Suena como un cliché, y lo sería si no fuera por el profundo subsuelo de simbolismo psicológico que hirve debajo [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

¡Pobre Sonia Herries! ¿Pobre? Bueno, ella es una mujer independiente, soltera, de unos cincuenta años, bien posicionada en la alta sociedad, que disfruta de la vida saliendo con amigos y coleccionando objetos de arte. Sin embargo, siente que falta algo más en su vida; un significado más profundo, quizás:


[«Sonia Herries era una mujer de su tiempo. Exteriormente era cínica y destructiva, mientras que interiormente era una criatura que anhelaba afecto y aprecio. Tenía el pelo blanco, cincuenta años, era activa, juvenil, podía dormir poco y comer menos; podía bailar, beber cócteles y jugar al bridge hasta el fin de los tiempos. Interiormente no le importaban ni los cócteles ni el bridge. Era sobre todas las cosas maternal y tenía un corazón débil, no sólo en términos espirituales, sino físicos. Cuando sufría, debía tomar sus gotas, acostarse y descansar. No permitía que nadie la viera en ese estado. Como las demás mujeres de su época, tenía el coraje digno de una causa mejor.»]


La vida de Sonia Herries se ve invadida fatídicamente por un joven apuesto, un rufián, que sabe exactamente cómo jugar con sus necesidades afectivas. Henry Abbott primero se presenta a Sonia como alguien desesperadamente pobre, con una esposa y un bebé que sufren aún más que él. De mala gana, Sonia lo admite en su casa. Se declara asombrada por los conocimientos de arte que manifiesta el muchacho, quien, a su vez, está maravillado por una payasesca máscara de plata hecha por un maestro artesano. Sonia se dice a sí misma: «Nadie que se preocupara con tanta pasión por las cosas bellas podría ser un completo inútil». Tal vez no, respondemos, pero podría ser una persona vil [ver: El Machismo en el Horror]

Más que ejecutar una insidiosa seducción, Henry Abbot literalmente comienza a ocupar espacios de la vida de Sonia, no solo emocionales, sino físicos. Comienza a presentarse en la casa de su víctima con su esposa e hijo, y hasta con sus cómplices, instalándose allí y reduciendo cada vez más el espacio habitable de Sonia, quien en este punto queda completamente aislada de sus amistades y viviendo a duras penas en el ático de la casa. Ella, literalmente, es como una mosca atrapada en una telaraña [ver: La Casa como representación del cuerpo de la mujer]

Hugh Walpole es un maestro de la atmósfera y la ambientación, las cuales contrastan poderosamente con la voz del narrador, excepcionalmente tranquila. En este contexto, La máscara de plata es una historia poderosa e inquietante, que funciona perfectamente a nivel superficial [es decir, si consideramos a Sonia Herries solo como un caso de estudio psicológico], pero que adquiere mayor densidad y consistencia en sus aspectos simbólicos. Como caso de diván, Sonia exhibe una total falta de agencia. A pesar de lo que se dice a sí misma que es una mujer fuerte e independiente, en realidad permite que las personas y los eventos la dominen. Sin embargo, de algún modo logra reubicarse emocionalmente en este nuevo panorama, donde comienza a perder control de su vida, y de su espacio vital [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

La máscara de plata de Hugh Walpole, insisto, es una pequeña obra maestra; y no seríamos injustos si la colocáramos a la misma altura de La lotería (The Lottery), El amante demoníaco (The Daemon Lover) y El hermoso desconocido (The Beautiful Stranger) de Shirley Jackson; o de El empapelado amarillo (The Yellow Wallpaper) de Charlotte Perkins Gilman. Pero creo que lo que más asombra es su extraordinaria similitud con el clásico de Julio Cortázar, Casa tomada, escrito once años después. Por otro lado, Henry Abbot recuerda poderosamente al [talentoso] señor Ripley de Patricia Highsmith.

En efecto, La máscara de plata y Casa tomada tienen algunas similitudes notables. En primer lugar, ambas casas pertencen a familias adineradas, están ubicadas en áreas residenciales, y están habitadas por herederos que no han seguido la norma [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]. Sonia Herries [La máscara de plata] es tan solterona como Irene y el narrador [Casa tomada]. Sonia es invadida por un extraño, que poco a poco se va apoderando de las habitaciones de la casa hasta recluirla en el ático. Irene y su hermano también comienzan a abandonar progresivamente las habitaciones de su casa, pero aquí nunca conocemos a los intrusos; solo los escuchamos como ruidos imprecisos y susurros. En ambas historias, los protagonistas parecen resignados ante la apropiación de sus viviendas, casi como algo normal e irremediable en cierto punto.

Por supuesto, Casa tomada es superior [sobre todo en la utilización de estos intrusos invisibles], pero La máscara de plata de Hugh Walpole prefigura asombrosamente el argumento de Julio Cortázar, y en sí mismo es un relato brillante por su originalidad.




La máscara de plata.
The Silver Mask, Hugh Walpole (1884-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La señorita Sonia Herries, al volver a casa de una cena en casa de los Weston, oyó una voz junto a ella.

—Por favor, sólo un momento...

Había caminado desde el piso de los Weston, a solo tres calles de distancia, y ahora estaba a solo unos pasos de su puerta, pero era tarde, no había nadie y el traqueteo en King's Road era apagado y tenue.

—Me temo que no puedo —comenzó.

Hacía frío y el viento le acariciaba las mejillas.

—Si solo pudieras... prosiguió.

Se volvió y vio a uno de los jóvenes más guapos posibles. Era el apuesto joven de todas las historias románticas: alto, moreno, pálido, delgado, distinguido... ¡oh! ¡Todo! Y vestía un raído traje azul y temblaba de frío.

—Me temo que no puedo —repitió, comenzando a moverse.

—Oh, lo sé —interrumpió él—. Todo el mundo dice lo mismo y con toda naturalidad. Pero DEBO insistir. NO PUEDO volver con mi esposa y mi bebé simplemente sin nada. No tenemos fuego, ni comida, nada excepto un techo. Es mi culpa, todo. No quiero tu piedad, pero TENGO que atacar tu comodidad.

Él tembló. Se estremeció como si fuera a caer. Involuntariamente ella alargó la mano para sostenerlo. Le tocó el brazo y lo sintió temblar bajo la delgada manga.

—Todo está bien —murmuró—. Tengo hambre. No puedo evitarlo.

Había tenido una excelente cena. Tal vez había bebido lo suficiente como para cometer una imprudencia; en cualquier caso, antes de que se diera cuenta, lo estaba haciendo pasar a través de su puerta pintada de azul oscuro. ¡Qué locura! Aunque inteligente, sufría terriblemente de bondad impulsiva. Toda su vida había sido así. Los errores que había cometido, y había cometido muchos, habían surgido del triunfo de su corazón sobre su cerebro. Ella lo sabía —¡qué bien lo sabía!— y todos sus amigos se lo remarcaban.

Cuando llegó a su quincuagésimo cumpleaños, se dijo a sí misma:

—Bueno, ahora por fin soy demasiado vieja para seguir siendo tonta.

Y aquí estaba ella, ayudando a un joven completamente desconocido a entrar en su casa en plena noche, y él, con toda probabilidad, era el peor tipo de criminal.

Muy pronto él estaba sentado en su sofá color rosa, comiendo bocadillos y bebiendo un whisky con soda. Parecía estar completamente abrumado por la belleza de sus posesiones.

—Si está actuando, lo está haciendo muy bien —pensó para sí misma.

Pero tenía gusto y conocimiento. Sabía que el Utrillo era uno de los primeros, el único período de importancia en la obra de ese maestro, sabía que los dos viejos que hablaban bajo una ventana pertenecían al Italiano medio de Sickert, reconoció la cabeza de Dobson y el maravilloso alce de bronce de Carl Milles.

—Eres artista —dijo ella—. ¿Pintas?

—No, soy un proxeneta, un ladrón, lo que quieras... cualquier cosa mala —respondió con fiereza—. Y ahora debo irme —añadió, levantándose de un salto.

Parecía ciertamente vigorizado. Apenas podía creer que era el mismo joven que solo media hora antes había tenido que apoyarse en su brazo para sostenerse. Y era un caballero. De eso no podía haber ningún tipo de duda. Y era asombrosamente hermoso en el espíritu de hace cien años, un joven Byron, un joven Shelley, no un joven Ramón Novarro o un joven Ronald Colman.

Bueno, era mejor que se fuera, y ella esperaba (por su propio bien y no por el de ella) que no le exigiera dinero y amenazara con montar una escena. Después de todo, con su cabello blanco como la nieve, su barbilla ancha y firme, como su cuerpo, no parecía alguien que pudiera ser amenazado. Al parecer, no tenía la menor intención de amenazarla. Se movió hacia la puerta.

—¡Oh! —murmuró con un pequeño jadeo de asombro.

Se había detenido ante una de las cosas más hermosas que tenía: una máscara plateada con la cara de un payaso, el payaso sonriente, alegre, sin insinuar una tristeza perpetua como tradicionalmente se supone que deben hacer todos los payasos. Fue uno de los esfuerzos más exitosos del famoso Sorat, el más grande maestro vivo de las Máscaras.

—Sí. ¿No es encantador? —dijo ella—. Fue una de las primeras obras de Sorat y, aun así, creo, una de las mejores.

—La plata es el material adecuado para ese payaso —dijo.

—Sí, yo también lo creo —asintió ella.

Se dio cuenta de que no le había preguntado nada sobre sus problemas, sobre su pobre esposa y su bebé, sobre su historia. Tal vez era mejor así.

—Me has salvado la vida —le dijo en el pasillo.

Tenía en la mano un billete de una libra.

—Bueno —respondió alegremente—, fui una tonta al arriesgarme a un hombre extraño entre en mi casa a esta hora de la noche, o eso me dirían mis amigos. Pero una anciana como yo... ¿dónde está el riesgo?

—Podría haberte cortado el cuello —dijo con bastante seriedad.

—Podrías —admitió ella—. Pero con horribles consecuencias para ti.

—Oh, no creo —dijo él—. No en estos días. La policía nunca es capaz de atrapar a nadie.

—Bien, buenas noches. Toma esto. Al menos puede darte algo de calor.

Tomó la libra.

—Gracias —dijo descuidadamente. Luego, en la puerta, comentó—: Esa máscara. Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida.

Cuando la puerta se hubo cerrado y volvió a la sala de estar, suspiró:

¡Qué joven tan apuesto! Entonces vio que su cigarrera de jade blanco más hermosa había desaparecido. Había estado sobre la mesita junto al sofá. La había visto justo antes de ir a la despensa a cortar los sándwiches. Él la había robado. Miró por todas partes. No, sin duda la había robado.

¡Qué joven tan apuesto!, pensó mientras subía a la cama.

Sonia Herries fue una mujer de su tiempo. Exteriormente era cínica y destructiva mientras que interiormente era una criatura anhelante de afecto y aprecio. Porque aunque tenía el pelo blanco y tenía cincuenta años, era aparentemente activa, joven, podía dormir poco y comer menos, podía bailar, beber cócteles y jugar al bridge hasta el fin de los tiempos. Interiormente no le importaban ni los cócteles ni el bridge. Ella era sobre todas las cosas maternal y tenía un corazón débil, no sólo un corazón débil en términos espirituales, sino también físicos. Cuando sufría, debía tomar sus gotas, acostarse y descansar, no permitía que nadie la viera. Como todas las demás mujeres de su época, tenía el coraje digno de una causa mejor.

Ella era una heroína sin ninguna razón en absoluto.

Pero, más allá de todo lo demás, era maternal. Se habría casado al menos dos veces si hubiera amado lo suficiente, pero el hombre al que realmente había amado no la había amado (eso fue hace veinticinco años), por lo que fingió despreciar el matrimonio. Si hubiera tenido un hijo, su naturaleza se habría realizado; como no había tenido esa buena fortuna, había sido maternal (con una indiferencia cínica exterior) con un gran número de personas. A veces se reían de ella, pero nunca se preocupaban profundamente por su bienestar. Sus parientes la usaban para ocupar lugares extraños en la mesa, para llenar habitaciones libres en fiestas, para hacer compras para ellos en Londres, para hablar con ellos cuando las cosas iban mal o la gente abusaba de ellos. Era una mujer muy solitaria.

Vio a su joven ladrón por segunda vez quince días después. Lo vio porque fue a su casa una noche cuando ella se estaba vistiendo para la cena.

—Hay un hombre joven en la puerta —dijo su doncella Rose.

—¿Un hombre joven? ¿Quién? —pero ella lo sabía.

—No lo sé, señorita Sonia. No quiere dar su nombre.

Bajó y lo encontró en el vestíbulo con la cigarrera en la mano. Llevaba un traje decente, pero aún se veía hambriento, demacrado, desesperado e increíblemente guapo. Ella lo llevó a la habitación donde habían conversado antes. Él le dio la cigarrera.

—La empeñé —dijo, con los ojos fijos en la máscara de plata.

—¡Qué cosa tan espantosa de hacer! —dijo ella—. ¿Y qué vas a robar ahora?

—Mi esposa hizo algo de dinero la semana pasada —dijo—. Eso nos ayudará durante un tiempo.

—¿Nunca trabajas? —ella le preguntó.

—Yo pinto —respondió—. Pero nadie comprará mis cuadros. No son lo suficientemente modernos.

—Debes mostrarme algunos —dijo ella, y se dio cuenta de lo débil que estaba. No era su buena apariencia lo que le dio su poder sobre ella, sino algo a la vez indefenso y desafiante, como un niño malvado que odia a su madre pero siempre acude a ella en busca de ayuda.

—Tengo algunos aquí —dijo, salió al vestíbulo y volvió con varios lienzos.

Se los mostró. Eran muy malos: paisajes azucarados y figuras sentimentales.

—Son muy malos —dijo ella.

—Sé que lo son. Debes entender que mi gusto estético es muy fino. Sólo aprecio las mejores cosas del arte, como tu cigarrera, esa máscara de ahí, el Utrillo. Pero no puedo pintar nada más que esto. Es muy exasperante.

Él le sonrió.

—¿No comprarías uno? —le preguntó.

—Oh, pero yo no quiero uno —respondió ella—. Tendría que ocultarlo.

Era consciente de que en diez minutos sus invitados estarían allí.

—Oh, compra uno.

—Por supuesto que no.

—Por favor.

Se acercó y alzó la vista hacia su rostro ancho y bondadoso como un niño suplicante.

—Bien. ¿Cuánto quieres?

—Veinte libras por este. Veinticinco por...

—¡Pero qué absurdo! No valen nada en absoluto.

—Puede que lo valgan algún día. Nunca se sabe.

—Estoy bastante segura que no.

—Por favor compra uno. Ese de las vacas no está tan mal.

Se sentó y escribió un cheque.

—Soy una perfecta tonta. Toma esto y comprende que no quiero volver a verte nunca más. ¡Nunca! Nunca serás admitido. No sirve de nada hablarme en la calle. Si lo haces, se lo diré a la policía.

Tomó el cheque con tranquila satisfacción, le tendió la mano y apretó un poco la de ella.

—Cuélgalo con la luz adecuada y no será tan malo...

—Cómprate unas botas nuevas —dijo ella—. Esas son terribles.

—Seguro —dijo y se fue.

Toda esa noche, mientras escuchaba las ironías duras y crepitantes de sus amigas, pensó en el joven. Ella no sabía su nombre. Lo único que sabía de él era que, según su propia confesión, era un sinvergüenza y tenía a su merced una pobre esposa y un niño hambriento. La imagen que se formó de estos tres la atormentaba. Había sido, en cierto modo, honesto por su parte devolver la cigarrera. Ah, pero él sabía, por supuesto, que si no la hubiera devuelto nunca podría haberla vuelto a ver.

Había descubierto de inmediato que ella era una espléndida fuente de suministro, y ahora que había comprado uno de sus miserables cuadros…

Sin embargo no podía ser del todo malo. Nadie que se preocupara tan apasionadamente por las cosas bellas podría ser completamente inútil. ¡La forma en que había ido directamente a la máscara de plata y la miró como si fuera su alma! Sentada a la mesa del comedor, expresando los sentimientos más cínicos, era toda dulzura mientras miraba hacia la pared sobre cuya pálida superficie colgaba la máscara de plata. Había, pensó, una cierta mirada del joven en esa superficie alegre y brillante. ¿Pero dónde?

La mejilla del payaso era gorda, su boca ancha, sus labios gruesos, y sin embargo, sin embargo...

Durante los días siguientes, mientras recorría Londres, miró a su pesar a los transeúntes para ver si él no estaba allí.

Una cosa que pronto descubrió: él era mucho más guapo que cualquier otra persona que ella viera. Pero no era su hermosura lo que la perseguía. ¡Era porque él quería que ella fuera amable con él, y porque ella deseaba, oh, tan terriblemente, ser amable con alguien!

La máscara de plata, se le ocurrió, estaba cambiando gradualmente, la redondez se adelgazaba, una nueva luz entraba en los ojos vacíos. Sin duda era algo hermoso.

Luego, tan inesperadamente como en las otras ocasiones, él apareció de nuevo.

Una noche, cuando ella, de vuelta del teatro, fumaba un último cigarrillo y se disponía a subir las escaleras para ir a la cama, llamaron a la puerta. Por supuesto, todo el mundo tocaba el timbre; nadie probaba la aldaba anticuada con forma de lechuza que ella había comprado, un día de ocio, en una vieja tienda de curiosidades. El golpe le aseguró que era él.

Rose se había ido a la cama, así que fue ella misma a la puerta. Allí estaba él, y con él una chica y un bebé. Todos entraron en la sala de estar y se quedaron torpemente junto al fuego. Fue en ese momento, al verlos a todos juntos, cuando sintió una primera punzada aguda de miedo. De repente supo lo débil que era, parecía que se convertía en agua al verlos, ella, Sonia Herries, cincuenta años, independiente y fuerte, salvo por ese pequeño latido del corazón, sí, que se convertía en agua. Tenía miedo como si alguien le hubiera susurrado una advertencia al oído.

La chica era llamativa, con el pelo rojo y la cara blanca, una cosita delgada y grácil. El bebé, envuelto en un chal, estaba muerto de sueño. Les dio bebidas y el resto de los sándwiches que habían puesto allí para ella. El joven la miró con su encantadora sonrisa.

—No hemos venido a pedirte nada esta vez —dijo él—. Quería que conocieras a mi esposa y que ella viera algunas de tus hermosas cosas.

—Bueno —dijo ella bruscamente—. Sólo puedes quedarte uno o dos minutos. Ya es tarde. Me voy a la cama. Además, te dije que no volvieras a venir aquí.

—Ada me obligó —dijo, señalando a la chica—. Estaba tan ansiosa por conocerte…

La chica nunca dijo una palabra, solo la miró malhumorada.

—Bien. Pero debes irte pronto. Por cierto, nunca me has dicho tu nombre.

—Henry Abbott, y ella es Ada. El bebé también se llama Henry.

—Bien. ¿Cómo te ha ido desde que te vi por última vez?

—¡Ah, bien! Viviendo de la grosura de la tierra.

Pero pronto se quedó en silencio. La chica nunca dijo una palabra. Después de una pausa intolerable, Sonia Herries sugirió que se fueran. No se movieron.

Media hora después ella insistió. Se levantaron. Pero, de pie junto a la puerta, Henry Abbott señaló con la cabeza el escritorio.

—¿Quién te escribe las cartas?

—Nadie. Las escribo yo misma.

—Deberías tener a alguien. Te ahorraría mucho tiempo. Yo las escribiré por ti.

—No, gracias. Eso nunca funcionaría. Buenas noches...

—Vamos. Tampoco tienes que pagarme nada. Ocuparía mi tiempo con algo útil.

—Tonterías… Buenas noches.

Les cerró la puerta.

Ella no podía dormir. Se quedó allí pensando en él. La conmovió, en parte, una ternura maternal hacia ellos que le calentaba el cuerpo (la chica y el bebé parecían tan indefensos allí sentados), en parte un escalofrío de aprensión que le helaba las venas. Bueno, esperaba no volver a verlos nunca más. ¿No? ¿Acaso no miraría sobre su hombro, mientras caminaba por Sloane Street, para ver si por casualidad él andaba por allí?

Tres mañanas después, sucedió. Era una mañana lluviosa y había decidido dedicarla al ajuste de cuentas. Estaba sentada en su mesa cuando Rose lo hizo pasar.

—He venido a escribir tus cartas —dijo.

—No lo creo —dijo ella con aspereza—. Ahora, Henry Abbott, vete. He tenido suficiente.

—Oh, no, todavía no —dijo, y se sentó en su escritorio.

Se avergonzaría para siempre, pero media hora después estaba sentada en la esquina del sofá diciéndole lo que tenía que escribir. Odiaba confesárselo a sí misma, pero le gustaba verlo sentado allí. Él era su compañía. Independientemente de las profundidades en las que se hubiera hundido, sin duda era un caballero. Se portó muy bien esa mañana; escribió con una caligrafía excelente.

Una semana después le dijo a Amy Weston, riéndose:

—Querida, ¿te lo creerías? Tuve que contratar a un secretario. Un joven muy guapo, pero no hace falta que mires por encima del hombro. Sabes que los jóvenes apuestos no significan nada para mí, y él me ahorra una molestia interminable.

Durante tres semanas se portó muy bien, llegando puntualmente, sin insultarla, haciendo en todo lo que ella le sugería. En la cuarta semana, alrededor de la una menos cuarto del día, llegó su esposa. En esta ocasión se veía asombrosamente joven. Llevaba un sencillo vestido gris de algodón. Su cabello pelirrojo y cortado era sorprendentemente vibrante sobre su rostro pálido.

El joven ya sabía que la señorita Herries estaba almorzando sola.

Había visto la mesa puesta para uno con sus simples accesorios. Parecía muy difícil no pedirles que se quedaran. Ella lo hizo, aunque no deseaba hacerlo. La comida no fue un éxito. Los dos juntos eran aburridos, porque el hombre hablaba poco cuando su esposa estaba allí, y la mujer no decía nada en absoluto. Además, los dos eran de alguna manera siniestros.

Los despidió después del almuerzo. Partieron sin protestar. Pero mientras caminaba, ocupada en sus compras esa tarde, decidió que debía deshacerse de ellos de una vez por todas. Era cierto que había sido bastante agradable tenerlo allí; su sonrisa, sus perversos comentarios humorísticos, la sugerencia de que él era una especie de gamin malévolo que se aprovechaba del mundo en general pero la perdonaba porque le gustaba, todo esto la había atraído, pero lo que realmente la alarmó fue que durante todas estas semanas él no había hecho ningún pedido de dinero, de hecho, no había pedido nada.

¡Debe estar acumulando una buena cuenta, debe tener algún plan en la cabeza con el que una mañana la asustaría siniestramente!

Por un momento, a la brillante luz del sol, con el ronroneo del tráfico, el susurro de los árboles a su alrededor, se vio a sí misma con un color sorprendente. Se estaba comportando con una debilidad que era asombrosa.

Su cuerpo robusto, rechoncho, resuelto, su rostro sonrosado y jovial, su fuerte cabello blanco, todo esto desapareció, y en su lugar, casi aferrándose a la barandilla del parque para sostenerse, estaba una viejita tímida con ojos asustados y rodillas temblorosas. ¿Qué había que temer? Ella no había hecho nada malo. Allí estaba la policía a la mano. Nunca antes había sido una cobarde. Sin embargo, se fue a casa con el extraño impulso de dejar su cómoda casita de Walpole Street y esconderse en algún lugar, algún lugar que nadie pudiera descubrir.

Esa noche aparecieron de nuevo, marido, mujer y bebé. Se había acomodado para una agradable velada con un libro y acostarse temprano. Llegó el golpe en la puerta.

En esta ocasión se mostró firme con ellos. Cuando estuvieron reunidos en un pequeño grupo, ella se levantó y se dirigió a ellos.

—Aquí hay cinco libras —dijo—, esto es el final. Si uno de ustedes vuelve a asomar la cara por esta puerta, llamaré a la policía. Ahora váyanse.

La chica dio un pequeño grito ahogado y cayó desmayada a sus pies. Fue un desmayo perfectamente genuino. Rose fue convocada. Se hizo todo lo posible.

—Ella simplemente no ha comido suficiente —dijo Henry Abbott.

Al final (tan decidido y resuelto fue el desmayo) Ada Abbott fue acostada en la habitación de huéspedes y llamaron a un médico. Después de examinarla, este dijo que necesitaba descansar y alimentarse. Este fue quizás el momento crítico de todo el asunto. Si Sonia Herries hubiera estado adecuadamente resuelta en esta crisis y hubiera echado a la familia Abbott, débil y todo, a la calle fría e indiferente, podría haber sido una anciana sana y vigorosa que disfruta del bridge con sus amigos. Sin embargo, fue precisamente aquí cuando su temperamento maternal fue demasiado fuerte para ella.

La pobre joven yacía exhausta, con los ojos cerrados y las mejillas casi del color de la almohada. El bebé (seguramente el bebé más tranquilo jamás conocido) yacía en un catre al lado de la cama. Henry Abbott escribía cartas al dictado en la planta baja. Una vez, Sonia Herries, al mirar la máscara de plata, quedó impresionada por la sonrisa en el rostro del payaso. Ahora le pareció una sonrisa fina y aguda, casi burlona.

Tres días después del colapso de Ada Abbott llegaron su tía y su tío, el señor y la señora Edwards. El señor Edwards era un hombre corpulento, de rostro colorado, modales cordiales y chaleco brillante. La señora Edwards era una mujer delgada, de nariz afilada y voz grave. Era muy, muy delgada y llevaba un gran broche pasado de moda en su pecho plano pero emocional.

Se sentaron uno al lado del otro en el sofá y explicaron que habían venido a preguntar por Ada, su sobrina favorita. La señora Edwards lloró, el señor Edwards fue amistoso y familiar. Desafortunadamente, la señora Weston y un amigo vinieron y llamaron en ese momento. No se quedaron mucho tiempo. Estaban francamente sorprendidos por la pareja Edwards y profundamente sorprendidos por la familiaridad de Henry Abbott. Sonia Herries se dio cuenta de que sacaron las peores conclusiones.

Una semana después, Ada Abbott todavía estaba en la cama en la habitación de arriba. Parecía imposible moverla. Los Edwards eran visitantes constantes. En una ocasión trajeron al señor y la señora Harper y su niña, Agnes. Se disculparon profusamente, pero la señorita Herries entendería que «con el interés que tenían en Ada era imposible permanecer pasivos». Todos se apiñaron en el dormitorio de invitados y miraron con simpatía a la figura pálida con los ojos cerrados.

Entonces sucedieron dos cosas juntas. Rose dio aviso y la señora Weston vino y tuvo una conversación franca con su amiga. Empezó con el comienzo más siniestro:

—Creo que deberías saber, querida, lo que todo el mundo dice...

Lo que todo el mundo decía era que Sonia Herries vivía con un joven rufián de la calle, lo bastante joven para ser su hijo.

—Debes deshacerte de todos ellos de una vez —dijo la señora Weston—, o no te quedará ningún amigo en Londres, cariño.

Abandonada a sí misma, Sonia Herries hizo lo que no había hecho durante años, se echó a llorar.

¿Qué le había pasado? No solo había perdido su voluntad y determinación, sino que se sentía muy mal. Su corazón estaba mal otra vez; no podía dormir; la casa también se estaba desmoronando. Había polvo sobre todo. ¿Cómo iba a reemplazar a Rose? Estaba viviendo una horrible pesadilla. Este espantoso y apuesto joven parecía tener cierta autoridad sobre ella. Sin embargo, él no la amenazó. Todo lo que hizo fue sonreír. Tampoco estaba en lo más mínimo enamorada de él.

Esto debía llegar a su fin o estaría perdida.

Dos días después, a la hora del té, llegó su oportunidad. Los Edwards habían llamado para ver cómo estaba Ada; Ada por fin estaba abajo, muy débil y pálida. Henry Abbott estaba allí, también el bebé. Sonia Herries, aunque se encontraba terriblemente mal, se dirigió a todos con energía, especialmente a la señora Edwards, de nariz afilada.

—Deben entenderlo —dijo ella—. No quiero ser desagradable, pero tengo que considerar mi propia vida. Soy una mujer muy ocupada, y todo esto se me ha impuesto. No quiero parecer brutal. Me alegro de haberte ayudado, pero creo que la señora Abbott está lo suficientemente bien como para irse a casa ahora... Os deseo buenas noches.

—Estoy segura —dijo la señora Edwards, mirándola desde el sofá— de que usted ha sido amable, señorita Herries. Ada lo reconoce, estoy seguro. Pero moverla ahora sería matarla, eso es todo. Cualquier movimiento y ella recaerá.

—No tenemos adónde ir —dijo Henry Abbott.

—Pero la señora Edwards... —empezó a decir la señorita Herries, cada vez más furiosa.

—Solo tenemos dos habitaciones —dijo la señora Edwards en voz baja—. Lo siento, pero justo ahora, con mi esposo tosiendo toda la noche…

—¡Oh, pero esto es monstruoso! —gritó la señorita Herries—. Ya he tenido suficiente. He sido generosa hasta cierto punto...

—¿Y qué pasa con mi paga —dijo Henry—, durante todas estas semanas?

—¡Paga! Bueno, por supuesto... —empezó a decir la señorita Herries.

Entonces se detuvo. Se dio cuenta de varias cosas: estaba sola en la casa, la cocinera se había ido esa tarde. También se dio cuenta de que ninguno de ellos se había movido. Se dio cuenta de que sus cosas (el Sickert, el Utrillo, el sofá) estaban llenas de aprensión. Estaba terriblemente asustada por su silencio, su inmovilidad. Se acercó a su escritorio, y su corazón dio un vuelco, se secó, disparó a través de su cuerpo la agonía más espantosa.

—Por favor —jadeó—. En el cajón... la botellita verde... ¡Oh, rápido! ¡Por favor, por favor!

Lo último de lo que fue consciente fueron las tranquilas y hermosas facciones de Henry Abbott inclinado sobre ella.

Cuando, una semana después, llamó la señora Weston, la chica, Ada Abbott, le abrió la puerta.

—Vine a preguntar por la señorita Herries —dijo—. No la he visto por aquí. Llamé por teléfono varias veces y no obtuve respuesta.

—La señorita Herries está muy enferma.

—Oh, lo siento mucho. ¿Puedo verla?

Los tonos suaves y tranquilos de Ada Abbott la tranquilizaron.

—El doctor no desea que vea a nadie en este momento. ¿Me puede dar su dirección? Le enviaré noticias tan pronto como esté lo suficientemente bien.

La señora Weston se fue. Ella relató el evento a sus amistades.

—Pobre Sonia, está bastante mal. Parece que la están cuidando. En cuanto se mejore iremos a verla.

La vida de Londres se mueve rápidamente. Sonia Herries nunca había sido de gran importancia para nadie. Sus pocos parientes recibieron una nota muy educada asegurándoles que tan pronto como ella estuviera mejor…

Sonia Herries estaba en la cama, pero no en su propia habitación. Estaba en el pequeño dormitorio del ático, últimamente ocupado por Rose, la criada. Yacía al principio en una extraña apatía. Se sentía enferma. Se dormía, despertaba y volvía a dormirse. Ada Abbott, a veces la señora Edwards, a veces una mujer que no conocía, la atendían. Todas eran muy amables. ¿Necesitaba un médico? No, claro que no necesitaba médico, le aseguraron. Se asegurarían de que tuviera todo lo necesario.

Entonces la vida comenzó a fluir de nuevo en ella. ¿Por qué estaba en esta habitación? ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Qué era esa horrible comida que le traían? ¿Qué estaban haciendo aquí estas mujeres?

Tuvo una escena terrible con Ada Abbott.

Ella trató de levantarse de la cama. La chica la contuvo, y con facilidad, porque toda la fuerza parecía haber desaparecido de sus huesos. Ella protestó, estaba tan furiosa como su debilidad se lo permitía, luego lloró.

Al día siguiente estaba sola y se levantó de la cama; la puerta estaba cerrada; ella golpeó. No había más sonido que el de sus golpes. Su corazón comenzó de nuevo ese terrible latido estrangulado. Volvió a meterse en la cama. Yacía allí, llorando débilmente. Cuando Ada llegó con algo de pan, algo de sopa, algo de agua, exigió que abrieran la puerta. Dijo que se levantaría, se bañaría y bajaría a su propia habitación.

—No estás lo suficientemente bien —dijo Ada con amabilidad.

—Por supuesto que estoy suficientemente bien. Cuando salga haré que te metan en la cárcel por esto...

—Por favor, no te agites. Es malo para tu corazón.

La señora Edwards y Ada la bañaron. No tenía suficiente para comer. Siempre tenía hambre.

El verano había llegado. La señora Weston fue a Etretat. Todos estaban fuera de la ciudad.

—¿Qué le ha pasado a Sonia Herries? Mabel Newmark le escribió a Agatha Benson. Hace años que no la veo…

Pero nadie tuvo tiempo de preguntar. Había tantas cosas que hacer. Sonia era una buena persona, pero no había sido gran cosa para nadie.

Una vez, Henry Abbott la visitó.

—Siento mucho que no estés mejor —dijo sonriendo—. Estamos haciendo todo lo posible por usted. Es una suerte que estuviéramos cerca cuando estabas tan enferma. Será mejor que firmes estos papeles. Alguien debe ocuparse de tus asuntos hasta que estés mejor. Estarás abajo en una semana o dos.

Mirándolo con los ojos muy abiertos y aterrorizados, Sonia Herries firmó los papeles.

Las primeras lluvias del otoño azotaban las calles. En la sala de estar el gramófono estaba encendido. Ada y el joven señor Jackson, Maggie Trent y el corpulento Harry Bennett estaban bailando. Todos los muebles estaban tirados contra las paredes. El señor Edwards bebía su cerveza; la señora Edwards estaba brindando con los dedos de los pies frente al fuego.

Entró Henry Abbott. Acababa de vender el Utrillo. Su llegada fue recibida con aplausos.

Tomó la máscara de plata de la pared y subió las escaleras. Subió a lo alto de la casa, entró, encendió la luz desnuda.

—¡Oh! ¿Quién? ¿Qué? —una voz aterrorizada vino de la cama.

—Está bien —dijo el otro con dulzura—. Ada te traerá el té en un minuto.

Tenía un martillo y un clavo y colgó la máscara de plata en el papel tapiz moteado, donde la señorita Herries pudiera verla.

—Sé que te gusta —dijo—. Pensé que te gustaría mirarla.

Ella no respondió. Solo miró.

—Querrás algo que mirar —prosiguió—. Estás demasiado enferma, me temo, para volver a salir de esta habitación. Así que será bueno para ti. Algo para mirar.

Salió, cerrando suavemente la puerta detrás de él.

Hugh Walpole (1884-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Hugh Walpole.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hugh Walpole: La máscara de plata (The Silver Mask), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Circe»: Julio Cortázar; relato y análisis


«Circe»: Julio Cortázar; relato y análisis.




Circe (Circe) es un relato fantástico del escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984), publicado en la antología de 1951: Bestiario (Bestiario).

Circe, acaso uno de los mejores cuentos de Julio Cortázar, narra la historia de una misteriosa mujer llamada Delia Mañara —según el autor: «fina, rubia, demasiado lenta en sus gestos»—, capaz de seducir a cualquier hombre, de jugar con ellos, y, posteriormente, de conducirlos a un destino fatal a través del envenenamiento [ver: Casa Tabú: análisis de «Casa Tomada» de Julio Cortázar]

El nombre del cuento alude a un personaje siniestro de los mitos griegos: la bruja Circe, aquella que mantuvo cautivo a Odiseo. Al igual que ella, Delia Mañaro es una mujer fatal, una hechicera, una encantadora, una devoradora de hombres, acaso también inspirada en la voraz doncella de La Belle Damme Sans Merci (La bella dama sin piedad), de John Keats. No obstante, su fuente principal es Circe, tal vez el primer personaje occidental en practicar la nigromancia.

Delia Mañara es, en esencia, una bruja, y como tal utiliza las mismas herramientas atribuidas a las brujas medievales pero actualizadas al siglo XX. Por ejemplo, prescinde de los filtros y ungüentos mágicos; en cambio, envenena a sus amantes con bombones. Posee un poder increíble sobre los animales, en especial sobre los gatos, y una influencia total sobre los varones, a quienes seduce y asesina casi tan sutilmente como una araña que teje su tela alrededor de su víctima.




Circe.
Circe, Julio Cortázar (1914-1984)

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia —no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!— y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara.

Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse —a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste:

—La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo —y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla.

Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos.

La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre.

Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una visita, y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz. Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.

—Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.

Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final.

En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.

Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes.

Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas.

—A Héctor... —empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario.

Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.

—Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala.

Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico.

El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia.

—Tire ese bombón —hubiera querido decirle—. Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.

Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa. Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz.

—El tercer novio —pensó raramente—. Decirle así: su tercer novio, pero vivo.

Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante.

—Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso —dijo una o dos veces.

Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó:

—Lo hice para vos.

Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.

A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba:

—Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.

Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba —algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente—, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto.

Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente —también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano— le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.

No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.

Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.

Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.

A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos.

A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos.

Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.

—El pez de color está tan triste —dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones.

Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.

—Hay que renovarle más seguido el agua —propuso.

—Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca —del velorio de Rolo— sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.

Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.

—Entonces sos mi novio —dijo—. Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul.

—Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares.

Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después:

—Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel.

Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta.

A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.

Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.

—Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.

—Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?

—Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...

—Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.

—Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja —atinó a decir indefenso Mario.

—No es por eso, sabés —Bebía su cerveza como para que le tapara la voz—. Antes fue igual, yo la conozco bien.

—¿Antes de qué?

—Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.

Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor.

Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.

Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.

—Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama.

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara.

Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones —claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto.

Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos —o era la sombra de la sala—, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada.

Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.

Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa.

A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él —por fin alguno— hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.

Julio Cortázar (1914-1984)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


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El análisis y resumen del cuento de Julio Cortázar: Circe (Circe), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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