«El hermoso desconocido»: Shirley Jackson; relato y análisis


«El hermoso desconocido»: Shirley Jackson; relato y análisis.




El hermoso desconocido (The Beautiful Stranger) es un relato de terror de la escritora norteamericana Shirley Jackson (1916-1965), publicado en la antología de 1968: Ven conmigo (Come Along with Me).

El hermoso desconocido, uno de los mejores cuentos de Shirley Jackson, relata la historia de Margaret, una esposa, madre y ama de casa que cumple con todo lo que se espera de ella, quien experimenta la extraña sensación de que el hombre que ha regresado a casa del trabajo no es su esposo, sino un sustituto mucho mejor que el original [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado]

SPOILERS.

El hermoso desconocido de Shirley Jackson podría inscribirse en la categoría del gótico doméstico, donde la protagonista se desplaza de la realidad objetiva y cree, con absoluta certeza, que su marido es un impostor, aunque uno que le gusta mucho más que el original [ver: Horror Doméstico]

En este contexto, Margaret hace todo lo posible por mantener la compostura cuando llega a la estación de tren con sus dos hijos para recoger a su esposo, John. Aunque tuvieron una pelea antes de este viaje de negocios, Margaret no dejará que eso cambie su percepción de felicidad doméstica. Ella está molesta con todo lo que él dice y hace mientras lo lleva a casa; sin embargo, poco después su percepción cambia radicalmente: cree con toda su intuición que su esposo ha sido reemplazado por un impostor. Además, Margaret cree que este desconocido es consciente de que ella lo sabe. A pesar de eso, disfruta cada minuto con él. Finalmente, cuando decide salir a la ciudad y comprarle algo especial a John, regresa a casa en taxi y se enfrenta a una crisis completamente nueva: ya no reconoce su casa. Todas le parecen iguales, y eso la separa irremediablemente de su hermoso desconocido [ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo familiar se vuelve extraño]


[Lo que podría llamarse el primer indicio de extrañeza ocurrió en la estación del ferrocarril.]


El hermoso desconocido comienza de este modo, pero luego continúa describiendo una situación bastante mundana: una esposa que espera en una estación de tren a su esposo, quien regresa de un viaje de trabajo a Boston. Margaret está un poco preocupada porque discutió con John antes del viaje pero, aparte de eso, todo parece normal. Sin embargo, de vuelta en esta idílica casa donde vive esta idílica familia, Margaret mira a John y piensa:


[¿Qué?, se preguntó de repente; ¿es más alto? Ese no es mi marido.]


El hermoso desconocido de Shirey Jackson describe la convicción de Margaret de que el hombre que ha regresado de Boston no es su marido [a pesar de que actúa igual, habla igual, se viste igual] sino el «hermoso desconocido» del título. Hermoso, porque esta no es una historia de doppelgängers. Margaret quiere que este sustituto sea su marido, no el viejo John. No hay conflicto en ella; de hecho, parece sentir alivio, euforia, y hasta felicidad, cuando se reajusta a esta nueva realidad. Es el lector, no Margaret, quien está inquieto por toda la situación. ¿Cuánto de lo que está sucediendo está en la cabeza de Margaret? Su propio comportamiento hacia John cambia cuando piensa que él es otra persona; ¿Es esa la causa de sus supuestas diferencias? ¿Quién cambió primero? [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

En términos clínicos, todo parece indicar que Margaret escapa de la realidad a través de un brote psicótico, sufriendo la ilusión de que solo finge interpretar los roles que socialmente se esperan de ella, como esposa y madre, y que, en realidad, están borrando su verdadera identidad [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico].

El mundo ya es bastante «extraño» y «amenazante» cuando el narrador [¿poco confiable?] presenta a Margaret, una esposa ansiosa que espera que su esposo regrese de un viaje de negocios una semana después de que tuvieran una gran pelea. Ella y sus hijos salieron de la casa una «larga hora y media antes de que llegara el tren», actuando «extrañamente asustada de llegar tarde» porque le preocupaba parecer «demasiado ansiosa por encontrarse con su esposo». Aunque la ansiedad y la incertidumbre acerca de su relación parecen disminuir a medida que Margaret se instala en la obligación de ser feliz, precisamente para sobrellevar su miedo a la infelicidad, percibe algo extraño en el comportamiento de su esposo, John.


[De repente se le ocurre la idea de que este hombre no es su marido, sino un hermoso desconocido, que por alguna razón extraña pero perfectamente lógica, ha venido a ocupar el lugar de John.]


Margaret empieza a creer que la persona que recogió en la estación de tren no es su marido, sino el marido perfecto, y se entrega a esta fantasía, en la cual el otro también es consciente de ser un impostor. Sin embargo, este abrumador deleite se desvanece cuando la soledad regresa cuando él va a trabajar al día siguiente. Sola con los niños y la rutina como compañía, un poco mareada por el cambio positivo en su matrimonio, después de que John se va a trabajar a la mañana siguiente, Margaret decide que «debe ver algo más allá de los rostros de sus hijos»; y decide salir de compras dejando a los niños con una niñera. Al regresar, Margaret se baja del taxi y se da cuenta de que no reconoce su propio vecindario, ni siquiera su propia casa. Está perdida en los suburbios mientras el hermoso desconocido la espera en casa [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

Si bien podría decirse que John pudo haberse comportado de manera ligeramente diferente después de su regreso, el cambio de comportamiento de Margaret ocurrió antes de que él se bajara del tren. El narrador insinúa pequeños episodios de inestabilidad antes de que John llegue a casa. Por ejemplo, Margaret comienza a fingir ser la esposa perfecta asegurándose de que la casa esté extremadamente limpia y ordenada, cualidades que, sin dudas, la elevan al estatus social de esposa perfecta [ver: El Machismo en el Horror]. Además, cuando fue a buscarlo a la estación siente que su «reunión escenificada» sería «inoportuna y torpe», y resuelve ese conflicto al experimentar la certeza de que el hombre que bajó del tren no es su esposo, sino un «hermoso desconocido» [ver: En el Manicomio: la locura en la ficción gótica]

Al actuar como la esposa perfecta, Margret comienza a perder un sentido claro de quién es. Solo después de pasar un día fuera de casa y lejos de los niños, comienza a recordar su verdadero yo. Las hileras de casas idénticas reiteran la facilidad con la que su marido ha sido replicado [aunque mejorado] e imagina las aburridas y vacías repeticiones de su vida cotidiana al escapar mentalmente de su infeliz matrimonio. En cierto modo, ella también ha sido «replicada». En esta versión, donde ella es la esposa perfecta, Margaret se convierte en una copia aburrida y vacía de todas las demás amas de casa del vecindario [ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror]

El final del relato es inquietante y ambiguo. Probablemente no sea de extrañar que la nueva felicidad de Margaret fuera más frágil de lo que habíamos supuesto. Sin embargo, el cierre parece insinuar una explicación completamente diferente para los eventos en curso, sin dejar muy claro cuál es esa explicación. Ciertamente, el subtexto de El hermoso desconocido de Shirley Jackson parece ser una advertencia feminista sobre los peligros de vivir tu vida por y para otras personas [en este caso, esposo e hijos] y del seductor peligro de la fantasía. Pero aquí hay espacio para interminables interpretaciones. Es uno de esos cuentos que, independientemente de sus relecturas, no tiene fondo.

En una ocasión, hace ya muchos años, me encontré casualmente con una expareja en un bar. Ella estaba sentada justo frente a mí, mirándome a los ojos, y no la reconocí. La anécdota es diminuta, pero ilustra este singular funcionamiento del cerebro cuando algo profundamente familiar aparece en un contexto extraño. En los cuentos de Shirley Jackson, y particularmente en El hermoso desconocido, este mal funcionamiento se convierte en un viaje a través de una nueva dimensión de posibilidades. Las percepciones erróneas de un personaje pueden transformar su mundo; en ese contexto, la paranoia ya no es un estado mental, sino la realidad.

Mi reconocimiento facial fallido en aquella ocasión es una versión austera del aspecto más notable de la obra de Shirley Jackson, donde el mundo cotidiano, y las personas normales que lo habitan, de repente se tiñen con un extraño brillo. No puedo evitar leer El hermoso desconocido sin revivir esa sensación de extrañeza en el bar, pequeña en comparación con la experiencia de Margaret en la historia, pero lo suficientemente intensa como para que entienda cómo la fe en la coherencia de la vida cotidiana puede desvanecerse en un instante.

Aunque Shirley Jackson a menudo comienza de manera bastante tranquila [sus personajes nunca se asustan desde el principio, sino que se abren camino hacia estados de profunda consternación], tiene una habilidad desconcertante para ilustrar las horribles incertidumbres en torno a las leyes básicas de la realidad. ¿Estoy solo aquí al dudar de que las cosas no siempre son lo que parecen? Después de haber sido diagnosticado con una mierda bastante jodida, al despertar, a menudo me pregunto: ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí? De vez en cuando siento que las respuestas a esas preguntas son solo reacciones, comandos memorizados, y que mi realidad podría estar constituida con una pizca arbitraria de imaginación dentro de un marco creíble, seguro, pero no del todo confiable.

Esta vulnerabilidad específica [la de la mente consciente y obstinada] es precisamente lo que Shirley Jackson excita y exacerba en El hermoso desconocido. La identidad, en particular, se vuelve endeble e incierta. Aquí, por ejemplo, un hombre regresa de un viaje de negocios, pero no es lo suficientemente astuto como para convencer a su esposa de que es la misma persona que era antes de irse. De manera similar, en Louisa, por favor regresa a casa (Louisa, Please Come Home), una fugitiva regresa a su familia después de años viviendo con un nombre falso, pero sus padres han sido tan desengañados por la fantasía de su regreso que no la reconocen. No son casos de diabólicos impostores e identidades equivocadas, sino testimonios de lo crueles que pueden ser la percepción y la memoria. No te dejes convencer por la sacralidad del ritmo superficial de la vida cotidiana, parece advertirnos Shirley Jackson.

Pero quizás esté entendiendo todo mal, y el El hermoso desconocido solo sea una historia que pone en evidencia el truco ilusorio de la ficción misma. Después de todo, el narrador no es un psicópata, sino una persona cuerda, serena, observadora, y sumamente lógica. Hay una abundancia de razón pura en esta historia, y tal vez esa sea la clave: la claridad mental es tan aterradora como la locura.

En fin, la mente corre su carrera y su curso está plagado de trampas, a veces muy sutiles, como no reconocer un rostro, dudar brevemente de nuestra propia identidad al despertar; o más extraños todavía, como creer que el tipo que vas a buscar a la estación del tren no es tu esposo, sino alguien más, otro, que es a su vez consciente de que sabes que es un impostor, y de todos modos decide jugar el mismo juego.




El hermoso desconocido.
The Beautiful Stranger, Shirley Jackson (1916-1965)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Lo que podría llamarse el primer indicio de extrañeza ocurrió en la estación del ferrocarril. Había ido con sus hijos, el pequeño John y su bebé, a encontrarse con su esposo cuando este regresaba de un viaje de negocios a Boston.

Como había tenido un extraño miedo de llegar tarde, y tal vez incluso parecía ansiosa por encontrarse con su esposo después de una semana de separación, vistió a los niños y los metió en el automóvil media hora antes de la salida del tren. Como resultado, por supuesto, tuvieron que esperar interminablemente en la estación, y lo que debía ser una reunión encantadoramente organizada, la familia abrazando a marido y padre, se convirtió por fin en una actuación inoportuna e incómoda.

El pequeño John tenía el pelo revuelto y pegajoso. La bebé estaba enojada, tirando de su gorro rosa y su delicado vestido de encaje, lloriqueando. La llegada del tren los sorprendió en medio del movimiento, por así decirlo; Margaret estaba atando las cintas en el vestido de la bebé, el pequeño John estaba medio sobre el respaldo del asiento del automóvil. Salieron del coche, encogidos por el sonido del tren, desesperanzados.

John padre saludó desde los altos escalones del tren. A diferencia de su esposa e hijos, parecía completamente preparado para su regreso, como si se hubiera tomado algunas molestias para asegurar una reunión al menos sin dolor y, de hecho, se hubiera quedado así, saludando cordialmente desde los escalones del tren, tal vez durante hasta media hora, sin levantar la mano tanto como para enfatizar demasiado el alcance de su deleite al volver a verlos.

Su esposa tenía una extraña sensación de tiempo perdido. De pie en la plataforma, con el bebé en brazos y el pequeño John a su lado, no pudo recordar con claridad ni por un minuto si él volvía a casa o si todavía estaban allí para despedirse.

Habían estado discutiendo cuando él se fue, y ella se había pasado la semana de su ausencia decidida a olvidar que en su presencia se había sentido asustada y herida. Este será un buen momento para aclarar las cosas, se había estado diciendo a sí misma; mientras John no esté, intentaré recuperarme de nuevo. Ahora, insegura por fin de si se trataba de una llegada o una partida, sintió miedo de nuevo, esforzándose por encontrar una tensión insoportable.

Esto no funcionará, pensó, creyendo que estaba siendo honesta consigo misma, y mientras él bajaba los escalones del tren y caminaba hacia ellos, ella sonrió, sosteniendo al bebé con fuerza contra para que el contacto con su pequeño calor pudiera darle algo de genuina ternura a su sonrisa.

Esto no funcionará, pensó, y sonrió más cordialmente, diciéndole «hola» cuando él se acercó a ella.

Entonces lo besó y luego, cuando él la rodeó con el brazo, la bebé se echó hacia atrás y luchó, gritando. Todos se movieron enojados y la bebé pateó y gritó:

—No, no, no.

—Qué manera de saludar a papá —dijo Margaret, y sacudió a la bebé, medio divertida y, sin embargo, agradecida por su compasivo apoyo.

John se volvió hacia el pequeño John y lo levantó. El niño pataleaba y reía, impotente.

—Papá, papá —gritó el pequeño John.

Y la bebé dijo:

—No, no.

Impotentes, porque nadie podía hablar con la bebé que gritaba, se volvieron y se dirigieron al auto. Cuando la bebé regresó a su canasta rosa en el auto, y el pequeño John se acomodó a su lado, hubo un silencio espantoso que debía llenarse lo más rápido posible con palabras significativas.

John había tomado el asiento del conductor mientras Margaret tranquilizaba a la bebé, y cuando Margaret se sentó a su lado sintió un pequeño escalofrío de animosidad al ver sus manos en el volante.

No puedo soportar renunciar ni siquiera a esto, pensó; durante una semana nadie ha conducido el coche excepto yo.

Debido a que podía ver con tanta claridad que esto era irrazonable —después de todo, John era dueño de la mitad del auto— le dijo con gran interés:

—¿Y cómo estuvo tu viaje? ¿El clima?

—Maravilloso —dijo él, y de nuevo ella se enfadó por la calidez de su tono.

Si ella no estaba siendo razonable con el coche, seguramente él era irracional por haberse divertido tanto.

—Todo salió muy bien. Estoy bastante seguro de que obtuve el contrato, todos fueron muy agradables al respecto. Vuelvo en dos semanas para resolver todo.

El aguijón está en la cola, pensó. No me lo contaría todo tan apresuradamente si no quisiera que me perdiera la mitad; se supone que debo estar contenta de que consiguiera el contrato y de que todos fueran tan agradables.

—Quizás pueda ir contigo, entonces —dijo—. Tu madre se llevará a los niños.

—Bien —dijo, pero era demasiado tarde; había vacilado notablemente antes de hablar.

—Yo también quiero ir —dijo el pequeño John—. ¿Puedo ir con papá?

Entraron en su casa, Margaret cargando al bebé y John cargando su maleta y discutiendo encantados con el pequeño John sobre quién de ellos llevaba lo más pesado.

La casa estaba lista para ellos; Margaret se había asegurado de que se limpiara y se despojara de las cualidades que se asociaban con tanta seguridad a su posición de esposa a solas con niños pequeños; se recogieron los juguetes que el pequeño John había arrojado con una libertad inusual, se guardó la ropa de la bebé (después de todo, nadie fue cuando John se había ido) de la cocina, donde se había estado secando. Aparte del hecho de que la casa no daba la impresión de estar esperando a ninguna persona en particular, sino solo a alguien bien educado y lo suficientemente limpio como para caber dentro de sus pequeñas paredes decorativas, podría haber pasado por un hogar, pensó Margaret, incluso por un hogar donde una familia feliz vivía en paz doméstica.

Dejó a la bebé en el parque y volvió con su pequeño gorro y chaqueta en la mano. Vio a su marido con la cabeza inclinada con gravedad mientras escuchaba al pequeño John. ¿Qué?, se preguntó de repente; ¿es más alto? Ese no es mi marido.

Ella se rio y los demás se volvieron hacia ella, el pequeño John curioso y su esposo con un rápido y brillante reconocimiento. Ella pensó, pues, no es mi marido, y él sabe que lo he notado.

No hubo asombro en ella. Habría pensado tal vez treinta segundos antes que tal cosa era imposible, pero como ahora era claramente posible, la sorpresa no habría tenido sentido. Era necesaria alguna otra emoción, pero al principio sólo encontró manifestaciones periféricas. Su corazón latía violentamente, sus manos temblaban y sus dedos estaban fríos. Sus piernas se sentían débiles y se agarró al respaldo de una silla para estabilizarse. Descubrió que todavía se estaba riendo, y luego otra emoción la invadió y supo lo que era: alivio.

—Me alegro de que hayas vuelto —dijo. Ella se acercó y apoyó la cabeza en su hombro—. Fue difícil saludarse en la estación —dijo.

El pequeño John miró durante un minuto y luego se dirigió a su caja de juguetes.

Margaret estaba pensando, este no es el hombre que disfrutaba viéndome llorar; no necesito tener miedo. Ella contuvo el aliento y guardó silencio; no había nada que necesitase decir.

Durante el resto del día estuvo feliz.

Había un placer constante en el alivio de su miedo e infelicidad, era pura alegría saber que ya no quedaba ningún residuo de sospecha y odio. Cuando lo llamó «John» lo hizo con recato, sabiendo que él participaba en su diversión secreta. Y cuando él le respondía cortésmente había, pensó, un borde de risa detrás de sus palabras. Parecían haber estado de acuerdo sobriamente en que mencionar el tema sería de mal gusto e incluso podría, de hecho, poner en peligro su placer.

Estuvieron divertidos en la cena. John no le habría preparado un cóctel, pero cuando bajó las escaleras de acostar a los niños, el desconocido se encontró con ella, sonriéndole, y la tomó del brazo para llevarla a la sala de estar donde estaba la coctelera y vasos sobre la mesa baja delante del fuego.

—Qué lindo —dijo, feliz de haberse tomado un momento para cepillarse el cabello y ponerse lápiz labial nuevo, feliz de la mesa de café que había elegido con John, feliz de sentarse en sofá donde John había dormido a veces.

Era oportuno recibir al desconocido con gracia. Se sentó en el sofá y le sonrió cuando le entregó un vaso; había una extraña excitación ilícita en todo ello; ella estaba «entreteniendo» a un hombre. La escena se vio un poco empañada por el hecho de que él le había dado un martini sin aceitunas; era la forma en que ella prefería su martini y, sin embargo, él no debería haberlo sabido estrictamente, pero se tranquilizó pensando que, naturalmente, él se habría tomado la molestia de informarse antes de venir.

Levantó su copa hacia ella con una sonrisa; él está aquí sólo porque yo estoy aquí, pensó.

—Es bueno estar aquí —dijo.

En el auto él había hecho el intento de sonar como John. Después de que supo que ella lo había reconocido como un desconocido, nunca había intentado decir expresiones como «regresar a casa» o « volver» y, por supuesto, ella tampoco no podía, no sin señalar su mentira.

Ella puso su mano sobre la de él y se recostó contra el sofá, mirando el fuego.

—Estar sola es peor que cualquier cosa en el mundo —dijo.

—¿No estás sola ahora?

—¿Te vas de viaje?

—No, a menos que vengas tú también.

Se rieron de su parodia de John.

Se sentaron uno al lado del otro en la cena; ella y John siempre se habían sentado en los extremos opuestos de la mesa, pidiéndose cortésmente que se pasaran la sal y la mantequilla.

—Voy a poner un pequeño juego de estantes allí —dijo, señalando con la cabeza hacia la esquina del comedor—. Parece vacío aquí, y necesita cosas. Símbolos.

Le gustaba mirarlo; su cabello, pensó, era un poco más oscuro que el de John, y sus manos eran más fuertes; este hombre construiría lo que quisiera construir.

—Necesitamos cosas juntos. Cosas que nos gusten a los dos. Pequeñas cosas delicadas y bonitas. Marfil.

Con John habría sentido la necesidad de comentar de inmediato que no podían permitirse cosas tan delicadas y bonitas, y poner un final frío a la idea, pero con el desconocido dijo:

—Tendríamos que buscarlas; no todo estaría bien.

—Vi una pequeña criatura una vez —dijo—. Como un hombrecito diminuto, de color púrpura, azul y dorado.

Recordó esta conversación; contenía la verdad como una joya engastada en la noche. Mucho más tarde, se diría a sí misma que era verdad; John no pudo haber dicho estas cosas.

Estaba feliz, estaba radiante, no tenía conciencia. Fue obediente a su oficina a la mañana siguiente, despidiéndose en la puerta con una sonrisa triste que parecía burlarse de la necesidad de hacer las cosas que John siempre hacía, y mientras ella lo veía caminar por el camino, reflexionó que esto seguramente no iba a ser permanente; no podía soportar que él se fuera durante tanto tiempo todos los días. Además, si seguía haciendo las cosas de John, podría volverse imperceptiblemente más como John.

Simplemente tendremos que irnos, pensó.

Se alegró de verlo entrar en el coche; con mucho gusto le daría todo lo que había sido de John, siempre y cuando él siguiera siendo su desconocido.

Se rio mientras hacía las tareas del hogar y vestía a la bebé. Se complació en desempacar su maleta, que él había abandonado y olvidado en un rincón del dormitorio, como dispuesta a tomarla y marcharse de nuevo si ella no hubiese querido que se quedara.

Ella guardó su ropa, tan cautivadora como la de John y se preguntó por un minuto, en el armario; ¿Habría en él una especie de delicadeza con las cosas de John? Luego se dijo a sí misma que no, mientras él comenzara con la esposa de John, y se rio de nuevo.

La bebé estuvo enojada todo el día, pero cuando el pequeño John llegó a casa de la guardería, su primera pregunta fue, mirando hacia arriba con ansiedad:

—¿Dónde está papá?

—Papá se ha ido a la oficina —y volvió a reír, ante la rápida y astuta imagen del insulto a John en ese momento.

Media docena de veces durante el día subió las escaleras para mirar su maleta y tocar suavemente el cuero. Miraba constantemente mientras atravesaba el comedor hacia la esquina donde algún día estarían los pequeños estantes, y se decía a sí misma que encontrarían a un hombrecito, todo púrpura, azul y dorado, para que se parara en los estantes y los protegiera de intrusiones.

Cuando los niños despertaron de sus siestas, ella los llevó a caminar y luego, lejos de la casa, regresó violentamente a su antiguo patrón de soledad (caminar con los niños, hablar sin sentido de papá, anhelar alguien con quien) Se contuvo de apresurarse a volver a casa (él podría haber telefoneado). Comenzó a sentirse asustada de nuevo.

¿Se había equivocado? No era posible que estuviera equivocada; sería indeciblemente cruel que John volviera a casa esta noche.

Entonces, escuchó el auto detenerse y cuando abrió la puerta y miró hacia arriba pensó, no, no es mi esposo, con una respuesta de alegría. Ella se dio cuenta por su sonrisa de que él había percibido sus dudas y, sin embargo, era tan claramente un desconocido que, al verlo, no tuvo necesidad de hablar.

En cambio, le hizo preguntas casi sin sentido durante esa noche, y sus respuestas eran importantes solo porque las estaba guardando para tranquilizarse mientras él estaba fuera. Ella le preguntó cuál era el nombre de su profesor de Shakespeare en la universidad y quién era esa chica que le gustaba tanto antes de conocer a Margaret. Cuando él sonrió y dijo que no tenía idea, ella estaba encantada. Entonces, no se había molestado en dominar todo el pasado; había aprendido lo suficiente (los nombres de los niños, la ubicación de la casa, cómo le gustaban sus cócteles) para llegar hasta ella, y después de eso, no era importante, porque o ella querría que él se quedara, o no lo haría, pidiendo que John regresara.

—¿Cuál es tu comida favorita? —ella le preguntó—. ¿Te gusta la pesca? ¿Alguna vez tuviste un perro?

—Alguien me dijo hoy —dijo él en un momento—, que había escuchado que yo había regresado de Boston, y claramente pensé haber escuchado que había muerto en Boston.

Él también estaba solo, pensó con tristeza, y por eso vino, trayendo consigo un destino: ahora lo veré entrar todas las noches por la puerta y pensar, este no es mi esposo, y esperarlo recordando eso. Estoy esperando a un desconocido.

—En cualquier caso —dijo—, no estabas muerto en Boston y nada más importa.

Lo vio salir por la mañana con un cálido orgullo, hizo las tareas del hogar y vistió al bebé; cuando el pequeño John llegó a casa de la guardería, no preguntó, sino que miró con ojos rápidos y escrutadores y luego suspiró.

Mientras los niños dormían la siesta, pensó que podría llevarlos al parque, y luego el pensamiento de otra tarde así, otra tarde larga sin nadie más que los niños, otra tarde de viudez, fue más de lo que podía entregar. He hecho esto demasiado, pensó, hoy debo ver algo más allá de los rostros de mis hijos. Nadie debería estar tan solo.

Moviéndose rápidamente, se vistió y puso la casa en orden. Llamó a una chica de secundaria y le preguntó si llevaría a los niños al parque; sin culpa, descuidó los miles de pequeños pedidos sobre la chaqueta adecuada para la bebé, si el pequeño John podría comer palomitas de maíz, cuándo llevarlos a casa. Ella huyó, pensando, debo estar con gente.

Tomó un taxi hasta la ciudad, porque le pareció que lo único que podía hacer era buscar un regalo para él, su primer regalo para él, y pensó que lo encontraría, tal vez, una pequeña criatura toda azul y púrpura y dorado.

Deambuló por las extrañas tiendas de la ciudad, eligió pequeñas cosas bonitas para colocarlas en los nuevos estantes, miró larga y críticamente marfiles, pequeñas estatuas, juguetes caros de colores brillantes, adecuados para dárselos a un desconocido.

Estaba casi oscuro cuando regresó a casa con sus paquetes. Ella miró desde la ventanilla del taxi hacia las calles oscuras, y pensó con placer que el desconocido estaría en casa antes que ella, y miró por la ventana para verla apresurarse hacia él.

—Aquí —dijo, dando golpecitos en el cristal—, aquí mismo, conductor.

Se bajó del taxi y le pagó al conductor, y sonrió mientras él se alejaba. Debo tener buen aspecto, pensó, el conductor me sonrió.

Se volvió y se dirigió a la casa, y luego vaciló; ¿seguramente había llegado demasiado lejos? Esto no es posible, pensó, esto no puede ser; ¿nuestra casa no era blanca?

La noche era muy oscura, y solo podía ver las casas en hileras, con más hileras más allá de ellas, y en algún lugar una casa que era de ella, con el hermoso desconocido adentro, y ella perdida allí afuera.

Shirley Jackson (1916-1965)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Shirley Jackson.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Shirley Jackson: El hermoso desconocido (The Beautiful Stranger), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Alexander Strauffon dijo...

Excelente reseña, como siempre.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Mitología.
Poema de Emily Dickinson.
Relato de Vincent O'Sullivan.

Taller gótico.
Poema de Robert Graves.
Relato de May Sinclair.