«La máscara de plata»: Hugh Walpole; relato y análisis.


«La máscara de plata»: Hugh Walpole; relato y análisis.




La máscara de plata (The Silver Mask) es un relato de terror del escritor británico Hugh Walpole (1884-1941), publicado originalmente en la antología de 1933: La Noche de Todos los Santos (All Souls' Night), y luego reeditado en numerosas colecciones; entre ellas: Un siglo de historias de terror (A Century Of Horror Stories) y Ejes del miedo (Shafts of Fear).

La máscara de plata, uno de los mejores cuentos de Hugh Walpole, relata la historia de Sonia Herries, una mujer fuerte e independiente que se compadece de un joven encantador que ha atravesado tiempos difíciles. ¿Se arrepentirá de haber dejado entrar a este siniestro extraño en su casa? [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

SPOILERS.

La máscara de plata de Hugh Walpole es una pequeña obra maestra del género, tanto es así que uno se pregunta cuáles fueron las razones por las que no logró el reconocimiento que indudablemente merece. Es cierto, la ejecución no es tan brillante como el argumento, e incluso este puede ser un poco predecible [al menos desde nuestro punto en el tiempo], pero de todos modos es un relato extraordinario.

El argumento de La máscara de plata de Hugh Walpole podría resumirse brutalmente del siguiente modo: una mujer madura decide confiar ciegamente en un apuesto extraño, con consecuencias devastadoras para su vida. Suena como un cliché, y lo sería si no fuera por el profundo subsuelo de simbolismo psicológico que hirve debajo [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

¡Pobre Sonia Herries! ¿Pobre? Bueno, ella es una mujer independiente, soltera, de unos cincuenta años, bien posicionada en la alta sociedad, que disfruta de la vida saliendo con amigos y coleccionando objetos de arte. Sin embargo, siente que falta algo más en su vida; un significado más profundo, quizás:


[«Sonia Herries era una mujer de su tiempo. Exteriormente era cínica y destructiva, mientras que interiormente era una criatura que anhelaba afecto y aprecio. Tenía el pelo blanco, cincuenta años, era activa, juvenil, podía dormir poco y comer menos; podía bailar, beber cócteles y jugar al bridge hasta el fin de los tiempos. Interiormente no le importaban ni los cócteles ni el bridge. Era sobre todas las cosas maternal y tenía un corazón débil, no sólo en términos espirituales, sino físicos. Cuando sufría, debía tomar sus gotas, acostarse y descansar. No permitía que nadie la viera en ese estado. Como las demás mujeres de su época, tenía el coraje digno de una causa mejor.»]


La vida de Sonia Herries se ve invadida fatídicamente por un joven apuesto, un rufián, que sabe exactamente cómo jugar con sus necesidades afectivas. Henry Abbott primero se presenta a Sonia como alguien desesperadamente pobre, con una esposa y un bebé que sufren aún más que él. De mala gana, Sonia lo admite en su casa. Se declara asombrada por los conocimientos de arte que manifiesta el muchacho, quien, a su vez, está maravillado por una payasesca máscara de plata hecha por un maestro artesano. Sonia se dice a sí misma: «Nadie que se preocupara con tanta pasión por las cosas bellas podría ser un completo inútil». Tal vez no, respondemos, pero podría ser una persona vil [ver: El Machismo en el Horror]

Más que ejecutar una insidiosa seducción, Henry Abbot literalmente comienza a ocupar espacios de la vida de Sonia, no solo emocionales, sino físicos. Comienza a presentarse en la casa de su víctima con su esposa e hijo, y hasta con sus cómplices, instalándose allí y reduciendo cada vez más el espacio habitable de Sonia, quien en este punto queda completamente aislada de sus amistades y viviendo a duras penas en el ático de la casa. Ella, literalmente, es como una mosca atrapada en una telaraña [ver: La Casa como representación del cuerpo de la mujer]

Hugh Walpole es un maestro de la atmósfera y la ambientación, las cuales contrastan poderosamente con la voz del narrador, excepcionalmente tranquila. En este contexto, La máscara de plata es una historia poderosa e inquietante, que funciona perfectamente a nivel superficial [es decir, si consideramos a Sonia Herries solo como un caso de estudio psicológico], pero que adquiere mayor densidad y consistencia en sus aspectos simbólicos. Como caso de diván, Sonia exhibe una total falta de agencia. A pesar de lo que se dice a sí misma que es una mujer fuerte e independiente, en realidad permite que las personas y los eventos la dominen. Sin embargo, de algún modo logra reubicarse emocionalmente en este nuevo panorama, donde comienza a perder control de su vida, y de su espacio vital [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

La máscara de plata de Hugh Walpole, insisto, es una pequeña obra maestra; y no seríamos injustos si la colocáramos a la misma altura de La lotería (The Lottery), El amante demoníaco (The Daemon Lover) y El hermoso desconocido (The Beautiful Stranger) de Shirley Jackson; o de El empapelado amarillo (The Yellow Wallpaper) de Charlotte Perkins Gilman. Pero creo que lo que más asombra es su extraordinaria similitud con el clásico de Julio Cortázar, Casa tomada, escrito once años después. Por otro lado, Henry Abbot recuerda poderosamente al [talentoso] señor Ripley de Patricia Highsmith.

En efecto, La máscara de plata y Casa tomada tienen algunas similitudes notables. En primer lugar, ambas casas pertencen a familias adineradas, están ubicadas en áreas residenciales, y están habitadas por herederos que no han seguido la norma [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]. Sonia Herries [La máscara de plata] es tan solterona como Irene y el narrador [Casa tomada]. Sonia es invadida por un extraño, que poco a poco se va apoderando de las habitaciones de la casa hasta recluirla en el ático. Irene y su hermano también comienzan a abandonar progresivamente las habitaciones de su casa, pero aquí nunca conocemos a los intrusos; solo los escuchamos como ruidos imprecisos y susurros. En ambas historias, los protagonistas parecen resignados ante la apropiación de sus viviendas, casi como algo normal e irremediable en cierto punto.

Por supuesto, Casa tomada es superior [sobre todo en la utilización de estos intrusos invisibles], pero La máscara de plata de Hugh Walpole prefigura asombrosamente el argumento de Julio Cortázar, y en sí mismo es un relato brillante por su originalidad.




La máscara de plata.
The Silver Mask, Hugh Walpole (1884-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La señorita Sonia Herries, al volver a casa de una cena en casa de los Weston, oyó una voz junto a ella.

—Por favor, sólo un momento...

Había caminado desde el piso de los Weston, a solo tres calles de distancia, y ahora estaba a solo unos pasos de su puerta, pero era tarde, no había nadie y el traqueteo en King's Road era apagado y tenue.

—Me temo que no puedo —comenzó.

Hacía frío y el viento le acariciaba las mejillas.

—Si solo pudieras... prosiguió.

Se volvió y vio a uno de los jóvenes más guapos posibles. Era el apuesto joven de todas las historias románticas: alto, moreno, pálido, delgado, distinguido... ¡oh! ¡Todo! Y vestía un raído traje azul y temblaba de frío.

—Me temo que no puedo —repitió, comenzando a moverse.

—Oh, lo sé —interrumpió él—. Todo el mundo dice lo mismo y con toda naturalidad. Pero DEBO insistir. NO PUEDO volver con mi esposa y mi bebé simplemente sin nada. No tenemos fuego, ni comida, nada excepto un techo. Es mi culpa, todo. No quiero tu piedad, pero TENGO que atacar tu comodidad.

Él tembló. Se estremeció como si fuera a caer. Involuntariamente ella alargó la mano para sostenerlo. Le tocó el brazo y lo sintió temblar bajo la delgada manga.

—Todo está bien —murmuró—. Tengo hambre. No puedo evitarlo.

Había tenido una excelente cena. Tal vez había bebido lo suficiente como para cometer una imprudencia; en cualquier caso, antes de que se diera cuenta, lo estaba haciendo pasar a través de su puerta pintada de azul oscuro. ¡Qué locura! Aunque inteligente, sufría terriblemente de bondad impulsiva. Toda su vida había sido así. Los errores que había cometido, y había cometido muchos, habían surgido del triunfo de su corazón sobre su cerebro. Ella lo sabía —¡qué bien lo sabía!— y todos sus amigos se lo remarcaban.

Cuando llegó a su quincuagésimo cumpleaños, se dijo a sí misma:

—Bueno, ahora por fin soy demasiado vieja para seguir siendo tonta.

Y aquí estaba ella, ayudando a un joven completamente desconocido a entrar en su casa en plena noche, y él, con toda probabilidad, era el peor tipo de criminal.

Muy pronto él estaba sentado en su sofá color rosa, comiendo bocadillos y bebiendo un whisky con soda. Parecía estar completamente abrumado por la belleza de sus posesiones.

—Si está actuando, lo está haciendo muy bien —pensó para sí misma.

Pero tenía gusto y conocimiento. Sabía que el Utrillo era uno de los primeros, el único período de importancia en la obra de ese maestro, sabía que los dos viejos que hablaban bajo una ventana pertenecían al Italiano medio de Sickert, reconoció la cabeza de Dobson y el maravilloso alce de bronce de Carl Milles.

—Eres artista —dijo ella—. ¿Pintas?

—No, soy un proxeneta, un ladrón, lo que quieras... cualquier cosa mala —respondió con fiereza—. Y ahora debo irme —añadió, levantándose de un salto.

Parecía ciertamente vigorizado. Apenas podía creer que era el mismo joven que solo media hora antes había tenido que apoyarse en su brazo para sostenerse. Y era un caballero. De eso no podía haber ningún tipo de duda. Y era asombrosamente hermoso en el espíritu de hace cien años, un joven Byron, un joven Shelley, no un joven Ramón Novarro o un joven Ronald Colman.

Bueno, era mejor que se fuera, y ella esperaba (por su propio bien y no por el de ella) que no le exigiera dinero y amenazara con montar una escena. Después de todo, con su cabello blanco como la nieve, su barbilla ancha y firme, como su cuerpo, no parecía alguien que pudiera ser amenazado. Al parecer, no tenía la menor intención de amenazarla. Se movió hacia la puerta.

—¡Oh! —murmuró con un pequeño jadeo de asombro.

Se había detenido ante una de las cosas más hermosas que tenía: una máscara plateada con la cara de un payaso, el payaso sonriente, alegre, sin insinuar una tristeza perpetua como tradicionalmente se supone que deben hacer todos los payasos. Fue uno de los esfuerzos más exitosos del famoso Sorat, el más grande maestro vivo de las Máscaras.

—Sí. ¿No es encantador? —dijo ella—. Fue una de las primeras obras de Sorat y, aun así, creo, una de las mejores.

—La plata es el material adecuado para ese payaso —dijo.

—Sí, yo también lo creo —asintió ella.

Se dio cuenta de que no le había preguntado nada sobre sus problemas, sobre su pobre esposa y su bebé, sobre su historia. Tal vez era mejor así.

—Me has salvado la vida —le dijo en el pasillo.

Tenía en la mano un billete de una libra.

—Bueno —respondió alegremente—, fui una tonta al arriesgarme a un hombre extraño entre en mi casa a esta hora de la noche, o eso me dirían mis amigos. Pero una anciana como yo... ¿dónde está el riesgo?

—Podría haberte cortado el cuello —dijo con bastante seriedad.

—Podrías —admitió ella—. Pero con horribles consecuencias para ti.

—Oh, no creo —dijo él—. No en estos días. La policía nunca es capaz de atrapar a nadie.

—Bien, buenas noches. Toma esto. Al menos puede darte algo de calor.

Tomó la libra.

—Gracias —dijo descuidadamente. Luego, en la puerta, comentó—: Esa máscara. Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida.

Cuando la puerta se hubo cerrado y volvió a la sala de estar, suspiró:

¡Qué joven tan apuesto! Entonces vio que su cigarrera de jade blanco más hermosa había desaparecido. Había estado sobre la mesita junto al sofá. La había visto justo antes de ir a la despensa a cortar los sándwiches. Él la había robado. Miró por todas partes. No, sin duda la había robado.

¡Qué joven tan apuesto!, pensó mientras subía a la cama.

Sonia Herries fue una mujer de su tiempo. Exteriormente era cínica y destructiva mientras que interiormente era una criatura anhelante de afecto y aprecio. Porque aunque tenía el pelo blanco y tenía cincuenta años, era aparentemente activa, joven, podía dormir poco y comer menos, podía bailar, beber cócteles y jugar al bridge hasta el fin de los tiempos. Interiormente no le importaban ni los cócteles ni el bridge. Ella era sobre todas las cosas maternal y tenía un corazón débil, no sólo un corazón débil en términos espirituales, sino también físicos. Cuando sufría, debía tomar sus gotas, acostarse y descansar, no permitía que nadie la viera. Como todas las demás mujeres de su época, tenía el coraje digno de una causa mejor.

Ella era una heroína sin ninguna razón en absoluto.

Pero, más allá de todo lo demás, era maternal. Se habría casado al menos dos veces si hubiera amado lo suficiente, pero el hombre al que realmente había amado no la había amado (eso fue hace veinticinco años), por lo que fingió despreciar el matrimonio. Si hubiera tenido un hijo, su naturaleza se habría realizado; como no había tenido esa buena fortuna, había sido maternal (con una indiferencia cínica exterior) con un gran número de personas. A veces se reían de ella, pero nunca se preocupaban profundamente por su bienestar. Sus parientes la usaban para ocupar lugares extraños en la mesa, para llenar habitaciones libres en fiestas, para hacer compras para ellos en Londres, para hablar con ellos cuando las cosas iban mal o la gente abusaba de ellos. Era una mujer muy solitaria.

Vio a su joven ladrón por segunda vez quince días después. Lo vio porque fue a su casa una noche cuando ella se estaba vistiendo para la cena.

—Hay un hombre joven en la puerta —dijo su doncella Rose.

—¿Un hombre joven? ¿Quién? —pero ella lo sabía.

—No lo sé, señorita Sonia. No quiere dar su nombre.

Bajó y lo encontró en el vestíbulo con la cigarrera en la mano. Llevaba un traje decente, pero aún se veía hambriento, demacrado, desesperado e increíblemente guapo. Ella lo llevó a la habitación donde habían conversado antes. Él le dio la cigarrera.

—La empeñé —dijo, con los ojos fijos en la máscara de plata.

—¡Qué cosa tan espantosa de hacer! —dijo ella—. ¿Y qué vas a robar ahora?

—Mi esposa hizo algo de dinero la semana pasada —dijo—. Eso nos ayudará durante un tiempo.

—¿Nunca trabajas? —ella le preguntó.

—Yo pinto —respondió—. Pero nadie comprará mis cuadros. No son lo suficientemente modernos.

—Debes mostrarme algunos —dijo ella, y se dio cuenta de lo débil que estaba. No era su buena apariencia lo que le dio su poder sobre ella, sino algo a la vez indefenso y desafiante, como un niño malvado que odia a su madre pero siempre acude a ella en busca de ayuda.

—Tengo algunos aquí —dijo, salió al vestíbulo y volvió con varios lienzos.

Se los mostró. Eran muy malos: paisajes azucarados y figuras sentimentales.

—Son muy malos —dijo ella.

—Sé que lo son. Debes entender que mi gusto estético es muy fino. Sólo aprecio las mejores cosas del arte, como tu cigarrera, esa máscara de ahí, el Utrillo. Pero no puedo pintar nada más que esto. Es muy exasperante.

Él le sonrió.

—¿No comprarías uno? —le preguntó.

—Oh, pero yo no quiero uno —respondió ella—. Tendría que ocultarlo.

Era consciente de que en diez minutos sus invitados estarían allí.

—Oh, compra uno.

—Por supuesto que no.

—Por favor.

Se acercó y alzó la vista hacia su rostro ancho y bondadoso como un niño suplicante.

—Bien. ¿Cuánto quieres?

—Veinte libras por este. Veinticinco por...

—¡Pero qué absurdo! No valen nada en absoluto.

—Puede que lo valgan algún día. Nunca se sabe.

—Estoy bastante segura que no.

—Por favor compra uno. Ese de las vacas no está tan mal.

Se sentó y escribió un cheque.

—Soy una perfecta tonta. Toma esto y comprende que no quiero volver a verte nunca más. ¡Nunca! Nunca serás admitido. No sirve de nada hablarme en la calle. Si lo haces, se lo diré a la policía.

Tomó el cheque con tranquila satisfacción, le tendió la mano y apretó un poco la de ella.

—Cuélgalo con la luz adecuada y no será tan malo...

—Cómprate unas botas nuevas —dijo ella—. Esas son terribles.

—Seguro —dijo y se fue.

Toda esa noche, mientras escuchaba las ironías duras y crepitantes de sus amigas, pensó en el joven. Ella no sabía su nombre. Lo único que sabía de él era que, según su propia confesión, era un sinvergüenza y tenía a su merced una pobre esposa y un niño hambriento. La imagen que se formó de estos tres la atormentaba. Había sido, en cierto modo, honesto por su parte devolver la cigarrera. Ah, pero él sabía, por supuesto, que si no la hubiera devuelto nunca podría haberla vuelto a ver.

Había descubierto de inmediato que ella era una espléndida fuente de suministro, y ahora que había comprado uno de sus miserables cuadros…

Sin embargo no podía ser del todo malo. Nadie que se preocupara tan apasionadamente por las cosas bellas podría ser completamente inútil. ¡La forma en que había ido directamente a la máscara de plata y la miró como si fuera su alma! Sentada a la mesa del comedor, expresando los sentimientos más cínicos, era toda dulzura mientras miraba hacia la pared sobre cuya pálida superficie colgaba la máscara de plata. Había, pensó, una cierta mirada del joven en esa superficie alegre y brillante. ¿Pero dónde?

La mejilla del payaso era gorda, su boca ancha, sus labios gruesos, y sin embargo, sin embargo...

Durante los días siguientes, mientras recorría Londres, miró a su pesar a los transeúntes para ver si él no estaba allí.

Una cosa que pronto descubrió: él era mucho más guapo que cualquier otra persona que ella viera. Pero no era su hermosura lo que la perseguía. ¡Era porque él quería que ella fuera amable con él, y porque ella deseaba, oh, tan terriblemente, ser amable con alguien!

La máscara de plata, se le ocurrió, estaba cambiando gradualmente, la redondez se adelgazaba, una nueva luz entraba en los ojos vacíos. Sin duda era algo hermoso.

Luego, tan inesperadamente como en las otras ocasiones, él apareció de nuevo.

Una noche, cuando ella, de vuelta del teatro, fumaba un último cigarrillo y se disponía a subir las escaleras para ir a la cama, llamaron a la puerta. Por supuesto, todo el mundo tocaba el timbre; nadie probaba la aldaba anticuada con forma de lechuza que ella había comprado, un día de ocio, en una vieja tienda de curiosidades. El golpe le aseguró que era él.

Rose se había ido a la cama, así que fue ella misma a la puerta. Allí estaba él, y con él una chica y un bebé. Todos entraron en la sala de estar y se quedaron torpemente junto al fuego. Fue en ese momento, al verlos a todos juntos, cuando sintió una primera punzada aguda de miedo. De repente supo lo débil que era, parecía que se convertía en agua al verlos, ella, Sonia Herries, cincuenta años, independiente y fuerte, salvo por ese pequeño latido del corazón, sí, que se convertía en agua. Tenía miedo como si alguien le hubiera susurrado una advertencia al oído.

La chica era llamativa, con el pelo rojo y la cara blanca, una cosita delgada y grácil. El bebé, envuelto en un chal, estaba muerto de sueño. Les dio bebidas y el resto de los sándwiches que habían puesto allí para ella. El joven la miró con su encantadora sonrisa.

—No hemos venido a pedirte nada esta vez —dijo él—. Quería que conocieras a mi esposa y que ella viera algunas de tus hermosas cosas.

—Bueno —dijo ella bruscamente—. Sólo puedes quedarte uno o dos minutos. Ya es tarde. Me voy a la cama. Además, te dije que no volvieras a venir aquí.

—Ada me obligó —dijo, señalando a la chica—. Estaba tan ansiosa por conocerte…

La chica nunca dijo una palabra, solo la miró malhumorada.

—Bien. Pero debes irte pronto. Por cierto, nunca me has dicho tu nombre.

—Henry Abbott, y ella es Ada. El bebé también se llama Henry.

—Bien. ¿Cómo te ha ido desde que te vi por última vez?

—¡Ah, bien! Viviendo de la grosura de la tierra.

Pero pronto se quedó en silencio. La chica nunca dijo una palabra. Después de una pausa intolerable, Sonia Herries sugirió que se fueran. No se movieron.

Media hora después ella insistió. Se levantaron. Pero, de pie junto a la puerta, Henry Abbott señaló con la cabeza el escritorio.

—¿Quién te escribe las cartas?

—Nadie. Las escribo yo misma.

—Deberías tener a alguien. Te ahorraría mucho tiempo. Yo las escribiré por ti.

—No, gracias. Eso nunca funcionaría. Buenas noches...

—Vamos. Tampoco tienes que pagarme nada. Ocuparía mi tiempo con algo útil.

—Tonterías… Buenas noches.

Les cerró la puerta.

Ella no podía dormir. Se quedó allí pensando en él. La conmovió, en parte, una ternura maternal hacia ellos que le calentaba el cuerpo (la chica y el bebé parecían tan indefensos allí sentados), en parte un escalofrío de aprensión que le helaba las venas. Bueno, esperaba no volver a verlos nunca más. ¿No? ¿Acaso no miraría sobre su hombro, mientras caminaba por Sloane Street, para ver si por casualidad él andaba por allí?

Tres mañanas después, sucedió. Era una mañana lluviosa y había decidido dedicarla al ajuste de cuentas. Estaba sentada en su mesa cuando Rose lo hizo pasar.

—He venido a escribir tus cartas —dijo.

—No lo creo —dijo ella con aspereza—. Ahora, Henry Abbott, vete. He tenido suficiente.

—Oh, no, todavía no —dijo, y se sentó en su escritorio.

Se avergonzaría para siempre, pero media hora después estaba sentada en la esquina del sofá diciéndole lo que tenía que escribir. Odiaba confesárselo a sí misma, pero le gustaba verlo sentado allí. Él era su compañía. Independientemente de las profundidades en las que se hubiera hundido, sin duda era un caballero. Se portó muy bien esa mañana; escribió con una caligrafía excelente.

Una semana después le dijo a Amy Weston, riéndose:

—Querida, ¿te lo creerías? Tuve que contratar a un secretario. Un joven muy guapo, pero no hace falta que mires por encima del hombro. Sabes que los jóvenes apuestos no significan nada para mí, y él me ahorra una molestia interminable.

Durante tres semanas se portó muy bien, llegando puntualmente, sin insultarla, haciendo en todo lo que ella le sugería. En la cuarta semana, alrededor de la una menos cuarto del día, llegó su esposa. En esta ocasión se veía asombrosamente joven. Llevaba un sencillo vestido gris de algodón. Su cabello pelirrojo y cortado era sorprendentemente vibrante sobre su rostro pálido.

El joven ya sabía que la señorita Herries estaba almorzando sola.

Había visto la mesa puesta para uno con sus simples accesorios. Parecía muy difícil no pedirles que se quedaran. Ella lo hizo, aunque no deseaba hacerlo. La comida no fue un éxito. Los dos juntos eran aburridos, porque el hombre hablaba poco cuando su esposa estaba allí, y la mujer no decía nada en absoluto. Además, los dos eran de alguna manera siniestros.

Los despidió después del almuerzo. Partieron sin protestar. Pero mientras caminaba, ocupada en sus compras esa tarde, decidió que debía deshacerse de ellos de una vez por todas. Era cierto que había sido bastante agradable tenerlo allí; su sonrisa, sus perversos comentarios humorísticos, la sugerencia de que él era una especie de gamin malévolo que se aprovechaba del mundo en general pero la perdonaba porque le gustaba, todo esto la había atraído, pero lo que realmente la alarmó fue que durante todas estas semanas él no había hecho ningún pedido de dinero, de hecho, no había pedido nada.

¡Debe estar acumulando una buena cuenta, debe tener algún plan en la cabeza con el que una mañana la asustaría siniestramente!

Por un momento, a la brillante luz del sol, con el ronroneo del tráfico, el susurro de los árboles a su alrededor, se vio a sí misma con un color sorprendente. Se estaba comportando con una debilidad que era asombrosa.

Su cuerpo robusto, rechoncho, resuelto, su rostro sonrosado y jovial, su fuerte cabello blanco, todo esto desapareció, y en su lugar, casi aferrándose a la barandilla del parque para sostenerse, estaba una viejita tímida con ojos asustados y rodillas temblorosas. ¿Qué había que temer? Ella no había hecho nada malo. Allí estaba la policía a la mano. Nunca antes había sido una cobarde. Sin embargo, se fue a casa con el extraño impulso de dejar su cómoda casita de Walpole Street y esconderse en algún lugar, algún lugar que nadie pudiera descubrir.

Esa noche aparecieron de nuevo, marido, mujer y bebé. Se había acomodado para una agradable velada con un libro y acostarse temprano. Llegó el golpe en la puerta.

En esta ocasión se mostró firme con ellos. Cuando estuvieron reunidos en un pequeño grupo, ella se levantó y se dirigió a ellos.

—Aquí hay cinco libras —dijo—, esto es el final. Si uno de ustedes vuelve a asomar la cara por esta puerta, llamaré a la policía. Ahora váyanse.

La chica dio un pequeño grito ahogado y cayó desmayada a sus pies. Fue un desmayo perfectamente genuino. Rose fue convocada. Se hizo todo lo posible.

—Ella simplemente no ha comido suficiente —dijo Henry Abbott.

Al final (tan decidido y resuelto fue el desmayo) Ada Abbott fue acostada en la habitación de huéspedes y llamaron a un médico. Después de examinarla, este dijo que necesitaba descansar y alimentarse. Este fue quizás el momento crítico de todo el asunto. Si Sonia Herries hubiera estado adecuadamente resuelta en esta crisis y hubiera echado a la familia Abbott, débil y todo, a la calle fría e indiferente, podría haber sido una anciana sana y vigorosa que disfruta del bridge con sus amigos. Sin embargo, fue precisamente aquí cuando su temperamento maternal fue demasiado fuerte para ella.

La pobre joven yacía exhausta, con los ojos cerrados y las mejillas casi del color de la almohada. El bebé (seguramente el bebé más tranquilo jamás conocido) yacía en un catre al lado de la cama. Henry Abbott escribía cartas al dictado en la planta baja. Una vez, Sonia Herries, al mirar la máscara de plata, quedó impresionada por la sonrisa en el rostro del payaso. Ahora le pareció una sonrisa fina y aguda, casi burlona.

Tres días después del colapso de Ada Abbott llegaron su tía y su tío, el señor y la señora Edwards. El señor Edwards era un hombre corpulento, de rostro colorado, modales cordiales y chaleco brillante. La señora Edwards era una mujer delgada, de nariz afilada y voz grave. Era muy, muy delgada y llevaba un gran broche pasado de moda en su pecho plano pero emocional.

Se sentaron uno al lado del otro en el sofá y explicaron que habían venido a preguntar por Ada, su sobrina favorita. La señora Edwards lloró, el señor Edwards fue amistoso y familiar. Desafortunadamente, la señora Weston y un amigo vinieron y llamaron en ese momento. No se quedaron mucho tiempo. Estaban francamente sorprendidos por la pareja Edwards y profundamente sorprendidos por la familiaridad de Henry Abbott. Sonia Herries se dio cuenta de que sacaron las peores conclusiones.

Una semana después, Ada Abbott todavía estaba en la cama en la habitación de arriba. Parecía imposible moverla. Los Edwards eran visitantes constantes. En una ocasión trajeron al señor y la señora Harper y su niña, Agnes. Se disculparon profusamente, pero la señorita Herries entendería que «con el interés que tenían en Ada era imposible permanecer pasivos». Todos se apiñaron en el dormitorio de invitados y miraron con simpatía a la figura pálida con los ojos cerrados.

Entonces sucedieron dos cosas juntas. Rose dio aviso y la señora Weston vino y tuvo una conversación franca con su amiga. Empezó con el comienzo más siniestro:

—Creo que deberías saber, querida, lo que todo el mundo dice...

Lo que todo el mundo decía era que Sonia Herries vivía con un joven rufián de la calle, lo bastante joven para ser su hijo.

—Debes deshacerte de todos ellos de una vez —dijo la señora Weston—, o no te quedará ningún amigo en Londres, cariño.

Abandonada a sí misma, Sonia Herries hizo lo que no había hecho durante años, se echó a llorar.

¿Qué le había pasado? No solo había perdido su voluntad y determinación, sino que se sentía muy mal. Su corazón estaba mal otra vez; no podía dormir; la casa también se estaba desmoronando. Había polvo sobre todo. ¿Cómo iba a reemplazar a Rose? Estaba viviendo una horrible pesadilla. Este espantoso y apuesto joven parecía tener cierta autoridad sobre ella. Sin embargo, él no la amenazó. Todo lo que hizo fue sonreír. Tampoco estaba en lo más mínimo enamorada de él.

Esto debía llegar a su fin o estaría perdida.

Dos días después, a la hora del té, llegó su oportunidad. Los Edwards habían llamado para ver cómo estaba Ada; Ada por fin estaba abajo, muy débil y pálida. Henry Abbott estaba allí, también el bebé. Sonia Herries, aunque se encontraba terriblemente mal, se dirigió a todos con energía, especialmente a la señora Edwards, de nariz afilada.

—Deben entenderlo —dijo ella—. No quiero ser desagradable, pero tengo que considerar mi propia vida. Soy una mujer muy ocupada, y todo esto se me ha impuesto. No quiero parecer brutal. Me alegro de haberte ayudado, pero creo que la señora Abbott está lo suficientemente bien como para irse a casa ahora... Os deseo buenas noches.

—Estoy segura —dijo la señora Edwards, mirándola desde el sofá— de que usted ha sido amable, señorita Herries. Ada lo reconoce, estoy seguro. Pero moverla ahora sería matarla, eso es todo. Cualquier movimiento y ella recaerá.

—No tenemos adónde ir —dijo Henry Abbott.

—Pero la señora Edwards... —empezó a decir la señorita Herries, cada vez más furiosa.

—Solo tenemos dos habitaciones —dijo la señora Edwards en voz baja—. Lo siento, pero justo ahora, con mi esposo tosiendo toda la noche…

—¡Oh, pero esto es monstruoso! —gritó la señorita Herries—. Ya he tenido suficiente. He sido generosa hasta cierto punto...

—¿Y qué pasa con mi paga —dijo Henry—, durante todas estas semanas?

—¡Paga! Bueno, por supuesto... —empezó a decir la señorita Herries.

Entonces se detuvo. Se dio cuenta de varias cosas: estaba sola en la casa, la cocinera se había ido esa tarde. También se dio cuenta de que ninguno de ellos se había movido. Se dio cuenta de que sus cosas (el Sickert, el Utrillo, el sofá) estaban llenas de aprensión. Estaba terriblemente asustada por su silencio, su inmovilidad. Se acercó a su escritorio, y su corazón dio un vuelco, se secó, disparó a través de su cuerpo la agonía más espantosa.

—Por favor —jadeó—. En el cajón... la botellita verde... ¡Oh, rápido! ¡Por favor, por favor!

Lo último de lo que fue consciente fueron las tranquilas y hermosas facciones de Henry Abbott inclinado sobre ella.

Cuando, una semana después, llamó la señora Weston, la chica, Ada Abbott, le abrió la puerta.

—Vine a preguntar por la señorita Herries —dijo—. No la he visto por aquí. Llamé por teléfono varias veces y no obtuve respuesta.

—La señorita Herries está muy enferma.

—Oh, lo siento mucho. ¿Puedo verla?

Los tonos suaves y tranquilos de Ada Abbott la tranquilizaron.

—El doctor no desea que vea a nadie en este momento. ¿Me puede dar su dirección? Le enviaré noticias tan pronto como esté lo suficientemente bien.

La señora Weston se fue. Ella relató el evento a sus amistades.

—Pobre Sonia, está bastante mal. Parece que la están cuidando. En cuanto se mejore iremos a verla.

La vida de Londres se mueve rápidamente. Sonia Herries nunca había sido de gran importancia para nadie. Sus pocos parientes recibieron una nota muy educada asegurándoles que tan pronto como ella estuviera mejor…

Sonia Herries estaba en la cama, pero no en su propia habitación. Estaba en el pequeño dormitorio del ático, últimamente ocupado por Rose, la criada. Yacía al principio en una extraña apatía. Se sentía enferma. Se dormía, despertaba y volvía a dormirse. Ada Abbott, a veces la señora Edwards, a veces una mujer que no conocía, la atendían. Todas eran muy amables. ¿Necesitaba un médico? No, claro que no necesitaba médico, le aseguraron. Se asegurarían de que tuviera todo lo necesario.

Entonces la vida comenzó a fluir de nuevo en ella. ¿Por qué estaba en esta habitación? ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Qué era esa horrible comida que le traían? ¿Qué estaban haciendo aquí estas mujeres?

Tuvo una escena terrible con Ada Abbott.

Ella trató de levantarse de la cama. La chica la contuvo, y con facilidad, porque toda la fuerza parecía haber desaparecido de sus huesos. Ella protestó, estaba tan furiosa como su debilidad se lo permitía, luego lloró.

Al día siguiente estaba sola y se levantó de la cama; la puerta estaba cerrada; ella golpeó. No había más sonido que el de sus golpes. Su corazón comenzó de nuevo ese terrible latido estrangulado. Volvió a meterse en la cama. Yacía allí, llorando débilmente. Cuando Ada llegó con algo de pan, algo de sopa, algo de agua, exigió que abrieran la puerta. Dijo que se levantaría, se bañaría y bajaría a su propia habitación.

—No estás lo suficientemente bien —dijo Ada con amabilidad.

—Por supuesto que estoy suficientemente bien. Cuando salga haré que te metan en la cárcel por esto...

—Por favor, no te agites. Es malo para tu corazón.

La señora Edwards y Ada la bañaron. No tenía suficiente para comer. Siempre tenía hambre.

El verano había llegado. La señora Weston fue a Etretat. Todos estaban fuera de la ciudad.

—¿Qué le ha pasado a Sonia Herries? Mabel Newmark le escribió a Agatha Benson. Hace años que no la veo…

Pero nadie tuvo tiempo de preguntar. Había tantas cosas que hacer. Sonia era una buena persona, pero no había sido gran cosa para nadie.

Una vez, Henry Abbott la visitó.

—Siento mucho que no estés mejor —dijo sonriendo—. Estamos haciendo todo lo posible por usted. Es una suerte que estuviéramos cerca cuando estabas tan enferma. Será mejor que firmes estos papeles. Alguien debe ocuparse de tus asuntos hasta que estés mejor. Estarás abajo en una semana o dos.

Mirándolo con los ojos muy abiertos y aterrorizados, Sonia Herries firmó los papeles.

Las primeras lluvias del otoño azotaban las calles. En la sala de estar el gramófono estaba encendido. Ada y el joven señor Jackson, Maggie Trent y el corpulento Harry Bennett estaban bailando. Todos los muebles estaban tirados contra las paredes. El señor Edwards bebía su cerveza; la señora Edwards estaba brindando con los dedos de los pies frente al fuego.

Entró Henry Abbott. Acababa de vender el Utrillo. Su llegada fue recibida con aplausos.

Tomó la máscara de plata de la pared y subió las escaleras. Subió a lo alto de la casa, entró, encendió la luz desnuda.

—¡Oh! ¿Quién? ¿Qué? —una voz aterrorizada vino de la cama.

—Está bien —dijo el otro con dulzura—. Ada te traerá el té en un minuto.

Tenía un martillo y un clavo y colgó la máscara de plata en el papel tapiz moteado, donde la señorita Herries pudiera verla.

—Sé que te gusta —dijo—. Pensé que te gustaría mirarla.

Ella no respondió. Solo miró.

—Querrás algo que mirar —prosiguió—. Estás demasiado enferma, me temo, para volver a salir de esta habitación. Así que será bueno para ti. Algo para mirar.

Salió, cerrando suavemente la puerta detrás de él.

Hugh Walpole (1884-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Hugh Walpole.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hugh Walpole: La máscara de plata (The Silver Mask), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

4 comentarios:

nito dijo...

y pensar
que ocurren casos asi en la vida real!

nito dijo...

Es tan actual que me deprime. Y no pienso volver a leerlo. Con poner el noticiero a diario encontramos, regularmente, los mismos casos que el cuento!

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es efectivamente terrorífico.
Se nota unas diferencias entre la época del relato y la actualidad, en que una mujer de 50 años es considerada joven. Incluso puede ser considerada deseable, como es el caso de las celebridades. Y también puede ser muy segura de si misma, enviando a Henry muy lejos, no cayendo en la trampa. Por lo menos, Henry tendría que ser más manipulador.
Me pregunta si Ada, la esposa, es una cómplice o si fue usada como un recurso para manipular a Sonia.

Sería interesante un análisis de Casa tomada.

Gracias por la traducción.

Cele dijo...

Qué inquietante!!!



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