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La Tierra como superorganismo consciente (y nosotros como parásitos) en la ficción


La Tierra como superorganismo consciente (y nosotros como parásitos) en la ficción.




La Teoría de Gaia, a la cual suscribe buena parte de la post new age, sostiene que el planeta Tierra podría ser, después de todo, una entidad viviente, consciente, con la cual los seres humanos pueden relacionarse en distintos niveles. Esta idea de que la Tierra es un superorganismo consciente, sin embargo, no es exclusiva de la Nueva Era. La ciencia ficción la anticipó con extraordinaria precisión.

Es fácil caer en conclusiones equivocadas cuando combinamos un relato pulp, tentáculos, el Polo Norte, una entidad descomunal, prehumana, y cierto cosmicismo subyacente. No, rápidamente hay que decir que no se trata del celebérrimo cefalópodo de H.P. Lovecraft: Cthulhu, aunque si hay que admitir que El cerebro de la Tierra (The Earth-Brain), de Edmond Hamilton, quizás la mejor pieza de ficción en describir a la Tierra como un superorganismo consciente, tiene algunas semejanzas interesantes con los Antiguos de los Mitos de Cthulhu.

El cerebro de la Tierra, publicado en la edición de abril de 1932 de Weird Tales, no es una declaración sobre el cambio climático (ver: El Cambio Climático como proceso de Terraformación extraterrestre), ni una obra que busca concientizar acerca de los peligros de contaminar el medio ambiente (ver: Eco-pioneros literarios), sino una historia que saca una conclusión lógica a partir de una premisa simple: si la Tierra es un organismo vivo, consciente, entonces los seres humanos somos sus parásitos.

El protagonista de la historia es un aventurero, Clark Landon, quien padece una singular condición: es el epicentro humano de terremotos y toda clase de actividad sísmica inusual. Dondequiera que vaya, la Tierra se sacude, cuestión que le hace evitar los edificios, que colapsan inevitablemente en su presencia, y las montañas, que se derrumban en avalanchas colosales.

A pesar de que varias ciudades en Italia, Egipto, Rusia y Noruega ya han sido destruidas por el paso de Landon, y su maldición tectónica a cuestas, con millones de muertos entre los escombros, el aventurero debe seguir viajando, ya que teme que todo un continente pueda hundirse si se queda demasiado tiempo en un lugar.

Antes de padecer esta desagradable condición, Landon se encuentra con un viejo amigo. Es él quien le plantea la posibilidad de realizar una expedición al Polo Norte. Incentivado por la idea de descubrir uno de los mayores misterios de la humanidad, Landon y sus dos compañeros, con la ayuda de dos nativos esquimales, inician una expedición para encontrar una montaña legendaria, conocida en la tradición esquimal como La Montaña Prohibida en la Cima de la Tierra. Probablemente estos esquimales descritos por Edmond Hamilton sean representantes más bien genéricos del pueblo inuit.

Después de un arduo viaje a través de un glaciar, los hombres finalmente descubren un enorme pico atravesado por diversos túneles. Como es lógico para todo varón occidental, Landon y sus compañeros ignoran las advertencias de sus guías, así como el comportamiento inusual de sus perros, y comienzan a escalar la montaña para ingresar en una de las cuevas.

Las advertencias de los esquimales poseen un trasfondo espiritual, metafísico. Para ellos, la Tierra es un organismo gigantesco e indiferente de las pequeñas formas de vida que infestan su superficie. Esto hace que Landon y los otros se pregunten si la humanidad, en ese contexto, no sería entonces una raza de parásitos microscópicos.

Ya en las raíces de la montaña, Landon se encuentra con la mente del planeta Tierra; una especie de ovoide titánico, multicolor, con tentáculos de energía fosforescente que se proyectan como delgados tentáculos. Este cerebro de la Tierra reacciona ante los intrusos, y Landon es el único que escapa, al menos por un tiempo.

La Teoría de Gaia está perfectamente anticipada en El cerebro de la Tierra de Edmond Hamilton, e incluso la supera en algunos puntos. Aquí, no solo la Tierra es un superorganismo sensible, sino que además es uno de muchos planetas conscientes que viajan a través del universo siguiendo sus propias trayectorias, cada uno con su propio cerebro y en permanente comunicación con los demás.

En este contexto, la vida orgánica, tal como la conocemos, es un subtproducto, algo superficial y sin ninguna importancia.

Es curioso que El cerebro de la Tierra no tenga el lugar que se merece entre los entusiastas de la Nueva Era y del concepto de Gaia. Recordemos que este nombre es el de la diosa madre de la mitología griega, la Tierra, esencialmente, y que luego pasaría a ser una figura de adoración neopagana. En este sentido, Gaia también también es un recurso habitual de la visión ecológica desde 1980, donde comenzó a perfilarse la idea de que la Tierra puede ser vista como organismo consciente que se regula a sí mismo, tal como lo hacen otras formas de vida.

Esta idea, la Hipótesis de Gaia, está muy cerca de la concepción de Edmond Hamilton sobre el cerebro de la Tierra, la cual se desarrolló a principios de la década de 1930; aunque sus orígenes son muy anteriores, y pueden rastrearse hasta William Blake y su Respuesta de la Tierra (Earth's Answer), e incluso más allá, en las teorías de Platón (ver: Platón y la teoría de la Tierra como un organismo vivo).

A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los cuentos de Edmond Hamilton, El cerebro de la Tierra no termina felizmente.

Es la arrogancia del protagonista, al desoír las advertencias de los pueblos originarios, su imprudencia al tratar de profanar la mente del planeta, lo que lo condena más allá de toda redención. Si bien ha escapado de la montaña, a partir de ese momento toda la Tierra es su enemiga, y ésta tiembla, se sacude, se agita, apenas percibe la presencia del profanador en algún rincón de su superficie.

En este esquema, Edmond Hamilton es diametralmente opuesto al Horror Cósmico de Lovecraft. Cthulhu seguramente destruiría a toda la humanidad, sin ningún deseo de identificar a individuos particulares, como en el caso de Gaia.

Y si bien es cierto que ella se carga a varios millones de personas en cada sismo, su intención es perseguir y atrapar únicamente a Landon. La Tierra, dentro de la concepción de Hamilton, es una especie de dios iracundo del Antiguo Testamento, pero reconfigurado como una Gaia rencorosa.

Hay una mirada cosmicista detrás de todo esto. Me refiero a Hamilton, a Lovecraft, a la Ecología, al Antiguo Testamento: somos una nada, mierdas, básicamente, que al final de los tiempos deben ser castigadas por una entidad iracunda, llámese Gaia, Cthulhu o Jehová.

Claro que en el proceso de existir cometemos algunos excesos, como depredar la Amazonia o desear a la mujer del prójimo, pero ninguno de esos actos constituye un crimen que guarde relación con el castigo: el exterminio absoluto.

Ese desequilibrio entre la falta y el castigo sugiere que no hay tal relación, que la obediencia a ciertas reglas no nos resguarda de la oscuridad al final del camino. Algún día, ciertamente, Gaia quizás se rasque el culo con demasiada fuerza, y millones mueran en un tsunami o una erupción volcánica.

La Biblia, la ficción, la ecología, son instituciones que buscar correlacionar contenidos, acaso para explicar lo que ocurre, o justificarlo, y de ese modo brindarnos alguna esperanza. Después de todo, si nosotros somos los culpables, entonces hay tiempo de cambiar ese destino.




Taller literario. I Universo pulp.


Más literatura gótica:
El artículo: La Tierra como superorganismo consciente (y nosotros como parásitos) en la ficción fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Edmond Hamilton: cuentos destacados


Edmond Hamilton: cuentos destacados.




Edmond Hamilton (1904-1977) fue un notable escritor norteamericano de la era dorada del relato pulp y revistas como Weird Tales. En este sentido, los cuentos de Edmond Hamilton se encuentran entre los más destacados del ámbito del relato fantástico y la ciencia ficción de aquellos años.

Aquí iremos repasando todos los cuentos de Edmond Hamilton más interesantes.




Cuentos de Edmond Hamilton:
  • El monstruo de Mamurth (The Monster-God of Mamurth)
  • El valle de los dioses (The Valley of the Gods)
  • Exilio (Exile)
  • Involución (Involution)
  • Requiem (Requiem)
  • Tierra extraña (Alien Earth)
  • Aquel que tiene alas (He That Hath Wings)
  • Asesinato en el sepulcro (Murder in the Grave)
  • Asesinato en el vacío (Murder in the Void)
  • Asteroide asesino (Murder Asteroid)
  • Atavismo mundial (World Atavism)
  • A través de barreras invisibles (Through Invisible Barriers)
  • A través del espacio (Across Space)
  • Babilonia en el cielo (Babylon in the Sky)
  • Bajo la estrella blanca (Under the White Star)
  • Bestias que alguna vez fueron hombres (Beasts That Once Were Men)
  • Búsqueda cósmica (Cosmic Quest)
  • Camaradas del tiempo (Comrades of Time)
  • Cementerio interplanetario (Interplanetary Graveyard)
  • Ciudades en el aire (Cities in the Air)
  • ¿Cómo es estar ahí afuera? (What's It Like Out There?)
  • Corsarios del cosmos (Corsairs of the Cosmos)
  • Cosmos (Cosmos)
  • Cuando el espacio estalló (When Space Burst)
  • Cuando el mundo dormía (When the World Slept)
  • Después del Juicio Final (After a Judgement Day)
  • Devolución (Devolution)
  • Dictadores de la creación (Dictators of Creation)
  • Día del juicio (Day of Judgment)
  • Diez millones de años adelante (Ten Million Years Ahead)
  • Dinero fácil (Easy Money)
  • Ejércitos del pasado (Armies from the Past)
  • El amo de la mente (The Mind-Master)
  • El amo de los genes (Master of the Genes)
  • El amo de los vampiros (The Vampire Master)
  • El amo invisible (The Invisible Master)
  • El aplastador de soles (The Sun Smasher)
  • El árbol de la tumba (The Three From the Tomb)
  • El arma del más allá (The Weapon from Beyond)
  • El asesino en la clínica (The Murder in the Clinic)
  • El caballo que hablaba (The Horse That Talked)
  • El cazador de las estrellas (The Star Hunter)
  • El cerebro de la Tierra (The Earth-Brain)
  • El ciclo eterno (The Eternal Cycle)
  • El cometa destino (The Comet Doom)
  • El corredor de los soles (Corridor of the Suns)
  • El de hierro (The Iron One)
  • El destino polar (The Polar Doom)
  • El día de los microhombres (Day of the Micro-Men)
  • El disparo desde Saturno (The Shot From Saturn)
  • El Elíseo perdido (Lost Elysium)
  • El fugitivo de las estrellas (Fugitive of the Stars)
  • El gigante de metal (The Metal Giants)
  • El habitante de las tinieblas (Dweller in the Darkness)
  • El hijo de los vientos (Child of the Winds)
  • El hombre estelar regresa a casa (Starman Come Home)
  • El hombre indestructible (Indestructible Man)
  • El hombre que conquistó la edad (The Man Who Conquered Age)
  • El hombre que evolucionó (The Man Who Evolved)
  • El hombre que lo vió todo (The Man Who Saw Everything)
  • El hombre que retornó (The Man Who Returned)
  • El hombre que solucionó la muerte (The Man Who Solved Death)
  • El hombre que vio el futuro (The Man Who Saw the Future)
  • El hombre que vivió dos veces (The Man Who Lived Twice)
  • El hombre tatuado (The Tattooed Man)
  • El horror de Cártago (Horror Out of Carthage)
  • El horror de la Magallanes (The Horror from the Magellanic)
  • El horror del asteroide (The Horror on the Asteroid)
  • El horror del mar (The Sea Horror)
  • El horror en el telescopio (The Horror in the Telescope)
  • El jinete del tiempo (The Time-Raider)
  • El lago de la vida (The Lake of Life)
  • El maestro de la mente (The Mind-Master)
  • El maestro invisible (The Invisible Master)
  • El mundo de las mil lunas (The World with a Thousand Moons)
  • El mundo de los lobos estelares (World of the Starwolves)
  • El mundo de los no hombres (World of Never-Men)
  • El mundo escondido (The Hidden World)
  • El mundo olvidado (Forgotten World)
  • El mundo sin sexo (World Without Sex)
  • El neutralizador del miedo (The Fear Neutralizer)
  • El otro lado de la luna (The Other Side of the Moon)
  • El perro del doctor Dwann (The Dogs of Doctor Dwann)
  • El planeta del exilio (Planet of Exile)
  • El planeta del terror (The Terror Planet)
  • El planeta muerto (The Dead Planet)
  • El pasado oscuro (The Dark Backward)
  • El podría haber sido (The Might-Have-Been)
  • El prisionero de Marte (The Prisoner of Mars)
  • El que vigila desde las edades (The Watcher of the Ages)
  • El reino de los robots (The Reign of the Robots)
  • El rey de las sombras (The King of Shadows)
  • El Sargasso del espacio (The Sargasso of Space)
  • El segundo satélite (The Second Satellite)
  • El Señor Muerte (The Death Lord)
  • El siseo cósmico (The Cosmic Hiss)
  • El sistema solar de Leigh Brackett (Leigh Brackett's Solar System)
  • El tesoro en la luna del trueno (Treasure on Thunder Moon)
  • El tesoro perdido de Marte (Lost Treasure of Mars)
  • El tiempo de nadie (No-Man's-Land of Time)
  • El valle de la creación (The Valley of Creation)
  • El valle de los asesinos (The Valley of the Assassins)
  • El valle de los hombres invisibles (Valley of Invisible Men)
  • El vengador de la Atlántida (The Avenger from Atlantis)
  • En el atardecer del mundo (In the World's Dusk)
  • En la nebulosa (Within the Nebula)
  • Eric John Stark (Eric John Stark)
  • Espejo espacial (Space Mirror)
  • Estrella del destino (Doomstar)
  • Evans de la Guardia terrestre (Evans of the Earth-Guard)
  • Fuego solar (Sunfire!)
  • Fuera del universo (Outside the Universe)
  • Golpe de sacrificio (Sacrifice Hit)
  • Hijo de dos mundos (Son of Two Worlds)
  • Hijo de la Atlántida (Child of Atlantis)
  • Hijos del terror (Children of Terror)
  • Hombre serpiente (Snake-man)
  • Inteligencia inmortal (Intelligence Undying)
  • Isla evolución (Evolution Island)
  • Isla Pigmeo (Pigmy Island)
  • Kaldar, Mundo de Antares (Kaldar, World of Antares)
  • La amenaza lunar (The Moon Menace)
  • La batalla de las estrellas (Battle for the Stars)
  • La búsqueda en el tiempo (The Quest in Time)
  • La casa de la música viviente (The House of Living Music)
  • La chica tigre (Tiger Girl)
  • La ciudadela de los señores de las estrellas (Citadel of the Star Lords)
  • La ciudad del fin del mundo (City at World's End)
  • La ciudad del mar (City from the Sea)
  • La ciudad del horror (The Horror City)
  • La ciudad en el fin del mundo (City at World's End)
  • La ciudad perdida de Burma (Lost City of Burma)
  • La condena de Venus (Doom Over Venus)
  • La conquista de dos mundos (A Conquest of Two Worlds)
  • La dimensión terror (The Dimension Terror)
  • La estrella de la vida (The Star of Life)
  • La galaxia maldita (The Accursed Galaxy)
  • La gente del sol (The Sun People)
  • La gente sombra (The Shadow Folk)
  • La gran ilusión (The Great Illusion)
  • La guerra de los sexos (The War of the Sexes)
  • La hija de Thor (The Daughter of Thor)
  • La invasión siniestra (The Sinister Invasion)
  • La isla de la sinrazón (The Island of Unreason)
  • La isla de la vida cambiante (The Isle of Changing Life)
  • La isla del durmiente (The Isle of the Sleeper)
  • La legión de Lázaro (The Legion of Lazarus)
  • La locura de Holmes (Holmes' Folly)
  • La máquina del conocimiento (The Knowledge Machine)
  • La mujer del hielo (Woman from the Ice)
  • La nave desde el infinito (The Ship from Infinity)
  • La noche que terminó el mundo (The Night the World Ended)
  • La novia del rayo (Bride of the Lightning)
  • La nube cósmica (The Cosmic Cloud)
  • La planta rebelde (The Plant Revolt)
  • La posada fuera del mundo (The Inn Outside the World)
  • La princesa de fuego (The Fire Princess)
  • La princesa serpiente (Serpent Princess)
  • La puerta hacia el infinito (The Door into Infinity)
  • Las costas del infinito (The Shores of Infinity)
  • Las criaturas de fuego (The Fire Creatures)
  • Las criaturas del cometa (Creatures of the Comet)
  • Las criaturas espaciales (The Space Beings)
  • Las estrellas embrujadas (The Haunted Stars)
  • Las estrellas rotas (The Broken Stars)
  • Las sacerdotisas del laberinto (Priestess of the Labyrinth)
  • Las semillas del exterior (The Seeds from Outside)
  • La tierra resplandeciente (The Shining Land)
  • La venganza de Ulios (The Vengeance of Ulios)
  • La voz del conquistador (The Conqueror's Voice)
  • Liline, la chica lunar (Liline, the Moon Girl)
  • Lobo estelar (Starwolf)
  • Los amos de la vida (The Life-Masters)
  • Los conductores de cometas (The Comet-Drivers)
  • Los conquistadores atómicos (The Atomic Conquerors)
  • Los desconvencionalizadores (The Deconventionalizers)
  • Los destructores del universo (The Universe Wreckers)
  • Los dos nunca se encontrarán (Never the Twain Shall Meet)
  • Los dueños de la Tierra (The Earth-Owners)
  • Los habitantes de la tierra (The Earth Dwellers)
  • Los hombres de la estrella de la mañana (Men of the Morning Star)
  • Los hombres dioses (The Godmen)
  • Los hombres serpiente de Kaldar (The Snake-Men of Kaldar)
  • Los imperdonables (The Unforgiven)
  • Los invasores del abismo (The Abysmal Invaders)
  • Los invasores del mundo monstruoso (Invaders from the Monster World)
  • Los ladrones estelares (The Star-Stealers)
  • Los maestros de la vida (The Life-Masters)
  • Los monstruos del Jotunheim (The Monsters of Jontunheim)
  • Los mundos cerrados (The Closed Worlds)
  • Los mundos del soñador (Dreamer's Worlds)
  • Los Pro (The Pro)
  • Los reinos de las estrellas (Kingdoms of the Stars)
  • Los reyes cósmicos (The Cosmic Kings)
  • Los saqueadores cósmicos (The Cosmic Looters)
  • Los seis durmientes (The Six Sleepers)
  • Los señores de la mañana (Lords of the Morning)
  • Los soles se estrellan (Crashing Suns)
  • Los tres planeteros (The Three Planeteers)
  • Los visitantes del espacio (The Space Visitors)
  • Luna misteriosa (Mystery Moon)
  • Monstruos de Marte (Monsters of Mars)
  • Motín en Europa (Mutiny on Europa)
  • Mundos atrapados (Locked Worlds)
  • Mundos de Fessenden (Fessenden's Worlds)
  • Mundo de los habitantes oscuros (World of the Dark Dwellers)
  • Mundo loco (Wacky World)
  • Mundos de truenos (Thundering Worlds)
  • Nacido en el mar (Sea Born)
  • Náufrago (Castaway)
  • No soy de la tierra (No Earthman I)
  • Patrulla interestelar (Interstellar Patrol)
  • Piernas muertas (Dead Legs)
  • Problemas en Tritón (Trouble on Triton)
  • Regalo de las estrellas (Gift from the Stars)
  • Revuelta en el décimo mundo (Revolt on the Tenth World)
  • Tharkol, Señor de lo Desconocido (Tharkol, Lord of the Unknown)
  • Transuránico (Transuranic)
  • Última llamada al día del destino (Last Call for Doomsday!)
  • Una breve ola de locura (Short-Wave Madness)
  • Un yanqui en el Valhalla (A Yank at Valhalla)
  • Un tirón en el Valhala (A Yank at Valhalla)
  • Ven a casa desde la tierra (Come Home From Earth)




Antologías. I Relatos de Edmond Hamilton.


El artículo: Edmond Hamilton: cuentos destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Historias de miedo para dormir con la luz encendida


Historias de miedo para dormir con la luz encendida.




¡Enciende la luz! (Switch On The Light!) es una colección de relatos clásicos de terror recopilados por Christine Campbell Thomson en 1931.

La antología advierte en un tono solemne que cualquiera de estos clásicos cuentos de terror inducirá al lector a dormir con la luz encendida, convenientemente aterrado.

Entre los autores más destacados de ¡Enciende la luz! se encuentran: Zealia B. Bishop, H.P. Lovecraft, Frank Belknap Long, August Derleth y Edmond Hamilton.




¡Enciende la luz!
Switch On The Light!
  • El monstruo del pensamiento (The Thought Monster, Amelia Reynolds Long)
  • La maldición de Yig (The Curse of Yig, Zealia B. Bishop)
  • Las ratas en las paredes (The Rats In The Walls, H.P. Lovecraft)
  • Boomerang (Boomerang, Oscar Cook)
  • El fetiche rojo (The Red Fetish, Frank Belknap Long)
  • El marcapasos (The Pacer, August Derleth)
  • La isla de los pigmeos (Pigmy Island, Edmond Hamilton)
  • La llama diabólica (The Flame Fiend, N.J. O’Neail)
  • La torreta roja (The Red Turret, Flavia Richardson)
  • Manos embrujadas (Haunted Hands, Jack Bradley)
  • Suzanne (Suzanne, J. Joseph Renaud)
  • Valle Flor (Flower Valley, J. S. Whittaker)




Antologías. I Relatos góticos.


El artículo: Historias de miedo para dormir con la luz encendida fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La magia de la Atlántida»: Lin Carter; libro y relatos


«La magia de la Atlántida»: Lin Carter; libro y relatos.




La magia de la Atlántida (The Magic of Atlantis) es una colección de relatos fantásticos recopilados por Lin Carter y publicados en 1970.

Todos los cuentos fantásticos que integran la antología desnudan una porción de la mítica Atlántida, aquella isla anunciada por Platón, acaso con propósitos moralizantes, y que luego llegaría a ser tomada realmente en serio por numerosos investigadores, entre ellos, el igualmente mítico Ignatius L. Donnelly en su libro: Atlántida: el mundo antediluviano (Atlantis: The Antediluvian World).





La magia de la Atlántida.
The Magic of Atlantis.
  • Los engendros de Dagón (The Spawn of Dagon, Henry Kuttner)
  • Los espejos de Tuzun Thune (The Mirrors of Tuzun Thune, Robert E. Howard)
  • El corazón del atlante (The Heart of Atlantan, Nictzin Dyalhis)
  • El ojo de Tandyla (The Eye of Tandyla, L. Sprague de Camp)
  • El sello de Zaon Sathla (The Seal of Zaon Sathla, Lin Carter)
  • La muerte de Malygris (The Death of Malygris, Clark Ashton Smith)
  • La venganza de Ulios (The Vengeance of Ulios, Edmond Hamilton)
  • Más allá de los Pilares de Hércules (Beyond the Pillars of Hercules, Lin Carter)




Relatos de terror. I Antologías.


El análisis y resumen del libro: La magia de la Atlántida (The Magic of Atlantis) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Tierra extraña»: Edmond Hamilton; relato y análisis.


«Tierra extraña»: Edmond Hamilton; relato y análisis.




Tierra extraña (Alien Earth) es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano Edmond Hamilton (1904-1977), publicado originalmente en la edición de abril de 1949 de la revista Thrilling Wonder Stories.

Tierra extraña es considerado como uno de los cuentos de Edmond Hamilton más innovadores.






Tierra extraña.
Alien Earth, Edmond Hamilton (1904-1977)

El muerto estaba de pie en un pequeño claro iluminado por la Luna en mitad de la jungla, donde Farris le había encontrado. Era un hombrecillo aceitunado vestido con una tela de algodón blanca. Un miembro típico de las tribus laosianas de aquella tierra de nadie, en plena Indochina. Estaba de pie sin sostenerse en sitio alguno, con los ojos abiertos, la mirada fija al frente sin parpadear y un pie ligeramente levantado del suelo. y no respiraba.

-¡Pero no puede estar muerto! -exclamó Farris-. Los muertos no aparecen de pie en plena selva.

Piang, el guía, le interrumpió. Aquel engreído nativo de Annam había perdido toda su autosuficiencia desde el mismo instante en que se apartaron del sendero. y aquel muerto inmóvil y en pie había completado su desmoralización.

Desde que los dos hombres habían penetrado dando traspiés en aquel bosquecillo de árboles de algodón y casi habían tropezado con el muerto, Piang no había dejado de barbotear palabras inconexas con aire asustado, sin dejar de señalar la figura, absolutamente inmóvil. Ahora, por fin, Farris le oyó decir con claridad:

-¡Ese hombre está hunati! ¡No le toque! ¡Tenemos que irnos de aquí, hemos penetrado en un rincón malo de la selva!

Farris no se movió. Llevaba demasiados años como buscador de árboles de teca para ser del todo escéptico a las supersticiones del sudeste asiático pero, por otra parte, sentía cierta responsabilidad para con el hombre.

-Si no está muerto, como dices, seguro que le sucede algo y necesita ayuda -sentenció.

-¡No, no! -insistió Piang-. ¡Está hunati! ¡Vámonos de aquí en seguida!

Pálido de terror, el guía echó un vistazo a la arboleda iluminada por la Luna. Se encontraban en una meseta baja donde la jungla era más monzónica que tropical. Los grandes árboles de algodón y los ficus estaban menos ahogados aquí por los matorrales y los zarcillos, y a través de mortecinos pasillos que se abrían entre las plantas podía divisarse, al fondo, unos gigantescos banianos que se alzaban como señores obscuros de aquel silencio plateado. El silencio. El silencio era demasiado total para ser del todo normal. Hasta ellos llegaba el débil jolgorio de los pájaros y los monos procedente de la espesura, más allá de la arboleda y, por un instante, escucharon el rugido de un tigre traído por el eco desde las colinas laosianas. Sin embargo, la meseta en que se encontraban y la espesura que la circundaba permanecían en total silencio. Farris se acercó al nativo, inmóvil y con la mirada fija, y le tocó suavemente la muñeca, delgada y de piel obscura. Durante unos instantes, le fue imposible localizarle el pulso. Por fin, notó un latido, una pulsación increíblemente lenta.

-Un latido cada dos minutos -murmuró Farris-. ¿Cómo diablos puede mantenerse con vida?

Observó con atención el pecho desnudo del hombre. Vio que se alzaba, pero con tal lentitud que el ojo apenas podía captar el movimiento. Permaneció expandido dos minutos y luego, con igual lentitud, empezó a bajar otra vez. Farris se sacó del bolsillo una linterna e iluminó los ojos del individuo. Éste no reaccionó al estímulo, al menos al principio. Después, lentamente, sus párpados se contrajeron hasta cerrarse y, tras permanecer cerrados unos instantes, volvieron a abrirse a la misma velocidad casi inapreciable.

-Ha parpadeado... ¡pero con una lentitud cien veces mayor de lo normal!.-exclamó-. El pulso, la respiración, los reflejos... todos le funcionan cien veces más lentamente de lo normal. Ese hombre ha sufrido una conmoción o bien está drogado.

Entonces advirtió algo que le produjo un ligero escalofrío. El ojo del individuo parecía estar volviéndose hacia él con infinita lentitud. y su pie levantado se había alzado un poco más. Como si estuviera caminando, pero aun ritmo cien veces más lento de lo normal. Aquello era espantoso. Pero a continuación llegó hasta Farris algo todavía más espeluznante. Un ruido... el sonido de una ramita al quebrarse. Piang exhaló el aire en un silbido de puro miedo y señaló hacia la arboleda. Farris miró hacia allí bajo la luz de la luna. A unos cien metros había otro nativo. También permanecía inmóvil, pero tenía el cuerpo inclinado hacia delante con el ademán de un corredor repentinamente congelado. Y bajo sus pies, había crujido la ramita que habíamos oído.

-Adoran a los grandes, ¡por el Cambio! -dijo mi guía annamés con un ronco tono de pavor en la voz-. ¡No debemos entremeternos!

Lo mismo decidió Farris. Aparentemente, se había metido en algún extraño rito mágico de la jungla, y ya había tenido suficientes experiencias con los nativos asiáticos como para no desear intervenir en sus misteriosas religiones propias. El estaba en aquel rincón perdido, en la parte más oriental de Indochina, para dedicarse al comercio de madera de teca. Y ya tendría suficientes dificultades en aquella inexplorada tierra de nadie para, además, buscarse problemas con las tribus. Aquellos extraños hombres entre vivos y muertos, víctimas de una droga o de una enfermedad, no debían correr peligro si otros hombres de su tribu estaban cerca para vigilarles.

-Sigamos -asintió Farris lacónicamente.

Piang encabezó la marcha en el descenso desde la meseta cubierta por la selva. El guía cruzó la espesura como un ciervo asustado hasta que fueron a dar de nuevo al camino.

-Éste es... el camino al puesto avanzado del Gobierno -dijo, con gran alivio--. Debimos de perdemos en la hondonada de ahí atrás. No me había adentrado tanto en Laos más que un par de veces.

-Piang, ¿qué es hunati? ¿ y ese Cambio que has mencionado?

El guía se puso inmediatamente mucho más serio.

-Es un ritual de adoración. -Después, recuperando en parte su habitual charlatanería, añadió--: Esos hombres de las tribus son muy ignorantes. No han estado en la escuela de la misión, como yo.

-¿Adoración a qué? Los grandes, has dicho antes. ¿Quiénes son?

Piang se encogió de hombros e improvisó una mentira.

-No lo sé. En toda la gran selva, hay hombres que se pueden volver hunati, se dice. Yo no sé cómo.

Mientras avanzaba, Farris se puso a pensar. Había notado algo misterioso en aquellos hombres. Una especie de suspensión animada, pero no del todo. Más bien una increíble ralentización de la actividad. ¿Qué debía haberla causado? ¿Y cuál podía ser su propósito?

-Supongo que cualquier tigre o serpiente dará buena cuenta de un hombre en ese estado.

Piang hizo un enérgico gesto de negativa con la cabeza.

-No. El hombre que está hunati está a salvo... Al menos, de los animales. Ningún animal le tocará.

Farris quedó asombrado. ¿Se debería quizás a que su extrema inmovilidad hacía que los animales no se fijaran en él? Finalmente, supuso que era parte de las creencias de aquel culto a la naturaleza regido por el miedo. Aquel tipo de animismo era frecuente en esta parte del mundo. y no era difícil comprender la razón, se dijo Farris con cierta aprensión. Aquí, en la selva tropical, la naturaleza no era la diosa sonriente de las tierras templadas. Era algo que no se amaba, sino que se temía. ¡Y bien que lo sabía! Había estado dos días en la jungla laosiana desde que dejara el curso del alto Mekong, cuando había calculado que en un día alcanzaría su objetivo: el puesto de investigación botánica del Gobierno francés.

Se quitó de encima unas hormigas aladas que intentaban picarle en su nuca bañada en sudor y lamentó no haberse detenido al caer el sol. Sin embargo, el mapa mostraba que estaban a pocos kilómetros del puesto y habían seguido, sin calcular que Piang perdería el camino. y casi debería haber contado con ello, se dijo Farris, pues éste no era sino un sinuoso sendero que daba vueltas y revueltas en la pendiente de la meseta, cubierta de densa maleza. Los ficus de treinta metros, los palos de Campeche para tintes y los árboles de algodón tamizaban la luz de la luna. El sendero se retorcía constantemente para evitar los impenetrables infiernos de bambú o para vadear pequeños arroyos, y la espesura de los zarcillos y lianas tenían una diabólica habilidad para engancharle a uno en la obscuridad. Farris se preguntó si no habrían perdido el camino otra vez. y se preguntó también, no por primera vez, por qué habría dejado Norteamérica para meterse en el asunto de la teca.

-Ahí está el puesto -dijo de repente Piang, con manifiesto alivio.

Frente a ellos, en la ladera cubierta por la jungla, había un saliente plano. Allí brillaba una luz, procedente de las ventanas de un bungalow de bambú irregularmente construido. Farris se dio plena cuenta del cansancio que había acumulado cuando cubrió los últimos metros del camino. Se preguntó si encontraría allí una cama decente y qué tipo de persona sería el tal Berreau para haber escogido enterrarse en aquel puesto de investigación botánica perdido de la mano de Dios. La casa de bambú estaba rodeada de gráciles palos de Campeche de gran talla, pero la luz de la luna ponía a la vista un jardín alrededor del edificio, circundado por un seto bajo de sapán. De la galería a obscuras surgió una voz que sorprendió a Farris. Era una voz de muchacha que hablaba en francés.

-¡Por favor, André! ¡No vuelvas con eso! ¡Es una locura!

Una voz de hombre respondió con aspereza:

-Lys, tais-toi! Je reviendrai...

Farris carraspeó diplomáticamente y luego dijo, en dirección a la obscura galería:

-¿Monsieur Berreau?

Se hizo un silencio total. Después, la puerta de la casa se abrió y la luz procedente del interior bañó a Farris y al guía. En el umbral, Farris vio a un hombre de unos treinta años, en ropa interior y con la cabeza descubierta, de enjuta y rígida figura. La muchacha no era más que algo borroso bajo el súbito resplandor. Farris subió los escalones.

-Supongo que no tienen muchos visitantes. Me llamo Hugh Farris. Tengo una carta para usted del Bureau de Saigón.

Hubo una pausa. Después, el hombre dijo:

-Si quiere pasar, M'sieur Farris...

En la salita iluminada por la luz, de paredes de bambú, Farris dirigió una rápida mirada a la pareja. A sus expertos ojos, Berreau parecía un hombre que hubiera permanecido demasiado tiempo en los trópicos: sus rasgos finos y rubios estaban deslucidos por el clima corrosivo y sus ojos tenían un aire inquieto y febril.

-Lys, mi hermana -dijo, al tiempo que asía la carta de manos de Farris.

La sorpresa de éste aumentó. Hasta aquel momento, había supuesto que la muchacha era su esposa. ¿Por qué querría una muchacha tan joven enterrarse en aquella espesura? No le sorprendió, en cambio, que ésta tuviera un aire desgraciado. Debía ser bastante bonita, pensó, de no ser por aquella mirada de nervioso desconsuelo.

-¿Quiere beber algo? -preguntó ella. Después, dirigiendo una mirada breve y nerviosa a su hermano, le dijo a éste-: Así, ¿ya no te irás, André?

Berreau volvió el rostro hacia el bosque iluminado por la luna, y una tensión ansiosa, de codicia, se formó en sus mejillas. A Farris le causó sobresalto, pero el francés se volvió rápidamente.

-No, Lys. Sírvenos algo, por favor. y dile a Ahra que se cuide del guía.

Leyó la carta con rapidez mientras Farris se hundía con un suspiro en una silla de mimbre. Desde ella, alzó la mirada con ojos cansados.

-Así que viene a por teca, ¿no?

Farris asintió.

-Sólo para encontrar los árboles y sacarles unas tiras de corteza. Después tienen que pasar unos años antes de talarlos, ¿sabe?

-El Comisario dice que debo prestarle toda mi colaboración. Explica la necesidad de abrir nuevas zonas de explotación de madera de teca.

Dobló lentamente la carta. Farris comprendió que, evidentemente, aquello no le gustaba al hombre, pero obedecería las órdenes.

-Haré cuanto pueda por ayudarle -prometió Berreau-. Supongo que querrá contratar a algunos nativos. Yo los conseguiré.

-Un extraño velo pareció nublarle los ojos al añadir-: Pero por aquí hay algunos bosques que no sirven para la explotación forestal. Ya hablaremos de esto más adelante.

Farris, sintiéndose más exhausto por momentos tras la larga travesía, agradeció el vaso de ron con soda que Lys le tendía.

-Tenemos una pequeña habitación libre. Creo que estará cómodo allí -murmuró.

Farris le dio las gracias.

-Estoy tan cansado que podría dormir sobre un tronco. Tengo los músculos tan rígidos que yo mismo parezco un hunati.

El vaso de Berreau cayó al suelo con un súbito estrépito. El joven francés hizo caso omiso de los fragmentos de cristal y avanzó rápidamente hacia Farris.

-¿Qué sabe usted de los hunati? -preguntó en tono áspero.

Asombrado, Farris advirtió que las manos del hombre temblaban.

-No sé nada, salvo lo que vi en la jungla. Topamos con un hombre inmóvil bajo la luz de la luna que parecía muerto, pero no lo estaba. Simplemente, parecía increíblemente ralentizado. Piang me dijo que estaba hunati.

Un destello cruzó la mirada de Berreau.

-¡Sabía que se iba a convocar el Rito! -exclamó-. Y los otros han llegado...

Se palpó. Era como si la falta de costumbre de tener extraños cerca le hubiera hecho olvidar por un instante la presencia de Farris.

Lys bajó su rubia cabeza y apartó la mirada de Farris.

-¿Qué decía usted? -preguntó el norteamericano.

Sin embargo, Berreau se había puesto en tensión y volvía a escoger sus palabras.

-Las tribus laosianas tienen unas creencias muy extrañas, M'sieur Farris. Un poco difíciles de comprender. He tenido ocasión de ver algunas brujerías muy raras en mis viajes por Asia, pero eso es increíble.

-Es ciencia, no brujería -corrigió Berreau--. Ciencia primitiva, nacida hace mucho tiempo y transmitida por tradición oral. El hombre que vio en la jungla estaba bajo la influencia de un producto químico que no se encuentra en nuestra farmacopea, pero que no es menos potente.

-¿Quiere usted decir que esas tribus tienen un fármaco que ralentiza los procesos vitales hasta reducirlos a esa increíble lentitud? -preguntó Farris con aire escéptico-. ¿Algo que nuestra ciencia moderna desconoce?

-¿Tan extraño le parece? Recuerde, M'sieur Farris, que hace un siglo, una vieja campesina inglesa curaba las enfermedades cardíacas con una flor, el digital, hasta que un médico estudió su remedio y descubrió la digitalina.

-Pero, ¿por qué iba a querer vivir tan despacio incluso un laosiano de estas tribus? -inquirió Farris.

-Porque ellos creen que pueden comunicarse con algo mucho más grande que ellos mismos -respondió Berreau.

-M'sieur Farris -interrumpió Lys-, debe de estar muy cansado. La cama ya está preparada.

Farris vio el temor nervioso de su rostro y comprendió que la muchacha quería poner fin a la conversación. Antes de abandonarse al sueño estuvo pensando en Berreau. Había algo extraño en aquel tipo. Le había parecido demasiado entusiasmado con el asunto aquel de los hunati. Sin embargo, aquella increíble e inexplicable ralentización del ritmo vital del ser humano era lo bastante extraño para trastornar a cualquiera. ¿Qué dioses podían ser tan extraños que el hombre tuviera que vivir cien veces más lento de lo normal para comunicarse con ellos? A la mañana siguiente, desayunó con Lys en la amplia galería. La muchacha le dijo que su hermano ya había salido.

-Después le llevará al poblado del valle para buscar a sus trabajadores -le informó.

Farris advirtió en su rostro la leve sombra de la infelicidad. Lys miraba en silencio hacia el gran océano verde de la jungla que se extendía más allá de la meseta en cuya ladera se encontraban.

-¿No le gusta la selva? -preguntó Farris.

-La odio -dlijo ella-. Una se asfixia aquí.

Farris le preguntó por qué no se iba, y ella se encogió de hombros.

-Lo haré pronto. Es inútil quedarse. André no regresará conmigo. Ha estado aquí cinco años -continuó-, demasiado tiempo. Cuando vi que no regresaba a Francia, vine para llevármelo, pero no quiere irse. Ahora tiene vínculos aquí.

Volvió a quedar en silencio. Farris se abstuvo, discretamente, de preguntarle a qué vínculos se refería. Quizás hubiera alguna mujer annamesa detrás, aunque Berreau no parecía de aquel tipo de hombres. El día empezó su tarea de convertirse en pegajosamente tropical, y transcurrieron las horas cálidas y tranquilas de la mañana. Farris, tumbado en una silla y descansando a gusto, aguardó a que volviera Berreau. Pero éste no regresó. y cuando la tarde empezó a difuminarse, Lys se puso más y más nerviosa. Una hora antes del atardecer, salió a la galería vestida con unos pantalones y chaqueta.

-Voy al poblado; volveré pronto -dijo a Farris.

La muchacha mentía muy mal. Farris se puso en pie.

-Vas a por tu hermano. ¿Dónde está?

En el rostro de Lys se reflejaron la inquietud y la duda. Finalmente, permaneció en silencio.

-Créeme, quiero ser un amigo.

Edmond Hamilton (1904-1977)




Relatos de Edmond Hamilton. I Relatos góticos.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Edmond Hamilton: Tierra extraña (Alien Earth) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Requiem»: Edmond Hamilton; relato y análisis


«Requiem»: Edmond Hamilton; relato y análisis.




Requiem (Requiem) es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano Edmond Hamilton (1904-1977), publicado en la edición de abril de 1962 de la revista Amazing Stories.

Requiem, uno de los grandes cuentos de Edmond Hamilton, nos sitúa en el futuro, mucho tiempo después de que la vida humana ha desaparecido sobre la faz de la Tierra. La humanidad, sin embargo, no ha desaparecido. De hecho, una misión de reconocimiento regresa a la Tierra, ya inhabitable, para realizar una despedida final antes de que el planeta sea devorado por el calor abrasador del sol.

En este contexto, Requiem de Edmond Hamilton es un relato sentimental, que evita algunos clichés de la ciencia ficción, sobre todo en la figura del comandante de aquella misión, quien desarrolla un vínculo melancólico, nostálgico, con la tierra moribunda, convirtiéndose así en su único deudo real, siendo que el resto de la humanidad ve en la muerte del planeta un espectáculo vacío de todo interés.




Réquiem.
Requiem, Edmond Hamilton (1904-1977)

Kellon pensaba exasperado que no estaba gobernando una astronave, sino un circo ambulante. Llevaba a bordo hombres de la radio y televisión con toneladas de equipo, espléndidos comentaristas que tenían respuesta para todo, bellísimas muchachas expertas en cuestiones femeninas, pomposos burócratas persiguiendo la publicidad y estrellas de variedades que viajaban aquí por las mismas razones. Su nave y tripulación habían sido de las mejorcitas existentes en el servicio de Astrografía, pero ya habían deja o de serlo. Se les había relevado de su peculiar misión de promover los conocimientos astrográficos a las más remotas regiones de la Galaxia, y se les había encomendado transportar este cargamento de gente dispendiosa, en una misión totalmente innecesaria. «Al diablo con los sentimentalismos», se dijo para sí, y, en voz alta añadió:

—Señor Riney, ¿coincide la posición con la órbita calculada?

Riney, el segundo de a bordo, era un joven serio que había estado sumamente atareado con los instrumentos en la cabina de astronavegación.

—Sí —respondió—. Justamente a proa. ¿Vamos a desembarcar ya?

Kellon no respondió inmediatamente. Aparecía a pie firme sobre el puente como un hombre de mediana edad, fornido, de hombros cuadrados, y su rostro basto y curtido no dejaba entrever e! resentimiento que experimentaba. Le dolía dar la orden pero tenía que hacerlo.

—Está bien; atraque.

Mientras descendían miraba tristemente por las ventanillas filtrantes. En esta región espiral de la Galaxia las estrellas eran relativamente escasas. Sólo se veían algunas a la deriva, destacando sobre ¡a oscuridad. Bien al frente refulgía un pequeño y compacto sol como si fuera un diamante. Era un diminuto sol blanco que llevaba así dos mil años ofreciendo tan escaso calor que los planetas que le rodeaban habían quedado helados y aprisionados bajo sus propios hielos constantemente. Todos ellos eran planetas muertos por el frío, excepto e! más interior. Kellon miró fijamente aquel planeta, parecido a una burbuja tostada. El hielo que lo había cubierto desde el primer cataclismo, estaba ahora derretido. Meses antes, un oscuro cuerpo errante había pasado muy cerca de este sistema sin vida. Su paso perturbó las órbitas planetarias y los planetas interiores habían comenzado a cerrar sus órbitas en espiral hacia el sol lentamente, y el hielo iba desapareciendo de la superficie. Víresson, uno de los jóvenes oficiales, entró, con aspecto cansado, al puente y dijo a Kellon:

—Desean verle abajo, señor. Especialmente el señor Borrodale. Dice que es urgente.

«Bueno, ya empieza ese hatajo de comediantes a hacer de las suyas. Tendré que decirles cuatro cosas», pensó con desgana.

Asintiendo con un movimiento de cabeza dirigido a Viresson, el capitán bajó al camarote principal. Aquel espectáculo le sublevó. En vez de encontrar allí a sus propios hombres, charlando y relajándose, lo que había era una pequeña y ruidosa turba de hombres y mujeres, vestidos con ropajes estrafalarios, que parecían hablar y reír todos al mismo tiempo, con risas incoherentes y nerviosas.

—Capitán Kellon, quiero pedirle...

—Capitán, será tan amable...

Asintiendo y sonriendo pacientemente, el capitán se abrió paso entre ellos hasta Borrodale. Había recibido instrucciones particulares para que cooperase con Borrodale, el comentarista de telerradio más famoso de la Federación. Borrodale era un hombre ligeramente regordete, de rostro redondo rosado y unos ojos negros, serios y desproporcionadamente grandes. Cuando hablaba, uno se daba cuenta en seguida de la profundidad, significado e increíble riqueza de su voz.

—Capitán, mi primer reportaje comienza dentro de treinta minutos. Necesito una buena vista de aproximación. Si mis hombres pudieran instalar las cámaras en el puente...

—Por supuesto —asintió Kellon—. El señor Viresson está allá arriba para ayudarles en lo que sea.

—Gracias, capitán. ¿No le gustaría presenciar la emisión?

—Sí, claro, pero...

Fue interrumpido por Lorri Lee cuyo rostro —resplandecientemente hermoso— y tipo, así como su sofisticada palabrería, habían hecho de ella el ídolo entre todas las reporteras femeninas.

—Recuerde que mi emisión tendrá lugar inmediatamente después del desembarco. Me gustaría aparecer sola, teniendo por fondo únicamente el vacío de aquel mundo. ¿Será tan amable de dar las órdenes para conseguir ese efecto, capitán?

—Haremos lo que podamos —murmuró Kellon, y al ver que todos le acosaban a la vez añadió con aspereza—: Hablaremos más tarde. El programa del señor Borrodale...

Pasó entre ellos, echando a andar detrás de Borrodale en dirección al camarote, que había sido preparado como sala de transmisión de reportajes audiotelevisados. Kellon pensaba amargamente que este camarote había servido en otros tiempos para propósitos más dignos, almacenando las pruebas de agua, tierra y otras muestras tomadas de mundos lejanos. Pero aquello era en los tiempos que tenían por misión el realizar un honrado trabajo de astrografía, y no haciendo de carabina a un puñado de estúpidos charlatanes en este viaje de peregrinación sentimental. A Kellon no le hacía mucha gracia presenciar la emisión,'pero lo prefería a tener que soportar aquella gentuza del camarote principal. Vio como Borrodale daba la señal. La pantalla del monitor cobró vida. En ella se veía un globo de color pardo girando en el espacio, que se iba haciendo visiblemente mayor a medida que se aproximaban a él. Ahora se destacaban sobre su superficie algunos mares dispersos. Pasaron unos momentos sin que Borrodale dijera una sola palabra, dejando que la imagen se extinguiera. Luego empezó a oírse su voz.

—Están ustedes viendo la Tierra —dijo.

Se hizo de nuevo el silencio y el parduzco globo flotante se veía ahora más grande, envuelto por algunas nubes blancas. Entonces, Borrodale habló otra vez.

—A todos los que están contemplando el programa desde los numerosos mundos de la galaxia; esta es la patria de nuestra raza. Pronuncien su nombre conmigo: La Tierra.

Kellon sentía un profundo desagrado. Todo aquello era cierto, pero también era falso. ¿Qué significaba la Tierra para él, para Borrodale o para sus billones de oyentes? Pero era un acontecimiento, una ocasión sentimental que se les presentaba y tenían que sacar partido de ella.

—Hace tres mil quinientos años —seguía diciendo Borrodale— que nuestros antepasados habitaron este mundo. Fue entonces cuando saltaron por primera vez al espacio. En principio, llegaron hasta estos otros planetas, pero, muy pronto, alcanzaron otras estrellas. Y así es cómo se fue extendiendo nuestra Federación, nuestra comunidad de la civilización humana en tantas estrellas y mundos.

Ahora, en el monitor, la vista correspondiente al globo pardo de la Tierra había sido reemplazada por un primer plano del rostro de Borrodale. Hizo una pausa dramática.

—Pero hace más de dos mil años, se había descubierto que el Sol que alumbraba la Tierra estaba a punto de contraerse y perder su calor. Por ello, quienes aún vivían en la Tierra la abandonaron para siempre y, cuando se produjo el cambio solar, la Tierra y los demás planetas se cubrieron de eternos hielos. Ahora, dentro de pocos meses va a tener lugar la desaparición definitiva del viejo planeta que sustentó el origen de nuestra raza.

Lentamente se va acercando en espiral hacia el Sol y pronto se fundirá con él como ya han hecho Mercurio y Venus. Y cuando esto ocurra habrá desaparecido para siempre el mundo de origen del hombre. Hizo una nueva pausa, prolongándola por el tiempo justo, y luego, Borrodale continuó con voz hábilmente modulada en un tono bajo.

—Y nosotros a bordo de esta nave, humildes reporteros y servidores de la vasta audiencia radiotelevisiva de todos los mundos, hemos venido hasta aquí para ofrecerles, en las siguientes semanas, la última visión de nuestro ancestral mundo. Creemos —y esperamos— que encuentren ustedes interesante recordar un pasado que casi es leyenda.

Y Kellon pensaba en aquellos momentos: «Seguro que este bastardo no siente mucho más interés que yo por ese viejo planeta, pero ciertamente es un adulador». Tan pronto como terminó la emisión, Kellon se vio asediado una vez más por la clamorosa multitud del camarote principal. Levantó la mano en señal de protesta.

—Un momento, por favor. Primero tenemos que desembarcar. Doctor Darnow, ¿quiere venir conmigo?

El doctor Darnow pertenecía a la Oficina Histórica y era el titular encargado de la expedición, pero nadie le prestaba mucho interés. Era un hombrecillo mayor que hablaba excitado mientras iba con Kellon hacia el puente. Su interés, al menos, es sincero, pensaba Kellon. Igualmente sinceros eran los numerosos científicos que iban a bordo, pero quedaban anulados por los señorones buscadores de publicidad, por los intrusos y sentimentalistas profesionales que les acompañaban. ¡Bonita misión le había encomendado el servicio de Astrografía! Ya en el puente, miró por la ventanilla al planeta de color pardo y su satélite. Luego preguntó a Darnow:

—¿Dijo usted algo acerca del lugar exacto donde quería desembarcar?

El historiógrafo meneó la cabeza y empezó a desplegar un gran mapa del estilo antiguo.

—¿Ve este continente? Pues, a lo largo de sus costas orientales existían bastantes ciudades de las más grandes, como Nueva York.

Kellon se acordaba de este nombre; lo había aprendido hacía mucho tiempo en la escuela de Historia. El dedo de Darnow señaló a un punto del mapa.

—Si fuera posible desembarcar aquí, sobre esta isla... Kellon estudió las características de la superficie y meneó la cabeza.

—Demasiado bajo. A medida que transcurra el tiempo se producirán grandes mareas y no podemos arriesgarnos. Sin embargo, puede que en esta otra isla de terreno más elevado sea factible.

Darnow parecía decepcionado.

—Bueno, supongo que tendrá usted razón. Kellon pidió a Riney que calculara la operación de desembarco. Luego le dijo a Darnow con tono escéptico:

—Seguramente no espera usted encontrar mucho en esas viejas ciudades, después de llevar dos mil años cubiertas de hielo, ¿verdad?

—No hay duda de que habrán sufrido un desgaste terrible —admitió Darnow—. Pero deben quedar numerosas reliquias. Aquí hay materia para pasarme muchos años estudiando.

—No disponemos de años; sólo contamos con unos cuantos meses para que este planeta se aproxime demasiado al sol —repuso Kellon y, luego, añadió mentalmente—:«Gracias a Dios».

La nave siguió su plan de desembarco. La atmósfera friccionaba sobre el casco y, en seguida, espesas nubes grises se agitaban a su alrededor. Después de traspasar la capa nubosa estuvo gravitando sobre un paisaje oscuro y tristón, con manchas blancas en sus valles más profundos. Al fondo se divisaba un océano gris. Pero la astronave descendió hacia una quebrada llanura pardusca, posándose en ella, y acto seguido se produjo el esperado estruendo de silencio que siempre sigue al paro de toda maquinaria. Kellon miró a Riney, que volvió en un momento del cuadro de pruebas con un tenue aire de sorpresa en el rostro.

—Presión, oxígeno, humedad... todo en condiciones óptimas. Por supuesto —agregó—, éste «fue» un lugar óptimo.

Kellon asintió. Luego dijo:

—El doctor Darnow y yo daremos primero un vistazo alrededor. Viresson, que no salgan los pasajeros.

Cuando fue en unión de Darnow a la cámara reguladora de presión, situada abajo, oyó el clamor de las voces que venían desde el camarote principal y pensó que a Viresson le había tocado una buena papeleta que resolver. Aquellos tipos no estaban acostumbradas a que les dijeran que no, y adivinaba su resentimiento contra aquella orden. Guando salieron de la cámara reguladora de presión, un aire frío y húmedo saludó a Kellon. Quedaron a pie firme sobre el terreno embarrado y arenoso que se hundía un poco bajo sus botas a medida que se alejaban trabajosamente de la nave. Se pararon, tiritando, y contemplaron las inmediaciones. Bajo un cielo encapotado de nubarrones grises se extendía un triste paisaje sin sol y de color pardo. Nada rompía el monótono color de tierra pelada más que los ocasionales cascos de hielo que aún quedaban en las partes bajas. Un viento recio y voluble agitó el crudo ambiente y luego cesó totalmente. Tras ellos no se oía otro ruido que el tintineo que emitía la corteza de la nave en sus contracciones al enfriarse. Kellon pensó que, por encima de todo sentimentalismo, aquello no era más que un mundo de melancolía. Pero los ojos de Darnow aparecían resplandecientes.

—Tendremos que aprovechar al máximo cada minuto que estemos aquí —murmuró—.Hasta el último minuto.

En cosa de dos horas, el pesado equipo radiofónico había sido cargado en dos grandes tractores y se alejaban de la astronave en dirección Este. En uno de ellos viajaba Lorri Lee, vestida con un traje resplandeciente de color lila y de seda sintética. Kellon, temiendo la posibilidad de que cayeran sobre algún terreno de arenas movedizas, acudió a los acantilados desde donde se contemplaban las ruinas de Nueva York para estar presente en la primera emisión. Cuando ésta estuvo en marcha se arrepintió de haber ido. Porque Lorri Lee, con su cabeza rubia que destacaba más aún con la luz tristona, dio rienda suelta a todos sus encantadores gestos, ya ensayados, frente a las cámaras, señalando con gran excitación hacia las ruinas que yacían a sus pies.

—¡Resulta tan increíble! —gritaba para oyentes de mil mundos—. ¡Es increíble encontrarse aquí, en la Tierra, contemplar de nuevo los viejos lugares! ¡Es algo que se apodera de una!

Algo, en efecto, se apoderó de Kellon. Le hizo sentir náuseas. Dio media vuelta y se volvió hacia la nave, pensando en aquel momento que, si Lorri Lee cayera en las arenas movedizas durante el camino de regreso, después de todo, no sería una gran pérdida. Pero aquel primer día fue sólo el principio. La gigantesca nave se convirtió pronto en el centro de diversos y continuos programas. Había sido especialmente equipada para conectar con la estación más próxima de la red de la Federación, y sus transmisores raras veces estaban callados. Kellon se dio cuenta de que Darnow, a quien se le suponía coordinador de todos estos programas, se hallaba totalmente ajeno a ello. El diminuto historiador vivía sobre un séptimo cielo en este viejo planeta, que había sido descubierto a la vista por vez primera desde hacía miles de años, y se pasaba fuera la mayor parte del tiempo ocupado en otras cosas de mayor interés para él. Y fue a su ayudante, un joven activo, inquieto y fatigado, a quien cupo intentar una reconciliación con las insistentes demandas y exigencias de las altamente temperamentales estrellas radiofónicas.

Kellon experimentaba un creciente hastío al tener que estar allí, mientras salía al éter toda aquella sarta de disparates. Aquella gente estaba pasando una especie de día de campo, pero a él le importaban muy poco todos ellos y sus programas. Roy Quayle, el joven diseñador de modas, formó un desfile semi-humorístico, semi-nostálgico, al estilo de la antigua moda de la Tierra, vistiendo a las bellas muchachas con ciertos trajes de época, que resultaban ridículos, de los cuales traía un duplicado. Barden, el famoso productor de guiones, pasó antiguas películas referentes a los antiguos dramas de la Tierra que hicieron llorar y reír en sus tiempos a todo el mundo. Jay Maxson, un saliente político en el Congreso de la Federación, discutió con Borrodale los sistemas políticos de los viejos tiempos, de forma previamente calculada para no dejar en el peor lugar a su propio partido extendido por toda la galaxia.

Los Arcturus Players, un brillante grupo de jóvenes artistas, dieron lectura a poemas y dramas de la vieja Tierra. No era más que eso: una representación teatral, pensaba Kellon malhumorado. Gente mayor y famosa, aprovechando por los pelos la oportunidad que les brindaba la muerte ocasional de un planeta olvidado, para ponerse ante la atención del público, igual que niños sabihondos. Mientras tanto, había un verdadero trabajo que realizar en la galaxia, el trabajo de Astrografía, el interminable y agotador pero siempre fascinante trabajo de cartografiar los sistemas y mundos desconocidos. Y en vez de realizar esta importante misión, le habían condenado a pasar aquí semanas y meses con esta cuadrilla de comediantes. A los científicos e historiadores los respetaba. Estos aparecían pocas veces ante las cámaras y su interés era verdadero. Fue uno de ellos llamado Haller, biólogo, quien excitadamente mostró a Kellon un puñado de tierra húmeda, una semana después de su llegada.

—¡Mire esto! —dijo con orgullo. Kellon se quedó mirando.

—¿Qué?

—Estas semillas son de cizaña. Véalas.

Kellon las estudió, viendo que de cada una de las minúsculas semillas brotaba un tallo nuevo tan delgado como un cabello.

—¿Acaso están germinando? —preguntó incrédulo. Haller asintió feliz.

—Sin duda alguna. Ya lo sospechaba yo. Cuando el Sol perdió todo su vigor, de acuerdo con los antecedentes que tenemos, en el hemisferio norte era casi primavera.

Era cosa de pocas horas la temperatura comenzó a descender y la hidrosfera y atmósfera iniciaron su proceso de congelación.

—¡Pero eso, seguramente, acabó con la vida de todo el planeta...!

—No —dijo Haller—. Ciertamente acabó con la vida de las plantas superiores, árboles, arbustos de hoja perenne, etcétera. Pero las semillas de plantas temporales se quedaron en animación suspendida a causa del frío. Y ahora, el calor las está haciendo germinar.

—¿Entonces tendremos hierba y plantas menores?

—Muy pronto; a medida que vaya aumentando e! calor.

En realidad, según transcurrían las primeras semanas, el calor se iba acentuando más. Un día se dispersaron las nubes y aparecieron en e¡cielo los débiles rayos blancos de aquel minúsculo sol que parecía un diamante. Y llegó una mañana en que encontraron la quebrada llanura de! paisaje ligeramente teñida de un verde pálido. Y creció la hierba, y botaron las semillas, y germinaron las vides, todas ellas como queriendo acelerar su crecimiento, como si supieran que ésta, su última temporada, iba a durar poco. Pronto el barro pelado y oscuro de las colinas y valles fue reemplazado por un tapiz verde y por doquier rompía la vegetación y comenzaban a aparecer las flores. Tréboles, campanillas, dientes de león, violetas, todas brotaron una vez más. Kellon dio un largo paseo, ahora que no tenía que esforzarse caminando por el barro. El griterío que rodeaba a la nave, el constante discutir de aquellos antagónicos temperamentos y las aguas y febriles voces le ahuyentaban de allí. Se encontraba mejor apartándose solo de aquel bullicio.

Había vuelto la hierba y las flores pero, por lo demás, seguía siendo un mundo vacío. Pese a ello, se encontraba cierta paz de espíritu al pasear arriba y abajo por los largos y serpenteantes declives cubiertos de verde. El sol era ahora brillante y alentador, y blancas nubes moteaban el cielo. El viento susurraba cálido mientras Kellon se sentaba en una ladera y extendía su mirada hacia poniente donde ya no vivía nadie ni viviría jamás.

—Qué gran tristeza —pensaba—. Pero es mejor esta paz que el bullicio de esos charlatanes.

Permaneció largo tiempo sentado frente a los oblicuos rayos del sol, sintiendo que sus agarrotados nervios se relajaban. La hierba se mecía a su alrededor, agitándose en largas olas, y las flores más altas se inclinaban en una reverencia. No había otro movimiento ni otra clase de vida. Que pena, pensaba, que no hubiera ni siquiera pájaros en esta última primavera de la vieja Tierra; ni siquiera una mariposa. Bueno, lo mismo daba, porque todo ello iba a durar muy poco. Cuando empezaba a caer la oscuridad del ocaso y Kellon regresaba a la nave, de repente se apercibió de que en el apagado firmamento había una burbuja brillante. Se detuvo a contemplarla y en seguida recordó lo que era.

Sin duda se trataba de la luna del viejo planeta, que no había podido ver sobre el cielo encapotado de nubes durante las noches anteriores. Prosiguió su camino, rodeado de aquella luz difusa. Al regresar al iluminado camarote principal de la nave, sus relajados nervios sufrieron una repentina sacudida. Se estaba desarrollando una pendencia de primera clase, en la. que todos intervenían o comentaban el hecho. Lorri Lee, como si fuera una niña antojadiza quejándose de algo, alegaba que deseaba ocupar e! espacio de la emisión del día siguiente, en favor de su programa de interés femenino, mientras que alguien contradecía sus pretensiones. Mientras tanto, Vallely, el joven ayudante de Darnow, aparecía inquieto y fuera de sí. Kellon pasó junto a ellos sin que se apercibieran de él, cerró con llave la puerta de su camarote, se sirvió generosamente una copa y maldijo de nuevo al servicio de Astrografía por la misión que le había encomendado. A la mañana siguiente tuvo buen cuidado en salir temprano de la nave antes de que estallara la tormenta. Al cargo de la misma dejó a Viresson, aunque nada había que hacer en aquellos momentos, y se alejó paseando por las verdes laderas antes de que nadie tuviera tiempo de llamarle.

Kellon pensaba que aún tenían por delante otras cinco semanas. Luego, gracias a Dios, la Tierra se acercaría tanto al Sol que la nave habría de volver a su propio elemento espacial. Mientras llegaba este día deseado, él permanecería fuera de la vista de todos en lo que fuera posible. Cada día caminaba varias millas. Tenía gran cuidado en alejarse del Este y de las ruinas de Nueva York, donde los otros iban con frecuencia. Pero paseaba en dirección norte, oeste y sur sobre las laderas herbáceas y florecientes de un mundo vacío. Al menos había encontrado la paz, aunque no hubiera nada que ver. Pero, después de un tiempo, Kellon se apercibió de que había cosas por ver, si se las buscaba. Entre ellas destacaban los cambios sufridos por el cielo, que nunca parecía igual. A veces eran recias nubes blancas y de azul profundo que cruzaban como poderosas naves. Pero, de repente, se tornaban grises y deprimentes y la lluvia le rociaba, para terminar con un rayo de sol que traspasaba las nubes y las desgajaba como cintas voladoras. Y hubo una ocasión en que contempló, desde una serranía, el paso de una vasta tormenta que avanzaba sobre el continente, como si fuera un ejército, cubriéndolo de oscuridad y sombras, con un fondo de gallardetes luminosos y estruendos de tambores.

Los vientos y la luz del sol, la fragancia del aire, la imagen de la luna y el contacto de la suave hierba bajo sus pies, todo ello, parecía singularmente real y apropiado. Kellon había caminado por muchos mundos bajo la luz de otros soles con colores muy distintos y algunos -de ellos no llegaron a gustarle, pero jamás había, encontrado un mundo, que pareciera tan exactamente a tono con su cuerpo, como este planeta gastado y vacío. Se preguntó vagamente cómo sería cuando estuviera poblado de pájaros, árboles, animales de todas clases, carreteras y ciudades. Por las noches se pasaba las horas solo en su camarote contemplando libros ilustrados de la biblioteca de consultas, que Darnow y los demás habían traído a bordo, y aunque realmente no le importaba aquello demasiado, al menos ofrecía cierto interés y le apartaba del alboroto y pendencias que tenían lugar entre los expedicionarios.

A partir de entonces durante sus paseos, Kellon trataba de imaginarse el verdadero aspecto de todo aquello en tiempos remotos. Sobre aquellos prados abundarían los petirrojos y azulejos, los abejorros chupando el dulce de las corolas; elevados árboles cuyos nombres le eran igualmente extraños, olmos, saúcos y sicómoros. Pequeños animalillos de fina piel, nubes de insectos zumbadores; peces y batracios en las lagunas y ríos, una vasta y compleja sinfonía de vida, tiempo ha desaparecida y olvidada. ¿Pero estaban menos olvidados todos los hombres, mujeres y niños que habían vivido aquí? Borrodale y los otros hablaban mucho en sus emisiones sobre la gente de la antigua Tierra pero éste era sólo un nombre sin cara, un término carente de significado.

Seguramente que ninguno de aquellos millones de seres pensó jamás en sí mismo como parte integrante de una multitud innumerable. Cada uno fue para sí, y para sus allegados, un ente individual, único, que no se repetiría jamás. ¿Qué podían saber estos locuaces charlatanes, ni nadie, acerca de aquellos individuos? Kellon encontraba, aquí y allá, vestigios de ellos, insignificantes pecios que habían sido respetados por la opresión de los hielos. Una retorcida hoja de acero, una viga o un riel elaborado por alguien. Una cantera con las marcas dejadas en la roca por las herramientas, donde seguramente los hombres, en un tiempo, sudaron al sol. Los quebrados parches de hormigón que se prolongaban en una línea rugosa para formar una carretera sobre la que una vez viajaron nombres y mujeres, corriendo en pos de misiones de amor o ambición, codicia o temor. Pero encontró algo más: un sorprendente hallazgo por mera casualidad. Siguiendo un arroyo que discurría por un valle muy estrecho saltó a la otra orilla, mas, a! levantar la vista, descubrió que había una casa.

Kellon creyó al principio que todo estaría milagrosamente entero y conservado y, seguramente, eso no podía ser. Pero, cuando se aproximó más, vio que todo era una ilusión y que la destrucción había operado también sobre ella. Sin embargo, la casa permanecía increíblemente reconocible. Era una casa de recreo, construida de piedra, con bajas paredes y tejado de pizarra, situada junto al verde declive que formaba la pared de un valle. Un alero y parte del extremo de un muro se encontraban derruidos. Kellon, al estudiar su disposición sobre la pared, llegó a la conclusión de que el hielo debió formar sobre la casa un caprichoso arco natural, preservándola de la enorme presión que había destruido todas las demás estructuras. En las ventanas y puertas sólo se veían toscas aberturas. Penetró dentro y estuvo mirando las frías sombras de lo que, en un tiempo pasado, fuera una habitación. Había algunas destrozadas piezas de mobiliario completamente podridas, y e! polvo y barro seco acumulado a lo largo de una pared contenía irreconocibles partículas de metal herrumbroso, pero no había nada más. Adentro se sentía una fría y ahogada opresión, y entonces salió a la terracita y se sentó al sol.

Mirando a la casa calculó que no podía haber sido edificada después del siglo veinte. En ella debió vivir gente bastante distinta durante los cientos de años que precedieron a la evacuación de la Tierra. Kellon consideró extraño el que las fotografías aéreas tomadas por los hombres de Darnow en busca de reliquias no la hubieran descubierto. Pero luego no ¡o consideró tan extraño, porque los muros de piedra ofrecían un color grisáceo poco visible y, además, se encontraba bastante oculta por e! despeñadero que formaba el valle. Sus ojos fueron a posarse sobre una corroída inscripción que había en e! cemento de la terraza y acercándose más limpió el barro que la cubría. Las letras aparecían muy desgastadas y comidas por e! paso del tiempo, pero le fue posible leerlas. «Villa Ross y Jennie», leyó. Kellon dejó escapar una sonrisa. Bueno, al menos, ya sabía quién vivió aquí en un tiempo, los que probablemente la habrían construido. Se imaginaba a aquellos dos jóvenes grabando sus nombres sobre el cemento húmedo, rebosantes de felicidad. ¿Quiénes habrían sido Ross y Jennie y dónde estarían ahora?

Exploró los alrededores de ¡a casa. Tras ella había lo que antaño fuera un jardín de flores. En él brotaban, en anárquico desorden, media docena de florecillas brillantes, de distintas especies, a diferencia de las que crecían silvestres sobre las laderas. Eran las semillas de un viejo jardín que habían estado esperando que acabara el largo invierno de la Tierra para germinar, y habían dormido en suspendida animación hasta que se fundieran los hielos y se presentara al fin ¡a fértil y cálida primavera. Ignoraba qué clase de flores podían ser, pero despedían una vistosidad que le agradaba. Cuando hacía el camino de regreso sobre la tierra verde a la luz suave del crepúsculo, Kellon pensó que debía contárselo a Darnow. Pero si se lo decía, seguro que la cuadrilla de charlatanes de a bordo acudirían como moscas al lugar. Se imaginaba la clase de emisiones que Borrodale y Lee y el resto de ellos iban a preparar, teniendo como solemne escenario la milenaria casa.

—No —pensó—. ¡Que se vayan al diablo!

En realidad, no le importaba demasiado la vieja casa, pero le brindaba un refugio de paz y no quería atraer hacia ella las ruidosas hordas de las que estaba tratando de escapar. En los días que siguieron, Kellon se alegró de no haberlo dicho. Aquella casa le proporcionaba un lugar de evasión donde fisgonear y sacar conjeturas, atrayendo su interés durante aquel tiempo de espera. Allí se pasaba las horas y no decía una palabra a nadie. Haller, el biólogo, le prestó un libro sobre flores de la Tierra y le traía con él para identificar las que veía en el derruido jardín. Había verbenas, claveles, dondiegos de día y los llamados berros de atrevidos colores rojos y amarillos. Muchas de estas plantas, según leyó en el libro, no se adaptaban bien a otros mundos ni habían sido trasplantadas con éxito.

Si esto era cierto, aquella iba a ser la última floración de toda su existencia. Siguió investigando en el interior de la casa, tratando de averiguar la clase de vida que llevaron sus moradores. Era una casa extraña que en nada se parecía a las modernas de construcción metálica. Incluso los tabiques interiores eran increíblemente recios y las ventanas parecían sumamente angostas. Se veía claramente que en la habitación más grande era donde aquellas gentes pasaban la mayor parte del tiempo, y sus ventanales daban al pequeño jardín, al verde valle y al riachuelo.

Kellon reflexionaba sobre la clase de personas que fueron Ross y Jennie, que en un tiempo estuvieron sentados juntos mirando por estas ventanas. Se preguntaba qué cosas habrían sido importantes para ellos, qué les habría agradado y desagradado. Kellon era un hombre que siempre fue soltero, pues los capitanes de Astrografía, cuyo campo de operaciones era ilimitado, raras veces se casaban. Pero estuvo ponderando acerca de aquel matrimonio de tantísimos años atrás, y sobre lo que pudo dar de sí. ¿Habrían tenido hijos y su sangre estaría corriendo por los lejanos mundos? Pero aunque así fuera, ¿qué relación guardaba dicha sangre con la de aquellos dos antepasados remotos? Ahora recordaba parte de un poema escrito al final del libro que le había prestado Haller, Decía así:


Flores y amantes ahora reunidos,
De vientos, campos y mares olvidados,
Sin un soplo del tiempo que ha pasado.
En el aire suave de un verano consumido.


Cierto, pensaba Kellon, ellos, Ross y Jennie estaban ahora reunidos, con todas las cosas que habían hecho y pensado, todo ello reunido bajo el polvo de este viejo planeta cuyo último y cálido verano terminaría pronto, muy pronto. Físicamente, allí estaba toda la existencia de aquel hombre llamado Ross y aquella mujer conocida por Jennie, allí estaba convertida en átomos, exceptuando la pequeña fracción de su materia que hubiera escapado hacia otros mundos. Se acordó de los nombres que todavía eran famosos a través de los mundos de la galaxia, nombres de hombres, mujeres y lugares. Platón, Shakespeare, Beethoven, Blake, el antiguo esplendor de Babilonia, y los despojos de Ankara, y las humildes casas de sus propios antepasados, todo ello aquí, todavía aquí. Kellon se estremeció mentalmente. Lo malo era que no tenía otra forma mejor de ocupar el tiempo que venir a sacar conjeturas en este pequeño y sombrío lugar.

Ya había visto todos sus misterios y carecía de objeto el seguir viniendo. Pero volvió. No es que tuviera para él un valor arqueológico sentimental, se dijo. De sentimentalismos ya había oído bastante a los charlatanes que llevaba a bordo. Kellon era un hombre del servicio de Astrografía y todo lo que deseaba era volver a su trabajo, pero mientras le tuvieran retenido aquí le resultaba mejor vagar sobre la tierra verde o andar curioseando en torno a esta vieja reliquia, que el tener que oír las interminables algazaras de los otros.

Cada vez se peleaban más, porque se estaban cansando de aquella monotonía. Les pareció de maravillas el salir en primer plano por toda la galaxia, ayudando a realizar un reportaje sobre el fin de la Tierra, pero, a medida que iba transcurriendo el tiempo, su voluble entusiasmo se fue debilitando No podían marcharse de allí, pues la expedición tenía que transmitir el desenlace final de la muerte del planeta, y éste no se realizaría hasta dentro de varias semanas. Darnow, sus ayudantes y científicos, ocupados en ir y venir a muchos viejos sitios, habrían aguantado allí eternamente, pero los otros estaban realmente aburridos. Kellon, por otra parte, había descubierto en la vieja casa el suficiente interés para soportar la espera sin que le resultara demasiado opresiva. Había leído mucho ya sobre cómo eran aquí las cosas en los pasados tiempos, y se pasaba largas horas sentado en la terracita, al sol de la tarde, tratando de imaginarse la existencia que habían llevado aquel hombre y aquella mujer, llamados Ross y Jennie.

¡Qué extraña y circunscrita parecía ahora aquella clase de vida! Leía que, en aquellos viejos tiempos, la mayoría de las gentes tenían automóviles de tierra que utilizaban para desplazarse a las ciudades donde trabajaban. ¿Se desplazarían a trabajar los dos, o sólo el hombre? Tal vez la mujer se quedara en la casa a cuidar de ¡os niños, si los tenían, y por la tarde a lo mejor se entretenía cuidando las flores del jardincito donde todavía brotaban algunas semillas supervivientes. ¿Se les habría ocurrido pensar alguna vez que, en un día futuro, cuando hiciera muchos siglos que ellos habían muerto, su casa estaría solitaria y en silencio con un visitante de las estrellas lejanas? Se acordó de un pasaje leído por los Arcturus Players, correspondiente a una obra antigua: Vienen como la sombra y así se van.

No, pensaba Kellon; Ross y Jennie eran sombras ahora, pero no lo habían sido entonces. Para ellos, y para todas las demás gentes que se imaginaba entrando y saliendo de las ciudades en aquellos días remotos, la sombra era él, el hombre del futuro que aún no existía. Aquí solo, sentado, tratando de comprender aquel tiempo pretérito, Kellon tenía a veces el fantástico presentimiento de que sus vivas imaginaciones acerca de las gentes, las multitudinarias ciudades, los movimientos y las risas eran una realidad, y que él no era más que un fantasma al acecho.

Los días del verano llegaron en seguida, cálidos, sofocantes. El Sol aparecía blanco y más grande en lo alto de los cielos, derramando sobre la Tierra más luz y más calor que recibiera en miles de años. Y toda la vegetación parecía responder con ímpetu alborozado al desarrollo final, como un acto de jubilosa afirmación que Kellon encontraba infinitamente conmovedor. Ahora, incluso las noches eran cálidas; los vientos soplaban temblorosos y suaves y, en la distancia, el océano saltaba sobre las playas en una risotada de espuma y estruendo, presa de grandes mareas solares. Con un sobrecogimiento, como si despertara de una pesadilla, Kellon comprendió de repente que sólo faltaban unos días. La espiral se iba cerrando velozmente y muy pronto el calor sería intolerable. Se dijo a sí mismo que estaría muy contento de partir. Luego tendrían que esperar en el espacio hasta que todo hubiera concluido. Después podría volver a su propio trabajo, a su propia vida, y dejarse de especular acerca de unas sombras que ya no existían. Cierto; se alegraría con la marcha. Pero cuando faltaban unos días- para el despegue, Kellon volvió a visitar la vieja casa, y estaba meditando sobre ella cuando una voz sonó a sus espaldas:

—Perfecta —dijo Borrodale—, es una reliquia perfecta.

Kellon se volvió, en cierto modo, sobresaltado y con espanto. Los ojos de Borrodale resplandecían de interés a medida que inspeccionaba la casa. Luego se volvió hacia Kellon.

—Estaba dando un paseo, capitán, y al verle venir hacia aquí se me ocurrió seguirle. ¿Es aquí donde venía usted tan a menudo?

Kellon, sintiéndose un poco culpable, trató de eludirle.

—He venido unas cuantas veces.

—¿Por qué ha querido ocultarnos esto? —exclamó Borrodale—. Desde aquí podemos rodar un formidable reportaje final. Es una antigua y típica casa de la Tierra. Roy se encargará de vestir a los Players con atuendos de aquella época y los filmaremos haciendo la clase de vida que entonces llevaban...

Kellon, inesperadamente, sintió una violenta reacción.

—No —dijo con aspereza. Borrodale arqueó las cejas.

—¿No? Pero, ¿por qué razón?

Efectivamente, poco podía importarle a Kellon que se posesionaran de la casa, que se burlaran de su vetustez y falta de condiciones, posando ridículamente ante las cámaras vestidos con trajes a la moda antigua para hacer un espectáculo con todo ello. ¿Qué podía importarle a él para quien tan poco significaba este olvidado planeta ni nada de lo que había en su superficie? Sin embargo, en sus adentros había algo que se sublevaba contra lo que pudieran hacer aquí.

—Podríamos vernos obligados a despegar de pronto—dijo—. Si se vienen todos ustedes hasta aquí, podría implicar un peligroso retraso.

—¡Pues usted mismo dijo que aún faltaban unos días!—exclamó Borrodale, y luego añadió firmemente—: Capitán, no comprendo por qué quiere obstruir nuestra labor. Pero puedo recurrir a otra autoridad por encima de la suya.

Se marchó de allí y, Kellon pensó de mal talante que si Borrodale enviaba un mensaje al Cuartel General de Astrografía se iba a salir con la suya y él quedaría en muy mal lugar. Se sentó en la terraza y estuvo recreando su vista hasta que cayeron las sombras de la noche. La Luna se alzó blanca y resplandeciente pero, esta noche, la atmósfera no estaba en calma. Un viento seco y abrasador había comenzado a soplar y al remover las altas hierbas hacía que las laderas y planicies dieran la vaga impresión de estar vivas. Era como si hubiese empezado a latir un pulso extraño en el aire y en el suelo, como si el Sol llamara a su hija la Tierra y ésta se esforzase por responder. La casa se ofrecía como de ensueño a la luz de plata y las flores del jardín emitían un susurro. Cuando regresó Borrodale, su regordeta figura negra se recortaba a la luz de la luna.

—He comunicado con su cuartel general —dijo con aire triunfante—, y me han concedido plena cooperación. Mañana haremos desde aquí nuestro primer reportaje.

—No —dijo Kellon poniéndose en pie.

—Kellon, no puede ignorar una orden...

—Mañana ya no estaremos aquí —agregó Kellon—. Soy yo el responsable de sacar la nave de la Tierra con un amplio margen de seguridad. Despegaremos a primera hora de la mañana.

Borrodale guardó silencio por un momento, y cuando habló su voz llevaba un tono perplejo.

—No hay duda de que está usted adelantando las cosas para impedir nuestra emisión. La verdad, no comprendo su actitud.

Claro que no lo comprendía, pensaba Kellon, pero ¿cómo hacérselo entender? Permaneció un rato en silencio Borrodale le miró a él y luego a la vieja casa.

—Sin embargo, tal vez le comprenda, Kellon —dijo Borrodale pensativo, después de un momento—. Usted ha estado viniendo aquí solo con bastante frecuencia. El hombre puede encariñarse demasiado con los fantasmas...

—No diga disparates —objetó Kellon bruscamente— Vale más que regresemos a la nave. Tenemos mucho que hacer antes de despegar.

Borrodale no pronunció palabra mientras hicieron el camino de vuelta por el valle plateado por la luna. Se volvió a mirar una sola vez, pero Kellon ni siquiera giró su cabeza. Doce horas más tarde despegaron de la Tierra, en una mañana triste y ominosa a causa de las nubes que se agolpaban veloces. Kellon sintió un ligero alivio cuando rebasaron la atmósfera y se internaron en la estrellada negrura sin fondo. El espacio era su elemento, al que él pertenecía. Recibiría una dura reprimenda por su arbitraria decisión final, pero no le importaba. Situó la nave en una órbita calculada y se puso a esperar. Debían transcurrir varios días antes de que llegara el fin de la Tierra. El blanco Sol aparecía ahora mucho más cerca, y su «Luna» se había alejado de él en una nueva falsa órbita, pero aun así pasaría algún tiempo antes de que pudieran retransmitir a la expectante galaxia el fin de su ancestral mundo. Kellon permanecía parte del tiempo en su camarote. Los preparativos que estaban teniendo lugar, a medida que se aproximaba el gran momento, le producían náuseas. Deseaba que todo hubiera terminado ya. Pensaba que le iba a ser insoportable. Cuando faltaba una hora y veinte minutos para la «Hora E», pensó que debía salir al puente para presenciarlo. Allí habían sido instaladas las cámaras móviles, y se encontraba abarrotado por Borrodale y por cuantos pudieron entrar allí. A Borrodale le habían encomendado la emisión de la última hora y, al parecer, los demás estaban resentidos.

—¿Por qué has de presentar tú sólo el reportaje final? —se quejaba amargamente Lorri Lee a Borrodale—. Eso no es justo.

Ouayle defendía el mismo punto enfadado.

—Será presenciado por el mayor público de la historia —decía— y todos deberíamos tener la oportunidad de hablar.

Borrodale les contestaba y las voces subían de tono. Kellon se daba cuenta de que los técnicos de la emisión parecían preocupados. Tras ellos, por la ventanilla filtrante, veía a la motita oscura del planeta que se Iba acercando a la estrella blanca. El Sol la había llamado, y la Tierra, con acelerada ansiedad, estaba recorriendo los últimos pasos de su larga carrera. Mientras tanto, el clamor levantado por las voces de protesta hizo que Kellon montara en repentina cólera.

—Escuchen —les dijo a los técnicos de la emisión—. Cierren toda clase de sonido. Que aparezca sólo la imagen.

Aquellas palabras hicieron callar a todos. Finalmente, Lorri Lee protestó:

—¡Capitán Kellon, no puede hacer eso!

—Puedo hacerlo y lo hago. Cuando navegamos por el espacio asumo el mando absoluto —dijo.

—Pero este reportaje necesita un comentario...

—Por Cristo —dijo Kellon con desgana—, callen todos ustedes y dejen morir en paz a ese planeta.

Les volvió la espalda. Ni siquiera oía sus voces de resentimiento, ni cuando guardaron todos un impresionante silencio y se pusieron a contemplar la escena a través de las ventanillas filtrantes, como la estaba contemplando él, la cámara y toda la galaxia. ¿Pero qué faltaba por ver sino una motita oscura casi engullida por los brillantes vapores del Sol? Pensó que las piedras de la vieja casa debían estar ya empezando a volatilizarse, ahora que los vapores de luz y fuego ocultaban casi por completo al insignificante planeta, atraído por la llamada de los suyos. Kellon pensó que, en aquel momento, todos los átomos de la vieja Tierra estaban siendo liberados para mezclarse con el ente solar; todo lo que antaño fuera Ross y Jennie, Shakespeare y Schubert, alegres flores y sonoros ríos, océanos, rocas y vientos, volvían a fundirse con el ser que les dio vida. Seguían contemplando en silencio, pero ya no quedaba nada por ver; nada en absoluto. También en silencio, la cámara fue desconectada. Kellon dio una orden e inmediatamente la nave salió de su órbita para comenzar el largo camino de retorno. Ya se habían marchado todos de allí, excepto Borrodale. Sin volverse siquiera le dijo:

—Ahora ya puede enviar sus quejas al cuartel general. Borrodale sacudió la cabeza.

—No formularé ninguna queja, capitán. El silencio puede ser el mejor réquiem para todo. Ahora me alegro de que haya sido así.

—¿Que se alegra?

—Sí —añadió Borrodale—. Me alegro de que, al fin. la Tierra haya tenido un verdadero funeral.

Edmond Hamilton (1904-1977)




Relatos góticos. I Relatos de Edmond Hamilton.


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