¿Quién es Maldoror?: análisis de «Los Cantos de Maldoror».


¿Quién es Maldoror?: análisis de «Los Cantos de Maldoror».




[Propongo proclamar en voz alta y sin emoción el canto frío y grave que estáis a punto de escuchar]


¿Quién es Maldoror?

El poema nos dice que nació malo; que nunca se cortó las uñas para poder perforar más fácilmente el pecho de un niño y beber su sangre; que su aliento exhala veneno; que su frente tiene una tonalidad verdosa; que su rostro es como el de un horrible pez de aguas profundas; que vive solo en una cueva, aislado de la humanidad; que ronda por las noches envuelto de negro; que no ha dormido durante treinta años; que nació sordo pero que desarrolló la capacidad de oír; que está permanentemente tumescente; que se cambia de ropa dos veces por semana para salvar a la humanidad de morir de su hedor; que es capaz de cambiar de forma; que ama la «fría pureza de las matemáticas»; que ha asistido a las revoluciones y ha sido testigo mudo de cataclismos y desastres; que solo tiene un ojo en el centro de la frente; y finalmente, en el último Canto, se sugiere que Maldoror es el mismo Lucifer.

Pero no nos adelantemos, porque para saber exactamente quién es Maldoror debemos empezar por su hacedor.

Hijo de un diplomático francés, Isidore Lucien Ducasse [más conocido como Conde de Lautréamont], nació en 1846, en Montevideo, durante el Sitio que se extendería hasta 1851. Se crió entre el griterío de los degollados y los linchamientos. Las intrigas, el hambre, los ultrajes, marcaron a fuego su infancia. Su seudónimo prefigura el espíritu que reina sobre su obra. Se trata de una burla y también de una advertencia. En una época donde todos leían a Alejandro Dumas y su Conde de Montecristo, Isidore eligió llamarse Lautréamont, es decir, l'autre mont, «el otro monte», en referencia al barrio de Montmartre, tal vez para evidenciar su enfrentamiento filosófico con Cristo, con Dumas, o con ambos. Otros le asignan al seudónimo cierta nostalgia por el Uruguay. L'autre mont podría ser una alusión a Montevideo.

Isidore ingresó al Liceo Imperial de Tarbes, donde se desempeñó con mediocridad, aunque obtuvo menciones destacadas en el dibujo. Luego se inscribió en el Liceo de Pau hasta que, a los 19 años, viajó a París para cursar en la Escuela Politécnica. Uno de sus compañeros, Paul Lespes, se atrevió a dar un breve retrato de Isidore. Lo describió como un muchacho alto, delgadísimo, encorvado, de piel más bien pálida y cabellos largos que constantemente caían sobre su frente. Añade que su aspecto generaba cierta repulsión. Poco después de brindar este valioso testimonio, Paul Lespes, ya octogenario, falleció.

Sus compañeros veían a Isidore como un muchacho obstinado, incapaz de ceder en sus opiniones y, especialmente, en sus antipatías. Las constantes migrañas acentuaban su carácter irritable, al igual que las críticas de quienes eran incapaces de comprender sus versos sádicos, oscurecidos por un estilo que no siempre respetaba la sintaxis. Otros testimonios apoyan la suposición de que Isidore poseía un temperamento melancólico; pasaba largas horas en su pupitre, ausente, apoyado sobre los codos frente a un libro cuyas páginas se mantenían siempre estáticas.

La geografía lo arrancaba momentáneamente de su letargo, pero era la tragedia, sobre todo Edipo Rey, quien lograba conmoverlo a pesar de sus desacuerdos con Sófocles. Para Isidore, toda la historia se resumía en los gritos desaforados de Edipo, con las cuencas ya vacías, o llenas —según su perspectiva— «con dos armónicos coágulos de sangre». Sin embargo, Isidore lamentaba que Yocasta no hubiese tomado la decisión de matarse a la vista de los espectadores [ver: Lo que Sigmund Freud no te contó sobre el complejo de Edipo].

Maldoror vivía en Isidore Ducasse mucho antes de que comenzara a escribir los Cantos. Estaba en su actitud distante, en su semblante grave, desdeñoso, más arrogante que egoísta; estaba en los áridos debates con sus compañeros de retórica, estaba en sus ideas, en su estilo, en ese largo desfile de preocupaciones filosóficas que lo atormentaban.

En París intentó publicar la primera parte de Los Cantos de Maldoror (Les Chants de Maldoror) pero todos los editores con los que se contactó se negaron. Esa cobardía es comprensible. Se trata de una obra onírica, visceral, muy por encima de lo tolerable. Una lectura simple de Los Cantos de Maldoror puede generar la impresión de estar escarbando en los sótanos de una mente retorcida y, por momentos, genial. Una lectura más profunda confirma esa primera sospecha.

Para algunos filólogos suspicaces, la palabra Maldoror es una contracción de Mal d'Aurore [«mal de la aurora»]. Otros proponen que fue acuñada por Lautréamont a partir de los ecos las palabras francesas mal [«enfermedad», «mal»] y horreur [«horror»]. Si desempolvamos el Diccionario de Littre, cuya primera edición coincide con la primera publicación de los Cantos de Maldoror, encontramos la siguiente definición de la palabra mal:


[Lo que es contrario a la virtud, la probidad y el honor, lo que hiere, lo que lastima. Un símbolo de transgresión y dolor.]


De eso se tratan los Cantos de Maldoror, los cuales no solo son transgresores a partir de la fuerza de sus imágenes, sino también del desdibujamiento de los límites literarios tradicionales, como el género y la estructura, las relaciones entre el autor y el protagonista, y entre el lector y el texto. Maldoror, el protagonista, es un renegado de la creación, un sujeto «contrario a la virtud, la probidad y el honor», alguien alejado de Dios y de los hombres, un exiliado de la Creación por voluntad propia:


[Mi poesía consistirá únicamente en atacar por todos los medios al Hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que nunca debió engendrar semejante escoria.]


La lucha de Maldoror es contra lo que él denomina el «Gran Objeto Exterior», es decir, la Realidad. Interpretados de este modo, los Cantos de Maldoror simbolizan la lucha entre las posibilidades de lo imaginario y las limitaciones de la objetividad. Este antagonismo es un rasgo central del pensamiento de Isidore Ducasse. Maldoror no acepta siquiera su propia elección, sino que aborrece su condición de autoexiliado; es, en toda regla, un ser resentido contra Dios. Como buen luciferino, este sentimiento es dirigido hacia la obra más amada de Dios: el ser humano.

Este odio y resentimiento hacia Dios y el Hombre insinúa que Maldoror ha sufrido, y mucho, y que acaso los Cantos supuran de esa herida abierta; es decir, son una reacción de ira, humillación y desesperación. Desde el Satanás de Milton en El Paraíso Perdido (Paradise Lost), el mal y la sed de venganza no se habían cantado con tanto ímpetu como en Los Cantos de Maldoror [ver: El «Efecto Milton» y la simpatía por el diablo]. Pero, ¿cuál es el origen de esta venganza? ¿Qué hizo Dios [¿a través del Hombre?] para ofender y humillar de este modo a Maldoror? No hay una respuesta definitiva aquí, pero es lícito suponer que esta es la venganza de un alma indignada porque Dios le ha impuesto una conciencia, y que además tiene que soportar el peso de esa conciencia en un cuerpo físico desfigurado. Maldoror, entonces, quiere vengarse porque es un marginado, un outsider.

La psicología, acostumbrada a extraer muestras aisladas del fango del subconsciente, acusa que el germen de este resentimiento sublimado puede hallarse en la figura de la madre del autor, Celestina Davezac Jacquette, quien se suicidó el 9 de diciembre 1847, cuando Isidore tenía un año y ocho meses de edad. A propósito, Ramón Gómez de la Serna elaboró una atinada defensa de Isidore Ducasse frente a las constantes acusaciones póstumas de locura:


[«Lautréamont es el único hombre que ha sobrepasado la locura. Nosotros no estamos locos, pero podríamos estarlo. Con los Cantos él se sustrajo a esa posibilidad, la rebasó».]


La fuerza poética del Conde Lautréamont compensa largamente su estilo sobrecargado, y su capacidad para evocar lo imposible, lo aberrante, es, y seguirá siendo, un motivo de regocijo para los amantes de lo grotesco [ver: La atracción por lo Macabro en la ficción]

Hay que decir que los temores de aquellos editores franceses que se negaron a publicar a Lautréamont no eran infundados. Los Cantos de Maldoror glorifican la violencia, el sadismo, la blasfemia, la deshumanización y el asesinato. Una atmósfera funesta gravita sobre sus páginas, esparciéndose sobre todos los incautos que se interesaron en ellas, como don Prudencio Montagne, tal vez el último sobreviviente de los que conocieron personalmente a Isidore. Obsesionado con el libro, se suicidó colgándose de una sábana. Antes de tomar esa decisión presentó algunas evidencias [insustanciales] sobre la supuesta maldición que pesa sobre los Cantos de Maldoror. Se dice que don Prudencio conoció a Isidore en su casa natal, ubicada en la calle Camacuá, en Montevideo, donde actualmente se encuentra la Rambla Sud. Años después de la muerte del poeta, el sitio comenzó a atraer a los prostíbulos más rancios de la ciudad. Los Cantos de Maldoror ya lo habían profetizado:


[He hecho un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden en las familias.]


La casa de la calle Camacuá pasó al olvido hasta que algunos poetas uruguayos iniciaron un largo periplo burocrático para rendirle tributo. Uno de ellos, Juan Welker [que además era diputado], presentó en 1926 un proyecto para que una calle de Montevideo llevase el nombre de Isidore. La propuesta se aprobó, aunque nunca fue ejecutada, tal vez porque al poco tiempo Welker murió loco.

Regresemos a Maldoror.

El protagonista de los Cantos es un ente diabólico que se ve a sí mismo como un baluarte frente al despotismo de Dios, el cual suele aparecer ridiculizado como el rey de un burdel. Dentro de esta estructura, lo asombroso se proyecta en gigantismos aterradores, mutaciones inconcebibles, objetos y animales que intercambian características y cualidades. Todo está permitido en el universo de Maldoror, justamente porque la imaginación no tiene barreras.


[«Quiera el cielo que el lector animoso encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno; pues, a no ser que aplique a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual equivalente por lo menos a su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro impregnarán su alma.»]


A pesar de su posición antagónica con respecto a Dios, Maldoror no recurre a la clásica artimaña luciferina: la mentira. De hecho, advierte al lector, lo obliga a involucrarse en la obra, pero también a tomar distancia frente al fenómeno poético. Maldoror comienza advirtiendo al lector que los Cantos lo afectará negativamente:


[«Las emanaciones mortales de este libro absorberán su alma como el azúcar absorbe el agua.»]


Esto no es un alarde retórico. El poder enfermizo de las imágenes que presentan los Cantos de Maldoror y el odio hacia toda la Creación [con algunas excepciones, como veremos más adelante] ciertamente resultan perturbadoras. No hace falta ser un lector particularmente sensible para sentirse asqueado y, al mismo tiempo, completamente fascinado e incapaz de desviar la mirada. En cierto modo, al cantar su dolor y odio con tanta lucidez, Maldoror está haciendo una catarsis, lo cual implica que está trasladando todas sus emociones negativas al lector. Maldoror, su Creador [Lautréamont] y el Hombre [el lector] estamos encerrados juntos en el mismo sótano oscuro [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]

Sin embargo, en otro aspecto Maldoror regresa a la representación tradicional de Lucifer; porque si Maldoror es el diablo, desde su punto de vista, la utilidad de los Cantos debe radicar en su efecto venenoso y condenatorio sobre el lector. Es por eso que su voz nos invita a participar del espectáculo repulsivo de sus ideas, a deshacerlas, si así lo deseamos, pero sobre todo a aportar nuestras propias impresiones. Y si no estamos dispuestos a ser testigos del horror, alerta Maldoror, lo mejor que podemos hacer es dejar el libro y olvidarnos para siempre de él:


[«No es aconsejable para todos leer las páginas que seguirán; solamente a algunos les será dado saborear sin riesgo este fruto amargo. Por lo tanto, alma tímida, antes de penetrar aún más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante.»]


Isidore Ducasse era un adolescente cuando comenzó a escribir los Cantos de Maldoror. La rebelión y el desprecio por los paradigmas los atraviesan de principio a fin. Maldoror sufre porque busca imponer lo imaginario sobre el mundo real, una utopía que lo aleja de sus congéneres, multiplicando así su sufrimiento. Su tono es apelativo, instiga al lector buscando arrancarlo de su lugar de comodidad. La estructura de la obra obedece al caos, pero a un caos aparente que no carece de orden ni de reglas estéticas internas.

A lo largo Los Cantos de Maldoror se sugiere que Maldoror es un retrato del Isidore, o al menos de su nome de guerre, Lautréamont. Por supuesto, aceptar esa sugerencia es riesgoso; como lectores, podríamos caer en la trampa de la ingenuidad. Además, el peligro de identificar a Maldoror con el autor no se ve mitigado por el hecho de no se sabe casi nada sobre Isidore; o quizás estemos entendiendo todo mal, y de hecho lo sepamos todo sobre el autor, que no dejó prácticamente ningún otro rastro de su existencia excepto Los Cantos de Maldoror. ¿Acaso hubiésemos conocido mejor a Isidore si supiésemos sus afinidades políticas, sus gustos gastronómicos, sus amoríos?

Lo dudo.

Las cosas no mejoran para el lector detectivesco que desee descubrir quién es Maldoror. Lautréamont emplea una deliberada inconsistencia en el uso de pronombres y puntos de vista. En algunas estrofas, Maldoror está siendo observado [o descrito] por alguien más [a veces se refiere a él burlonamente como «Nuestro Héroe»]; en otras, Maldoror presenta los acontecimientos desde su punto de vista [con en pronombre «yo»]. Este desdibujamiento de los límites incluso puede tener lugar en medio de una estrofa, en medio de una oración, sin advertencia ni explicación, y el lector debe estar alerta. Para no extraviarnos en el laberinto constantemente debemos preguntarnos: ¿Maldoror se está refiriendo a sí mismo en tercera persona, o Lautréamont se está refiriendo a su creación?

El propio Maldoror anticipa la confusión del lector al perderse en los Cantos:


[«Ya que la repulsión instintiva que se manifestó durante mis primeras páginas ha disminuido notablemente en profundidad, en razón inversa a tu aplicación a la lectura, debemos esperar que tu recuperación pronto haya llegado a sus etapas finales.»]


Maldoror incluso sugiere un remedio para aliviar a aquellos lectores cuya sensibilidad no les permita disfrutar de las rancias visiones y la desconcertante estructura de los Cantos. Este remedio consiste en arrancarle los brazos a tu madre y comértelos. Luego, después de llamar prostituta a nuestra hermana, Maldoror nos proporciona otra receta, esta vez de un brebaje para disfrutar y apreciar plenamente los Cantos:


[«Un recipiente lleno de grumos de pus blenorrágico en el que primero se disolvió un quiste ovárico piloso, un chancro folicular, un prepucio inflamado, desollado del glande por parafimosis, y tres babosas rojas.»]


Pero incluso Maldoror es un autor que imagina un lector ideal, en este caso, uno que «sepa unir el entusiasmo con una frialdad interna, un observador con disposición concentrada». Si formamos parte de esta descripción, Maldoror sostiene que nos encontrará dignos, y acaso perfectos, porque podremos comprender su obra. Paradójicamente, y como transgresión suprema de la relación tradicional entre lector y texto, los Cantos de Maldoror no quieren ser entendidos; de hecho, rechazan al lector constantemente.

Para generar este escenario macabro, grotescto y repugnante, los Cantos de Maldoror está lleno de imágenes que el autor extrajo directamente del Bosco, o bien de fotografías de guerra. En cierto modo, es una versión más moderna de los recursos clásicos de la literatura gótica, pero los eleva a una categoría completamente nueva de crueldad. Por ejemplo, en un Canto [a Freud le hubiese encantado esto], un joven es colgado de un árbol por el cabello mientras dos mujeres, que resultan ser su madre y su esposa, lo azotan brutalmente. En otro se nos ofrece una imagen de Dios sentado en un trono hecho de excremento y oro, comiéndose el cadáver de un hombre mientras sus pies están inmersos en un charco de sangre hirviendo en el que otros hombres nadan desesperadamente o se ahogan [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]

La fauna en los Cantos de Maldoror abunda en gusanos, arañas, piojos y toda clase de insectos monstruosos devorándose mutuamente, devorando al Hombre o siendo devorados por él [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]. El crimonólogo aficionado encontrará innumerables asesinatos [la mayoría, extraordinariamente crueles] y cadáveres hinchados. El repertorio de horrores de Maldoror es inagotable. A esto se añaden toda clase de vejaciones [incluso a pequeños inocentes], destripamiento, tortura e impíos actos de bestialidad; y todo con una originalidad asombrosa [ver: Lo Siniestro en la ficción]. Si los Cantos de Maldoror fuesen un catálogo de crueldades, un manual de técnicas de depravación, sería el mejor de todos.

El horror de Maldoror es, sobre todo, físico. Abunda en descripciones de partes del cuerpo, fluidos y olores, sobre todo olores:


[«Ustedes que ahora me miran, retrocedan, porque mi aliento exhala veneno.»]


¿Acaso el nombre de Maldoror tiene algo que ver con la voz malodorus, «maloliente»? No necesariamente, pero no es descabellado pensar que Isidore haya jugado con esta similitud [ver: Lo olfativo, lo visual, lo auditivo y lo táctil en el Horror Cósmico]

Esta es una combinación un tanto caprichosa, pero Maldoror [al menos para mí] es una mezcla entre el Marqués de Sade y Lovecraft [y una o dos gotas de Artaud, tal vez una pizca de Dostoievski]. Es fundamentalmente lovecraftiano al eliminar los elementos de la cultura y la civilización que, como seres humanos, consideramos importantes, y revela la verdadera base de la vida: el horror y la crueldad. De ahí al Horror Cósmico [que no es otra cosa que el descubrimiento de la insignificancia del ser humano en un cosmos vasto e indiferente] hay solo un paso [ver: Horror Cósmico: qué es, cómo funciona, y por qué el tamaño sí importa]

Por otro lado, el único autor que se aproximó al grado de depravación de Maldoror fue el Marqués de Sade, pero Maldoror va más allá porque siempre se mantiene firme en el reino de la depravación; es decir, lo depravado no es para Maldoror una desviación de la norma, es la norma. Además, las perversiones de Sade se limitan a la fisicalidad, ya sea al dolor físico que somos capaces de inflingir, o de soportar; pero las crueldades de Maldoror trascienden las posibilidades humanas [que son muchas para el horror, pero dentro de una realidad con reglas físicas] y entran en el reino de lo surrealista:


[«Su ano es colonizado por un cangrejo, sus testículos han sido vaciados, secados y convertidos en una morada para dos simpáticos erizos.»]


Irónicamente, los Cantos de Maldoror son una obra profundamente religiosa, como toda obra atea. Maldoror no cree en Dios, sabe que Dios existe, y este saber no se sustenta en el amor sino en un odio absoluto hacia Dios.


[«El que esto canta no pretende que sus canciones sean nuevas. Por el contrario, se enorgullece al saber que todos los pensamientos elevados y perversos de su héroe residen dentro de todos los hombres. ¡Oh, si el universo en vez de ser un infierno hubiera sido un inmenso ano!»]


No todo es depravación en los Cantos de Maldoror. En tal caso, perderían eficacia y, de hecho, serían ilegibles. Sepultada en medio de las letras que componen el nombre de Maldoror [como entre los excrementos del trono de Dios], está la palabra oro. En efecto, entre los incesantes cánticos de odio y crueldad de los Cantos de Maldoror hay algunos que celebran algo positivo, algo bueno que Maldoror ama. El primero es el mar, que Maldoror adora porque el Hombre no ha podido sondear sus profundidades:


[«Me senté en una roca cerca del mar. Un barco acababa de zarpar de la orilla: un punto imperceptible había aparecido en el horizonte y se acercaba poco a poco, creciendo rápidamente, empujado por la borrasca. La tormenta iba a comenzar sus embestidas y el cielo ya estaba oscureciendo, convirtiéndose en una negrura casi tan espantosa como el corazón de un hombre.»]


Hay algo extraordinario aquí. Lleno de odio, Maldoror se coloca en una posición física para observar la destrucción del Hombre, pero para él esto no tiene ningún significado moral convencional. En otras palabras, Maldoror se coloca a sí mismo en el punto de vista físico, pero no moral, de un Dios vengador.


[«¡Oh, cielo! ¡Cómo se puede vivir después de probar tantas delicias! Me ha tocado la suerte presenciar la agonía de varios de mis semejantes.»]


En el paroxismo de la depravación, Maldoror se esfuerza por experimentar el dolor de los demás, y por eso disfruta de los sonidos que le llegan a través de las olas, como «los aullidos solitarios de un niño lactante». En su demencial intento por sentir y así disfrutar el sufrimiento de los demás, Maldoror se caga literalmente en el Romanticismo. Los románticos asumían que el sentido moral innato del hombre es la empatía [ver: Filosofía del Romanticismo]. Según esta filosofía, uno no tiene que esforzarse para experimentar lo que otro siente, lo hacemos automáticamente. Pero Maldoror, que no cree en la bondad innata del hombre, observa el dolor ajeno como si los demás fuesen especímenes de laboratorio. Tal es su falta de empatía que ni siquiera logra formarse una idea más o menos aproximada de esos tormentos [ver: El placer estético del Horror]

Por lo tanto, al escuchar los gemidos de los moribundos, Maldoror nos dice: «clavaría una punta de hierro en mi mejilla, pensando secretamente: ¡Sufren aún más!» Es decir, Maldoror está tan separado de los seres humanos que necesitaría inflingirse daño a sí mismo para tener una idea de los sufrimientos de los demás al compararlos con los suyos.

¿Acaso Maldoror se ve a sí mismo como algo más que humano?

Es probable; de hecho, asesina desapasionadamente a un sobreviviente que casi ha llegado a la orilla, convirtiéndose así en una especie de ejecutor de la naturaleza. Sin embargo, hay que tener cuidado de no simplificar demasiado el surrealismo y decadentismo de Lautréamont

La segunda celebración a algo que podríamos considerar positivo es la amistad, pero desde una perspectiva retorcida, porque Maldoror ha sido traicionado en el pasado por un amigo [el Creador], y se venga de él describiendo cómo se ha hecho amigo de alguien más [el Hombre] y luego lo ha traicionado de la manera más cruel.

No obstante, Maldoror tiene una amistad que no ha traicionado ni pervertido. Él y su amigo, Mario, van por la playa en dos caballos, inseparables. Encienden un fuego y comparten un manto, se convierten en el ángel de la tierra y el ángel del mar:


[«¿Qué se dicen dos corazones que se aman? Nada. Cada uno se interesa tanto por la vida del otro como por la suya.»]


El tercer gesto de amor de Maldoror es un himno al poder y la belleza de las matemáticas. Para Maldoror, las matemáticas son como él: frías, lógicas, inmutables, impersonales y eternas. De hecho, al referirse a las matemáticas emplea un tono que, en un autor piadoso, seguramente sería utilizado para describir a Dios. En este sentido, las matemáticas son la religión de Maldoror; y es con ellas que finalmente pudo destronar a su Creador y desenmascarar el mal que es la verdadera naturaleza del Creador. Curiosamente, en esta estrofa menciona de pasada a Descartes, lo que parece sugerir que quizás el Creador de Maldoror sea el demonio de Descartes, le dieu trompeur, «el dios engañoso» [ver: Descartes vs. Lovecraft: una astilla clavada en el cerebro].

El verdadero poder de los Cantos de Maldoror [y esto es todo subjetividad] está en el lenguaje. Maldoror describe sus crueldades en el francés más refinado [las versiones en español son buenas, pero la mejor es la de Guy Wernham al inglés]. De hecho, los Cantos son considerados como una de las grandes glorias del idioma francés. En segundo lugar, la sensibilidad de Maldoror es tan actual, moderna, que resuena en los conflictos psicológicos de nuestro tiempo, donde el dualismo entre mente y cuerpo es intrínsecamente problemático. En palabras del Hombre del Subsuelo [probablemente el personaje que guarda el mayor parecido psicológico con Maldoror, seguido bastante lejos por Manfred de Lord Byron y Melmoth de Charles Maturin]:


[«Siento que mi alma está encerrada con candado en mi cuerpo, y no puede liberarse para huir lejos de las costas batidas por el mar humano.»]


Maldoror es, digamos, menos terrenal que el Hombre del Subsuelo. Sin embargo, coincide con él en la idea de que su sensibilidad, en última instancia, es una condena, una herida:


[«Cuánto tiempo ha pasado desde que dejé de parecerme a mí mismo. Si existo, no soy otro. No admitiré ninguna pluralidad equívoca dentro de mí. Deseo morar solo dentro de mi razón íntima. Recibí la vida como una herida, y me he prohibido el suicidio para sanarla.»]


Finalmente, el valor cultural de los Cantos de Maldoror radica en su absoluta singularidad. No hay, ni habrá, ningún libro como este. Maldoror ha engendrado una multitud de imitadores, algunos de ellos verdaderos próceres de la literatura, como Huysmans y Bukowski, como los decadentes y los surrealistas, incluso prefigura el camino hacia el existencialismo de Camus y Kafka; pero, en realidad, ninguno de estos puede acercarse a Maldoror por una sencilla razón: la pura y abyecta intensidad de su escritura [ver: Apetito por la Repulsión]

León Bloy ensayó una acalorada crítica de los Cantos de Maldoror que los surrealistas transformarían en elogio. Sostuvo que era uno de los libros más monstruosos de la historia, y que el autor pagó su ofensa al morir encerrado en un manicomio de Bruselas. Lo cierto es que Isidore falleció a los veinticuatro años de edad en sus modestas habitaciones en la rue du Faubourg-Montmartre, el jueves 24 de noviembre de 1870. Se desconoce la causa de su muerte, para muchos, algún tipo de enfermedad infecciosa, posiblemente escarlatina. Otros sostienen que fue envenenado.

Pocos meses antes de morir, Isidore había mandado a imprimir, bajo su costo, la edición competa de los Cantos de Maldoror, una tirada de apenas diez ejemplares. Ciento treinta años después, en 2004, una ignota artista neoyorquina solicitó formalmente al estado de Francia un permiso oficial para contraer matrimonio póstumo con el poeta. La solicitud fue desestimada, a pesar de que en Francia existe una vieja ley por la cual el presidente posee la autoridad para oficializar casamientos civiles entre personas vivas y muertas.

El anonimato, la primera edición casi nula, el seudónimo del autor, su muerte prematura, la ausencia de datos biográficos confiables, pero sobre todo su fuerza arrasadora, hacen de los Cantos de Maldoror una obra indispensable en cualquier biblioteca de libros prohibidos.


[«Lector, quizá desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién dice que no has de aspirar, sumergido en infinitas voluptuosidades tanto cuanto quieras, con tus orgullosas ventanas nasales amplias y afiladas, volviéndote de vientre al modo de un tiburón en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menor de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones?»]


El cuerpo de Isidore Ducasse fue inhumado en el Cementerio de Montmartre. A finales de 1890 sus restos se perdieron para siempre, dispersos en el Osario de Pantin.




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