«El Tarn»: Hugh Walpole; relato y análisis.
El Tarn (The Tarn) es un relato de terror del escritor británico Hugh Walpole (1884-1941), publicado originalmente en la edición de octubre de 1923 de la revista Success, y luego reeditado en numerosas antologías, entre ellas: La gorra negra (The Black Cap); El espino plateado (The Silver Thorn); Un siglo de historias de fantasmas (A Century Of Ghost Stories) y Fantasmas en aldeas rurales (Ghosts in Country Villages);
El Tarn, uno de los mejores cuentos de Hugh Walpole, relata la historia de Foster, un escritor que visita a un viejo conocido, Fenwick, en su remota casa en el Distrito de los Lagos. Ha oído que Fenwick le guarda rencor y está ansioso por arreglar las cosas. Pero Fenwick no está de humor para hacer las paces; de hecho, en las apacibles aguas del Tarn se entrega a voluptuosas fantasías, como retorcer lentamente el cuello de Foster.
SPOILERS.
En la superficie, El Tarn de Hugh Walpole es una brillante historia de celos [en este caso, literarios] y venganza, pero debajo hay más, mucho más. Fenwick, el protagonista, es autor de una novela que ha fracasado rotundamente, mientras que su amigo, Foster, escribió una basura sentimental que resultó ser un éxito. Desde ese momento, Fenwick fantasea con asesinar al despreocupado Foster, a quien culpa de su propio fracaso. Con la intención de reconciliarse [y acaso para regodearse en su victoria], Foster se invita a sí mismo a la casa de Fenwick en el Distrito de los Lagos ingleses, donde se presenta con un falso sentido de la modestia, admitiendo, claro, que tiene algo de talento, «pero no tanto como dice la gente», antes de jactarse de sus premios literarios, sus viajes a Italia y Grecia, y sus ganancias [«Por supuesto, cien libras no es mucho»].
Fenwick lo soporta en silencio, aparentando cierta amistad y receptividad, pero en secreto piensa «en lo agradable que sería hundir los ojos de Foster en su cabeza, muy, muy profundo, haciéndolos crujir, dejando las cuencas vacías, abiertas y ensangrentadas». En este contexto, Fenwick invita a Foster a dar un paseo por un Tarn: un pequeño pero profundo lago en la base de una colina [el término deriva del escandinavo tjörn, el cual describe un pequeño lago de montaña sin afluentes visibles.]. Allí, por fin, Fenwick consuma su venganza al estilo de Edgar Allan Poe. De hecho, Fenwick y Foster bien podrían ser sustitutos de Montresor y Fortunato de El barril de Amontillado (The Cask of Amontillado). Al igual que Montresor, Fenwick solo busca reparar lo que él considera un agravio: el éxito de Foster [ver: Lo Siniestro en los relatos de Edgar Allan Poe]
El tercer personaje de este notable relato de Hugh Walpole es el Tarn, este pequeño pero profundo lago en el regazo de una colina. Es un lugar remoto, y de algún modo parece ejercer una influencia nefasta en Fenwick, como si presionara en su resentimiento para darle ese empujón necesario para pasar de la fantasía a realmente asesinar a Foster:
[«¿Sabes por qué amo este lugar, Foster? Parece pertenecerme especialmente, tanto como tu gloria y fama y éxito parecen pertenecerte a ti. Yo tengo esto y tu tienes aquello. Quizás al final estemos a mano después de todo.»]
Fenwick lleva a Foster hacia un embarcadero y lo ahoga en las sombras del profundo Tarn. De camino a casa, cree que alguien [o algo] lo sigue; incluso cree que su misterioso perseguidor podría ser el propio Tarn «resbalando, deslizándose por el camino». Esto no lo perturba demasiado. Después de todo, Fenwick es un hombre solitario que disfruta pasar el tiempo en el Tarn, pero no encuentra paz esa noche. A la madrugada, el Tarn parece manifestarse en su propio dormitorio, inundándolo, arrastrándolo hacia abajo y, finalmente, ahogándolo. Por la mañana, la criada descubre el cuerpo de Fenwick y una simple jarra de agua volcada.
El Tarn de Hugh Walpole es un cuento muy bien logrado. Hace lo que hace de una manera clásica, y lo hace muy bien, con un estilo elegante y evocador, sobre todo en cuanto a la ambientación y la descripción de los pensamientos homicidas de Fenwick. Lo más desconcertante aquí es el Tarn, que en cierto modo es como el Genius Loci de Clark Ashton Smith; es decir, un egregore o espíritu elemental que presiona sobre las debilidades mentales de su víctima, en este caso, el resentimiento de Fenwick [ver: Los Tulpas y el Horror: nos acecha lo que pensamos]. La manifestación final del Tarn, además de ser innovadora, acaso simboliza el arrepentimiento [no reconocido] de Fenwick por haber asesinado a su único amigo. En cierto modo, la escena final de El Tarn parece ser intencionalmente una versión sobrenatural del final de El corazón delator (The Tell-Tale Heart) [ver: ¿El asesino de «El corazón delator» era una mujer?].
En este sentido, hay que decir que Hugh Walpole era un escritor familiarizado con la fama, moviéndose en los mismos círculos que Henry James y Joseph Conrad; por lo que es probable que también haya estado familiarizado con los celos de Fenwick.
La mayoría de los relatos de Hugh Walpole poseen elementos autobiográficos, por ejemplo, el protagonista suele ser un escritor con una relación conflictiva con un colega. Por supuesto, lo sobrenatural siempre está presente [en este caso, en la figura incierta del Tarn], pero debajo siempre hay un entramado de sutilezas psicológicas en la relación entre dos hombres que, además, son escritores. Este escenario de aislamiento entre dos hombres también está presente en Señora Lunt (Mrs. Lunt), así como los sentimientos conflictivos entre dos hombres, acaso inspirados en las intensas [aunque discretas] relaciones sentimentales de Hugh Walpole con otros escritores. Esto, creo, es lo que constituye buena parte de la corriente subyacente de tristeza y añoranza en los relatos de Hugh Walpole.
El Tarn, sus insondables profundidades reprimidas que emergen de repente, claramente resuenan en la homosexualidad de Hugh Walpole en una época en la que serlo era ilegal.
[«Detrás de ese escarpado pico enorme, negro, como si tuviera un instinto de poder voluntario, alzó la cabeza. Cada vez más inmóvil en estatura, la forma siniestra se elevó entre las estrellas y yo, y aún así, porque eso parecía, con un propósito propio y un movimiento medido, como un ser vivo, y caminó tras de mí.»]
La cita anterior no es de Hugh Walpole, sino de William Wordsworth, el cual versifica una epifanía mientras rema a través de un lago y percibe el paisaje imbuido de una misteriosa vida propia, tangible, pero incomprensible, enfatizando su propia insignificancia como ser humano ante la naturaleza; aunque bien podría tratarse de una descripción de Fenwick de los horrores manifestados por el Tarn. Pero Wordsworth, en vez de asesinar a alguien, se sintió transformado por esta extraña experiencia:
[«Durante muchos días mi cerebro funcionó con un vago e indeterminado sentido. Sobre mis pensamientos colgaba una oscuridad, llámese soledad o abandono. No quedaron imágenes agradables de árboles, del mar o del cielo, ni colores de campos verdes; sino formas enormes y poderosas que no viven como los hombres; se movían lentamente a través de mi mente durante el día, y eran un problema para mis sueños.»]
Fenwick, el protagonista de El Tarn, no menciona a Wordsworth, pero sería difícil creer que un autor británico no estuviese familiarizado con sus escritos, sobre todo porque Fenwick se ha enclaustrado en el Distrito de los Lagos, en una casa cerca de Ullswater, y parece ser el tipo de hombre que, a pesar de repudiarlos, volvería a los escritores románticos para reflexionar sobre los fracasos de su vida.
La influencia de Wordsworth en El Tarn también está presente en la forma en que Fenwick percibe el paisaje [las nubes son «ejércitos fantasmales», las colinas detrás de Ullswater se extienden sobre el «pecho de las llanuras»]. A pesar de todos sus intentos de sofisticación urbana, Fenwick está enamorado de ese paisaje, de «esas curvas, líneas y huecos», y constantemente lo personifica, como cuando menciona las «nubladas colinas púrpura, encorvadas como mantas sobre las rodillas de un gigante yacente». Foster, mucho más insensible, también percibe esa presencia, pero desde otra constitución emocional y psicológica. Para él, las colinas solo son extrañas en el crepúsculo, «como hombres vivos». Donde Fenwick ve belleza, Foster ve una amenaza, aunque no puede articularla claramente.
Hay una sutil alusión al cuento de hadas en El Tarn de Hugh Walpole, más precisamente a la historia del ratón de campo y el ratón de ciudad [ver: Los cuentos de hadas y una Teoría sobre la Imaginación]. En este sentido, Foster es el sofisticado ratón de ciudad que sabe cómo jugar el juego, mientras que Fenwick es el ingenuo ratón de campo que cree que la vida se rige por méritos y esfuerzo. No es casual que Fenwick se haya exiliado en el Distrito de los Lagos y viva en una relativa penuria; menos aun que experimente algo de comodidad mental en el aislamiento físico y cultural. Después de todo, codearse con otros escritores en Londres solo le recordaría su fracaso.
La psicología de toda la situación planteada en El Tarn es intrigante. Según Fenwick, su fracaso es totalmente atribuible a Foster. De alguna manera, éste último siempre ha logrado superar a Fenwick, tomando la dirección de una revista aquí, logrando que su novela sea mejor recibida por la crítica [y publicándola en la misma semana que la de Fenwick]. Al mismo tiempo, la exagerada admiración de Foster por el trabajo de Fenwick no parece del todo sincera; de hecho, parece motivada por el deseo de ser admirado él mismo por alguien que evidentemente lo detesta [«odiaba que alguien pensara mal de él; quería que todos fueran sus amigos»].
De los dos hombres, Fenwick es el más emocionalmente consciente de su Sombra Jungiana. Reconoce la intensidad de su odio por Foster y que no es seguro que se encuentren, es decir, no confía en ser capaz de controlar sus impulsos homicidas. En cuanto a si realmente no quiere amigos, como él afirma, es menos claro. Tengo la sensación de son dos personas profundamente diferentes, pero igualmente vulnerables, que bien podrían haber sido amigos en diferentes circunstancias [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]
El vínculo de Fenwick con el Tarn es tal que afirma: «un día me imagino que también me tomará en su confianza y me susurrará sus secretos», mientras que Foster ni siquiera sabe qué es un Tarn, y cuando lo ve solo lo describe como «muy agradable» y «muy bonito. Esta falta de apreciación es significativa. A pesar de su deseo de amistad [auténtico o fingido], Fostr realmente tiene poca idea de lo que mueve a Fenwick. Por otro lado, no hay indicios de que Fenwick planeara asesinar a Foster cuando sugiere que den un paseo nocturno hasta el Tarn, aunque no hay duda de que alberga pensamientos y fantasías violentas. Sin embargo, los pensamientos y las fantasías están lejos de la acción, sobre todo en alguien que ha intentado mantenerse alejado, incluso físicamente, de la fuente de esa violencia.
Uno inmediatamente relaciona al Tarn con el Genius Loci, pero la historia de Clark Ashton Smith establece una relación causal distinta, aunque ligeramente complicada, entre el lugar y la persona [ver: Genius Loci: el espíritu del lugar]. Incluso en Los Sauces ('The Willows), de Algernon Blackwood, se insinúa una especie poder sobrenatural detrás de los eventos [ver: La Llamada de lo Salvaje]. La historia de Hugh Walpole es mucho más ambigua. Por un lado, puede ser que la obsesión de Fenwick con Foster lo impulse a asesinarlo en el Tarn, justo cuando este último confiesa su miedo al agua y relata una experiencia infantil traumática, en la que unos muchachos mayores casi lo ahogan. Es decir, no hay indicios de que Fenwick supiera esto antes de sugerir el paseo al Tarn. Sin embargo, sus fantasías sobre Foster constantemente implican una una acción física directa.
Hugh Walpole es ambiguo incluso en el modus operandi del crimen. Fenwick primero pone sus manos alrededor del cuello de Foster, y luego lo empuja al agua. ¿Cómo funciona esto exactamente? En cualquier caso, una vez cometido el crimen, Fenwick es «consciente de un alivio cálido y lujoso, un sentimiento sensual que no era pensado en absoluto». Rodeado por un silencio que adquiere atributos humanos, Fenwick parece estar en comunión con el propio Tarn [«miró fijamente a Fenwick a la cara con aprobación»]. El Tarn se ha convertido en «el único amigo que tenía en todo el mundo». Hasta se podría decir que es la soledad lo que lo ha vuelto loco:
[«Tuvo la más extraña fantasía, pero su cerebro latía tan ferozmente que no podía pensar: que era el Tarn el que lo estaba siguiendo, el Tarn resbalando, deslizándose a lo largo del camino, estando con él para que no se sintiera solo.»]
A partir de entonces, todo alrededor de Fenwick, cada sonido, insinúa culpabilidad y remordimiento. El clic de la puerta de su dormitorio al cerrarse sugiere el sonido metálico de una celda que se cierra. Sus sentidos se están derrumbando. Dos candelabros le recuerdan la voz de Foster, «lloriqueando con su miserable lamento centelleante». Luego, finalmente, al despertar en la noche, encuentra que su habitación se llena silenciosamente de agua. ¿Qué es lo que lo sujeta del tobillo, luego de los muslos, finalmente presionando sus globos oculares? ¿Acaso al ahogarse uno siente como si estuviera siendo estrangulado o ahorcado? ¿Esto tiene que ver con las manos de Fenwick alrededor del cuello de Foster antes de arrojarlo al Tarn?
Si no fuera por Annie, la criada, que al parecer se refiere a los dos hombres, uno podría preguntarse si Foster realmente existe; o Fenwick, para el caso. El hecho de que ambos nombres empiecen con la misma letra, junto con la naturaleza intensamente antitética de los dos hombres, sugiere la escisión de un personaje en dos en algún momento [tal vez antes del inicio de la historia] y, de hecho, podría explicar la insondable sensación de soledad de Fenwick después del [aparente] asesinato.
El final de El Tarn de Hugh Walpole abre una nueva línea de especulación sobre el punto de vista de la historia. Todo el tiempo se asume que es el de Fenwick, pero en la sección final algo más entra en juego. De hecho, ¿qué hacer con esa última línea?: «En la brisa, una ramita de hiedra golpeó ociosamente contra el cristal de la ventana. Era una hermosa mañana.» Una imagen tan común y, sin embargo, tan extrañamente amenazante. Al final, no sabemos más que al comienzo de la historia. Lo que parecía seguro se ha visto socavado. De hecho, cuanto más de cerca se examina la historia, más frágil se vuelve. Lo que inicialmente parecía tener sentido ya no encaja del todo, pero no está claro por qué podría ser así. Y ahí, en ese hueco donde las cosas no terminan de tener sentido, reside la exquisita rareza de El Tarn. Lo que parece tan ordinario, tan sencillo, se vuelve cada vez más extraño a medida que uno profundiza en ello. Lo cual nos lleva de vuelta a Wordsworth, tal vez, y esas «formas enormes y poderosas que no viven como los hombres» [ver: Tulpas, Seres Interdimensionales y una teoría sobre el Horror]
El Tarn.
El Tarn, Hugh Walpole (1884-1941)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Mientras Foster se movía inconscientemente por la habitación se inclinaba hacia la biblioteca, eligiendo ahora un libro, ahora otro. Su anfitrión observaba los músculos de la parte posterior de su cuello delgado sobresaliendo bajo de franela. Pensó en la facilidad con la que podría apretar ese cuello, y el placer, el placer triunfante, lujurioso, que tal acción le daría.
La habitación baja, de paredes y techo blanco, estaba inundada por el suave y bondadoso sol de Lakeland. Octubre es un mes maravilloso en los lagos ingleses, dorados, ricos y perfumados, soles lentos que se mueven a través de cielos teñidos de albaricoque hacia glorias vespertinas de rubí; las sombras yacen entonces espesas sobre ese hermoso país, en manchas de color púrpura oscuro, en largos patrones de gasa plateada, como telarañas, en gruesas manchas de ámbar y gris. Las nubes pasan en galeones a través de las montañas, ya velando, ya revelando, ya descendiendo con ejércitos fantasmales hasta el mismo seno de las llanuras, elevándose de repente al más suave de los cielos azules y extendiéndose en un color perezoso y lánguido.
La cabaña de Fenwick miraba hacia Low Fells; a su derecha, vistas a través de las ventanas laterales, se extendían las colinas sobre Ullswater.
Fenwick miró la espalda de Foster y se sintió repentinamente mareado, por lo que se sentó, cubriendo sus ojos con la mano. Foster había venido desde Londres para tratar de arreglar las cosas. Era muy propio de Foster querer arreglar las cosas. ¿Cuántos años hacía que lo conocía? Bueno, al menos durante veinte años, y durante todo ese tiempo Foster siempre había estado decidido a arreglar las cosas con todos. Odiaba que alguien pensara mal de él; quería que todos fueran sus amigos. Quizá ésa fuera una de las razones por las que Foster se había llevado tan bien, por la que había prosperado tanto en su carrera; una razón, también, por la que Fenwick no lo había hecho.
Porque Fenwick era lo opuesto a Foster en esto. No quería amigos, ciertamente no le importaba que la gente lo quisiera, es decir, gente a la que, por una u otra razón, despreciaba; y despreciaba a un buen número de personas.
Fenwick miró esa espalda larga, delgada e inclinada y sintió que le temblaban las rodillas. Pronto Foster se daría la vuelta y esa voz aguda y aflautada soltaría algo sobre los libros. ¡Qué libros tan divertidos tienes, Fenwick! ¡Cuántas, cuántas veces en las largas vigilias de la noche, cuando Fenwick no podía dormir, había oído aquella pipa sonando allí cerca, sí, en las sombras mismas de su cama! Y cuántas veces le había respondido Fenwick:
—¡Te odio! ¡Tú eres la causa de mi fracaso en la vida! Siempre has estado en mi camino. ¡Siempre, siempre, siempre! ¡Pobrecito me has pensado, qué gran fracaso, qué tonto engreído! Lo sé. ¡No puedes ocultarme nada! ¡Te oigo!
Durante veinte años, Foster se había interpuesto persistentemente en el camino de Fenwick. Había ocurrido aquel asunto, hacía ya tanto tiempo, cuando Robins había pedido un subeditor para su maravillosa revista, el Partenón, y Fenwick había ido a verlo y habían tenido una conversación espléndida. Qué magníficamente había hablado Fenwick ese día; con qué entusiasmo le había mostrado a Robins (que, de todos modos, estaba cegado por su propia presunción) el tipo de revista que podría ser el Partenón; cómo Robins había captado su propio entusiasmo, cómo había empujado su gordo cuerpo por la habitación, gritando:
—¡Sí, sí, Fenwick, eso está bien! ¡Eso está muy bien! —y cómo, después de todo, Foster había conseguido ese trabajo.
La revista sólo había vivido durante un año más o menos, es cierto, pero la conexión con ella había hecho que Foster adquiriera prominencia, como podría haberlo hecho con Fenwick.
Luego, cinco años más tarde, apareció la novela de Fenwick, El aloe amargo, la novela en la que había invertido tres años de esfuerzo a sangre y lágrimas, y luego, en la misma semana de publicación, Foster saca a la luz El circo, el novela que hizo su nombre; aunque, Dios sabe, la era una basura sentimental. Puedes decir que una novela no puede matar a otra, pero, ¿no es así? Si no hubiera aparecido El circo, ese grupo de sabelotodos londinenses —esa multitud engreída, limitada, ignorante, que sin embargo puede afectar la buena o mala fortuna de un libro— ¿no habría hablado de El aloe amargo? Tal como estaban las cosas, el libro nació muerto y El circo siguió su camino triunfante.
Después de esa hubo muchas ocasiones —algunas pequeñas, otras grandes— y siempre, de un modo u otro, ese cuerpo delgado y flaco de Foster interfirió con la felicidad de Fenwick.
La cosa se había convertido, por supuesto, en una obsesión. Escondido allí, en el corazón de los lagos, sin amigos, casi sin compañía y con muy poco dinero, se entregó a cavilar sobre su fracaso. Era un fracaso y no era culpa suya. ¿Cómo podría ser culpa suya con sus talentos y su brillantez? Era culpa de la vida moderna y su falta de cultura, era culpa del estúpido desorden material que constituía la inteligencia de los seres humanos, y era culpa de Foster.
Fenwick siempre esperó que Foster se mantuviera alejado de él. Y entonces, un día, para su asombro, recibió un telegrama: Estoy de paso. ¿Puedo detenerme allí el lunes o el martes? —Giles Foster.
Fenwick apenas podía creer lo que veía, y luego, por curiosidad, o por algún motivo más profundo y misterioso que no se atrevía a analizar, había telegrafiado: Ven.
Y aquí estaba. Había venido, ¿lo creerías?, a «arreglar las cosas». Había oído de Hamlin Eddis que Fenwick estaba resentido con él.
—No me gustaba que sientas eso, viejo, así que pensé en pasar y discutirlo contigo, ver qué pasaba y arreglarlo.
La noche anterior, después de la cena, Foster había tratado de arreglarlo. Ansiosamente, con los ojos como los de un buen perro que pide un hueso que sabe que merece, había extendido la mano y le había pedido a Fenwick que le «diga qué pasó».
Fenwick simplemente había dicho que no pasaba nada; Hamlin Eddis era un maldito tonto.
—¡Oh, me alegra escuchar eso! —había gritado Foster, saltando de su silla y poniendo su mano sobre el hombro de Fenwick—. Me alegro de eso, viejo. No podría soportar que no fuéramos amigos. Hemos sido amigos por tanto tiempo.
¡Señor! ¡Cómo lo odiaba Fenwick en ese momento!
II
—¡Qué gran cantidad de libros tienes! —Foster se volvió y miró a Fenwick con ojos ansiosos y satisfechos—. ¡Todos son interesantes! También me gusta como los has dispuesto, y esas estanterías abiertas. Siempre me pareció vergüenza encerrara los libros detrás de un vidrio.
Foster se adelantó y se sentó cerca de su anfitrión. Incluso se inclinó hacia adelante y puso su mano sobre la rodilla del otro.
—¡Mira! Lo mencionaré por última vez porque quiero estar completamente seguro. No hay nada malo entre nosotros, ¿verdad, viejo? Sé que me lo aseguraste anoche, pero solo quiero...
Fenwick lo miró y, al examinarlo, sintió el exquisito placer de odio. Le gustó el roce de la mano del en su rodilla; él mismo se inclinó un poco hacia adelante y, pensando en lo agradable que sería hundir los ojos de Foster en su cabeza, muy, muy profundo, crujiéndolos, haciéndolos purpúreos, dejando las cuencas vacías, abiertas y ensangrentadas, dijo:
—Por supuesto que no. Te lo dije anoche.
La mano agarró la rodilla con un poco más de fuerza.
—¡Estoy tan contento! ¡Eso es espléndido! ¡Espléndido! Espero que no me consideres ridículo, pero te he tenido cariño desde que tengo memoria. Siempre he querido conocerte mejor. Admiraba tanto tu talento. Esa novela tuya, la... la... la del aloe...
—¿El aloe amargo?
—Ah, sí. Ese fue un libro espléndido. Pesimista, por supuesto, pero aun así muy bueno. Debería haberle ido mejor. Recuerdo que pensé eso en ese momento.
—Sí, debería haberle ido mejor.
—Sin embargo, tu momento llegará. Lo que digo es que el buen trabajo siempre da frutos al final.
—Sí, mi hora llegará.
La voz fina y aflautada prosiguió:
—He tenido más éxito del que merecía. Oh, sí, lo he tenido. No puedes negarlo. No soy falsamente modesto. Lo digo en serio. Tengo algo de talento, por supuesto, pero no tanto como dice la gente. ¡Y tú! Tienes mucho más de lo que ellos reconocen. Lo tienes, viejo. De hecho lo tienes. Y quizás ese talento se ha acentuado viviendo aquí arriba, encerrado por todas estas montañas, en este clima húmedo, siempre con lluvia. ¡Vaya, estás más allá de todo! No ves a la gente, no hablas con nadie. ¡Vaya, mírame!
Fenwick se volvió y lo miró.
—Paso la mitad del año en Londres, donde uno obtiene lo mejor de todo, la mejor charla, la mejor música, las mejores obras; y luego paso tres meses en el extranjero, Italia o Grecia o algún lugar, y luego tres meses en el campo. Ese es un arreglo ideal. Tienes todo de esa manera.
¡Italia o Grecia o algún lugar!
Algo se revolvió en el pecho de Fenwick, rechinando, rechinando, rechinando. ¡Cómo había anhelado, oh, cuán apasionadamente, una semana en Grecia, dos días en Sicilia! A veces había pensado que podría viajar, pero cuando llegó el momento de contar los centavos... Y ahora este tonto, este cabeza gorda, este satisfecho de sí mismo, engreído, condescendiente...
Se levantó, mirando el sol dorado.
—¿Qué dices si damos un paseo? —sugirió—. Tendremos luz durante una buena hora todavía.
III
Tan pronto como las palabras salieron de sus labios, sintió como si alguien más las hubiera dicho por él. Incluso dio media vuelta para ver si había alguien más allí. Desde la llegada de Foster la noche anterior, había sido consciente de esta sensación. ¿Un paseo? ¿Por qué debería llevar a Foster a dar un paseo, mostrarle su amado país, señalar esas curvas y líneas y huecos, el ancho escudo plateado de Ullswater, las nubes púrpuras de las colinas encorvadas como mantas sobre las rodillas de algún gigante yacente? ¿Por qué? Era como si se hubiera vuelto hacia alguien que estaba detrás de él y le hubiera dicho: Tienes algún otro propósito en esto.
Partieron.
El camino se hundía abruptamente hacia el lago, luego el sendero discurría entre árboles a la orilla del agua. Al otro lado del lago, tonos de luz amarilla brillante, color azafrán, cabalgaban sobre el azul. Las colinas estaban oscuras.
La misma forma en que Foster caminaba revelaba su personalidad. Siempre estaba un poco por delante de ti, empujando su cuerpo largo y delgado con pequeñas sacudidas ansiosas, como si fuera a perderse algo que inmensamente ventajoso para él. Hablaba, lanzando palabras por encima del hombro a Fenwick como arrojas migas de pan a un petirrojo.
—Por supuesto que estaba complacido. ¿Quién no lo estaría? Después de todo, es un premio nuevo. Solo lo han estado otorgando durante uno o dos años, pero es gratificante, realmente gratificante, te lo aseguro. Cuando abrí el sobre y encontré el cheque allí, bueno, podrías haberme derribado con una pluma. Por supuesto, cien libras no es mucho, pero es el honor...
¿Adónde iban? Su destino era tan seguro como si no tuvieran libre albedrío. ¿Libre albedrío? No hay libre albedrío. Todo es Destino. Fenwick de repente se rio en voz alta.
Foster se detuvo.
—¿Qué es?
—¿Qué es qué?
—Te reíste.
—Algo me divirtió.
Foster pasó su brazo por el de Fenwick.
—Es un placer caminar juntos así, del brazo, como amigos. Soy un hombre sentimental. No lo negaré. Lo que digo es que la vida es corta y hay que amar al prójimo. Vives demasiado solo, viejo.
Apretó el brazo de Fenwick.
—Esa es la verdad.
Era una tortura, una tortura exquisita, celestial. Fue maravilloso sentir ese brazo delgado y huesudo presionando contra el suyo. Casi se podía oír el latido de ese otro corazón. Sería maravilloso sentir ese brazo y tomarlo entre las manos y doblarlo y torcerlo y luego escuchar los huesos crujir... crujir... crujir... Maravilloso sentir esa tentación subir por el cuerpo como agua hirviendo y, sin embargo, no ceder a ella. Por un momento, la mano de Fenwick tocó la de Foster. Luego se separó.
—Estamos en el pueblo. Este es el hotel donde todos vienen en el verano. Nos desviaremos a la derecha aquí. Te mostraré mi Tarn.
IV
—¿Tu Tarn? —preguntó Foster—. Perdona mi ignorancia, pero, ¿qué es exactamente un Tarn?
—Un Tarn es un lago en miniatura, un charco de agua que se encuentra en el regazo de la colina. Muy tranquilo, hermoso, silencioso. Algunos son inmensamente profundos.
—Me gustaría ver eso.
—Está a una pequeña distancia por un camino accidentado. ¿Te importa?
—No. Tengo piernas largas.
—Algunos de ellos son inmensamente profundos, insondables, pero silenciosos, como el cristal, solo con sombras...
—¿Sabes, Fenwick? Siempre le he tenido miedo al agua, nunca aprendí a nadar. ¿No es ridículo? Pero todo se debe a que en mi escuela privada, hace años, cuando era un niño pequeño, unos tipos grandes me agarraron y me sujetaron con la cabeza bajo el agua y casi me ahogan. De hecho, lo hicieron. Fueron más lejos de lo que pretendían. Pude verlo en sus rostros.
Fenwick consideró esto. La imagen saltó a su mente. Podía ver a los niños (muchachos grandes y fuertes, probablemente) y a esta cosa flaca como una rana, sus gruesas manos alrededor de su garganta, sus piernas como palos grises saliendo del agua, su risa, su repentina sensación de que algo andaba mal, el cuerpo flaco todo flácido y quieto...
Respiró hondo.
Foster caminaba ahora a su lado, no delante de él, como si tuviera un poco de miedo y necesitara tranquilidad. Efectivamente, el escenario había cambiado. Delante y detrás de ellos se extendía el camino cuesta arriba, suelto con esquisto y piedras. A su derecha, en una loma al pie del cerro, estaban algunas canteras, casi desiertas, pero más melancólicas en la tarde que se desvanecía porque allí aún se continuaba un poco de trabajo; débiles sonidos salían de las chimeneas demacradas, un chorro de agua corría y caía furiosamente en un estanque debajo, una y otra vez una silueta negra, como un signo de interrogación, aparecía contra la colina que se oscurecía.
Era un poco empinado aquí, y Foster resoplaba.
Fenwick lo odiaba aún más por eso. ¡Tan delgado y enjuto y aun así no podía mantenerse en forma!
Tropezaron, manteniéndose debajo de la cantera, en el borde del agua corriente, ahora verde, ahora de un sucio blanco grisáceo, abriéndose camino a lo largo de la ladera de la colina. Sus rostros estaban ahora fijos en Helvellyn, que rodea la copa de las colinas, cerrándose en la base y luego extendiéndose hacia la derecha.
—¡Ahí está el Tarn! —exclamó Fenwick; y luego agregó—: No tendremos tanta luz como esperaba. Ya está oscureciendo.
Foster tropezó y agarró el brazo de Fenwick.
—Este crepúsculo hace que las colinas se vean extrañas, como hombres vivos. Apenas puedo ver el camino.
—Estamos solos aquí —respondió Fenwick—. ¿No sientes la quietud? Los hombres habrán dejado la cantera y se habrán ido a casa. No hay nadie en todo este lugar excepto nosotros. Si observas, verás una extraña luz verde deslizarse sobre las colinas. Dura por un momento y luego oscurece. Ah, aquí está mi Tarn. ¿Sabes cuánto amo este lugar, Foster? Parece pertenecerme especialmente, tanto como todo tu trabajo y tu gloria y fama y éxito parecen pertenecerte a ti. Tengo esto y tienes eso. Quizá al final estemos a la par, después de todo. Sí… Siento como si ese pedazo de agua me perteneciera y yo a él, y como si nunca debiéramos separarnos, sí... Es uno de los profundos. Nadie conoce el fondo. Solo Helvellyn, y un día, espero, me tomará en confianza y me susurrará sus secretos…
Foster estornudó.
—Muy bonito. Muy bonito, Fenwick. Me gusta tu Tarn. Encantador. Y ahora volvamos. Ese es un paseo difícil debajo de la cantera. También hace frío.
—¿Ves ese pequeño embarcadero allí? —dijo Fenwick—. Alguien construyó eso en el agua. Había un bote allí, supongo. Ven y mira hacia abajo. Desde el final del pequeño embarcadero parece tan profundo y las montañas parecen cerrarse alrededor.
Fenwick tomó el brazo de Foster y lo condujo hasta el final del embarcadero. De hecho, el agua parecía profunda aquí. Profunda y muy negra. Foster miró hacia abajo, luego miró hacia las colinas que, de hecho, parecían haberse reunido a su alrededor.
Estornudó de nuevo.
—Me temo que me he resfriado. Volvamos a casa, Fenwick, o nunca encontraremos el camino.
—A casa, entonces —dijo Fenwick, y sus manos se cerraron alrededor del cuello delgado y descarnado.
Por un instante, la cabeza giró a medias y dos ojos extrañamente infantiles y sobresaltados lo miraron fijamente; luego, con un empujón que fue ridículamente simple, el cuerpo fue impulsado hacia adelante, hubo un grito agudo, un chapoteo, un movimiento de algo blanco contra la oscuridad que se acumulaba rápidamente, una y otra vez, luego ondas que se extendían a lo lejos y, entonces, silencio.
V
El silencio se extendió. Habiendo envuelto al Tarn, se extendió como con un dedo en el labio hacia las colinas ya inactivas. Fenwick compartió el silencio. Se deleitaba en él. No se movió en absoluto. Se quedó allí mirando el agua negra como la tinta del lago, con los brazos cruzados, un hombre perdido en pensamientos muy intensos. Pero no estaba pensando. Sólo era consciente de un alivio cálido y lujoso, una sensación sensual que no estaba pensada en absoluto.
¡Foster se había ido, ese tonto aburrido, charlatán, engreído y satisfecho de sí mismo! Ido, para nunca volver. El Tarn pareció asentir. Le devolvió la mirada al rostro de Fenwick con aprobación, como si dijera: «Lo has hecho bien, un trabajo limpio y necesario. Lo hemos hecho juntos, tú y yo. Estoy orgulloso de ti».
Estaba orgulloso de sí mismo. Por fin había hecho algo definitivo con su vida.
El pensamiento, ansioso y activo, comenzaba ahora a inundar su cerebro. Durante todos estos años había estado dando vueltas en este lugar sin hacer nada más que atesorar agravios; ahora, por fin, había acción. Se irguió y miró las colinas. Estaba orgulloso y tenía frío. Estaba temblando. Se levantó el cuello de su abrigo. Sí, estaba esa tenue luz verde que siempre se demoraba en las sombras de las colinas por un breve momento antes de que llegara la oscuridad. Se estaba haciendo tarde.
—Será mejor que regrese.
Temblando tanto que le castañeteaban los dientes, echó a andar por el sendero y luego se dio cuenta de que no deseaba abandonar el lago. El Tarn era amistoso, el único amigo que tenía en todo el mundo.
A medida que avanzaba en la oscuridad, esta sensación de soledad crecía. Iba a casa, a una casa vacía. Había habido un invitado la noche anterior. ¿Quién era? Bueno, Foster, por supuesto, Foster con su risa tonta y sus ojos amables y mediocres. Bueno, Foster no estaría allí ahora. No, nunca volvería a estar allí.
Y de repente Fenwick echó a correr. No sabía por qué, salvo que, al dejar el lago, se sentía solo. Deseó haberse quedado allí toda la noche, pero como hacía frío no pudo, así que ahora estaba corriendo para poder estar en casa con las luces y los muebles familiares.
Mientras corría, el esquisto y las piedras se esparcieron bajo sus pies. Hicieron un ruido extraño, como si alguien más estuviese corriendo también. Se detuvo, y el otro también se detuvo. Respiró en el silencio. Tenía calor ahora. El sudor corría por sus mejillas. Podía sentir un goteo por su espalda dentro de su camisa. Le dolían las rodillas. Su corazón latía con fuerza. Y a su alrededor las colinas estaban tan asombrosamente silenciosas, como nubes de goma, grises contra el cielo nocturno de un cristal púrpura, en cuya superficie, como centelleantes ojos, ahora estaban apareciendo las estrellas.
Sus rodillas se estabilizaron, su corazón latía con menos fuerza y comenzó a correr de nuevo. De repente había doblado una esquina y estaba en el hotel. Sus lámparas eran amables y tranquilizadoras. Caminó entonces por el sendero junto al lago, y si no hubiera sido por la certeza de que alguien caminaba detrás de él, se habría sentido cómodo. Se detuvo una o dos veces y miró hacia atrás, y una gritó: «¿Quién está ahí?»
Sólo respondieron los árboles susurrantes.
Tuvo la más extraña fantasía: el Tarn lo estaba siguiendo, el Tarn resbalando, deslizándose a lo largo del camino, estando con él para que no se sintiera solo. Casi podía oírlo susurrarle: «Lo hicimos juntos, no deseo que cargues con toda la responsabilidad. Me quedaré contigo para que no te sientas solo».
Subió por el camino hacia su casa. Oyó el chasquido de la puerta detrás de él como si lo estuviera encerrando. Entró en la sala de estar, iluminada y limpia. Estaban los libros que Foster había admirado.
Apareció la anciana que lo cuidaba.
—¿Va a tomar un poco de té, señor?
—No, gracias, Annie.
—¿Querrá el otro caballero?
—No, el otro caballero está fuera por la noche.
—¿Entonces solo habrá uno para la cena?
—Sí, sólo uno para la cena.
Se sentó en la esquina del sofá y cayó instantáneamente en un sueño profundo.
VI
Se despertó cuando la anciana le dio un golpecito en el hombro y le dijo que la cena estaba servida. La habitación estaba a oscuras salvo por la luz intermitente de dos velas inciertas. Esos dos candelabros rojos, ¡cómo los odiaba sobre la repisa de la chimenea! Siempre los había odiado, y ahora le parecía que tenían algo de la calidad de la voz de Foster, ese tono delgado, aflautado.
Esperaba en todo momento que Foster entrara y, sin embargo, sabía que no lo haría. Siguió girando la cabeza hacia la puerta, pero allí estaba tan oscuro que no se podía ver. Toda la habitación estaba a oscuras excepto allí, junto a la chimenea, donde los dos candelabros se pusieron a gemir con su miserable voz centelleante.
Entró en el comedor y se sentó, pero no pudo comer nada. Era extraño, ese lugar junto a la mesa donde debería estar la silla de Foster, ahora desnudo, hacía que un hombre se sintiera solo.
Se levantó una vez de la mesa y se acercó a la ventana, la abrió y se asomó. Escuchó en busca de algo, un hilo como de agua corriente, un movimiento a través del silencio, como si un estanque profundo se estuviera llenando hasta el borde. Un susurro en los árboles, tal vez. Un búho ululó; bruscamente, como si alguien hubiera hablado inesperadamente detrás de su hombro. Cerró las ventanas y miró hacia atrás, por debajo de sus cejas oscuras, a la habitación.
Más tarde se fue a la cama.
VII
¿Había estado durmiendo, o había estado acostado perezosamente, como uno lo hace, medio dormitando, sin pensar? Estaba completamente despierto ahora, completamente despierto y su corazón latía con aprensión. Era como si alguien lo hubiera llamado por su nombre. Dormía siempre con la ventana un poco abierta y la persiana subida. Esta noche, la luz de la luna ensombrecía de forma enfermiza los objetos de su habitación. No era un torrente de luz. Era tenue, una luz un poco verde, tal vez, como la sombra que se cernía sobre las colinas justo antes de que oscureciera.
Miró la ventana y le pareció que algo se movía allí. Dentro, o más bien contra la luz gris verdosa, brillaba algo teñido de plata. Fenwick se quedó mirando. Tenía el aspecto, exactamente, de agua corriendo.
¡Agua corriendo!
Escuchó con la cabeza erguida, y le pareció que, más allá de la ventana, percibía el movimiento del agua, que no corría, sino que subía y subía, gorgoteando de satisfacción a medida que se llenaba y se llenaba.
Se sentó más alto en la cama y luego vio que el empapelado debajo de la ventana sin duda estaba goteando. Podía ver el agua tambalearse hacia la madera que sobresalía del alféizar, detenerse y luego resbalar, deslizarse por la pendiente. Lo extraño fue que cayera tan silenciosamente.
Más allá de la ventana se oía ese extraño gorgoteo, pero en la habitación había un silencio absoluto. ¿De dónde podría venir? Vio que la línea de plata subía y bajaba a medida que el arroyo en el alféizar de la ventana subía y bajaba.
Debía levantarse y cerrar la ventana. Sacó las piernas por encima de las sábanas y las mantas y miró hacia abajo.
Gritó.
El suelo estaba cubierto con una brillante película de agua. Estaba subiendo.
Mientras miraba, el agua había cubierto la mitad de las patas cortas y rechonchas de la cama. Sobre el alféizar ahora se derramaba en un flujo constante, pero silencioso. Fenwick se incorporó en la cama, la ropa recogida hasta la barbilla, los ojos parpadeando, la nuez de Adán palpitando como un estrangulador en su garganta.
Pero debía hacer algo, debía detener esto. El agua estaba ahora al nivel de los asientos de las sillas, pero seguía sin hacer ruido. ¡Si pudiera alcanzar la puerta!
Apoyó un pie descalzo en el suelo y volvió a gritar. El agua estaba helada. De repente, inclinándose, mirando su brillo oscuro e ininterrumpido, algo pareció empujarlo hacia adelante. Se cayó. Su cabeza, su rostro, estaba bajo el líquido helado; parecía adhesivo y, en el corazón de su hielo, caliente como cera derretida. Luchó por ponerse de pie. El agua le llegaba a la altura del pecho. Gritó una y otra vez. Podía ver el espejo, la fila de libros, la imagen del Caballo de Durero, distante, impermeable. Golpeó el agua, y las gotas parecieron adherirse a él como escamas de pescado, pegajosas al tacto. Luchó, abriéndose camino hacia la puerta.
El agua ahora estaba en su cuello.
Entonces algo lo había agarrado por el tobillo. Algo lo retuvo. Luchó, gritando:
—¡Déjame ir! ¡Déjame ir! ¡Te digo que me sueltes! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡No bajaré! ¡No lo haré!
El agua le cubrió la boca.
Sintió que alguien le empujaba los globos oculares con los nudillos desnudos. Una mano fría se alzó y atrapó su muslo desnudo.
VIII
Por la mañana, la criada llamó a la puerta y, al no obtener respuesta, entró, como de costumbre, con su agua de afeitar. Lo que vio la hizo gritar. Corrió hacia el jardinero.
Tomaron el cuerpo con los ojos saltones y fijos, la lengua fuera entre los dientes apretados, y lo pusieron sobre la cama.
El único signo de desorden era una jarra de agua volcada. Un pequeño charco de agua en la alfombra.
En la brisa, una ramita de hiedra golpeó ociosamente contra el cristal de la ventana. Era una hermosa mañana.
Hugh Walpole (1884-1941)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Hugh Walpole.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hugh Walpole: El Tarn (The Tarn), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario