«Los sauces»: Algernon Blackwood; relato y análisis.
Los sauces (The Willows) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1907: El oyente y otras historias (The Listener and Other Stories).
Los sauces, además de ser el mejor relato de terror de Algernon Blackwood, es de hecho uno de los mejores cuentos de terror de árboles jamás escritos. Desde el principio, Algernon Blackwood logra trascender los límites del género para crear un tipo de horror completamente nuevo: la sensación de inminencia, de fatalidad, pero también la prefiguración de lo sobrenatural, de aquello que resulta inexpresable para el lenguaje, son elementos que fluyen con absoluta genialidad en Los sauces. [ver: Análisis de «Los Sauces» de Algernon Blackwood]
El argumento de Los sauces no ubica en una región perdida del Danubio, donde dos viajeros dejan atrás la civilización para descubrir una realidad inquietante, oscura, siniestra, donde la naturaleza expresa su faceta más hostil: los árboles, y más precisamente los sauces, adquieren entonces la gloria de antaño. Sus siluetas retorcidas, oscuras, recortadas contra la noche, parecen moverse sigilosamente en la niebla. Las puertas hacia lo desconocido se abren, y los viejos dioses paganos, al amparo del verde imperecedero de los árboles, murmuran sus cantos y letanías, siendo ellos mismos a la vez los sauces, el río, el viento, y algo más aterrador y antiguo que la humanidad.
Los sauces.
The Willows; Algernon Blackwood (1869-1951)
Tras dejar Viena, y mucho antes de Budapest, el Danubio entra en una región de soledad y desolación. Sus aguas se dispersan, se torna un pantano de millas y millas, cubierto por un vasto mar de bajos arbustos de sauce. En los grandes mapas, esta zona esta pintada de un azul pálido, que se torna cada vez más desvaído a medida que abandona los bancos; y sobre todo esto puede verse la palabra sumpfe: marjales.
En época de inundaciones, estos bancos de guijarros e islas tupidas de sauces quedan casi enteramente sumergidos bajo el agua; pero en temporadas normales los arbustos se doblan y crujen al impulso de los vientos, mostrando sus hojas plateadas en una planicie de belleza desconcertante, eternamente agitada. Los sauces nunca alcanzan la dignidad de árboles, no tienen troncos rígidos, permanecen como humildes arbustos, con copas redondeadas y suaves siluetas, oscilando sobre delgados troncos que responden a la mínima presión del viento, flexibles como la hierba, y tan cambiantes que dan la impresión de que la planicie entera está animada y viviente. Porque el viento levanta olas que se alzan y se derraman, olas de hojas en lugar de olas de agua, verdes elevaciones como en el mar, hasta que las ramas se yerguen y se tuercen, y entonces las olas se tornan de un blancas, mostrando el reverso de las hojas bajo la luz del sol.
Alegre por deslizarse de las rígidas riberas, el Danubio vagabundea a su voluntad entre intrincadas redes de canales que se intersectan entre las islas, con amplias avenidas por las que el agua fluye con un sonido de aclamación, haciendo remolinos, vórtices de agua y espumantes rápidos; desgarrando los bancos de arena; arrastrando pedazos de la ribera y masas de sauces; y formando nuevas islas que cambian diariamente de tamaño y forma y que poseen, en el mejor de los casos, una vida precaria.
Esta fascinante porción de la vida del río comienza al abandonar Pressburg; y nosotros, en nuestra canoa canadiense con tienda gitana y utensilios de cocina a bordo, la alcanzamos en la cresta de una incipiente inundación de mediados de julio. Esa misma mañana, cuando la luz del sol se tornaba rojiza antes del amanecer, nos habíamos deslizado a través de Viena, aún durmiente, dejándola atrás un par de horas después como un mero parche de humo contra las colinas azules en el horizonte de Wienerwald; habíamos desayunado cerca de Fischeramend bajo un soto de abedules que rugían en el viento; y entonces habíamos bregado a través de la desgarradora corriente más allá de Orth, Hainburg, Petronell (la antigua Carnuntum romana de Marco Aurelio), y proseguido bajo las ceñudas alturas del Thelsen en una estribación de los Cárpatos donde el March se escabulle silenciosamente por la izquierda y se cruza la frontera entre Austria y Hungría.
El río nos hizo penetrar un buen tramo dentro de Hungría; y las aguas lodosas, signo seguro de inundación, nos hicieron encallar varias veces y atraparon nuestra canoa como si fuera un corcho en múltiples remolinos que aparecían eructando súbitamente, antes de que las torres de Pressburg (Poszony, en húngaro) fueran visibles en el cielo. Entonces, la canoa, saltando como un caballo fogoso, voló bajo las murallas grises, pasó confiadamente por la cadena hundida del ferry Fliegende Bruck, dio una agudo giro hacia la izquierda y se precipitó entre la espuma amarilla, hacia la soledad de islas, bancos de arena y tierras pantanosas que yacía adelante: la tierra de los sauces.
El cambio vino súbitamente. Penetramos vertiginosamente a la tierra de la desolación, y en menos de media hora ya no había botes ni cobertizos de pesca ni tejados rojos, ni señal alguna de civilización. La sensación de alejamiento del mundo humano, el completo aislamiento, la fascinación por ese singular mundo de sauces, vientos y corrientes arrojaron instantáneamente su hechizo sobre ambos. Y comentamos, entre risas, que forzosamente tendríamos que haber presentado alguna especie de pasaporte especial para ser admitidos, y que, de manera un tanto aventurada, habíamos penetrado sin pedir permiso en ese pequeño reino de maravilla y de magia; un reino que estaba reservado para el uso de otros, que a él tenían derecho, lleno de tácitas advertencias contra los intrusos, asequibles para aquellos que tuvieran la imaginación de descubrirlas.
Aunque la tarde se demoraba, los golpes incesantes del viento nos hicieron sentir agotados, y pronto buscamos un buen sitio para acampar durante la noche. Pero el carácter desconcertante de las islas hizo difícil el desembarco; la corriente nos arrastraba hacia la orilla y luego nos barría de nuevo, las ramas de los sauces desgarraban nuestras manos al intentar aferrarnos a ellas para detener la canoa, y arrojamos a la corriente más de un yarda de arena hasta que, al final, fuimos disparados por un potente golpe lateral del viento hacia un remanso del río y logramos encallar la proa en medio de una nube de espuma. Yacimos jadeando y riendo, después de nuestros afanes, sobre la arena templada y amarilla, protegida del viento, bajo el pesado ardor de un sofocante sol; un cielo azul sin nubes sobre nosotros, y una inmensa armada de danzantes y rugientes arbustos de sauce cercándonos por todos lados, brillantes de espuma y aleteando sus millares de pequeñas manos, como si aplaudieran nuestros esfuerzos.
—¡Vaya un río! —dijo mi compañero, pensando en todo el camino que habíamos recorrido desde su fuente en la Selva Negra, y en cómo él había estado obligado a bajar y empujar la canoa a través de los vados a principios de junio.
Yo me recosté a su lado, feliz y tranquilo ante la efusión de los elementos: agua, viento, arena, y la gran llama del sol, pensando en el largo viaje que aguardaba ante nosotros, y en el gran estrecho allá adelante antes de llegar al Mar Negro, y en cuán afortunado era de tener un amigo tan encantador y entrañable viajando a mi lado: el Sueco.
Habíamos realizado muchos viajes similares juntos; pero el Danubio, más que cualquier otro río, nos impresionó desde el inicio con su vivacidad. Desde su pequeña y burbujeante entrada al mundo entre las pinares de Donaueschingen, hasta el momento presente, en que comenzaba a jugar el gran juego fluvial que era ése irse perdiendo a sí mismo entre pantanos abandonados, sin ser visto, sin detenerse, había sido para nosotros como seguir el crecimiento de una criatura viva. Adormilado al principio, pero desarrollando más tarde violentos deseos al tiempo que cobraba consciencia de su alma profunda, el río rodaba; como una especie de gigantesca y fluida entidad, a través de todos los campos que habíamos cruzado, sosteniendo nuestra pequeña embarcación sobre sus poderosos hombros, jugando rudamente con ella algunas veces, y sin embargo siempre amigable y bien intencionado; hasta que al final habíamos llegado inevitablemente a considerarlo como un Gran Personaje.
¿Cómo podría ser de otra manera, dado que nos relataba tanto de su vida secreta? En las noches le oíamos cantar a la luna, murmurando esa extraña nota sibilante que le era peculiar, causada, según decían, por el rápido desgarramiento de los guijarros en su cauce, tan grande era su apresurada carrera. Conocíamos, también, la voz de sus gorgoteantes remolinos, que subían burbujeando súbitamente bajo superficies previamente aquietadas; el rugido de sus vados y su vertiginosos rápidos; sus seguro y constante fragor bajo todos esos sonidos superficiales; y ese desgarramiento incesante de sus aguas heladas sobre la ribera. ¡Cuánto se erguía y aullaba cuando las lluvias caían directamente sobre su superficie! ¡Y cómo rugía, riendo, cuando el viento soplaba a contracorriente tratando de frenar su creciente velocidad! Conocíamos todos sus sonidos y sus voces, sus escollos y su rabia, su innecesario salpicar contra los puentes; ese autoconsciente parloteo cuando había colinas a la vista; la afectada dignidad de su discurso cuando pasaba por los pequeños poblados, demasiado infatuado para reír; y todos esos débiles y dulces murmullos cuando el sol le sorprendía plenamente en alguna curva lenta y se derramaba sobre él hasta que se elevaba el vapor.
En sus inicios, antes de ser visible al mundo, estaba lleno de trampas también. Había lugares en las fuentes superiores entre los bosques, cuando los primeros murmullos de su destino aún no le habían alcanzado, donde optaba por desaparecer entre agujeros sobre el suelo, para aparecer de nuevo al otro lado de las porosas colinas de piedra caliza, e iniciar un nuevo río con un nombre distinto, dejando tan escasa agua sobre su propio cauce que teníamos que escalar y caminar por el agua y empujar la canoa a través de millas de vados. Y uno de sus principales placeres en esos precoces días de su irresponsable juventud era permanecer tranquilo, justo antes de que las pequeñas y turbulentas corrientes tributarias vinieran a unírsele desde los Alpes; y entonces negarse a acogerlas, y correr así por millas, lado a lado, bien marcada la línea divisoria, incluso distinguibles los niveles, el Danubio rehusándose absolutamente reconocer al recién llegado. Después de Passau abandonaba ese truco; porque entonces el Inn llega acompañado de un poder atronador imposible de ignorar, y tanto empuja e incomoda al río principal que difícilmente hay espacio para ambos en la larga y retorcida garganta que sigue, y el Danubio es empujado aquí y allá contra los riscos, y forzado a acelerar su marcha para llegar a tiempo, entre grandes olas y fango que salpican por todas lados. Y durante el combate nuestra canoa se deslizó de sus hombros a su pecho y padeció en medio del combate de las olas. Pero el Inn le enseña al viejo río una lección, y después de Passau ya no aspira a ignorar a los recién llegados.
Esto ocurrió muchos días atrás, y desde entonces hemos llegado a conocer otros aspectos de la gran criatura y, a través de las planicies bávaras cubiertas de avena en Straubing, bajo el llameante sol de junio, erró tan lentamente que sin dificultad podíamos imaginar que, a unas cuántas pulgadas superficiales, el agua agitada encerraba, como en un manto de seda, una armada completa de ondinas, que avanzaban bajo el mar, silenciosas e inadvertidas, muy pausadamente, para no ser descubiertas.
Perdonábamos a esa criatura por su amabilidad hacia las aves y animales que habitaban en la ribera. Cormoranes rayaban las orillas en lugares solitarios, alineados como pequeñas vallas negras; cuervos grises se amontonaban en los lechos de piedras; cigüeñas se erguían pescando en los espacios de aguas superficiales; y águilas, cisnes, y aves de pantano de todo tipo llenaban el aire con el destello de sus alas y su lamento petulante y melodioso. Era imposible sentirse irritado por los caprichos del río después de ver un venado saltar dentro del agua al amanecer y nadar pasando la proa de nuestra canoa; frecuentemente veíamos cervatillos observándonos desde la maleza, o mirábamos directamente los ojos de un ciervo. También zorros, rondando las orillas, deslizándose delicadamente entre los maderos flotantes, desapareciendo tan súbitamente que era imposible ver cómo lo hacían.
Pero ahora, después de dejar Pressburg, todo cambió un poco; y el Danubio se tornó más serio. Cesaron los juegos. Estaba a medio camino del Mar Negro, donde ningún truco sería admitido o comprendido. Se tornaba maduro, y exigía nuestro respeto, e incluso nuestro temor. Se rompía en tres brazos que sólo se volvían a encontrar un centenar de kilómetros más abajo, y para una canoa no había indicación alguna acerca de cuál camino se debía seguir.
—Si toman un canal lateral —dijo el oficial húngaro que conocimos en la tienda de Pressburg mientras comprábamos provisiones— se encontrarían, cuando la inundación baje, a cuarenta millas de cualquier lugar, en seco, y podrían fácilmente morir de hambre. No hay gente, ni granjas, ni pescadores. Les aconsejo que continúen. El río, está aún elevándose, y este viento va a aumentar.
El río creciente no nos alarmaba en lo más mínimo, pero el problema de quedarnos en seco por un súbito descenso de las aguas podría ser algo serio; habíamos, consecuentemente, agregado una provisión extra. En cuanto a lo otro, la profecía del oficial resultó verdadera, y el viento, soplando bajo un cielo perfectamente despejado, se incrementó de manera constante hasta que alcanzó la dignidad de un vendaval del oeste.
Era más temprano de lo usual cuando acampamos. Dejando a mi amigo dormido sobre la arena, deambulé en un vago examen de nuestro hotel. La isla, descubrí, era de menos de un acre de extensión; un simple banco arenoso irguiéndose unos dos o tres pies sobre el nivel del río. El extremo más lejano, apuntando al poniente, estaba cubierto por la espuma que el terrible viento arrojaba como crestas de las rompientes olas. Era triangular en su forma, con la punta a contracorriente.
Permanecí mucho tiempo observando la impetuosa corriente carmesí oprimiendo con su poderoso rugido, arrojándose en oleadas contra la ribera como si quisiera barrerla en peso, y luego girando a cada lado. El suelo parecía temblar ante el choque y el ímpetu mientras el furioso movimiento de los sauces, al derramarse el viento sobre ellos, aumentaba la curiosa ilusión de que la isla misma se estaba moviendo. Más adelante, por una milla o dos, podía ver el gran río descendiendo sobre mí; era como mirar el descenso de un alud en una montaña, blanco de espuma, saltando por todos lados para mostrarse ante el sol.
El resto de la isla era demasiado denso en sauces para permitir un avance placentero; pero, con todo, hice el viaje. Desde el extremo más bajo, la luz, desde luego, cambiaba; y el río lucía oscuro y enfurecido. Sólo el dorso de las elevadas olas era visible, veteadas de espuma, y empujadas con fuerza por las grandes rachas de viento que caían. Por una corta milla, el río era visible, derramándose entre las islas y luego desapareciendo entre los sauces con un impacto enorme, los cuales se agrupaban a su alrededor como una piara de monstruosas criaturas antediluvianas amontonándose para abrevar. Me hacían pensar en gigantescas excrecencias esponjosas que absorbían el río en su interior. Le hacían desaparecer de vista. Ellos se hacinaban ahí, juntos, en número avasallador. Era una escena impresionante, con su absoluta soledad, su extraña sugestión; y mientras contemplaba, larga y morosamente, una singular emoción comenzó a agitarse en algún lugar en profundo. En medio mi delectación ante la belleza salvaje, subió, reptando, de manera intempestiva e inexplicable, una curiosa sensación de inquietud, casi de alarma.
Un río creciente sugiere siempre algo de funesto; muchos de los islotes que veía ante mí probablemente ya habrían sido arrastrados para la hora de la mañana, ese irresistible y atronador torrente tocaba fibras de verdadero temor y reverencia en mí. Y sin embargo, me daba cuenta de que mi inquietud yacía en capas más profundas que las de las simples emociones de temor y admiración. No era eso lo que yo sentía. Tampoco tenía que ver directamente con el poder del viento tempestuoso; ese huracán ensordecedor que podría arrastrar unos cuantos acres de sauces por el aire y esparcirlos como montones de hojarasca en el paisaje. El viento estaba simplemente jugando, porque nada se elevaba en ese llano paisaje que pudiera detenerlo, y yo era consciente de participar de su gran juego con una especie de gozosa excitación. Sin embargo esta nueva emoción no tenía nada que ver con el viento. En verdad, tan vaga era la sensación de angustia que experimentaba, que era imposible rastrear su fuente; aunque de alguna manera me daba cuenta que tenía que ver con la comprensión de nuestra completa insignificancia ante el poder desencadenado de los elementos a mi alrededor. El río desbordante tenía algo que ver también; la vaga y desagradable idea de que habíamos menospreciado estas poderosas fuerzas elementales, en cuyo poder yacíamos indefensos a cada hora del día y de la noche. Porque aquí, verdaderamente, esas fuerzas titánicas actuaban en conjunto, y su vista incitaba la imaginación.
Pero esa emoción, en la medida en que podía entenderla, parecía estar ligada más particularmente a los sauces; a esos acres y acres de sauces, aglomerándose, creciendo ahí de manera tan compacta, agrupándose en enjambres por todo el espacio visible, presionando contra el río como si quisieran sofocarlo, irguiéndose por millas y millas bajo el cielo en una densa profusión; vigilando, esperando, escuchando. De manera completamente independiente de los elementos, los sauces se conectaban sutilmente con mi malestar, atacando la mente de manera insidiosa por razón de su vasto número, y tratando de presentar a la imaginación un nuevo y enorme poder; un poder que era, más bien, no del todo amigable hacia nosotros.
Las grandes revelaciones de la naturaleza, desde luego, nunca fracasan en afectarnos; y yo no era ajeno. Las montañas tienen el poder de anonadar; y los mares aterrorizan; y el misterio de los grandes bosques ejerce un hechizo peculiar. Pero todos estos ejemplos, en algún aspecto, contribuyen establecer un íntima unión entre la vida y la experiencia humanas. Las emociones que ellos agitan son comprensibles, aun cuando son alarmantes. Tienden en última instancia a la exaltación. Con esta multitud de sauces era completamente diferente. Emanaba de ellos una especie de esencia que asediaba al corazón. Despertaban un sentimiento de reverencia, es verdad, pero una reverencia tocada en algún punto por un vago terror. Sus apretadas filas; que se hacían cada vez más oscuras a mi alrededor, moviéndose furiosamente, y sin embrago de una manera suave, en el viento; despertaban en mí la extraña e importuna sugestión de que nosotros habíamos irrumpido aquí traspasando los límites de un mundo ajeno, un mundo en el que éramos intrusos, un mundo en el que no éramos requeridos, ni invitados a permanecer, ¡dónde tal vez corríamos graves riesgos!
De cualquier manera, esa sensación no me perturbaba hasta el punto de volverse una amenaza. Y sin embargo no me dejaba tranquilo, ni siquiera durante la muy práctica tarea de montar la tienda en medio del viento huracanado y prender un fuego para la olla. Perduraba sólo lo suficiente como para molestar y dejar perplejo, y para robar de su encanto a un disfrutable campamento. A mi compañero, sin embargo, no le mencioné una palabra; porque él era un hombre al que consideraba falto de imaginación. En primer lugar, nunca habría logrado explicarle exactamente lo que quería decir y, en segundo, de lograrlo, se habría reído estúpidamente de mí.
Había una ligera depresión en el centro de la isla, y ahí levantamos la tienda. Los sauces alrededor rompían un poco el viento.
—Un pobre campamento —observó el sueco cuando finalmente la tienda fue montada—, ninguna piedra y muy poca leña. Voto por que nos marchemos temprano. Esta arena no aguantará nada.
Pero la experiencia de una tienda derrumbándose a medianoche nos había enseñado muchos trucos; levantamos nuestra tienda en un rincón tan resguardado como fuera posible, y luego nos dedicamos a la tarea de reunir una provisión de leña suficiente para toda la noche. Los arbustos de sauce no arrojan ramas, y la madera a la deriva era nuestra única fuente de abastecimiento. Cazamos minuciosamente por las orillas de la isla. Por todas lados los bancos crujían al tiempo que la crecida del río los desgarraba, llevándose enormes porciones de ellos entre chorros y gorgoteos.
—La isla ya está mucho más pequeña que cuando llegamos —dijo el sueco—. A este paso no durará mucho. Sería mejor arrastrar la canoa cerca de la tienda, y estar listos para saltar al instante. Dormiré con la ropa puesta.
Estaba a cierta distancia, escalando por la orilla, y escuché su jovial risotada mientras hablábamos.
—¡Por Jove! —le escuché llamar un momento después, y me volví para ver qué había causado su exclamación. Pero por el momento el estaba escondido tras los sauces, y no podía hallarlo.
—¿Qué demonios es esto? —le escuché gritar de nuevo, y esta vez la voz se había tornado seria. Corrí rápidamente y me le uní en la orilla. Estaba mirando al río, apuntando hacia algo en el agua.
—¡Por todos los cielos, es un cuerpo! —gritó exaltado— ¡Mira!
Un objeto negro pasó arrastrado rápidamente, dando vuelcos entre las olas espumantes. Siguió avanzando, hundiéndose y volviendo a la superficie constantemente. Estaba a unos 20 pies de la orilla, y justo cuando se situó frente a donde estábamos, dio una sacudida y quedó mirando directamente hacia nosotros. Vimos sus ojos reflejando la puesta de sol, y destellando una extraña luz amarilla al tiempo que el cuerpo daba vuelta. Luego dio una rápida y voraz zambullida, y se sumergió fuera de vista en un parpadeo.
—¡Una nutria! —exclamamos en el mismo aliento, riendo.
Era una nutria viva, y de cacería; sin embrago lucía exactamente como el cuerpo de un hombre ahogado dando tumbos indefenso en la corriente. Río abajo, volvió de nuevo a la superficie y pudimos ver su piel negra, húmeda y brillante a luz del sol. Luego, cuando volvíamos con la leña, otra cosa sucedió que nos hizo volver junto a la orilla del río. Esta vez realmente era un hombre, y lo que era más, un hombre en un bote. Un bote en el Danubio era una vista inusual en cualquier tiempo, pero aquí, en este desierta región, y en tiempos de inundación, era tan inesperado como para constituir un verdadero acontecimiento. No quedamos ahí, observando.
No puedo decir si fue por la inclinación de la luz del sol; o por la refracción en el agua, pero dificultad en enfocar mi vista apropiadamente sobre la aparición. De cualquier manera, parecía ser un hombre erguido en una especie de bote de fondo aplastado, gobernando con un largo remo, y siendo arrastrado hacia la ribera opuesta una velocidad tremenda. Aparentemente él estaba mirando en nuestra dirección, pero la distancia era demasiado grande y la luz demasiado incierta para que nosotros pudiéramos darnos cuenta plenamente que pretendía. A mí me pareció que estaba gesticulando y haciendo señales hacia nosotros. Su voz nos llegó a través del agua, gritando algo furiosamente, pero el viento la ahogó del tal manera que ninguna palabra fue audible. Había algo curioso acerca de la aparición en su conjunto —hombre, bote, señales, voz— que dejó en mí una impresión desproporcionada.
—¡Está persignándose! —grité— ¡Mira, está haciendo la señal de la Cruz!
—Creo que tienes razón —dijo el Sueco, resguardando sus ojos con las manos y observando al hombre salir de vista. Parecía haberse marchado en un instante, desvaneciéndose ahí abajo entre el mar de sauces, en una curva del río donde el sol caía sobre ellos y los convertía en una enorme y hermosa muralla carmesí. La niebla había comenzado a alzarse también, así que el aire estaba brumoso.
—¿Pero qué demonios está haciendo al anochecer en este río desbordado? —dije, en parte para mí mismo— ¿A dónde va a esta hora, y que quiso decir con sus señales y sus gritos? ¿Crees que haya querido advertirnos de algo?
—Vio nuestro humo, y tal vez pensó que éramos espíritus —rió mi compañero—. Estos húngaros creen en toda clase de disparates; ¡recuerdas a la dependienta de Pressburg advirtiéndonos que nunca nadie hacía tierra aquí, porque esto pertenecía a una especie de seres de fuera del mundo de los hombres ¡Me imagino que creen en hadas y en elementales, posiblemente en demonios también.
—Aquel campesino en el bote vio gente en las islas por primera vez en su vida —agregó, después de una breve pausa— y lo asustamos, eso es todo.
El tono de voz del Sueco no sonaba convincente, y su aspecto carecía de algo que usualmente poseía. Noté el cambio instantáneamente mientras hablaba, aunque sin poder caracterizarlo precisamente.
—Si tuvieran la suficiente imaginación —recuerdo que trataba de hacer tanto ruido como pudiera—, bien podrían poblar un lugar como este con los viejos dioses de la antigüedad. Los romanos tendrían que haber llenado toda esta región, de una u otra manera, con sus templetes y sus sotos sagrados y sus deidades elementales.
Nuestra conversación declinó y volvimos junto a la olla; mi amigo no era muy dado a conversaciones imaginativas. Por otra parte, recuerdo que sólo entonces sentí una verdadera alegría por ello; su naturaleza estólida y pragmática me pareció acogedora y confortante. Era un admirable temperamento, pensé; el podía gobernar a través de los rápidos como un Piel Roja, cruzar peligrosos puentes y remolinos mejor que cualquier hombre blanco que yo hubiera visto sobre una canoa. Él era un extraordinario camarada para un viaje de aventuras, una torre de fuerza ante los acontecimientos imprevistos. Miré su fuerte rostro y sus cabello levemente rizado mientras se tambaleaba bajo su carga de leña (¡el doble de grande que la mía!), y experimenté una sensación de alivio. Sí, sentí entonces una verdadera alegría de que el Sueco fuera así, y de que él nunca hiciera observaciones que sugirieran más de lo que decían.
—Y el río sigue creciendo —agregó—. Está isla estará bajo el agua dentro de dos días si esto sigue así.
—Yo desearía que el viento amainara —dije.
La crecida, en efecto, no representaba ningún peligro para nosotros; podíamos partir en menos de diez minutos ante cualquier signo alarmante, y entre más agua hubiera en el río, mejor para nosotros. Eso implicaría una aceleración de la corriente y la destrucción de los inciertos bancos de piedras que frecuentemente amenazaban destrozar el fondo de nuestra canoa. Al contrario de nuestras expectativas, el viento no amainó con el ocaso. Pareció incrementarse con la obscuridad, aullando sobre nuestras cabezas y sacudiendo los sauces a nuestro alrededor como paja. Extraños sonidos lo acompañaban en ocasiones, como las explosiones de artillería pesada, y caía sobre el agua y sobre la isla en grandes corrientes horizontales de inmenso poder. Me hizo pensar en los sonidos que un planeta debería hacer, si pudiéramos oírlo, al impulsarse a través del espacio.
Pero el cielo se mantuvo completamente limpio y la luna se elevó rápidamente en el este, y cubrió el río y la planicie de ruidosos sauces con una luz como de día. Reposamos junto al fuego sobre la arena, fumando, escuchando los sonidos de la noche a nuestro alrededor, y conversando acerca del viaje. El mapa estaba extendido en la puerta de la tienda, pero el viento lo hacía difícil de estudiar, así que pronto bajamos la cortina y extinguimos la linterna. La luz de la fogata era suficiente para fumar y vernos las caras, y las chispas volaban arriba como fuegos artificiales. Algunas yardas más allá, el río gorgoteaba y siseaba, y de tiempo en tiempo un espeso salpicar de agua anunciaba el desprendimiento de alguna de las porciones más alejadas de la ribera.
Nuestra conversación, observé, tenía que ver con las remotas escenas e incidentes de nuestros primeros acampamientos en la Selva Negra, o con otros temas alejados de nuestra situación presente, porque ninguno de nosotros hablaba sobre el momento actual más de lo necesario, casi como si hubiéramos acordado evitar toda discusión acerca de nuestro acampamiento actual. Ni la nutria ni el barquero, por ejemplo, recibieron el honor de una solitaria mención, a pesar que ordinariamente un acontecimiento así habría proporcionado un tema de discusión para toda la noche. Eran, desde luego, eventos notables un lugar así. La escasez de leña se convertía en un problema; porque el viento, que arrojaba el humo en nuestra cara dondequiera que no sentáramos, creaba al mismo tiempo un tiro forzado. Tomamos turnos para hacer expediciones de recolección en la obscuridad, y las cantidades que traía el Sueco me hacía siempre pensar que el tiempo se tomaba para encontrarlas absurdamente largo; en verdad no me importaba demasiado quedarme solo, sin embargo, parecía siempre ser mi turno para cavar en los arbustos o revolver entre las resbalosos bancos a la luz de la luna. La larga batalla de ese día contra el viento y el agua —¡Qué viento y qué agua!— nos había dejado fatigados. Sin embargo, ninguno de nosotros hizo ningún movimiento hacia la tienda. Reposábamos ahí, guardando el fuego, tratando de mantener una conversación trivial, mirando hacia la espesura de los sauces, y escuchando el tronar del viento y el río. La soledad del lugar nos había penetrado hasta los huesos y el silencio nos parecía natural, porque después de un tiempo el sonido de nuestras voces se tornó un tanto irreal y forzado; los susurros habrían sido la forma apropiada de comunicación, sentí; y la voz humana, siempre algo absurda en medio del rugir de los elementos, ahora acarreaba con ella algo casi prohibido. Era como hablar en voz alta en la iglesia, o en alguno de esos lugares en los que el permitirse ser escuchado no es algo lícito, y tal vez tampoco algo aconsejable.
El aire inquietante de esta isla solitaria, ubicada entre millares de sauces, barrida por el vendaval, y rodeada por corrientes profundas y vertiginosas no afectaba a ambos. No hollada por el hombre, casi desconocida para el hombre, reposando ahí bajo la luna, alejada de toda influencia humana, en la frontera de otro mundo, un mundo ajeno, un mundo habitado únicamente por los sauces y por las almas de los sauces. Y nosotros, en nuestra precipitación, nos habíamos atrevido a penetrar en él, ¡incluso a disponer de sus elementos! Algo superior a ese poder de sugerencia me agitaba mientras yacía en la arena, los pies junto al fuego, observando las estrellas a través de las hojas. Por una última vez me levanté a recoger leña.
—Cuando esto se haya agotado —dije firmemente— me iré a dormir.
Para ser un hombre falto de imaginación, parecía inusualmente perceptivo esa noche, inusualmente abierto a otros estímulos aparte de los sensoriales. Él también estaba afectado por la belleza y la soledad. Yo me vi del todo complacido, recuerdo, al reconocer este sutil cambio en él, y en lugar de ponerme inmediatamente a recolectar ramas me dirigí hacia la parte más alejada de la isla, donde se podía ver desde una mejor perspectiva la luna cayendo sobre la planicie y el río. El deseo de estar solo había caído súbitamente sobre mí; mi antiguo temor volvió con más fuerza; había una vaga sensación en mí, y yo deseada enfrentarla y sondearla hasta el fondo. Cuando alcancé el punto donde la arena sobresalía entre las olas el hechizo del lugar descendió sobre mí creándome en una verdadera turbación. Había algo más aquí, algo alarmante.
Miré fijamente hacia la ruina de las aguas brutales; observé los sauces susurrantes; escuché el impacto incesante del viento; y, todos y cada uno, cada cosa de una manera peculiar despertaron en mí esa sensación de extraña inquietud. Los sauces me afectaban especialmente; perpetuamente mantenían su parloteo y su conversación privada, riendo un poco, suspirando algunas veces, pero la causa de su agitación pertenecía a la vida secreta de la gran planicie que ellos habitaban. Y era completamente ajena al mundo que yo conocía, o al mundo donde los elementos, aunque salvajes, eran aún benignos. Me hacían pensar en una hueste de seres pertenecientes a otro plano de la naturaleza, a una evolución completamente divergente tal vez, todos discutiendo un misterio sólo por ellos conocido. Los contemplé moviéndose afanosamente y en conjunto, sacudiendo anormalmente sus grandes cabezas lanudas, haciendo girar sus millares de hojas aun cuando no había viento. Se movían por impulso propio como seres vivientes; y rozaban, por algún método incalculable, el agudo sentido del horror que hay en mí. Se erguían ahí bajo la luz de la luna, como un vasto ejército rodeando nuestro campamento, sacudiendo sus innumerables astas plateadas, desafiantes, en formación para atacar.
La psicología de los lugares es muy vívida; especialmente para el viajero, los lugares de campamento tienen su nota de bienvenida o rechazo. Al principio puede no ser perceptible, porque las afanosas tareas de levantar la tienda y preparar el fuego lo impiden, pero con la primera pausa ella viene anunciándose a sí misma. Y la nota de este campo de sauces se tornaba ahora clara e inequívoca para mí; éramos intrusos. La sensación creció en mí mientras permanecía ahí, observando. Tocábamos la frontera de una región que se resentía de nuestra presencia. Una única noche de alojamiento podría tal vez tolerarse; pero un estadía prologada e inquisitiva ¡No, por todos los dioses de los árboles y de la naturaleza profunda, no! Éramos la primera influencia humana en estas islas, y no éramos requeridos. Los sauces estaban contra nosotros. Extraños pensamientos como éstos, extravagantes fantasías, paridas sin saber cuándo, encontraban alojamiento en mi mente mientras permanecía ahí, escuchando. ¿Y qué?, pensaba, si estos sauces agazapados dieran señales de vida; si súbitamente se elevaran, como un enjambre de criaturas vivientes, conducidos por los dioses cuyo territorio habíamos invadido, barriendo contra nosotros a través de los pantanos retumbando en la noche... ¡y entonces cesaran! Al mirarlos era fácil imaginarse que realmente se movían, que se acercaban arrastrándose, retrocediendo después un poco, apretándose en grandes masas, hostiles, esperando hasta que el viento finalmente los impulsara en la embestida. Podría haber jurado que su aspecto cambió un poco, que sus filas se profundizaron y se hicieron más cerradas.
El llanto chirriante y melancólico de un ave nocturna se oyó en lo alto, y casi perdí el equilibrio cuando el trozo de arena en que estaba parado cayó salpicando dentro del río, minado por la corriente. Retrocedí justo a tiempo; volví a buscar leña, a medias riendo ante las extrañas fantasías que se amontonaban en mi mente y me atrapaban con su hechizo. Recordé la observación del Sueco acerca de partir al día siguiente y, estaba apenas pensando en que yo estaba completamente de acuerdo con él, cuando me volví súbitamente, y vi el objeto de mis pensamientos irguiéndose frente a mí. Estaba muy cerca. El rugido de los elementos había cubierto sus pasos.
—Has estado aquí demasiado tiempo —gritó por encima del viento—, pensé que te había pasado algo.
Pero había algo en su voz, y un aspecto en su rostro también, que me comunicaban más que sus palabras, y entendí de pronto la verdadera razón de su venida. El hechizo del lugar había entrado en su alma también, y no le había agradado estar solo.
—La corriente sigue aumentando —se lamentó, señalando la crecida iluminada por la luna—, y el viento no cesa.
Decía siempre las mismas cosas, pero era el anhelo de compañía lo que le daba verdadera importancia a sus palabras.
—Tenemos suerte —respondí— que nuestra tienda este en una cuenca. —Agregué algo sobre la dificultad de encontrar leña, pero el viento arrastró mis palabras arrojándolas por el río, y él no me escuchó; sólo me miró a través de las ramas, asintiendo.
—¡Tendremos suerte si salimos de ésta sin daño! —gritó, por lo menos eso es lo que pude entender; y recuerdo la sensación de furia contra él por haberlo dicho explícitamente, porque era eso exactamente lo que yo sentía. Había un desastre latente en algún lugar, y ese presentimiento pesaba sobre mí de manera desagradable.
Volvimos a la fogata y la alimentamos por última vez Echamos un último vistazo a nuestro entorno. Si no fuera por el viento, el calor hubiera sido desagradable. Puse este pensamiento en palabras, y recuerdo la inquietante respuesta de mi compañero: que él preferiría soportar el calor, el clima ordinario de julio, a seguir escuchando este viento diabólico.
Todo estaba preparado para la noche; la canoa reposaba volteada junto a la tienda, con los dos canaletes amarillos debajo; el saco de las provisiones colgaba de un tronco de sauce; y los platos lavados situados a una distancia segura del fuego, listos para el desayuno. Sofocamos las brasas con arena, y luego nos refugiamos. La falda de la puerta de la tienda estaba alzada, y yo veía las ramas y las estrellas y el blanco claro de luna. Los sauces temblorosos y los pesados golpes del viento contra nuestra pequeña tienda tirante son las últimas cosas que recuerdo antes del que el sueño llegara, cubriendo todo con su suave capa de olvido.
De pronto me encontré despierto, observando desde mi jergón arenoso a través de la puerta de la tienda. Miré mi reloj, sujeto contra el lienzo, y pude ver que pasaban de las doce, y que, por lo tanto, había dormido un par horas. El Sueco estaba aún dormido a mi lado; el viento seguía aullando como antes; algo presionaba contra mi corazón y me hacía sentir angustia. Sentía una perturbación en la inmediata cercanía. Me senté rápidamente y miré al exterior. Los árboles oscilaban de un lado a otro, pero nuestra pequeña porción de lienzo verde permanecía segura en la hondonada. La sensación de intranquilidad, de cualquier manera, no cesaba; me arrastré silenciosamente fuera de la tienda para ver si nuestras pertenencias estaban a salvo. Me moví cautelosamente, evitando despertar a mi compañero. Una extraña agitación me poseía.
Apenas salía de la tienda, gateando, cuando mis ojos vieron por primera vez la copa de los arbustos opuestos, con su agitada tracería de hojas, calcando verdaderas figuras contra el cielo. Me puse en cuclillas y miré. Era increíble, desde luego, pero ahí, frente a mí y ligeramente elevadas, había formas de una especie indeterminada flotando sobre los sauces; y mientras las llamas oscilaban en el viento parecían tender hacia esas formas, formando una serie de monstruosos perfiles que cambiaban rápidamente bajo la luna. Cerca, a unos 50 pies frente a mí, vi estas cosas.
Mi primer impulso fue despertar a mi compañero, para que el también las pudiera ver, pero algo me hizo vacilar... el súbito reconocimiento de que, tal vez, yo no deseaba una confirmación; y mientras tanto me encogí ahí, observando, azorado y con un escozor en los ojos. Estaba completamente despierto. Recuerdo que me lo dije a mí mismo, no estaba soñando.
Y se volvieron plenamente visibles por primera vez; estas figuras inmensas, justo entre la copa de los arbustos enormes, broncíneos, variables, y completamente independientes de la oscilación de las ramas. Les miré simplemente y lo noté, y ahora vengo a examinarlo más fríamente: eran mucho más grandes que cualquier humano; y, en verdad, algo en su apariencia anunciaba que no eran humanos en lo absoluto. Ciertamente no eran sólo la móvil tracería de las ramas contra la luz de la luna. Fluctuaban de manera independiente. Se elevaban en un flujo continuo de la tierra a cielo, desvaneciéndose completamente tan pronto como alcanzaban la oscuridad. Estaban entrelazados, formando una enorme columna; y vi sus miembros y sus enormes cuerpos fundiéndose los unos en los otros, formando una línea serpenteante que se doblaba y oscilaba y se retorcía en espirales con cada una de las contorsiones de los árboles batidos por el viento. Estaban desnudos, formas fluidas, atravesando los arbustos, casi dentro de las hojas elevándose en una columna hacia el espacio. Nunca pude ver sus rostros.
Incesantemente se derramaban hacia arriba, meciéndose en grandes curvas, con un tono de apagado bronce sobre su piel. Miré fijamente, tratando de forzar cada átomo de visión. Por un largo rato pensé que desaparecerían en cualquier momento, asimilándose al movimiento de las ramas, demostrando ser una mera ilusión óptica. Busqué desesperadamente una prueba de su realidad; comprendiendo, al mismo tiempo, que las pautas de la realidad habían sido alteradas. Porque entre más miraba, más me convencía de que lo que veía era real y viviente; aunque, tal vez, no de acuerdo a los criterios de la cámara o la biología. Lejos de sentir miedo, me sentía poseído por una sensación de pasmo y admiración, tales como nunca había sentido. Parecía estar contemplando a la personificación de las fuerzas elementales que habitaban esta región primigenia. Nuestra intrusión había puesto en acción los poderes del lugar. Nosotros éramos la causa de la perturbación, y mi cerebro se llenó con las historias y leyendas de los espíritus y deidades que habían sido adorados, como habitantes de lugares específicos, en todas las edades de la historia del mundo. Pero, antes de que pudiera llegar a una explicación, algo me impulsó a ir más lejos, y me arrastré completamente fuera de la tienda irguiéndome sobre el suelo de arena. La sentí todavía caliente bajo mis pies desnudos, el viento golpeó contra mi cabello y contra mi cara y el sonido del río estalló en mis oídos con un súbito rugido. Sabía que estas cosas eran reales, y probaban que mis sentidos funcionaban normalmente. Y sin embargo las figuras aún se alzaban desde la tierra hasta el cielo, silenciosas, augustas, en una enorme espiral de gracia y fuerza que me abrumaba completamente con un genuino sentimiento de reverencia. Sentía el deseo de caer de rodillas en adoración, absoluta adoración.
Quizás lo hubiera hecho, si hubiera tenido un minuto más, pero una ráfaga de viento golpeó contra mí con tal fuerza que me hizo perder el equilibrio, y estuve a punto de tropezar y caer. Las figuras aún permanecían, aún se elevaban hacia el cielo en el corazón de la noche, pero mi razón al fin comenzó a afirmarse. La luz de la luna y las ramas se combinaban para trazar estas imágenes en el espejo de mi imaginación y, por alguna razón, yo las proyectaba en el exterior y las convertía en impresiones objetivas. Me armé de coraje, y comencé a avanzar a través de las extensiones abiertas de la arena. Sin embargo, por Jove, ¿fue todo esto una alucinación? ¿fue algo meramente subjetivo? ¿o será que la razón trató, en su vieja y fútil manera, de argumentar desde el estrecho criterio de lo ya visto?
Lo único que sé es que una gran columna de figuras ascendieron oscuramente hacia el cielo por lo que pareció un largo período de tiempo, y con una sensación completa de realidad, como aquélla que los hombres consideran medida de lo verdadero. ¡Y súbitamente se fueron!
Y, una vez que se fueron y que el asombro de su presencia desapareció, el miedo cayó sobre mi como un torrente helado. El sentido esotérico de esta región solitaria, y sin embargo frecuentada, estalló súbitamente en mi interior, y comencé a temblar. Eché un rápido vistazo alrededor —una mirada de horror que se fue convirtiendo en pánico— calculando inútilmente modos de escapar; y entonces, comprendiendo cuán desamparado estaba, cuán imposibilitado de toda acción efectiva, me arrastré de nuevo hacia la tienda silenciosamente y volví a yacer sobre mi jergón arenoso, bajando antes la cortina de la puerta para apartar la visión de los sauces en la claridad de la luna, y luego enterré mi cabeza bajo las sábanas tan profundo como fuera posible, para amortiguar el sonido del viento aterrador.
Como para convencerme de que no estaba soñando, recuerdo que pasó mucho tiempo antes de que cayera de nuevo en el sueño, un sueño turbulento e intranquilo; e incluso entonces sólo la corteza exterior de mi mente dormía, y debajo había algo que nunca perdió la conciencia del todo, permaneciendo alerta y en vigilia. Esta segunda vez fue con un genuino espasmo de terror que salté de nuevo a la conciencia. No eran ni el viento, ni el río lo que me habían despertado; sino la lenta aproximación de algo que fue obligando a la porción durmiente en mí a encogerse cada vez más, hasta que al final se desvaneció completamente y me encontré a mí mismo sentado con la espalda rígida y erguida, escuchando.
Afuera había un sonido como de una multitud de pasos, ligeros como gotas. Habían estado aproximándose, estaba consciente de ello, y se habían tornado por primera vez audibles durante mi sueño. Estaba ahí sentado nerviosamente, completamente despierto, y había como un peso enorme sobre la superficie de mi cuerpo. A pesar del calor de la noche, me sentía frío y húmedo como un molusco, y temblaba. Claramente, algo estaba presionando contra los lados de la tienda, con una presión constante, sopesándola desde afuera. ¿Era el cuerpo del viento? ¿Era la percusión de la lluvia, el goteo de las hojas? ¿El relente del río arrastrado por el viento y condensado en grandes gotas? Pensé rápidamente en una docena de posibilidades. Entonces, la explicación vino de pronto: una rama del álamo, el único árbol grande de la isla, había caído con el viento. Aún a medias enredada entre las otras ramas, caería con la próxima ráfaga aplastando la tienda; y mientras tanto, sus hojas cepillaban y golpeteaban sobre el tirante lienzo de la tienda. Levanté la falda y me lancé hacia fuera, llamando al Sueco.
Pero cuando estuve fuera y pude erguirme, vi que no había nada sobre la tienda. Ninguna rama; nada de lluvia ni de rocío. Una luz fría y gris se filtraba a través de los arbustos y caía sobre la arena fosforescente. Las estrellas aún se amontonaban en el cielo directamente sobre nosotros y el viento aullaba imponente, pero la fogata ya no arrojaba ningún brillo; y vi el oriente agrietándose en estrías rojizas a través de los árboles. Debían haber pasado muchas horas desde que estuve ahí observando las figuras ascendentes, y el horrible recuerdo volvía ahora a mí, como un sueño perverso. ¡Oh, cuán cansado me hizo sentir, ese viento incesante y rabioso! Y sin embargo, a pesar de que había en mí la profunda lasitud de una noche sin sueño, mis nervios estaban estremecidos con la actividad de una aprehensión igualmente incansable, y toda idea de reposo estaba fuera de cuestión. La corriente del río había aumentado aún más. Su estruendo llenaba el aire, y un fino rocío se hacía sentir a través de mi delgada camisa de dormir.
Esta profunda y prolongada perturbación dentro de mí permanecía sin justificación. Mi compañero no se había movido cuando le llamé, y no había necesidad de despertarle ahora. Miré en torno cuidadosamente, tomando nota de todo; la canoa volteada, los canaletes amarillos —dos de ellos, estoy seguro; el saco de las provisiones y la linterna extra colgando juntos del árbol; y, apiñados por todos lados entorno a nosotros, rodeándolo todo, los sauces, aquellos sauces interminables y temblorosos. Un ave pronunció su canto matutino, y una línea de patos pasaron graznando en el crepúsculo. La arena se arremolinó, punzante y seca, sobre mis pies desnudos en el viento.
Caminé alrededor de la tienda y luego entre los arbustos, de tal manera que pudiera ver más allá del río, y la misma sensación de profunda e indefinida perturbación se apoderó de mí al ver el interminable mar de sauces extendiéndose hasta el horizonte, luciendo fantasmagóricos e irreales en la pálida luz del amanecer. Caminé cautelosamente, intrigado por aquel extraño sonido como de innumerables pasos, y por aquella presión sobre la tienda que me había despertado. Debe haber sido el viento —reflexioné—, el viento desgajando los trozos sueltos de la arena caliente, arrastrando las partículas secas contra el lienzo rígido, cayendo pesadamente sobre el frágil techo.
Sin embargo, mi nerviosidad y mi malestar aumentaban a cada momento. Caminé hasta la ribera más lejana y noté cómo su contorno se había alterado durante la noche, y la ingente cantidad de arena que el río había desgarrado. Mojé mis manos y mis pies en el agua fresca, y lavé mi frente. Había ya un brillo de aurora en el cielo y la exquisita frescura del nuevo día. En el camino de regreso pasé intencionalmente debajo de los mismos arbustos donde había visto las figuras elevarse en el aire y, a medio camino de la arboleda, me sentí súbitamente abrumado por una vasta sensación de terror. Desde las sombras, una figura inmensa avanzó rauda. Alguien pasó a mi lado, estoy completamente seguro.
Fue un gran impacto del viento lo que me ayudó a seguir adelante y, al volver a espacio abierto, la sensación de terror disminuyó extrañamente. Los vientos estaban en las cercanías y caminaban, recuerdo haber pensado eso, porque los vientos a menudo se mueven como enormes presencias entre los árboles. Y el temor que flotaba sobre mí era de una especie tan desconocida e inmensa, tan diferente de cualquier cosa que hubiera sentido antes, despertaba tal sensación de pasmo y admiración en mí, que contrarrestaba, de esta manera, sus peores efectos; y cuando alcancé un punto elevado en el centro de la isla desde donde podía ver la amplia extensión del río adoptando un tono carmesí con la salida del sol, la mágica belleza del conjunto me subyugó de tal manera que despertó en mí una incontrolable añoranza e hizo casi surgir un llanto de mis labios. Pero este llanto no encontró expresión porque, al tiempo que mis ojos vagaban desde la planicie lejana hasta la isla circundante, notando nuestra pequeña tienda a medias escondida entre los sauces, un horrendo descubrimiento me asaltó, comparado con el cual, mi temor ante los vientos caminantes era nada.
Porque un cambio había sucedido en la distribución del paisaje. No era que mi posición estratégica me diera una nueva perspectiva, sino que una alteración había sido aparentemente efectuada en la situación de la tienda con respecto a los sauces, y de los sauces con respecto a la tienda. Sin lugar a dudas, los arbustos ahora se estrechaban mucho más sobre la tienda, de una manera innecesaria y perturbadora. Habían avanzado más. Arrastrándose con pasos silenciosos sobre la arena cambiante, acercándose imperceptiblemente mediante movimientos suaves y pausados, los sauces se habían estrechado hacia nosotros durante la noche. Pero ¿habían sido movidos por el viento o se habían movido por sí mismos? Recordé aquel sonido como de pequeños e infinitos golpeteos, y la presión sobre la tienda, y sobre mi propio corazón, que me había hecho despertar con espanto. Me mecí en el viento por instante, como un árbol, encontrando dificultad para mantenerme erguido sobre el montículo de arena. Había aquí un indicio de acción personal, de intención deliberada, de agresiva hostilidad; y esto me aterrorizaba y tensaba mi músculos hasta la rigidez.
La reacción vino rápidamente. La idea era tan extraña, tan absurda, que me sentí inclinado a reír. Pero la risa no vino más rápidamente que el llanto, porque el saber que mi mente estaba expuesta a imaginaciones tan peligrosas me trajo el terror adicional de que el ataque vendría, y estaba viniendo, a través de nuestras mentes y no a través de nuestros cuerpos físicos. El viento me arrojaba golpeándome y, muy rápidamente al parecer, el sol se alzó en el horizonte; porque pasaba las cuatro, y yo debía haber permanecido en aquel pequeño pináculo de arena por más tiempo del que pensé, temeroso de bajar y unirme a los sauces. Regresé en silencio y cautelosamente a la tienda, primero echando otro vistazo exhaustivo a los alrededores y —sí, lo confieso— estimando un poco las distancias. Medí con mis pasos, sobre la arena tibia, las distancias entre los sauces y la tienda; tomando nota especialmente de los sauces más cercanos.
Me arrastré con sigilo sobre mis frazadas. Mi compañero, según toda apariencia, estaba aún profundamente dormido, y me alegraba que así fuera. Dado que mis impresiones no habían sido corroboradas, podía encontrar, de algún modo, fuerzas para negarlas. Con la luz del día me podría persuadir de que todo había sido una alucinación subjetiva, una fantasía de la noche, una proyección de mi imaginación excitada.
Nada más vino a perturbarme, y me quedé dormido casi al instante, completamente exhausto; y sin embargo aún temeroso de escuchar de nuevo aquel extraño sonido de pequeños pasos, o de sentir aquella presión en mi pecho que me había hecho difícil la respiración. El sol estaba alto en los cielos cuando mi compañero me despertó de un pesado sueño y me anunció que las gachas estaban listas y que apenas había tiempo para bañarse. El agradable olor del tocino crujiente entró por la puerta de la tienda.
—El río sigue aumentando —dijo— y muchas islas han desaparecido completamente. Nuestra propia isla es mucho más pequeña.
—¿Todavía hay madera? —pregunté, soñoliento.
—La madera y la isla se acabarán mañana en medio de este calor —dijo riendo—, pero queda suficiente para que nos dure hasta entonces.
Me levanté y me arrojé hacia el otro punto de la isla; el cual había, en efecto, cambiado mucho en forma y de tamaño, y había sido barrido hacia el lugar de desembarco opuesto a la tienda. El agua estaba helada, y los bancos pasaban volando como se ve pasar el campo desde un tren expreso. Bañarse en tales condiciones resultaba un operación excitante, y el terror de la noche parecía borrarse de mí mediante un proceso de evaporación mental. El sol era ardiente, ni una nube se mostraba por ningún lado; el viento, sin embargo, no había disminuido ni un ápice. Súbitamente, el sentido implicado por las palabras del Sueco destelló en mi mente, mostrándome que él había cambiado de opinión y ya no deseaba partir inmediatamente. —Suficiente para que nos dure hasta mañana—; el había asumido que nos quedaríamos en la isla una noche más. Me pareció muy extraño. La noche anterior él estaba tan convencido de la opinión contraria. ¿Cómo había ocurrido el cambio?
Grandes desmoronamientos ocurrieron durante el desayuno, salpicando chorros espesos y levantando nubes de espuma que el viento llevaba hasta nuestra cacerola; mi compañero hablaba incesantemente acerca de la dificultad que los buques deben tener para encontrar el canal durante temporada de inundaciones. Pero el estado de su mente me interesaba e impresionaba mucho más que el estado del río o las dificultades de los buques. Había cambiado de alguna manera durante la noche. Tenía un aire diferente: un tanto excitado, un tanto tímido, con una especie de suspicacia en su voz y sus gestos. Difícilmente sé como describirlo ahora, en frío; pero recuerdo que en ese momento estaba seguro de una cosa: que él estaba ¿atemorizado? Comió muy poco, y por primera vez olvidó fumar su pipa. Tenía a su lado el mapa extendido, y permanecía estudiándolo.
—Saldremos de aquí en una hora fácilmente —dije luego, tratando de provocar una apertura que le hiciera llegar, de manera indirecta pero segura, a una parcial confesión.
Y su respuesta me dejó perplejo e incómodo:
—¡Ya lo creo! Si nos lo permiten.
—¿Nos lo permiten quiénes? ¿Los elementos? —pregunté.
—Los poderes de este horrible lugar —respondió, manteniendo sus ojos en el mapa—. Los dioses están aquí, si es que están en algún lugar de este mundo.
—Los elementos son siempre los verdaderos inmortales —repliqué, riéndome de la manera más natural que pude; dándome cuenta claramente, sin embargo, de que mi rostro había reflejado mis verdaderos sentimientos, al observar su mirada grave y escuchar su voz a través del humo:
—Seremos afortunados si salimos de aquí.
Eso era exactamente lo que me causaba terror, y me forcé a mi mismo hasta el punto de poder formular una pregunta directa. Fue como permitir resueltamente al dentista la extracción un diente; algo tenía que suceder a la larga de alguna manera, lo demás era mera pretensión.
—¡Si salimos! ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Sólo una cosa; el canalete de dirección ha desaparecido. —dijo sobriamente.
—¡El canalete de dirección, desaparecido! —repetí grandemente excitado, porque ese era nuestro timón; e ir por el Danubio en inundación, y sin timón, era un suicidio— ¿Pero qué...
—Y hay un desgarrón en el fondo de la canoa —agregó, con un pequeño pero perceptible temblor en su voz.
Seguí mirándole fijamente, incapaz de hacer otra cosa más que repetir estúpidamente sus palabras. Ahí, bajo el calor del sol y sobre esa arena quemante, podía sentir una atmósfera glacial descendiendo sobre nosotros. Me levanté para seguirle, pues él simplemente había asentido gravemente y después había tomado el camino hacia la tienda, unas cuantas yardas más allá del hogar. La canoa seguí donde la había visto por última vez: el costillaje combado, los canaletes, o más bien, el canalete, tendido a un lado sobre la arena.
—Sólo hay uno —dijo, inclinándose—. Y aquí está el rasgón.
Tenía en la punta de la lengua las palabras para decirle que yo había visto claramente los dos canaletes unas cuantas horas antes, pero un segundo impulso me hizo pensarlo mejor, y no dije nada. Me acerqué para ver. Había un larga y bien trazada hendidura en el fondo de la canoa donde una pequeña porción de madera había sido pulcramente extraída, parecía como si el diente de algún tocón o alguna roca puntiaguda la hubiera devorado, y un examen demostraba que el agujero atravesaba la base de la canoa. De habernos lanzado en ella sin observar esto, nos habríamos ido a pique irremediablemente. Primero, el agua habría hecho a la madera hincharse, como si fuera a cerrarse el agujero; pero cuando llegáramos a corrientes más poderosas el agua habría comenzado a meterse, y la canoa, nunca más de 2 pulgadas sobre la superficie, se habría llenado de agua y hundido rápidamente.
—Ahí está, estás mirando un intento para disponer de una víctima para el sacrificio —le escuché decir, más bien para sí mismo—. Dos víctimas, más bien. —agregó, al tiempo que se agachaba para recorrer la hendidura con sus dedos.
Comencé a silbar, cosa que hago inconscientemente siempre que me hallo completamente desconcertado, e intencionadamente dejé de prestar atención a sus palabras. Estaba decidido a considerarlas disparates.
—No estuve ahí anoche —dijo a continuación irguiéndose, terminado su examen, y mirando hacia cualquier lugar excepto hacia donde yo estaba.
—Debimos haberla dañado al desembarcar, desde luego —dije, interrumpiendo mis silbidos—. Las piedras están muy afiladas.
Me detuve abruptamente, porque en ese momento él volvió el rostro y me miró directamente a los ojos. Yo sabía tan bien como él cuán imposible era aquella explicación. Porque, para empezar, no había rocas.
—Y hay que darle una explicación a esto también —agregó, mostrándome el canalete y señalando la pala.
Una nueva y extraña sensación se esparció, helada, sobre mí al tiempo que la examinaba. La pala estaba completamente raspada, minuciosamente raspada, como sí alguien la hubiera lijado con cuidado, tornándola tan delgada que el primer golpe vigoroso la habría quebrado desde el codo.
—Alguno de nosotros se levantó en sueños e hizo esto —dije débilmente—. O... o ha sido limada por el constante roce de partículas de arena arrastradas por el viento, tal vez.
—Ah —dijo el Sueco, riendo un poco—, tú puedes explicarlo todo.
—El mismo viento arrastró el canalete de dirección y lo llevó tan cerca de la orilla que cayó junto con el siguiente trozo de ribera desgarrado. —dije desafiante, completamente determinado a encontrar una explicación para cualquier cosa que me mostrara.
—Ya veo —dijo en respuesta, volviendo de nuevo su rostro para mirarme antes de desaparecer entre los arbustos de sauce.
Cuando estuve sólo frente a esas confusas evidencias de una acción premeditada, creo que mis primeros pensamientos tomaron la forma de: —Uno de nosotros debió haber hecho esto, y ciertamente no fui yo—. Pero, en una segunda consideración, pensé en cuán imposible era suponer que, bajo tales circunstancias, cualquiera de nosotros hubiera decidido cometer algo así. Que mi amigo, el confiable compañero de docenas de expediciones similares, pudiera haber hecho voluntariamente algo así, era un pensamiento en el que era imposible detenerse ni por un momento. Igualmente absurda parecía la explicación de que esa imperturbable y completamente práctica naturaleza hubiera perdido la razón súbitamente y estuviera ocupada en propósitos delirantes.
Y sin embargo, el hecho que me perturbaba más y mantenía vivo mi temor aun bajo la vehemencia del sol y de esa belleza salvaje, era la clara demostración de que alguna extraña alteración había tomado lugar en su momento; que estaba nervioso, tímido, suspicaz, consciente de cosas que no expresaba, vigilando una serie de eventos secretos e inmencionables; aguardando, en una palabra, por una inminente culminación. Esto surgía en mi mente de manera intuitiva, sin saber cómo...
Seguí leyendo la segunda parte de «Los sauces», de Algernon Blackwood.
El análisis y resumen del relato de Algernon Blackwood: Los sauces (The Willows), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
4 comentarios:
Un cuento excelente, con una ambientación tremendamente opresiva. No me sorprende que fuera el favorito de H.P. Lovecraft...
Es considerable el talento de Blackwood manteniendo el misterio abstruso de los sauces y de la criatura que aparece al inicio de la historia,aquí se sigue uno de los principios principales de la escritura como el utilizar todos los elementos que aparecen en la narración.
Coincido con H.P.Lovecraft al señalar a éste como el mejor cuento fantástico jamás escrito.
Hola, estoy haciendo un proyecto para la universidad y tengo que traducir un fragmento de un libro y que a ser posible esté inédito. He visto el fragmento y quería preguntar si lo has traducido tu o existe este relato en español. Me harías un gran favor. Gracias.
Este año descubrí tu maravilloso blog, un placer leer los artículos y los relatos acompañados. Muchas gracias.
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