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Seabury Quinn: cuentos destacados


Seabury Quinn: cuentos destacados.




Seabury QuinnSeabury Grandin Quinn (1889-1969)— fue un notable escritor norteamericano dedicado especialmente a la ciencia ficción y el relato de terror. En este sentido, los cuentos de Seabury Quinn se encuentran entre los clásicos más importantes del relato pulp y revistas como Weird Tales.

Aquí iremos compartiendo todos los cuentos de Seabury Quinn.




Cuentos de Seabury Quinn.
  • Almas en pena (Restless Souls)
  • Claro de luna (Clair de Lune)
  • El último hombre (The Last Man)
  • Jules de Grandin (Jules de Grandin)
  • Las zarpas del gato (Catspaws)
  • Los señores del más allá (Lords of the Ghostlands)
  • Baile de máscaras (Masked Ball)
  • Belleza congelada (Frozen Beauty)
  • Caminos (Roads)
  • Canción sin palabras (Song Without Words)
  • Cuerpo y alma (Body and Soul)
  • Despierta, y recuerda (Wake —and Remember)
  • El aliento envenenado de la venganza (The Venomed Breath of Vengeance)
  • El amable hombre lobo (The Gentle Werewolf)
  • El ángel oscuro (The Dark Angel)
  • El anillo de Bastet (The Ring of Bastet)
  • El cofre de Warburg Tantavul (The Jest of Warburg Tantavul)
  • El corazón de Siva (The Heart of Siva)
  • El cuchillo rojo de Hassan (The Red Knife of Hassan)
  • El dios mono (The Monkey God)
  • El gran dios Pan (The Great God Pan)
  • El hijastro de Satán (Satan's Stepson)
  • El hombre que no tenía sombra (The Man Who Cast No Shadow)
  • El horror en el campo de golf (The Horror on the Links)
  • El ladrón de cerebros (The Brain-Thief)
  • El lobo de St. Bonnot (The Wolf of St. Bonnot)
  • El milagro (The Miracle)
  • El palimpsesto de Satán (Satan's Palimpsest)
  • El poltergeist (The Poltergeist)
  • El poltergeist de Swan Upping (The Poltergeist of Swan Upping)
  • El polvo de Egipto (The Dust of Egypt)
  • El pueblo diabólico (The Devil-People)
  • El rosario del diablo (The Devil's Rosary)
  • El último vals (The Last Waltz)
  • Escrito en sangre (Written in Blood)
  • ¿Es el diablo un caballero? (Is the Devil a Gentleman?)
  • Fuegos antiguos (Ancient Fires)
  • Glamour (Glamour)
  • Guanteletes rojos de Czerni (Red Gauntlets of Czerni)
  • Hija de la luz de la luna (Daughter of the Moonlight)
  • Hijos del murciélago (Children of the Bat)
  • Hijos de Ubasti (Children of Ubasti)
  • Hoodoo (Hoodooed)
  • Incienso de abominación (Incense of Abomination)
  • Kurban (Kurban)
  • La araña dorada (The Golden Spider)
  • La capilla del horror místico (The Chapel of Mystic Horror)
  • La casa de las máscaras doradas (The House of Golden Masks)
  • La casa del horror (The House of Horror)
  • La casa donde el tiempo se detuvo (The House Where Time Stood Still)
  • La casa sin espejos (The House Without a Mirror)
  • La condesa de plata (The Silver Countess)
  • La cosa en la niebla (The Thing in the Fog)
  • La dama blanca del orfanato (The White Lady of the Orphanage)
  • La dama de las campanas (The Lady of the Bells)
  • La dama perdida (The Lost Lady)
  • La flor de sangre (The Blood-Flower)
  • La granja fantasma (The Phantom Farmhouse)
  • La imagen de piedra (The Stone Image)
  • La isla de los barcos perdidos (The Isle of Missing Ships)
  • La joya de siete piedras (The Jewel of Seven Stones)
  • La maldición de Everard Maundy (The Curse of Everard Maundy)
  • La maldición de la casa de Phipps (The Curse of the House of Phipps)
  • La mano de la gloria (The Hand of Glory)
  • La mano muerta (The Dead Hand)
  • La mansión de la magia profana (The Mansion of Unholy Magic)
  • La momia sangrante (The Bleeding Mummy)
  • La momia sonriente (The Grinning Mummy)
  • La mujer araña (The Spider Woman)
  • La mujer serpiente (The Serpent Woman)
  • La novia de Dewer (The Bride of Dewer)
  • La novia de Dios (The Bride of God)
  • La novia del diablo (The Devil's Bride)
  • La orquídea negra (The Black Orchid)
  • La profetisa velada (The Veiled Prophetess)
  • La puerta al ayer (The Door to Yesterday)
  • La puerta sin llave (The Door Without a Key)
  • La red de los muertos vivos (The Web of Living Death)
  • La sacerdotisa de pies de marfil (The Priestess of the Ivory Feet)
  • La sombra del druida (The Druid's Shadow)
  • La venganza de India (The Vengeance of India)
  • Llamas de venganza (Flames of Vengeance)
  • Los dioses del Este y el Oeste (The Gods of East and West)
  • Los elegidos de Vishnú (The Chosen of Vishnu)
  • Los inquilinos de Broussac (The Tenants of Broussac)
  • Los ladrones de cadáveres (The Body-Snatchers)
  • Los tambores de Damballah (The Drums of Damballah)
  • Manos de los muertos (Hands of the Dead)
  • Mansiones en el cielo (Mansions in the Sky)
  • Más vidas que una (More Lives Than One)
  • Me casé con un fantasma (I Married a Ghost)
  • Mefistófeles y compañía (Mephistopheles and Company, Ltd.)
  • Ojos en la oscuridad (Eyes in the Dark)
  • Sombras que se arrastran (Creeping Shadows)
  • Suerte de principiante (Fortune's Fool)
  • Susette (Susette)
  • Una apuesta en almas (A Gamble in Souls)
  • Un rival desde la tumba (A Rival from the Grave)




Antologías. I Libros de Seabury Quinn.


El artículo: Seabury Quinn: cuentos destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Detectives de lo oculto en la literatura pulp


Detectives de lo oculto en la literatura pulp.




Detectives paranormales, cazadores de fantasmas, policías psíquicos, investigadores del más allá; todos ellos participan de un arquetipo literario con más tradición que lectores: los detectives de lo oculto.

Si bien la influencia de los detectives de lo oculto tanto en la literatura y como en el cine de terror fue decisiva, con el tiempo fueron perdiendo parte de su esencia y, en cierta forma, desluciéndose frente a otros detectives literarios.

El verdadero detective de lo oculto se reconoce por su especialidad, esto es: la capacidad para resolver fenómenos paranormales a través de un gran conocimiento del ocultismo, esoterismo, la parapsicología y todo lo relacionado con lo sobrenatural. No necesariamente posee poderes psíquicos aunque algunos de ellos pueden jactarse de cultivar esos talentos.

Originalmente aparecieron como investigadores de lo inexplicable pero poco a poco fueron asumiendo ciertos rasgos detectivescos que facilitaban la creación de una atmósfera de tensión. No es casualidad que el auge de popularidad de los detectives de lo oculto coincida con las pesquisas racionalistas de investigadores como Sherlock Holmes, heredero de C. Auguste Dupin, de E.A. Poe, fuertemente atravesados por el racionalismo.

A propósito de este personaje clásico del relato policial, Arthur Conan Doyle siempre se mostró abiertamente interesado en el ocultismo aunque su mayor creación, Sherlock Holmes, jamás se ocupó de investigar un solo caso sobrenatural.

El verdadero caldo de cultivo para los detectives de lo oculto fue la sociedad victoriana que los forjó, obsesionada con lo paranormal, el espiritismo, los mediums, los levitadores como Daniel Dunglas Home, las sociedades esotéricas como la Golden Dawn y casos periodísticos impactantes como el de las hermanas Fox.

Este enorme interés en lo paranormal difiere del actual, donde estos asuntos se toman con mayor grado de escepticismo por el público en general. Por aquel entonces, desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX, lo paranormal era un terreno fértil para toda clase de especulaciones pseudocientíficas. La gente leía con voracidad los artículos periodísticos sobre el tema, de modo que su asimilación por parte de la literatura fantástica fue una consecuencia natural y hasta lógica en términos comerciales.

En este contexto de interés científico (y pseudocientífico) los detectives de lo oculto siempre eran investidos con algún doctorado, nunca con oficios dudosos como espiritualistas o psíquicos; quizá porque los primeros casos que investigaron se apoyaban en la idea de que las manifestaciones psíquicas no necesariamente procedían de los muertos y que sus causas bien podían ser naturales aunque desconocidas para la ciencia.

Uno de los primeros ejemplos de detectives de lo oculto es el doctor Martin Hesselius, de Sheridan Le Fanu, cuyas historias publicadas en 1872 relataban las aventuras recordadas de un respetable profesional totalmente obsesionado con lo macabro.

Otro profesional de la ciencia obsesionado con lo sobrenatural apareció en Historias del diario de un doctor (Stories from the Diary of a Doctor, 1894), de la autora L.T. Meade y Clifford Halifax, aunque la mayoría de los misterios indagados terminen siendo episodios más bien bizarros que al final encuentran una explicación racional.

También a L.T. Meade, esta vez en colaboración con Eustace Robert Barton, le debemos el primer investigador psíquico en dedicarse a desenmascarar fraudes de médiums y espiritistas en general. Su nombre es John Bell y sus historias aparecieron en la antología de 1897: Un amo de los misterios (A Master of Mysteries).

En términos de género, es decir, un especialista que es convocado para investigar un caso sobrenatural, el primer detective de lo oculto fue Flaxman Low, de E. y H. Heron —seudónimos de Kate O'Brien Ryall Prichard y Hesketh Hesketh-Prichard, curiosamente, madre e hijo—, cuyas historias luego serían agrupadas en dos antologías: Historias reales de fantasmas (Real Ghost Stories) y Flaxman Low: detective psíquico (Flaxman Low: Psychic Detective).

Lo novedoso de las historias de Flaxman Low consistía en que eran presentadas como casos reales en revistas pulp. En algunos casos, los relatos iban acompañados por imágenes tomadas por supuestos fotógrafos enviados por la propia revista al lugar de los hechos, generalmente una casa embrujada.

El éxito de Flaxman Low desató una epidemia de imitadores, dando inicio a la edad dorada de los detectives de lo oculto.

El siguiente salto de calidad en el género corresponde a Algernon Blackwood y su detective psíquico John Silence.

La calidad de los relatos paranormales de John Silence es innegable, sin embargo, su fama trascendió el ámbito del pulp gracias a una genial jugada publicitaria. Por primera vez se imprimieron carteles en tamaño real, desde luego, retratando a John Silence, y se los colocó en estaciones de trenes o paradas de autobuses, lo cual se tradujo en un increíble éxito de ventas.

John Silence, también doctor, pasó décadas realizando una especie de entrenamiento de campo en el conocimiento de lo oculto. En este sentido, se trata de un alter ego del propio Algernon Blackwood, sujeto genial pero también obsesionado con el ocultismo y ciertas prácticas esotéricas clandestinas; entre ellas, las organizadas en la Orden del Alba Dorada, donde asistían hombres siniestros de la talla de Aleister Crowley, dicho sea de paso, también autor de un detective de lo oculto: Simon Iff.

Si bien las historias de John Silence se enmarcan en la ficción, la idea original de Algernon Blackwood era publicarlas como una serie de ensayos sobre distintas afecciones psíquicas reales. A pesar del tremendo éxito de ventas, el autor decidió rechazar la continuidad de los relatos, dejando un espacio vacío que recién empezaría a llenarse de la mano de otro gran maestro de lo macabro.

Algernon Blackwood no fue el único en traducir sus propias investigaciones esotéricas en relatos detectivescos. Damon Vane, creado por Elliott O'Donnell en 1922, también funciona como un alter ego del autor y su afición por cazar fantasmas. Algo similar ocurre con el doctor Taverner, creado por la ocultista Dion Fortune, de vasta bibliografía sobre asuntos paranormales.

Eveleigh Nash, editora de Algernon Blackwood, convocó al autor William Hope Hodgson para sustituir las aventuras de John Silence. Su creación, Thomas Carnacki, no ya un doctor sino un investigador que utiliza modernos instrumentos científicos, fue el encargado de liderar el género. Sus historias, publicadas entre 1910 y 1912, luego fueron agrupadas en la colección: Carnacki: el cazador de fantasmas (Carnacki the Ghost-Finder).

El tremendo éxito de Carnacki, curiosamente, derivó en una mutación del género que determinaría el fin de un ciclo. Si bien la mayoría de las revistas pulp tenían su propia serie de detectives de lo oculto, el oficio lentamente fue desluciéndose hacia un subgénero todavía en pañales.

Entre 1912 y 1934 aparecieron los híbridos detectivescos; es decir, investigadores que se adentraban en lo sobrenatural pero no a través del conocimiento teórico sino de poderes psíquicos reales, del uso de la astrología, la magia, el ocultismo; en ciertos casos mezclados con la psicología.

Las historias de J.U. Giesy, publicadas en El detector de lo oculto (The Occult Detector, 1912), se inscriben en este subgénero que pronto acaparó un buen número de seguidores. Los casos investigados difieren de los típicos ejemplos del detective de lo oculto: aquí, en vez de luchar contra apariciones aisladas o casas embrujadas, el psíquico normalmente batallaba contra fuerzas de mayor antigüedad y envergadura, tales como demonios o vampiros.

Sax Rohmer, creador de Fu Manchu, diseñó un personaje genial pero que fue absorbido por la enorme cantidad de material del período. Su nombre era Moris Klaw, y su habilidad consistía en poder resolver prácticamente cualquier misterio durmiendo en la escena del crimen y luego soñando la solución.

Las historias de Moris Klaw, de Sax Rohmer, empezaron a aparecer en 1913 y luego sería publicadas en la antología: El detective de los sueños (The Dream-Detective), verdadera joya del género.

Otras series igualmente interesantes son las del clarividente Aylmer Vance, de Alice y Claude Askew; y Norton Vyse, de Champion de Crespigny.

Las mujeres también tuvieron su espacio dentro de los detectives de lo oculto. Si bien es cierto que los ejemplos no abundan, hay algunos que vale la pena mencionar por su enorme creatividad.

La primera detective de lo oculto apareció en 1919. Su nombre era Shiela Crerar, de la escritora Ella Scrymsour, y su vida literaria fue corta pero agitada. En 1920 la sucedió Luna Bartendale, de Jessie Douglas Kerruish, especializada en resolver casos relacionados con criaturas mitológicas, especialmente hombres lobo.

Durante la postguerra muchos detectives de lo oculto empezaron a trabajar para los servicios de inteligencia. Un caso notable es el del doctor Arnold Rhymer, investigador psíquico creado por Uel Key, especie de espía psíquico que luchaba contra los nigromantes empleados por los alemanes después de la Primera Guerra Mundial.

Esta proliferación de personajes, la mayoría de los cuales giraban alrededor del mismo eje argumental, fue agotando paulatinamente el género en Europa a mediados de los años '20; sin embargo, en los Estados Unidos se le dio una vuelva de tuerca muy interesante.

Las historias de Jules de Grandin, por ejemplo, del autor Seabury Quinn, causaron un gran impacto en revistas como Weird Tales. No todos sus relatos tienen que ver estrictamente con lo sobrenatural sino más bien con una violencia tan inusitada que hacía pensar en la intervención de entidades diabólicas. A la ilustradora Margaret Brundage le debemos las cubiertas más picantes de Weird Tales a propósito de las aventuras de Jules de Grandin.

La mítica Weird Tales también fue el hogar de John Thunstone, de Manly Wade Wellman, un detective de lo oculto que solo investiga casos en donde aparecen criaturas insólitas de los bestiarios medievales. Su saga comenzó en 1943 con historias prácticamente olvidadas, muchas de ellas reeditadas años después, como Más allá de los sueños (What Dreams May Come) y La escuela de la oscuridad (The School of Darkness).

Hasta el propio H.P. Lovecraft escribió un relato sobre detectives de lo oculto: La declaración de Randolph Carter (The Statement of Randolph Carter), donde un investigador, Warren, se introduce en una antigua tumba y es capturado por las criaturas inmemoriales que allí habitan.

Si hablamos de tipos bizarros no podemos dejar afuera a Gregory George Gordon Green, también conocido como Gees, de E. Charles Vivian. Por un lado se trata de un investigador común y corriente pero con la rara habilidad de introducirse en misterios atravesados por lo macabro.

Ya en la última oleada de detectives de lo oculto se encuentran Miles Pennoyer, de Margery Lawrence, reina del espiritismo pulp; Lucius Leffing, de Joseph Payne Brennan; y Solar Pons, de August Derleth.

Si bien John Constantine es, por definición, tal vez el último detective de lo oculto con éxito, en las largas décadas de abstinencia que nos separan de la edad de oro de este tipo de historias apareció un personaje que, paradójicamente, se convirtió en uno de los investigadores más famosos pero también en el menos reconocido del género.

Hablamos del sacerdote Damian Karras, protagonista de El exorcista (The Exorcist), de William Peter Blatty.

Si bien no se trata de un detective en términos formales, es un investigador que estudia un caso sobrenatural, analiza sus posibilidades lógicas, luego las descarta, y finalmente se enfrenta a la causa de esas manifestaciones; rasgos que definen a este género fantástico deformado y reintegrado en infinitas posibilidades.




Universo pulp. I Libros extraños y lecturas extraordinarias.


Más literatura gótica:
El artículo: Detectives de lo oculto en la literatura pulp fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos de Jules de Grandin [Seabury Quinn]


Relatos de Jules de Grandin [Seabury Quinn]




Jules de Grandin integra una larga lista de detectives paranormales de la era dorada del Pulp, entre los que podemos incluir a Carnacki, John Silence, Solar Pons, Simon Iff, y John Thunstone, entre otros.

Jules de Grandin fue creado por el escritor norteamericano Seabury Quinn (1889-1969) para la revista Weird Tales, que por entonces requería la presencia de un investigador paranormal.

Jules de Grandin y su asociado, el doctor Trowbridge, se encargan de luchar contra vampiros, licántropos, demonios y nigromantes. Ambos viven en Harrisonville, Nueva Jersey, locación que perturba profundamente el ánimo bucólico de Jules de Grandin, francés de nacimiento, y cuya especialidad es la física, aunque su gran pasión es el ocultismo. De hecho, se rumorea que integró una división especial de la Sûreté, la policía francesa, dedicada a estudiar fenómenos paranormales.

Jules de Grandin recuerda a otros grandes detectives franceses, aunque en este caso aparece como un hombre dinámico, de pensamientos flexibles que no se limitan a que los hechos se ordenen por sí solos. La gran diferencia con aquellos grandes ejemplos del relato policial es que Jules de Grandin no solo cree en lo sobrenatural, sino que sabe que lo sobrenatural existe.

Sin embargo, con el correr de los años los relatos de Jules de Grandin fueron perdiendo su naturaleza paranormal. Casi todos los finales, a la manera de Ann Radcliffe, concluyen con una explicación natural.

Los cuentos de Jules de Grandin aparecieron desde 1925 hasta 1951, con baches y períodos de abandono. Su historia más conocida: La novia del diablo (The Devil's Bride), es una especie de homenaje a la novela de Robert W. Chambers: El destructor de almas (The Slayer of Souls).




Relatos de Jules de Grandin [Seabury Quinn]
  • Almas en pena (Restless Souls)
  • Claro de luna (Clair de Lune)
  • Las zarpas del gato (Catspaws)
  • Señores del Más Allá (Lords of the Ghostlands)
  • El horror de los enlaces (The Horror on the Links)
  • Los inquilinos de Broussac (The Tenants of Broussac)
  • La isla de los buques perdidos (The Isle of Missing Ships)
  • La venganza de India (The Vengeance of India)
  • La mano muerta (The Dead Hand)
  • La casa del horror (The House of Horror)
  • Fuegos antiguos (Ancient Fires)
  • El gran dios Pan (The Great God Pan)
  • La momia que gritaba (The Grinning Mummy)
  • La flor de sangre (The Blood-Flower)
  • La profeta velada (The Veiled Prophetess)
  • La dama blanca del orfanato (The White Lady of the Orphanage)
  • Sombras reptantes (Creeping Shadows)
  • La maldición de Everand Maundy (The Curse of Everard Maundy)
  • El hombre que no tenía sombra (The Man Who Cast No Shadow)
  • El poltergeist (The Poltergeist)
  • Cuerpo y alma (Body and Soul)
  • La mujer serpiente (The Serpent Woman)
  • La joya de las siete piedras (The Jewel of Seven Stones)
  • Los dioses del Este y el Oeste (The Gods of East and West)
  • Mefistófeles y compañía (Mephistopheles and Company, Ltd.)
  • La capilla del horror místico (The Chapel of Mystic Horror)
  • El amo negro (The Black Master)
  • El pueblo diabólico (The Devil-People)
  • El rosario del diablo (The Devil's Rosary)
  • La casa de las máscaras doradas (The House of Golden Masks)
  • El amo del cadáver (The Corpse-Master)
  • Almas que traspasan (Trespassing Souls)
  • La condesa de plata (The Silver Countess)
  • La casa que no tenía espejos (The House Without a Mirror)
  • Los hijos de Ubasti (Children of Ubasti)
  • Muerte sigilosa (Stealthy Death)
  • La maldición de la casa de Phipps (The Curse of the House of Phipps)
  • Los tambores de Damballah (The Drums of Damballah)
  • El polvo de Egipto (The Dust of Egypt)
  • El ladrón del cerebro (The Brain-Thief)
  • La sacerdotiza con pies de marfil (The Priestess of the Ivory Feet)
  • La novia de Dewer (The Bride of Dewer)
  • Hija de la luz de la luna (Daughter of the Moonlight)
  • La sombra del druida (The Druid's Shadow)
  • El lobo de San Bonnot (The Wolf of St. Bonnot)
  • El hijastro de Satán (Satan's Stepson)
  • El ayudante del fantasma (The Ghost-Helper)
  • La dama perdida (The Lost Lady)
  • La puerta del ayer (The Door to Yesterday)
  • El corazón de Shiva (The Heart of Siva)
  • La novia del diablo (The Devil's Bride)
  • El ángel oscuro (The Dark Angel)
  • La momia que sangraba (The Bleeding Mummy)
  • Una apuesta de almas (A Gamble in Souls)
  • La cosa en la niebla (The Thing in the Fog)
  • La mano de la gloria (The Hand of Glory)
  • El elegido de Vishnú (The Chosen of Vishnu)
  • El horror de Malay (Malay Horror)
  • La mansión de la magia sacrílega (The Mansion of Unholy Magic)
  • Los guantes rojos de Czerni (Red Gauntlets of Czerni)
  • El cuchillo rojo de Hassan (The Red Knife of Hassan)
  • La broma de Warburg Tantavul (The Jest of Warburg Tantavul)
  • Las manos de los muertos (Hands of the Dead)
  • La orquídea negra (The Black Orchid)
  • La momia no-muerta (The Dead-Alive Mummy)
  • La casa de la bruja (Witch-House)
  • Un rival de la tumba (A Rival from the Grave)
  • Los hijos del murciélago (Children of the Bat)
  • El palimpsesto de Satán (Satan's Palimpsest)
  • Comprometido con los muertos (Pledged to the Dead)
  • El viviente Buddhess (Living Buddhess)
  • Llamas de venganza (Flames of Vengeance)
  • Belleza helada (Frozen Beauty)
  • Incienso de abominación (Incense of Abomination)
  • Capilla suicidio (Suicide Chapel)
  • El venenoso aliento de la venganza (The Venomed Breath of Vengeance)
  • Luna negra (Black Moon)
  • El poltergeist de Swan Upping (The Poltergeist of Swan Upping)
  • La casa donde el tiempo se detuvo (The House Where Time Stood Still)
  • Mansiones en el cielo (Mansions in the Sky)
  • La casa de los tres cadáveres (The House of the Three Corpses)
  • El recordatorio de Stoneman (Stoneman's Memorial)
  • El librero de la Muerte (Death's Bookkeeper)
  • El anillo del Dios verde (The Green God's Ring)
  • Kurban (Kurban)
  • El hombre de Crescent Terrace (The Man in Crescent Terrace)
  • Tres encadenados (Three in Chains)
  • Lotte (Lotte)
  • Ojos en la oscuridad (Eyes in the Dark)
  • Vampiro, raza y estirpe (Vampire Kith and Kin)
  • Los saqueadores de cuerpos (The Body-Snatchers)
  • El anillo de Bastet (The Ring of Bastet)




Relatos de Seabury Quinn. I Relatos de detectives.


El resumen de los relatos de Jules de Grandin, el detective paranormal de Seabury Quinn fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Cuentos de terror de detectives sobrenaturales


Cuentos de terror de detectives sobrenaturales.




En general el relato de detectives desprecia lo sobrenatural en busca de una explicación lógica y racional de los hechos, aún de aquellos que indican a todas luces su presencia [ver: Detectives paranormales en la literatura]

Esta colección de cuentos de terror de detectives de 1986, titulada Detectives sobrenaturales (Supernatural Sleuths), agrupa algunas historias que se desarrollan de manera contraria; es decir, protagonizadas por investigadores especializados en lo sobrenatural y lo paranormal [ver: Detectives de lo oculto en la literatura pulp]





Detectives sobrenaturales.
Supernatural Sleuths.
  • Una víctima del espacio superior (A Victim of Higher Space, Algernon Blackwood)
  • Aparición en el sol (Apparition in the Sun, Joseph Payne Brennan)
  • El caso de la granja embrujada (Case of the Haunting of Grange, Sax Rohmer)
  • El caso de la puerta de bronce (The Case of the Bronze Door, Margery Lawrence)
  • El caso de las mujeres de cabeza roja (The Case of the Red Headed Women, Dennis Wheatley)
  • El detective fantasma (The Ghost Detective, Mark Lemon)
  • Elegir a un fantasma (Selecting a Ghost, Arthur Conan Doyle)
  • El poltergeist (The Poltergeist, Seabury Quinn)
  • El telépata (The Telephater, Henry A. Hering)
  • La historia de la ruta del moro (The Story of the Moor Road, E. y H. Heron)
  • La silueta siniestra (The Sinister Shape, Gordon MacCreagh)
  • Pánico en Wild Harbor (Panic in Wild Harbor, Gordon Hillman)




Antologías. I Relatos de detectives.


El análisis y resumen del libro: Detectives sobrenaturales (Supernatural Sleuths) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El último hombre»: Seabury Quinn; relato y análisis


«El último hombre»: Seabury Quinn; relato y análisis.




El último hombre (The Last Man) es un relato fantástico del escritor norteamericano Seabury Quinn (1889-1969), publicado en la edición de mayo de 1950 de la revista Weird Tales.

El último hombre, uno de los más importantes cuentos de Seabury Quinn por fuera del ciclo de Jules de Grandin, aquel fantástico detective paranormal del relato pulp, narra la historia de Roger Mycroft, un veterano de guerra que visita a monsieur Toussaint, un espiritista que, según él, es capaz de hablar con los muertos.

Años atrás, todos los hombres de la compañía se enamoraron de una mujer, Juanita, la cual prometió entregarse al último hombre que quedara con vida. Roger Mycroft es el último, y probablemente el único capaz de hacer cumplir aquella promesa aún cuando la muchacha esté muerta.




El último hombre.
The Last Man, Seabury Quinn (1889-1969)


Una copa por éste que acaba de morir.
Brindemos por el próximo muerto.
(La algazara, Bartolomé Dowling)


Mycroft se detuvo, dubitativo, ante la pequena placa de bronce, en la que estaba grabada simplemente el nombre de TOUSSAINT, sin atreverse a pulsar el botón del timbre de aquella gran mansión de piedra rojiza, situada en la calle 136 East. Se sentía extremadamente tímido,como un hombre disfrazado en una fiesta de máscaras de chiquillos, o como un improvisado orador que nunca ha hablado en público. Las personas —las personas de su clase— no acostumbran a asumir este tipo de actitudes. Finalmente. resolvió sus dudas, y con decisión pulsó el botón del timbre. Un mayordomo negro, correcto como un funcionario de la Saint John's Wood vestido con un traje de botones de plata y un chaleco de rayas negras, le abrió la puerta.

—¿Está en casa el señor... monsieur Toussaint? —le preguntó Mycroff, un poco nervioso.

—¿Quién pregunta por el señor? —le contestó el mayordomo con acento seco y tajante.

—Pues... señor Smith... no, señor Jones —respondió Mycroft, mientras una sonrisa escéptica se esbozaba en la comisura de los labios del joven.

—Un momento, por favor —respondió el mayordomo.

El hombre se volvió, entró en el salón y cerró la puerta tras de él. Instantes después regresó, abrió la puerta de par en par y le dijo:

—Por favor, pase usted.

Mycroft no estaba completamente seguro de lo que iba a encontrar allí dentro, pero de lo que estaba convencido era de que se trataba de un asunto bastante complicado. Se imaginó que la mansión estaría perfumada con incienso, con los muros cubiertos de extraños tapices o piezas exóticas, y una bola de cristal sobre una mesa guarnecida con un raro mantel de color verde esmeralda. Por este motivo quedó pasmado al verse introducido en un salón que se destacaba por su sobria magnificencia y refinado mobiliario.

El suelo se hallaba cubierto con sobrias y bellas alfombras persas de Samarkanda, los muebles eran indudabemente de estilo francés, en madera opaca barnizada de pintura de oro, y de las paredes colgaban auténticos cuadros de Renoir y Picasso, o de lo contrario eran imitaciones lo suficientemente buenas como para engañar a un experto en cuadros famosos. Encima de la chimenea, donde ardían hermosos troncos de abeto gigante, colgaba un bello tapiz ricamente bordado en negro y verde, y la cenefa de la primera imitaba perfectamente una serpiente. Estaba mucho más en consonancia con aquella extraña estancia un enorme gato persa acostado, junto al ruego, sobre un fino tapete de terciopelo de Bokara, con las garras abiertas, el rabo enroscado y los ojos sulfurosos.

—Buenos días, señor Mycroft, ¿deseaba verme?

Al oír estas palabras, Mycroft se sobresaltó como si hubiera sido picado por una cobra. No se había dado cuenta de la entrada en el salón de aquel individuo que le había saludado y, sobre todo, no esperaba ciertamente ser llamado por su verdadero nombre. El propietario de aquella hermosa mansión se encontraba de pie a la puerta del salón, sonriendo correctamente a su inesperado visitante. Era un hombre de elevada estatura y de indefinida edad, vestido pulcramente con un elegante y bien confeccionado traje de noche. Los botones de su blanca camisa inmaculada eran de zafiros que imitaban pequeñas estrellitas, lo mismo que sus gemelos y el broche que sujetaba la cinta de la Légion d'Honneur.

Era un hombre extremadamente negro. No obstante, y a pesar de esta llamativa apariencia, su aspecto no tenía nada de cómico, ni de extravagante. Lucía su elegante traje de corte inglés como alguien que está acostumbrado a ello desde siempre, y había una distinción y una nobleza, tan patente y marcada en su aspecto exterior, que Mycroft creyó estar delante de un antiguo emperador romano, o quizá de un estadista de la Época Dorada de la República, tallados en piedra basáltica.

Mycroft habla planeado presentarse ante él adoptando un aire humorístico, jocoso, pero al verse frente a aquel hombre cuya gravedad imponía demasiado respeto, casi se asustó.

—Yo he oído hablar de usted —balbuceó Mycroft—, señor... monsieur Toussaint. Unos amigos míos me dijeron que usted...

—Continúe, señor —intervino monsieur Toussaint al comprobar la turbación de su visitante—. ¿Qué es lo que usted desea de mí?

—He oído decir que es capaz de realizar cosas maravillosas —respondió Mycroft, e hizo una nueva interrupción, que irritó a su interlocutor.

—¿Es cierto esto que me dice, señor Mycroft?

—He oído decir que usted tiene poder para invocar a los espíritus —continuó Mycroft, algo tembloroso—. Me han informado que puede comunicarse con los espíritus de las personas muertas.

Una vez más, Mycroft se detuvo, irritado consigo mismo por el miedo que sentía y que le resecaba la garganta, dificultándole el hablar.

—¿Es posible hacer esto? Quiero decir; ¿puede usted hacerlo, monsieur Toussaint?

—Naturalmente que sí —respondió éste con el mismo acento que si le hubieran preguntado si podría proporcionar unos músicos para una fiesta familiar—. ¿Qué espíritu es el que usted quiere invocar? ¿Cuándo y cómo murió la persona a la que usted se refiere?

Ahora Mycroft se sentía afirmado a un terreno más seguro. Ahora se daba cuenta que no era un engaño lo que le habían contado sobre monsieur Toussaint, que no era un vulgar charlatán. Era simplemente un hombre de negocios hablando de negocios.

—Bueno, pues verá usted, monsieur Toussaint —continuó Mycroft—, no se trata de una persona, sino de varias, veinticinco o veintiséis. Murieron... de diferentes maneras. Bueno, sirvieron conmigo en...

—Muy bien, míster Mycroft —respondió Toussaint—. Venga aquí pasado mañana por la noche, exactamente a las doce menos diez. Todo debe ser llevado a cabo con exactitud, y no debe retrasarse ni un solo minuto. Déjele a mi mayordomo su dirección y teléfono por si acaso necesitara ponerme en contacto con usted.

—¿Cuánto me cobrará usted?

—Quinientos dólares pagaderos después de la sesión espiritista, siempre que usted quede satisfecho de ella. De lo contrario, no le cobraré nada. Buenas tardes, señor Mycroft.

Esta determinación la había tomado aquella tarde mientras se paseaba por el Park de camino a su club en la calle East 86. La primavera había llegado a Nueva York como una bailarina de ballet danzando sur les pointes, adornando los árboles con terciopelo verde y enjoyando las plantas con doradas y polícromas flores. Sin embargo, Mycroft no sintió ningún gozo ante este despertar de la Naturaleza. ni ninguna alegría en la dulce suavidad del aire.

Aquella mañana, mientras hojeaba el periódico en el Metro, camino a la ciudad, se había enterado de la muerte de Roy Hardy. Éste hacía el número veintiséis. Era el último hombre. Cincuenta años antes habían desfilado por la Gran Avenida, orgullosos, con el rostro risueño, luciendo sus brillantes uniformes, aclamados por la multitud en las aceras. Marchaban a Cuba, a luchar por la Libertad, a cumplir con su deber de patriotas, de hombres. Aún le parecía oír la música de la banda de su regimiento mientras cantaban aquello de:


Cuando oigas las campanas repicar alegremente,
y estemos todos juntos, con dulzura cantaremos.
Cuando oigas las campanas repicar alegremente
en nuestro pueblecito una noche cálida tendremos.


A decir verdad, no se parecían mucho a auténticos soldados; en su mayoría, eran contables, oficinistas y agentes de cambio. Los corresponsales de los periódicos ingleses y franceses se sonreían con tolerancia ante sus esfuerzos por aparentar ser auténticos militares; los alemanes se rieron descaradamente ante ellos, y los veteranos españoles, armados y entrenados por los alemanes, los despreciaron. Pero después de las batallas de El Caney y de la Colina de San Juan se modificó la situación. Confusos y desmoralizados, los españoles se rindieron en bandadas, los extranjeros empezaron a mostrarse corteses con nosotros, los cubanos acogieron calurosamente en sus corazones a los valientes americanos, y ninguno fue más hospitalario que don José Rosales y Montalvo, cuya casa, en la calle O'Brien, se transformó en el cuartel general extra oficial para los jefes y soldados de nuestro regimiento.

La mesa de don José estaba tan extraordinariamente provista de los más exquisitos manjares, que muchos de los jóvenes soldados neoyorquinos nunca habían visto u oído hablar siquiera de ellos, y los vinos de sus bodegas parecían inagotables. Aquellos chicos que sólo habían bebido cerveza en su vida, o en escasas ocasiones whisky o ginebra, quedaron pasmados al probar vinos extraordinarios como St. Estephe, Nuits St. Georges, Madeira y Mallorca, que corrían como el agua, igual que el champaña. Pero mucho más excitante que estos ricos caldos era doña Juanita María, la hija de don José.

Era una española rubia, de finos y lustrosos cabellos, tan dorados como la crucecita de oro que lucía en su cuello de cisne. Pequeñita, más bien delgada, caminaba con la gracia de una gacela, y su voz era tan dulce como esas que sólo se pueden encontrar entre las mujeres de los países meridionales. Cuando tocaba la guitarra y cantaba, ponía tanto calor y pasión en su voz que cortaba la respiración a los que la oían.

Todos los de mi regimiento estaban enamorados de ella, y raro era el que no había aprendido ya la frase española: Te amo, Juanita. Y pocos eran los que no recibían una dulce sonrisa como compensación a esta galantería, y los más afortunados, un casto beso en la mejilla. La víspera de la marcha de nuestros soldados, don José dio una gran fiesta de despedida. El patio de la casa estaba tan claro como con la luz del día, dada la hermosa noche de luna que hacía, y de los arcos sarracenos entre las columnas pendían hermosos farolillos chinos, que desparramaban sus delicados rayos amarillos por todos los rincones.

Una larga mesa, cubierta con un exquisito mantel bordado de Madeira, brillantes cubiertos de plata y valiosas copas de cristal de Bohemia, había sido colocada en el centro del patio, y en medio de la misma, un gran jarrón de rosas rojas como la sangre. Cerca de la mesa había un gran barril de vino.

—Este vino es el famoso Pedro Jiménez —nos dijo don José—, y tiene una solera de más de cien años. Lo tengo reservado para las grandes ocasiones, como la presente. ¿A qué honor más grande podía aspirar que el ser paladeado por los valientes soldados que han venido a liberar mi patria, en víspera de su marcha?

Después de la comida se brindó por Cuba libre, por don José y por doña Juanita. A ruegos de todos, la bella hija del propietario de la casa consintió en cantarles una hermosa canción de despedida:


Pregúntale a las estrellas,
si de noche no me ven llorar.
Pregúntale si no busco,
para adorarte, la soledad...


Todos desenvainaron sus sables, y gritaron:

—¡Viva Juanita! ¡Viva Juanita! Todos te queremos.

—Y yo os quiero a todos, queridos amigos —respondió ella alegremente—. Os quiero tanto a cada uno de vosotros que no quiero darle mi corazón a ninguno para no herir a los demás. De modo que voy a deciros lo único que voy a daros —continuó; la voz era más dulce que una caricia—. Seré del último de ustedes. Quiero decir que ciertamente uno de ustedes sobrevivirá a todos los demás, y a ése le daré mi corazón. Lo juro.

Acto seguido llevó sus delicadas manos a su boca y les dio un beso colectivo.

Como todos eran muy jóvenes y estaban muy borrachos y también muy enamorados de la linda cubanita, decidieron fundar en aquel mismo instante el Club del Último Hombre. Y todos los años, en el aniversario de aquella famosa noche, acostumbraban a reunirse, charlaban, bebían más de la cuenta y se despedían prometiéndose volver a ver el próximo año. Los años transcurrieron como las aguas de un plácido río. Y durante este tiempo a todos les fueron bien las cosas. Algunos llegaron a triunfar en el campo de las finanzas, y otros se destacaron por su oratoria en los tribunales de justicia como famosos abogados.

La Primera Guerra Mundial cubrió de honor y gloria a algunos; otros consiguieron fundar grandes fábricas cuyos productos ostentaban sus nombres. Pero el dios Cronos también cobra sus tributos. Cada vez que se reunían había más sillas vacantes y los que iban quedando vivos mostraban ya sus sienes plateadas por las canas o una calvicie bien avanzada. Durante la reunión del último año sólo quedaban ya tres: Mycroft, Rice y Hardy. Dos meses después, Hardy y Mycroft asistieron al entierro de Rice, y ahora Hardy había fallecido.

Le costaba trabajo comprender cuál era el motivo que le habla impulsado a consultar a Toussaint. El día anterior se había encontrado con su amigo Dick Prior en el Club India, y después de cenar, sin saber cómo, la conversación había girado sobre el espiritismo y los médiums.

—A mi juicio, todos estos espiritistas no son más que una banda de pillos y engañabobos —dijo Mycroft.

—Algunos de ellos probablemente lo son —respondió su amigo—, pero existen ciertas cosas, querido Roger, difíciles de explicar. Por ejemplo, ahí tienes el caso de ese famoso negro llamado Toussaint. Es posible que sea un engañabobos como tú afirmas, pero...

—¿Pero qué? ¿Quién es ese Toussaint?

—Pues parece ser que es haitiano; existe una leyenda que asegura que es descendiente de Cristóbal, el Emperador Negro. Yo no me atrevería a asegurar si esto es cierto o no, cómo tampoco eso de que ha sido un papaloi, ya sabes, un sacerdote brujo, pero lo que sí puedo garantizarte es que se trata de un hombre muy culto, graduado en Lima y en la Sorbona, muy correcto y educado. Aparte de esto...

—¿Qué milagros ha hecho? —le preguntó Mycroft, interrumpiéndole—. Te digo esto porque acabas de decirme que ha hecho cosas maravillosas.

—En efecto, las ha hecho. ¿Te acuerdas del viejo Meson, de Noble Meson y del sistema que utilizó su primera esposa para solventar la cuestión de la herencia?

—No me acuerdo muy bien —respondió Mycroft—. Creo que hubo un lío con el testamento.

—Yo no lo creo; lo aseguro —afirmó Dick—. El viejo Meson, cuando ya tenía sesenta años, se hizo mujeriego. Esa debilidad tenía un nombre: Suzanne Langdon. El sistema que esta mujer utilizó para apartarlo de su esposa fue nada menos que un puro ladronicio. No duró mucho después de haberse divorciado de Dorothy y casarse con Suzanne. Esto suele ocurrirles casi siempre a los hombres viejos que se casan con mujeres jóvenes. El viejo Meson se las ingenió para eliminar a cualquier persona con derecho a heredarle, con el objeto de que su segunda esposa fuese su única heredera.

»Cuando Meson murió y Suzanne se disponía ya a recoger la herencia, he aquí que la primera esposa, Dorothy, se presentó con un nuevo y posterior testamento, firmado, sellado, publicado y declarado, amén de inapelable, en Gibraltar. Parece ser que el viejo Meson sintió remordimientos de conciencia cuando vio llegar la hora de su muerte e hizo un nuevo testamento que anulaba al anterior, desheredando por consiguiente a Suzanne y dejando toda su fortuna a su primera esposa.

»Dicho testamento lo hallaron en el bolsillo de un abrigo suyo en su chalet de la isla, y también encontraron a las personas que habían servido de testigos, un pescador de Long Island y el mecánico de un garaje de Smithtown.

—¿Cómo? —preguntó Mycroft—. Quiero decir ¿cómo consiguieron adivinar dónde estaba el testamento y dónde vivían esos dos testigos?

—Pues gracias al famoso Toussaint. Dorothy había oído hablar de él y fue a Harlem a consultarle. Ella le contó todo esto a mi tía Matilde. Parece ser que Toussaint se puso en contacto con el espíritu de Meson, éste le dijo dónde estaba el testamento y dónde vivían los testigos. Toussaint le cobró unos honorarios muy elevados por su «trabajo», pero Dorothy quedó satisfecha y los pagó muy a gusto, ya que era muy grande la herencia que había dejado el viejo Meson.

Al día siguiente, Mycroft se había olvidado ya de aquella historia, pero cuando leyó en el periódico la noticia del fallecimiento de su amigo, entonces se decidió a consultar a Toussaint. Aquella noche, cuando atravesaba el Park, tomó esa decisión. Desde luego, seguía pensando que todo aquello era una idea descabellada, sin sentido ni lógica, pero la historia que la víspera le contara su amigo Prior se le había aferrado a la mente como una garrapata a la piel de un perro. Oh, desde luego que iría a ver a ese famoso Toussaint. Si no adivinaba lo que él pretendía saber, al menos pasaría un buen rato divirtiéndose con todos aquellos trucos que utilizan los engañabobos.

Los muebles y las alfombras hablan sido retirados del salón cuando Mycroft llegó a la casa de Toussaint diez minutos antes de la medianoche, dos días después. Delante de la vacía y fría chimenea habla ahora una especie de altar, una mesa alta cubierta con un paño blanco y sobre ella una cruz de plata, como cualquier capilla de un santuario. Pero también había otras cosas. Delante de la cruz había una serpiente negra enroscada, tallada o esculpida en madera negra también, y a cada lado de dicha serpiente habían situado un espeluznante cráneo humano. Altos cirios adornaban ambos lados del altar y prupurcionaban la única luz que iluminaba la habitación.
Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella semioscuridad, Mycroft observó que en el suelo había sido dibujada, con una tiza roja, una figura hexagonal, y en cada uno de los seis ángulos de dicha figura habían sido colocados seis pequeños platos llenos de una especie de polvo negro. Delante del altar, exactamente en el mismo centro del hexágono, había un sillón plegable como esos que se utilizan en la sala mortuoria de las pompas fúnebres en Estados Unidos.

Impresionado, Mycroft se puso a mirar por todos los rincones de aquel vasto salón tratando de buscar a Toussaint, y, cuando el gran reloj de pared dio la primera de las doce campanadas de la medianoche, oyó unos pasos junto a la puerta. Toussaint penetró en la estancia seguido de dos «asistentes». Los tres portaban casacas de brillante escarlata, y, sobre éstas, llevaban colocadas unas extrañas capas blancas. Por añadidura, los tres llevaban un gorro puntiagudo de color rojo, cual una mitra sobre sus cabezas

—Tome asiento —le dijo Toussaint indicándole el sillón situado en el centro del hexágono, delante del altar, pero todo esto dicho en un tono como si fuera una cosa urgente, necesariamente apremiante—. Y ahora, escúcheme bien: pase lo que pase, vea lo que vea, oiga lo que oiga, no saque ni un solo dedo de los límites del hexágono. Silo hace, será peor que un hombre muerto: estará usted perdido. ¿Me ha comprendido?

Mycroft afirmó con un movimiento de cabeza, y Toussaint se acercó al altar seguido de sus dos acólitos. No se arrodillaron ante el mismo, limitándose simplemente a hacer una profunda inclinación. Luego, Toussaint tomó dos cirios. los encendió y se los entregó a sus asistentes. Casi corriendo de uno a otro punto del hexágono, los acólitos empezaron a prenderle fuego a los polvos negros depositados en aquellos platillos metálicos, utilizando los cirios. A continuación se unieron a Toussaint, que se había situado ante el altar. Cuando el gran reloj de pared dio la última campanada de las doce de la noche, Toussaint gritó con voz estridente:

—Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.

Igual que en una congregación religiosa, los acólitos repitieron las palabras de su maestro de ceremonias:

—Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.

—Papa Legba, abre completamente la puerta para que ellos puedan pasar —entonó Toussaint, y una vez más los asistentes repitieron sus palabras.

Parecía como ese ruido que produce el Metro, o uno de esos ruidos extraños que suelen oírse por la noche en cualquier ciudad populosa, pero Mycroft se habría atrevido a jurar que acababa de oír el estruendo de un trueno lejano. Una y otra vez, Toussaint volvió a repetir que se abriera «la puerta», mientras los acólitos hacían eco de su invocación. Aquello empezaba ya a ser aburrido. Mycroft cambió de postura en su incómodo sillón y miró por encima de su hombro.

Su corazón se contrajo bruscamente y la sangre se le revolvió en sus oídos. Alrededor del hexágono marcado con tiza le pareció ver, a través del humo que se desprendía de los platillos metálicos, unas confusas e indefinidas formas, que no parecían humanas, pero eran muy semejantes. No se movieron, no se disiparon al igual que la neblina cuando sopla el viento, sino que permanecieron verticales, inmóviles en aquella apacible atmósfera.

—Papa Legba, abre completamente la puerta para que este hombre tenga la posibilidad de hablar con quien pueda venir a través de ella.

Las anteriores palabras fueron pronunciadas por Toussaint. Inmediatamente las silenciosas formas parecieron transformarse en una especie de sustancia. Mycroft pudo entonces distinguir algunos rostros: Willis Dykes, el herrero; Freddie Pyle, el barbero; Curtis, Sacket, Ernue Proust; todos sus antiguos camaradas, uno tras otro. Mycroft los veía dentro del círculo silencioso al igual que un hombre ve unas imágenes a través de un negativo fotográfico al exponerlo a la luz. En aquel instante la forma de hablar de Toussaint había cambiado. Ahora había dejado de ser una reiterada letanía para convertirse en gritos de victoria:

—¡Damballa Oueddo, Maestro de los Cielos! ¡Estás aquí, oh Damballa! Abre completamente la boca de los muertos, Damballa Oueddo. Dales el suficiente aliento para que puedan hablar y responder a unas preguntas; otorga a este hombre aquí presente el ardiente deseo que anida en su corazón.

Luego, volviéndose de espaldas al altar, Toussaint le dijo a Mycroft:

—Vamos, de prisa, diga rápidamente lo que tenga que decir. Este misterioso poder no durará mucho tiempo.

Mycroft sacudió su cuerpo como un perro mojado al salir del agua. Durante un instante le pareció ver en su mente el patio de la mansión de don José, los rostros de sus camaradas, la hermosa figura de Juanita bañada por los rayos de la luna, encantadora como un hada, mientras les sonreía, prometiendo...

—Juanita, ¿dónde está Juanita? —preguntó suavemente—. Ella prometió que entregaría su corazón al último hombre.

—Estoy aquí, querido,

Hacía cincuenta años, o quizá más, que no oía la voz de Juanita, pero la reconoció como si hubiera sido ayer, o sólo diez minutos antes.

—Juanita —murmuró tenuemente, y el aliento se le quebró en la garganta al pronunciar su rombre.

Juanita avanzó hacia él, rápidamente, pasando a través de aquellas filas de formas difusas, como una persona que camina a través de temblorosas espirales de argéntea neblina. Sus manos avanzaron hacia él. Iba toda vestida de blanco desde la gran peineta de marfil blanco en sus cabellos de oro hasta las pequeñas y blancas sandalias que cubrian sus hermosos pies. Su blanca mantilla, coquetamente le cubría el rostro, pero el temblor de aquélla por su jadeante respirar revelaba su impaciencia.

—Roger —dijo pronunciando su nombre sílaba por sílaba—. Roger, mi amado, mi bienamado.

Mycroft se levantó del sillón, dirigió sus brazos hacia Juanita, e intentó coger sus enguantados dedos, sin darse cuenta de que había transgredido los límites del hexágono marcado con tiza roja.

—Juanita, Juanita, he esperado tanto.

La mantilla le cayó hacia atrás apenas le tocó los dedos. Había algo extraño en su rostro. Esta no era la imagen que él había llevado en su corazón durante más de cincuenta años. Debajo de aquella corona de cabellos de oro, entre los pliegues de aquella blanca mantilla, un cráneo descarnado, sin cabellera amarillento, le miraba. Las cuencas de sus ojos vacías, le miraban fijamente, y unos dientes sin labios gesticulaban una mueca siniestra, sonriéndole diabólicamente. Mycroft se desplomó como si le hubieran dado con un mazo, y cayó tan pesadamente al suelo, que las llamas de los cirios titilaron.

—Maître —dijo uno de los acólitos tirando de la blanca sobrepelliza de Toussaint—, Maître. este hombre está muerto.

Seabury Quinn (1889-1869)




Relatos góticos. I Relatos de Seabury Quinn.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Seabury Quinn: El último hombre (The Last Man), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Claro de luna»: Seabury Quinn; relato y análisis


«Claro de luna»: Seabury Quinn; relato y análisis.




Claro de luna (Clair de Lune) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Seabury Quinn (1889-1969), publicado en la edición de noviembre de 1947 de la revista Weird Tales.

Claro de luna, uno de los más conocidos cuentos de Seabury Quinn, pertenece al ciclo de relatos pulp de Jules De Grandin, aquel detective paranormal dedicado a resolver casos que desafían a la razón.

En esta ocasión, Jules De Grandin debe emplear toda su experiencia como detective de lo oculto para resolver un caso estremecedor, el cual involucra una serie de ataques que dejan a sus víctimas literalmente vacías de sangre. Todo apunta a una misteriosa mujer, Madelon Leroy, quien al parecer es una vampiresa.

Claro de luna se asemeja —por momentos, demasiado— al argumento de Carmilla (Carmilla), de Sheridan Le Fanu, que a su vez también es protagonizado por otro detective que investiga lo sobrenatural: el doctor Martin Hesselius.




Claro de luna.
Clair de Lune, Seabury Quinn (1889-1969)

De Grandin, mi amigo, se volvió hacia mí, enarcando las cejas y con los labios redondeados, como si se dispusiera a emitir un silbido.

—¿Comment? —preguntó—. ¿Qué decía usted?

Sonreí.

—Usted me comprende perfectamente —repuse—. Le decía que de no saber yo que es un misógino empedernido pensaría que está considerando en estos momentos la posibilidad de tener un affaire con esa muier. No ha apartado un intante los ojos de ella desde que nos instalamos aquí.

Sus pequeños y azules ojos se animaron. Retorcióse las puntas de su diminuto y rubio bigote, recordándome su gesto los movimientos de un gato tras una comida especialmente sabrosa.

—Bien, lo cierto es que ella me interesa.

—Es lo que deduje.

—¿No es acaso une bonne bouchée, merecedora del interés de cualquier hombre?

—Es verdad —admití—. Resulta una mujer exquisita. Sin embargo, su forma de observarla...

—¡Oh! ¡El doctor Trowbridge! ¡El doctor De Grandin! —La señorita Templeton, la patrona del establecimiento, eterna promotora de buenos momentos, cruzó la terraza, dirigiéndose a nosotros—: ¡Estoy emocionada!

—¿De veras, mademoiselle? —El doctor De Granjin se puso en pie, acogiéndola con una sonrisa particularmente cordial—. Me intriga usted. ¿Y cuál es la causa de su emoción?

—¡Se trata de Madelon Leroy! ¡Va a asistir a nuestro baile de esta noche! ¿Sabe usted? Se ha mostrado tan terriblemente solitaria desde su llegada aquí. Decía que había elegido la costa para descansar y que no quería ver a nadie. Pero se ha aplacado.

—Esto, por supuesto, es muy interesante —dijo mi amigo, interrumpiéndola—. Desde luego, puede usted contar con nuestra asistencia a la velada, mademoiselle.

Mientras Dot Templeton danzaba de un sitio para otro, haciendo saber a otros huéspedes la buena nueva, él consultó su reloj.

¡Mon Dieu!, amigo Trowbridge —exclamó—. Es casi la una y todavía no hemos almorzado. Vámonos a toda prisa al comedor. Estoy medio muerto de hambre. Me siento desfallecido, verdaderamente.

Dos mesas más allá de nosotros, junto a una ventana, por la que entraba la fresca brisa del océano, Madelon Leroy hacía los honores al almuerzo indiferente, casi despreciativa, ante las miradas de que era objeto continuamente. Era, corno Jules De Grandin había señalado, merecedora de la atención de cualquiera. Su actuación en el Claro de Luna de Eric Maxwell, había llevado a la crítica al delirio. No solamente había sido elogiado su talento como actriz, sino también su exquisita belleza de heroína de cuento de hadas, su delicada fragilidad, que hacía pensar en algo ultraterreno.

Cuando después de su resonante y prolongado triunfo en Broadway se negó a considerar siquiera las ofertas más tentadoras de Hollywood se desencadenó una tormenta de publicidad que puso a los agentes teatrales en estados delirantes. A muchos dibujantes y pintores se les permitió que esbozaran retratos suyos, pero ella se negó con firmeza a ser fotografiada, y con objeto de burlar a los reporteros y otros fanáticos de la cámara siempre que aparecía en público lo hacía envuelta en velos y telas, como una odalisca o una monja. Las representaciones de Claro de Luna fueron suspendidas hacia el verano. Su misteriosa estrella descansaba junto al mar cuando Jules De Grandin y yo nos hospedamos en el Adlon.

Disimuladamente, utilizando el menú como pantalla, la estudié. De Grandin no se molestaba en fingir, mirándola como sólo un francés sabe mirar a una mujer para no llegar a ofenderla. Era una hermosa mujer, de piel casi transparente, de dorados cabellos, que dibujaban una especie de halo glorioso en torno a su menuda cabeza; los ojos eran grandes, de suave mirar y de un tono azul cerúleo. Tenía su persona la fragilidad del hada, casi angélica; el cuello poseía una graciosa curvatura; su perfil resultaba perfecto. Aunque no era pequeña realmente, lo parecía, por su esbeltez, por su justa corpulencia. Sus movimientos eran suaves, casi lentos. Perfilada contra la ventana, parecía una princesa de cuento de hadas.

Une belle créature, n'est-ce-pas? —comentó De Grandin cuando hizo acto de presencia el camarero para tomar nota de lo que queríamos comer.

Con esto, mi amigo se desentendió de la joven. Las mujeres eran para él las flores que embellecían el sendero de la existencia, pero la comida, y la bebida, Mon Dieu!, como hubiera dicho él: ¡sin estas dos cosas la vida resultaba imposible!

La señorita Leroy llamó la atención de todos durante la recepción que precedió al baile aquella noche. Si había parecido cautivadora en las discretas sombras del comedor, o en la terraza del hotel, o al emerger de las aguas embutida en su blanco traje de baño de satín, atractiva como una náyade, aquella noche se hallaba en condiciones de provocar el delirio en sus admiradores. Más que nunca, parecía ahora un ser de otro mundo. Su vestido, de, género de punto, se ceñía fielmente a su cuerpo, careciendo de mangas. Eran apreciables todas sus curvas, que componían una figura impecable, por sus proporciones. El vestido se le ajustaba al talle mediante un cordón que terminaba en dos tiras rematadas con borlas. De vez en cuando, al andar, podían verse las plateadas sandalias que calzaban sus lindos y desnudos pies. Había recogido sus dorados cabellos en un moño suelto, del que pendía una estrecha cinta blanca. En el brazo izquierdo, por encima del codo, lucía un ancho brazalete de oro labrado con motivos griegos. No llevaba más joyas ni ornamentos.

En tales condiciones, aquella mujer debía resultar forzosamente encantadora, atractiva, incluso. Pero existía algo vagamente repelente en su persona. Tal vez fuera su lenta y más bien condescendiente sonrisa, en la que no se advertía el menor indicio de cordialidad, de humana simpatía; quizá se tratara de la rara expresión de sus ojos... Eran ojos de persona experimentada, cansada, más bien triste, como si desde el momento en que se abrieran a la luz hubieran visto en los seres humanos una raza nada agradable, como si los hombres hubieran sido algo que no valía la pena mirar dos veces. Podía ser, sí, que todo residiera en sus ojos, los cuales, pese a los trabajos de los expertos en el terreno de la belleza, presentaban en sus comisuras una tupida red de arrugas; de otro lado, los párpados habían sido tratados con un producto débilmente verdoso que los hacía brillar un tanto siniestramente. Desde luego, aquellos no eran los párpados de una mujer de veinte años, ni siquiera de treinta y tantos.

—Doctor Trowbridge —Ella extendió una mano pequeña como la de una niña, de rosadas uñas, frágil como un iris blanco—, Doctor De Grandin.

El francés hizo sonar sus tacones al cuadrarse ante ella.

—Enchanté, mademoiselle —el hombre se inclinó sobre la mano, acercándosela a los labios—. Je suis très heureux de vous voir! Me siento encantado de verla.

Cuando De Grandin se irguió, él y Madelon Leroy se miraron a los ojos directamente, y aunque en sus rostros no se movió nada, algo vago, intangible como el aire, perceptible sin embarao como un escalofrío, pareció formarse alrededor de los mismos, igual que una envoltura de frío vapor. Por unos instantes se calibraron mutuamente, cautos como unos practicantes de la esgrima, o unos boxeadores que tantean sus fuerzas. Tuve la impresión de que eran como dos productos químicos que aguardaran solamente la adición de un agente catalítico para explotar, provocando una devastadora detonación. Luego, fue presentado el siguiente invitado y nosotros nos apartamos. Sentí lo mismo que si nos hubiéramos visto inmersos en la temperatura normal del verano, procedentes de un frigorífico puesto al máximo de su rendimiento.

—¿Qué...?

Le llegada de Mazie Schaeffer me impidió acabar de formular la pregunta, apenas iniciada.

—¡Oh, doctor Trowbridge! ¿Verdad que es adorable? —inquirió Mazie—. Es la más bella, la actriz más maravillosa del mundo. No hay nadie como ella, Yo he oído hablar a papá y a Mumsie de Maude Adams, de Sara Bernhardt, de la Duse, pero Madelon Leroy las supera a todas. ¿La recuerdan ustedes en la última escena de Claro de Luna, cuando dice adiós a su amante en la puerta del convento, quedándose plantada simplemente allí, a la luz de la luna, sin pronunciar una sola palabra? No necesita realmente decir nada, ya que el espectador ve, ve palpablemente su corazón destrozado.

De Grandin dispensó a Mazie una cordial sonrisa.

—Tal vez sea debido todo, mademoiselle, a que ha dispuesto de mucho tiempo para perfeccionar su arte.

Mazie respondió inmediatamente, alzando su chillona voz:

—¿Cómo puede usted decir eso? ¡Si es una niña! ¡Es casi una criatura! Yo cumplo veintiún años en agosto y apuesto lo que usted quiera a que le llevo dos. No se trata de cosa del tiempo, doctor De Grandin, ni siquiera de talento. En ella es que hay genio, un genio extraordinario. De estas mujeres sólo se da una en cada generación.

El pequeño francés estudió a la joven atentamente.

—¿Has llegado a conocerla, quizá?

—¿Que si la he conocido? —Las manos de Mazie fueron instintivamente hacia su pecho, como si hubiera querido contener los latidos de un tumultuoso corazón—. ¡Oh, sí! Fue muy amable conmigo. Me invitó a visitar su suite mañana, para tomar el té juntas.

—¿Tan pronto? —explotó De Grandin—. ¿Es verdad lo que dices, jovencita?

—¡Pues claro que es verdad! ¿No le parece maravilloso? Todavía me lo parece más por el hecho de ocurrirme a mí. Sí. Es terriblemente maravilloso.

—Ahora te has expresado correctamente —manifestó él con un gesto de asentimiento—. Terriblemente maravilloso, es cierto. Bon soir, mademoiselle.

Cuando hubimos dejado atrás el atestado salón, pasando a la amplia y fresca terraza, le pregunté:

—Bueno, ¿qué significa todo esto?

—También yo quisiera saberlo —respondió mi amigo, sombrío.

—¡Por el amor de Dios, De Grandin! No sea usted tan condenadamente misterioso. Yo sé que existe algo entre usted y esa mujer. Lo percibí cuando se saludaron. ¿Qué es lo que...?

—También yo quisiera saberlo —repitió él—. Una cosa es sospechar algo y otra muy distinta saber. Y yo no abrigo más que una leve sospecha. Si le dijera qué es lo que en estos momentos atormenta mi mente, me expondría a cometer una grave injusticia contra un ser inocente. Au contraire, si me mantengo en silencio podría causar un daño grave, irreparable, a otra persona. No sé qué hacer.

Consulté mi reloj.

—¿Por qué no nos vamos a la cama? Son más de las once y emprendemos el regreso mañana por la mañana. Es nuestra última oportunidad de lograr una noche entera de descanso, sin desagradables interrupciones, sin pacientes que nos saquen del lecho a horas intempestivas.

—Aquí no hay bebés que tengamos que ayudar a nacer, ni ancianos que se deciden a abandonar el mundo. Es decir: seguramente —manifestó De Grandin, con una burlona sonrisa—. Sí, creo que está usted en lo cierto. Disolvamos nuestras preocupaciones en el sueño.

A la mañana siguiente, cuando precedidos por dos botones que llevaban nuestro equipaje nos disponíamos a abandonar el hotel, yo me eché a un lado con el fin de dejar paso a dos mujeres que se encaminaban a la playa. Era la primera de mediana edad, hallándose en posesión de una larga y afilada nariz, pequeños ojos y una piel morena. En sus negros cabellos se observaban ya muchas canas; llevaba el clásico gorro blanco almidonado de las doncellas. Vestía de uniforme, de tela oscura, con puños y un delantal blancos. Sobre el brazo derecho se había echado una enorme y esponjosa toalla de baño. A mí me pareció una mujer de aspecto imponente, que debía de haber conocido mejores días.

Detrás de ella, cubierta como una mujer árabe, con telas blancas, avanzaba una figura más pequeña, que calzaba chanclos de playa. Los dedos de una de sus manos asomaban al tomar un pliegue de la holgada prenda. Observé que eran de rojizas yemas, con unas uñas largas y afiladas, extremadamente finas. Pude captar fugazmente el rostro de su dueña. Se trataba de Madelon Leroy. Pero aquella cara se hallaba tan alterada que apenas guardaba semejanza con la del radiante ser de la noche anterior.

Era una faz aquella tan pálida como la luz de la luna de marzo; las delicadas y pequeñas depresiones bajo los pómulos se habían acentuado hasta dar al rostro una expresión desagradable. Sus labios, un poco separados, parecían haberse marchitado; sus ojos daban la impresión de haberse hecho más grandes, pero ahora estaban exageradamente hundidos en la cara. La cara tenía una expresión anhelante, pero con un tono impersonal. Lo único que no había cambiado en ella era la gracia de sus movimientos. Caminaba con toda naturalidad, sin que el paso revalera el menor esfuerzo, moviendo sus lisas caderas ligeramente.

¡Grand Dieu! —oí murmurar a De Grandin. Al pasar ante él la mujer, De Grandin se inclinó en una leve reverenda, llevándose la mano al ala del sombrero—. ¡Mademoiselle!

Ella pasó como si De Grandin no se hubiera encontrado allí. Sus cavernosos ojos se fijaron en la playa, sobre cuyas arenas unas suaves olas dejaban encajes de espumas.

—¡Santo Dios! —exclamé a mi vez cuando avanzábamos ya hacia el coche que nos esperaba—. Parece haber envejecido veinte años o más. ¿Qué piensa usted de eso?

De Grandin me miró, muy serio.

—No sé a qué atenerme, amigo Trowbridge. Anoche concebí unas sospechas; hoy las veo casi confirmadas. Es posible que mañana pueda estar al tanto de todo con exactitud. Ahora bien, mañana podría ser demasiado tarde.

—¿A qué se está usted refiriendo? —inquirí—. ¿Qué significa este misterio?

Plus ça change, plus c'est la même chose. ¿Recuerda usted esta cita? —contraatacó él.

Permanecí en actitud reflexiva un momento.

—¿No es eso lo que Voltaire dijo acerca de la historia? Cuanto más cambia, más viene a ser la misma.

—En efecto —asintió mi interlocutor—. Y nunca dijo una verdad de mayor calibre. Una vez más, la historia se repite. Nadie puede afirmar con qué trágicas consecuencias.

—¿Trágicas consecuencias? ¿Para quién?

On ne sait pas —De Grandin se encogió de hombros—. ¿Quién puede decir dónde descargará su furia el rayo, amigo mío?

Hacía cosa de una semana que habíamos regresado de la costa. Me disponía a dar por terminada mi jornada de trabajo cierto día cuando sonó el timbre del teléfono.

—Sam: soy Jane Schaeffer —dijo la turbada voz de mi comunicante—. ¿Podrías venir inmediatamente?

—¿Qué ocurre?

El día había sido muy caluroso y cansado, y Nora McGinnis había preparado para mí un plato de ternera con salsa agridulce. No tenía el menor deseo de efectuar un desplazamiento de más de tres kilómetros, perdiéndome el cóctel de la noche y la sabrosa cena.

—Se trata de Mazie. Al parecer, se encuentra peor.

—¿Peor? —repetí—. A mí se me antojó que estaba perfectamente cuando la vi en la costa. Tenía la viveza de los grillos.

—A su regreso a casa no podía hallarse mejor. Pero luego ha empezado a comportarse de una manera muy extraña, debilitándose día por día. No sé si será algo de pecho, o una leucemia.

—Bueno, tómatelo con calma. No se puede estar bailando todas las noches hasta las tres de la madrugada, jugando además al tenis por la tarde, sin perder algo. Dale a modo de cena una tostada y una taza de té, métela en la cama y me la traes a la consulta por la mañana.

—¿Quieres escucharme, Sam Trowbridge? Mi hija se está muriendo, la tengo en la cama, y todo lo que me dices es que le dé una tostada y una raza de té. Vas a hacerme el favor de meterte en seguida en tu coche. Te esperamos.

—Bueno, de acuerdo —contesté para aplacar a mi comunicante—. Que guarde cama y...

—Pero, ¿no te he dicho que la tengo en la cama? No se ha levantado en todo el día. Está demasiado débil.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —inquirí, bastante irrazonablemente—. Estaré ahí en seguida.

—¿Qué sucede, mon vieux? —De Grandin apareció en la puerta de la consulta, llevando una coctelera en las manos—. No me diga que se va. Los martinis tienen ahora el grado de frialdad preciso.

—Hay que aplazar eso —repuse entristecido—. Acaba de llamarme Jane Schaeffer para decirme que Mazie no se encuentra nada bien. Está tan débil que esta mañana no pudo levantarse.

¡Feu noir du diable! ¡Fuego negro de Satanás! ¿Me está usted hablando de aquella jovencita que fue seleccionada como víctima? ¡Morbleu! Debiera haberlo comprendido.

—¿Qué significa eso? —le interrumpí con viveza—. ¿Que es lo que sabe usted?

—Yo no sé nada. Absolutamente nada. Pero si lo que tengo buenas razones para sospechar es cierto. ¡Vamos! Volemos para poder ayudarla. ¿La cena? ¡Al diablo la cena! Tenemos cosas más importantes en qué pensar ahora.

Su madre no había exagerado al hablar del estado en que se encontraba Mazie. La hallamos en estado prácticamente comatoso, con unas profundas concavidades bajo los pómulos, con unas ojeras terribles. Tenía los ojos como de fiebre, brillantes, pero la mano que tomé entre las mías parecía estar muerta. Recurrí a mi termómetro y vi que apenas llegaba a los veintisiete grados. Su pulso era débil, latiendo a menos de setenta pulsaciones por minuto. Echó la cabeza a un lado cuando me dejé caer sobre una silla, junto a la cama. La sonrisa que me ofreció era una bnrda imitación de la suya de siempre, eternamente contagiosa. En ésta de ahora no existía ningún destello de alegría.

—¿Qué sucede aquí? —pregunté, notando que la epidermis de sus manos estaba reseca, áspera, endurecida—. ¿Qué le han estado haciendo a mi niña?

Los párpados se abrieron perezosamente y ella pronunció unas palabras, en un tono de voz tan débil que no pude entender nada.

—¿Cómo has dicho, pequeña?

—De... dejadme ir... Tengo que irme... Debo hacerlo... —musitó la chica—. Ella estará esperándome... me necesita...

—¿Está delirando?

De Grandin hizo un movimiento denegatorio de cabeza.

—No lo creo así, mi amigo. Está débil, en efecto, muy débil, pero no ha perdido el conocimiento. ¿Qué síntomas aprecia en ella?

—Si no la hubiéramos visto fuerte y bien alimentada sólo dos semanas atrás, yo diría que es víctima de una evidente desnutrición. He tenido ocasión de asistir a casos como éste después de la primera guerra mundial, cuando servia con las unidades belgas de auxilio.

—Su saber y experiencia no le han abandonado, amigo mío. La chica está desnutrida, en efecto, y nosotros le prescribiríamos nuez vómica, de seguir el consejo de alguien, pero primero procuraremos darle carne, una buena taza de té, y a continuación un huevo y leche con un poco de coñac.

—Pero, ¿cómo ha llegado a tal estado de desnutrición?

—Sí, desde luego. Es lo que tendremos que averiguar.

Cuando bajábamos las escaleras, Jane Schaeffer preguntó:

—¿Qué le ocurre? ¿Habrá contraído alguna infección durante su estancia en la costa?

De Grandin apretó los labios, tomándose la barbilla entre el pulgar y el índice.

—Es posible, madame. ¿Cuánto tiempo lleva así?

—Casi desde el día de su regreso. En la costa conoció a Madelon Leroy, la actriz, que convirtió en seguida en su ídolo. Se pasaba todo el día prácticamente con la señorita Leroy. Creo que el segundo o tercer día fue a verla a sus habitaciones, regresando a casa casi exhausta y yéndose derecha a la cama. A la mañana siguiente se sentía muy débil. Se levantó hacia el mediodía, comió algo y se fue en busca de Madelon Leroy de nuevo. Por la noche, a la vuelta, no podía tenerse en pie. Su debilidad, a partir de entonces, ha ido en aumento.

De Grandin escrutó atentamente el rostro de Jane.

—Nos ha dicho usted que la chica tiene un apetito excelente.

—¿Excelente? ¡Soberbio! ¿No cree usted que podría ser una solitaria, algún parásito que...?

Mi amigo asintió, pensativo,

—Verdaderamente, cabe tal posibilidad, madame.

A continuación, preguntó con toda naturalidad, como si la cosa no tuviera importancia:

—¿Dónde vive en la actualidad la señorita Leroy? ¿Usted lo sabe?

—Tomó una suite en el Zachary Taylor. No me explico por qué prefirió esto a Nueva York.

—Quizás haya alguien que lo sepa, madame Schaeffer. Bien. Muy bien. Así pues, se instaló en el Hotel Taylor y...

—Y Mizie ha ido a verla allí día tras día.

Très bon. Uno comprende, en parte, al menos. La enfermedad de su hija no es desesperada, pero resulta mucho más seria de lo que al principio nos figurábamos. La enviaremos al Sanatorio Sidewell en seguida, donde hará reposo absoluto, vigilada constantemente por una enfermera. Bajo ningún concepto dirá usted a nadie dónde se se encuentra, madame. Y no tendrá visitantes de ninguna clase. Ninguno. ¿Me ha comprendido?

—Sí, señor, pero...

—¿Pero qué?

—La señorita Leroy ha llamado hoy dos veces, sintiéndose al parecer muy afectada cuando le dije que Mazie no había podido levantarse. Si viniera a verla...

—He dicho que nada de visitantes, madame. Es una orden, hágase cargo.

—Espero que sepa usted lo que está haciendo —gruñí cuando dejamos la casa de los Schaeffer—. No encuentro desacertado su diagnóstico, ni el tratamiento, pero, ¿ a qué viene tanto misterio? Si usted sabe algo...

—No se trata de que yo me empeñe en crear en este caso un ambiente de misterio —declaró De Grandin—. Es que me confieso un hombre ignorante. Soy como un hombre ciego que estuviese siendo objeto de las travesuras de unos chicos traviesos. Extiendo las manos en un sentido y otro, pero no acierto a asir nada. ¿Usted se acuerda de que hace poco estuvimos refiriéndonos a la frecuencia con que la historia se repite?

—Sí, la misma mañana en que abandonamos aquel lugar de la costa.

—En efecto. Ahora escúcheme atentamente, amigo mío. Lo que voy a decirle puede ser que no tenga sentido, pero podría ocurrir también lo contrario. Considere esto: Hace algunos años, más de los que a mí me gustaría que hubieran pasado, asistí a una representación en el Théâtre Français, donde actuaba una mujer llamada Madelon Larue. Era la gran atracción de París porque en un época muy distinta de la que vivimos se atrevía a practicar la danza au naturelle. Era muy bella, parbleu! No se podía decir que era una Venus o una Minerva. Se asemejaba más a Hebe, o a Clitie. Su aire juvenil, ingenuo, purificaba su desnudez. Suscitaba, en fin, más admiración que pasión. Como veraneaba cerca de Narbonne aquel año, fui a visitarle para, entre otras cosas, participar de su excelente Château Neuf. Le dije que había estado viendo a la Larue y se quedó desconcertado.

»¿Por qué razón? Porque, al parecer, en los días del Segundo Imperio había habido una actriz que era también la atracción máxima de París, una tal Madelon Larose. También ésta bailaba à découvert ante la dorada juventud que rodeaba al tercer Napoleón. Mi abuelo se prendó de ella en seguida. Me habló de su frágil y aniñada belleza, que encendía los corazones y los cerebros de los hombres. Al final de aquella conversación llegué a la conclusión de que Madelon Larose y Madelon Larue tenían que ser madre e hija, o bien la misma persona.

»No cabía otra alternativa. ¡Ah! Pero mi abuelo me contó algo más. He de decir que por el hecho de ser un experto en medicina legal se hallaba relacionado con la policía. Esta Madelon Larose, la de la frágil y aniñada belleza, empezó a envejecer de repente. En el espacio de sólo un mes se hizo diez o veinte años más vieja. A los dos meses era una anciana tan débil que no podía salir al escenario. Y yo le pregunto a usted ahora: ¿qué cree que pasó?

—Se retiraría —sugerí irónicamente.

—Nada de eso. Contrató los servicios de una secretaria y dama de compañía, una joven bretona rebosante de salud, y escúcheme con atención, por favor, al cabo de dos meses la chica había muerto, de inanición, al parecer, y Madelon Larue se dedicaba una vez más a bailar sans chemise para regocijo de los jóvenes de París.

»Se produjo un escándalo, naturalmente. La policía y la Sûreté llevaron a cabo algunas investigaciones. Pero al final de ellas no se averiguó nada en concreto. La secretaria había sido una moza fuerte, de saludable aspecto. Y había fallecido, por lo visto, de inanición. Larose, que había estado al borde de la desaparición, se veía más joven, fuerte y atractiva que nunca. En eso quedó todo. Nadie puede basar una actuación judicial en tales hechos. En fin, la chica fue enterrada decentemente en el cementerio del Père Lachaise, y Larose, por sugerencia de la policía, se trasladó a Italia.

»¿Qué hizo en este país? Cualquiera puede suponérselo. Ahora, emparejemos mi historia. Yo había visto actuar a la Larue en 1905. Cinco años más tarde, siendo yo miembro de la Faculté de Médicine Légale, me enteré de que se hallaba afligida por una extraña enfermedad, una dolencia que la hacía envejecer diez años en una semana; a las dos semanas ya no se halló en condiciones de presentarse en el escenario. ¿Qué pasó? Yo se lo explicaré.

»La mujer contrató los servicios de una masseuse, una joven fuerte, de excelente salud, en posesión de un físico robusto. A las dos semanas falleció, de inanición, al parecer. La Larue se rejuveneció de nuevo, quedando ya que no como una rosa sí como un lirio. Fui designado ayudante del juge d'instruction que se ocupó del caso. Llevamos a cabo detenidas investigaciones. ¡Oh, sí! ¿Y qué descubrimos en fin de cuentas? Solamente esto: la chica había sido una persona fuerte, de gran salud. Había muerto, al parecer, de inanición. La Larue había estado a punto de disolverse a consecuencia de una extraña enfermedad, una dolencia sin nombre, Ahora era joven, fuerte y atractiva como antes.

»Nadie puede basar un proceso criminal en eso. En fin, la pobre masseuse fue recientemente enterrada en Saint Supplice, y la Lame, por sugerencia de la policía, se trasladó a Buenos Aires. ¿Qué hizo alli? Cualquiera puede suponérselo.

»Veamos ahora qué es lo que tenemos. Ello no constituirá una prueba, pero podemos hablar de unos hechos: Larose, Larue, Leroy. Estos nombres son bastante similares. Una Madelon Larose qúe está a punto de morir, aparentemente, a causa de una rara enfermedad —de vejez, quizás—, establece contacto con una joven y recupera la salud y. por lo visto, la juventud, en tanto que la otra persona fallece, seca como una naranja chupada. Esto ocurre en 1867. Una generación más tarde, una mujer llamada Madelon Larue, que se acomoda a la descripción de la Larose perfectamente, se ve afectada por la misma dolencia, y recupera la salud, como le había pasado a la Larose, dejando a su espalda los restos de lo que había sido una joven fuerte, vigorosa, con la que había estado asociada. Esto sucede en 1910. Ahora, en nuestra época, una mujer llamada Madelon Leroy...

—Pero todo esto es una cosa totalmente fantástica —objeté—. Usted se limita a formular suposiciones. ¿Cómo identifica a Madelon Leroy con esas dos?

—Siga escuchándome, amigo mío —dijo De Grandin—. Usted se acordará, seguramente, de que nada más entrar la Leroy en nuestro campo de observación me sentí interesado.

—Ciertamente. No apartaba los ojos de ella.

Précisement. Porque en el momento en que la tuve delante me pregunté: ¿Dónde has visto tú esa cara antes, Jules De Grandin? Me contesté en seguida: No trates de engañarte. Sabes muy bien dónde la viste por primera vez. Se trata de Madelon Larue, la misma mujer que te causó tanta impresión cuando la viste bailar nu comme la main en el Théâtre Français en tus buenos tiempos. Volviste a verla, con todo su encanto y belleza, cuando llevabas a cabo indagaciones sobre la muerte de su joven y robusta masseuse.

»Sí que me acuerdo, me dije. ¿Y qué hace esta encantadora dama aquí hoy, al parecer con los mismos años que en 1905, o en 1910? Tú te has hecho mayor, tus amigos han envejecido. ¿Es que ella constituye una excepción de la regla general? ¿Va a estar siempre lozana, fresca, indiferente al paso del tiempo como la luz de la luna? La lógica más elemental te dice, Jules, que esto no puede ser, que esto se aparta de la norma que rige la vida de los seres vivos, continué considerando. Bueno, ¿y qué ocurre después? Hay una gran velada. Mademoiselle Leroy se enfrenta con su público. Nos vemos, nos miramos a los ojos, nos reconocemos mutuamente. En mí, ella ve al juez causante de algunas situaciones embarazosas años atrás. En ella, yo veo... ¿qué puedo decir? De todos modos, nos reconocemos, y ninguno de los dos nos sentimos felices con tal reconocimiento mutuo. No, desde luego que no.

Al día siguiente, por la tarde, fuimos al sanatorio para ver a Mazie. La encontramos más mejorada, pero todavía muy débil e inquieta.

—¿Cuándo voy a salir de aquí? —inquirió la joven—. Por favor, tengo un compromiso al que no quiero faltar, y me encuentro ya tan repuesta.

—Precisamente, mademoiselle —contestó De Grandin—. Estás mucho mejor, en efecto, Y no tardarás en recuperarte por completo. Para ello bastará con que tu organismo se empape de alimento comme une éponge.

—Pero...

—¿Pero qué? —inquirió De Grandin, enarcando las cejas expresivamente—. Explícate.

—Se trata de Madelon Leroy, señor. Yo estaba ayudándola.

—No lo dudo ni por un momento —manifestó mi amigo, asintiendo—. ¿En qué forma?

—Dice que mi juventud y mis energías le dan fuerzas para seguir. Está realmente al borde de una crisis, ¿sabe usted? Asegura que mis visitas le confortan, que suponen mucho para ella.

La severa mirada que sorprendió en el doctor De Grandin hizo guardar silencio a la muchacha momentáneamente.

—¿Qué ocurre, doctor? —inquirió luego.

—Escúcheme, Mazie, ¿Qué pasaba en el curso de tus visitas a la suite de esa dama, en el hotel?

—Nada, nada en realidad, Madelon. ¿Me permite que la llame así? Madelon se encuentra tan fatigada que apenas habla. No he visto nunca unas negligées más bonitas que las suyas. Luego, tomamos el té. Ella se acurruca entre mis brazos, como si fuera una niña. A veces sonríe en su sueño. Parece entonces un ángel.

—¿Y tú disfrutas con esta amistad?

—¡Oh, sí! ¡Mucho! Nunca había vivido una cosa tan maravillosa.

De Grandin sonrió al incorporarse.

—Bien. Dentro de unos años, esto constituirá para ti un feliz recuerdo, estoy convencido de ello. Entretanto, si te vas recuperando como hasta ahora, dentro de unos días...

—Pero, ¿y Madelon?

—Iremos a verla y se lo explicaremos todo. Sí. No faltaba más!

—¿Lo hará usted así, doctor? ¡Es usted muy bueno!

Mazie despidió a De Grandin con una sonrisa y se acomodó en el lecho para entregarse al sueño.

—La doncella de la señorita Leroy ha llamado tres veces hoy —nos explicó Jane Schaeffer, cuando nos detuvimos en su casa unos minutos, de regreso del sanatorio—. Parece ser que aquélla se encuentra enferma y siente unos deseos enormes de ver a Mazie.

—Ya me lo imagino —contestó De Grandin, secamente.

—Da la impresión de sentir un gran afecto por mi hija. Le conté finalmente lo que habían dicho ustedes, diciéndole dónde paraba ahora Mazie.

—¿Hizo usted eso? —inquirió De Grandin, como tragando saliva.

—¿Qué hay de malo en ello? Me figuré que...

—Ha cometido usted un error, madame. Recordará que le dijimos que la chica no podía recibir visitas. Vamos a poner remedio a la cosa, con la mayor rapidez posible, pero si a su hija le ocurre algo suya será la culpa. Bon jour, madame.

De Grandin hizo sonar sus tacones al mismo tiempo que hacía una fría reverencia.

—Vámonos, amigo Trowbridge. Tenemos cosas por hacer, cosas que no admiten el menor aplazamiento.

Una vez en la calle, explotó como un petardo.

Nom d'un chat de nom d'un chien de nom d'un coq! Uno puede intentar defenderse ante los enemigos mal intencionados; en cambio, frente a la ingenuidad o la ignorancia no se puede hacer nada generalmente. Vamos, amigo mío. La rapidez viene a ser aquí ahora lo más esencial.

—¿A dónde tenemos que ir? —pregunté al poner en marcha el motor del coche.

—¡Al sanatorio! Si no nos damos prisa puede ser que lleguemos demasiado tarde.

El azul con que se ofrecían a la vista las distantes Montañas Oranges había perdido intensidad a causa de la calina de la tarde veraniega. La cinta de asfalto de la carretera se alargaba interminablemente a nuestras espaldas.

—¡Más de prisa, más de prisa! —dijo De Grandin, apremiante—. Tenemos que correr todo lo que podamos, amigo Trowbridge.

Unos minutos después teníamos a la vista un gran automóvil negro, muy elegante. Los ojillos de De Grandin escrutaron atentamente el vehículo.

—¡Es el de ella! —exclamé—. Tenemos que adelantarle.

Pisé a fondo el acelerador y la aguja indicadora de la velocidad se inclinó un poco hacia la derecha. Ochenta, ochenta y cinco, noventa. Con cada revolución de las ruedas se aminoraba la distancia que nos separaba del otro vehículo. El conductor del otro automóvil debía de habernos visto en el espejo retrovisor del coche. O quizá estaba pendiente de nosotros su pasajera. El caso es que también aceleró, despegándose, desvaneciéndose en una curva a los pocos minutos, entre un remolino de polvo y de humo de su tubo de escape.

Par la barbe d'un porc vert! —exclamó De Grandin—. ¡Se nos escapa!

Un enervante chirrido de frenos, seguido de un golpe sordo, le hizo callar. Al doblar por fin la curva se nos ofreció a la vista el gran sedán negro volcado a un lado de la carretera, con las ruedas girando al aire alocadamente; tenía el parabrisas y los cristales de las ventanillas destrozados. Del capó del motor salía una columna de humo.

¡Triomphe! —exclamó mi amigo, al tiempo que se apeaba, nada más detener yo nuestro coche, para echar a correr en dirección al automóvil siniestrado—. ¡Ya la tenemos en nuestras manos, Trowbridge!

El chófer se habla quedado detrás del volante. Hallábase inconsciente, pero no sangraba. En los asientos posteriores había dos mujeres: una muy fornida, en la que reconocí a la doncella de la señorita Leroy; envuelta en velos, hasta el punto de parecer un fantasma gris, vi a Madelon Leroy, una figura muy diminuta al lado de su criada.

—Cuide de ese hombre, amigo Trowbridge —me ordenó De Grandin, cuando ya había dejado caer la mano sobre el tirador de una de las puertas traseras—. Yo me ocuparé de sacar de ahí a esas mujeres.

Haciendo acopio de fuerzas, extrajo del coche a la doncella, desmayada, depositándola en un lugar seguro. Después, concentró su atención en Madelon Leroy. Yo me las había arreglado para dejar al chófer junto a la carretera. Segundos después, surgió una llamarada del sedán siniestrado. El depósito de gasolina estalló como si hubiera sido una bomba, saliendo proyectados en todas direcciones numerosos trozos de vidrio.

—¡De buena nos hemos librado! —exclamó, jadeante, abandonando el árbol cuyo tronco utilizara como parapeto—. Si tardamos unos momentos más en llegar esta gente hubiera ardido con el coche.

De Grandin asintió, un tanto absorto.

—Si usted se queda aquí con ellos yo intentaré localizar un teléfono para llamar a una ambulancia. Estas personas necesitan cuidados inmediatos, especialmente mademoiselle Leroy. ¿Tiene usted influencia en el Mercy Hospital?

—¿Que si tengo...? No le entiendo, De Grandin.

—Quiero que se ocupe de que estas personas queden instaladas en habitaciones independientes. Si es así, todos saldremos ganando con ello.

Nos sentamos junto a la cama de ella, en el Mercy Hospital. El chófer y la doncella ocupaban sendas habitaciones. A Madelon Leroy le había sido asignada una «suite» en el último piso. El sol se acercaba al ocaso, convertido en una especie de balón carmesí, flotando en un mar rosado; una leve brisa jugaba incansablemente con las blancas cortinas de la ventana. De no haber conocido su identidad, ninguno de nosotros habría dicho que la mujer que se encontraba en aquella cama era la atractiva, la deslumbrante Madelon Leroy.

Su faz aparecía lívida, casi gris, de un gris verdoso; a través de la piel se adivinaban las líneas de su cráneo. Tenía las sienes hundidas, como los ojos; la nariz se había hundido extrañamente también, acortándose, haciendo más saliente la mandíbula y los arcos superciliares. Unas venitas azules acentuaban la extrema palidez de las mejillas, dando al rostro una apariencia de objeto de cera; las orejas eran casi transparentes; los labios se habían resecado, replegándose sobre los dientes, como si la mujer se esforzara para hacerse con un poco de aire.

—Mazie —murmuró, en un débil susurro—: ¿dónde estás, querida? Ven. Ha llegado la hora de nuestra siesta. Tómame en tus brazos, querida; apriétame contra tu frente y juvenil cuerpo.

De Grandin se incorporó, inclinándose sobre el lecho, mirándola no como un médico mira siempre a un paciente que sufre, sino con la frialdad del ejecutor que estudia a la persona condenada.

—Larose, Larue, Leroy... como quiera usted llamarse. Ha llegado por fin a la meta de su viaje por la vida. Ya no dispone de víctimas que puedan renovar su pseudojuventud. Llegó un día al mundo (Dios sabe cuantos años hace de eso) y ha sonado para usted la hora de irse.

La mujer volvió hacia él los ojos, unos ojos sombríos, sin el menor brillo. En su marchita faz fue apareciendo trabajosamente una expresión elocuente: le había reconocido.

—¡Usted! —exclamó en voz muy baja, delatadora de un gran pánico—. Por fin me has encontrado. Tú, mi enemigo.

Tu parles, ma vielle —replicó De Grandin, con naturalidad—. Tú lo has dicho. Te he encontrado por fin. No me fue posible materialmente evitar que absorbieras la vida de aquella desgraciada persona en 1910; tampoco pude interponerme entre tú y la joven de los días de Napoleón III. Pero esta vez estoy aquí, sí. Todo queda atrás ya; el fin se aproxima.

—Ten piedad de mí —rogó ella, temblorosa—. Ten piedad de mí, hombre cruel. Yo soy una artista, una gran actriz. Mi arte hace felices a millares de seres. Durante años, he llevado un poco de alegría a los que vivían tristes o atribulados. Compáreme con otras mujeres. ¿Qué representan a mi lado las campesinas, las hijas de los comerciantes, las de la burguesía? Yo soy Claro de Luna, la luz de la luna reflejándose en unas aguas remansadas; la dulce promesa del amor todavía no logrado.

—Yo creo que la luna se está poniendo, mademoiselle —dijo De Grandin, interrumpiéndola secamente—. Si desea los auxilios de un sacerdote...

¡Nigaud, bête, sot! —susurró ella—. ¡Estúpido! ¡Necio! ¡Hijo de padres imbéciles! No necesito a mi lado a ningún sacerdote, no quiero que me hablen de arrepentimientos ni de redenciones. Lo que sí deseo es recuperar mi juventud y mi belleza. Haz venir aquí a una muchacha limpia, joven, llena de salud.

Ella se interrumpió al ver una dura mirada en los ojos de De Grandin. Apenas tenía fuerzas ya para insultarle. Pero de sus labios salieron todavía epítetos que habrían hecho enrojecer de vergüenza a una comadre de los muelles de Marsella. De Grandin encajó aquel discurso con serenidad. Ni sonreía ni se mostraba irritado. Había en él una aire de indiferencia total, como si en aquellos instantes se hubiese hallado en un laboratorio, observando en el microscopio un nuevo y curioso espécimen.

—Eres una bestia, un perro, un cerdo —siguió diciendo la mujer—. Desciendes de apestosos camellos. Eres un hijo bastardo de una gata callejera y de un demonio de los infiernos.

Los médicos estamos habituados al espectáculo de la muerte. Al principio de nuestra carrera, ésta nos causa siempre una gran impresión; luego, nos acostumbramos. Sin embargo, en aquel caso, no pudé evitar un escalofrío, al observar el cambio que se estaba operando a mi vista. La azulada blancura de su piel tomó un tinte verdoso; todo parecía indicar que los microorganismos de la putrefactión operaban ya en ella; el rostro de la mujer se pobló de arrugas que eran como las grietas que se abren en el hielo; el tono rubio de sus cabellos se trocó en un tono amarillento sin brillo; las manos que asomaban por encima de las sábanas parecían las garras de un animal muerto y disecado. La cabeza de la mujer se incorporó un instante sobre la almohada; los ojos estaban enrojecidos y carecían de vida. Bruscamente, se quedó sentada en el lecho, doblándose en seguida por la cintura como una burda muñeca rota; las manos buscaron su propio pecho, agitado por una tos estértórica. Luego, cayó sobre su espalda, quedándose inmóvil.

No se oía nada, absolutamente nada en la habitación mortuoria. Ningún sonido llegaba hasta allí por las abiertas ventanas. El mundo parecía haberse paralizado con la quietud de la puesta del sol. Nora McGinnis habíase superado aquella noche. La cena que nos ofreció habría representado la máxima satisfaeción para un buen gourmet. Su ternera en salsa agridulce fue un regalo para nuestros paladares; lo mismo que sus pastelillos, sus quesos, su melocotón y la compota de ciruela. De Grandin apuró con delectación su taza de café; luego, sonrió como un querubín; a continuación aspiró el aroma de su Chartreuse vert con los ojos entreabiertos.

—¡Oh, no, amigo mío! —me dijo—. No puedo ofrecerle una explicación adecuada. Esto es como la electricidad: nos beneficiamos de sus efectos a cada paso, pero nada sabemos en cuanto a sus orígenes. Ya le dije que la reconocí nada más verla. Pero no acertaba a tomar en serio mis sospechas. Para esto, tuvo que reconocerme ella. Luego, me di cuenta de que nos enfrentábamos con algo maligno, con algo que rebasaba la experiencia cotidiana, aunque no se tratara de nada sobrenatural. Ella fue una especie de vampiro, un vampiro diferente de los tradicionales. El vampiro normal posee vida en su muerte. Ella permaneció enteramente viva. Seguiría así mientras encontrara en su camino víctimas frescas. De una manera u otra, Dios sabe cómo, adquirió la habilidad de absorber la vitalidad, la fuerza de las mujeres jóvenes y vigorosas, tomando de ellas todo lo que podían darle, dejándolas virtualmente vacías, hasta tal punto que sus víctimas perecían a consecuencia de su extrema debilidad, mientras que la actriz estrenaba una nueva juventud, gozando de un renovado vigor.

De Grandin hizo una pausa para encender un puro, añadiendo a continuación:

—Usted sabe que se admite generalmente que cuando un niño duerme con una persona de edad, o inválida, aquél cede su vitalidad a su compañero de lecho. En el Libro de los Reyes leemos que David, rey de Israel, al llegar a la edad madura, encontrándose muy debil, era reforzado por tal procedimiento. Ella se valía de un proceso similar, pero mucho más acentuado.

»En 1867 necesitó sesenta días para pasar de una juventud aparente a la edad avanzada. En 1910, el proceso duró dos semanas o diez días; este verano, se nos presentó joven por la mañana y al día siguiente era una anciana o mujer de edad madura, al menos. ¿Cuántas veces renovó su juventud y su vida valiéndose de jóvenes amigas? No lo sabemos. Estuvo en Italia y en América del Sur. Sólo Dios sabe qué otras partes del mundo visitó. Hay, no obstante, una cosa que parece ser cierta: con cada renovación de su juventud se tornaba más débil. Incidentalmente, habría llegado así al momento de la transformación casi repentina, a un instante en el que no hubiera dispuesto de tiempo para encontrar una víctima a la que chupar, por así decirlo, su vitalidad.

»Mazie había sido escogida como víctima esta vez, y de no haber estado nosotros donde estuvimos, creo que tendríamos otra tumba en el cementerio, gracias a la cual mademoiselle Leroy proseguiría sus actuaciones teatrales. Sí, sin duda. ¿Desea usted saber algo más? —inquirió De Grandin, al ver que yo no formulaba ningún comentario.

—Hay una o dos cosas que me desconciertan —respondí—. En primer lugar, quisiera saber si existe alguna relación entre su poca corriente habilidad para rejuvenerse a expensas de otras personas y su negativa a verse fotografiada. ¿Cree usted acaso que pudiera comportarse así, por otra parte, persiguiendo un efecto publicitario?

De Grandin consideró mi pregunta durante unos instantes, replicando luego:

—No, no es eso. Sucede que el objetivo de la cámara fotográfica es más detallista que nuestros ojos. Un buen maquillaje puede engañar al ojo humano; las lentes de la cámara, en cambio, van más allá, mostrando todas las imperfecciones, por menudas que sean. Por esta razón, seguramente, no quería que le hiciesen fotografías. ¿Se hace usted cargo?

Asentí.

—Otra cosa. Usted dijo en una ocasión a Mazie que estaba seguro de que el episodio de su amistad con la Leroy constituiría un bonito recuerdo en su vida. Usted ya sabía entonces a qué atenerse con respecto al proceder de la mujer, es decir, sabía que se valía de las jóvenes para, sin la menor piedad.

—Pues sí, es verdad que estaba entonces ya al cabo de la calle. Mazie se había relacionado con una extraña y bella actriz; la adoraba con el ardor que solamente pueden sentir las jóvenes por una mujer mayor y más mundana. De haberle dicho la verdad, se habría negado a creerme, y además yo habría atentado contra el ideal que su mente se había forjado. Es mejor que siga conservándolo, que se mantenga en una feliz ignorancia acerca de la verdadera condición de la persona que consideró amiga, respetando su recuerdo para siempre. ¿Por qué privarle de algo bello cuando guardando silencio, simplemente, podemos ayudarla a conservar un grato recuerdo?
Una vez más, hice un gesto afirmativo.

—Resulta difícil de creer todo esto, pese a haber sido testigo de ello —confesé—. Estoy dispuesto a aceptar su tesis, pero se me antojó algo cruel dejarla morir de aquel modo, aunque...

—Créame, amigo mío —dijo De Grandin, interrumpiéndome—. Ella no era una mujer realmente auténtica. ¿No recuerda lo que dijo de sí misma antes de morir? Manifestó que era un claro de luna, carente por completo de edad y de pasiones. El suyo era un egotismo llevado a ilógicas conclusiones; tratábase de un ser cuyo egoísmo iba más allá de otros pensamientos y propósitos. Era una rara, una extraña cosa, sin sentido acerca del bien o del mal, de la justicia o la injusticia, como un fauno o un hada, o cualquier otra grotesca criatura salida de un viejo libro de magia.

De Grandin apuró hasta la última gota del licor que había en su copa, alargándome ésta, ya vacía.

—Yo repito, si es usted tan amable, amigo mío.

Seabury Quinn (1889-1869)




Relatos góticos. I Relatos de Seabury Quinn.


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El análisis y resumen del cuento de Seabury Quinn: Claro de luna (Clair de Lune), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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