«Aylmer Vance y la vampiresa»: Alice y Claude Askew; relato y análisis.
Aylmer Vance y la vampiresa (Aylmer Vance and the Vampire) es un relato de vampiros escrito en colaboración entre Alice y Claude Askew —seudónimos de Jane de Courcy (1874-1917) y Arthur Cary (1866-1917)—, publicado en la edición del 1 de agosto de 1914 de la revista The Weekly Tale-Teller.
Aylmer Vance encarnó a uno de los tantos detectives paranormales de la época, pero también posee muchos elementos de raciocinio de Sherlock Holmes; con la diferencia que Aylmer Vance y su compañero, Dexter, especie de Watson con habilidades de clarividente, sólo se enfrentan a fenómenos paranormales.
Aylmer Vance y la vampiresa cierra el ciclo de relatos de Alice y Claude Askew, no por fatiga de aquel personaje entrañable, sino porque la pareja perdió la vida cuando su embarcación fue torpedeada por un submarino alemán durante la Primera Guerra Mundial; final trágico que este gran investigador paranormal no alcanzó a pronosticar.
Aylmer Vance y la vampiresa.
Aylmer Vance and the Vampire, Alice Askew y Claude Askew.
Aylmer Vance tenía habitaciones en Dover Street, Picadilly. Tras decidir seguir sus pasos y tenerle como profesor mío en materias paranormales, pensé que lo mejor era alojarme en la misma casa que él. Aylmer y yo en seguida nos hicimos buenos amigos. Fue él quien me enseñó a utilizar la clarividencia, facultad que yo desconocía poseer. He de decir que esta facultad mía nos fue de gran utilidad en más de una ocasión.
Sin embargo, más de una vez también le serví a Vance de memoria de sus aventuras más extrañas. En lo que a él respecta, nunca se preocupó demasiado de hacerse famoso, aunque un día por fin pude convencerle de que, en nombre de la ciencia, me dejase divulgar algunos de sus hallazgos.
Los incidentes que voy a contar a continuación ocurrieron poco después de que estableciéramos nuestra residencia juntos y mientras yo todavía era, por decirlo de alguna forma, un principiante. Serían las diez de la mañana cuando anunciaron la llegada de una visita. La tarjeta era de un tal Paul Davenant.
El nombre me resultaba familiar. ¿Tendría algo que ver con aquél Davenant con el jugador de polo y jinete, famoso por sus concursos de salto? Había oído que era un joven de buena posición y que, hacía más o menos un año, se había casado con una chica considerada la más guapa de la temporada. Todas las revistas publicaron fotos suyas, y recuerdo que pensé en lo buena pareja que hacían.
En ese momento apareció el señor Davenant. Al principio, dudé de si aquel individuo era el tipo en el que yo estaba pensando, pues parecía terriblemente demacrado, pálido y enfermo. De las fotos de su boda, de aquel hombre atractivo y fornido, sólo quedaba un joven caído de hombros, que arrastraba los pies al andar, y su rostro, sobre todo alrededor de los labios, parecía el de un ser anémico. Pero seguía siendo el mismo hombre, pues debajo de aquel aspecto macilento pude reconocer la huella del porte que una vez distinguió a Paul Davenant.
Tomó la silla que le ofreció Aylmer, después de saludarse cortésmente y, a continuación, me miró con desconfianza.
–Me gustaría hablar con usted en privado, señor Vance –le dijo–. El asunto que me trae hasta aquí es de gran importancia para mí, y podría decir que es una cuestión de delicada naturaleza.
Al oír aquello, me levanté inmediatamente para retirarme a mi habitación, pero Vance me sujetó por el brazo.
–Si ha venido porque conoce mi forma de trabajar, señor Davenant –le contestó–, si lo que desea es que lleve a cabo algún tipo de investigación en su nombre, le agradecería que hiciera partícipe al señor Dexter de todos los detalles. Dexter es mi ayudante. Pero, por supuesto, si usted no…
–¡Oh, no! – le interrumpió–. Si es su ayudante, ruego al señor Dexter que se quede. Tengo oído, además –añadió dedicándome una sonrisa–, que usted es de Oxford, ¿no es así, señor Dexter? Eso fue antes de que yo estuviera allí, pero sé que su nombre tiene algo que ver con el rio. Usted remaba en Henley, ¿no?, a menos que yo esté equivocado.
Admití el hecho con una agradable sensación de orgullo. Por aquella época, era un gran aficionado al remo. Las hazañas del colegio y de la Facultad siempre se recuerdan con cariño. Olvidados estos primeros recelos, Paul Davenant se dispuso a contarnos a Aylmer y a mí lo que ocurría.
Empezó pidiéndonos que nos fijáramos en su aspecto.
–Seguro que no podrían reconocerme como el hombre que era hace un año –nos dijo–. Durante los últimos seis meses he perdido peso. Hace una semana vine a Escocia para consultar a un doctor de Londres. He visitado a dos; me han visto, pero el resultado está muy lejos de ser satisfactorio. No parecen saber qué es lo que me ocurre en realidad.
–Anemia… corazón –sugirió Vance. Desde el principio no había dejado de estudiar al joven sin que éste se diera cuenta–. Los atletas suelen castigarse mucho, someten a demasiado esfuerzo a su corazón.
–Mi corazón está perfectamente –respondió Davenant–. Está en perfecto estado. El problema parece ser que no tiene suficiente sangre que bombear a mis venas. Los doctores me preguntaron si había tenido algún accidente en el que hubiera perdido mucha sangre, pero no he tenido ninguno. Nunca he tenido ningún accidente, y tampoco creo que sea anemia, pues no tengo ninguno de los síntomas. Lo inexplicable es que parece que llevo algún tiempo perdiendo sangre sin saberlo y que me he ido poniendo cada vez peor. Al principio era algo casi imperceptible. No se trata de un colapso repentino, sino de un deterioro gradual de mi estado de salud.
–Pero –dijo Vance pensando en sus palabras–, ¿por qué ha venido a consultarme a mí? Usted ya sabe cuál es mi campo de investigación. ¿Puedo preguntarle si tiene alguna razón para creer que su estado de salud se debe a alguna causa que podamos describir como sobrenatural?
Las blancas mejillas de Davenant tomaron un ligero color.
–Todo es muy extraño –dijo con tono serio–. Le he estado dando mil vueltas, he intentado encontrarle una explicación. Me atrevo a decir que todo esto es una locura. Deben saber que no soy para nada un tipo supersticioso. Bueno, tampoco vayan a pensar que soy un incrédulo, pero jamás me había parado a pensar en causas de este tipo. He tenido una vida llena de actividad. Pero, como ya le he dicho, todo es muy extraño, y eso es lo que me ha llevado a recurrir a usted.
–¿Me lo va a contar todo, sin ningún tipo de reserva? –le preguntó Vance.
Y pude ver que el caso le interesaba. Estaba sentado en su silla, con los pies apoyado en un escabel, los codos sobre las rodillas y con la barbilla sujeta entre las manos, una de sus posturas favoritas.
–¿Tiene alguna herida –le insinuó–, algo que se pueda asociar, aunque sea remotamente, con su debilidad?
Es curioso que me haga esa pregunta –le contestó Davenant–, porque tengo una extraña marca, una especie de cicatriz, a la que no encuentro explicación alguna. Pero se la enseñé a los doctores y me dijeron que no tenía nada que ver con mi estado. En cualquier caso, no sabían qué podía ser.
Supongo que imaginaron que era un antojo, algo parecido a un lunar. Me preguntaron si la había tenido siempre, pero puedo jurar que no ha sido así. Me la vi por primera vez hará unos seis meses, justo cuando me empecé a sentir mal. Pero, véalo usted mismo.
Se desabrochó el cuello de la camisa y dejó al descubierto su garganta. Vance se levantó y examinó detenidamente la sospechosa marca. Se encontraba ligeramente a la izquierda de la columna vertebral, justo sobre la clavícula y, como Vance señaló, directamente sobre las gruesas venas de la garganta. Mi amigo me pidió que me acercara para que yo también lo examinara. Fuera la que fuera la opinión de los doctores, a Aylmer se le veía terriblemente interesado.
Pero allí había poco que ver. La piel estaba casi intacta y no había signo alguno de inflamación. Lo que sí había eran dos marcas rojas, a dos centímetros una de otra, con forma de medialuna, pero destacaban más por la lividez de la piel de Davenant.
–Seguro que no es nada –dijo Davenant con una risa nerviosa–. Yo creo que las marcas están desapareciendo.
–¿Ha notado que estuviesen en algún momento más inflamadas que ahora? –preguntó Vance–. Y si es así, ¿es en alguna circunstancia especial?
Davenant reflexionó durante un instante.
–Sí respondió pensativo–, ha habido veces, creo que sin motivo aparente, que me despertaba por las mañanas y las marcas parecían más grandes y tenían peor aspecto. Yo tenía una ligera sensación de dolor, un ligero hormigueo, pero nunca le di la menor importancia. Pero, ahora que lo dice creo que esas mismas mañanas me he sentido especialmente cansado y agotado; tenía una sensación de cansancio absolutamente rara en mí. Y en una ocasión, señor Vance, recuerdo que me vi una manchita de sangre cerca de la marca. En ese momento no le presté ninguna atención. Me lavé y ya está.
–Comparado. –Aylmer Vance volvió a sentarse e invitó al joven a que hiciera lo mismo–. Y ahora, –continuó– dice usted, señor Davenant, que hay ciertos detalles que quiere contarme. ¿Está listo?
Y, entonces, Davenant se abrochó el cuello de la camisa y se dispuso a contar su historia. Yo voy a repetirla lo mejor que pueda, sin mencionar las interrupciones que hizo Vance y yo mismo.
Paul Davenant, como ya he dicho, era un hombre rico, de cierta posición social y, también, en todos los sentidos de la expresión, el marido ideal para la señorita Jessica MacThane, la joven que con el tiempo llegaría a ser su esposa. Antes de pasar a contarnos todo lo relacionado con su estado de salud, Davenant se detuvo en los pormenores sobre la señorita MacThane y la familia de ésta. La joven era de familia escocesa y, aunque tenía algún rasgo típico de su raza, en realidad, no parecía escocesa. Su belleza respondía más a la típica belleza del lejano sur que a la de las tierras altas, de donde procedía.
Lo que más llamaba la atención de la señorita MacThane era su maravillosa melena pelirroja, color que rara vez se pueden fuera de Italia, no así el rojo celta; la melena le llegaba hasta los pies y tenía un brillo tan extraordinario que parecía tener vida propia. Además, la joven tenía el cutis que uno puedo esperar con ese cabello, el blanco del marfil, y ni una sola peca, como suele ocurrir con la mayoría de las chicas pelirrojas. Aquella belleza le venía de algún antepasado que la habría traído a Escocia de alguna tierra extranjera, aunque nadie sabía exactamente de dónde.
Davenant se enamoró de ella la primera vez que la vio y estaba casi seguro de que, a pesar de sus muchos admiradores, ella también le amaba. Por aquella época, apenas sabía nada de ella, sólo que era rica por derecho propio, huérfana y el último eslabón de una familia que se había hecho famosa en los anales de la historia por su infamia. A los MacThame se les recordaba más por su crueldad y por su sed de sangre que por sus hazañas. Aquel clan de bandidos había ayudado a añadir muchas páginas sangrientas a la historia de su país.
Jessica había vivido con su padre, que tenía una casa en Londres, hasta que éste murió, cuando ella tenía unos quince años. Su madre falleció en Escocia cuando ella no era más que una niña. Al señor MacThane le afectó tanto la muerte de su mujer que cogió a su pequeña y juntos abandonaron la finca donde vivían en Escocia, o por lo menos eso fue lo que se creyó que hicieron; la propiedad la dejó a cargo de un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había para un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había para un administrador, pues apenas quedaba arrendatarios. El Castillo de Blackwick se había ganado con los años una reputación poco envidiable.
Tras la muerte de su padre, la señorita MacThane se fue a vivir con la señora Meredith, pariente de su madre pues, por parte de su padre, no le quedaba familia. Jessica era el último miembro de un clan que en su día llegó a ser tan grande que establecieron como tradición casarse entre ellos, pero esta norma había ido desapareciendo poco a poco en los últimos doscientos años hasta su desaparición. La señora Meredith presentó a Jessica en sociedad, honor que jamás habría tenido la joven si su padre, el señor MacThane, siguiera con vida, ya que Paul Davenant, como ya he dicho, era un hombre rico, de cierta posición social y, también, en todos los sentidos de la expresión, el marido ideal para la señorita Jessica MacThane, la joven que con el tiempo llegaría a ser su esposa. Antes de pasar a contarnos todo lo relacionado con su estado de salud, Davenant se detuvo en los pormenores sobre la señorita MacThane y la familia de ésta.
La joven era de familia escocesa y, aunque tenía algún rasgo típico de su raza, en realidad, no parecía escocesa. Su belleza respondía más a la típica belleza del lejano sur que a la de las tierras altas, de donde procedía.
Lo que más llamaba la atención de la señorita MacThane era su maravillosa melena pelirroja, color que rara vez se pueden fuera de Italia, no así el rojo celta; la melena le llegaba hasta los pies y tenía un brillo tan extraordinario que parecía tener vida propia. Además, la joven tenía el cutis que uno puedo esperar con ese cabello, el blanco del marfil, y ni una sola peca, como suele ocurrir con la mayoría de las chicas pelirrojas. Aquella belleza le venía de algún antepasado que la habría traído a Escocia de alguna tierra extranjera, aunque nadie sabía exactamente de dónde.
Davenant se enamoró de ella la primera vez que la vio y estaba casi seguro de que, a pesar de sus muchos admiradores, ella también le amaba. Por aquella época, apenas sabía nada de ella, sólo que era rica por derecho propio, huérfana y el último eslabón de una familia que se había hecho famosa en los anales de la historia por su infamia. A los MacThame se les recordaba más por su crueldad y por su sed de sangre que por sus hazañas. Aquel clan de bandidos había ayudado a añadir muchas páginas sangrientas a la historia de su país. Jessica había vivido con su padre, que tenía una casa en Londres, hasta que éste murió, cuando ella tenía unos quince años. Su madre falleció en Escocia cuando ella no era más que una niña.
Al señor MacThane le afectó tanto la muerte de su mujer que cogió a su pequeña y juntos abandonaron la finca donde vivían en Escocia, o por lo menos eso fue lo que se creyó que hicieron; la propiedad la dejó a cargo de un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había para un administrador, aunque lo cierto es que allí poco trabajo había para un administrador, pues apenas quedaba arrendatarios. El Castillo de Blackwick se había ganado con los años una reputación poco envidiable.
Tras la muerte de su padre, la señorita MacThane se fue a vivir con la señora Meredith, pariente de su madre pues, por parte de su padre, no le quedaba familia. Jessica era el último miembro de un clan que en su día llegó a ser tan grande que establecieron como tradición casarse entre ellos, pero esta norma había ido desapareciendo poco a poco en los últimos doscientos años hasta su desaparición. La señora Meredith presentó a Jessica en sociedad, honor que jamás habría tenido la joven si su padre, el señor MacThane, siguiera con vida, ya que éste era un hombre malhumorado, ensimismado en su mundo y que había envejecido prematuramente, como si no hubiera podido con el peso de su gran pena.
Bien, ya he dicho que Paul Davenant se enamoró a primera vista de Jessica, y no pasó mucho tiempo antes de que le pidiera su mano. Pero, para su sorpresa, pues el joven creía tener razones suficientes para pensar que ella le quería, se encontró con una negativa. Ella no le dio ninguna explicación, aunque rompió a llorar. Desconcertado y desengañado, habló con la señora Meredith, de quien supo que Jessica había recibido varias proposiciones de matrimonio, todas de buenos hombres, pero que uno tras otro habían sido rechazados.
Paul se consoló a sí mismo con la idea de que quizá Jessica no les amase, pero estaba seguro de que a él sí le quería. Y así, decidió intentarlo de nuevo. Y lo hizo, y con mejor resultado. Jessica reconoció que le amaba, pero le volvió a repetir que no se casaría con él. El amor y el matrimonio no estaban hechos para ella. Entonces, para asombro de Davenant, le contó que había nacido bajo una maldición que, tarde o temprano, se cumpliría y se cernería fatalmente sobre aquel que se uniera a ella. ¿Cómo iba a consentir que el hombre que amaba corriese un riesgo tal? Además, puesto que sabía que aquella maldición había pasado de generación en generación, había tomado una decisión firme; ningún niño la llamaría mamá. Ella debía ser el último eslabón de su estirpe.
Davenant se quedó sorprendido ante aquella declaración y no pudo por más que pensar que podría quitarle de la cabeza aquella idea absurda.
Bien, ya he dicho que Paul Davenant se enamoró a primera vista de Jessica, y no pasó mucho tiempo antes de que le pidiera su mano. Pero, para su sorpresa, pues el joven creía tener razones suficientes para pensar que ella le quería, se encontró con una negativa. Ella no le dio ninguna explicación, aunque rompió a llorar. Desconcertado y desengañado, habló con la señora Meredith, de quien supo que Jessica había recibido varias proposiciones de matrimonio, todas de buenos hombres, pero que uno tras otro habían sido rechazados.
Paul se consoló a sí mismo con la idea de que quizá Jessica no les amase, pero estaba seguro de que a él sí le quería. Y así, decidió intentarlo de nuevo. Y lo hizo, y con mejor resultado. Jessica reconoció que le amaba, pero le volvió a repetir que no se casaría con él. El amor y el matrimonio no estaban hechos para ella. Entonces, para asombro de Davenant, le contó que había nacido bajo una maldición que, tarde o temprano, se cumpliría y se cernería fatalmente sobre aquel que se uniera a ella. ¿Cómo iba a consentir que el hombre que amaba corriese un riesgo tal? Además, puesto que sabía que aquella maldición había pasado de generación en generación, había tomado una decisión firme; ningún niño la llamaría mamá. Ella debía ser el último eslabón de su estirpe.
Davenant se quedó sorprendido ante aquella declaración y no pudo por más que pensar que podría quitarle de la cabeza aquella idea absurda razonándolo con ella. Sólo había otra posible explicación. ¿Acaso tenía miedo de volverse loca? Pero Jessica hizo un gesto con la cabeza. En su familia no había habido ningún loco. La enfermedad de la que hablaba era mucho más terrible, más sutil que todo eso. Y, entonces, le contó lo que sabía. La maldición, ella utilizaba esa palabra porque no encontraba otra que lo describiese mejor, venía de tiempos inmemoriales. Su padre la había sufrido y el padre de éste y, antes que ellos, su abuelo. Los tres se habían casado con mujeres jóvenes que habían fallecido de forma misteriosa, de alguna enfermedad que las consumía en pocos años. Pensaron que quizá, si hubieran seguido la antigua tradición de contraer matrimonio con un miembro de la propia familia, nada habría ocurrido, pero eso era imposible, puesto que la familia estaba a punto de extinguirse.
La maldición, o lo que fuese aquello, no acababa con los que llevaban el apellido MacThane; sólo suponía un peligro para sus cónyuges. Era como si los muros ensangrentados de su castillo desprendieran una enfermedad mortal que actuaba de forma terrible sobre aquellos con quienes se relacionaban, especialmente sus seres más queridos.
–¿Sabes en qué decía mi padre que nos íbamos a convertir? –le comentó un día Jessica mientras le recorría un escalofrío–. Él usaba la palabra vampiros. Paul date cuente. Vampiros que se alimentan de la sangre de los demás.
Y, a continuación, cuando Davenant se iba a echar a reír, elle le detuvo.
–No –gritó horrorizada–, no es tan imposible. Piénsalo bien. Somo una estirpe diabólica. Desde el principio, nuestra historia ha estado marcada por el derramamiento de sangre y la crueldad. Los muros del Castillo de Blackwick están impregnados del mal, cada piedra podría contar una historia diferente de violencia, dolor, lujuria y asesinato. ¿Qué se puede esperar de alguien que ha pasado toda su vida entre esos muros?
–Pero tú has vivido en el castillo –le contestó Paul–. Te salvaron de eso, Jessica. Te sacaron de allí al morir tu madre, y no conservas ningún recuerdo del Castillo de Blackwick, ninguno. No tienes por qué volver a poner tus pi es en él nunca más.
–Tengo miedo de que el mal ya esté en mi sangre –contestó entristecida–, aunque yo no lo sepa todavía. Y en cuanto a lo de no volver a Blackwick, no estoy segura de que sirviera de mucho. Al menos, eso fue lo que me advirtió mi padre. Dijo que había algo allí, una fuerza irresistible que me atraería en contra de mi voluntad. Pero no sé nada, no sé nada, y eso es, precisamente, lo que hace tan difícil. Si yo pudiese creer que todo esto no es más que una superstición, podría ser feliz de nuevo, disfrutar de la vida. Soy muy joven todavía, pero no puedo olvidar que mi padre me dijo todaas estas cosas cuando él estaba en su lecho de muerte.
Parecía aterrorizada. Paul la animó a que le contase todo lo que sabía y, finalmente, ella le reveló otra parte de la historia de su familia, que parecía tener relación con lo que ocurría. Y era el terrible parecido que ella guardaba con un antepasado suyo de hacía unos doscientos años, cuya vida presagiaba ya la caída de la estirpe de los MacThane.
Un tal Robert MacThane, violando la tradición que establecía que no podía casarse con nadie que no fuera de la familia, contrajo matrimonio con una mujer extranjera, una mujer hermosísima, con una larga melena color rojizo y tez pálida como el marfil. A partir de entonces, estos rasgos se repitieron una y otra vez en todas las mujeres que descendían en línea directa de ella. Al poco tiempo de llegar a la familia, la gente empezó a decir que aquella mujer era bruja. Circulaban extrañas historias sobre ella, y el nombre del castillo de Blackwick corrió de boca en boca. Un día la joven desapareció. Robert MacThane había estado fuera un día entero por negocios y fue al regresar a casa cuando se encontró con que ella no estaba. Buscaron por todas partes sin ningún resultado. Y, entonces, Robert, que era un hombre violento y adoraba a su esposa, reunió a algunas de las personas que vivían en sus tierras, de quienes sospechaba que le habían hecho malas jugadas, y los asesinó a sangre fría.
En aquellos días, no era difícil asesinar a una persona, pero se produjo tal revuelo que Robert tuvo que marcharse. A sus dos hijos los dejó al cuidado de una niñera, y durante mucho tiempo el Castillo de Blackwick estuvo sin dueño. Pero su mala reputación no desapareció con él. Los rumores decían que Zaida, la bruja, aun muerta, dejaba sentir su presencia. Muchos de los hijos de los arrendatarios y otros jóvenes de la zona enfermaron y murieron, quizá por causas naturales, pero eso no impidió que el miedo se apoderara de todos. Decían que habían visto a Zaida, una mujer pálida, vestida de blanco, merodeando de noche por entre las casas, y que había sembrado la enfermedad y la muerte por donde pasaba.
Y, a partir de entonces, la suerte de la familia MacThane cambió. Es cierto que a un heredero le sucedía otro, pero nada más llegar al Castillo de Blackwick, su carácter, fuera cual fuera éste, parecía sufrir un cambio. Era como si cayera sobre su persona todo el peso del mal que había manchado el nombre de la familia, como si se convirtiera en un vampiro que llevara la destrucción a todo aquel que no fuera de su estirpe.
Poco a poco, los arrendatarios se fueron marchando de Blackwick. La tierra quedó sin cultivar, las granjas estaban vacías. Y así es en la actualidad, pues los supersticiosos campesinos siguen contando historias sobre la misteriosa mujer vestida de blanco que merodea por aquellas tierras y cuya sola presencia trae la muerte o algo incluso pero que ésta.
Los últimos miembros de la familia MacThane tampoco parecían poder abandonar la que había sido residencia de todos sus antepasados. Tenían riqueza suficiente para vivir felizmente en cualquier otro lugar, pero llevados por una fuerza que no podían dominar, preferían pasar el resto de suv ida en la soledad de un castillo medio derruido, rechazados por sus vecinos y temidos y odiados por los pocos arrendatarios que aún quedaban en sus tierras. Eso es lo que les había ocurrido al abuelo y al bisabuelo de Jessica. Ambos se habían casado con una mujer joven, pero sus historias de amor fueron demasiado breves. El espíritu del vampiro seguía vivo y se manifestaba, o eso parcía, generación tras generación. Un espíritu que reclamaba sangre joven como sacrificio. Y, después, fue el padre de Jessica, quien, no escarmentado con lo ocurrido, siguió los pasos de su propio padre. Y el mismo destino cayó sobre la mujer a la que amaba apasionadamente. La joven murió de una anemia perniciosa; al menos, ése fue el diagnóstico de los médicos, pero él siempre se culpó de su muerte.
A diferencia de sus predecesores, el padre de Jessica se marchó de Blackwick por el bin de su hija. Sin embargo, y sin que ella lo supiese, regresaba año tras año atraído por la llamada de los tenebrosos pasillos del viejo castillo, por el escuro páramo y la melancolía de los bosques de pinos. Y fue entonces cuando se dio cuenta que ni su hija ni él se salvarían de la maldición y, ya en el lecho de muerte, le advirtió de cuál iba a ser su destino.
Esta es la historia que Jessica le contó al hombre que deseaba hacerla su esposa, y él, como habría hecho cualquiera, le quitó importancia; todo aquello no era más que una superstición inocente, fruto del delirio de una mente cansada. Y, al final, como ella le amaba con todo su corazón y toda su alma, Davenant consiguió que Jessica pensara como él; le quitó aquellas ideas enfermizas de la cabeza, así es como él las llamaba, y logró que aceptara casarse con él.
–Haré todo lo que quieras –le dijo–. Estoy dispuesto a irme a vivir a Blackwick, si es lo que deseas. ¿Penar que eres una vampira? No he escuchado una tontería así en toda mi vida.
–Padre decía que me parezco mucho a Zaida, la bruja –añadió ella. Pero él silencio sus palabras con un beso.
Y, así, se cansaron y fueron a pasar la luna de miel fuera del país. Llegó el otoño, y Paul aceptó una invitación para ir a pasar la luna de miel fuera del país. Llegó el otoño, y Paul aceptó una invitación para ir a pasar unos días a Escocia y participar en la caza del urogallo, deporte que adoraba. A Jessica le pareció bien. No había ninguna razón para dejar de hacer lo que más le gustaba.
Quizá no fue lo más indicado marcharse a Escocia pero, en aquel momento, la joven pareja, más enamorados que nunca, había dejado ya atrás sus miedos. Jessica rebosada de salud. En más de una ocasión le repitió a Paul que, si alguna vez pasaban cerca de Blackwick, le gustaría ver el viejo castillo, sólo por curiosidad y por demostrarse a sí misma que había conseguido vencer los estúpidos miedos que solían asaltarla en el pasado.
Paul estuvo de acuerdo y, así, un día que no se encontraba muy lejos, se dirigieron a Blackwick; allí se encontraron con el administrador y le pidieron que les enseñase el castillo. Era un gran edificio almenado. Con el paso de los años había ido adquiriendo un tono grisáceo, y en algunas partes estaba a punto de venirse abajo. Se alzaba en la ladera de una montaña, con la que llegaba a confundirse; a unos cincuenta metros más abajo había una caída de agua de un arroyo. Los MacThane jamás hubiera imaginado una fortaleza mejor. Por detrás, subiendo por la ladera de la montaña, había oscuros bosques de pinos, entre los que sobresalían, aquí y allá, escarpados riscos de caprichosas formas humanas, que parecían montar guardia sobre el castillo y la angosta garganta, único medio de llegar a aquél. En esta garganta siempre resonaban misteriosos sonidos. El viento se escondía allí e, incluso en los días calmos, corría arriba y abajo como si buscase una salida. Gemía entre los pinos y silbaba entre los peñascos; gritaba con una risa burlona e invadía las rocosas alturas. Parecía el lamento de las almas perdidas. Así lo llamaba Davenant: el lamento de las almas perdidas.
¡Y el castillo! Aunque Davenant empleó contadas palabras para describirlo, todavía puedo ver aquel tenebroso edificio dibujado en mi mente. Parte del horror que contenía invadió mis pensamientos. Quizá fue la clarividencia lo que me ayudó porque, mientras él hablaba, tuve la sensación de haber visto antes aquellos amplios vestíbulos de piedra con sus largos pasillos, oscuros y fríos incluso en los días más luminosos y calurosos, aquellas habitaciones oscuras y cubiertas de madera de roble, y la escalera central desde la que uno de los primeros MacThane mandó a una docena de hombres a caballo salir a perseguir a un ciervo que se había refugiado dentro del recinto del castillo. El castillo tenía también una torre del homenaje, cuyos gruesos muros permanecían intactos al paso del tiempo y, en sus sótanos, había mazmorras que podrían contar terribles historias de injusticia y dolor.
Bueno, el señor y la señora Davenant recorrieron con el administrador una gran parte del funesto castillo. A Paul se le vino a la cabeza su casa de Derbyshire, una bella mansión Georgina con todas las comodidades, donde había decidido irse a vivir con su mujer. Por eso, se sobresaltó cuando, mientras regresaban, Jessica puso su mano sobre la de él y le dijo en voz baja:
–Paul, me prometiste que no me negarías nada, ¿verdad?
Hasta ese momento su mujer había permanecido en silencio. Paul, un poco preocupado, le dijo que solo tenía que pedir, pero aquello no era del todo cierto pues podía adivinar qué era lo que deseaba. Quería vivir en el castillo, pero solo durante algún tiempo. Seguro que se cansaba en seguida. Además, el administrador el había dicho que había dicho que había papeles, documentos que debía examinar, porque la propiedad era ahora suya. Allí habían vivido sus antepasados y quería conocer el castillo. Oh, no, su decisión no estaba influenciada ni mucho menos por la vieja maldición, eso no era lo que la atraía del castillo. Ya se había olvidado de todas aquellas estúpidas ideas. Paul la había curado. Puesto que él sabía que la maldición no tenía ningún fundamento, no había motivo alguno para no concederle aquel capricho.
Era una argumento convincente, difícil de refutar. Al final, Paul cedió, aunque puso algunas objeciones. ¿Por qué no esperaban a que el castillo estuviera arreglado (lo que llevaría su tiempo), por qué no dejaban el traslado para el año siguiente, en verano, y no ahora, cuando estaba a punto de llegar el invierno? Pero Jessica no quería retrasarlo más tiempo, y no le gustó nada la idea de arreglar el castillo. Eso le quitaría todo el encanto y, además, sería una pérdida de dinero, pues lo único que ella quería era pasar allí una semana o dos. La casa de Derbyshire todavía no estaba terminada del todo; tenían que esperar que se secase el papel de las paredes.
Así, unas semanas después, y tras pasar unos días con sus amigos, se fueron a Blackwick. El administrador había contratado a varios criados sin mucha experiencia y había intentado que el castillo estuviese lo más acogedor posible. Paul estaba preocupado e inquieto, pero no podía reconocerlo delante de su mujer. Él mismo la había convencido de lo estúpido que parecía aquella superstición. Por entonces llevaban casados tres meses. Y pasaron nueve más. Sólo salían de Blackwick durante una pocas horas. Paul iba a Londres solo.
–Mi mujer quiere que me vaya –siguió contándoles–. Con lágrimas en los ojos y casi de rodillas me suplica una y otra vez que la deje sola, pero yo me he negado a menos que ella me acompañe. Pero ése es el problema, señor Vance, que no puede. Hay algo, cierto temor, que la tiene atada a aquel lugar, la atrae con más fuerza de lo que atrajo a su padre. Nos hemos enterado de que él solía pasar al menos seis meses al año en Blackwick con la excusa de que tenía que viajar al extranjero. El hechizo, lo que quiera que sea, siempre fue con él.
–¿Y nunca ha intentado sacar a su mujer de allí? –le preguntó Vance.
–Sí, varias veces, pero ha sido en vano. En cuanto cruzábamos el límite del Estado, se ponía enferma y siempre tenía que llevarla de nuevo al castillo. Una vez que llegamos hasta Dorekirk, la ciudad que está más cerca, y pensé que lo conseguiría si al menos podíamos pasar allí la noche. Pero se escapó, saltó por una ventana. Pretendía regresar a pie, de noche, andar todos aquellos kilómetro. Entonces, hice venir a los doctores pero parecía que era yo quien necesitaba un médico y no ella. Me ordenaron que la dejase sola, pero yo me he negado a hacerles caso hasta ahora.
–¿Ha cambiado en algo el aspecto físico de su mujer? –le interrumpió Vance.
Davenant se quedó pensativo.
–Ha cambiado –dijo–, sí, pero de una forma tan sutil que me cuesta describirlo. Está mucho más hermosa que nunca, pero no es su belleza de siempre. No sé si me explico. Ya les he hablado de la lividez de su piel. Pues bien, ahora es mucho más patente porque sus labios se han vuelto extremadamente rojos; parecen una salpicadura de sangre en su rostro. En el labio superior tiene una incisión que no creo que tuviera antes y, cuando se ríe, no sonríe. ¿Saben lo que quiero decir? Su pelo ha perdido el brillo. Sé que está preocupada por mí, pero también esto es muy extraño. Unas veces, como ya les he contado, me ruega que me vaya y la deja sola y, a continuación, unos minutos después, me abraza y me dice que no puede vivir sin mí. Me doy cuenta de que se debate contra una fuerza que se ha apoderado de ella, una fuerza, sea lo que sea, ante la que va cediendo. Es ella la que me pide que me marche, pero cuando me suplica que me quede… es entonces cuando se vuelve más hermosa. No puedo dejar de pensar en lo que me dijo antes de casarnos, en esa palabra..
Y entre susurros, dijo:
–En la palabra vampiro.
Se pasó la mano por la frente, humedecida por el sudor.
–Pero eso es absurdo, ridículo –murmuró–. Hace años que se desecharon esas ideas. Estamos en el siglo XX.
Hubo un instante de silencio y, a continuación, Vance comenzó a hablar:
–Señor Davenant, ya que me ha hecho partícipe de su confianza, ya que los médicos no le han servido de mucho, ¿va a dejar que intente ayudarle? Creo que algo podré hacer, si no es demasiado tarde. Si le parece, bien, el señor Dexter y yo le acompañaremos, como usted mismo lo ha sugerido, al castillo de Blackwick tan pronto como sea posible, quizá en el correo del Norte de esta noche. En condiciones normales, le pediría que, si le tiene algún aprecio a su vida, no regresara…
Davenant movió la cabeza.
–Eso es algo que nunca haré –respondió–. He decidido que, pase lo que pase, cogeré este tren esta noche. Estoy encantado de que me acompañen.
Quedamos en encontrarnos en la estación, y Paul Davenant se marchó a solas–, ¿Qué piensas de todo esto, Dexter?
–Supongo –contesté no sin cierta cautela– que incluso en estos días que corren hay vampirismo. Fíjese en la influencia que ejerce una persona anciana sobre una joven, si se relacionan constantemente. Aquélla le va arrebatando la vitalidad a ésta para poder seguir viviendo. Y hay personas, y se me ocurre más de una, que roban la energía de los que tienen a su alrededor, eso sí, de forma totalmente inconsciente. Parece como si te quitaran parte de tu fuerza. Pues bien, en el caso que nos ocupa, el mal se hace patente en la esposa de Davenant, y no es muy descabellado pensar que también le afecte físicamente a él, aunque se trate de algo puramente mental.
–¿Eso quiere decir que crees –le preguntó Vance– que es algo mental? De ser así, ¿cómo explicas las marcas que tiene Davenant en el cuello?
No encontré ninguna respuesta y, aunque le pedía a Vance que me diera su punto de vista, éste no quiso comprometerse con ninguna explicación. De nuestro largo viaje a Escocia no hay nada digno de mención. No llegamos al castillo de Blackwick hasta bien entrada la tarde del día siguiente. El lugar era tal como yo me lo había imaginado, tal y como yo lo he descrito. A medida que nuestro coche avanzaba traqueteante por el camino que cruza la Garganta de los Vientos, me invadió una sensación de tristeza que me hizo aún mayor cuando entramos en el inmenso y frío vestíbulo del castillo.
La señora Davenant, a quien avisaron de nuestra llegada mediante telegrama, nos recibió cordialmente. Ella no sabía nada de por qué estábamos allí, y creyó que éramos simples amigos de su marido. En todo momento estuvo inquieta. Me daba la sensación de que había una fuerza que la obligaba a decir y hacer todo o que hacía y decía pero, por supuesto, ésta era una conclusión lógica ante los datos que yo conocía. Por lo demás, la mujer de Davenant era una persona encantadora y muy atractiva. Eso me hizo comprender el comentario que hizo Davenant durante el viaje.
–Daría mi vida por Jessica, por sacarla de Blackwick, Vance. Sé que todo va a salir bien. Iría hasta el infierno con tal de que volviese a ser… como era.
Y ahora que yo había visto a la señora Davenant, comprendí lo que quería decir su esposo con aquellas palabras. Jessica estaba más atractiva que nunca, pero no era un atractivo natural, no el de una mujer normal, como lo había sido ella en otro tiempo. Era el encanto de una Circe, de una bruja, de una hechicera y, como tal, era irresistible.
Al poco de nuestra llegada, fuimos testigos de la naturaleza del mal que la dominaba. Vance preparó una prueba. Davenant había mencionado que en Blackwick no crecía flor alguna, y a Vance se le ocurrió que debíamos llevarle algunas flores como regalo a la señora de la casa. Compró un ramo de rosas blancas en el pueblo donde nos dejó el tren y donde iba a recogernos el coche. Nada más llegar al castillo, se las dio a la señora Davenant. Ella cogió las flores muy nerviosa y, a penas su mano las hubo tocado, las rosas empezaron a deshacerse en una lluvia de pétalos.
–No podemos esperar más –me dijo Vance mientras bajábamos a cenar esa misma noche–. Hay que hacer algo.
–¿Qué es lo que temes? –le pregunté en voz baja.
–Davenant ha estado fuera una semana –contestó de forma solemne–. Se encuentra mejor que cuando se fue, pero no lo suficiente como para perder más sangre. Hay que protegerle. Esta noche corre peligro.
–¿Crees que es su mujer? –me estremecí ante lo horrible de la sugerencia.
–Eso el tiempo lo dirá.
–La señora Davenant, Dexter, se debate entre dos mundos. El mal aún no ha dominado por completo. ¿Recuerdas lo que dijo Davenant, de cómo ella pedía que se marchara y al instante le imploraba que se quedase? Jessica está librando una batalla, el mal se va apoderando de ella. Esta última que ha estado aquí sola el mal se ha hecho fuerte. Y contra eso es contra lo que voy a luchar, Dexter. Será una batalla de mi voluntad contra la del mal, una batalla que acabará cuando uno de los dos haya ganado. Y vas a ser testigo de ello. Cuando se produzca algún cambio en la señora Davenant, sabrás que he ganado.
De esta manera, supe cómo se proponía actuar mi amigo. La batalla enfrentaba su voluntad contra la misteriosa fuerza que se había apoderado de la casa de los MacThane. Había que arrebatar a la señora Davenant del fatal encanto que la dominaba. Y yo, sabiendo lo que iba a ocurrir, podía observar y analizar la situación paso a paso. Me di cuenta de que la contienda había comenzado mientras cenábamos. La señora Davenant apenas comió nada y parecía enferma; no hacía más que moverse en la silla, hablaba sin parar y se reía. Era una risa sin sonrisa, como tan bien había descrito Davenant. En cuanto pudo, se retiró.
Más tarde, cuando ya estábamos en el salón, pude sentir que algo pasaba. El ambiente se había electrificado, cargado por una fuerza tremenda e invisible. Y fuera, alrededor del castillo, el viento susurraba, gritaba y gemía; parecía como si todos los antepasados de los MacThane, un ejército siniestro, se hubiesen reunido para entablar la batalla final de toda su estirpe. ¡Y todo esto mientras nosotros cuatro charlábamos en el salón de las típicas cosas que se comentaban en la sobremesa! Eso era lo más curioso de toda la situación… Paul Davenant no sospechaba nada, y yo, que lo sabía todo, tenía que representar mi papel. Pero no podía apartar la mirada del rostro de Jessica. No quería que el cambio, o lo que quisiera que fuese, me pillara de sorpresa. Por fin, Davenant se levantó y dijo que estaba cansado y que se iba a la cama. No hacía falta que Jessica le acompañara. Nosotros podíamos dormir esa noche en su vestidor. Y fue justo en ese momento, cuando sus labios se encontraron con los de ella en un beso de buenas noches y ella le abrazó con ternura, ajena a nuestra presencia, cuando sus ojos brillaron ávidamente y se produjo el cambio.
El viento aulló en un grito fiero y amenazador, y las contraventanas empezaron a batirse como si una horda de fantasmas fuera a romperlas contra nosotros. Jessica lanzó un largo y tembloroso suspiro; sus brazo dejaron de rodear a su esposo y ella misma retrocedió tambaleándose de una lado a otro.
–¡Paul! –gritó.
Aquél no era su tono de voz.
–¡Qué malvada he sido trayéndote a Blackwick, con lo enfermo que estás! Pero nos vamos a ir, querido. Sí, yo también me voy a ir. ¿Me vas a sacar de aquí, me llevarás contigo mañana?
Hablaba con una gran solemnidad y había perdido la noción del tiempo. Las convulsiones estremecían todo su cuerpo.
–No sé por qué he venido aquí –repetía una y otra vez–. Odio este lugar. Este maldito… maldito.
Estas palabras me llenaron de alegría. Vance había vencido, pero pronto me iba a dar cuenta de que el peligro no había pasado todavía.
Marido y mujer separados, casa uno a una habitación. Davenant le dedicó una mirada de agradecimiento a Vance, pues era más o menos consciente de que mi amigo tenía algo que ver en lo que había sucedido. A la mañana siguiente se harían los preparativos para abandonar el castillo.
–Ha salido bien –dijo Vance en cuanto nos quedamos a solar–. Pero este cambio podría ser meramente transitorio. Estaré alerta lo que dure de la noche. Dexter, tú vete a la cama. No hay nada que puedas hacer.
Obedecí, aunque yo también me hubiera quedado vigilando, pendiente de un peligro desconocido. Me fui a mi habitación, una estancia lúgubre y con muy pocos muebles. Sabía que no iba a poder dormirme. Y así, vestido como estaba, me senté junto a la ventana abierta. El viento, que horas antes había bramado alrededor del castillo, gemía ahora entre los pinos en doloroso llanto. Y mientras permanecía allí, me pareció ver una silueta blanca que salía del castillo por una puerta que no pude distinguir; con los puños cerrados, atravesó corriendo la terraza en dirección al pinar. La vi sólo un instante, pero lo suficiente para saber que era Jessica Davenant.
Instintivamente, supe que algo iba a pasar, quizá llevado por la sensación de desesperación que transmitían aquellos puños cerrados. En cualquier caso, no lo dudé ni un solo instante. La ventana se encontraba a cierta distancia del suelo, pero la pared estaba cubierta de hiedra. Podría apoyar bien los pies. Resultó ser más fácil de lo que esperaba. Bajé justo a tiempo de no equivocar la dirección de la persecución hacia la espesura del bosque que colgaba de la ladera de la montaña. Jamás podré olvidar aquella terrible búsqueda. Sólo había sitio para avanzar por el escarpado camino; afortunadamente, era el único camino que Jessica podía haber tomado, pues yo la había perdido de vista. No había ninguna otra senda, y el bosque tenía demasiada extensión como para que ella hubiera cambiado de dirección.
Y en el bosque resonaban tenebrosos ruidos: gemidos, lamentos y risas. Sabía que era el viento, por supuesto, y los gritos de los mochuelos (hubo una vez que llegué a sentir el revoloteo de unas alas junto a mi cara). Pero no pude dejar de pensar que, a la vuelta, las fuerzas del infierno se confabularían contra mí. El camino acababa sobre el borde del lago que mencioné antes. Y, entonces, me di cuenta de que había llegado justo a tiempo pues, delante de mí, zambulléndose en el agua, estaba la figura vestida de blanco de la mujer a la que yo perseguía. Al escuchar mis pasos, se volvió, alzó los brazos y se puso a gritar. La melena roja le caía sobre los hombros, y su rostro, o al menos eso me pareció a mí en aquel momento, estaba desfigurado por el dolor del remordimiento.
–¡Vete! –gritaba–. ¡Por el amor de Dios, déjame morir!
Pero yo estaba muy cerca de ella mientras pronunciaba estas palabras. Forcejeó por deshacerse de mí; me imploraba entre jadeos que la dejase morir ahogada.
–¡Es la única forma de salvarle! –gritó–. ¿No entiendes que soy un ser despreciable? Soy yo quien… Yo…Soy yo quien se bebe su sangre. Lo sé, lo he sabido esta noche. Soy una vampira. Ya nada se puede hacer. Así que, por su bien, por el bien de su hijo no nacido, ¡déjame morir!
¿Acaso puede haber una súplica más terrible? Y yo… ¿Yo qué podía hacer? Dejé de sujetarla y la llevé hasta la orilla. Ella se apoyaba sobre mi brazo como un peso muerto. La tendí sobre un banco cubierto de musgo; me arrodillé a su lado y la miré fijamente. Y, entonces, me di cuenta de que había obrado bien. Aquel rostro no era el de Jessica la vampira, no era el rostro que había visto aquella misma tarde; eran los rasgos de Jessica, la mujer a la que amaba Paul Davenant.
Aylmer Vance también tenía algo que contar.
–Esperé –dijo– hasta que vi que Davenant se había dormido y, entonces, entré en su habitación para observarle de cerca. Al poco tiempo, llegó ella (como yo había imaginado que ocurría), la vampira, ese ser maldito que ha estado alimentándose de las almas de sus familiares, haciéndoles lo que le hicieron a ella cuando éstos vivían en el Mundo de las Sombras: buscar una y otra vez la sangre de aquellos que no pertenecen a su estirpe. Es el cuerpo de Paul y el alma de Jessica, Dexter, lo que hay que salvar.
–¿Te refieres –ahí dudé– a Zaida la bruja?
–Sí –dijo confirmando mis sospechas–. Sí, ella es el espíritu maligno que ha caído como una plaga sobre la casa de los MacThane. Pero creo que la he exorcizado para siempre.
–Cuéntame.
–Ella entró en la habitación de Paul Davenant como ha debido de hacer siempre, disfrazada de su mujer. Ya sabes que Jessica se le parecía mucho. Él iba a abrazarla, pero yo ya había tomado mis precauciones. Mientras Davenant dormía, le coloqué sobre el pecho esto, que arrebata al vampiro su poder. Ella corrió aullando por la habitación. Solo era una sombra; ella, que un minuto antes había mirado a Paul con los ojos de Jessica y le había hablado con la voz de Jessica. Sus labios rojos eran los labios de Jessica. Esos labios se acercaron a los de él, pero los ojos del joven la miraron, la vieron como realmente: el horrible fantasma del maligno. Y, entonces, la maldición se desvaneció y ella huyó al lugar del que venía.
Hizo pausa.
–¿Y ahora? –le pregunté.
–Hay que demoler el castillo de Blackwick –me contestó–. Es la única solución. Hay que acabar con cada piedra, con cada ladrillo, convertirlos en polvo y quemarlos. En ellos está la causa de todo el mal. Davenant ha dado su permiso.
–¿Y la señora Davenant?
–Creo –contestó Vance tímidamente– que todo va a salir bien. La maldición desparecerá cuando destruyamos el castillo. Ella sigue viva gracias a ti. Era menos culpable de lo que ella misma pensaba, mejor dicho, era la víctima. Pero, ¿puedes imaginar cómo se sintió cuando comprendió el papel que había jugado en toda esa historia, cuando supo que iba a tener un hijo, la terrible herencia que le dejaba...?
–Sí, me hago cargo –murmuré mientras me recorría un escalofrío.
Y, entonces, susurré:
–¡Sí, gracias a Dios!
Jane de Courcy (1874-1917)
Arthur Cary (1866-1917)
Arthur Cary (1866-1917)
Relatos de vampiros. I Relatos de detectives. I Relatos góticos.
El análisis y resumen del relato de Alice y Claude Askew: Aylmer Vance y la vampiresa (Aylmer Vance and the Vampire) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Hola, normalmente no escribo en los comentarios, aunque os leo muy a menudo, es un blog estupendo. Os escribo para que reviséis este cuento, pues hay varios párrafos repetidos. Un saludo
Gracias por el aviso, Juan. Cuando pueda lo corrijo. Saludos.
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