«El regreso de Hastur»: August Derleth; relato y análisis.


«El regreso de Hastur»: August Derleth; relato y análisis.




El regreso de Hastur (The Return of Hastur) es un relato de terror del escritor norteamericano August Derleth (1909-1971), publicado originalmente en la edición de marzo de 1939 de la revista Weird Tales [después de haber sido rechazado un par de veces por Farnsworth Wright], y luego reeditado por Arkham House en la antología de ese mismo año: Alguien en la oscuridad (Someone in the Dark). Posteriormente aparecería en La máscara de Cthulhu (The Mask of Cthulhu) y El engendro de Cthulhu (The Spawn of Cthulhu).

El regreso de Hastur, uno de los cuentos de August Derleth menos conocidos, relata la historia de Amos Tuttle, un brujo de Arkham que roba los libros más peligrosos de la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y con ellos intenta traer de regreso al temible Hastur.

SPOILERS.

August Derleth construye la historia de El regreso de Hastur usando los tropos comunes de los Mitos de Cthulhu. El narrador, llamado Haddon, es abogado de Amos Tuttle, quien yace en su lecho de muerte en una gran mansión en Arkham. Tuttle pasó los últimos veinte años recluido en su casa, estudiando su valiosa colección de manuscritos ocultos, entre los cuales se encuentran el De Vermis Mysteriis; Cultes des Ghoules; Unaussprechlichen Kulten; el Necronomicón; el Libro de Eibon, los Manuscritos Pnakóticos y los Textos de R'lyeh. Tuttle le implora a Haddon que siga su última voluntad al pie de la letra, incluida la destrucción de los libros y de la mansión. Aunque Haddon está de acuerdo, una vez que Amos muere, acepta que el heredero, Paul, deje la casa en pie y conserve los libros. Naturalmente, Paul se obsesiona con las investigaciones de su tío, particularmente sobre una que estudia el posible regreso de Hastur.

El más importante de estos libros prohibidos [para esta historia en particular] es el Texto de R'lyeh, tan antiguo como la Era Hiperbórea. Según ciertos informes, el libro trata sobre la adoración de Cthulhu; de hecho, el culto de Cthulhu lo considera su texto más sagrado [ver: ¿La palabra «CTHULHU» es un código secreto?]. Al parecer, Amos Tuttle y su descendiente, Paul, consiguieron una copia de la biblioteca de la Universidad de Miskatonic [dirigida por el doctor Llanfer, sucesor de Armitage]. En cualquier caso, el Texto de R'lyeh es utilizado aquí para descubrir los fundamentos de la eterna enemistad entre Cthulhu y Hastur [ver: ¿Cómo se pronuncia «CTHULHU» en realidad?]

En efecto, El regreso de Hastur relata cómo los cultistas subterráneos de esta deidad intentan traer de vuelta a Hastur. No está claro quién participa del culto, pero sí que este se celebra en cavernas subterráneas, algunas de las cuales pasan justo por debajo de la Casa Tuttle en Arkham. El viejo Amos, se cree, realizó un pacto con Hastur. Los beneficios del lado del mago son exiguos [tal vez conocimiento prohibido], pero esta promesa le permite a Hastur poseer el cuerpo del mago al morir, tomando una forma humanoide con brazos deshuesados.

Ya en la primera página de El regreso de Hastur uno sospecha que es una de esas historias que perjudicaron la reputación de August Derleth. En parte, lo es; y no seríamos injustos si decimos que toda la historia es un pastiche grasiento, un fan-fiction donde las referencias no se insinúan, sino que son más importantes que la historia en sí. Pero también es cierto que El regreso de Hastur coquetea brevemente con ser algo más que un pastiche, insinuando ciertas cosas extrañas sobre la muerte de Tuttle, sonidos extraños después del velorio, olores desagradables de un cuerpo que se descompone rápidamente y algún drama adicional de un pariente dispuesto a impugnar el testamento. Obviamente, Amos Tuttle estaba loco, y especificar la destrucción de bienes tan valiosos, como la casa y su biblioteca maldita, podría dar testimonio de su estado mental [ver: Lovecraft y el culto secreto de los Antiguos]

Por supuesto, para disfrutar de la historia es indispensable ignorar la mayor parte de las referencias más burdas, como los negocios inmobiliarios del protagonista en Innsmouth [ver: «La Sombra sobre Innsmouth»: del odio racial a la empatía]. Caso contrario, si de hecho seguimos a August Derleth en esa línea, nos encontraremos con una secuela trunca de La sombra sobre Innsmouth (Shadow Over Innsmouth) y, te lo aseguro, no es un camino agradable.

La indulgencia del lector es esencial, porque lo cierto es que August Derleth hace un trabajo brillante al contaminar para siempre los Mitos de Cthulhu. El regreso de Hastur reduce la mitología lovecraftiana a dos conjuntos de deidades: los Dioses Mayores y los Antiguos, como fuerzas opuestas del bien y el mal, y que además están asociadas a los cuatro elementos:


[«Por lo que he aprendido es posible saber que el Gran Cthulhu es de los Seres del Agua, así como Hastur es de los Seres que acechan en los espacios estelares. En esta mitología, el Gran Cthulhu fue desterrado a un lugar bajo los mares de la Tierra, mientras que Hastur fue arrojado al espacio exterior, a ese lugar donde cuelgan las estrellas negras, que se indican como Aldebarán de las Híades, lugar mencionado por Chambers, aun cuando repite la Carcosa de Bierce.»]


Pensar a los Dioses de los Mitos de Cthulhu en términos de «buenos» y «malos», y para colmo atribuirles ciertos aspectos elementales, no solo es caprichoso, sino que socava los temas fundamentales de Lovecraft, los cuales se basan en la idea de seres tan superiores que los conceptos humanos del bien y el mal sencillamente no pueden aplicarse [ver: Seres Interdimensionales en los Mitos de Cthulhu]. Por supuesto, August Derleth solo se atrevió a llevar a cabo este atropello disfrazado de paradigma aristotélico [la dualidad binaria del bien y el mal] después de la muerte del flaco de Providence. Aunque también es justo decir que el argumento principal de El regreso de Hastur fue parcialmente leído y criticado por Lovecraft poco antes de su muerte.

En parte, los horrores de Lovecraft se inspiran en la impersonalidad de la ciencia; o mejor dicho, de los descubrimientos científicos. Poderosos y destructivos descubrimientos se estaban desarrollando en la época de Lovecraft, muchos de los cuales redefinieron nuestra comprensión del universo. Para el flaco de Providence estas cosas no eran ni buenas ni malas, simplemente eran, y tenían el potencial de provocar la ruina definitiva del hombre. Pero August Derleth toma el camino opuesto en El regreso de Hastur, arrastrando a los indiferentes monstruos de Lovecraft al primitivo y acogedor reino del bien y el mal, que huele a cristianismo rancio.

En efecto, El regreso de Hastur vincula profundamente a Hastur con los Mitos de Cthulhu como un Gran Primigenio, e introduce la controvertida Teoría Elemental de los Primigenios. La historia asume que los escritos de H.P. Lovecraft y Robert W. Chambers no son solo ficción, sino aproximaciones literarias a una mitología real. Ahora bien, esto suele ser criticado como una deslealtad filosófica de August Derleth, y tal vez lo sea, pero ciertamente es también una brillante maniobra de marketing. Porque, ¿dónde uno podría leer esas historias de Lovecraft? ¡En Arkham House! La editorial fundada por August Derleth [ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu]

August Derleth estaba desatado aquí. No solo contamina los Mitos de Cthulhu para siempre, sino que arrastra consigo a Robert W. Chambers, a Ambrose Bierce [quién de hecho acuñó a Hastur], e incluso a Edgar Allan Poe, sustrayendo el espantoso grito: Tekeli-li de La narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym). Es cierto, Lovecraft hace lo mismo en la novela: En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness), vinculándolo directamente con la lengua de los Shoggoth; pero aquí Derleth solo lo menciona de paso sin darle ningún contexto. Tekeli-li, recordemos, se menciona en el manuscrito embotellado de Arthur Gordon Pym como una palabra de los nativos de una isla antártica inexplorada [y también como un grito de las enormes aves blancas que habitan el polo] para referirse a cualquier cosa blanca [ver: ¡Tekeli-li!: análisis de «La narración de Arthur Gordon Pym»]. No sabemos qué tienen que ver esto los Shoggoth, y menos aún Hastur [ver: Lovecraft y la IA: el futuro es de los Shoggoth]

Personalmente, no me molesta el uso de estos elementos, pero sí me resulta irritante su mal uso. Quiero decir, no tiene nada de malo usar a Hastur en una historia, pero dejarlo en apenas algo más que un rumor y, encima de eso, un rumor que no brinda ninguna sugerencia al Rey de Amarillo o el Signo Amarillo, sino apenas una referencia explícita a Chambers, casi de compromiso, me parece excesivo [ver: Ciclo de Carcosa: ¡vamos a las Híades con el Rey de Amarillo!]

Ahora bien, decir que August Derleth contaminó los Mitos de Cthulhu es inexacto, porque fue él quién acuñó el término Mitos de Cthulhu en primer lugar, que Lovecraft jamás aprobó. De hecho, Derleth le sugirió anteriormente que los Mitos deberían llamarse The Hastur Mythology, o Mitología de Hastur, pero el flaco de Providence lo rechazó. En El regreso de Hastur, con Lovecraft ya muerto, Derleth se tomó una pequeña revancha de ese desaire [ver: El Círculo de Lovecraft y la aristocracia de «Weird Tales»]

Todo el argumento de El regreso de Hastur depende exclusivamente de la estupidez de Paul Tuttle, heredero de Amos. Para empezar, debería haber volado la casa y quemado los libros, tal como figuraba en el testamento de su tío. Ciertamente no debería haberse mudado allí, y menos aún leído esos libros ocultos encuadernados en piel humana. ¿Y qué decir del narrador? En primer lugar, es el abogado de Amos, es decir, la persona encargada legalmente de cumplir la última voluntad de su cliente; sin embargo, decide que no hay problema. Adelante, quédate con la casa y no destruyas los libros. Después de todo, el viejo estaba un poco loco. Por lo menos al final entró en razón.




El regreso de Hastur.
The Return of Hastur, August Derleth (1909-1971)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


En realidad, comenzó hace mucho tiempo: cuánto, no lo sé; pero en lo que respecta a mi propia conexión con el caso que ha arruinado mi práctica legal y me ganó el señalamiento de la profesión con respecto a mi cordura, comenzó con la muerte de Amos Tuttle.

Eso fue en una noche de finales de invierno, con un viento del sur que soplaba al borde de la primavera. Ese día había estado en la antigua Arkham, plagada de leyendas. Amos se había enterado de mi presencia allí por el doctor Ephraim Sprague, quien lo atendió, e hizo que el doctor llamara a Lewiston House y me llevara a esa lúgubre propiedad en Aylesbury Road, cerca de Innsmouth Turnpike. No era un lugar al que me gustara ir, pero el viejo me había pagado bien para tolerar su hosquedad y excentricidad, y Sprague me había dejado claro que se estaba muriendo. Era cuestión de horas.

Apenas tuvo fuerzas para hacerle un gesto a Sprague para que saliera de la habitación y hablar conmigo, aunque su voz salió bastante clara y con poco esfuerzo.

—Tú conoces mi voluntad —dijo—. Cúmplela al pie de la letra.

Ese testamento había sido una manzana de la discordia entre nosotros debido a que estipulaba que antes de que su heredero y único sobrino sobreviviente, Paul Tuttle, pudiera reclamar su patrimonio, la casa tendría que ser destruida, no derribada, sino destruida, junto con ciertos libros. Su lecho de muerte no era lugar para debatir esta destrucción sin sentido. Asentí y él lo aceptó. ¡Ojalá hubiera obedecido sin dudarlo!

—Ahora bien —continuó—, hay un libro abajo que debes llevar a la biblioteca de la Universidad de Miskatonic.

Me dio el título. En ese momento significaba poco para mí; pero desde entonces ha llegado a significar más de lo que puedo decir: un símbolo del horror secular, de cosas enloquecedoras más allá del delgado velo de la vida cotidiana prosaica: la traducción latina del aborrecido Necronomicón por el árabe loco Abdul Alhazred.

Encontré el libro con bastante facilidad. Durante las últimas dos décadas de su vida, Amos Tuttle había vivido cada vez más recluido entre libros recopilados de todas partes del mundo: textos viejos, carcomidos, con títulos que podrían haber asustado a un hombre menos endurecido: el siniestro De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn; el terrible Cultes des Ghoules del Comte d'Erlette; el maldito Unaussprechlichen Kulten de von Junzt. Entonces no sabía cuán raros eran, ni entendía la rareza invaluable de ciertas piezas fragmentarias: el temible Libro de Eibon, los Manuscritos Pnakóticos y el temible Texto de R'lyeh; por estos, descubrí al examinar sus cuentas después de la muerte de Amos Tuttle, había pagado una suma fabulosa. Pero en ninguna parte encontré una cifra tan alta como la de que había pagado por el Texto R'lyeh, que le había llegado de algún lugar del oscuro interior de Asia; según sus archivos, había pagado por él no menos de cien mil dólares; pero además de esto, había presente en su relato con respecto a este manuscrito amarillento una anotación que me desconcertó en ese momento, pero que iba a tener un motivo ominoso para recordar: después de la suma antes mencionada, Amos Tuttle había escrito en su mano de araña: además de la promesa… Cuando las Híades se eleven y Aldebarán aceche el cielo esta noche, Él vendrá.

Ocurrieron varios sucesos extraños, cosas que deberían haber despertado mi sospecha con respecto a las leyendas rurales de alguna poderosa influencia sobrenatural que se aferraba a la antigua casa. La primera de estas fue de poca importancia en vista de las demás: al devolver el Necronomicón a la biblioteca de la Universidad de Miskatonic en Arkham, un bibliotecario de labios apretados me llevó de inmediato a la oficina del director, el doctor Llanfer, quien me pidió sin rodeos que explicara por qué el libro estaba en mi poder.

No dudé en hacerlo, y así descubrí que nunca se permitía sacar el raro volumen de la biblioteca; que, de hecho, Amos Tuttle lo había copiado en una de sus raras visitas, después de haber fracasado en sus intentos de persuadir al doctor Llanfer para que le permitiera que lo tome prestado. Y Amos había sido lo suficientemente inteligente como para preparar de antemano una imitación maravillosamente buena del libro, con una encuadernación casi impecable en su parecido, y la reproducción real del título y las primeras páginas del texto reproducidas de su memoria. Con ocasión de manipular el libro del árabe loco, había sustituido el original y se había ido con una de las dos copias disponibles en el continente norteamericano, una de las cinco copias que se sabe que existen en el mundo.

La segunda de estas cosas fue un poco más sorprendente, aunque lleva los adornos de las historias convencionales de casas embrujadas. Tanto Paul Tuttle como yo escuchamos, mientras el cadáver de su tío yacía allí, el sonido de pisadas, pero había esta extrañeza en ellas: no eran para nada como pisadas dentro de la casa, sino como los pasos de alguna criatura más allá de la concepción del hombre caminando a una gran distancia, bajo tierra, de modo que el sonido en realidad vibraba en la casa desde las profundidades de la tierra.

Y cuando me refiero a pasos es solo por falta de una palabra mejor, porque no eran pasos planos en absoluto, sino una especie de sonido esponjoso, gelatinoso, chapoteante, hecho con la fuerza de enorme peso. No hubo nada más que esto, y pronto desapareció, cesando, casualmente, en las horas de ese amanecer cuando el cadáver de Amos Tuttle fue llevado cuarenta y ocho horas antes de lo que habíamos planeado.

Los sonidos los descartamos como asentamientos de la tierra a lo largo de la costa lejana, no solo porque no les dimos demasiada importancia, sino por lo último que tuvo lugar antes de que Paul Tuttle tomara posesión oficialmente de la vieja casa en Aylesbury. Esto último fue lo más chocante de todo, y de los tres que lo sabían, sólo yo sigo vivo ahora, habiendo el doctor Sprague muerto este mes. En ese momento sólo echó un vistazo y dijo:

—¡Entiérralo de una vez!

Y así lo hicimos, porque el cambio en el cuerpo de Amos Tuttle era espantoso. Su cuerpo no estaba cayendo en ninguna descomposición visible, sino cambiando sutilmente de otra manera, inundándose con una extraña iridiscencia que se oscurecía hasta convertirse casi en ébano, y la aparición de diminutas protuberancias parecidas a escamas en sus manos y cara. También hubo algún cambio en la forma de su cabeza; pareció alargarse, adquirir un curioso aspecto parecido al de un pez, acompañado de una leve exudación de un espeso olor a pescado procedente del ataúd.

Estos cambios no eran puramente imaginativos, como se comprobó sorprendentemente cuando el cuerpo fue encontrado posteriormente en el lugar donde su maligno morador posterior lo había transportado, y allí, aunque finalmente cayó en la putrefacción, otros vieron conmigo los sugerentes cambios que habían tenido lugar, aunque afortunadamente no tenían conocimiento de lo que había sucedido antes. Pero en el momento en que Amos Tuttle yacía en la vieja casa, no había indicios de lo que estaba por venir.

Fuimos rápidos en cerrar el ataúd y aún más rápido en llevarlo a la bóveda de Tuttle cubierta de hiedra en el cementerio de Arkham.

Paul Tuttle tenía entonces cuarenta y algo, pero, como tantos hombres de su generación, tenía el rostro y la figura de un veinteañero. De hecho, el único indicio de su edad residía en las tenues trazas de canas en el cabello de su bigote y sienes. Era un hombre alto, de cabello oscuro, ligeramente pasado de peso, con francos ojos azules que años de investigación académica no habían reducido a la necesidad de anteojos. Tampoco desconocía la ley, porque rápidamente hizo saber que si yo, como albacea de su tío, no estaba dispuesto a pasar por alto la cláusula de su testamento, la cual pedía la destrucción de la casa en Aylesbury Road, él impugnaría el testamento con el motivo justificable de la locura de Amos Tuttle.

Le señalé que estaba solo contra el doctor Sprague y contra mí, pero al mismo tiempo no estaba ciego ante el hecho de que la irracionalidad de la solicitud podría muy bien derrotarnos; además, yo mismo consideré la cláusula y no estaba dispuesto a pelear por un asunto tan menor. Sin embargo, si hubiera podido prever lo que estaba por venir, si hubiera soñado con el horror que se avecinaba, habría llevado a cabo la última solicitud de Amos Tuttle independientemente de cualquier decisión del tribunal. Sin embargo, tal previsión no fue mía.

Fuimos a ver al juez Wilton, Tuttle y yo, y le planteamos el asunto. Estuvo de acuerdo con nosotros en que la destrucción de la casa parecía innecesaria, y más de una vez insinuó que coincidía con la creencia de Paul Tuttle en la locura de su difunto tío.

—El anciano ha estado loco desde que lo conozco —dijo secamente—. Y en cuanto a ti, Haddon, ¿puedes subirte a un estrado y jurar que estaba absolutamente cuerdo?

Recordando con cierta inquietud el robo del Necronomicón de la Universidad de Miskatonic, tuve que confesar que no podía.

Así que Paul Tuttle tomó posesión de la finca en Aylesbury Road, y yo volví a mi práctica en Boston, no insatisfecho con la forma en que habían ido las cosas y, sin embargo, no sin una inquietud difícil de definir, un sentimiento insidioso de tragedia inminente, alimentado no poco por mi recuerdo de lo que habíamos visto en el ataúd de Amos Tuttle antes de que lo selláramos y lo encerráramos en la bóveda centenaria del cementerio de Arkham.

No fue por un tiempo que volví a ver los techos abuhardillados y las balaustradas georgianas de Arkham. Estuve allí por un cliente que deseaba que me asegurara de que su propiedad en la antigua Innsmouth estuviera protegida de los agentes del gobierno y la policía, aunque ya habían pasado algunos meses desde la misteriosa dinamitación de los edificios frente al mar y parte del Arrecife del Diablo. Conozco un documento que pretende dar los verdaderos hechos del horror de Innsmouth, un manuscrito publicado de forma privada escrito por un autor de Providence.

En ese momento era imposible proceder a Innsmouth porque los hombres del Servicio Secreto habían cerrado todos los caminos; sin embargo, hice declaraciones a las personas adecuadas y recibí la seguridad de que la propiedad de mi cliente estaría completamente protegida, ya que se encontraba bastante alejada de la costa; así que procedí con otros pequeños asuntos en Arkham.

Fui a almorzar ese día en un pequeño restaurante cerca de la Universidad de Miskatonic, y mientras estaba allí, escuché una voz familiar. Levanté la vista y vi al doctor Llanfer, director de la biblioteca de la universidad. Parecía algo molesto, y traicionaba claramente su preocupación en sus rasgos. Lo invité a unirse a mí, primero se negó; sin embargo, se sentó.

—¿Has ido a ver a Paul Tuttle —preguntó bruscamente.

—Pensaba ir esta tarde —respondí—. ¿Hay algún problema?

Se sonrojó.

—Eso no puedo decirlo —respondió—. Pero han habido algunos rumores desagradables en Arkham. Y el Necronomicón ha desaparecido otra vez.

—¡Santo cielo! ¿Seguramente no estarás acusando a Paul Tuttle de haberlo tomado? —exclamé, medio sorprendido, medio divertido—. No podría imaginar qué utilidad podría tener para él.

—Sin embargo, la tiene —insistió el doctor Llanfer—. Pero no creo que lo haya robado. Es mi propia opinión que uno de nuestros empleados se lo dio y ahora se resiste a confesar la enormidad de su error. Sea como fuere, el libro no ha regresado y me temo que tendremos que ir por él.

—Podría preguntarle sobre eso —dije.

—Gracias —respondió el doctor Llanfer, un poco ansioso—. ¿Supongo que no has oído nada de los rumores?

Negué con la cabeza.

—Es muy probable que sean solo el resultado de una mente imaginativa —continuó, pero su aire sugería que no estaba dispuesto a aceptar una explicación tan prosaica—. Parece que los pasajeros a lo largo de Aylesbury Road han escuchado sonidos extraños a altas horas de la noche, todos aparentemente provenientes de la casa Tuttle.

—¿Sonidos? —pregunté, no sin aprensión inmediata.

—Aparentemente, de pisadas. Alguien dijo que sonaban como si algo grande estuviera caminando en el barro.

Los extraños sonidos que Paul Tuttle y yo habíamos escuchado la noche siguiente a la muerte de Amos Tuttle habían desaparecido de mi mente, pero ante esta mención el recuerdo volvió por completo. Me temo que me delaté un poco, porque el doctor Llanfer observó mi repentino interés; afortunadamente, optó por interpretarlo como evidencia de que yo había oído algo de estos rumores, a pesar de mi declaración en contrario.

No elegí corregirlo en este sentido. Experimenté un repentino deseo de no escuchar más; así que no lo presioné para que me diera más detalles. Luego se levantó para regresar a sus deberes y me dejó con mi promesa de pedirle a Paul Tuttle el libro perdido.

Su relato sonó en mí una nota de alarma. No pude evitar recordar las numerosas cosas que se me quedaron grabadas en la memoria: los pasos, la extraña cláusula en el testamento, la horrible metamorfosis en el cadáver de Amos Tuttle. Ya había entonces una vaga sospecha en mi mente de que alguna siniestra cadena de eventos se estaba manifestando.

Pensé en retirarme. Tenía la insidiosa convicción de una tragedia inminente. Pero decidí ver a Paul Tuttle lo antes posible.

Mi trabajo en Arkham consumió la tarde, y no fue hasta el anochecer que me encontré de pie ante la enorme puerta de roble de la vieja casa Tuttle en Aylesbury Road. Paul contestó a mi llamado con una lámpara en alto, mirando hacia la noche creciente.

—¡Haddon! —exclamó, abriendo más la puerta—. ¡Adelante!

No podía dudar de que estaba realmente contento de verme porque la nota de entusiasmo en su voz excluía cualquier otra suposición. La cordialidad de su bienvenida también sirvió para confirmarme en mi intención de no hablar de los rumores que había escuchado, y proceder a una investigación sobre el Necronomicón en mi propio tiempo. Recordé que justo antes de la muerte de su tío, Tuttle había estado trabajando en un tratado filológico relacionado con el desarrollo de la lengua de los indios Sac.

—Ya cenaste, supongo —dijo Tuttle, guiándome por el pasillo hasta la biblioteca.

Dije que había comido en Arkham.

Dejó la lámpara sobre una mesa llena de libros, apartando algunos papeles. Invitándome a sentar, volvió a ocupar el asiento que evidentemente había dejado para responder a mi llamada. Vi ahora que estaba algo desaliñado y que se había dejado crecer la barba. También había ganado más peso, sin duda como consecuencia de la erudición estrictamente impuesta, con todo el confinamiento en la casa y la falta de ejercicio físico que ello conlleva.

—¿Cómo le va al tratado sobre los Sac? —pregunté.

—He dejado eso a un lado —dijo brevemente—. Puedo retomarlo más tarde. Por el momento me he topado con algo mucho más importante, aún no puedo decir qué tan importante.

Ahora vi que los libros sobre la mesa no eran los tomos académicos habituales que había visto en su escritorio de Ipswich, pero con cierta aprensión observé que eran los libros condenados por instrucciones explícitas del tío de Tuttle. Una mirada a los espacios vacíos en los estantes prohibidos lo corroboró.

Tuttle se volvió hacia mí casi con entusiasmo y bajó la voz como si temiera que lo oyeran.

—De hecho, Haddon, es colosal, una hazaña gigantesca de la imaginación; sólo por esto, ya no estoy seguro de que sea imaginativo. Me preguntaba acerca de esa cláusula en el testamento de mi tío. No podía entender por qué querría que destruyeran esta casa, y supuse correctamente que la razón debía estar en esos libros que condenó tan cuidadosamente —hizo un gesto con la mano hacia los incunables que tenía delante—. Así que los examiné, y puedo decirte que descubrí cosas de una extrañeza tan increíble, un horror tan bizarro, que a veces dudo en profundizar en el misterio. Francamente, Haddon, es el asunto más extravagante con el que me he encontrado, y debo decir que involucró una investigación considerable, aparte de estos libros que coleccionó el tío Amos.

—Me atrevo a decir que has tenido que viajar mucho.

Sacudió la cabeza.

—Nada, aparte de un viaje a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. El hecho es que descubrí que también me los podían entregar por correo. ¿Recordarás esos papeles del tío? Bueno, descubrí entre ellos que el tío Amos pagó cien mil por cierto manuscrito encuadernado… en piel humana, junto con una línea críptica: además de la promesa. Empecé a preguntarme qué promesa podría haber hecho el tío Amos. Inmediatamente procedí a buscar el nombre del hombre que le había vendido el libro, y lo encontré con su dirección: un sacerdote chino del interior del Tíbet. Le escribí. Su respuesta me llegó hace una semana.

Se inclinó y rebuscó brevemente entre los papeles de su escritorio, hasta que encontró lo que buscaba y me lo entregó.

—Escribí en nombre de mi tío, no confiando del todo en la transacción, y escribí, además, como si hubiera olvidado o tuviera la esperanza de eludir la promesa —continuó—. Su respuesta es tan críptica como la anotación de mi tío. De hecho, así fue, porque el papel arrugado que me entregaron tenía, en una letra extraña y forzada, una sola línea, sin firma ni fecha: Proporcionar un refugio para Aquel que no debe ser Nombrado.

Me atrevo a decir que miré a Tuttle con mi asombro claramente reflejado en mis ojos, porque sonrió antes de responder.

—No significa nada para ti, ¿eh? Tampoco para mí cuando lo vi por primera vez. Para comprender lo que sigue debes conocer al menos un breve esbozo de la mitología —si es que es sólo mitología— en la que se enraíza este misterio. Aparentemente, mi tío Amos lo creía todo, ya que las diversas notas esparcidas en los márgenes de sus libros proscritos revelan un conocimiento mucho mayor que el mío.

»Aparentemente, la mitología surge de una fuente común con nuestro propio Génesis, pero solo por un parecido muy pequeño; a veces me siento tentado a decir que esta mitología es mucho más antigua que cualquier otra; ciertamente, en sus implicaciones va mucho más allá, siendo cósmica y sin edad, porque sus seres son de dos naturalezas, y sólo dos: los Antiguos y los Mayores. Dioses del bien cósmico, y del mal cósmico que llevan muchos nombres, y ellos mismos son de diferentes grupos, como si estuvieran asociados con los elementos y, sin embargo, trascendiéndolos: porque están los Seres del Agua, escondidos en las profundidades; los del Aire que son los acechadores primarios más allá del tiempo; los de la Tierra, horribles supervivencias animadas de eones lejanos.

»Hace un tiempo increíble los Antiguos desterraron a todos los Malignos, aprisionándolos en muchos lugares; pero con el tiempo estos Malignos engendraron secuaces infernales que se dispusieron a prepararse para su regreso a la grandeza. Los Antiguos no tienen nombre, pero su poder es, y aparentemente siempre, será lo suficientemente grande como para controlar el de los demás.

»Entre los Malignos aparentemente hay conflicto a menudo, como entre seres menores. Los Seres de Agua se oponen a los de Aire; los Seres de Fuego se oponen a los de la Tierra, pero sin embargo, juntos odian y temen a los Dioses Mayores y siempre esperan derrotarlos en algún momento. Entre los papeles de mi tío Amos hay muchos nombres temibles: Gran Cthulhu, el Lago de Hali, Tsathoggua, Yog-Sothoth, Nyarlathotep, Azathoth, Hastur el Inefable, Yuggoth, Aldones, Thale, Aldebarán, las Híades, Carcosa y otros: y es posible dividir algunos de estos nombres en clases vagamente sugerentes a partir de aquellas notas, aunque muchos presentan misterios insolubles que no puedo esperar penetrar todavía; y otros, también, están escritos en un idioma que no conozco, junto con símbolos y signos crípticos y extrañamente aterradores.

»Por lo que he aprendido, es posible saber que el Gran Cthulhu es de los Seres del Agua, así como Hastur es de los Seres que acechan en los espacios estelares. En esta mitología, el Gran Cthulhu fue desterrado a un lugar bajo los mares de la Tierra, mientras que Hastur fue arrojado al espacio exterior, a ese lugar donde cuelgan las estrellas negras, que se indica como Aldebarán de las Híades, lugar mencionado por Chambers, aun cuando repite la Carcosa de Bierce.

»En vista de esta comunicación del sacerdote en el Tíbet, un hecho debe surgir claramente: Aquel que no debe ser Nombrado no puede ser otro que Hastur.

El repentino cese de su voz me sobresaltó; había algo hipnótico en su ansioso susurro, y también algo que me llenó de una convicción mucho más allá del poder de las palabras de Paul Tuttle. En algún lugar, en lo profundo de los recovecos de mi mente, se había tocado una cuerda, una conexión mnemotécnica que no podía descartar ni rastrear, y que me dejó con una sensación de edad ilimitada, un puente cósmico hacia otro lugar y tiempo.

—Eso parece lógico —dije al fin, con cautela.

—¡Lógico! Haddon, lo es —exclamó.

—Admito que sí —dije—, ¿entonces qué?

—Bueno —prosiguió rápidamente—, hemos concedido que mi tío Amos prometió preparar un refugio en preparación para el regreso de Hastur desde cualquier región del espacio exterior que ahora lo aprisiona. Dónde está ese refugio, o qué clase de lugar puede ser, no ha sido mi preocupación hasta ahora, aunque puedo adivinarlo, tal vez. Este no es el momento de hacer conjeturas y, sin embargo, parecería, a partir de otras pruebas disponibles, que se pueden hacer algunas deducciones. La primera y más importante es de naturaleza doble: ergo, algo imprevisto impidió el regreso de Hastur en vida de mi tío —aquí me miró con una franqueza inusual—. En cuanto a la evidencia de esta manifestación, preferiría no entrar en ella en este momento. Baste decir que creo que tengo esa evidencia a mano. Vuelvo a mi premisa original.

»Entre las pocas anotaciones marginales hechas por mi tío, hay dos o tres especialmente notables en el Texto de R'lyeh; de hecho, a la luz de lo que se sabe o se puede adivinar justificadamente, son notas siniestras y ominosas.

Hablando así, abrió el antiguo manuscrito y se dirigió a un lugar bastante cercano al comienzo de la narración.

—Ahora escúchame, Haddon —dijo, y me levanté y me incliné sobre él para mirar la letra arácnida, casi ilegible, de Amos Tuttle—. Observa la línea de texto subrayada: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’ nagl fhtagn, y lo que sigue en la letra inconfundible de mi tío: ¿Sus secuaces preparando el camino, y él ya no sueña? (WT: 28/2), y en una fecha más reciente, a juzgar por el temblor de su mano, la única abreviatura: Inns Obviamente, esto no significa nada sin una traducción del texto. Pon atención a la notación entre paréntesis. Resolví su significado como una referencia a una revista popular, Weird Tales, de febrero de 1928. La tengo aquí.

Abrió la revista contra el texto sin sentido, ocultando parcialmente las líneas que habían comenzado a adquirir una extraña atmósfera sobrenatural, y allí, debajo de la mano de Paul Tuttle, estaba la primera página de una historia que obviamente pertenecía a esta increíble mitología. El título, cubierto solo en parte por su mano, era La llamada de Cthulhu, de H. P. Lovecraft. Pero Tuttle no se entretuvo en la primera página; se metió de lleno en el corazón de la historia antes de hacer una pausa y presentar la línea idéntica e ilegible que yacía junto a la escritura enredada de Amos Tuttle en el Texto de R'lyeh sobre el que reposaba la revista. Y allí, solo un párrafo más abajo, apareció lo que pretendía ser una traducción del idioma completamente desconocido del Texto: En su casa en R'lyeh, el muerto Cthulhu espera soñando.

—Ahí lo tienes —continuó Tuttle con cierta satisfacción—. Cthulhu también esperó el momento de su resurgimiento. Claramente mi tío se ha preguntado si Cthulhu todavía yace soñando, y después de esto, ha escrito y subrayado dos veces una abreviatura que solo puede representar Innsmouth. Esto, junto con las cosas espantosas medio insinuadas en esta historia reveladora que pretende ser solo ficción, abre una perspectiva de horror no soñado, de maldad ancestral.

—¡Santo cielo! —exclamé involuntariamente—. ¿Seguramente no creerás que esta fantasía ha cobrado vida?

Tuttle se volvió y me dirigió una mirada extrañamente distante.

—Lo que yo piense no importa, Haddon —respondió gravemente—. Pero hay una cosa que me gustaría saber: ¿qué pasó en Innsmouth? ¿Qué ha sucedido allí durante décadas? ¿Por qué este otrora puerto próspero se ha hundido en el olvido, la mitad de sus casas vacías, su propiedad prácticamente sin valor? ¿Y por qué fue necesario que los hombres del gobierno volaran fila tras fila de las viviendas y almacenes frente al mar? Por último, ¿por qué razón terrenal enviaron un submarino para torpedear los espacios marinos más allá del Arrecife del Diablo, justo a las afueras de Innsmouth?

—No sé nada de eso —respondí.

Pero él no hizo caso; su voz se elevó un poco, insegura y temblorosa, y dijo:

—Puedo decírtelo, Haddon. Es incluso como ha escrito mi tío Amos: ¡El gran Cthulhu ha resucitado!

Por un momento me estremecí; luego dije:

—Pero es a Hastur a quien esperaba.

—Precisamente —asintió Tuttle con voz entrecortada y profesional—. Me gustaría saber quién o qué es lo que camina en la tierra en las horas oscuras cuando Fomalhaut se ha levantado y las Híades están en el este.

Cambió bruscamente de tema; comenzó a hacerme preguntas sobre mí y mi práctica, y poco después, cuando me levanté para irme, me pidió que me quedara a pasar la noche. Accedí con cierta renuencia, después de lo cual él partió de inmediato para prepararme una habitación. Aproveché la oportunidad para examinar su escritorio en busca del Necronomicón que faltaba en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic. No estaba, pero lo encontré en un estante. Lo estaba examinando para asegurarme de su identidad, cuando Tuttle volvió a entrar en la habitación. Sus rápidos ojos se clavaron en el libro que tenía en las manos y sonrió a medias.

—Me gustaría que le llevaras eso al doctor Llanfer cuando te vayas por la mañana, Haddon —dijo con indiferencia—. Ahora que he copiado el texto, ya no tengo más uso para él.

—Lo haré con mucho gusto —dije, aliviado de que el asunto pudiera resolverse tan fácilmente.

Poco después me retiré a la habitación del segundo piso. Me acompañó hasta la puerta, y allí se detuvo brevemente, inseguro de hablar. Se volvió una o dos veces, me dio las buenas noches antes de decir lo que pesaba en sus pensamientos:

—Por cierto, si escuchas algo en la noche, no te alarmes, Haddon. Sea lo que sea, es inofensivo, hasta el momento.

No fue hasta que se hubo ido que me di cuenta del significado de lo que había dicho y de la forma en que lo había dicho. Esto era una confirmación de los salvajes rumores que habían penetrado en Arkham. Me desnudé lenta y pensativamente, y me puse el pijama que Tuttle me había preparado, sin desviarme ni un instante de la preocupación por la extraña mitología de los libros antiguos de Amos Tuttle. Nunca fui rápido para emitir juicio, y no lo haría ahora. Estaba claro para mí que Tuttle estaba más que medio convencido de su verdad.

Esto en sí mismo era más que suficiente para hacerme pensar, ya que Paul Tuttle se había distinguido por la minuciosidad de sus investigaciones, y sus artículos publicados no habían sido cuestionados ni por el más mínimo detalle. Como resultado de enfrentar estos hechos, estaba preparado para admitir que había alguna base para la mitología que Tuttle me había esbozado, pero en cuanto a su verdad, por supuesto que no estaba en posición para comprometerme incluso dentro de los confines de mi propia mente; porque una vez que un hombre concede o condena una cosa dentro de su mente, es doblemente difícil deshacerse de su conclusión, por muy desacertada que pueda resultar posteriormente.

Pensando esto me metí en la cama. La noche se había profundizado, aunque podía ver a través de la delgada cortina que las estrellas estaban afuera, Andrómeda en lo alto del este y las constelaciones de otoño comenzando a ascender por el cielo.

Estaba al borde del sueño cuando volví a despertarme por un sonido que había estado presente durante algún tiempo, pero que acababa de llegar a mí con todo su significado: el paso levemente tembloroso de una criatura gigantesca que hacía vibrar la casa, aunque el sonido no procedía del interior de la casa, sino del este, y por un confuso momento pensé en algo que había surgido del mar y caminaba por la orilla sobre la arena mojada.

Pero esta ilusión pasó cuando me levanté y escuché con más atención. Por un momento no hubo sonido alguno; luego volvió a sonar, irregularmente, entrecortado: un paso, una pausa, dos pasos en una sucesión bastante rápida, un extraño ruido de succión. Perturbado, me levanté y me acerqué a la ventana abierta. La noche era cálida; a lo lejos, al nordeste, un faro trazaba un arco en el cielo, y desde el lejano norte llegaba el débil zumbido de un avión nocturno. Ya era pasada la medianoche; bajo en el este brillaban Aldebarán y las Pléyades, pero en ese momento, como lo hice más tarde, no relacioné las perturbaciones que escuché con la aparición de las Híades sobre el horizonte.

Los extraños sonidos, mientras tanto, continuaron sin cesar, y pronto me di cuenta de que en verdad se estaban acercando a la casa, por muy lento que fuera su avance. Que venían de la dirección del mar no podía dudarlo, porque en este lugar no había configuraciones de la tierra que pudieran haber desviado cualquier sonido del foco direccional. Empecé a pensar de nuevo en esos sonidos que habíamos oído mientras el cuerpo de Amos Tuttle yacía en la casa, aunque entonces no recordaba que así como las Híades ahora yacían bajas en el este, entonces se estaban poniendo en el oeste. Si había alguna diferencia en la forma de su acercamiento, no pude determinarlo, a menos que las perturbaciones presentes parecían más cercanas, pero no era tanto una cercanía física como una cercanía psíquica. La convicción de esto era tan fuerte que comencé a sentir una creciente inquietud no exenta de miedo. Empecé a experimentar una inquietud salvaje, un deseo de compañía; y fui rápidamente a la puerta de mi habitación, la abrí y salí en silencio al vestíbulo en busca de mi anfitrión.

Pero entonces, de inmediato, se dio a conocer un nuevo descubrimiento. Mientras estuve en mi habitación, los sonidos que había escuchado parecían indiscutiblemente provenir del este, a pesar de los temblores débiles, casi intangibles, que parecían estremecerse a través de la vieja casa; pero aquí, en la oscuridad del vestíbulo, adonde había ido sin luz de ningún tipo, me di cuenta de que los sonidos y los temblores emanaban por igual de abajo, no de ningún lugar de la casa, en realidad, sino debajo, elevándose desde lugares subterráneos. Mi tensión nerviosa aumentó, y me costó orientarme en la oscuridad, cuando percibí desde la dirección de la escalera un débil resplandor que subía desde abajo. Me acerqué de inmediato, sin hacer ruido y, mirando por encima de la barandilla, vi que la luz provenía de una lámpara que Paul Tuttle sostenía en la mano.

Estaba de pie en el vestíbulo inferior, vestido con su bata, aunque estaba claro para mí, incluso desde donde estaba, que no se había cambiado. La luz que caía sobre su rostro revelaba la intensidad de su atención; su cabeza estaba un poco inclinada hacia un lado en actitud de escuchar, y permaneció inmóvil mientras yo lo miraba desde arriba.

—¡Paul! —llamé en un susurro áspero.

Levantó la vista al instante y vio mi rostro atrapado en la luz en su mano.

—¿Lo oyes? —preguntó.

—Sí, ¿qué diablos es?

—Lo he escuchado antes —dijo—. Baja.

Bajé al salón inferior, donde me quedé un momento bajo su mirada penetrante e interrogante.

—¿No tienes miedo, Haddon?

Negué con la cabeza.

—Entonces ven conmigo.

Dio media vuelta y encabezó el camino hacia la parte trasera de la casa, donde descendió a los sótanos. Todo este tiempo los sonidos iban subiendo de volumen; era como si se hubieran acercado más a la casa, de hecho, casi como si estuvieran directamente debajo, y ahora era obvio un claro temblor en el edificio, no solo en las paredes y los soportes, sino uno con el estremecimiento y la sacudida de la tierra alrededor: era como si una profunda perturbación subterránea hubiera elegido este lugar en la superficie de la tierra para manifestarse. Pero Tuttle no se inmutó, sin duda porque ya lo había experimentado antes. Pasó directamente por el primer y segundo sótano a un tercero, algo más bajo que los demás, y aparentemente de construcción más reciente, pero, como los dos primeros, construido con bloques de piedra caliza fijados en cemento.

En el centro de este subsótano se detuvo y se quedó escuchando en silencio. Los sonidos habían llegado a tal punto que parecía como si la casa estuviera atrapada en un vórtice de agitación volcánica sin sufrir la destrucción de sus soportes; porque el temblor y el estremecimiento, el crujido y el gemido de las vigas sobre nosotros daban evidencia de la tremenda presión ejercida dentro de la tierra debajo de nosotros, e incluso el piso de piedra del sótano parecía vivo bajo mis pies descalzos. Pero ahora estos sonidos parecieron retroceder a un segundo plano, aunque en realidad no disminuyeron en absoluto, y solo presentaron esta ilusión debido a nuestra creciente familiaridad con ellos y porque nuestros oídos se sintonizaron con otros sonidos, estos también elevándose desde abajo como desde una gran distancia, pero trayendo consigo una insidiosa infernalidad en las implicaciones que crecieron sobre nosotros.

Porque los primeros silbidos no eran lo suficientemente claros como para justificar cualquier conjetura sobre su origen, y no fue hasta que escuché durante algún tiempo que se me ocurrió que procedían de algo vivo, consciente, pues pronto se convirtieron en groseros y chocantes balbuceos, indistintos e ininteligibles incluso cuando podían oírse con claridad. Para entonces, Tuttle había dejado la lámpara, se había arrodillado y yacía medio tendido en el suelo con la oreja pegada a la piedra.

Hice lo mismo, y descubrí que los sonidos de abajo eran sílabas más reconocibles, aunque no menos sin sentido. Al principio, no escuché más que aullidos incoherentes y aparentemente inconexos, a los que se intercalaban cantos: ¡Iä! ¡ Iä!... Shub-Niggurath!... ¡ Cthulhu fhtagn! ¡Iä! ¡Iä, Cthulhu!

La palabra Cthulhu era claramente audible, a pesar de la furia del sonido creciente a su alrededor; pero la palabra que siguió parecía algo más larga que fhtagn; era como si se hubiera añadido una sílaba extra y, sin embargo, no podía estar seguro de que no hubiera estado allí todo el tiempo, porque pronto se hizo más clara, y Tuttle sacó de un bolsillo su libreta y su lápiz y escribió:

—Están diciendo Cthulhu naf-fhtagn.

A juzgar por la expresión de sus ojos, ligeramente eufóricos, esto evidentemente le transmitió algo, pero para mí no significó nada, aparte reconocer que parte de aquello ya lo había leído en el Texto de R'lyeh, y posteriormente en el relato de la revista, donde su traducción parecería haber indicado que las palabras significaban: Cthulhu espera soñando. Mi evidente ignorancia de su significado aparentemente le recordó a mi anfitrión que su conocimiento filológico superaba con creces al mío, ya que sonrió sombríamente y susurró:

—No puede ser otra cosa que una construcción negativa.

Incluso entonces no entendí de inmediato que las voces subterráneas no decían lo que yo había pensado, sino: ¡Cthulhu ya no espera soñando!

Ahora ya no había ninguna cuestión de creencia, porque las cosas que estaban ocurriendo no eran de origen humano y no admitían otra solución que una relacionada con la increíble mitología que Tuttle me había expuesto recientemente. Y ahora, como si esta evidencia de sentir y oír no fuera suficiente, se hizo manifiesto un extraño olor fétido mezclado con un nauseabundo olor a pescado, aparentemente filtrándose a través de la porosa piedra caliza.

Tuttle se dio cuenta de esto casi simultáneamente, y me alarmé al observar en sus rasgos rastros de aprensión más fuertes que los que había notado hasta ahora. Yació un momento en silencio; luego se levantó sigilosamente, tomó la lámpara y salió sigilosamente de la habitación, haciéndome señas para que lo siguiera. Sólo cuando estuvimos de nuevo en el piso superior se atrevió a hablar.

—Están más cerca de lo que pensaba —dijo, meditabundo.

—¿Es Hastur? —pregunté, nervioso.

Pero él sacudió su cabeza.

—No puede ser él, porque el pasaje de abajo conduce sólo al mar y sin duda está parcialmente lleno de agua. Por lo tanto, solo puede ser uno de los Seres del Agua, aquellos que se refugiaron allí cuando los torpedos destruyeron el Arrecife del Diablo más allá de la evitada Innsmouth, Cthulhu, o aquellos que lo sirven, como los Mi-Go sirven en las heladas fortalezas, y los Tcho-Tcho. en las mesetas escondidas de Asia.

Como era imposible dormir, nos sentamos un rato en la biblioteca, mientras Tuttle hablaba de las cosas extrañas que había encontrado en los viejos libros de su tío: se sentó esperando el amanecer mientras hablaba de la temida Meseta de Leng, de la Cabra Negra de los Bosques con Mil Crías, de Azathoth y Nyarlathotep, el Mensajero Poderoso que caminó por los espacios estelares con la apariencia de un hombre; del horrible y diabólico Signo Amarillo, las torres encantadas y legendarias de la misteriosa Carcosa; del terrible Lloigor y del odiado Zhar; de la monstruosidad infernal del país del norte, el Caminante del Viento; de Ithaqua, de Chaugnar Faugn y N'gah-Kthun, de la desconocida Kadath y los hongos de Yuggoth, así habló durante horas mientras los sonidos de abajo continuaban y yo escuchaba con un miedo mortal. Y sin embargo, ese miedo era innecesario, porque con el amanecer las estrellas palidecieron, y el tumulto de abajo se apagó sutilmente, desvaneciéndose hacia el este y las profundidades del océano. Finalmente fui a mi habitación, ansioso, para vestirme y prepararme para mi partida.

Durante poco más de un mes estuve de nuevo en camino a la finca Tuttle, vía Arkham, en respuesta a un mensaje urgente de Paul, en el que había garabateado con mano temblorosa una única palabra: ¡Ven!

Incluso si no hubiera escrito, debería haber considerado mi deber regresar a la vieja casa en Aylesbury Road, a pesar de mi disgusto por la investigación de Tuttle. Esa mañana encontré en el periódico una historia confusa sobre Arkham. No la habría notado en absoluto si no hubiera sido por el titular: Indignación en el cementerio de Arkham, y debajo: Violación de la bóveda de Tuttle. La historia en sí era breve y revelaba poco más allá de la información ya transmitida por los encabezados:

«Se descubrió temprano esta mañana que los vándalos habían irrumpido y destruido parcialmente la bóveda de los Tuttle en el cementerio de Arkham. Una pared está destrozada casi sin posibilidad de reparación, y los ataúdes han sido removidos. Se ha informado que falta el ataúd del difunto Amos Tuttle, pero no hemos podido obtener confirmación al momento de publicar este número.»

Inmediatamente después de leer este vago boletín, fui presa de la más fuerte aprensión, no sé qué fuente; sin embargo, sentí de inmediato que el ultraje perpetrado contra la bóveda no era un crimen ordinario, y no pude evitar conectarlo en mi mente con los sucesos en la vieja casa Tuttle. Por lo tanto, había decidido ir a Arkham y, desde allí, ver a Paul Tuttle. Su breve mensaje me alarmó aún más, si cabe, y al mismo tiempo me convenció de lo que temía: que existía alguna conexión repugnante entre el ultraje del cementerio y las cosas que andaban debajo de la casa de Aylesbury Road. Al mismo tiempo me di cuenta de una profunda renuencia a dejar Boston, obsesionado con un miedo intangible al peligro invisible de una fuente desconocida. Aun así, el deber me obligaba a ir, y por mucho que lo evitara, debía hacerlo.

Llegué a Arkham a primera hora de la tarde y fui de inmediato al cementerio, en calidad de abogado, para determinar la magnitud de los daños causados. Se había establecido una guardia policial, pero se me permitió examinar las instalaciones tan pronto como se reveló mi identidad. Descubrí que el informe del periódico había sido sorprendentemente inadecuado, ya que la ruina de la bóveda de Tuttle estaba prácticamente completa, sus ataúdes expuestos al calor del sol, algunos de ellos abiertos, revelando huesos muertos hace mucho tiempo.

Si bien era cierto que el ataúd de Amos Tuttle había desaparecido durante la noche, lo habían encontrado a mediodía en un campo abierto a unas dos millas al este de Arkham, demasiado lejos de la carretera para haberlo llevado allí. Una investigación había revelado ciertas muescas profundas a amplios intervalos en la tierra, ¡algunas de ellas de hasta cuarenta pies de diámetro! Era como si una criatura monstruosa hubiera caminado por allí, aunque confieso que me reservé este pensamiento. Las impresiones en la tierra permanecieron como un misterio sobre el cual no arrojaron luz ni siquiera las conjeturas más descabelladas en cuanto a su origen.

Esto puede deberse al hecho más sorprendente que surgió inmediatamente después del hallazgo del ataúd: el cuerpo de Amos Tuttle había desaparecido y una búsqueda en el terreno circundante no lo había revelado.

Finalmente partí hacia Aylesbury Road, negándome a pensar más en esta increíble información hasta que hubiera hablado con Paul Tuttle.

Esta vez mi llamado a su puerta no fue respondido de inmediato, y había comenzado a preguntarme si le había pasado algo, cuando detecté un leve roce más allá de la puerta, y casi de inmediato escuché la voz apagada de Tuttle.

—¿Quién es?

—Haddon —respondí, y escuché lo que pareció ser un grito ahogado de alivio.

La puerta se abrió, y no fue hasta que se hubo cerrado que me di cuenta de la oscuridad nocturna del vestíbulo. La ventana del otro extremo había sido cerrada herméticamente. Me abstuve de hacer la pregunta que vino a mis labios y me volví hacia Tuttle.

Pasó algún tiempo antes de que mis ojos dominaran la oscuridad, y luego fui consciente de una clara sensación de conmoción; porque Tuttle había pasado de ser un hombre alto y erguido en su mejor momento a uno corpulento y encorvado, de apariencia tosca y levemente repulsiva. Sus primeras palabras me llenaron de gran alarma.

—Rápido, Haddon —dijo—. No hay mucho tiempo.

—¿Qué pasa, Paul? —pregunté.

Hizo caso omiso y abrió el camino hacia la biblioteca, donde una lámpara ardía débilmente.

—He hecho un paquete con algunos de los libros más valiosos de mi tío: el Texto R'lyeh, El Libro de Eibon, los Manuscritos Pnakóticos, y algunos otros. Estos deben ir a la biblioteca de la Universidad de Miskatonic por tu mano hoy, sin falta. En adelante, se considerarán propiedad de la biblioteca. Y aquí hay un sobre que contiene instrucciones para ti, en caso de que no me comunique contigo personalmente o por teléfono, que tengo instalado aquí desde tu última visita, antes de las diez de la noche. Te alojarás, supongo, en Lewiston House. Ahora escúchame atentamente: si no te llamo por teléfono antes de las diez de la noche, debes seguir las instrucciones sin dudarlo. Te aconsejo que actúes de inmediato y, dado que puedes considerarlas demasiado inusuales para proceder con rapidez, ya he telefoneado al juez Wilton y le he explicado que te he dejado algunas instrucciones extrañas pero vitales, pero que quiero que lleves a cabo al pie de la letra.

—¿Qué ha pasado, Paul? —pregunté.

Por un momento pareció que hablaría libremente, pero solo sacudió la cabeza y dijo:

—Todavía no lo sé. No todo al menos. Pero esto es lo que puedo decir: ambos, mi tío y yo, cometimos un terrible error. Y me temo que ahora es demasiado tarde para rectificarlo. ¿Te has enterado de la desaparición del cuerpo del tío Amos?

Asentí.

—Ha aparecido.

Me quedé asombrado, ya que acababa de llegar de Arkham, y no me habían impartido tal información.

—¡Imposible! —exclamé—. Todavía lo están buscando.

—Ah, no importa —dijo extrañamente—. No está donde lo están buscando. Está aquí, al pie del jardín, donde el cuerpo fue abandonado cuando ya era inútil.

Ante esto, levantó la cabeza de repente, y escuchamos el sonido de arrastrar de pies y gruñidos que provenían de algún lugar de la casa. En un momento se apagó, y se volvió de nuevo hacia mí.

—El refugio —murmuró, y soltó una risa enfermiza—. El túnel fue construido por el tío Amos, estoy seguro. Pero no era el refugio que Hastur quería, aunque sirve a los secuaces de su medio hermano, el Gran Cthulhu.

Era casi imposible darme cuenta de que el sol brillaba afuera, porque la oscuridad de la habitación y la atmósfera de temor inminente que se cernía sobre mí se combinaron para dar a la escena una irrealidad, algo aparte del mundo del que acababa de llegar. También percibí en Tuttle un aire de expectación casi febril junto con una prisa nerviosa; sus ojos brillaban extrañamente y parecían más prominentes, sus labios parecían haberse engrosado, y su barba se había enmarañado en un grado que no hubiera creído posible.

Escuchó ahora solo por un momento antes de volverse hacia mí.

—Yo mismo necesito quedarme por el momento. No he terminado de minar el lugar, y eso debe hacerse —continuó erráticamente—. He descubierto que la casa descansa sobre una base naturalmente artificial, que debajo del lugar debe haber no solo el túnel, sino una estructura cavernosa, y creo que estas cavernas están en su mayor parte llenas de agua, y tal vez habitadas —añadió como una siniestra ocurrencia tardía—. Pero esto, por supuesto, en este momento es de poca importancia. No tengo miedo de lo que está abajo, sino de lo que sé que está por venir.

Una vez más hizo una pausa para escuchar, y nuevamente llegaron a nuestros oídos sonidos vagos y distantes. Escuché atentamente, oyendo un siniestro tanteo, como si una criatura estuviera tratando de abrir una puerta, y me esforcé por descubrir o adivinar su origen.

Al principio había pensado que el sonido emanaba de algún lugar dentro de la casa, quizás del ático; porque parecía venir de arriba, pero me di cuenta de que no procedía de ningún lugar dentro de la casa, ni tampoco de ninguna parte de la casa exterior, sino que crecía de algún lugar más allá de eso, de un punto en el espacio más allá de las paredes de la casa, un ruido que no estaba asociado en mi conciencia con ningún sonido material reconocible, sino que era más bien una invasión sobrenatural.

Miré a Tuttle y vi que su atención también se dirigía a algo del exterior, porque tenía la cabeza algo levantada y sus ojos miraban más allá de las paredes con una expresión curiosamente embelesada, no sin miedo, pero tampoco sin un aire de espera impotente.

—Ese es el signo de Hastur —dijo en voz baja—. Cuando las Híades se eleven y Aldebarán aceche el cielo esta noche, Él vendrá. El Otro estará aquí con Su pueblo de agua, los de las razas primitivas con branquias.

Luego se echó a reír de repente, en silencio, y con una mirada astuta, medio loca, agregó:

—Y Cthulhu y Hastur lucharán aquí mientras el Gran Orión avance a zancadas sobre el horizonte, con Betelgueuse donde están los Dioses Mayores, los Antiguos; ¡quienes son los únicos que pueden bloquear los malvados diseños de estos engendros infernales!

Mi asombro ante sus palabras sin duda se reflejó en mi rostro y, a su vez, le hizo comprender la vacilación que sentí, porque de repente su expresión cambió, sus ojos se suavizaron, sus manos se entrelazaron y se abrieron con nerviosismo y su voz se volvió más natural.

—Pero tal vez esto te canse, Haddon —dijo—. No diré más, porque el tiempo se acorta. Se acerca la tarde, y dentro de poco la noche. Te ruego que no dudes en seguir las instrucciones que he esbozado en esta breve nota para sus ojos. Te encargo que las sigas implícitamente. Si es como temo, incluso eso puede ser inútil; si no es así, te alcanzaré a tiempo.

Dicho esto, recogió el paquete de libros, me lo puso en las manos y me condujo hasta la puerta, donde lo seguí sin protestar, pues estaba desconcertado ante la extrañeza de sus acciones y la extraña atmósfera de inquietante horror que se aferraba a la casa. En el umbral se detuvo brevemente y me tocó el brazo con suavidad.

—Adiós, Haddon —dijo con amistosa intensidad.

Luego me encontré en el pórtico bajo el resplandor de la luz del sol poniente, tan brillante que cerré los ojos hasta que pude acostumbrarme de nuevo a su brillo, mientras sonaba la alegre risotada de un tardío pájaro en un poste de la cerca al otro lado de la calle, como para desmentir la atmósfera de horror sobrenatural detrás.

Llego a esa parte de mi narración en la que detesto embarcarme, no solo por lo increíble de lo que debo escribir, sino porque puede ser, en el mejor de los casos, un relato vago e incierto, repleto de conjeturas. Si es inconexa se debe a las cosas primarias que acechan justo fuera de los límites de la vida que conocemos, de supervivencia terrible y animada en los lugares ocultos de la Tierra.

No puedo decir cuánto aprendió Tuttle de esos textos infernales que me confió. Cierto es que adivinó muchas cosas que no supo hasta demasiado tarde; de otras, reunió indicios, aunque es dudoso que comprendiera completamente la magnitud de la tarea en la que se embarcó tan irreflexivamente cuando trató de saber por qué Amos Tuttle había querido la destrucción deliberada de su casa y sus libros.

Tras mi regreso a las antiguas calles de Arkham, los acontecimientos se sucedieron con una rapidez indeseable. Dejé el paquete de libros con el doctor Llanfer en la biblioteca y me dirigí inmediatamente después a la casa del juez Wilton, donde tuve la suerte de encontrarlo. Estaba sentado a la mesa para cenar y me invitó a unirme a él, lo cual hice, aunque no tenía ningún tipo de apetito, de hecho, la comida me parecía repugnante. Para entonces, todos los temores y las dudas intangibles que había albergado habían llegado a un punto crítico, y Wilton se dio cuenta de que estaba ante un hombre bajo una tensión nerviosa inusual.

—Es curioso lo de la bóveda de los Tuttle, ¿verdad? —aventuró astutamente, adivinando el motivo de mi presencia en Arkham.

—Sí, pero ni la mitad de curioso que lo del cuerpo de Amos Tuttle reposando al pie de su jardín —respondí.

—Ciertamente —dijo sin ningún signo visible de interés—. Me atrevo a decir que has venido de allí y sé de lo que hablas.

En ese momento, le conté lo más brevemente posible la historia, omitiendo solo algunos de los detalles más improbables, pero sin lograr del todo despejar sus dudas. Se sentó durante un rato en pensativo silencio después de que hube terminado, mirando una o dos veces el reloj, que mostraba que ya eran pasadas las siete. Luego interrumpió su ensoñación para sugerir que telefoneara a Lewiston House y arreglara una visita a la casa del juez Wilton. Así lo hice al instante, algo aliviado de que él hubiera accedido a tomar el problema lo suficientemente en serio como para dedicarle la velada.

—En cuanto a la mitología — dijo, inmediatamente después de mi regreso a la habitación—, puede descartarse como la creación de una mente loca como la del árabe Abdul Alhazred. Pero a la luz de las cosas que han sucedido en Innsmouth, no me gustaría comprometerme. Sin embargo, no estamos actualmente en sesión. La preocupación inmediata es por el mismo Paul Tuttle. Propongo que examinemos sus instrucciones de inmediato.

Extraje el sobre y lo abrí. Contenía una sola hoja de papel, con estas líneas crípticas y ominosas:

«He minado la casa. Dirígete inmediatamente, sin demora, a la puerta oeste, a los arbustos del lado derecho del camino que viene de Arkham. Allí he escondido el detonador. Mi tío Amos tenía razón: debería haberse hecho en primer lugar. Si me fallas, Haddon, entonces ante Dios sueltas sobre el campo un flagelo como el hombre nunca ha conocido y nunca volverá a ver, ¡si es que sobrevive!»

Algún atisbo de la verdad cataclísmica debe haber comenzado a penetrar en mi mente en ese momento, porque cuando el juez Wilton se echó hacia atrás, me miró con curiosidad y preguntó:

—¿Qué vas a hacer?

Respondí sin dudar:

—¡Voy a seguir esas instrucciones al pie de la letra!

Me miró por un momento sin hacer comentarios; luego se inclinó ante lo inevitable y se acomodó.

—Esperaremos juntos hasta las diez —dijo gravemente.

El acto final del increíble horror que tuvo su punto focal en la casa Tuttle tuvo lugar un poco antes de las diez, y al principio nos sobrevino de una manera tan prosaica que el horror completo, cuando llegó, fue doblemente impactante y profundo. Pues a las diez menos cinco sonó el teléfono. El juez Wilton lo tomó de inmediato, e incluso desde donde estaba sentado pude escuchar la voz agonizante de Paul Tuttle gritando mi nombre.

Tomé el teléfono del juez Wilton.

—Soy Haddon —dije con una calma que no sentía—. ¿Qué pasa, Paul?

—¡Hazlo ahora! —gritó—. Oh, Dios, Haddon… demasiado tarde. ¡Oh, Dios, el refugio! ¡El refugio! ...Conoces el lugar… ¡Oh, Dios, sé rápido!

Y luego sucedió algo que nunca olvidaré: la repentina y terrible degeneración de su voz, de modo que fue como si se hundiera en abismales pronunciaciones; porque los sonidos que llegaban a través del cable eran bestiales e inhumanos: balbuceos impactantes y sonidos crudos, brutales y babeantes, entre los cuales algunos de ellos se repetían una y otra vez, y escuché con creciente horror el triunfal balbuceo antes de que se extinguiera:

¡Iä! ¡Iä! ¡Hastur! ¡Hastur cfayak vulgtmm, vugtlagln vulgimm! ¡Ah, Shub-Niggurath! ¡U Hastur… ¡astur cf’tagn! ¡ Iä! ¡ Iä! ¡Has…

Luego, de repente, todos los sonidos se apagaron y me volví para mirar las facciones aterrorizadas del juez Wilton. Con un efecto catastrófico, comprendí lo que Tuttle no había sabido hasta que fue demasiado tarde.

De inmediato solté el teléfono. Corrí sin sombrero ni abrigo desde la casa a la calle, con la voz del juez Wilton llamando frenéticamente a la policía desvaneciéndose en la noche detrás de mí. Fui a una velocidad sobrenatural desde las sombrías calles de Arkham hasta Aylesbury Road, hasta el camino y la puerta, donde por un breve instante, mientras las sirenas sonaban detrás de mí, vi la Casa Tuttle a través del huerto delineado en un infernal resplandor púrpura, hermoso pero sobrenatural y tangiblemente malvado.

Entonces presioné hacia abajo el detonador, y con un tremendo rugido, la vieja casa estalló en pedazos.

Me quedé aturdido unos instantes, consciente de la llegada de la policía por la carretera al sur, antes de empezar a moverme para reunirme con ellos. Vi que la explosión había provocado lo que Paul Tuttle había insinuado: la colapso de las cavernas subterráneas; porque la tierra misma se asentaba, se deslizaba hacia abajo, y las llamas que se habían elevado silbaban y humeaban en el agua que brotaba de abajo.

Luego sucedió lo otro, el último horror sobrenatural que misericordiosamente borró lo que vi en los restos que sobresalían por encima de las aguas crecientes: la gran masa protoplásmica que se elevaba desde el centro del lago que se formaba donde había estado la Casa Tuttle, y la cosa que vino a gritarnos a través del césped antes de volverse hacia ese otro y comenzar una lucha titánica por el dominio, interrumpida solo por la brillante explosión de luz que parecía emanar del cielo del este como un relámpago increíblemente poderoso: una tremenda descarga de energía en forma de luz, de modo que por un terrible momento todo fue revelado, antes de que apéndices como relámpagos descendieran como una columna de luz, una agarrando la masa en las aguas, levantándola en alto , y arrojándolo mar adentro, la otro tomando esa segunda cosa del césped y arrojándola, una mancha oscura y menguante, al cielo, ¡donde se desvaneció entre las estrellas eternas!

Y luego vino un silencio súbito, absoluto, cósmico. Donde, un momento antes, había estado este milagro de luz, ahora solo había oscuridad y la línea de árboles recortada contra Betelgueuse y Orión.

Por un instante no supe qué era peor, si el caos del momento anterior o el absoluto silencio del presente; pero los pequeños gritos de los hombres horrorizados me despabilaron, y entonces comprendí que ellos al menos no comprendían el horror secreto, la cosa que se levanta en las horas oscuras para acechar las profundidades sin fondo de la mente.

Es posible que hayan oído, como yo, ese silbido delgado, lejano, ese ulular enloquecedor del profundo e inconmensurable abismo del espacio cósmico, el lamento que retrocedía con el viento y las sílabas que flotaban por las laderas del aire: Tekeli-li, tekeli-li, tekeli-li.

Y ciertamente vieron la cosa que venía gritando hacia nosotros desde las ruinas que se hundían detrás, la caricatura distorsionada de un ser humano, con los ojos hundidos en masas espesas de carne escamosa, la cosa que agitó sus brazos sin huesos hacia nosotros como los apéndices de un pulpo, ¡la cosa que chilló y balbuceó con la voz de Paul Tuttle!

Pero no podían saber el secreto que sólo yo sabía, el secreto que Amos Tuttle podría haber adivinado en las sombras de sus últimas horas, lo que Paul Tuttle tardó en aprender: que el refugio buscado por Hastur el Inefable, el refugio que prometió a Aquel que no debe ser Nombrado, no era el túnel, ni la casa, sino el cuerpo y el alma del mismo Amos Tuttle, y, en su defecto, la carne viva y el alma inmortal de aquel que vivía en esa casa condenada en el Camino de Aylesbury.

August Derleth (1909-1971)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de August Derleth.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de August Derleth: El regreso de Hastur (The Return of Hastur), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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