«El signo amarillo»: Robert W. Chambers; relato y análisis


«El signo amarillo»: Robert W. Chambers; relato y análisis.




El signo amarillo (The Yellow Sign) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert W. Chambers (1865-1933), publicado en la antología de 1895: El rey de amarillo (The King in Yellow).

El signo amarillo, uno de los más importantes cuentos de Robert W. Chambers, narra la historia de un misterioso glifo: un signo, capaz de controlar la mente de quien lo posea. De hecho, solo basta ver una mísera copia del Signo Amarillo, durante un segundo, incluso por accidente, para esta extraña e insidiosa entidad de otra dimensión —el Rey de Amarillo—, se apodere de la mente del observador.

Si bien Robert W. Chambers no lo aclara específicamente en este cuento, en El reparador de reputaciones (The Repairer of Reputations) —otra de las historias de El rey amarillo— se explica que el Signo Amarillo proviene de la mítica ciudad de Carcosa, situada en un desagradable universo paralelo o una cuarta dimensión.

Ahora bien, del mismo modo en el que Robert W. Chambers utiliza expresamente la ciudad de Carcosa, creada por Ambrose Bierce en el relato: Un habitante de Carcosa (An Inhabitant of Carcosa), tanto el Signo Amarillo como el Rey Amarillo luego serían utilizados por H.P. Lovecraft —o mejor dicho, por el Círculo de Lovecraft— e incorporados a los Mitos de Cthulhu, básicamente como avatares, o reencarnaciones, del poderoso Hastur. [ver: Ciclo de Carcosa]

Poco se sabe acerca del verdadero Signo Amarillo, aquel creado por Robert W. Chambers para uno de los mejores cuentos de terror jamás escritos: solo que es capaz de conducir a la locura, e incluso a la muerte, a quienes tienen la mala fortuna de posar la mirada sobre él. Pero a los que se apoderan del Signo Amarillo, o que lo heredan, independientemente de las circunstancias en las que lo hayan recibido, les aguarda un destino peor.




El signo amarillo.
The Yellow Sign; Robert W. Chambers (1865-1933)


Rompen las olas neblinosas a lo largo de la costa,
Los soles gemelos se hunden tras el lago,
Se prolongan las sombras
En Carcosa.
Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,
Y extrañas lunas giran por los cielos,
Pero más extraña todavía es la
Perdida Carcosa.
Los cantos que cantarán las Híades
Donde flamean los andrajos del Rey,
Deben morir inaudibles en la
Penumbrosa Carcosa.
Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
Muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
Se secan y mueren en la
Perdida Carcosa.


El canto de Cassilda en El Rey de Amarillo


¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertas notas musicales me recuerdan los tintes dorados y herrumbrosos del follaje de otoño? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas en cuyas paredes resplandecen desiguales masas de plata virgen? ¿Qué había en el tumulto y el torbellino de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un apacible bosque bretón en el que la luz del sol se filtraba a través del follaje de la primavera y Sylvia se inclinaba a medias con curiosidad y a medias con ternura sobre una pequeña lagartija verde murmurando: ¡Pensar que esta es una criatura de Dios!

La primera vez que vi al sereno, estaba de espaldas a mí. Lo miré con indiferencia hasta que entró a la Iglesia. No le presté más atención que la que hubiera prestado a cualquier otro que deambulara por el parque de Washington aquella mañana, y cuando cerré la ventana y volví a mi estudio, ya lo había olvidado. Avanzaba la tarde, como hacía calor, abrí la ventana nuevamente y me asomé para respirar un poco de aire. Había un hombre en el atrio de la iglesia y lo observé otra vez con tan poco interés como por la mañana. Miré la plaza en que jugueteaba el agua de la fuente y luego, llena la cabeza de vagas impresiones de árboles, de senderos de asfalto y de grupos de niñeras y ociosos paseantes, me dispuse a volver a mi caballete. Entonces, mi mirada distraída incluyó al hombre del atrio de la iglesia.

Tenía ahora la cara vuelta hacia mí y, con un movimiento totalmente involuntario, me incliné para vérsela. En el mismo instante levanté la cabeza y me miró. Me recordó de inmediato a un gusano de ataúd. Qué era lo que me repugnaba en el hombre, no lo sé, pero la impresión de un grueso gusano blancuzco de tumba fue tan intensa y nauseabunda que debe de haberle mostrado en mi expresión, porque apartó su abultada cara con un movimiento que me recordó una larva perturbada en un nogal. Volví a mi caballete y le hice señas a la modelo para que reanudara su pose. Después de trabajar un buen rato, advertí que estaba echando a perder tan de prisa como era posible lo que había hecho. Tomé una espátula y quité con ella el color. Las tonalidades de la carne eran amarillentas y enfermizas; no entendía cómo había podido dar unos colores tan malsanos a un trabajo que había resplandecido antes de salud. Miré a Tessie. No había cambiado y el claro arrebol de la salud le teñía el cuello y las mejillas; fruncí el ceño.

—¿He hecho algo malo? —preguntó.

—No... he estropeado este brazo y, no sé cómo pude haber ensuciado de este modo la tela —le contesté.

—¿No estoy posando mal? —insistió.

—Claro, perfectamente.

—¿No es culpa mía entonces?

—No, es mía.

—Lo siento muchísimo —dijo ella.

Le dije que podía descansar mientras yo aplicaba trapo y aguarrás al sitio corroído de la tela; ella empezó a fumar un cigarrillo y a hojear las ilustraciones del Courier Français. No sé si tenía algo el aguarrás o era defecto de la tela, pero cuanto más frotaba, más parecía extenderse la gangrena. Trabajé como un castor para quitar aquello, pero la enfermedad parecía extenderse de miembro en miembro de la figura que tenía ante mí. Alarmado, luché por detenerla, pero ahora el color del pecho cambió y la figura entera pareció absorber la infección como una esponja absorbe el agua. Apliqué vigorosamente espátula y aguarrás pensando en la entrevista que tendría con Duval, que me había vendido la tela. pero pronto advertí que la culpa no era de la tela ni de los colores de Edward.

—Debe de ser el aguarrás —pensé con enfado— o bien la luz del atardecer ha enturbiado y confundido tanto mi vista, que no me es posible ver bien.

Llamé a Tessie, la modelo, que vino y se inclinó sobre mi silla llenando el aire con volutas de humo.

—¿Qué ha estado usted haciendo? —exclamó.

—Nada —gruñí—. Debe de ser el aguarrás.

—¡Qué color más horrible tiene ahora! —prosiguió—.¿Le parece a usted que mi carne se parece a un queso Roquefort?

—No, claro que no —dije con enfado—. ¿Me has visto alguna vez pintar de este modo?

—¡Por cierto que no!

—¿Entonces?

—Debe de ser el aguarrás, o algo —admitió.

Se puso una túnica japonesa y se acercó a la ventana. Yo raspé y froté hasta cansarme; finalmente tomé los pinceles y los hundí en la tela lanzando una gruesa expresión cuyo tono tan solo llegó a oídos de Tessie.

No obstante, no tardó en exclamar:

—¡Muy bonito! ¡Jure, actúe como un niño y arruine sus pinceles! Lleva tres semanas trabajando en ese estudio y ahora ¡mire! ¿De qué le sirve desgarrar la tela? ¡Que criaturas son los artistas!

Me sentí tan avergonzado como de costumbre después de un exabrupto semejante, y volví contra la pared la tela arruinada. Tessie me ayudó a limpiar los pinceles y luego marchó bailando a vestirse. Desde detrás del biombo me regaló consejos sobre la pérdida parcial o total de la paciencia, hasta que creyendo quizá que ya me había atormentado lo bastante, salió a suplicarme que le abrochara el vestido por la espalda, donde ella no alcanzaba.

—Todo ha salido mal desde el momento en que volvió de la ventana y me habló del horrible hombre que vio en el atrio de la iglesia —declaró.

—Sí, probablemente embrujó el cuadro —dije bostezando.

Miré el reloj.

—Son más de la seis, lo sé —dijo Tessie, arreglándose el sombrero ante el espejo.

—Sí —contesté—. No fue mi intención retenerte tanto tiempo.

Me asomé por la ventana, pero retrocedí con disgusto. El joven de la cara pastosa estaba todavía en el atrio. Tessie vio mi ademán de desaprobación y se asomó.

—¿Es ese el hombre que le disgusta? —susurró.

Asentí con la cabeza.

—No puedo verle la cara, pero parece gordo y blando. De todas maneras —continuó y se volvió hacia mí— me recuerda un sueño, uno espantoso que tuve una vez. Pero —musitó mirando sus elegantes zapatos—, ¿fue un sueño en realidad?

—¿Cómo puedo yo saberlo? —dije con una sonrisa.

Tessie me sonrió a su vez.

—Usted aparecía en él —dije—, de modo que quizá sepa algo.

—¡Tessie, Tessie! —protesté— ¡No te atrevas a halagarme diciendo que sueñas conmigo!

—Pues lo hice —insistió—. ¿Quiere que se lo cuente?

—Adelante —le contesté encendiendo un cigarrillo.

Tessie se apoyó en el antepecho de la ventana abierta y empezó muy seriamente:

—Fue una noche del invierno pasado. Estaba yo acostada en la cama sin pensar en nada en particular. Había estado posando para usted y me sentía agotada, no obstante, me era imposible dormir. Oí a las campanas de la ciudad dar las diez, las once y la medianoche. Debo de haberme quedado dormida aproximadamente alrededor de las doce, porque no recuerdo haber escuchado más campanadas. Me parece que apenas había cerrado los ojos, cuando soñé que algo me impulsaba a ir a la ventana. Me levanté abriendo el postigo, me asomé. La calle Veinticinco estaba desierta hasta donde alcanzaba mi vista. Empecé a sentir miedo; todo afuera parecía tan... ¡tan negro e inquietante!

»Entonces oí un ruido lejano de ruedas a la distancia, y me pareció corno si aquello que se acercaba era lo que debía esperar. Las ruedas se aproximaban muy lentamente y por fin pude distinguir un vehículo que avanzaba por la calle. Se acercaba cada vez más, y cuando pasó bajo mi ventana me di cuenta que era una carroza fúnebre. Entonces, cuando me eché a temblar de miedo, el cochero se volvió y me miró. Cuando desperté estaba de pie frente a la ventana abierta estremecida de frío, pero la carroza empenachada de negro y su cochero habían desaparecido. Volví a tener ese mismo sueño el pasado mes de marzo y otra vez desperté junto a la ventana abierta, Anoche tuve el mismo sueño. Recordará cómo llovía; cuando desperté junto a la ventana abierta tenía el camisón empapado.

—Pero ¿qué relación tengo yo con el sueño? —pregunté.

—Usted... usted estaba en el ataúd; pero no estaba muerto.

—¿En el ataúd?

—Sí.

—¿Cómo lo sabes? ¿Podías verme?

—No; sólo sabía que usted estaba allí.

—¿Habías comido de más? —empecé yo riéndome, pero la chica me interrumpió con un grito de espanto—. ¡Vaya! ¿Qué sucede? —pregunté al verla retroceder de la ventana.

—El hombre de abajo del atrio de la iglesia es el que conducía la carroza fúnebre.

—Tonterías —dije, pero los ojos de Tessie estaban agrandados por el terror. Me acerqué a la ventana y miré. El hombre había desaparecido—. Vamos, Tessie —la animé—, no seas tonta. Has posado demasiado; estás nerviosa.

—¿Cree que podría olvidar esa cara? —murmuró—. Tres veces vi pasar la carroza fúnebre bajo mi ventana, y tres veces el cochero se volvió y me miró. Oh, su cara era tan blanca y... ¿blanca? Parecía un muerto, como si hubiera muerto mucho tiempo atrás.

Convencí a la muchacha de que se sentara y se bebiera un vaso de Marsala. Luego me senté junto a ella y traté de aconsejarla.

—Mira, Tessie —dije—, vete al campo por una semana o dos y ya verás como no sueñas más con carrozas fúnebres. Pasas todo el día posando y cuando llega la noche tienes los nervios alterados. No puedes seguir a este ritmo. Y después, claro, en lugar de irte a la cama después de terminado el trabajo, te vas de picnic al parque Sulzer o a El Dorado o a Coney Island, y cuando vienes aquí a la mañana siguiente te encuentras rendida. No hubo tal carroza fúnebre. No fue más que un tonto sueño.

La muchacha sonrió débilmente.

—¿Y el hombre del atrio de la iglesia?

—Oh, no es más que un pobre enfermo como tantos.

—Tan cierto como me llamo Tessie Rearden, le juro, señor Scott, que la cara del hombre de abajo es la cara del que conducía la carroza fúnebre.

—¿Y qué? —dije—. Es un oficio honesto.

—Entonces, ¿cree que sí vi la carroza fúnebre?

—Bueno —dije diplomáticamente—, si realmente la viste, no sería improbable que el hombre de abajo la condujera. Eso nada tiene de raro.

Tessie se levantó, desenvolvió su perfumado pañuelo y cogiendo un trozo de goma de mascar anudado en un ángulo, se lo metió en la boca. Luego, después de ponerse los guantes, me ofreció su mano con un franco:

—Hasta mañana, señor Scott.

Y se marchó.

A la mañana siguiente, Thomas, el botones, me trajo el Herald y una noticia. La iglesia de al lado había sido vendida. Agradecí al cielo por ello. No porque yo siendo católico, tuviera repugnancia alguna por la congregación vecina, sino porque tenía los nervios destrozados a causa de un predicador vociferante, cuyas palabras resonaban en la nave de la iglesia como si fueran pronunciadas en mi casa y que insistía en sus erres con una persistencia nasal que me revolvía las entrañas. Había además un demonio en forma humana, un organista que interpretaba los himnos antiguos de una manera muy personal. Yo clamaba por la sangre de un ser capaz de tocar la doxología con una modificación de tonos menores sólo perdonable en un cuarteto de principiantes.

Creo que el ministro era un buen hombre, pero cuando berreaba: Y el Señorrr dijo a Moisés, el Señorrr es un hombre de guerrrra; el Señorrr es su nombre. Arrrderá mi irrra y yo te matarrré con la espada, me preguntaba cuántos siglos de purgatorio serían necesarios para expiar semejante pecado.

—¿Quien compró la propiedad? —pregunté a Thomas.

—Nadie que yo conozca, señor. Dicen que el caballero que es propietario de los apartamentos Hamilton estuvo mirándola. Quizás esté por construir más estudios.

Me acerqué a la ventana. El joven de la cara enfermiza estaba junto al portal del atrio; sólo verlo me produjo la misma abrumadora repugnancia.

—A propósito, Thomas —dije—, ¿quién es ese individuo allá abajo?

Thomas resopló por la nariz.

—¿Ese gusano, señor? Es el Sereno de la iglesia, señor. Me exaspera verlo toda la noche en la escalinata, mirándolo a uno con aire insultante. Una vez le di un puñetazo en la cabeza, señor, con su perdón, se lo contaré.

—Adelante, Thomas.

—Una noche que volvía a casa con Harry, el otro chico inglés, lo vi sentado allí en la escalinata. Molly y Jen, las dos chicas de servicio, estaban con nosotros, señor, y él nos miró de manera tan insultante, que yo voy y le digo: Qué está mirando, babosa hinchada?. Con su perdón, señor, pero eso fue lo que le dije. Entonces él no contestó y yo le dije: Ven y verás cómo te aplasto esa cabeza de puddin. Entonces abrí el portal y entré, pero él no decía nada y seguía mirándome de ese modo insultante.

Entonces le di un puñetazo, pero tenía la cara tan fría y untuosa que daba asco tocarla.

—¿Qué hizo él entonces? —pregunté con curiosidad.

—¿Él? Nada.

—¿Y tú, Thomas?

El joven se ruborizó turbado y sonrió con incomodidad.

—Señor Scott, yo no soy ningún cobarde y no puedo explicarme por qué eché a correr. Estuve en el Quinto de Lanceros, señor, corneta en Te-el-Kebir y me han disparado a menudo.

—¿Quieres decir que huiste?

—Sí, señor, eso hice.

—¿Por qué?

—Eso es lo que yo quisiera saber, señor. Agarré a Molly del brazo y eché a correr, y los demás estaban tan asustados como yo.

—Pero ¿de qué tenían miedo?

Thomas rehusó contestar, pero el repulsivo joven de abajo había despertado tanto mi curiosidad, que insistí. Tres años de estadía en América no sólo habían modificado el dialecto cockney, sino que le habían inculcado el temor americano al ridículo.

—No va usted a creerme, señor Scott.

—Sí, te creeré.

—¿No va a reírse de mí, señor?

—¡Tonterías!

Vaciló.

—Bien señor, tan verdad como que hay Dios lo golpeé, él me agarró de las muñecas, y cuando le retorcí uno de los puños blandos y untuosos, me quedé con uno de sus dedos en la mano.

Toda la repugnancia y el horror que había en la cara de Thomas debieron de haberse reflejado en la mía, porque agregó:

—Es espantoso. Ahora cuando lo veo, me alejo. Me pone enfermo.

Cuando Thomas se hubo marchado, me acerqué a la ventana. El hombre estaba junto al enrejado de la iglesia con las manos en el portal, pero retrocedí con prisa a mi caballete, descompuesto y horrorizado. Le faltaba el dedo medio de la mano derecha. A las nueve apareció Tessie y desapareció tras el biombo con un alegre: Buenos días, señor Scott. Cuando reapareció y adoptó su pose sobre la tarima, empecé para su deleite una tela nueva. Mientras trabajé en el dibujo, permaneció en silencio, pero no bien cesó el rasguido de la carbonilla y tomé el fijador, comenzó a charlar.

—¡Pasamos un momento tan agradable anoche! Fuimos a Tony Pastor's.

—¿Quienes?

—Oh, Maggie, ya sabe usted, la modelo del señor Whyte, y Rosi McCormick. La llamamos Rosi porque tiene esos hermosos cabellos rojos que gustan tanto a los artistas. Y Lizzie Burke.

Rocié la tela con el fijador y dije:

—Bien, continúa.

—Vimos, a Kelly y a Baby Barnes, la bailarina y... a todo el resto. Hice una conquista.

—¿Entonces me has traicionado, Tessie?

Ella se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Es Ed Burke, el hermano de Lizzie. Un perfecto caballero.

Me sentí obligado a darle algunos consejos paternales acerca de las conquistas, que ella recibió con sonrisa radiante.

—Oh, sé cuidarme de una conquista desconocida —dijo examinando su goma de mascar—, pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.

Entonces contó que Ed había vuelto de la fábrica de calcetines de Lowell, Massachusetts, y que se había encontrado con que ella y Lizzie ya no eran unas niñas, y que era un joven perfecto que no tenía el menor inconveniente en gastarse medio dólar para invitarlas con helados y ostras a fin de festejar su comienzo como dcpendiente en el departamento de lanas de Macy's. Antes que terminara, yo había empezado a pintar, y adoptó nuevamente su pose sonriendo y parloteando como un gorrión. Al mediodía ya tenía el estudio bien limpio y Tessie se acercó a mirarlo.

—Eso está mejor —dijo.

También yo lo pensaba así y comí con la íntima satisfacción de que todo iba bien. Tessie puso su comida en una mesa de dibujo frente a mí y bebimos clarete de la misma botella y encendimos nuestros cigarrillos con la misma cerilla. Yo le tenía mucho apego a Tessie. De una niña frágil y desmañada, la había visto convertirse en una mujer esbelta y exquisitamente formada. Había posado para mí durante los tres últimos años y de todas mis modelos ella era la favorita.

Me habría afligido mucho, en verdad, que se vulgarizara o se volviera una fulana, como suele decirse, pero jamás advertí el menor deterioro en su conducta y sentía en el fondo que ella era una buena chica. Nunca discutíamos de moral, y no tenía intención de hacerlo, en parte porque yo no tenía muy en cuenta a la moral, pero también porque sabía que ella haría lo que le gustara muy a mi pesar. No obstante, esperaba de todo corazón que no se viera envuelta en dificultades, porque deseaba su bien y también por el egoísta motivo de no perder a la mejor de mis modelos. Sabía que una conquista, como la había llamado Tessie, no significaba nada para chicas como ella, y que tales cosas en América no se asemejan en nada a las mismas cosas en París.

No obstante, yo había vivido con los ojos bien abiertos y sabía que alguien se llevaría algún día a Tessie de un modo u otro, y aunque por mi parte consideraba que el matrimonio era un disparate, esperaba sinceramente, que en este caso había un sacerdote al final de la aventura. Soy católico. Cuando oigo misa solemne, cuando me persigno, siento que todo, con inclusión de mí mismo, se encuentra más animado, y cuando me confieso, me siento bien. Un hombre que vive tan solo como yo, debe confesarse con alguien.

Claro que Sylvia era católica, y ese era motivo suficiente para mí. Pero estaba hablando de Tessie, lo que es muy diferente.

Tessie también era católica y mucho más devota que yo, de modo que, teniendo todo esto en cuenta, no había mucho que temer por mi bonita modelo mientras no se enamorase. Pero entonces sabía que sólo el destino decidiría su futuro, y rezaba internamente por que ese destino la mantuviera alejada de hombres como yo y que pusiera en su camino muchachos como Ed Burker y Jimmy McCormick. ¡Dios bendiga su dulce rostro!

Tessie estaba sentada lanzando anillos de humo que ascendían al cielo raso y haciendo tintinear el hielo en su vaso.

—¿Sabes, pequeña, que también yo tuve un sueño anoche?

La observé. A veces la llamaba "Pequeña".

—No habrá sido con ese hombre —dijo riendo.

—Exacto. Un sueño parecido al tuyo, sólo que mucho peor. Fue tonto e irreflexivo de mi parte decirlo, pero ya se sabe el poco tacto que tienen los pintores por lo general.

»Debo de haberme quedado dormido poco más o menos a las diez —proseguí—, y al cabo de un rato soñé que me despertaba. Tan claramente oí las campanas de la medianoche, el viento en las ramas de los árboles y la sirena de los vapores en la bahía, que incluso ahora me es difícil creer que no estaba despierto. Me parecía yacer en una caja con cubierta de cristal. Veía débilmente las lámparas de la calle por donde pasaba, pues debo decirte, Tessie, que la caja en la que estaba tendido parecía encontrarse en un carruaje acojinado en el que iba sacudiéndome por una calle empedrada. Al cabo de un rato me impacienté e intenté moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las manos cruzadas en el pecho, de modo que no me era posible levantarlas para aliviarme. Escuché y, luego, intenté llamar.

»Había perdido la voz. Podía oír los cascos de los caballos uncidos al coche e incluso la respiración del conductor. Entonces otro ruido irrumpió en mis oídos, como el abrir de una ventana. Me las compuse para ladear la cabeza un tanto, y descubrí que podía ver, no sólo a través del cristal que cubría la caja, sino también a través de los paneles de cristal a los lados del carruaje. Vi casas. Vi casas, vacías y silenciosas, sin vida ni luz en ninguna de ellas, excepto en una. En esa casa había una ventana abierta en el primer piso, y una figura toda de blanco miraba a la calle.

»Eras tú.

Tessie había apartado su cara de mí y se apoyaba en la mesa sobre el codo.

—Pude verte la cara —proseguí— que me pareció muy angustiada. Luego seguimos viaje y doblamos por una estrecha y negra calleja. De pronto los caballos se detuvieron. Esperé y esperé, cerrando los ojos con miedo e impaciencia, pero todo estaba silencioso como una tumba. Al cabo de lo que me parecieron horas, empecé a sentirme incómodo. La sensación de que algo se acercaba hizo que abriera los ojos. Entonces vi la cara del cochero de la carroza fúnebre que me miraba a través de la cubierta del ataúd...

Un sollozo de Tessie me interrumpió. Estaba temblando como una hoja. Vi que me había comportado como un asno e intenté reparar el daño.

—Vaya, Tess —dije— Sólo te lo conté para mostrarte la influencia de tu historia en los sueños de los demás. No pensarás realmente que estoy tendido en un ataúd ¿no es cierto? ¿Por qué estás temblando? ¿No te das cuenta de que tu sueño y la irrazonable repugnancia que me produce ese inofensivo sereno de la iglesia pusieron sencillamente en marcha mi cerebro no bien me quedé dormido?

Puso la cabeza entre sus brazos y sollozó como si fuera a rompérsele el corazón. Me había portado como un imbécil. Pero estaba por superar mi propio récord. Me le acerqué y la rodeé con el brazo.

—Tessie, querida, perdóname —dije—; no tendría que haberce asustado con semejantes tonterías. Eres una chica demasiado atinada, demasiado buena católica corno para creer en sueños.

Su mano se puso en la mía y su cabeza cayó sobre mi hombro, pero todavía temblaba; yo la acariciaba y la consolaba.

—Vamos, Tess, abre los ojos y sonríe.

Sus ojos se abrieron con un lánguido lento movimiento y se encontraron con los míos, pero su expresión era tan extraña que me apresuré a reanimarla otra vez.

—Fue una mentira, Tessie, no creerás que todo esto podrá acarrearte algún mal.

—No —dijo, pero sus labios escarlatas se estremecieron.

—¿Qué sucede, entonces? ¿Tienes miedo?

—Sí, pero no por mi.

—¿Por mí, entonces? —pregunté alegremente.

—Por usted —murmuró en voz casi inaudible—. Yo...yo lo quiero.

En un principio me eché a reír, pero cuando comprendí lo que decía, un estremecimiento me atravesó el cuerpo y me quedé sentado como de piedra. Esta era la culminación de las tonterías que llevaba cometidas. En el momento que transcurrió entre su réplica y mi contestación, pensé en mil respuestas a esa inocente confesión. Podía desecharla con una sonrisa, podía hacerme el desentendido y decirle que me encontraba muy bien de salud, podía manifestarle con sencillez que era imposible que ella me amase.

Pero mi reacción fue más veloz que mis pensamientos, y cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde, porque la había besado en la boca. Aquella noche fui a dar mi paseo habitual por el parque de Washington pensando en los acontecimientos del día. Me había comprometido a fondo. No podía echarme atrás ahora, y miré de frente a mi futuro. Yo no era bueno, ni siquiera escrupuloso, pero no tenía intención de engañarme a mí mismo o a Tessie.

La única pasión de mi vida yacía sepultada en los soleados bosques de Bretaña. ¿Estaba sepultado para siempre? La Esperanza clamaba: ¡No! Durante tres años había esperado el ruido de unos pasos en mi umbral. ¿Sylvia se había olvidado? ¡No! clamaba la Esperanza. Dije que no era bueno. Eso es verdad, pero con todo no era exactamente el villano de la ópera cómica.

Había llevado una vida fácil y atolondrada, recibiendo de buen grado el placer que se me ofrecía, deplorando, a veces lamentando con amargura, las consecuencias. Sólo una cosa, con excepción de mi pintura, tomaba en serio, y aquello yacía ocultado, si no perdido, en los bosques bretones.

Era demasiado tarde ahora para lamentar lo ocurrido en el día. Tanto si fue lástima, como si fue la súbita ternura que produce el dolor o el más brutal instinto de la voluntad satisfecha, daba igual ahora, y a no ser que deseara dañar a un corazón inocente, tenía la senda trazada ante mí. El fuego y la intensidad, la profundidad de la pasión de un amor que ni siquiera había sospechado, a pesar de la experiencia que creía tener del mundo, no me dejaban otra alternativa que corresponderle o apartarla de mi lado. No se si me acordaba producir dolor en los demás o si hay algo en mí de lóbrego puritano, pero lo cierto es que me repugnaba negar la responsabilidad por ese irreflexible beso, y de hecho no tuve tiempo de hacerlo antes que se abriesen las puertas de su corazón y la marejada se expandiera.

Otros que habitualmente cumplen con su deber y encuentran una sombría satisfacción en hacer de sí mismos y de los demás unos desdichados, quizá habrían resistido. Yo no. No me atreví. Después de amainada la tormenta, le dije que más le habría valido amar a Ed Burke y llevar un sencillo anillo de oro, pero no quiso escucharme siquiera, y pensé que mientras hubiera decidido amar a alguien con quien no podía casarse, era preferible que fuera yo. Yo, al menos, podría tratarla con inteligente afecto, y cuando ella se cansara de su pasión, no saldría de ella mal parada.

Porque yo estaba decidido en cuanto a eso, aunque sabía lo difícil que resultaría. Recordaba el final habitual de las relaciones platónicas y cuánto me disgustaba oír de ellas. Sabía que iniciaba una gran empresa para alguien tan falto de escrúpulos como yo, y temía el futuro, pero ni por un momento dudé de que ella estaría segura conmigo. Si se hubiera tratado de cualquier otra, no me habría dejado atormentar por escrúpulos. Pero ni se me ocurría la posibilidad de sacrificar a Tessie como lo habría hecho con una mujer de mundo. Miraba el porvenir directamente a la cara y veía los varios probables finales del asunto.

Terminaría ella por cansarse de mí, o llegaría a ser tan desdichada que tendría que desposarla o abandonarla. Si nos casábamos, seríamos desdichados. Yo con una mujer inapropiada para mí, ella con un marido inapropiado para cualquier mujer. Porque mi vida pasada no me calificaba para el matrimonio.

Si la abandonaba, quizá caería enferma, pero se recuperaría y acabaría casándose con algún Ed Burke, pero, precipitada o deliberadamente, podía cometer una tontería. Por otra parte, si se cansaba de mí, toda su vida se desplegaría ante ella con maravillosas visiones de Eddie Burke, anillos de boda, gemelos, pisos en Harlem y el Cielo sabe que más. Mientras me paseaba entre los árboles vecinos al Arco de Washington, decidí que de cualquier modo ella encontraría a un sólido amigo en mí, y que el futuro se cuidara de sí mismo. Luego entré en la casa y me puse el traje de noche, porque la nota ligeramente perfumada que habla sobre mi tocador decía:
Tenga un coche pronto a la entrada de los artistas a las once.

Y estaba firmada: Edith Carmichel, Teatro Metropolitan, 19 de junio de 189—.

Esa noche cené o, más bien cenamos la señorita Carmichel y yo, en el Solari y el alba empezaba a dorar la cruz de la iglesia Memorial cuando entré en el parque de Washington después de haber dejado a Edith en Brunswick. No había un alma en el parque cuando pasé entre los árboles y cogí el sendero que va de la estatua de Garibaldi al edificio de los apartamentos Hamilton, pero al pasar junto al atrio de la iglesia vi una figura sentada en la escalinata de piedra.

A pesar mío, me estremecí al ver la hinchada cara blancuzca y apresuré el paso. Entonces dijo algo que pudo haberme estado dirigido o quizá sólo estuviera musitando para sí, pero que semejante individuo se dirigiera a mí me puso súbitamente furioso. Por un instante me dieron ganas de girar sobre los talones y aplastarle la cabeza con el bastón, pero seguí andando, entré en el Hamilton y fui a mi apartamento.

Por algún tiempo di vueltas en la cama intentando librarme de su voz, pero no me fue posible. Ese murmullo me llenaba la cabeza como el denso humo aceitoso de una cuba donde se cuece grasa o la nociva fetidez de la podredumbre. Y mientras me revolvía en mi lecho, la voz en mis oídos parecía más clara y distante, y empecé a entender las palabras que había murmurado. Me llegaban lentamente, como si las hubiera olvidado y por fin pudiera comprender su sentido. Había articulado:


¿Has encontrado el Signo Amarillo?
¿Has encontrado el Signo Amarillo?
¿Has encontrado el Signo Amarillo?


Estaba furioso. ¿Qué había querido decir con eso?

Luego, dirigiéndole una maldición, cambié de postura, y me quedé dormido, pero cuando más tarde desperté estaba pálido y ojeroso, porque había vuelto a soñar lo mismo de la noche pasada y me turbaba más de lo que quería confesarme.

Me vestí y bajé al estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana. Cuando yo entré se puso de pie y me rodeó el cuello con los brazos para darme un beso inocente. Tenía un aspecto tan dulce y delicado que la volví a besar y luego me fui a sentar frente al caballete.

—¡Vaya! ¿Dónde está el estudio que empecé ayer?

Tessie parecía confusa, pero no respondió. Comencé a buscar entre pilas de telas mientras le decía:

—Apresúrate, Tess, y prepárate; debemos aprovechar la luz de la mañana.

Cuando por fin abandoné la búsqueda entre las otras telas y me volví para registrar el cuarto, vi que Tessie estaba de pie junto al biombo con las ropas todavía puestas.

—¿Qué sucede? —le pregunté—. ¿No te sientes bien?

—Sí.

—Apresúrate, entonces.

—¿Quiere que pose como... como he posado siempre?

Entonces comprendí. Se presentaba una nueva complicación.

Había perdido, por supuesto, a la mejor modelo de desnudo que había conocido nunca. Miré a Tessie. Tenía el rostro escarlata. Habíamos comido el fruto del árbol del conocimiento y el Edén y la inocencia original ya eran sueños del pasado... quiero decir, para ella. Supongo que notó la desilusión en mi cara, porque dijo:

—Posaré, si lo desea. El estudio está detrás del biombo. He sido yo quien lo ha puesto allí.

—No —le dije—, empezaremos algo nuevo.

Y fui a mi armario y elegí un vestido morisco resplandeciente de lentejuelas. Era un traje auténtico y Tessie se retiró tras el biombo encantada con él. Cuando salió otra vez, quedé atónito. Sus largos cabellos negros estaban sujetos en su frente por una diadema de turquesas y los extremos llegaban rizados hasta la faja resplandeciente. Tenía los pies calzados en unas bordadas babuchas puntiagudas, y la falda del vestido, curiosamente recamada de arabescos de plata, le caía hasta los tobillos. El profundo azul metálico del chaleco bordado en plata y la chaquetilla morisca en la que estaban cosidas refulgentes turquesas, le sentaban maravillosamente.

Avanzó hacia mí y levanté la cabeza sonriente. Deslicé la mano en el bolsillo, saqué una cadena de oro con una cruz y se la coloqué en la cabeza.

—Es tuya, Tessie.

—¿Mía? —balbuceó.

—Tuya. Ahora ve y posa.

Entonces, con una sonrisa radiante, corrió tras el biombo y reapareció en seguida con una cajita en la que estaba escrito mi nombre.

—Tenía intención de dársela esta noche antes de irme a casa —dijo—, pero ya no puedo esperar.

Abrí la caja. Sobre el rosado algodón, había un broche de ónix negro en el que estaba incrustado un curioso símbolo o letra de oro. No era arábigo ni chino, ni como pude comprobar después no pertenecía a ninguna de las escrituras humanas.

—Es todo lo que tengo para darle como recuerdo.

Me sentí molesto, pero le dije que lo tendría en alta estima y le prometí llevarlo siempre. Ella me lo sujetó en la chaqueta, bajo la solapa.

—¡Qué tontería, Tess, comprar algo tan bello! —le dije.

—No lo he comprado —dijo riendo.

—¿De dónde lo has sacado?

Entonces me contó que lo había encontrado un día al volver del acuario de la Batería y que había hecho publicar un aviso en los periódicos y que por fin perdió las esperanzas de encontrar al propietario del broche.

—Fue el invierno pasado —dije—, el mismo día en que tuve por primera vez ese horrible sueño de la carroza fúnebre.

Recordé el sueño que había tenido la pasada noche, pero no dije nada, y en seguida la carbonilla empezó a revolotear sobre la nueva tela, y Tessie permaneció inmovil en la tarima.

El día siguiente fue desastroso para mí. Mientras trasladaba una tela enmarcada de un caballete a otro, mis pies resbalaron en el suelo encerado y caí pesadamente sobre ambas muñecas. Tan grave fue la luxación sufrida que resultó inútil intentar sostener el pincel, examinando dibujos y esbozos inacabados hasta que, ya desesperado me senté a fumar y a girar los pulgares con fastidio. La lluvia que azotaba los cristales y tamborileaba sobre el techo de la iglesia me produjo un ataque de nervios con su interminable repiqueteo.

Tessie cosía sentada junto a la ventana, y de vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba con una compasión tan inocente, que empecé a avergonzarme de mi irritación y miré a mi alrededor en busca de algo en qué ocuparme. Había leído todos los periódicos y todos los libros de la biblioteca, pero por hacer algo me dirigí a la librería y la abrí con el codo. Conocía cada volumen por el color y los examiné a todos pasando lentamente junto a la librería y silbando para animarme el espíritu. Estaba por volverme para ir al comedor, cuando me sorprendió un libro encuadernado en amarillo en un rincón de la repisa más alta de la última biblioteca.

No lo recordaba y desde el suelo no alzaba a descifrar las pálidas letras sobre el lomo, de modo que fui a la sala de fumar y llamé a Tessie. Ella vino del estudio y se encaramó para alcanzar el libro

—¿Qué es? —le pregunté.

—El Rey de Amarillo.

Quedé estupefacto. ¿Quién lo había puesto allí? ¿Cómo había ido a parar a mis aposentos?

Hacía ya mucho que había decidido no abrir jamás ese libro, y nada en la tierra podría haberme persuadido a comprarlo. Temiendo que la curiosidad me tentara a abrirlo, ni siquiera lo había mirado nunca en las librerías. Si alguna vez experimenté la curiosidad de leerlo, la espantosa tragedia del joven Castaigne, a quien yo había conocido, me disuadió de enfrentarme con sus malignas páginas. Siempre me negué a escuchar su descripción y, en verdad, nadie se aventuró nunca a comentar en alta voz la segunda parte, de modo que no tenía conocimiento en absoluto de lo que podrían revelar esas páginas.

Me quedé mirando fijamente la ponzoñosa encuadernación amarilla como habría mirado a una serpiente.

—No lo toques, Tessie —dije—. Baja de ahí.

Por supuesto, mi admonición bastó para despertar su curiosidad y antes que pudiera impedírselo cogió el libro y, con una carcajada, se fue bailando al estudio con él. La llamé, pero ella se alejó dirigiendo una torturadora sonrisa a mis imponentes manos y yo la seguí con cierta impaciencia.

—¡Tessie! —grité entrando en la biblioteca—, escucha, hablo en serio. Deja ese libro. ¡No quiero que lo abras!

La biblioteca estaba vacía. Fui a ambas salas, luego los dormitorios, a la lavandería, la cocina y, finalmente, volví a la biblioteca donde inicié un registro sistemático.

Se había acurrucado, pálida, y silenciosa, junto a la ventana reticulada del cuarto del almacenaje de arriba. A primera vista me di cuenta que su necedad había sido castigada. El Rey de Amarillo estaba a sus pies, pero el libro estaba abierto en la segunda parte. Miré a Tessie y vi que era demasiado tarde.

Había abierto El Rey de Amarillo.

Entonces la tomé de la mano y la conduje al estudio. Parecía obnubilada, y cuando le dije que se tendiera en el sofá me obedeció sin decir palabra. Al cabo de un rato sus ojos se cerraron y la respiración se le hizo regular y profunda, pero no me fue posible descubrir si dormía o no.

Durante largo rato me quedé sentado en silencio junto a ella, en el cuarto de almacenaje jamás frecuentado, tomé el libro amarillo con la mano menos herida. Parecía pesado como el plomo, pero lo llevé al estudio otra vez y sentándome en la alfombra junto al sofá, lo abrí y lo leí desde el principio al fin. Cuando debilitado por el exceso de las emociones, dejé caer el volumen y me recosté fatigado contra el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró.

Habíamos estado hablando cierto tiempo con opacada y monótona tensión cuando advertí que estábamos comentando El Rey de Amarillo.

¡Oh, qué pecado, haber escrito semejantes palabras... palabras que son claras como el cristal, límpidas y musicales como una fuente burbujeante, palabras que resplandecen y refulgen como los diamantes envenenados de los Medicis! ¡Oh, la malignidad, la condenación más allá de toda esperanza de un alma capaz de fascinar y paralizar a criaturas humanas con tales palabras! Palabras que comprenden el ignorante y el sabio por igual, palabras más preciosas que joyas, más apaciguadoras que la música celestial, más espantosas que la muerte misma.

Seguimos hablando sin prestar atención a las sombras que se espesaban, y ella me estaba rogando que me deshiciera del broche de ónix negro en que estaba curiosamente incrustado lo que, ahora lo sabíamos, era el Signo Amarillo.

Nunca sabré por qué me negué a hacerlo, aunque en esta hora, aquí, en mi habitación, mientras escribo esta confesión, me gustaría saber qué me impidió arrancar el Signo Amarillo de mi pecho y arrojarlo al fuego. Estoy seguro de que deseaba hacerlo, pero Tessie me lo imploró en vano.

Cayó la noche y transcurrieron las horas, pero aún seguíamos hablando quedo del Rey y la Máscara Pálida, y la medianoche sonó en los chapiteles brumosos de la ciudad hundida en la niebla. Hablamos de Hastur y Cassilda mientras afuera la niebla rozaba los ciegos paneles de las ventanas como el oleaje de las nubes avanzaba y se rompía sobre las costas de Hali.

La casa estaba ahora acallada y ni el menor sonido de las calles brumosas quebrantaba el silencio. Tessie yacía entre cojines, su rostro era una mancha gris en la penumbra, pero tenía sus manos apretadas en las mías y yo sabía que ella sabía y que leía mis pensamientos como yo los suyos, porque habíamos comprendido el misterio de las Híadas y ante nosotros se alzaba el Fantasma de la Verdad. Entonces, mientras nos respondíamos el uno a la otra, velozmente, en silencio, pensamiento tras pensamiento, las sombras se agitaron en la penumbra que nos rodeaba y a lo lejos en las calles distantes oímos un sonido.

Cada vez más cerca, se escuchó el lóbrego crujido de ruedas, cada vez más cerca todavía, y ahora cesó afuera, ante la puerta. Me arrastré hasta la ventana y vi una carroza fúnebre empenachada de negro. El portal, abajo, se abrió y se volvió a cerrar; me arrastré temblando hasta la puerta y le eché la llave, pero no había candado ni cerradura que pudiera impedir el paso de la criatura que venía en busca del Signo Amarillo.

Y ahora la oía avanzar muy lentamente por el vestíbulo. Y ahora estaba a la puerta y los candados se pudrieron a su tacto.

Ahora había entrado.

Con ojos que se me saltaban de las órbitas trate de escudriñar en la oscuridad, pero cuando entró en el cuarto, no la vi. Sólo cuando la sentí envolverme en su frío abrazo blando grité y luché con furia mortal, pero tenía las manos inutilizadas y me arrancó el broche de el ónix de la chaqueta y me golpeó en plena cara. Entonces, al caer, oí el grito leve de Tessie y su espíritu voló al encuentro de Dios, y mientras caía deseé poder seguirla, porque sabía que el Rey de Amarillo había abierto su andrajoso manto y ahora sólo era posible implorar ante Cristo.

Podría decir más, pero al mundo no le serviría de nada. En cuanto a mí, estoy más allá de toda ayuda o esperanza humanas. Mientras yazgo aquí escribiendo, sin preocuparme de si moriré o no, antes de terminar, veo al doctor que recoge sus polvos y frascos con un vago ademán dirigido al buen cura que tengo junto a mí; entonces comprendo.

Sentirán curiosidad por conocer los detalles de la tragedia; ésos del mundo exterior que escriben libros e imprimen millones de periódicos, pero no escribiré ya más, y el padre confesor sellará mis últimas palabras con el sello sagrado cuando su santo oficio haya sido cumplido.

Los del mundo exterior podrán enviar a sus vástagos a hogares desdichados o casas visitadas por la muerte, y sus periódicos se cebarán en la sangre y las lágrimas, pero en mi caso sus espías tendrán que detenerse ante el confesionario. Saben que Tessie ha muerto y que yo agonizo. Saben que la gente de la casa, alarmada por un grito infernal, se precipitó a mi cuarto y encontró a un vivo y dos muertos; pero no saben lo que voy a decir ahora; no saben que el médico dijo señalando un horrible bulto descompuesto que yacía en el suelo: el lívido cadáver del sereno de la iglesia:

—No tengo teoría alguna, ninguna explicación. ¡Este hombre debe de haber muerto hace meses! Creo que me muero. Desearía que el cura...

R.W. Chambers (1865-1933)




Relatos góticos. I Relatos de Robert W. Chambers.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Robert W. Chambers: El signo amarillo (The Yellow Sign), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

6 comentarios:

DaniGrino dijo...

Genial estaba buscando este relato... gracias por subirlo

Guille dice dijo...

El día de ayer, mientras viajaba en el metro de regreso a casa, iba leyendo unos cuentos que mi novia me había pasado, entre ellos éste: 'El signo amarillo'. Cuento genial, me gustó de principio a fin. Gracias por colgarlo.

Francisco Rivera dijo...

No entendí el final :(

A. V dijo...

Alguien sabe si hay alguna película de este escrito

Unknown dijo...

Buenardooo

Angel Grave dijo...

Una obra maestra, toques de romance, oscuridad, misticismo, pintoresco, tétrico. Indudablemente que este relato fue de inspiración para Lovecraft. Gracias por compartirlo, quisiera leer los otros 9 relatos faltantes. Ya que son 10 historias las que conforman el libro El Rey de Amarillo.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.