«Un habitante de Carcosa»: Ambrose Bierce; relato y análisis.
Un habitante de Carcosa (An Inhabitant of Carcosa) es un relato de terror del escritor norteamericano Ambrose Bierce (1842-1914), publicado originalmente en la edición del 25 de diciembre de 1886 del periódico San Francisco Newsletter, y posteriormente en la antología de 1893: ¿Pueden suceder tales cosas? (Can Such Things Be?).
Un habitante de Carcosa, uno de los mejores relatos de terror de Ambrose Bierce, es la historia de un sueño lúcido (o de una experiencia extracorporal). Allí, un hombre enfermo visita la antigua ciudad de Carcosa, donde observa las palabras del filósofo Hali acerca de la naturaleza de la muerte. El hombre no sabe cómo llegó hasta allí; solo recuerda que estaba enfermo, postrado, y teme que ese estado lo haya conducido a una especie de sonambulismo.
Siendo un sueño lúcido, o bien una experiencia extracorporal, el hombre sabe que hace frío pero no lo siente, sabe que es de noche pero puede ver perfectamente, incluso mejor que si fuera de día. Extraños seres se cruzan en su camino: un lince, un búho, y un misterioso hombre que viste pieles y porta una antorcha.
Finalmente el protagonista de este gran cuento de Ambrose Bierce descubre un cementerio milenario. Al recorrer las lápidas observa que una de ellas tiene su nombre marcado, así como la fecha de su nacimiento y la de su muerte. Es entonces que el hombre comprende que ha muerto, o bien que agoniza en cama mientras su conciencia visita la antigua ciudad de Carcosa.
El nombre Carcosa luego fue utilizado por Robert W. Chambers en El rey amarillo (The King in Yellow), de 1895, como sitio donde habría sido forjado el Signo amarillo (The Yellow Sign). Lo mismo ocurre con H.P. Lovecraft, quien tomó prestado el nombre de Carcosa (y el de Hali, Hastur y Aldebarán), para varios relatos de los Mitos de Cthulhu. [ver: Ciclo de Carcosa]
Un habitante de Carcosa.
An Inhabitant of Carcosa; Ambrose Bierce (1842-1914)
Existen distintas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto sucede, en general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero en ocasiones este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido, como aquel que posee indicios pero duda si no habrá algo más detrás de lo que ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento frío que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se alzaban rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allí algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día estaba muy avanzado, y aunque noté que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la hierba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la hierba un número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.
Sumido en reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero luego pensé: ¿Cómo llegué aquí?. Un instante de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea.
Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de los perros, ni el mugido del ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la hierba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje —un lince— se acercaba. Me vino un pensamiento: Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta. Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta hierba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
—¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
—Buen extranjero —proseguí—, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte.
Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.
Ambrose Bierce (1842-1914)
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1 comentarios:
la verdad este relato me facino, la forma en la que el escritor se expresaba y como describio el paisaje, lo que me hizo pararme en ese cementerio que todavia no se ha encontrado, el final demasiado cool me mantuvo en suspenso hasta el ultimo parrafo.... de mas...
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