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Relatos rusos de terror


Relatos rusos de terror.








Relatos de escritores rusos. I Relatos de terror.


El artículo: Relatos rusos de terror fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

7 relatos de terror de cementerios


7 relatos de terror de cementerios.




Convocado desde la tumba (Summoned From The Tomb) es una colección de relatos de terror editada por Peter Haining en 1966, con algunos ejemplos de horrores que se resisten a ajustarse a las características inmóviles de la muerte.

Estos 7 relatos de terror poseen, además, algunas cualidades que los vinculan estrechamente, casi todas relacionadas con cementerios y los fantasmas que suelen rondar por allí [ver: Historias de cementerios]





Convocado desde la tumba.
Summoned From The Tomb, 1966.




Antologías. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del libro: Convocado desde la tumba (Summoned From The Tomb) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

4 relatos de terror de Alexander Pushkin.


4 relatos de terror de Alexander Pushkin.




Alexander Pushkin (1799-1837) fue acaso el fundador de la literatura rusa. Descendiente de un esclavo etíope que luego combatió a las órdenes de Pedro I, hombre disoluto y de modales maravillosos, padre consuetudinario (se le calcula un hijo por año desde que cumplió veinte), gran anfitrión de fiestas inolvidables, amigo y asiduo visitador de campamentos gitanos; Alexander Pushkin fue un hombre complejo y tal vez el que mejor comprendió las características revolucionarias del romanticismo en Rusia.

A tal punto se hizo carne con las ideas francesas y sobre todo por su mentor idílico, Lord Byron, que Alexander Pushkin fue uno de los primeros en utilizar el habla común de la gente en sus obras, dando paso a un estilo propio tanto como popular que influyó notablemente en figuras como Gogol, Dostoyevski, Tolstoi, y otros.

Alexander Pushkin es más conocido como dramaturgo, poeta y novelista que como autor de relatos de terror; sin embargo estos suelen aparecer en su obra con alternancias, no siempre recordadas pero realmente invaluables a causa de su caracter experimental.

A continuación daremos cuenta de 4 relatos de terror de Alexander Pushkin; cuatro historias que han tenido un peso determinante no solo en la literatura rusa, sino en el cuento de terror tal como lo conocemos actualmente.




4 relatos de terror de Alexander Pushkin.



Relatos de Alexander Pushkin. I Relatos góticos.


El resumen de los 4 relatos de terror de Alexander Pushkin fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La zarevna muerta y los siete guerreros»: Alexander Pushkin; relato y análisis


«La zarevna muerta y los siete guerreros»: Alexander Pushkin; relato y análisis.




La zarevna muerta y los siete guerreros (Сказка о мёртвой царевне и семи богатырях) —a veces traducido como: La princesa muerta y los siete guerreros— es un relato fantástico del escritor ruso Alexander Pushkin (1799-1837), publicado en 1833.

La zarevna muerta y los siete guerreros, uno de los grandes cuentos de Alexander Pushkin —en realidad, un poema en prosa—, es también uno de los primeros intentos de adaptar la leyenda de Blancanieves (ver: Blancanieves: la verdadera historia).

En este sentido, La zarevna muerta y los siete guerreros de Alexander Pushkin es una versión sumamente interesante de la leyenda de Blancanieves, la cual posee un fuerte arraigo en toda la tradición folclórica de Europa, y cuya forma final sería adquirida de la mano de los Hermanos Grimm (ver: Lo que Disney nunca te contó sobre Blancanieves).




La zarevna muerta y los siete guerreros.
Сказка о мёртвой царевне и семи богатырях, Alexander Pushkin (1799-1837)

El zar se despidió de la zarina, marchó de viaje y ella se sentó sola, junto a la ventana, para esperar su vuelta. Lo esperaba todo el día hasta que llegaba la noche, mirando siempre al camino. Cansáronse sus ojos de tanto mirar. Pero su esposo no volvía. Desencadenóse entonces una tempestad de nieve, y toda la tierra se cubrió de un blanco manto. Transcurrieron así muchos meses, durante los cuales la zarina no se apartó de la ventana ni dejó de mirar al camino.

Y la víspera de la fiesta de Navidad por la noche, Dios mandó una hijita a la zarina. Por la mañana del mismo día regresó finalmente de su largo viaje el tan esperado zar y padre. Miróle la zarina, suspiró y fue tanta la emoción que le causaba la alegría, que murió de pronto, en el momento en que empezaba la misa. Por mucho tiempo no logró consolarse el zar. Pero ¡qué hacer! Era un pecador como los demás mortales; por lo que, transcurrido un año, se casó con otra mujer. Hay que decir la verdad; su nueva esposa era joven, alta, esbelta, hermosa e inteligente, una zarina de verdad. Pero por desgracia era orgullosa, hipócrita, de un carácter insoportable y, sobre todo, celosa hasta lo increíble.

Recibió como regalo de boda un espejito que tenía una cualidad notable; el don de la palabra. Y la zarina, al poco tiempo, sólo con su espejo llegó a hablar confiadamente; sólo al hablar con él se sentía de buen humor. Y le decía bromeando:

—¡Oh, espejito precioso! Habíame, pero diciéndome toda la verdad: ¿Hay alguna mujer en el mundo que pueda rivalizar conmigo en belleza y cuyo cutis sonrosado pueda compararse al mío?

Y el espejo le contestaba:
—Claro que no. Sin duda eres tú, zarina, la más hermosa, y tu cutis es el más sonrosado que haya tenido jamás una mujer.

La zarina empezaba entonces a reír a carcajadas, a mover los hombros, a hacer contorsiones, a guiñar los ojos y a hacer chasquear los dedos. Y, poniéndose en jarras, se miraba satisfecha y orgullosa en el espejo. Mientras tanto, crecía y florecía la joven zarevna, y llegó por fin a ser una belleza de ojos negros, blanco cutis y carácter bondadoso. Y se encontró en seguida para ella un prometido, el príncipe Elisey. Llegó el ca samiento. Y el padre de la muchacha dio su consentimiento. La dote estaba preparada ya, y consistía en siete ciudades comerciales y ciento cuarenta palacios. La zarina, cuando se vestía para ir a celebrar el acontecimiento, se miró al espejo y habló así con él:

—Dime con franqueza la verdad: ¿Existe una mujer más hermosa que yo, más gentil y de cutis más sonrosado?

Y el espejo le contestó:

—Eres en verdad muy hermosa, pero todavía es más hermosa la zarevna.

La zarina, indignada, levantó la mano, dio un golpe al espejo, tirándolo al suelo, y lo pisoteó.

—¡Maldito pedazo de vidrio! Esto me lo dices para irritarme. ¿Cómo es posible que la zarevna sea más hermosa que yo? ¡Pues sabrá quien soy yo!... ¡Vaya una tonta! ¿No sabe acaso que si es tan blanca es porque su madre no apartaba la vista de la nieve?... En cuanto a ser más hermosa que yo... no lo veo. ¡No, no! ¡Debes reconocer, espejo, que ni en nuestro reino ni en el mundo entero hay mujer más hermosa que yo! ¿Es así o no?

Pero el espejo insistió:

—¡Pienses lo que pienses, la zarevna es la mujer más gentil y la más hermosa del mundo!

Sin saber qué hacer, la zarina, rabiando de celos, tiró el espejo debajo de un banco, llamó a su sirvienta Cherniavka y le ordenó, como criada suya que era, llevar a la zarevna al interior de un bosque, atarla a un pino y dejarla allí para que la devorasen los lobos. ¡Con una mujer iracunda nada podría ni el propio diablo! ¡No hay manera de discutir con ella! Así pues, Cherniavka tuvo que llevarse a la zarevna al bosque, y la condujo tan lejos que la jovencita se dio cuenta de ello, se asustó y empezó a suplicar a la sirvienta:

—Dime querida, ¿qué he hecho yo? ¡No seas la causante de mi perdición! Cuando sea zarina no te olvidaré y te recompensaré con esplendidez.

La criada, que la quería mucho, no la mató ni la ató al árbol, y la dejó marchar diciéndole:

—¡No te preocupes y anda con Dios!

Y regresó pausadamente a casa.

—¿Qué? ¿Lo has hecho? —le preguntó la zarina—. ¿Dónde has dejado a nuestra hermosa zarevna?

—La he dejado en el bosque; y allí deberá de estar ahora, sola y atada al árbol... ¡Ojalá caiga pronto en las garras de cualquier animal salvaje! De este modo moriría y no sufriría tanto.

Pronto se enteraron todos de la desaparición de la hija del zar. El desdichado padre se puso muy triste, y el príncipe Elisey, después de haber rogado fervorosamente a Dios que le ayudara, se preparó para viajar en busca de su tan joven y hermosa prometida. Pero la zarevna, al quedarse sola, se adentró más y más en el bosque, hasta que dio con un palacio. Había un perro, que cuando la vio acercarse empezó a ladrar; pero no tardó en recibirla meneando la cola y acariciándola. La zarevna subió la escalinata y soltó la aldaba de las grandes puertas. Se abrieron éstas silenciosamente y la doncella entró en una soleada estancia. A lo largo de las paredes se veían varios bancos cubiertos de ricos tapices, debajo de los iconos había una gran mesa de roble y en un rincón una estufa de azulejos. La muchacha comprendió en seguida que vivía allí gente buena y que no le harían ningún daño.

Pero parecía no haber nadie en la casa. La zarevna la examinó de arriba abajo, lo puso todo en orden y encendió un cirio ante la imagen del Señor. Encendió también la estufa, subió a la cama y se acostó tranquilamente.

Acercábase la hora de comer, cuando se oyeron pisadas de caballos en el patio, y no tardaron en entrar siete guerreros, mancebos todos, que lucían grandes bigotes. El mayor de ellos dijo:

—¡Qué raro es esto! ¿Cómo es que todo está limpio y ordenado? Alguien debe haberlo puesto en orden, mientras esperaba la llegada de los dueños... ¡Eh! ¿Quién hay aquí? ¡Ven acá! Sal y preséntate sin temor ante nosotros; si eres anciano, serás nuestro superior; si una anciana, nuestra madre serás y madre te llamaremos; y si eres una doncella hermosa, serás para nosotros una hermana.

Bajó entonces la zarevna del lecho y compareció ante ellos saludándolos con respeto; y, ruborizándose, les pidió perdón con mil excusas por haber entrado sin ser invitada. Los demás adivinaron en seguida, por su modo de hablar, que era una zarevna. La invitaron a sentarse en un rincón y le ofrecieron un pastel y una copa de vino, todo en una bandeja. La doncella se negó a beber el vino, pero tomó un bocado del pastel; y, excusándose por estar muy cansada a causa del viaje, expresó su deseo de dormir. Los guerreros la condujeron al piso superior y le señalaron una habitación soleada, tras lo cual la dejaron sola, pues estaba quedándose dormida.

Corrían los días uno tras otro, y la joven zarevna seguía en el bosque, en casa de los siete guerreros, entre los cuales pasaba el tiempo sin aburrirse. Todos los días, al rayar el alba, los siete hermanos salían al campo, tanto para cazar patos como —si se presentaba la ocasión— para soltar la mano derribando del caballo a un forajido, para cortar la cabeza a un tártaro de anchos hombros o para matar a algún cherqués caucasiano que se hubiese escondido en el bosque. La muchacha, corno ama de casa que era, quedábase sola allí arreglando las cosas y preparando la mesa. Y así iban viviendo; ella nos les contradecía, ellos no la molestaban y los días se sucedían uno tras otro.

Los hermanos empezaron a querer mucho a la doncella. Así es que cierto día, al salir el sol, comparecieron los siete en su habitación, y el mayor de ellos habló así:

—¡Oh, doncella! Muy bien sabes que todos nosotros te consideramos una hermanita... Pero todos nos hemos enamorado de ti... Cualquiera de nosotros se sentiría dichoso si pudiera casarse contigo... Pero como que esto no es posible, te rogamos, por el amor de Dios, que decidas por ti misma este asunto; y así la paz continuará reinando entre nosotros. Escoge, pues, a quien desees por marido, que para los demás seguirás siendo una hermana querida... ¿Qué haces? ¿Por qué mueves negativamente la cabeza? ¿Es que no te gusta la proposición, o quizá te parecemos poco para ti?

—¡Honrados mancebos y hermanos queridos! —les contestó la zarevna-. ¡Que Dios me castigue matándome en el acto si no os digo la verdad! ¿Qué puedo hacer si ya estoy prometida? A todos vosotros os quiero mucho; todos sois jóvenes valerosos e inteligentes... pero estoy prometida para siempre a otro... que es el príncipe Elisey.

Los hermanos permanecieron silenciosos y se rascaron la cabeza.

—Preguntar no es pecado. ¡Perdónanos, pues! —dijo el mayor saludándola—. Y si es así, no se hable ya más de ello.

—No me enfado —dijo ella quedamente—. Tampoco yo tengo la culpa de contestaros de este modo.

Los pretendientes volvieron a saludarla y se despidieron. Y continuaron viviendo como antes. Mientras tanto la zarina —malísima mujer— seguía acordándose de la zarevna sin poder perdonarla. Hacía mucho tiempo que estaba enojada contra su espejo; pero un buen día se acordó de él y, al encontrarlo, volvió a contemplarse olvidándose de su enfado. Y dijo sonriendo:

—Buenos días, espejito. Bien. ¿Qué me dirás ahora? ¿Soy o no soy la mujer más hermosa del mundo?

Y el espejo le contestó:

—Eres, sin duda, muy hermosa; pero existe otra mujer, que vive, sin que nadie lo sepa, en casa de los siete guerreros y en el interior de un verde bosque; y aquella mujer es más gentil y hermosa que tú.

Al oír esto la zarina llamó a Cherniavka y prorrumpió en denuestos, gritando:

—¿Cómo te has atrevido a desobedecerme? ¿Por qué me engañaste?

La sirvienta se lo confesó todo, explicándole como había ocurrido. Entonces la zarina, amenazándola con un palo, juró hacer desaparecer a la zarevna, so pena de morir ella misma.

Estaba una vez la joven zarevna hilando sentada junto a la ventana, mientras aguardaba el regreso de los siete hermanos guerreros. Oye de pronto ladrar al perro en la puerta. La muchacha mira y ve que por el patio pasea una mendiga, que intenta alejar al animal con su largo bastón.

—¡Espera, abuelita! —le grita la zarevna desde la ventana—. ¡Espera! Yo misma alejaré al perro y, de paso, te daré algo. Y la mendiga le contesta: —¡Oh, guapa mía, hijita querida! Este maldito perro ha estado a punto de morderme. ¡Mira, mira que furioso se pone! ¡Date prisa en bajar!

La zarevna cogió un trozo de pan y quiso bajar al patio, pero el perro volvió a ladrar echándose a sus pies, impidiéndole acercarse a la vieja y al propio tiempo amenazando a ésta, con el aspecto amenazador de una fiera del bosque.

—¡Qué raro es esto! —exclamó la muchacha—. Probablemente el perro no debe de haber dormido bien y por eso está de mal humor. ¡Toma, pues, abuelita!

Vuela el pan y la vieja lo coge.

—¡Te lo agradezco! —dice—. ¡Que Dios te lo pague! ¡Y tú toma esta manzana, que es madura y sabrosa!

Y vuela hasta la muchacha una manzana de oro. Al ver esto, el perro se enfurece aún más. Ladra, aúlla y salta. Pero la zarevna tiene ya la manzana en sus manos.

—¡Cómetela y así no te aburrirás tanto, hijita mía! ¡Y gracias por el pan! —dijo la vieja.

Saludóla y desapareció.

La muchacha volvió a la casa subiendo la escalinata. El perro la sigue y fija inquietamente la mirada en sus ojos, como queriendo decirle: "tírala". La zarevna procura calmarlo y lo acaricia con su mano suave.

—¿Qué tienes, Sokolka? ¡Quieto! ¡Tranquilízate!

Sube a su habitación, cierra la puerta y se sienta junto a la ventana para hilar, aguardando a los hermanos, pero sin perder de vista la manzana. Le parece que ha de ser muy buena. ¡Es madura, jugosa, fresca, aromática, sonrosada y como llena de miel! Es tan transparente que se le ven las semillas. Aunque su intención es comérsela después de la cena, no puede resistir más. La coge, se la lleva a los labios, la muerde y hasta se come un pedacito... De pronto se tambalea, deja caer sus blancas manos; apenas respira; y, soltando la manzana, cierra los ojos, se tumba en el banco debajo de los iconos y queda inmóvil. Regresaron en aquel momento los hermanos de una de sus audaces hazañas. El perro salió a su encuentro, ladrando fuertemente, y les señaló el camino del patio.

—¡Esto es de mal augurio! —dijeron los hermanos—. ¡Por lo visto nos espera una mala noticia!

Se apresuraron a entrar. Entran, y ¿qué ven? Al meterse el perro en la habitación de la zarevna se abalanzó sobre la manzana, la cogió con rabia, la mordió y se la tragó. Pero acto seguido de habérsela tragado cayó muerto. La manzana estaba, sin duda alguna, envenenada. Al ver muerta a la zarevna, los hermanos, sumidos en la más profunda tristeza, permanecieron ante ella con la cabeza caída sobre el pecho. Se levantaron luego murmurando plegarias, la vistieron y se prepararon para enterrarla. Pero no llegaron a hacerlo, pues la zarevna parecía viva y hubiérase dicho que dormía plácidamente; lo único que ocurría era que no respiraba... Esperaron así tres días más; pero ella no despertaba de su sueño. Entonces, después del ritual obligado, la colocaron en un ataúd de cristal y, al llegar la medianoche, la llevaron a una cueva que había en la montaña.

Una vez allí levantaron seis postes, en los cuales sujetaron con cadenas el ataúd, haciéndolo con el mayor cuidado; y cerraron la cueva con una puerta enrejada. Y se inclinaron ante la muerta.

—¡Descansa en paz! —dijo el mayor de los hermanos—. ¡Qué triste es que se haya extinguido tan pronto tu belleza! Pero tu alma será bien recibida en el Cielo. Mucho te queríamos, y te guardábamos, sin embargo, para tu prometido; pero ahora sólo la muerte te posee, nadie más.

Aquel mismo día la zarina, en espera de buenas noticias, sacó el espejo y volvió a hacerle su pregunta acostumbrada:

—Dime: ¿soy la mujer más hermosa del mundo?

Y el espejo le contestó:

—Eres, sin duda, la mujer más gentil y más hermosa.

Entretanto, el príncipe Elisey corre por el mundo en busca de su prometida. Pero no la encuentra en parte alguna. El desdichado prorrumpe en llanto y a todos hace la misma pregunta. Por fin el príncipe se dirige al Sol:

—¡Oh, Sol esplendoroso! Tú que recorres durante el año todo el cielo; tú que opones al invierno la primavera; tú que nos contemplas a todos desde las alturas: ¿Te negarás a decirme si has visto por algún lugar del mundo a la joven zarevna? Soy su prometido.

—¡Oh, valeroso príncipe! —contestó el Sol—. No he visto a la zarevna. Quizá no se cuente entre los vivos. Pero mejor será que se lo preguntes a mi vecina la Luna; quizá ella la haya visto, o haya visto sus huellas por algún camino.

Elisey aguardó ansiosamente le llegada de la noche y, al aparecer la Luna, le hizo la misma pregunta:

—¡Oh, Luna mía, la de los cuernos de oro! ¡Tú que te levantas en la oscuridad! ¡Tú, a quien admiran todas las estrellas a causa de esta buena costumbre! Estoy seguro de que no te negarás a contestar a mi pregunta. ¿Has visto por ventura, en algún lugar del mundo, a la joven zarevna? Soy su prometido.

—¡Oh, querido hermanito! Yo sólo veo lo que pasa ante mis ojos durante mi turno. La zarevna debió de pasar sin duda cuando yo me hallaba ausente.

—¡Qué lástima! —exclamó el príncipe.

Pero la Luna prosiguió:

—¡Espera! Quizá sepa algo el Viento acerca de ella y nos ayude. Habla ahora mismo con él y no te preocupes. ¡Adiós!

El príncipe, esperanzado y más tranquilo, se dirigió al Viento:

—¡Oh, Viento! ¡Tú que con tanta fuerza haces correr las nubes y agitas los mares azulados; tú que vagas libremente por todas partes sin temer a nadie, excepto a Dios! Creo que no te negarás a contestarme: ¿Has visto, por ventura, en algún lugar del mundo, a la joven zarevna? Soy su prometido.

Y el Viento contestó:

—Espera. Allí, detrás de aquel río de aguas apacibles, hay una montaña, y en ella una profunda cueva. En aquella cueva triste y sombría se balancea un ataúd de cristal sujeto a unos postes con cadenas. El lugar es desierto y no se ven huellas en derredor. Allí está tu prometida.

El Viento se alejó veloz y el príncipe se puso a sollozar. Encaminóse luego directamente a aquel lugar desierto para ver por última vez a su hermosa prometida. Así iba caminando, hasta que dio con una montaña escarpada. El lugar era desierto. En la base de la montaña se veía una entrada oscura. El príncipe se encaminó hacia allí... Y en la triste oscuridad se ofreció a sus ojos un ataúd de cristal que oscilaba entre seis postes. En aquel ataúd dormía la joven zarevna su sueño de muerte. El príncipe, desesperado, cayó ante ella y dio un fuerte e involuntario golpe al ataúd, que se hizo pedazos.

Y he aquí que la princesa se despertó. Miró sorprendida en torno suyo y, balanceándose en las cadenas, respiró profundamente y dijo:

—¡Oh! ¡Cuánto tiempo hace que estoy durmiendo!...

Levantóse entonces y saltó al suelo... Lanzó un grito de sorpresa... Y ambos empezaron a llorar de alegría. El príncipe la cogió en brazos y la sacó a la luz del sol. Y emprendieron el viaje de regreso conversando animadamente. Y todo el pueblo se enteró de lo acontecido, y exclamó:

—¡La hija del zar está viva!

La perversa madrastra estaba sentada, en aquel momento sin hacer nada, ante el espejo y le preguntaba como siempre:

—Dime: ¿soy la mujer más gentil y más hermosa del mundo?

Y el espejo le contestó:

—Eres, en verdad, muy gentil y muy hermosa... pero la zarevna lo es todavía más.

Entonces la madrastra tiró el espejo, que se rompió en mil pedazos, y se precipitó hacia la puerta, en la que encontró a la zarevna. Y al verla, fue tan grande la desesperación de la madrastra, que murió de repente. Inmediatamente después de haberla enterrado se organizó un gran festín y el príncipe Elisey se casó con la zarevna. Y nadie, desde la creación del mundo, asistió a un festín como aquél.

Y yo estuve allí; me ofrecieron cerveza, vino y miel, que me pasaron muy cerca de la boca y sólo me mojaron el bigote.

Alexander Pushkin (1799-1837)




Relatos góticos. I Relatos de Alexander Pushkin.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Alexander Pushkin: La zarevna muerta y los siete guerreros (Сказка о мёртвой царевне и семи богатырях), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El zar Saltán»: Alexander Pushkin; relato y análisis


«El zar Saltán»: Alexander Pushkin; relato y análisis.




El zar Saltán (Tsare Saltane) es un cuento de hadas del escritor ruso Alexander Pushkin (1799-1837), escrito en 1824 y publicado en 1832.

El zar Saltán, uno de los cuentos de Alexander Pushkin más destacados, quizás se encuentre también entre los cuentos de hadas rusos más importantes e influyentes.




El zar Saltán.
Tsare Saltane, Alexander Pushkin (1799-1837)

Érase una vez… Tres muchachas hilaban sentadas junto a la ventana.

—Si yo fuera zarina —dijo una de ellas— prepararía sola un festín para el mundo entero.

—Si fuera yo zarina —dijo su hermana— hilaría tanta tela de lino que a nadie le faltara.

—Si yo fuera zarina —dijo la tercera hermana— pariría un héroe para nuestro zar…

Apenas lo dijo cuando la puerta se abrió crujiendo y compareció en la estancia el zar, dueño y señor de aquel país. Había escuchado la conversación escondido detrás del tabique y le agradaron mucho las palabras de la última muchacha.

—¡Te saludo, hermosa mía! Sé, pues, zarina, y regálame un héroe para fines de septiembre. Y vosotras, hermanas y palomitas, preparaos ahora mismo a acompañar a vuestra hermana. Una de vosotras será hilandera, y cocinera la otra.

Entró luego el zar en su palacio, seguido de las doncellas, y sin pérdida de tiempo se casó el mismo día, sentándose junto a la mesa del festín junto a su joven zarina. Concluida la fiesta los convidados condujéronlos al dormitorio y los dejaron solos en la cama de marfil. En la cocina gruñía la cocinera, y lloraba la hilandera junto a su rueca, envidiosas ambas de su hermana la zarina. Mientras tanto ésta, fiel a su palabra, quedó encinta desde aquella misma noche. Por aquel tiempo hubo guerra: el zar Saltán se despidió de su esposa y, montando a caballo, le suplicó, por su amor, que se cuidara cuanto pudiera. Mientras se hallaba lejos de allí, combatiendo con gran denuedo y por muy largo tiempo, llegó la hora del parto y Dios les dio un hijo grande como un archín. Y he aquí que la zarina estaba cuidando a su hijito como una águila a su aguilucho, y envió a un mensajero con una carta para comunicar al padre la buena nueva.

Y he aquí también que la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, intentaron perder a la zarina. Ordenaron detener al mensajero y lo sustituyeron por otro, al que entregaron una carta que decía así:

“La zarina ha parido esta noche algo que no es hijo ni hija, ni rana ni ratón, sino un bicho desconocido.”

Al recibir tal noticia, el zar Saltán se puso tan furioso que quiso ahorcar al mensajero, pero, ablandándose luego, le ordenó aguardar su decisión hasta después de su regreso. El mensajero se puso en camino y llegó por fin al palacio. Pero la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, lo emborracharon, y metieron en su bolsa una carta redactada en manera tal que pareciera una orden del zar:

“Ordeno a mis boyardos echar al agua sin pérdida de tiempo a la zarina con lo que ha parido.”

No quedaba más remedio que cumplir la orden. Los boyardos, aunque compadecidos de ella y del joven zarévich, entraron en su dormitorio y le notificaron la voluntad del zar leyendo el mensaje. Acto seguido los metieron en un gran tonel y lo cubrieron de alquitrán y lo hicieron rodar hasta el océano, según la orden del zar Saltán. Flotaba el tonel sobre las olas, bajo la luz de las estrellas. La zarina lloraba y su hijo crecía, no por días sino por horas. Mientras ella vertía lágrimas, su hijo se dirigió a las olas:

—¡Ah, ola mía, libre siempre y que en todo momento deseas pasear! ¡Tú que vas a donde quieres, quebrando las rocas y llevando las naves en tus ondas! ¡Ten piedad de nosotros y vuelve a dejarnos en tierra!...

Y la ola, obedeciéndolo, depositó seguidamente el tonel en la orilla y se alejó plácidamente. Madre e hijo se alegraron. Pero ¿quién podría sacarlos del tonel? En esto el hijo se levantó y, enderezándose, empujó con la cabeza un extremo de su prisión.

—A ver si logro abrir una ventana por este lado.

Y dicho y hecho. Salieron ambos y se vieron libres. Ya fuera del tonel, vieron que por un lado se extendía el mar azul, y por el otro un vasto campo, con una colina en cuya cima crecía un verde roble.

—Todo esto está muy bien —pensó el zarévich—, pero tampoco estaría mal que pudiéramos almorzar…

Rompió una rama, y, como llevaba sobre el pecho una cruz sujeta con una cinta de seda, ajustó ésta a la rama, doblándola, y con ello consiguió un buen arco. Preparóse luego una afilada flecha y se encaminó a la orilla a ver si cazaría algo. Apenas había dado unos pasos cuando oyó un débil gemido, y comprendió al instante que algo extraordinario sucedía. Miró y vio que sobre las olas se debatía un cisne atacado por un azor. El pobre cisne golpeaba desesperadamente el agua con sus alas, mientras el azor preparaba ya sus garras y su pico… Pero silbó la flecha, y fue a clavarse en el cuello del carnívoro, atravesándolo, y el rapaz azor cayó ensangrentado al mar… El zarévich dejó reposar su arco. Chilló el azor con voz que no semejaba de ave, mientras el cisne lo atacaba ahora a su vez, procurando golpearlo con sus alas y clavarle su pico. Pero lo que resultó más extraño aún fue que luego se dirigió el cisne al zarévich y le dijo en ruso:

—¡Zarévich, eres mi salvador! No te apenes si por mi culpa no comes durante tres días, ni por haber perdido tu flecha… Puedes creer que el mal no es grave, pues te recompensaré con creces. Debes saber que has salvado no a un cisne, sino a una doncella; y a quien has matado no es a un azor, sino a un terrible hechicero. Jamás lo olvidaré. Allí donde estés me encontrarás a tu lado. Pero ahora vuelve y reposa.

El cisne voló, y la zarina y su hijo se acostaron para dormir sin haber comido nada en todo el día.
Y he aquí que durante la noche el zarévich se despertó, sacudiéndose el sueño, miró, y, lleno de asombro, descubrió no lejos de allí una gran ciudad, detrás de cuyos blancos muros con almenas centelleaban las cúpulas de santas iglesias y monasterios. El zarévich se apresuró a despertar a su madre. Ésta dejó escapar una exclamación de sorpresa.

—Pues no dudo de que veremos aún mayores maravillas —contestó el zarévich—. Estoy seguro de que es obra de mi cisne.

Los dos se dirigieron a la ciudad. Pero apenas habían entrado cuando fueron recibidos por una inmensa multitud al repique de todas las campanas y al son de las voces de un coro que entonaba una oración. Luego los hicieron instalarse en un magnífico carruaje, que los llevó a la coronación. Y así fue cómo el mismo día subió el zarévich al trono para reinar en su capital, y, con el consentimiento de su madre, tomó el nombre de príncipe Gvidón.

Paseaba el viento por el mar y empujaba a una nave que corría con todas las velas desplegadas. Los de a bordo estaban reunidos en la cubierta y se extrañaron al ver que en una isla tan conocida por ellos y siempre desierta, apareciera ahora aquella espléndida ciudad con sus cúpulas doradas y su magnífico puerto, del que llegaban salvas, ordenándoles entrar. Obedeciendo, amarraron en el puerto y acto seguido fueron conducidos a palacio, en donde los recibió el príncipe Gvidón. Invitólos a su mesa y les hizo preguntas:

—¿Qué clase de mercancía lleváis, caballeros, y hacia dónde os dirigís ahora?

—Navegamos por el mundo entero y vendemos pieles de cibellina y de zorro; pero ahora vamos a Oriente, pasando por la isla de Buyana, al reino del zar Saltán.

—Os deseo, pues, una feliz travesía, y os ruego saludéis de parte mía al buen zar Saltán.

Los navegantes se hicieron a la mar seguidos por la mirada del príncipe, que se quedó muy triste.

Pero vio de pronto al blanco cisne que se acercaba por las olas.

—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste?

Y el príncipe contestó:

—Estoy triste por no haber visto desde hace tanto tiempo a mi padre.

—Pues me es fácil complacerte: te transformaré en seguida en mosquito, y así, volando, podrás seguir al navío.

El cisne batió las aguas con sus alas, mojó al príncipe de pies a cabeza y éste se transformó en mosquito. Silbando y zumbando emprendió el vuelo. Pronto alcanzó la nave y se escondió en una rendija. El viento seguía soplando y el barco navegaba alegremente. Rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que no tardó en descubrirse en la lejanía. Amarraron allí y seguidamente fueron llamados a palacio. Tras ellos voló nuestro mosquito. Al entrar vio en el trono al zar Saltán, vestido todo de oro, llevando puesta su corona; pero con semblante triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que no apartaban los ojos de él. El zar Saltán invitó a los huéspedes a su mesa y los interrogó:

—Señores y caballeros: ¿cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de sorprendente en vuestros viajes?

Los navegantes le contestaron:

—Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y por lo que toca a lo extraño y milagroso te diremos lo siguiente: conocíamos una isla inhospitalaria y desierta. En ella sólo se veía un roble en la cima de una colina. Y ahora hemos encontrado allí una gran ciudad, con un espléndido palacio, multitud de iglesias y magníficas quintas rodeadas de jardines. En el trono hemos visto al príncipe Gvidón, que te saluda con respeto.

El zar Saltán encontró aquello milagroso de verdad y dijo:

—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.

Pero la hilandera con la cocinera, en unión de la comadre Babarija, quisieron disuadirlo de su propósito:

—¡Vaya una cosa milagrosa! —dijo la hilandera guiñando el ojo a las otras—. Lo que voy a decirte sí que es milagroso de verdad. Conozco un bosque en el que crece un pino. Debajo de él hay una ardilla que canta y come nueces. Y aquellas nueces tienen corteza de oro, y el fruto es una esmeralda pura. ¡De esto sí que puede decirse que es una maravilla!

El zar Saltán quedóse sorprendido y admirado; pero el mosquito se puso furioso y picó de pronto a su tía en el ojo derecho. La hilandera palideció, desvanecióse y perdió su ojo. Entonces su hermana, la servidumbre y los demás presentes comenzaron a perseguir al mosquito, chillando:

—¡Te cazaremos, maldito!

Pero el mosquito se escapó por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y volvió a su isla. Y nuevamente se entristeció el príncipe al contemplar las olas. Y volvió a presentarse el cisne.

—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás triste?

Y el príncipe le contestó:

—Estoy triste porque deseo ver una cosa no vista jamás. Sé que en alguna parte del mundo existe un bosque. En aquel bosque crece un pino, debajo del cual hay una ardilla que canta y come nueces. Las nueces tienen cáscara de oro y el fruto es una esmeralda pura… Pero tal vez mienta la gente y no exista semejante cosa…

Mas el cisne le contestó:

—No, príncipe, no miente: existen tal bosque y tal ardilla. No te preocupes, pues me gusta poder complacerte.

Contento, volvió el príncipe a su palacio. Pero, apenas entraba en el cercado, vio un pino bajo el cual una ardilla se comía una nuez de oro. Dejaba a un lado la corteza, amontonaba las esmeraldas y mientras tanto cantaba “Una vez en un jardín…”, y todos la escuchaban. Asombróse mucho el príncipe Gvidón y dijo:

—¡Qué maravilloso cisne! ¡Que Dios lo haga venturoso, y a mí también!

Ordenó construir para la ardilla un kiosco de cristal, puso centinelas en sus puertas y designó a un funcionario para llevar la cuenta exacta de las nueces. ¡Gloria a la ardilla! Y ¡vaya ganga para un príncipe!

Soplaba el viento sobre el mar y una nave se deslizaba por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Oyéronse salvas que ordenaban a la nave entrar en el puerto. Amarró la embarcación y los navegantes fueron llamados a palacio. El príncipe Gvidón los invitó a su mesa para beber y comer, y les preguntó:

—¿A dónde os dirigís ahora y qué clase de mercancía lleváis a bordo?

—Hemos viajado por el mundo entero y vendemos caballos del Don. Nos dirigimos ahora al reino de Saltán, pasando por la isla de Buyana.

—Os deseo, pues, feliz travesía, y os ruego saludar de parte mía al buen zar Saltán.

Los navegantes se despidieron del príncipe e hiciéronse a la mar. Al seguirlos éste con la mirada, vio que se acercaba el cisne.

—¡Ay! —lamentóse el príncipe—. ¡No puedo resistir más! ¡Quiero ver a mi padre!

El cisne batió las aguas, mojó al joven de pies a cabeza y lo transformó en moscardón. El moscardón voló entre mar y cielo, alcanzó la nave y se escondió en una rendija. El viento seguía soplando y la embarcación navegaba alegremente. Pasó por la isla de Buyana y se aproximó al reino de Saltán. Saltaron a tierra los navegantes y en seguida fueron llamados a palacio; y allí los siguió nuestro moscardón. Al introducirse en el palacio vio al zar Saltán, vestido todo de oro y llevando puesta la corona, pero sumamente triste… A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, las que miraban al zar con ojos de sapo. El zar Saltán invitó a los navegantes a su mesa y los interrogó:

—¿Cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de maravilloso en los países lejanos?

—Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y hemos visto una cosa en verdad milagrosa: una gran ciudad en una isla, magníficos palacios, y quintas rodeadas de jardines. Ante el palacio del rey crece un enorme pino, bajo el cual se levanta un kiosco de cristal. En este kiosco vive una ardilla amaestrada que, mientras canta, va rompiendo nueces. Pero las nueces no son como las otras: su cáscara es de oro puro y su fruto es una esmeralda. La maravillosa ardilla está rodeada de servidores y un funcionario lleva la cuenta exacta de las nueces. El ejército rinde honores a la ardilla; con las cáscaras se acuñan monedas que circulan por el mundo entero y las muchachas recogen las esmeraldas y las ocultan en sus cofres. Todos son ricos en aquella isla. Allí no hay chozas, sino palacios. Y reina en aquel dichoso país el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.

El zar Saltán se maravilló.

—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.

Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, intentaron disuadirlo de la idea.

—¡Vaya un milagro! ¿Qué tiene de particular que una ardilla rompa nueces de oro y amontone esmeraldas? Sé de una cosa mucho más sorprendente. En cierto lugar, cuando el mar se agita cubriendo la orilla de blanca espuma, salen de las olas treinta y tres héroes gigantes, a cuál más hermoso, capitaneados por un tal Chernomor. Todos son iguales y todos tienen escamas de oro, que brillan como el fuego. De esto sí que puede decirse que es una maravilla.

Nadie se atrevió a contradecirla. El zar Saltán se quedó con la boca abierta, mientras se enfurecía el moscardón. Silbó y zumbó y de pronto picó a su tía en el ojo izquierdo.

—¡A cazarlo, a cazarlo! —gritaron todos—. ¡Te cazaremos, maldito!

Pero era tarde ya. El moscardón se escapó por la ventana. Tranquilamente atravesó el mar y regresó a su isla. Y de nuevo se paseó de nuevo el príncipe contemplando el mar. Y volvió a presentarse el cisne:

—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste y preocupado?

—¡Ah! ¡Si pudiera yo conseguir para mi isla una cosa en verdad maravillosa!...

—Habla, pues; a ver si puedo complacerte…

—No sé en dónde… pero sé que hay un cierto lugar en el cual, cuando se enfurece el océano y las olas invaden la tierra, salen de ellas treinta y tres héroes gigantes, todos iguales, todos jóvenes y hermosos, capitaneados por un tal Chernomor. Todos tienen escamas de oro que brillan como el fuego…

—¡Bueno, príncipe! Pues no te preocupes. Si no es más que esto, es fácil arreglarlo. Conozco a estos jóvenes héroes: son mis hermanos, y haré que se presenten aquí.

El príncipe se fue, olvidando su preocupación; subió a una torre y desde allí empezó a contemplar el mar. Y no había transcurrido mucho rato cuando se levantaron las olas y salieron de ellas treinta y tres héroes —todos hermosos jóvenes, con escamas de oro que brillaban como el fuego—. Los precedía el viejo y canoso Chernomor, que los condujo a la ciudad. El príncipe Gvidón bajó corriendo a su encuentro. De todos los lugares acudieron gentes a verlos. Chernomor se acercó, saludó al príncipe y le dijo:

—Nos manda aquí el cisne para que guardemos tu hermosa ciudad. Cada día saldremos al mar para hacer la ronda en torno a los muros. Así es que pronto nos volveremos a ver. Y ahora, adiós, pues nos molesta el aire de la tierra.

Y dicho esto se alejaron. El viento seguía soplando y la nave proseguía su camino… Se deslizó por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Los cañones lanzaron sus salvas, ordenándole que entrara y amarrara. Y como de costumbre el príncipe Gvidón invitó a los navegantes a su mesa y les rogó que contestaran a sus preguntas:

—¿A dónde os dirigís y qué clase de mercancía lleváis a bordo?

—Navegamos por el mundo —contestaron los del barco—. Vendemos armas, plata y oro, y nos dirigimos ahora, pasando por la isla de Buyana, hacia el reino de Saltán.

Los navegantes se despidieron y se hicieron a la mar. El príncipe se encaminó también a la orilla, en donde lo aguardaba ya el cisne.

—¡Ah, cisne mío! ¡Cuánto me gustaría ver a mi padre!...

De nuevo batió el cisne las aguas con sus alas y mojó al príncipe. Pero esta vez lo transformó en zángano. El zángano voló, alcanzó la nave y se escondió en una rendija de popa.

Silbaba el viento y corría la nave. Rebasó la isla de Buyana y se acercó al anhelado reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía. Pronto amarraron en el puerto, bajaron a tierra y, llamados por el zar, se dirigieron a palacio. Nuestro zángano los siguió y se introdujo en los aposentos del monarca. El zar Saltán estaba en su trono, vestido todo de oro y con la corona puesta. Como siempre, se mostraba triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y las tres mujeres lo miraban con sus cuatro ojos. El zar Saltán hizo sentarse a los navegantes a su mesa y les preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de milagroso en los países lejanos?

—Hemos recorrido todo el mundo. No se vive mal allí. Y, por lo que a lo maravilloso se refiere, te diremos que hemos visto una isla en la que se levanta una ciudad en verdad prodigiosa. Cada día el mar se enfurece, cubre la tierra de blanca espuma y las olas, al retirarse, dejan en la orilla a treinta y tres valientes héroes, gigantes, hermosos jóvenes, con escamas de oro, y precedidos por el viejo Chernomor. Los pone en doble fila y todos hacen la ronda en torno a los muros de la ciudad. Y no hay guardianes mejores ni más seguros en el mundo entero. Reina allí el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.

—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar al príncipe Gvidón.

Esta vez la hilandera y la cocinera no chistaron. Pero la comadre Babarija dijo sonriendo con malicia:

—Nadie podrá asombrarnos con semejante cosa. No sé si es verdad o mentira, pero nada de sorprendente veo en ello. ¡Vaya una maravilla! ¿Qué tiene de particular que unos mancebos salgan del mar para vigilar una ciudad? Conozco una cosa… ¡pero ésa sí que es en verdad maravillosa! Dicen que al otro lado del mar existe una princesa de belleza tal que todo el que la ve no puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Tiene un andar de pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo. ¡De eso sí que puede decirse que es una maravilla!

El zar Saltán se quedó con la boca abierta. Pero el príncipe se indignó, aunque tuvo lástima de la vieja Babarija. Se puso a zumbar en torno a ella y la picó en la nariz, produciéndole una enorme hinchazón. Y volvieron a gritar todos:

—¡A él! ¡a él! ¡Esta vez te cazaremos, maldito!

Pero el zángano voló por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y regresó a su isla.

El príncipe se paseaba a orillas del mar y se le acercó el blanco cisne nadando por las aguas cristalinas.

—¡Te saludo, hermoso príncipe! ¿Por qué estás tan triste?

—Pues dime: ¿cómo puedo estar alegre? La gente se casa y sólo yo permanezco soltero.

—¿Y a nadie tienes que pueda ser tu novia?

—Sí y no. Dicen que existe una princesa tan hermosa que aquel que la ha visto una vez no puede ya apartar de ella la mirada. Deslumbra hasta a la luz del día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Es majestuosa como un pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo… Pero no sé si lo que dicen es verdad o mentira…

El cisne permaneció un instante callado y dijo luego:

—Sí. Existe tal princesa. Pero casarse no es cosa tan sencilla como ponerse un guante. Luego ya no te lo podrás quitar. Así es que voy a darte un consejo para que lo medites bien antes de decidirte.

Pero el príncipe empezó a jurar que se había propuesto casarse y que había pensado y meditado suficientemente en ello. Y que, de ser preciso, estaba dispuesto a ir a buscar a la princesa hasta el fin del mundo. Al oír estas palabras, el cisne suspiró profundamente y le dijo:

—No hace falta ir tan lejos. Debes saber que tu destino está muy cerca de ti: ¡la princesa de que hablan soy yo!

Y al decir esto se levantó, voló por encima de las olas y se escondió detrás de unos arbustos, transformándose allí en una hermosa princesa. En sus cabellos brillaba la luna y en la frente llevaba una estrella. Se acercó caminando como un pavo real y al empezar a hablar parecía que murmuraba un arroyuelo. Al verla, el príncipe corrió a su encuentro, la estrechó contra su pecho y se apresuró a presentársela su madre, a la que suplicó:

—¡Ah, madre mía querida! He encontrado una prometida que deberá ser mi esposa y que siempre y en todo te obedecerá. Así, pues, te suplicamos que bendigas a tus hijos, pues lo somos, para que podamos vivir en paz y amor.

Entonces la madre levantó un icono y, aunque llorando, los bendijo:

—¡Que Dios os haga felices, queridos hijos míos!

El príncipe no quiso retrasar ni un día el casamiento. Se celebró la boda y empezaron a esperar hijos.

Soplaba el viento; una nave se deslizaba sobre el mar con todas las velas desplegadas, dirigiéndose al puerto de una gran ciudad. Oyéronse salvas. La nave amarró. El príncipe Gvidón aguardaba ya a sus huéspedes los navegantes, a los que invitó a beber y a comer.

—¿A dónde vais ahora? Y ¿qué lleváis a bordo para vender?

—Hemos navegado por el mundo entero vendiendo lo que no se debería vender… Pero ahora nos dirigimos a la tierra del zar Saltán, pasando por la isla de Buyana.

—Pues os deseo una feliz travesía. Y os ruego que recordéis al zar Saltán su intención de visitarme. ¡Hace mucho tiempo que lo espero! ¡Saludadlo de parte mía!

Los navegantes se hicieron a la mar, pero esta vez el príncipe se quedó en casa, pues no quiso abandonar a su joven esposa.

Silbaba el viento. La nave rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía. El zar Saltán aguardaba a los huéspedes en su palacio, reposando en su trono, vestido todo de oro y llevando puesta la corona. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que miraban, las tres, con sus cuatro ojos. El zar Saltán rogó a los navegantes que se sentaran a su mesa y les preguntó:

—¿Qué habéis visto viajando por el mundo? ¿Cómo se vive al otro lado del mar?

—Hemos viajado por el mundo entero. No se vive mal allí. Pero lo que hemos visto esta vez es en verdad maravilloso. Existe una isla; en ella hay una magnífica ciudad, llena de iglesias con cúpulas doradas, de quintas rodeadas de jardines y de multitud de palacios. Ante el del príncipe crece un pino, y bajo el pino se levanta un kiosco de cristal. En el kiosco vive una ardilla amaestrada que canta siempre y rompe las nueces con sus dientes. La cáscara de esas nueces es de oro puro, y el fruto es una esmeralda. Todos se ocupan de ella y la vigilan… Además, hay allí una cosa más maravillosa aún: cuando el mar se enfurece, cubriendo la tierra con su espuma, y se retiran las olas quedan en la orilla treinta y tres héroes, jóvenes, hermosos, iguales, con escamas de oro que brillan como el fuego. Los capitanea Chernomor. Y no hay en el mundo guardia más segura que aquella… Además, el príncipe tiene por esposa a una hermosa princesa. Nadie que la haya visto una vez puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. En el trono se sienta el príncipe Gvidón, que se lamenta de que no lo hayas visitado todavía.

Al oír esto, Saltán mandó preparar una escuadra. Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, no quisieron permitirle realizar el viaje para ver la isla milagrosa. Mas el zar Saltán no les hizo caso:

—¿Soy un rey o soy un niño? —les dijo irritado—. ¡Pues me marcho hoy mismo!

Y diciendo esto salió dando un portazo.

El príncipe Gvidón estaba sentado frente a la ventana y contemplaba el mar tristemente. El mar estaba en calma y no se veía ola alguna… Pero en el horizonte aparecieron naves… Era la flota de Saltán, que se deslizaba sobre el océano. Al adivinarlo, el príncipe Gvidón dio un salto y gritó:

—¡Eh! ¡Madre mía, esposa querida: mirad allí… Viene mi padre!

Se aproximó la escuadra. Gvidón miró con un anteojo. En la cubierta pudo ver al zar Saltán, que también los miraba con un anteojo. A su lado estaban la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Los tres quedaron maravillados ante la isla desconocida. Y he aquí que tronaron todos los cañones y fueron lanzadas al vuelo todas las campanas. El príncipe Gvidón descendió a la orilla para recibir al zar, y al propio tiempo a la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y sin explicación alguna los llevó a palacio. Entraron todos. En las puertas montaban guardia los treinta y tres héroes gigantes, todos hermosos jóvenes con escamas de oro puro, y al frente de ellos Chernomor. El zar entró en el cercado y vio cómo debajo de un pino la ardilla cantaba una canción, rompiendo una nuez de oro, sacando la esmeralda y colocándola en un saquito. Y todo el cercado estaba repleto de cáscaras de oro. Los recién llegados entraron en los aposentos. Allí los recibió la princesa, que era en verdad maravillosa: en sus cabellos llevaba la luna y en su frente brillaba una estrella. Su andar era el de un pavo real. A su lado estaba su suegra. Miróla el zar y la reconoció…

—¿Qué veo? ¿Qué es esto? —exclamó. Y empezó a sollozar… Abrazó luego a la zarina, a su hijo y a su joven esposa.

Acto seguido todos se sentaron a la mesa y dio comienzo un alegre festín. Mientras tanto la hilandera y la cocinera, como también la comadre Babarija, se escondieron en sendos rincones. Las encontraron, pero ellas se arrepintieron e imploraron gracia. El zar Saltán, vista la felicidad común, las perdonó, y las mandó a casa. Al declinar el día, Saltán se emborrachó de tal manera que tuvieron que llevarlo a la cama. Y yo estuve allí: me ofrecieron cerveza, vino y miel, que me pasaron muy cerca de la boca y sólo me mojaron el bigote.

Alexander Pushkin (1799-1837)




Relatos góticos. I Relatos de Alexander Pushkin.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Alexander Pushkin: El zar Saltán (Tsare Saltane), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El disparo»: Alexander Pushkin; relato y análisis


«El disparo»: Alexander Pushkin; relato y análisis.




El disparo (Vystrel) —a veces traducido al español como: Un disparo memorable— es un relato psicológico del escritor ruso Alexander Pushkin (1799-1837), publicado en la antología de 1831: Los cuentos del viejo Iván Petrovic Belkin (Povesti pokoynogo Ivana Petrovicha Belkina).

El disparo, sin dudas uno de los mejores cuentos de Alexander Pushkin, nos permite recorrer la trayectoria de una bala, incluso desde mucho antes de que la intención y la mano que empuñaron el arma fuesen conscientes del acto que, eventualmente, llegarían a cometer.




El disparo.
Vystrel, Alexander Pushkin (1799-1837)

Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes. En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más. Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.

Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.

Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban. Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba. La destreza que había adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco.

El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas lo contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.

Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados. Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos lo rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto.

Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros se hallaba un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:

—Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.

No dudamos en lo más mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante. Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó éste mismo en persona. Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.

Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:

—¿No se batirá?

Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario. Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre. Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él me quería, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarlo como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verlo sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.

Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.

—Señores —les dijo Silvio—, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted lo espero —continuó, dirigiéndose a mí—. Lo espero sin falta.

Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros, decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado. Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champagne. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.

—Quiero hablar con usted —me dijo, bajando la voz.

Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.

—Es probable que no nos veamos más —me dijo—, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad.

Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.

—A usted le habrá extrañado —prosiguió— que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no lo hubiera perdonado...

Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó:

—Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.

Mi curiosidad estaba vivamente excitada.

—¿Fue porque usted no quiso batirse con él? —pregunté—. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias.

—Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo.

Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses llaman bonnet de police. Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.

—Usted sabe —prosiguió Silvio— que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cuál es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quién me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento, se entablaban a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.

»Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio.

»Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarlo... Pero mis frases hirientes las contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.

»Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos... a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos. Lo miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud.

»Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció. ¿Qué voy a lograr —pensé— quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella? Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.

—Según parece —le dije— usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo.

—No me molesta usted en lo más mínimo —replicó—. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.

Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo... Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento...

Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella.

—Ya habrá adivinado —dijo Silvio— quién es ese consabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.

Y con estas palabras, se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo lo había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban. El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron... Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente, cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada.

Lo que se me hacía más difícil era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adónde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un "borracho melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito.

A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y "vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno..." A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.

La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa, me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus Altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.

Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.

Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte, cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.

—¡Notable disparo! —exclamé a la vez que miraba al conde.

—Sí —me respondió—: fue un disparo memorable. Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador?

—Excelente —contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar—; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.

—¿Es cierto? —dijo la condesa con tono de gran interés—. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?

—Probaremos —contestó el conde—. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.

—¡Oh! —comenté—. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra Alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella". Créame, vuestra Alteza, hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.

A los condes les satisfizo mi locuacidad.

—¿Y cómo tiraba? —me preguntó el conde.

—A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba: "¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared...

—¡Asombroso! —dijo el conde—. ¿Y cuál era su nombre?

—Silvio, Alteza.

—¡Silvio! —exclamó el conde, incorporándose de un salto—. ¿Usted conoció a Silvio?

—¿Que si lo conocí, Alteza? Éramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero... pero desde hace cinco años no sé nada de él. Así que también vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?

—¿El de una bofetada, Alteza, que recibió en un baile?

—¿Y no le dijo a usted el nombre...?

—No, Alteza, no me lo dijo. ¡Ah! —proseguí, al intuir la verdad—. ¿Fue quizás vuestra Alteza?

—Yo fui —respondió el conde, con aire extremadamente distraído—; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.

—¡Ay! —dijo la condesa—. ¡No lo cuentes, por Dios!... Me horroriza escucharlo.

—No puedo complacerte —replicó el conde—. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.

Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:

—Hace cinco años me casé. El primer mes, la luna de miel, la pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.

»Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones...

»—¿No me recuerdas, conde? —preguntó con voz trémula.

»—¡Silvio! —exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.

»—Exactamente —continuó él—. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?

»Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos.. Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.

»—Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso... Empecemos de nuevo. Volvamos a tirar suertes para ver quién dispara primero.

»La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué... Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.

»—Tienes mala suerte, conde —dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.

»No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro... Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.

»—Disparé —continuó el conde— y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio —en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro— apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.

»—Querida mía —le dije—, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.

»Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.

»—Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido? —preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible—. ¿Es verdad que bromean ustedes?

»—Suele bromear, condesa —le respondió Silvio—. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.

»Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella! Masha se echó a sus pies.

»—¡Levántate, Masha, es humillante! —grité furioso—. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?

»—No dispararé —respondió Silvio—; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.

»Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció. Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerlo y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme.

El conde calló. Fue así cómo me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista. e dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de heteristas griegos y murió en un combate cerca de Skulani.

Alexander Pushkin (1799-1837)




Relatos góticos. I Relatos de Alexander Pushkin.


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El análisis y resumen del cuento de Alexander Pushkin: El disparo (Vystrel), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La reina de picas»: Alexander Pushkin; relato y análisis


«La reina de picas»: Alexander Pushkin; relato y análisis.




La reina de picas (Pikovaya dama) es un relato fantástico del escritor ruso Alexander Pushkin (1799-1837), compuesto en 1833 y publicado en 1834 en la revista literaria Biblioteka dlya chteniya; convirtiéndose de inmediato en un clásico de la literatura rusa del romanticismo.

La reina de picas, uno de los grandes cuentos de Alexander Pushkin, desarrolla con increíble destreza el tema de la avaricia.




La reina de picas.
Pikovaya dama; Alexander Pushkin (1799-1837)


La dama de picas significa malevolencia secreta.
(Novísimo tratado de cartomancia)


Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.

—¿Qué has hecho, Surin? —preguntó el amo de la casa.

—Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!

—¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta? Me asombra tu firmeza.

—¡Pues ahí tenéis a Guermann! —dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros—. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!

—Me atrae mucho el juego —dijo Guermann—, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.

—Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! —observó Tomski—. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.

—¿Cómo?, ¿quién?—exclamaron los contertulios.

—¡No me entra en la cabeza —prosiguió Tomski—, cómo puede ser que mi abuela no juegue!

—¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? —dijo Narúmov.

—¿Pero no sabéis nada de ella?

—¡No! ¡ De verdad, nada!

—¿No? Pues, escuchad:


Debéis saber que mi abuela, hará unos sesenta años, vivió en París e hizo allí auténtico furor. La gente corría tras ella para ver a la Vénus moscovite; Richelieu estaba prendado de ella y la abuela asegura que casi se pega un tiro por la crueldad con que ella lo trató. En aquel tiempo las damas jugaban al faraón. Cierta vez, jugando en la corte, perdió bajo palabra con el duque de Orleáns no sé qué suma inmensa. La abuela al llegar a casa, mientras se despegaba los lunares de la cara y se desataba el miriñaque, le comunicó al abuelo que había perdido en el juego y le mandó que se hiciera cargo de la deuda.

Por cuanto recuerdo, mi difunto abuelo era una especie de mayordomo de la abuela. La temía como al fuego y, sin embargo, al oír la horrorosa suma, perdió los estribos: se trajo el libro de cuentas y, tras mostrarle que en medio año se habían gastado medio millón y que ni su aldea cercana a Moscú ni la de Saratov se encontraban en las afueras de París, se negó en redondo a pagar. La abuela le dio un bofetón y se acostó sola en señal de enojo.

Al día siguiente mandó llamar a su marido con la esperanza de que el castigo doméstico hubiera surtido efecto, pero lo encontró incólume. Por primera vez en su vida la abuela accedió a entrar en razón y a dar explicaciones; pensaba avergonzarlo, y se dignó a demostrarle que había deudas y deudas, como había diferencia entre un príncipe y un carretero. ¡Pero ni modo! ¡El abuelo se había sublevado y seguía en sus trece! La abuela no sabía qué hacer. Anna Fedótovna era amiga íntima de un hombre muy notable. Habréis oído hablar del conde Saint-Germain, de quien tantos prodigios se cuentan. Como sabréis, se hacía pasar por el Judío errante, por el inventor del elixir de la vida, de la piedra filosofal y de muchas cosas más. La gente se reía de él tomándolo por un charlatán, y Casanova en sus Memorias dice que era un espía.

En cualquier caso, a pesar de todo el misterio que lo envolvía, Saint-Germain tenía un aspecto muy distinguido y en sociedad era una persona muy amable. La abuela, que lo sigue venerando hasta hoy y se enfada cuando hablan de él sin el debido respeto, sabía que Saint-Germain podía disponer de grandes sumas de dinero, y decidió recurrir a él. Le escribió una nota en la que le pedía que viniera a verla de inmediato.

El estrafalario viejo se presentó al punto y halló a la dama sumida en una horrible pena. La mujer le describió el bárbaro proceder de su marido en los tonos más negros, para acabar diciendo que depositaba todas sus esperanzas en la amistad y en la amabilidad del francés.

Saint-Germain se quedó pensativo.

—Yo puedo proporcionarle esta suma —le dijo—, pero como sé que usted no se sentiría tranquila hasta no resarcirme la deuda, no querría yo abrumarla con nuevos quebraderos de cabeza. Existe otro medio: puede usted recuperar su deuda.

—Pero, mi querido conde—le dijo la abuela—, si le estoy diciendo que no tenemos nada de dinero. —Ni falta que le hace—replicó Saint-Germain—: tenga la bondad de escucharme.

Y entonces le descubrió un secreto por el cual cualquiera de nosotros daría lo que fuera.

Los jóvenes jugadores redoblaron su atención. Tomski encendió una pipa, dio una bocanada y prosiguió su relato:

—Aquel mismo día la abuela se presentó en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleáns llevaba la banca; la abuela le dio una vaga excusa por no haberle satisfecho la deuda, para justificarse se inventó una pequeña historia y se sentó enfrente apostando contra él. Eligió tres cartas, las colocó una tras otra: ganó las tres manos y recuperó todo lo perdido.

—¡Por casualidad!—dijo uno de los contertulios.

—¡Esto es un cuento! —observó Guermann.

—¿No serían cartas marcadas? —añadió un tercero.

—No lo creo —respondió Tomski con aire grave.

—¡Cómo! —dijo Narúmov—. ¿Tienes una abuela que acierta tres cartas seguidas y hasta ahora no te has hecho con su cabalística?

—¡Qué más quisiera! —replicó Tomski—. La abuela tuvo cuatro hijos, entre ellos a mi padre: los cuatro son unos jugadores empedernidos y a ninguno de los cuatro les ha revelado su secreto; aunque no les hubiera ido mal, como tampoco a mí, conocerlo.


Pero oíd lo que me contó mi tío el conde Iván Ilich, asegurándome por su honor la veracidad de la historia. El difunto Chaplitski—el mismo que murió en la miseria después de haber despilfarrado sus millones—, cierta vez en su juventud y, si no recuerdo mal, con Zórich, perdió cerca de trescientos mil rublos. El hombre estaba desesperado. La abuela, que siempre había sido muy severa con las travesuras de los jóvenes, esta vez parece que se apiadó de Chaplitski. Le dio tres cartas para que las apostara una tras otra y le hizo jurar que ya no jugaría nunca más. Chaplitski se presentó ante su ganador; se pusieron a jugar. Chaplitski apostó a su primera carta cincuenta mil y ganó; hizo un pároli y lo dobló en la siguiente jugada, y así saldó su deuda y aún salió ganado... Pero es hora de irse a dormir: ya son las seis menos cuarto.

En efecto, ya amanecía: los jóvenes apuraron sus copas y se marcharon.


La vieja condesa se hallaba en su tocador ante el espejo. La rodeaban tres doncellas. Una sostenía un tarro de arrebol; otra, una cajita con horquillas, y la tercera, una alta cofia con cintas de color de fuego. La condesa no pretendía en lo más mínimo verse hermosa, su belleza hacía tiempo que se había marchitado, pero conservaba todos los hábitos de sus años jóvenes, seguía rigurosamente la moda de los setenta y se vestía con la misma lentitud, con el mismo esmero de hace sesenta años. Junto a la ventana se sentaba ante su labor una señorita, su pupila.

—Buenos días, grand'maman —dijo al entrar un joven oficial—. Bonjour, mademoiselle Lise. Grand' maman, he venido a pedirle un favor.

—¿Qué, Paúl?

—Quisiera presentarle a uno de mis compañeros para que lo invite usted a su baile el viernes.

—Tráelo directamente a la fiesta y allí me lo presentas. ¿Estuviste ayer en casa de •••?

—¡Cómo no! Fue una fiesta muy alegre; bailamos hasta las cinco. ¡Yelétskaya estuvo encantadora!

—¡Qué dices, querido! ¡Qué tiene de encantadora esa muchacha? Ni comparar con su abuela, la princesa Daria Petrovna... Por cierto, ¿la princesa Daria Petrovna se verá muy envejecida?

—¿Cómo, envejecida?—respondió distraído Tomski—, si se murió hará unos siete años.

La señorita levantó la cabeza e hizo una seña al joven. Éste recordó que a la vieja condesa le ocultaban la muerte de las mujeres de su edad y se mordió el labio. Pero la condesa escuchó la noticia, nueva para ella, con gran indiferencia.

—¡Ha muerto! —dijo—. Y yo sin saberlo. Pues cuando nos hicieron damas de honor a las dos, su majestad...

Y por centésima vez empezó a contar la anécdota a su nieto.

—Bien Paúl —dijo luego—, ahora ayúdame a levantarme. Liza, ¿dónde está mi tabaquera?

La condesa se dirigió con sus doncellas detrás del biombo para acabar de arreglarse y Tomski se quedó con la señorita.

—¿A quién le quiere presentar? —preguntó en voz baja Lizaveta Ivánovna.

—A Narúmov. ¿Lo conoce?

—¡No! ¿Es militar o civil?

—Militar.

—¿Ingeniero?

—No. De caballería. ¿Y por qué ha creído usted que era ingeniero?

La señorita se rió, pero no dijo ni palabra.

—¡Paúl! —gritó la condesa desde detrás del biombo—, mándame alguna novela nueva, pero, por favor, que no sea de las de ahora.

—¿Cómo es eso, grand'maman?

—Quiero decir, una novela en la que el héroe no estrangule a su padre o a su madre, y en la que no haya ahogados. ¡Tengo un pánico terrible a los ahogados!

—Novelas así hoy ya ni existen. ¿No querrá una novela rusa?

—¿Pero es que hay novelas rusas?... ¡Pues mándame una, querido, te lo ruego, mándamela!

—Le ruego que me excuse, grand'maman: tengo prisa... Perdone, Lizaveta Ivánovna. Pero, ¿por qué ha pensado usted que Narúmov era ingeniero?

Y Tomski abandonó el tocador.

Lizaveta Ivánovna se quedó sola: abandonó su labor y se puso a mirar por la ventana. Al poco, a un lado de la calle, desde la casa de la esquina, apareció un joven oficial. Un rubor cubrió las mejillas de la señorita, que retornó a su labor e inclinó la cabeza hasta la misma trama. En este momento entró la condesa ya del todo arreglada.

—Liza —se dirigió a la señorita—, manda que enganchen la carroza, vamos a dar un paseo.

Liza se levantó y se puso a recoger su labor.

—Pero, por Dios, chiquilla, ¿estás sorda? —gritó la condesa—. Manda que enganchen cuanto antes la carroza.

—¡Ahora mismo! —respondió con voz queda la señorita y echó a correr hacia el recibidor.

Entró un sirviente y entregó a la condesa unos libros de parte del príncipe Pável Aleksándrovich.

—¡Bien! Que le den las gracias —dijo la condesa—. ¡Liza, Liza! Pero ¿adónde vas corriendo?

—A vestirme.

—Ya tendrás tiempo, chiquilla. Siéntate aquí. Abre el primer tomo; lee en voz alta...

La señorita tomó el libro y leyó varias líneas.

—¡Más alto! —dijo la condesa—. ¿Qué te pasa, chiquilla? ¿Has perdido la voz, o qué?... Espera; acércame el banco un poco más... ¡más cerca!

Lizaveta Ivánovna leyó dos páginas más. La condesa bostezó.

—Deja ese libro—dijo—, ¡qué estupidez! Devuélvele eso al príncipe Pável y di que se lo agradezcan de mi parte... Pero, ¿qué pasa con la carroza?

—Ya está lista—dijo Lizaveta Ivánovna lanzando una mirada hacia la ventana.

—¿Y qué haces que no estás vestida? —dijo la condesa—. ¡Siempre hay que esperarte! Chiquilla, esto resulta insoportable.

Liza corrió a su habitación. No pasaron ni dos minutos que la condesa se puso a tocar la campanilla con todas sus fuerzas. Las tres doncellas entraron corriendo por una puerta, y el ayuda de cámara, por otra.

—¿Qué pasa que no hay modo de que vengáis cuando se os llama?—les dijo la condesa—. Decidle a Lizaveta Ivánovna que la estoy esperando.

Entró Lizaveta Ivánovna, con la capa y el sombrero.

—¡Por fin, muchacha! —dijo la condesa—. ¡Qué emperifollada! ¿Para qué?... ¿A quién quieres engatusar?... ¿Y el tiempo, qué tal? Parece que haga viento.

—¡De ningún modo, excelencia! ¡Todo está en calma! —replicó el ayuda de cámara.

—Siempre habláis sin ton ni son. Abrid la ventanilla. Lo que yo decía: ¡hace viento! ¡Y helado! ¡Que desenganchen la carroza! No vamos a salir, Liza, te está bien por disfrazarte tanto.

«¡Qué vida!», pensó Lizaveta Ivánovna.

En efecto Lizaveta Ivánovna era una criatura desdichada. Amargo sabe el pan ajeno, dice Dante, y pesados los escalones de una casa extraña, ¿y quién mejor que la pobre pupila de una vieja aristócrata para conocer la amargura de la dependencia? La condesa ••• no tenía mal corazón, por supuesto, pero era antojadiza, como toda mujer mimada por la alta sociedad, avara y llena de frío egoísmo, como toda la gente mayor, que tras haber agotado en su tiempo el amor, hoy vive de espaldas al presente. Participaba en todas las vanidades del gran mundo, asistía a los bailes, donde se sentaba en un rincón, con la cara pintada y vestida a la vieja moda, igual que un ornamento deforme e imprescindible del salón; los invitados al llegar se le acercaban entre profundas reverencias, como si lo mandara el ceremonial, pero luego ya nadie se ocupaba de ella. Recibía en su casa a toda la ciudad, observando la más rigurosa etiqueta y no reconocía a nadie por la cara. Su numerosa servidumbre, que engordaba y encanecía en su antesala y en el cuarto de las doncellas, hacía lo que le venía en gana y desplumaba a cuál más a la moribunda anciana.

Lizaveta Ivánovna era la mártir de la casa. Ella servía el té y recibía las reprimendas por el excesivo gasto de azúcar; leía en voz alta las novelas y era la culpable de todos los errores del autor; acompañaba a la vieja en sus paseos y respondía del tiempo y por el estado del empedrado. Se le había asignado un sueldo que nunca le acababan de pagar; en cambio, se le exigía que fuera vestida como todas, es decir, como muy pocas. En sociedad desempeñaba el papel más lamentable. Todos la conocían, pero nadie notaba su presencia; en las fiestas sólo bailaba cuando faltaba alguien para un vis-à-vis y las damas se la llevaban del brazo siempre que, para recomponer algo de sus atuendos, debían ir al tocador. Tenía mucho amor propio, se apercibía vivamente de su condición y miraba a su alrededor esperando con impaciencia a su salvador. Pero los jóvenes calculadores en su despreocupada vanidad, no le prestaban atención, aunque Lizaveta Ivánovna era cien veces más hermosa que las descaradas y frías muchachas casaderas en cuyo derredor aquellos revoloteaban. ¡Cuántas veces, tras abandonar imperceptiblemente el aburrido y suntuoso salón, se retiraba a llorar a su modesto cuarto con un biombo empapelado, una cómoda, un pequeño espejo y una cama pintada, y donde la vela de sebo ardía mortecina sobre una palmatoria de bronce!

En cierta ocasión —esto sucedía a los dos días de la velada descrita al comienzo del relato y una semana antes de la escena en que nos hemos detenido—, Lizaveta Ivánovna, sentada junto a la ventana con su bastidor, miró casualmente a la calle y vio a un joven oficial de ingenieros que inmóvil mantenía fija la mirada en su ventana. La joven bajó la cabeza y retornó a su labor; al cabo de cinco minutos miró de nuevo: el joven oficial seguía en el mismo lugar. Como no tenía costumbre de coquetear con cualquier oficial, dejó de mirar al exterior y estuvo bordando cerca de dos horas sin levantar la cabeza. Llamaron a comer. La joven se levantó, comenzó a recoger el bastidor y, al echar un vistazo casual a la calle, de nuevo vio al oficial. El hecho le pareció bastante extraño. Después de comer se acercó a la ventana con sensación de cierto desasosiego, pero el oficial ya no estaba, y se olvidó de él... Al cabo de dos días, al salir con la condesa a tomar la carroza, lo vio de nuevo. Estaba justo delante del portal, con la cara cubierta con un cuello de piel de castor: sus ojos negros centelleaban bajo el gorro. Lizaveta Ivánovna, ella misma sin saber por qué, se asustó y subió a la carroza con un temblor inexplicable.

Al regresar a casa, corrió a la ventana: el oficial estaba donde siempre, con la mirada fija en ella. La joven se apartó venciendo la curiosidad, turbada por un sentimiento completamente nuevo para ella. Desde entonces no había día en que el joven, a la misma hora, no apareciera bajo las ventanas de la casa. Entre ambos se estableció una relación inadvertida. Sentada junto a su labor, ella notaba su llegada, levantaba la cabeza y lo miraba cada vez más largo rato. El joven parecía estarle agradecido por ello: la muchacha, con la aguda mirada de la juventud, veía cómo un repentino rubor cubría las pálidas mejillas del oficial cada vez que sus miradas se encontraban. Al cabo de una semana ella le sonrió...

Cuando Tomski vino a pedir permiso a la condesa para presentarle a su amigo, el corazón de la pobre muchacha latió con fuerza. Pero, al enterarse de que Narúmov no era un oficial de ingenieros, sino de caballería, lamentó que con aquella indiscreta pregunta hubiera descubierto al alocado Tomski su secreto.

Guermann era hijo de un alemán afincado en Rusia que había dejado a su hijo un pequeño capital. Firmemente convencido como estaba de la necesidad de afianzar su independencia, Guermann no tocaba siquiera los intereses del dinero, vivía de su paga y no se permitía el menor de los caprichos. Pero dado su carácter reservado y ambicioso, sus compañeros rara vez tenían ocasión de burlarse de su desmedido sentido del ahorro. Era un hombre de fuertes pasiones y con una desbocada imaginación, pero su entereza lo había salvado de los acostumbrados extravíos de la juventud. Así, por ejemplo siendo en el fondo de su alma un jugador, nunca había tocado unas cartas, pues estimaba que su fortuna no le permitía (como solía decir) sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado, y, entretanto, se pasaba noches enteras en torno a las mesas de juego y seguía con frenesí febril cada una de las evoluciones de la partida.

La anécdota de las tres cartas impresionó poderosamente su imaginación y en toda la noche no le salió de la cabeza.

«¡Qué pasaría si la vieja condesa me descubre su secreto! —pensaba en la tarde del día siguiente vagando por Petersburgo—, ¡o si me indica las tres cartas de la suerte! ¿Por qué no puedo yo probar fortuna?... Podría presentarme a ella, ganarme su favor, tal vez convertirme en su amante; aunque para todo esto se necesita tiempo, y la vieja tiene ochenta y siete años, puede morirse en una semana, ¡o dentro de dos días!... Y la historia misma... ¿Se puede creer en ella?... ¡No! ¡Las cuentas claras, la moderación y el amor al trabajo: éstas son mis tres cartas de la suerte! ¡Esto es lo que triplicará, lo que multiplicará por siete mi capital y me permitirá alcanzar el sosiego y la independencia!»

Pensando de este modo se encontró en una de las calles principales de Petersburgo, ante una casa de estilo antiguo. El paseo estaba abarrotado de coches, las carrozas se detenían una tras otra ante el iluminado portal. De ellas a cada instante asomaba o la esbelta pierna de una bella joven, o una estruendosa bota, ya una media a rayas, ya los botines de un diplomático. Abrigos de piel y capotes se deslizaban ante un majestuoso portero. Guermann se detuvo.

—¿De quién es esta casa?—preguntó al guardia de la garita de la esquina.

—De la condesa —contestó el de la garita.

Guermann se estremeció. De nuevo en su imaginación se dibujó la asombrosa historia. Se puso a rondar junto a la casa pensando en su dueña y en su mágico don. Regresó tarde a su humilde rincón, tardó mucho en dormirse, y cuando le venció el sueño se le aparecieron unas cartas, una mesa verde, montañas de billetes y montones de monedas. Tiraba una carta tras otra, doblaba las apuestas con decisión, ganaba sin parar, recogía el oro a manos llenas y atestaba de billetes los bolsillos.

Al despertar, tarde ya, suspiró ante la pérdida de su fantástica fortuna, se marchó a vagar de nuevo por la ciudad y otra vez se encontró ante la casa de la condesa. Al parecer, una fuerza invisible lo atraía hacia el lugar. Se detuvo y se puso a mirar a las ventanas. En una de ellas vio una cabecita de cabellos morenos, inclinada seguramente sobre algún libro o una labor. La cabecita se alzó. Guermann vio un rostro fresco y unos ojos negros. Aquel instante decidió su suerte...


Sigue leyendo la segunda parte de: «La reina de picas», de Alexander Pushkin.




El análisis y resumen del cuento de Alexander Pushkin: La reina de picas (Pikovaya dama), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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