«La tristeza»: Antón Chéjov; relato y análisis.
La tristeza (Toska) es un relato del escritor ruso Antón Chéjov (1860-1904), publicado originalmente en la edición del 16 de enero de 1886 de la revista Peterburgskaya Gazeta.
La tristeza, uno de los mejores cuentos de Antón Chéjov, relata la historia de un hombre cuyo hijo ha muerto. Atravesado por la tristeza, intenta desesperada e infructuosamente hablar con las personas que va conociendo en el camino para compartir con ellas su dolor. Sin embargo, nadie está dispuesto a escucharlo.
En este sentido, el argumento de La tristeza no tiene exactamente que ver con el dolor de un hombre que ha sufrido una pérdida irreparable, sino con la tristeza infinita que supone la imposibilidad de compartirlo con alguien más.
La tristeza.
Toska, Antón Chéjov (1860-1904)
La capital se envuelve en penumbras. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles, se extiende, fina, suave, sobre los tejados, sobre los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. El cochero Yona está blanco, como un fantasma. Sentado en su trineo, encorvado, permanece inmóvil. Se diría que ni un alud de nieve le sacaría de su quietud.
Su caballo también está blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo parece, aun de cerca, un caballo de caramelo de los que se les compran a los niños por un copec. Se halla sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado vasta la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, todo ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada. Las sombras se van cerrando. La luz de los faroles se hace más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado! —grita otro cochero, colérico—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil!
—¡Vaya un cochero! —dice el militar—. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los insultos del otro cochero. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confundido, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertar de un sueño profundo.
—¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! —dice con tono irónico el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra. El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
—¿Qué?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
—Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
—¿De veras?... ¿De qué murió?
Yona, alentado por la pregunta, se vuelve hacia el cliente y dice:
—No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y... Dios que lo ha querido.
—¡A la derecha! —oye de nuevo gritar furiosamente—. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
—¡A ver! —dice el militar—. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo. Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle. Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco manto caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
—¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes. Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
—¡Bueno, en marcha! —le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda—. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo.
—¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi gorro...
—¡Bueno, bueno! Arrea un poco tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
—Me duele la cabeza —dice uno de los jóvenes—. Ayer, Vaska y yo nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas.
—¡Eso no es verdad! —responde el otro—. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
—¡Palabra de honor!
—¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe agudamente.
—¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
—¡Vamos, vejestorio! —grita enojado el jorobado—. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale firme al vago de tu caballo. ¡Qué diablos!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
—Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
—¡Todos nos hemos de morir! —contesta el jorobado—. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
—Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo —le aconseja uno de sus camaradas.
—¿Oyes, viejo estas enfermo? —grita el deforme—. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
—¡Ji, ji, ji! —ríe, sin ganas, Yona—. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
—Cochero, ¿eres casado? —pregunta uno de los clientes.
—¿Yo? ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie. Sólo me espera la sepultura. Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
—¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada instante es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero. Yona ve a un portero que se asoma con un paquete y trata de entablar conversación.
—¿Qué hora es? —le pregunta, amable.
—Casi las diez —contesta el otro—. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
—No puedo más —murmura—. Hay que acostarse.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado. En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca la cabeza y busca algo con la mirada.
—¿Quieres beber? —le pregunta Yona.
—Sí.
—Aquí tienes agua. He perdido a mi hijo. ¿Lo sabías? La semana pasada, en el hospital. ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro. Su difunto hijo ha dejado en la aldea a una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar a alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo. Se viste y sale a la cuadra. El caballo, inmóvil, come heno.
—¿Comes? —le dice Yona, acariciándole el lomo—. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno. Soy demasiado viejo para ganar mucho. A decir verdad, no debería ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
Tras una corta pausa, Yona continúa:
—Sí, amigo, ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera. Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
Anton Chéjov (1860-1904)
Relatos góticos. I Relatos de Antón Chéjov.
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El análisis y resumen del cuento de Antón Chéjov: La tristeza (Toska), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
10 comentarios:
este pobre cuento no tiene ni un comentario... es como si nadie lo hubiera leido, puesto atencion...trizteza es una buena historia y debe ser oida tal como su protagonista. bye att darksnow
Valla con ésta historia, me recuerda a la vez que perdí a mi dulce novia... pero ella no falleció si no que después de cinco años me dejo...
Quise contar esa pena, pero nadie me escuchó, y me vi en la necesidad de contárselo a todo lector por medio de poemas.
"TRISTEZA" La dulce medicina de los masoquistas.
Bye att: Edays Dunkel
Recuerdo haberlo leido hace bastante tiempo. Y al leerlo de nuevo caigo en la misma conclusión que la primera vez que lo leí, si acaso lo observo con mayor "escepticismo". Quiero decir, se hace una crítica a la ciudad, a su estrés, a la indiferencia, a la falta de compasión, al individuo, a la vanidad.
Y si lo resumimos todo, exite el YO, y con respecto a éste los demás.
Aunque sea de una manera exagerada, lo que Chejov nos intenta transmitir es que hay que cambiar en chip para con los demás.
Por ejemplo, imaginense ese pequeño pueblecito, donde todos se preocupan los unos de los otros y siempre saben como están, tú sabes quién eres exactamente. ¿Hasta que punto esto es cierto? hasta en punto en que no comenzamos a verle el lado negativo, que también lo tiene. Solo piensenlo.
Hermoso cuento con el que chéjov nos invita a ser un poquito mejor.
Lloré durante toda la lectura de este relato...
Al final, nadie nos entiende. Todos vivimos con una perpetua tristeza mordiéndonos por dentro.
Gracias por subirlo, aelfwine.
No se puede esperar menos de Chéjov. Excelente historia.
Las gentes de la ciudades han sido siempre acusadas del mismo mal, demasiado insensibles ante hechos comunes y administración severa y exclusiva de los sentimientos. Aparte de q cuando detectan alguien débil se arma una conspiración tacita para sabotearle cualquier satisfacción por muchos méritos q se tengan y he aquí un claro ejemplo, q en este caso era una necesidad imperiosa de consideracion.
Un gran cuento. Pienso que Chéjov con su maravillosa pluma hace ver la necesidad humana de exteriorizar nuestras emociones y sentimientos, el compartir nuestras experiencias y que estás sean atendidas y comprendidas. Compresión que pocas personas tienen, como refleja la historia, la indiferencia de los demás ante la profunda tristeza de Yona. Grande Chéjov
Es muy hermosa 📖🥺
Es un cuento muy bonito y aunque el creyera que nadie lo escucharía yo se que alguien si lo haría ;).
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