«El Viy»: Nikolái Gógol; relato y análisis


«El Viy»: Nikolái Gógol; relato y análisis.




El Viy (Вий, en ruso, y Вій, en ucraniano) —a veces traducido al español como El Viyi— es un relato de vampiros del escritor ucraniano Nikolái Gógol (1809-1852), publicado en la antología de 1835: Mírgorod (Mírgorod).

El Viy, uno de los grandes cuentos de Nikolái Gógol, narra la historia del Viy, especie de demonio o de raza de vampiros proveniente del folclore de Ucrania, por cierto, mucho más creíble y aterradora que la gran mayoría de los vampiros del siglo XIX, usualmente lánguidos, casi autómatas.

En El Viy todo se resume a la mirada, a los ojos de esta criatura demoníaca, capaz de conducir a la locura, o algo peor, a quienes tienen la mala fortuna de cruzarse en su camino.




El Viy.
Viy; Nikolái Gógol (1809-1852)

Viy es el título de una hermosa leyenda ucraniana, una maravillosa creación de la fantasía popular. Este nombre corresponde al rey de los gnomos, el jefe barbudo cuyas pestañas son tan largas que casi llegan al suelo. Esta leyenda es la que les contaré ahora tal como la he oído, intentando hasta donde me sea posible no cambiar nada de la ingenua sencillez con que la escuché contar.

Cuando por las mañanas tocaba la sonora campana que colgaba sobre la puerta cochera del seminario de Kiev, todos los estudiantes y los seminaristas acudían en tropel desde los distintos barrios de la ciudad. Aquel monasterio tenía alumnos de todas las clases: gramáticos, retóricos, filósofos y teólogos, llamados así según el nombre del curso en que estaban. Todos llevaban libros y cuadernos. Los gramáticos, que correspondían a las clases elementales, eran en su mayor parte chiquillos; siempre entraban corriendo, dándose empujones, y gritando con sus voces atipladas. Iban muy mal vestidos, y en los bolsillos de sus muy harapientos trajes llevaban todo tipo de fruslerías, como silbatos de pluma hechos por ellos mismos, huesos de cordero con las que jugaban muy a menudo a la taba, restos de empanadas o de cualquier otro alimento, y algún infeliz gorrión que muchas veces, de manera inesperada, rompía con su piar el silencio de la clase, siendo la causa de que su dueño recibiera un severo castigo, ya en forma de palmetazos, o de unos buenos azotes con una vara de cerezo.

Los retóricos eran un poco mayores que los gramáticos, y vestían de un modo más decente, puesto que llevaban trajes en mejor estado y a veces muy limpios. Sin embargo, sus rostros no carecían de adornos en forma de símbolo victorioso, ya fuera un ojo morado, algunos arañazos o algunos hinchazones de la misma procedencia. Las voces de los retóricos eran ya más de tenores.

Por lo que respecta a los filósofos, hablaban con voz de bajo. En sus bolsillos solamente se podía encontrar tabaco, pues no solían guardar restos de alimentos, ya que se los comían ávidamente en cuanto los tenían a su alcance. De ellos emanaba un olor característico a pipa y aguardiente; era un olor que se notaba desde tal distancia que los artesanos, cuando se cruzaban con ellos, olfateaban de igual modo que los perros de caza. En aquella hora tan temprana comenzaban a abrirse las puertas del mercado, y las vendedoras de buñuelos, de panecillos y toda clase de golosinas, jalaban a los estudiantes del vestido; como es de suponer, importunaban más a los que iban mejor vestidos.

—¡Señoritos, señoritos, vengan aquí! ¡Vean qué ricos buñuelos, qué tortas, qué pasteles! ¡Son de miel! ¡Una delicia! ¡Yo misma los he hecho! —pregonaba una de aquellas vendedoras.

—¡Aquí están los buenos caramelos! —exclamaba otra, ofreciendo algo parecido a lo que pregonaba.

—No le haga caso, señorito —intervenía una tercera—. No le compre nada a esa mujerzuela. Fíjese usted en sus manos sucias y en su nariz manchada. ¡Venga aquí, señorito!

Claro que estas bravatas sólo las dirigían a los más pequeños. No se atrevían con los filósofos ni con los teólogos, que sólo se acercaban “a probar" la mercancía, lo que por cierto lo hacían a manos llenas, sin el menor escrúpulo. Al entrar en el seminario cada uno se dirigía a su salón de clase. Eran aulas amplias, de techo bajo, pequeñas ventanas, grandes puertas y bancos llenos de manchas y marcas. En seguida se animaban con un extraño murmullo, y los estudiantes de años superiores comenzaban a preguntar a los alumnos. Por un lado, algunas vidrieras vibraban por la voz de tiple de un gramático; por otra, vibraban por la voz de bajo de un filósofo o de un teólogo que llenaba la clase con su monótono "bu, bu, bu...", al mismo tiempo que el cuidador, escuchando con indolencia la tarea, miraba de reojo para ver si algo asomaba por debajo de la mesa del bolsillo del alumno; un pedazo de buñuelo, de empanadilla, o de un simple panecillo.

En las ocasiones en que todo aquel ilustre alumnado llegaba a las clases ante que sus maestros o sabía que comparecían más tarde de lo normal, se entablaba en las aulas un combate general en el que intervenían no sólo la totalidad de los estudiantes, sino también los mismos cuidadores, a los que se suponía encargados de garantizar en el seminario el orden y la moral de los estudiantes. Casi siempre eran dos teólogos los que se dedicaban a organizar los combates, resolviendo si cada clase peleaba por su cuenta o sí el combate se haría en dos grupos: los mayores contra los menores, los colegiales contra los seminaristas.

Los gramáticos eran siempre los que iniciaban la lucha, pero apenas entraban en acción los retóricos, abandonaban el campo y se limitaban a seguir la pelea como simples espectadores desde algún sitio elevado. Después entraban a la batalla los filósofos, en cuyos rostros apuntaba ya la barba, y finalmente los teólogos, de cuellos fuertes y musculosos como los de un toro, que llevaban pantalón bombacho. Por regla general el combate concluía con la derrota de los filósofos, quienes abandonaban el campo frotándose sus adoloridas espaldas, para ir a refugiarse en su salón y sentarse en sus bancos a reponer fuerzas.

Cuando entraba el maestro, que en su juventud también había participado en iguales peleas, en seguida deducía por las caras de los alumnos que el combate había sido tremebundo, y de inmediato procedía a castigarlos dándoles a los filósofos palmetazos en los dedos, mientras en otro salón un colega golpeaba a los retóricos en la palma de las manos. A los teólogos se les daba un tratamiento diferente: recibían una buena ración de guisantes, que así llamaban a los látigos que en la punta tenían bolitas de cuero.

Los días festivos casi todos los estudiantes los pasaban en distintos antros de la ciudad, divirtiendo al público con representaciones no siempre muy convenientes, en las que aparecían personajes como Herodías o Pentefría, la virtuosa esposa de algún faraón. Por esos trabajos recibían un saco de mijo, medio ganso asado o unos cuantos metros de tela. Toda aquella docta gente, tanto los del colegio como los del seminario, que convivían en un tradicional ambiente de implacable antagonismo, era tan pobre que carecía de medios para alimentarse como es debido, y, en cambio, poseía un hambre feroz, no siendo posible, por lo tanto, calcular la cantidad de panecillos, buñuelos, o cualquier otra clase de alimento que serían capaces de comerse en un sólo día. De ahí que muchas veces la generosidad de algunos mecenas no fuera suficiente para evitar que soportaran un hambre canina.

Cuando se encontraban en tal apuro se reunía el senado, compuesto de teólogos y filósofos, y decidían enviar varios grupos de retóricos y gramáticos, capitaneados por un filósofo y provistos todos de sus correspondientes bolsas, a hacer una incursión por los huertos próximos, y cuando regresaban, abundaban los pepinos, las calabazas y otras muchas hortalizas. Los senadores se hinchaban hasta tal punto de melones y sandías, que los profesores notaban ruidos anormales al día siguiente, los que provenían de las saturadas panzas de aquellos senadores. Tanto los busarcos como los seminaristas usaban unas levitas tan largas que al caminar casi se las pisaban. No obstante, lo más curioso de la vida de los discípulos eran las vacaciones, es decir, el tiempo que transcurre desde el mes de junio hasta el final del verano. Al llegar estas fechas los seminaristas regresaban a sus casas y los caminos se llenaban de teólogos, filósofos, retóricos y gramáticos. Los que no tenían familia se las arreglaban para pasar el verano en la casa de alguno de sus compañeros. Los teólogos y los filósofos, cuyos procedimientos e instrucción eran más elevados, se valían de ello para pasar las vacaciones como preceptores en la casa de alguna familia adinerada, recibiendo como remuneración final un par de zapatos o una levita nueva.

Todos salían juntos del seminario en tumultuoso tropel; comían y dormían en pleno campo y llevaban un saco como todo equipaje; dentro de él había una camisa y unos cuantos pares de calcetines. Los teólogos economizaban más que sus compañeros, por lo que andaban descalzos y con las botas al hombro, sobre todo si el camino era pantanoso; en este caso se subían los pantalones hasta las rodillas y caminaban así a través de los caminos llenos de lodo. Si durante su larga caminata encontraban alguna finca, iban hasta ella, se situaban debajo de las ventanas y entonaban una canción. Generalmente el propietario, que por lo común era un cosaco o un terrateniente, los escuchaba conmovido y después le decía a su esposa:

—Oye, mujer, no tengo la menor duda de que eso que han cantado debe ser algo muy sabio. Dales algo de comer.

Los sacos de los seminaristas se llenaban entonces de tocino, empanadas, incluso pollos asados, sin tener en cuenta que en los sacos había camisas y calcetines. Reforzados así de provisiones, reanudaban su camino. El tropel iba disminuyendo poco a poco, hasta que sólo quedaban los estudiantes cuyos hogares estaban más lejos. En una de estas ocasiones, durante una peregrinación de este tipo, tres busarcos se extraviaron al salirse de la carretera principal, y después de una larga caminata encontraron una apartada finca, a donde se dirigieron en busca de alimentos. Los sacos los tenían totalmente vacíos, y desde hacía bastante tiempo no probaban bocado. Los tres compañeros eran el teólogo Khaliava, el filósofo Jomá Brut y el retórico Tiberi Gorobez.

El teólogo era un muchacho de anchos hombros, fuerte, y con una costumbre bastante extraña; le era imposible ver cualquier cosa que tuviera al alcance de su mano sin metérsela al bolsillo. Se mostraba siempre taciturno y huraño, en especial cuando bebía más de la cuenta: entonces se escondía entre los matorrales, y era casi imposible que sus compañeros lo encontrasen. Jomá Brut, por el contrario, tenía un carácter alegre y afable. Le gustaba mucho fumar en pipa, y cuando se emborrachaba invitaba a los músicos y se ponía a bailar. En el seminario pertenecía al grupo que probaba a menudo una buena ración de guisantes, pero lo soportaba estoicamente, diciendo que nadie puede evitar lo que tiene predestinado.

El retórico Tiberi Gorobez todavía no alcanzaba el permiso para beber aguardiente, fumar en pipa y tener bigote. Aún llevaba el oseledez (una trenza en medio de la cabeza afeitada) y se consideraba que su carácter no estaba formado, a pesar de que por los cardenales y moretones con que aparecía en las clases, prometía ser un buen cosaco. El teólogo Khaliava y el filósofo Jomá Brut le daban frecuentemente unas buenas palizas como prueba de su protección, y lo utilizaban como mensajero. Comenzaba a oscurecer cuando los tres estudiantes se alejaron de la carretera principal. El sol había desaparecido en el horizonte y el aire conservaba todavía su calor estival. El teólogo y el filósofo fumaban sus pipas y Tiberi se dedicaba a tronchar con el bastón las flores que bordeaban el sendero, el cual serpenteaba entre los nogales y los robles que cubrían la llanura y su monotonía solo era rota por alguna colina redonda como las cúpulas de las iglesias. Algunos terrenos sembrados de trigo indicaban que en las cercanías había alguna aldea o por lo menos una hacienda.

Pero ya llevaban más de media hora caminando sin ver señales de algún pueblo. Entretanto, la noche había avanzado con tal rapidez que únicamente se veía en la lejanía una estrecha franja de cielo iluminada por una débil luz crepuscular.

—¡Qué extraño es todo esto! —dijo el filósofo Jomá Brut—. Me imaginé que estábamos cerca de una finca o de una aldea, pero no se ve nada que se lo parezca.

El teólogo, al escuchar a su compañero, miró hacia el horizonte, y siguió fumando tranquilamente.

Al rato el filósofo sentenció:

—Juraría por todos los demonios que no hay nada a la vista que parezca una aldea.

Ahora el teólogo respondió secamente sin quitarse la pipa de la boca:

—Si seguimos caminando, a algún sitio llegaremos.

La noche había cerrado ya por completo; debe decirse que era una de las más oscuras, y las nubes, apiñadas en el cielo, no daban la menor esperanza de que brillara la luna o las estrellas. Sólo en ese momento los tres compañeros reconocieron haber perdido el camino y estar totalmente perdidos. El filósofo, después de mirar detenidamente alrededor, dijo:

—No logro ver el camino.

Al cabo de un rato, como si lo hubiera estado pensando, el teólogo repuso:

—Es muy fácil perderlo en una noche tan oscura como esta.

El retórico subió a una pequeña cuesta con el fin de encontrarlo, pero a pesar de que se puso a gatas buscando con mucho cuidado, sus manos sólo tropezaban con madrigueras de zorros o con arbustos. Se hallaban en medio de la inmensa estepa, por donde parecía que jamás hubiera pasado alguien. Cansados, caminaron otras leguas más, sin encontrar las huellas del camino. El filósofo comenzó a lanzar gritos, pero su voz se perdía en la inmensa llanura. Al cabo de un rato oyeron un lejano gemido muy parecido al aullido de un lobo.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó el filósofo.

—¿Qué otra cosa podemos hacer si no es pasar la noche en medio del campo? —contestó el teólogo, volviendo a encender su pipa.

Pero su decisión no fue del agrado del filosofo, acostumbrado a comer cuando menos un buen pedazo de tocino y medio kilo de pan antes de acostarse; ahora tenía el estómago terriblemente vacío y haciendo toda clase de ruidos. Por otra parte, a pesar de su carácter alegre, estaba aterrado por su miedo a los lobos.

—No, amigo Khaliavna; eso no es posible —repuso—. No estoy de acuerdo en que nos tumbemos en el suelo como si fuéramos perros sin comer algo antes. Sigamos un poco más y tal vez encontremos alguna finca en la que podamos beber un vaso de vino antes de dormirnos.

Al oír la palabra vino, el teólogo, escupiendo, dijo:

—Por supuesto, eso es lo que necesitamos. Resulta muy despreciable pasar la noche en medio del campo.

Y los tres siguieron andando. Por suerte para ellos, no transcurrió mucho tiempo antes de que oyeran el lejano ladrido de unos perros, y dirigiéndose hacia allí no tardaron en ver unas luces.

—¡Una finca, les juro que es una finca! —gritó el filósofo.

Y lo era. Ante ellos había una finca de sólo dos casitas, rodeada toda ella por una cerca. Las ventanas tenían luz y frente a ellas había una docena de melocotoneros y un patio lleno de carros, que los tres viajeros miraron a través de las estacas de la cerca. Mientras tanto, el cielo se había despejado un poco y se veían brillar algunas estrellas.

—Tenemos que avivarnos, compañeros, y sea como sea conseguir un lugar donde pasar la noche —ordenó el filósofo.

Acto seguido los doctos varones llamaron a la puerta, golpeándola con todas sus fuerzas.

—¡Eh, abran, abran!

Al abrirse la puerta de una de las casitas, vieron parada en el umbral una vieja envuelta en un grueso abrigo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó tosiendo.

—Somos tres caminantes que en esta noche tan oscura no hemos perdido. Déjenos entrar. Sólo queremos pasar aquí la noche.

—¿Pero quienes son? —volvió a preguntar la anciana.

—Gente de paz y honrada: el teólogo Khaliava, el filósofo Brut y el retórico Gorobez;

—No, no es posible —refunfuñó la vieja—; el patio está lleno de gente y todos los rincones de la casa están ocupados. No me queda sitio donde se puedan meter, y al ser los tres tan grandes podrían derrumbarme la casa. Además sé que todos los colegiales son unos borrachos y no quiero recibir a esa clase de gente. De modo que ¡fuera de aquí!

—Por Dios, abuelita, ten piedad de nosotros. No dejes morir a unos buenos cristianos libres de toda culpa. Que nos castigue Dios si hacemos algo malo.

La anciana pareció conmoverse un poco, y después de un rato les dijo:

—Bueno, está bien, los dejaré entrar. Pero que conste que los separaré y los pondré en distintos sitios para así estar más tranquila.

—Haz lo que creas mejor. Tú mandas y nosotros te obedecemos.

Les abrió el portón del cerco y los tres colegiales entraron en el patio.

—Escucha, abuela —dijo el filósofo desde atrás de la anciana—; no sé cómo explicarlo, pero sucede que a nuestros estómagos les ocurre algo muy raro. Desde ayer no hemos probado el menor bocado, y ellos se han dedicado a hacer ruidos y parecen estar completamente vacíos.

—Eso ya es mucho pedir —gruñó la vieja—. No hay nada preparado y no me voy a poner a estas horas a prender el horno.

—Nosotros te lo pagaríamos mañana en dinero constante y sonante —dijo el filósofo, añadiendo en voz baja: "Te juro que nada recibirás, vieja del cuerno”.

—Está bien, está bien, pasen, pero confórmense con lo que se les da y después que el diablo se los lleve.

Sus palabras entristecieron al filósofo Jomá, pero de repente se animó grandemente pues su fino olfato había percibido olor a pescado salado. Inquieto miró por todos lados y de pronto vio salir la cola de un pescado por uno de los bolsillos del anchísimo pantalón del teólogo. Al astuto Khaliava le habría sobrado tiempo y ocasión para extraer de un carro del patio una magnífica parca. Y como eso lo había hecho siguiendo su inveterada costumbre, se olvidó de él y se puso a buscar algo que poder meterse al otro bolsillo, aunque sólo fuese un trozo de rueda abandonada. Y conociendo esa distracción, el filósofo Jomá pudo sacarle el pescado del bolsillo sin el menor remordimiento y tan fácil como si hubiera sido unos de sus propios bolsillos. La vieja fue enseñando a cada uno su lugar; al más joven lo metió en una casucha; al teólogo en una despensa, y al filósofo, llevándolo al corral, en uno de los establos.

Apenas quedó solo, el filosofo se tragó con un gran gusto la parca, revisó casi en oscuras las paredes del establo y le dio una patada a un cerdo que se había despertado y que andaba perezosamente. El muchacho se había echado ya sobre la paja tratando de dormir, cuando se abrió la puerta y apareció la vieja.

—¿Qué buscas, abuelita? —le preguntó sorprendido el filósofo.

Como única respuesta, la vieja, abriendo los brazos se acercó a él con claras intenciones con un ademán que descubría claramente sus intenciones sexuales.

—Óyeme, abuelita —dijo el filósofo rechazándola—, estamos en la Santa Cuaresma, y, aunque me entregaran mil monedas de oro, no sería capaz de cometer un pecado.

Pero el brillo de los ojos de aquella vieja demostraba que su explicación no la detendría. El filósofo sintió miedo.

—¡Márchate! —gritó—. ¡Vete de aquí y déjame en paz!

Y al decir esto se levantó de un salto a fin de escapar del establo, pero la vieja le cerraba el paso. Intentó atropellarla con su carrera, y de pronto sintió aterrorizado pues ni sus brazos ni sus pies le obedecían; incluso la voz se le ahogaba en la garganta. El corazón le latía con tal fuerza que parecía a punto de estallarle dentro del pecho.

Se quedó asombrado y en el acto vio que la vieja cogía una escoba a manera de látigo; después le saltó a los hombros y lo obligó a llevarla como si fuese un caballo. Todo esto ocurrió con la rapidez del rayo. El filósofo se sujetó las rodillas intentando detener sus piernas, pero resultó inútil: no le obedecían, y comenzaron a saltar y a correr a la misma velocidad que el mejor caballo circasiano. En menos tiempo del que se tarda en decirlo, se hallaron en el exterior de la finca; después galoparon a campo abierto y luego por un bosque tan negro como el carbón. Sólo entonces entendió lo que le sucedía: ¡estaba en poder de una bruja!

Apareció la luna, y con su plateada y misteriosa luz comenzó a iluminar la campiña, apareciendo ante sus ojos los bosques, el campo, las colinas, como paisajes de sueños. Las sombras que los arbustos y los árboles proyectaban parecían colas de negros cometas abalanzándose sobre la tierra. Pero lo más sorprendente era que el filósofo no notaba el azote del viento, como habría sido lógico sentirlo dada su fuerza. La noche era cálida, casi asfixiante. Jomá Brut, al soportar sobre sus espaldas el peso de tan extraño jinete, experimentaba un agobio desconocido hasta entonces y una rara sensación de languidez. Si miraba a sus pies, veía la hierba totalmente cubierta por una capa de rocío de una maravillosa transparencia, co- mo si la tierra fuera el fondo del mar; su tersa superficie reflejaba la imagen del filósofo con la bruja sobre sus hombros.

En aquella límpida superficie aparecía también reflejado el luminoso disco de la luna, e incluso creía oír sonidos emitidos por las silvestres campanillas azules al agitarse. Finalmente vio deslizándose sobre las aguas a una esbelta y hermosísima ondina, de cuerpo marmóreo, como si estuviera formado por los rayos de la luna. La ondina lo miraba con ojos brillantes y profundos, con una mirada que penetraba en su corazón como un finísimo dardo, y otra ondina también se deslizaba por la superficie, cantando, y otra se alejaba sonriéndole.

¿Era sueño lo que sus ojos contemplaban o era realidad? Una dulce y extraña melodía, penetrante como un silbido, llegaba hasta sus oídos.

—¿Pero qué me está ocurriendo? —se preguntaba el filósofo sin dejar de galopar.

Jomá Brut sudaba y al mismo tiempo sentía un indecible placer. Su corazón latía con inusitada violencia, que él intentaba mitigar apretándose el pecho con las manos. Después tuvo miedo. Comenzó a recordar las oraciones que había aprendido, y procuró escoger las que creía más eficaces para alejar a los demonios. Después de haberlas recitado sintió un gran alivio, como si un reconfortable frescor le hubiera recorrido todo el cuerpo. Le parecía que sus piernas se movían con menos agilidad y que la vieja estaba menos segura sentada sobre sus hombros. La misma tierra iba aproximándose, y al igual que la luna y las estrellas, recobraba su aspecto natural.

—Espera, maldita vieja, vas a ver ahora —se dijo el filósofo comenzando a recitar una plegaria.

Gracias a esto, y aprovechando el momento más conveniente, consiguió liberarse de la vieja y, sin perder tiempo, saltar sobre su espalda. Y ahora le tocó a la vieja galopar con tanta velocidad que al filósofo le costaba mucho sujetarse, y respiraba con gran dificultad. La tierra corría bajo sus pies, pero todo con aspecto bien visible y natural, como si la tuviera en la palma de la mano. Cabalgando sin detenerse sobre la bruja, agarró un leño que vio en el camino y golpeó a la vieja con todas sus fuerzas. Ella lanzó horrendos gritos, furiosos y amenazadores; después se convirtieron en gemidos más débiles, más amables, mas puros, y finalmente calmados, apenas audibles, que paulatinamente se fueron convirtiendo en una melodía que ablandaba el alma, con extrañas notas, como entremezcladas con argentinos sonidos de campanillas de plata. Al filósofo le parecía imposible que una voz como aquella pudiera salir de la garganta de una vieja.

—¡Oh, ya no aguanto más! —exclamó al fin, y cayó rendida al suelo.

Los primeros rayos de la aurora empezaban a aparecer y allá a lo lejos se oía el tañido de las campanas de la iglesia de Kiev, la de doradas cúpulas. El filósofo se incorporó y al buscar con la vista para tratar de saber dónde se encontraba, se dio cuenta, con extraordinaria sorpresa, de que a sus pies, en el suelo, yacía una hermosa joven con los exuberantes cabellos en desorden; de bellos y grandes ojos con pestañas tan largas como flechas. La joven gemía de un modo apenas perceptible, y tendió hacia él sus blancos y torneados brazos, y lo miraba con los ojos arrasados en llanto. Jomá Brut comenzó a temblar y a hablar sin saber lo que decía, y se sintió invadido por una extraña emoción y timidez que nunca había sentido. Después tuvo miedo y el impulso a alejarse con rapidez de ahí. Como loco, corrió velozmente, con toda la rapidez que deban sus piernas, hacia la ciudad de Kiev, que veía a lo lejos, y en pocos minutos ya estaba en ella.

Su corazón latía como loco y él no podía explicarse el nuevo sentimiento que lo había embargado. En la ciudad no quedaba un solo estudiante, todos se habían marchado, dispersándose por las granjas y las aldeas vecinas, puesto que en ellas podían encontrar siempre, y sin que les costará un centavo, alimentos de toda clase: pasteles, empanadas, queso, mantequilla... En cambio, en el viejo seminario, también vacío de estudiantes, el filósofo no consiguió ni un mísero mendrugo, ni un pedazo de tocino, ni nada que poder llevarse a la boca, a pesar de que buscó y rebuscó por todas partes, hasta en los más ocultos rincones, allí donde los estudiantes solían esconder sus provisiones.

Sabía que no podía perder ni un segundo, y que le era necesario espabilarse. Jomá Brut, sin pensarlo dos veces, se dirigió de inmediato al mercado, donde comenzó a pasear y después a dar vueltas en torno a una joven viuda a la que hacía guiños y bromas. La viuda vendía perdigones, pólvora, ruedecillas, cintas... Nuestro joven filósofo se vio aquel mismo día ante una mesa muy bien provista de pollo, empanadillas y cuanto podía imaginar. Gracias a la amabilidad de la amable viuda que lo atendía en un jardín rodeado de cerezos. Al anochecer lo vieron en la taberna. Echado sobre un banco, descansaba fumando en su pipa como de costumbre, y ante la mirada de todos los presentes le pago al viejo judío dueño de la bodega, con una moneda de oro. Antes se había bebido el buen filósofo una botella del mejor vino y contemplaba alegremente a los que entraban y salían. Al parecer había olvidado por completo la aventura que acababa de vivir.

Mientras tanto, por la ciudad había comenzado a circular el comentario de que la joven hija del centurión más rico de la comarca, que tenía su finca a cincuenta leguas de Kiev, había regresado de un paseo por el campo totalmente golpeada, destrozada a golpes; no se sabía quién la había maltratado de esa manera. La joven sólo logró reunir fuerzas a fin de regresar a su casa para morir en ella. Cuando ya sospechaba que la muerte se acercaba, la pobre muchacha tuvo tiempo de expresar su última voluntad: quería que cuando muriese, durante tres días y tres noches seguidas rezara ante su ataúd un seminarista de Kiev llamado Jomá Brut.

Fue el mismo rector del seminario quien se interesó en informar del caso al filósofo; lo mandó llamar y después de recibirlo en sus oficinas, le ordenó que sin pérdida de tiempo se pusiera a las órdenes del centurión, quien lo llamaba con urgencia a su casa y ya había enviado a buscarlo a unos criados y un coche. El filósofo lanzó un profundo suspiro; tenía un fatal presentimiento, aunque le habría sido imposible explicarlo, y contestó que se negaba rotundamente a ir.

—Escúcheme, dómine Jomá —dijo el rector, que a veces trataba a sus alumnos con mucha amabilidad—: aquí nadie le está preguntando si quiere o no quiere ir. El caso es que si no obedece en el acto le haré dar una paliza con una vara verde de abedul como para que no se levante en una semana.

Cuando escuchó estas palabras, el filósofo bajó la cabeza sin decir una palabra y confiando en la velocidad de sus piernas por si encontraba una oportunidad para escaparse del problema en que se encontraba. Bajó las escaleras cabizbajo y meditabundo, y al llegar al patio, bordeado de grandes álamos, se detuvo bajo las ventanas de la oficina del rector al oír las últimas órdenes que éste daba a su secretario y a uno de los emisarios enviados por el centurión:

—Dele las gracias de mi parte por los huevos y la harina, y dígale que los libros que me ha pedido se los enviaré cuando mis escribientes hayan terminado de copiarlos. Dígale también que he sabido que por su finca pasa un río en el que se pescan muy buenos peces, abundando el sabroso esturión. Que me envíe alguno pues los que venden en el mercado son muy malos y caros... Entonces, espero... Y tú, Evtuj, invita a los emisarios del centurión unas cuantas copas de aguardiente. Ah, y no se olviden de amarrar muy bien al filósofo, que a la menor oportunidad tratará de escaparse.

—¡Diablos —pensó Jomá Brut—, este viejo no tiene un pelo de tonto!

En seguida vio el carro que le esperaba: era tan grande que lo comparó con un cobertizo sobre ruedas, pues tenía aproximadamente las dimensiones de un horno de cocer ladrillos. Sin embargo, aquel tipo de carro era muy común entre los judíos que en grupos de cincuenta llegaban de Cracovia en busca de ferias donde vender sus mercancías. Al lado del carromato estaban seis o siete corpulentos cosacos. Por sus vestimentas dejaban saber que su amo era un hombre muy rico. Las singulares cicatrices que tenían en la cara probaban que habían participado en algún combate, y seguramente de forma gloriosa.

El filósofo se resignó. Después se encaminó a donde estaban los cosacos:

—Buenos días, compañeros.

—Buenos días, señor filósofo.

—¿De modo que haremos el viaje juntos? Este es un magnifico coche; aquí dentro cabría una banda de música, y hasta hay sitio para ponerse a bailar —comentó el filósofo mientras se sentaba.

—Sí, es cierto —le contestó uno de los cosacos, sentándose en el pescante, al lado del cochero, quien, al sobrarle el tiempo para empeñar su sombrero en la taberna, se cubría la cabeza con un trapo. Los otros cosacos se sentaron al lado del filósofo, acomodándose encima de los sacos llenos de las mercancías compradas en el mercado.

—Sería interesante saber —trató de conversar el joven filósofo— cuántos caballos son necesarios para tirar de un carro como éste, cargado, por ejemplo, de sal o de clavos.

—Supongo que varios —contestó uno de los cosacos después de pensar un poco y suponer que con su respuesta ya no tendría ninguna obligación de hablar con el filósofo a lo largo de todo el camino.

Lo que quería el filósofo era que le diesen detalles sobre la personalidad del centurión hacia cuya casa se dirigían. Quería saber sobre su carácter, sus costumbres y, sobre todo, algunos detalles de aquella hija que agonizaba después de regresar toda golpeada de un paseo por el campo y con cuya vida y muerte se entrecruzaba ahora su destino. Pero ningún cosaco se tomó la molestia de responderle, callados como piedras, con la pipa en la boca y durmiendo a ratos. Sólo uno de ellos le habló a gritos al cochero:

—Oye, Overko, no te vayas a olvidar de parar y despertarnos a todos cuando lleguemos a esa taberna que hay en el camino.

Y apenas acababa de decir esto cuando sus ronquidos retumbaron en todo el coche. Pero no había la menor necesidad de hacer esta advertencia, pues unos metros antes de llegar frente a la taberna, todos despertaron y gritaron a coro:

—¡Alto!

Pero hasta los mismos caballos estaban ya tan acostumbrados que sin que tuvieran que ordenárselo se paraban en cuanto olfateaban que estaban frente a una taberna. Este era un día del mes de julio y caía un sol a plomo, pero ninguno de los cosacos flojeó en el momento de saltar del carro para entrar en el pequeño y mísero tabernucho, cuyo dueño, un viejo judío, se puso muy contento al verlos, pues ya los conocía de anteriores visitas. De inmediato les sirvió en una de las mesas unas enormes salchichas, y desapareció en el acto por evitar presenciar la manera en que se comían la carne de cerdo, prohibida rigurosamente por el Talmud. Cuando todos estuvieron sentados, les pusieron delante grandes vasos de aguardiente y comenzó la gran fiesta, a la que ni tonto ni perezoso se agregó también el filósofo. Y siguiendo la costumbre ucraniana de llorar, besar y abrazarse unos a otros al beber, llegó un momento en que parecía que las cuatro paredes de la taberna lloraban y bebían con ellos.


Sigue leyendo la segunda parte de: «El Viy», de Nikolai Gogol.




El análisis y resumen del cuento de Nikolái Gógol: El Viy (Вий), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

Síla Slovés dijo...

Me ha sorprendido encontrar este clásico de la literatura rusa etiquetado como "relato de vampiros", ya que en él no aparece ningún vampiro por ningún lado... Viy no es un vampiro, sino el jefe de los gnomos, una criatura barbuda, con párpados hasta el suelo y una cara de hierro. Aparte de Viy, el otro personaje siniestro que aparece es una bruja. Tampoco entiendo por qué se dice que Viy "atormenta a los moradores del relato", ya que la aparición del monstruo se produce únicamente al final, en las últimas páginas, y solo atormenta a uno de los personajes.

Anarcoming... out dijo...

Querido amigo:
Finalmente (justo ayer) pude ver la versión cinematográfica de este genial cuento. Aclaro que me refiero a la versión original de 1965 o 67, hecha por los soviéticos. Sé que el año pasado hicieron otra pero no creo que tenga la tensión y el gracioso espanto de la primera. Saludos!

Mumusa dijo...

"Viy" tiene dos versiones cinematográfica previas, una libérrima adaptación de 1960 bajo la dirección del maestro Mario Bava y protagonizado por la actriz británica Barbara Steele en los papeles de bruja y princesa (bien diferenciadas en esta versión, una mala y otra buena), más otro británico, John Richardson, y el italiano Andrea Checchi como dos médicos, en lugar de seminaristas, que quedan enredados en la venganza de la bruja. Del relato de Gogol queda bastante en el guion de Bava, Ennio de Concini, Marcello Coscia y el editor Mario Serandrei, pero es más una obra de terror puro, ajena a los elementos del folclor del original. La película fue un éxito mundial y hoy está considerada un verdadero clásico del cine de terror. Casi 30 años después el hijo de don Mario, Lamberto Bava, hizo otra versión, que es más un homenaje, una adaptación del guion del filme de su padre, distanciado más de Gogol.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Relato de Thomas Mann.
Apertura [y cierre] de Hill House.
Los finales de Lovecraft.

Poema de Wallace Stevens.
Relato de Algernon Blackwood.
De la Infestación al Poltergeist.