«El monje negro»: Antón Chéjov; relato y análisis


«El monje negro»: Antón Chéjov; relato y análisis.




El monje negro (Chernii monaj) es un relato de terror del escritor ruso Antón Chéjov, publicado en la edición de 1894 de la revista Astrid.

El monje negro, sin dudas uno de los grandes cuentos de Chéjov, adquirió mayor relevancia en occidente recién en 1915, cuando Robert Long tradujo al inglés doce cuentos de Antón Chéjov para una magnífica antología que sería publicada con el título: El monje negro y otras historias (The Black Monk and Other Stories).

La leyenda del monje negro proviene de Roma, y tuvo un fuerte arraigo entre los herejes del sur de Francia. Allí se creía que un monje vestido de negro, de edad mediana, disfrazaba sus correrías bajo el manto de una rigurosa filosofía, corrompiendo así a los buenos estudiantes. Se lo acusa de la desaparición de varios jóvenes, a quienes había convencido de que el Paraíso los reclamaba. En Francia se lo asociaba con la peste, la cual respondía a los llamados del monje negro bajo la forma de una larga peregrinación de ratas.

Agradecemos la gentileza de René Portas, quien nos ha permitido compartir su excelente traducción al español de El monje negro de Chéjov.




El monje negro.
Chernii monaj, Antón Chéjov (1860-1904)

Traducción de René Portas.


Andrei Vasílich Kóvrin, el magister, se fatigó y se alteró los nervios. No se trataba, pero de pasada, ante una botella de vino, habló con un amigo-doctor, y éste le aconsejó pasar la primavera y el verano en el campo. Y a propósito, llegó una larga carta de Tania Pesótskaya, que le rogaba ir a Borísovka a visitarla. Y decidió que, en realidad, necesitaba pasearse.

Al principio —esto era en abril— fue a su casa, a la Kovrínka natal, y vivió allí en soledad tres semanas; después, tras esperar el buen camino, se dirigió a caballo a casa de su antiguo tutor y educador, Pesótskii, un horticultor célebre en Rusia. De Kovrínka hasta Borísovka, donde vivían los Pesótskii, se contaban no más de setenta vérstas, e ir por el blando camino primaveral, en una serena calesa con resortes, fue un auténtico placer.

La casa de Pesótskii era enorme, con columnas, con leones a los que se les caía el estuco, y con un lacayo de frac a la entrada. El parque antiguo, lúgubre y austero, trazado a la manera inglesa, se extendía casi una vérsta entera desde la casa hasta el río, y terminaba allí en una orilla escarpada, abrupta, barrosa, en la que crecían pinos de raíces desnudas, parecidas a patas peludas; abajo brillaba un agua huraña, se cernían las becadas con su piar lastimero, y había allí siempre tal estado, que siquiera siéntate y escribe una balada. En cambio, cerca de la misma casa, en el patio y el jardín frutal, que ocupaba con los semilleros unas treinta desiatínas, era alegre y lozano incluso con mal tiempo.

A Kóvrin no le había tocado ver en ningún otro lugar tales rosas, azucenas, camelias, tales tulipanes de todos los colores posibles, empezando por el blanco vívido y terminando por el negro como el hollín, en general tal riqueza de flores, como en la casa de Pesótskii. La primavera estaba aún sólo en su comienzo, y la verdadera exuberancia de los canteros se ocultaba aún en los invernaderos; pero ya sólo el hecho de que floreciera a lo largo de las alamedas, y por aquí y por allá en las macetas, era suficiente para sentirse, al pasear por el jardín, en un reinado de tintes tiernos, en particular en las horas tempranas, cuando en cada pétalo brillaba el rocío.

Lo que era la parte decorativa del jardín, y lo que el mismo Pesótskii llamaba con desprecio tonterías, había producido en Kóvrin, alguna vez en la infancia, una impresión fantástica. ¡Qué maravillas, deformidades rebuscadas y burlas a la naturaleza no habían allí! Allí había espalderas de árboles frutales, un peral que tenía la forma de un álamo piramidal, robles y tilos esféricos, una sombrilla de manzano, arcos, monogramas, candelabros, e incluso una cifra 1862 de ciruelos, que significaba el año en que Pesótskii, por primera vez, se había dedicado a la horticultura. Se hallaban allí y bonitos arbolitos esbeltos, con troncos rectos y recios como los de las palmeras, y sólo mirándolos fijamente se podía reconocer en éstos arbolitos un grosellero o un casis. Pero lo que más alegraba el jardín y le otorgaba un aspecto animado era el movimiento continuo.

Desde la mañana temprana hasta el atardecer, alrededor de los árboles, los arbustos, las alamedas y las macetas pululaban como hormigas hombres con carretillas, azadones, regaderas… Kóvrin llegó a la casa de los Pesótskii por la noche, a las diez. A Tania y al padre, Yegór Semiónich, los encontró muy alarmados. El cielo claro, estrellado, y el termómetro predecían helada para la mañana, y entre tanto el jardinero Iván Kárlich había ido a la ciudad, y no había con quien contar. Durante la cena hablaron sólo de la helada matinal, y se decidió que Tania no se acostaría a dormir y pasearía por el jardín a la una, y miraría si todo estaba en orden, y Yegór Semiónich se levantaría a las tres, e incluso antes.

Kóvrin estuvo sentado con Tania toda la noche, y después de la medianoche se dirigió con ella al jardín. Hacía frío. En el patio ya olía fuerte a carbonilla. En el gran jardín frutal, que se llamaba comercial y daba a Yegór Semiónich, anualmente, varios miles de ganancia líquida, se arrastraba por la tierra un humo negro, denso, acre que, al envolver los árboles, salvaba a esos miles de la helada. Los árboles estaban en orden ajedrecístico, sus hileras eran derechas y correctas, como filas de soldados, y esa corrección austera, pedante, y el hecho de que todos los árboles fueran del mismo tamaño, y tuvieran las copas y los troncos absolutamente iguales, hacía el cuadro monótono e incluso aburrido. Kóvrin y Tania fueron por las hileras, donde ardían hogueras de estiércol, heno y toda clase de desechos, y de vez en cuando hallaban trabajadores que vagaban por el humo, como sombras. Florecían sólo los cerezos, los ciruelos y ciertas clases de manzanos, pero todo el jardín se ahogaba en el humo, y sólo junto a los semilleros Kóvrin suspiró a todo pecho.

—Yo aún en la infancia estornudaba aquí por el humo —dijo encogiéndose de hombros—, pero hasta ahora no entiendo, cómo este humo puede salvar de la helada.

—El humo sustituye a las nubes, cuando no hay… —respondió Tania.

—¿Y para qué hacen falta las nubes?

—Con tiempo nublado y nuboso, no hay heladas matinales.

—¡Mira cómo!

Se echó a reír y la tomó de la mano. Su rostro ancho, muy serio, aterido, de finas cejas negras, el cuello alzado del paletó, que le impedía mover la cabeza con libertad, y toda ella, delgada, esbelta, con el vestido recogido por el rocío, lo enternecía.

—¡Señor, ya es una adulta! —dijo él—. Cuando yo me fui de aquí la última vez, hace cinco años, usted era una niña por completo. Era tan flaca, de piernas largas, con el cabello descubierto, usaba vestidos cortitos, y yo le decía garza… ¡Lo que hace el tiempo!

—¡Sí, cinco años! —suspiró Tania—. Mucha agua corrió desde entonces. Dígame, Andriúsha, a conciencia —rompió a hablar vivamente, mirándole al rostro—, ¿perdió la costumbre de nosotros? Por lo demás, ¿qué pregunto pues? Usted es un hombre, vive ya su vida interesante, es una personalidad… ¡El apartarse es natural! Pero, sea como sea, Andriúsha, yo quisiera que nos considere de los suyos. Tenemos derecho a eso.

—Yo los considero, Tania.

—¿Palabra de honor?

—Sí, palabra de honor.

—Usted hoy se asombró, de que teníamos tantas fotografías suyas. Pero sabe, mi padre lo adora. A veces me parece, que lo quiere más que a mí. Está orgulloso de usted. Usted es un científico, un hombre extraordinario, hizo una carrera brillante, y él está seguro de que usted salió así, por que él lo educó. Yo no le impido pensar así. Deja.

Ya empezaba el amanecer, y se advertía en particular por la nitidez con que empezaban a destacarse en el aire las bocanadas de humo y las copas de los árboles. Los ruiseñores cantaban, y desde el campo llegaba el grito de las codornices.

—Pero es hora de dormir —dijo Tania—. Y además, hace frío —Lo tomó del brazo—. Gracias, Andriúsha, porque vino. Nuestros conocidos no son interesantes, y además, son pocos. Nosotros tenemos el jardín, el jardín, el jardín, y nada más. El tronco, el medio-tronco —se echó a reír—, la oporto, la reineta, la borovínka, la inoculación... Toda, toda nuestra vida se fue al jardín, yo hasta nunca sueño con nada, sólo con manzanas y peras. Por supuesto, eso es bueno, útil, pero a veces quisiera algo más para la variedad. Yo recuerdo, cuando usted venía a la casa en las vacaciones, o simplemente así, pues la casa se hacía como que más fresca y clara, como si a las arañas y los muebles les quitaran las fundas. Yo era entonces una niñita, y de todas formas entendía.

Habló largo tiempo y con gran sentimiento. A él por algo, de pronto, le vino a la cabeza que durante el verano podría apegarse a ese ser pequeño, débil, verboso, apasionarse y enamorarse, ¡en la situación de ambos era tan posible y natural! Esa idea lo enternecía y divertía; se inclinó hacia su rostro tierno, preocupado, y empezó a cantar en voz baja:

Oniéguin, no me pondré a ocultarlo, Amo locamente a Tatiana...

Cuando llegaron a la casa, Yegór Semiónich ya se había levantado. Kóvrin no tenía deseos de dormir, empezó a conversar con el viejo y regresó con él al jardín. Yegór Semiónich era de alta estatura, ancho de hombros, con una gran barriga, y sufría de disnea, pero siempre caminaba tan rápido, que era difícil andar tras él. Tenía un aspecto preocupado en extremo, siempre se apuraba a algún lugar, y con tal expresión, como si por tardarse siquiera un minuto todo estuviera perdido.

—Mira, hermano, qué historia… —empezó, deteniéndose para cobrar aliento—. En la superficie de la tierra, como ves, hay helada, y levantas el termómetro con el bastón unos dos sazhénes por encima de la tierra, ahí hace calor… ¿Por qué es así?

—En verdad, no sé —dijo Kóvrin y se echó a reír.

—Hum… No se puede saber todo, por supuesto. Por muy amplia que sea la mente, no lo metes todo ahí. ¿Tú pues, todo más de filosofía?

—Sí. Leo psicología, y estudio en general filosofía.

—¿Y no te aburre?

—Al contrario, vivo sólo con eso.

—Bueno, quiera Dios… —profirió Yegór Semiónich meditando, alisando sus patillas canosas—. Quiera Dios. Me alegro mucho por ti. Me alegro, hermano…

Pero de pronto prestó oídos y, poniendo una cara terrible, corrió a un costado, y pronto desapareció entre los árboles, en las nubes de humo.

—¿Quién amarró el caballo al manzano? —se oyó su grito desesperado, que desgarraba el alma—. ¿Cuál infame y canalla se atrevió a amarrar el caballo al manzano? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Lo estropearon, lo congelaron, lo ensuciaron, lo embarraron! ¡Se perdió el jardín! ¡Se murió el jardín! ¡Dios mío!

Cuando regresó con Kóvrin, su rostro estaba extenuado, ofendido.

—Bueno, ¿qué vas a hacer con esta gente anatémica? —dijo con voz llorosa, abriendo los brazos—. ¡Stiépka cargó estiércol por la noche, y amarró el caballo al manzano! ¡Apretó las riendas fuerte, el bribón, tanto, que la corteza se desgastó en tres lugares! ¡Cómo es! ¡Le digo, y él empuja-empuja, y sólo mueve los ojos! ¡Colgarlo es poco!

Calmado, abrazó a Kóvrin y lo besó en la mejilla.

—Bueno, quiera Dios… —empezó a farfullar—. Me alegro mucho que viniste. Me alegro indeciblemente. Gracias.

Después, con el mismo andar rápido y rostro preocupado, recorrió todo el jardín, y enseñó a su antiguo educando todos los invernaderos, calefactores, cobertizos de trasplantes y sus dos colmenas, que llamaba milagro de nuestra centuria. Mientras andaban salió el sol e iluminó vivamente el jardín. Hizo calor. Presintiendo un día claro, alegre y largo, Kóvrin recordó que estaban sólo a principios de mayo, y que en adelante había aún todo un verano tan claro, alegre y largo, y en su pecho tembló de pronto la sensación jubilosa, juvenil que experimentaba en la infancia, cuando corría por este jardín. Y él mismo abrazó al viejo y lo besó con ternura. Ambos, conmovidos, fueron a la casa y se pusieron a tomar té en unas tazas de porcelana antiguas, con crema, con suculentos bollos de ensaimada, y esas pequeñeces le recordaron de nuevo a Kóvrin su infancia y juventud. El hermoso presente y la impresión del pasado que se le había despertado se fundieron; por éstos sentía el alma encogida, pero bien.

Esperó a que Tania se despertara y se atiborró de café con ella, paseó un poco, después fue a su habitación y se sentó con el trabajo. Leía atentamente, hacía anotaciones, y de vez en cuando levantaba los ojos, para echar una mirada a las ventanas abiertas o las flores frescas, húmedas aún de rocío, que estaban en los jarrones de la mesa, y bajaba los ojos al libro de nuevo, y le parecía que cada venita le temblaba y saltaba de gusto.


En el campo continuó llevando la misma vida nerviosa e inquieta que en la ciudad. Leía y escribía mucho, estudiaba lengua italiana y, cuando paseaba, pensaba con gusto que pronto, de nuevo, se sentaría con el trabajo. Dormía tan poco que todos se asombraban; si se dormía sin intención por el día una media hora, después ya no dormía toda la noche, y tras una noche de insomnio, como si no hubiera pasado nada, se sentía animado y contento. Hablaba mucho, bebía vino y fumaba puros caros. A casa de Pesótskii venían a menudo, casi cada día, las señoritas vecinas, que tocaban el piano de cola y cantaban con Tania; a veces venía un joven, un vecino que tocaba bien el violín.

Kóvrin escuchaba la música y el canto con ansiedad, y se extenuaba con éstos, y lo último se expresaba físicamente en que se le cerraban los ojos, y se le inclinaba la cabeza al costado. Una vez, después del té vespertino, estaba sentado en el balcón y leía. En la sala, en ese momento, Tania de soprano, una de las señoritas de contralto y el joven con el violín se aprendían la conocida serenata de Braga. Kóvrin prestó oídos a la letra —era rusa— y no podía entender de ningún modo su sentido. Finalmente, dejando el libro y prestando oídos atentamente, entendió: una muchacha de imaginación enfermiza, oía de noche en el jardín ciertos sonidos misteriosos, hasta tal grado hermosos y extraños, que debía reconocer eran una armonía sagrada, que para nosotros los mortales era incomprensible, y por eso volaba de regreso al cielo. A Kóvrin se le empezaron a cerrar los ojos. Se levantó y, extenuado, se paseó por la sala, después por el salón. Cuando el canto cesó, tomó a Tania del brazo y salió con ella al balcón.

—A mí hoy, desde la misma mañana, me preocupa una leyenda —dijo—. No recuerdo si la leí en algún lugar o la oí, pero la leyenda es un poco extraña, no se parece a nada. Empezar por el hecho, de que no se distingue por su claridad. Hace mil años, cierto monje, vestido de negro, iba por un desierto, en algún lugar de Siria o Arabia… A varias millas del lugar por donde iba, los pescadores vieron a otro monje negro, que se movía por la superficie del lago con lentitud. Este segundo monje era un espejismo. Ahora olvide todas las leyes de la óptica, que la leyenda al parecer no reconoce, y escuche más. Del espejismo se obtuvo otro espejismo, después del otro un tercero, de modo que la imagen del monje negro empezó a pasar sin término de una a otra capa de la atmósfera. Lo vieron ya en África, ya en España, ya en la India, ya en el Lejano Norte… Finalmente, salió de los límites de la atmósfera terrestre y deambula ahora por todo el universo, sin caer de ningún modo en unas condiciones, en que pudiera extinguirse. Puede ser, lo ven ahora en algún lugar en Marte o en alguna estrella de la Cruz del Sur. Pero, querida mía, la esencia misma, la clave misma de la leyenda estriba en que exactamente a los mil años, después que el monje andara por el desierto, el espejismo entrará de nuevo a la atmósfera terrestre y se mostrará a los hombres. Y al parecer, esos mil años ya expiran… Por el sentido de la leyenda, debemos esperar al monje negro hoy o mañana…

—Extraño espejismo —dijo Tania, a quien no le gustó la leyenda.

—Pero lo más asombroso de todo —se echó a reír Kóvrin—, lo que no puedo recordar de ningún modo, es de dónde me vino a la cabeza esa leyenda. ¿Dónde la leí? ¿La oí? ¿O puede ser, soñé con el monje negro? Juro por Dios que no lo recuerdo. Pero la leyenda me preocupa. Yo hoy todo el día pienso en ella.

Dejando a Tania ir con los visitantes, salió de la casa y, meditando, se paseó por los canteros. El sol ya se ponía. Las flores, debido a que recién habían sido regadas, exhalaban un olor húmedo, irritante. En la casa cantaron de nuevo, y desde lejos el violín producía la impresión de una voz humana. Kóvrin, forzando la mente, para recordar dónde había oído o leído la leyenda, se dirigió sin apurarse al parque, y sin advertirlo llegó al río. Por el sendero, que corría por la orilla abrupta, junto a las raíces desnudas, descendió hacia el agua, inquietó a unos chorlitos, asustó a dos patos. En los pinos sombríos, por algún lugar, brillaban aún los últimos rayos del sol poniente, pero en la superficie del río era ya la tarde auténtica. Kóvrin pasó por los troncos al otro lado. Ante él se extendía ahora un campo ancho, cubierto de un centeno joven, aun no floreciente. Ni una vivienda humana, ni un alma viva en la lejanía, y parecía que el sendero, si ir por él, llevaría a ese mismo lugar desconocido, misterioso, donde recién se había puesto el sol, y donde llameaba de modo tan amplio y majestuoso el crepúsculo vespertino.

—¡Qué espacio, libertad y silencio hay aquí! —pensaba Kóvrin yendo por el sendero—. Y parece que todo el mundo me mira, se agazapa y espera que lo entienda.

Pero he aquí las olas corrieron por el centeno, y un ligero vientecito vespertino rozó tiernamente su cabeza descubierta. Al instante, de nuevo una ráfaga de viento, pero ya más fuerte, el centeno empezó a susurrar, y detrás se oyó el sordo rumor de los pinos. Kóvrin se detuvo admirado. En el horizonte, como un torbellino o una tromba, se levantaba desde la tierra hasta el cielo una alta columna negra. Sus contornos eran confusos, pero desde el primer instante se podía entender que no estaba parada en el lugar, y se movía con terrible rapidez, se movía precisamente hacía aquí, directo hacia Kóvrin, y mientras más se acercaba, menor y más clara se hacía. Kóvrin se lanzó a un costado, al centeno, para abrirle camino, y apenas alcanzó a hacerlo… El monje con la ropa negra, la cabeza canosa y las cejas negras, con las manos cruzadas sobre el pecho, pasó volando por su lado… Sus pies descalzos no tocaban la tierra. Ya pasado unos tres sazhénes, se volteó a mirar a Kóvrin, le asintió con la cabeza y sonrió con cariño, y al mismo tiempo con malicia. ¡Pero qué rostro pálido, terriblemente pálido, flaco! Volviendo a crecer de nuevo, voló a través del río, tropezó sin sonido con la orilla barrosa y los pinos y, pasando a través de éstos, desapareció como humo.

—Bueno, pues ven… —musitó Kóvrin—. Entonces, en la leyenda hay verdad.

Sin intentar explicarse el extraño fenómeno, satisfecho sólo con que había logrado ver tan de cerca y tan claro no sólo la ropa negra, sino incluso el rostro y los ojos del monje, gratamente emocionado, regresó a la casa. Por el parque y el jardín las personas andaban de modo tranquilo, en la casa tocaban; entonces, sólo él había visto al monje. Tenía muchos deseos de contarle sobre todo a Tania y a Yegór Semiónich, pero comprendió que ellos, probablemente, tomarían sus palabras como un delirio, y eso los asustaría, mejor callar. Se rió alto, cantó, bailó la mazúrka, se sentía contento, y todos, los visitantes y Tania, hallaron que él tenía hoy un rostro algo peculiar, radiante, inspirado, y estaba muy interesante.


Después de la cena, cuando se fueron los visitantes, fue a su habitación y se acostó en el diván: quería pensar en el monje. Pero al minuto entró Tania.

—Mire, Andriúsha, lea un poco los artículos de mi padre —dijo ella, dándole un fajo de folletos y galeras—. Unos artículos hermosos. Él escribe excelente.

—¡Bueno, ya y excelente! —dijo Yegór Semiónich, entrando tras ella y riéndose de modo forzado; le daba vergüenza—. ¡No escuches, por favor, no leas! Por lo demás, si quieres dormirte pues, es posible, lee: es un excelente remedio somnífero.

—Para mí son unos artículos magníficos —dijo Tania con profunda convicción—. Léalos, Andriúsha, y convenza a papá de escribir más a menudo. Él podría escribir un curso completo de jardinería.

Yegór Semiónich se carcajeó con tirantez, se sonrojó y empezó a decir las frases, que dicen comúnmente los actores confundidos. Finalmente, empezó a rendirse.

—En ese caso, lee primero el artículo de Goshe6 y estos artículos rusos —empezó a farfullar, eligiendo los folletos con manos trémulas—, sino te va a ser incomprensible. Antes de leer mis objeciones, hay que saber qué yo objeto. Por lo demás, es una tontería… es aburrido. Y además, es hora de dormir, al parecer.

Tania salió. Yegór Semiónich se sentó junto a Kóvrin en el diván y suspiró profundo.

—Sí, hermano mío —empezó después de cierto silencio—. Así pues, mi amadísimo magister. Pues escribo artículos, y participo en exposiciones, y recibo medallas. Pesótskii, dicen, tiene unas manzanas que son cabezas, y Pesótskii, dicen, hizo una fortuna con el jardín. En una palabra, soy un Kochubéi rico y célebre. Pero me pregunto: ¿para qué todo esto? El jardín es, en realidad, hermoso, un modelo… No es un jardín, sino toda una institución, que tiene un elevado significado estatal, por que esto, así decir, es un peldaño hacia una nueva era de la agricultura rusa y la industria rusa. ¿Pero para qué? ¿Cuál es el objetivo?

—El asunto habla por sí mismo.

—Yo no en ese sentido. Yo quiero preguntar: ¿qué va a ser del jardín cuando me muera? En el estado en que lo ves ahora, sin mí, no se va a sostener ni un mes. Todo el secreto del éxito no está en que el jardín es grande y hay muchos obreros, sino en que yo amo el asunto, ¿entiendes?, lo amo, puede ser, más que a mí mismo. Tú mírame: yo mismo lo hago todo. Trabajo de la mañana a la noche. Todos los injertos los hago yo mismo, la poda yo mismo, los implantes yo mismo, todo yo mismo. Cuando me ayudan me da celos, y me irrito hasta la grosería. Todo el secreto está en el amor, o sea, en el ojo avizor del dueño, y en las manos del dueño, y en esa sensación, cuando vas a algún lugar de visita por una horita, estás sentado, y tú mismo no tienes el corazón en su lugar, no eres tú mismo: temes que en el jardín pase algo. Y cuando me muera, ¿quién va a velar? ¿Quién va a trabajar? ¿El jardinero? ¿Los trabajadores? ¿Sí? Así, mira qué te voy a decir, amable amigo: el primer enemigo en nuestro asunto no es la liebre, no es el abejorro ni la helada, sino el hombre ajeno.

—¿Y Tania? —preguntó Kóvrin riendo—. No puede ser, que ella sea más nociva que la liebre. Ella ama y entiende el asunto.

—Sí, ella ama y entiende. Si después de mi muerte a ella le queda el jardín y va a ser la dueña pues, por supuesto, mejor no se puede desear. ¿Pero y si, no quiera Dios, se casa? —empezó a susurrar Yegór Semiónich y, asustado, echó una mirada a Kóvrin—. ¡Eso pues y es! Se casa, vienen los niños, ahí ya no hay tiempo para pensar en el jardín. Qué temo yo en lo principal: se casa con algún guapo, y ése es un avaro, y le da el jardín a los comerciantes en arriendo, ¡y todo se va al diablo el mismo primer año! ¡En nuestro asunto las mujeres son el azote de Dios!

Yegór Semiónich suspiró y calló un poco.

—Puede, es egoísmo, pero lo digo con franqueza: no quiero que Tania se case. ¡Tengo miedo! Ahí viene a la casa un pisaverde con un violín y chirría; sé que Tania no se va a casar con él, lo sé bien, ¡pero no lo puedo ver! En general, hermano, soy un gran excéntrico. Lo confieso.

Yegór Semiónich se levantó y, con inquietud, se paseó por la habitación, y se veía qué quería decir algo muy importante, pero no se decidía.

—Yo te quiero mucho, y voy a hablar contigo con franqueza —se decidió finalmente, metiendo las manos en los bolsillos—. Sobre ciertas cuestiones delicadas yo pienso de modo sencillo, y digo directamente lo que pienso, y no puedo soportar las tal llamadas ideas secretas. Te lo digo directamente: tú eres el único hombre a quien yo no temería darle mi hija. Tú eres un hombre inteligente, de corazón, y no dejarías que mi amado asunto se perdiera. Y la razón principal: yo te quiero como a un hijo… y estoy orgulloso de ti. Si tú tuvieras con Tania, de algún modo, un romance pues, ¿qué pues?, yo estaría muy contento, y hasta feliz. Te lo digo directamente, sin afectación, como hombre honrado.

Kóvrin se echó a reír. Yegór Semiónich abrió la puerta para salir y se detuvo en el umbral.

—Si tú y Tania tuvieran un hijo pues, yo lo haría un horticultor —dijo, habiendo pensado—. Por lo demás, es un sueño vacío. Buenas noches.

Al quedarse solo, Kóvrin se acostó con más comodidad y la emprendió con los artículos. Uno tenía este título: Sobre la cultura intermedia, otro: Algunas palabras con motivo de las notas del sr. Z acerca de la reparación del suelo para el jardín nuevo, el tercero: Más sobre la inoculación de ojo dormido, y todo en ese género. ¡Pero qué tono inquieto, irregular, qué fervor nervioso, casi enfermizo! He aquí el artículo, al parecer, con el título más apacible y el contenido más indiferente: se hablaba en éste de la manzana antónovka rusa. Pero Yegór Semiónich lo empezaba con las palabras audiatur altera pars y lo terminaba con sapiente sat, y entre estas sentencias toda una fuente de diversas palabras venenosas en dirección a la “ignorancia científica de nuestros patentados señores horticultores, que observan la naturaleza desde la altura de sus cátedras”, o al sr. Goshe, “cuyo éxito ha sido creado por profanos y diletantes”, y ahí mismo, a destiempo, el lamento tirante y no sincero por que a los mujíks que se roban las frutas y lastiman los árboles ya no se les puede azotar con varas.

—Es un asunto bonito, noble, saludable, pero aquí también hay pasión y guerra —pensó Kóvrin—. Debe ser, que en todas partes y en todas las palestras los hombres de idea son nerviosos, y se distinguen por una sensibilidad acrecentada. Probablemente, así es necesario.

Recordó a Tania, que tanto le gustaban los artículos de Yegór Semiónich. De estatura pequeña, pálida, delgada, tanto que se le veían las clavículas; los ojos muy abiertos, oscuros, inteligentes, siempre echaban miradas a algún lugar y buscaban algo; el andar, como el del padre, menudo, apurado. Hablaba mucho, le gustaba discutir, e incluso la frase más insignificante la acompañaba con una mímica expresiva y gesticulación. Debía ser, era nerviosa en grado sumo. Kóvrin se puso a leer lo que seguía, pero no entendió nada y lo dejó. La excitación agradable, la misma con que hacía poco había bailado la mazúrka y escuchado la música, ahora lo fatigaba y le despertaba una multitud de ideas. Se levantó y empezó a caminar por la habitación, pensando en el monje negro. Le vino a la cabeza que si sólo él había visto a ese monje extraño, sobrenatural pues, entonces, estaba enfermo y ya había llegado a las alucinaciones. Esa reflexión lo asustó, pero no por largo tiempo.

—Pero es que yo me siento bien, y no le hago mal a nadie; entonces, en mis alucinaciones no hay nada malo —pensó, y se sintió bien de nuevo.

Se sentó en el diván y se abrazó la cabeza con las manos, conteniendo el júbilo incomprensible que llenaba todo su ser, después se paseó de nuevo y se sentó con el trabajo. Pero las ideas que leía en el libro no le satisfacían. Tenía deseos de algo gigantesco, inabarcable, sorprendente. A la mañana se desvistió y se acostó en la cama sin deseo: ¡había pues que dormir! Cuando se oyeron los pasos de Yegór Semiónich, que se iba al jardín, Kóvrin llamó y ordenó al lacayo traer vino. Se bebió varias copitas de laffitte con placer, después se cubrió hasta la cabeza; su conciencia se nubló y se durmió.


Yegór Semiónich y Tania se peleaban a menudo y decían el uno al otro cosas desagradables. Una vez por la mañana discutieron por algo. Tania rompió a llorar y se fue a su habitación. No salió ni a almorzar ni a tomar el té. Yegór Semiónich, al principio, anduvo con aire importante, inflado, como deseando dar a entender que para él, los intereses de la justicia y el orden estaban por encima de todo en el mundo, pero pronto no mantuvo el carácter y perdió el ánimo. Vagaba con tristeza por el parque y suspiraba todo el tiempo: “¡Ah, Dios mío, Dios mío!”, y en el almuerzo no comió ni una pizca. Finalmente, con aire culpable, torturado por la conciencia, tocó a la puerta cerrada y llamó con timidez:

—¡Tania! ¡Tania!

Y en respuesta se oyó tras la puerta una voz débil, extenuada por las lágrimas y, al mismo tiempo, decidida:

—Déjeme, le ruego.

La fatiga de los dueños se reflejaba en toda la casa, incluso en los hombres que trabajaban en el jardín. Kóvrin estaba sumido en su interesante trabajo, pero al final a él también se le hizo aburrido e incómodo. Para disipar de algún modo el mal estado de ánimo general, decidió inmiscuirse y le tocó antes del anochecer a Tania. Lo dejaron pasar.

—¡Ay, qué vergüenza! —empezó bromeando, mirando con asombro el rostro afligido, lloroso, cubierto de manchas rojas de Tania—. ¿Acaso es tan serio? ¡Ay!

—¡Bueno, si supiera cómo me tortura! —dijo ella, y unas lágrimas ardientes, abundantes brotaron de sus ojos grandes—. ¡Me torturó! —continuó, torciendo los brazos—. Yo no le dije nada… nada… Yo sólo le dije, que no hay necesidad de mantener… trabajadores de más si… si se puede, cuando se quiera, tener jornaleros. Pues… pues los trabajadores ya hace una semana entera que no hacen nada… Yo… yo sólo le dije eso, y él empezó a gritar y a decirme cosas… muchas cosas ofensivas, profundamente insultantes. ¿Por qué?

—Basta, basta —profirió Kóvrin, arreglándole el peinado—. Riñó un poco, lloró un poco, y basta. No se puede estar enojado mucho tiempo, eso no es bueno… además de que él la quiere infinitamente.

—Él me… me echó a perder toda la vida, -continuó Tania sollozando. –Sólo oigo insultos y… y ofensas. Me considera de más en su casa. ¿Qué pues? Tiene razón. Mañana me voy a ir de aquí, voy a ingresar de telegrafista… Deja…

—Bueno, bueno, bueno… No hace falta llorar, Tania. No hace falta, querida… Ustedes los dos son irascibles, irritables, y los dos son culpables. Vamos, los voy a reconciliar.

Kóvrin hablaba con cariño y convicción, y ella continuaba llorando, con temblor en los hombros y apretándose las manos, como si en realidad la hubiera alcanzado una desdicha terrible. A él le daba aún más lástima ella, porque su dolor no era serio, y sufría profundamente. ¡Qué tonterías eran suficientes, para hacer a esta criatura desdichada por todo el día y, es posible, por toda la vida! Mientras consolaba a Tania, Kóvrin pensaba que, con excepción de esta muchacha y su padre, no hallaría ni con un farol, en todo el mundo, unas personas que lo quisieran como a uno de los suyos, como a un pariente; si no fuera por estas dos personas pues él, es posible, habiendo perdido a su padre y a su madre en la temprana infancia, no hubiera conocido hasta la misma muerte lo que es la caricia sincera y ese amor inocente, sin discusión, que se siente sólo por las personas muy cercanas, de lazos sanguíneos. Y sentía que sus nervios medio enfermos, irritados respondían, como el hierro al imán, a los nervios de esa muchacha llorosa, trémula.

Él nunca podría amar a una mujer saludable, robusta, de mejillas rosadas, pero la pálida, débil, desdichada Tania le gustaba. Y la acariciaba gustoso por los cabellos y los hombros, le apretaba las manos y le enjugaba las lágrimas… Finalmente, ella dejó de llorar. Se quejó aún largo tiempo del padre y de su vida penosa, insufrible en esa casa, suplicó a Kóvrin ponerse en su situación; después, empezó poco a poco a sonreír y suspirar, porque Dios le había dado tan mal carácter; al final de todo, rompiendo a reír en voz alta, se llamó a sí misma imbécil y salió corriendo de la habitación. Cuando Kóvrin salió al jardín un poco más tarde, Yegór Semiónich y Tania, como si no hubiera pasado nada, paseaban juntitos por la alameda, y ambos comían pan de centeno con sal, ya que ambos tenían hambre.


Satisfecho con que se le había dado tanto el papel de conciliador, Kóvrin fue al parque. Estando sentado en el banco y meditando, oyó el golpeteo de un carruaje y una risa femenina, eso llegaban los visitantes. Cuando las sombras vespertinas empezaron a descender sobre el jardín, se oyeron de modo confuso el sonido de un violín, voces que cantaban, y eso le recordó al monje negro. ¿Dónde pues, en qué país o en qué planeta, volaba ahora esa inepcia óptica? Apenas recordó la leyenda y se dibujó en su imaginación el fantasma oscuro, que había visto en el campo de centeno, cuando de detrás de los pinos, precisamente de enfrente, salió sin sonido, sin un mínimo susurro, un hombre de estatura mediana con la cabeza canosa descubierta, todo de negro y descalzo, parecido a un mendigo, y en su rostro pálido, como muerto, se destacaban nítidamente las cejas negras. Asintiendo con la cabeza afablemente, el mendigo o peregrino se acercó sin sonido al banco y se sentó, y Kóvrin reconoció en él al monje negro. Por un instante ambos se miraron el uno al otro, Kóvrin con admiración, y el monje con cariño y, como entonces, con un poquito de malicia, con expresión de estar en su juicio.

—Pero tú eres un espejismo —profirió Kóvrin—. ¿Para qué pues estás aquí, y te sientas en un lugar? Eso no coincide con la leyenda.

—Es lo mismo —respondió el monje no enseguida, en voz baja, volviendo su rostro hacia él—. La leyenda, el espectro y yo, todo eso es producto de tu imaginación excitada. Yo soy un fantasma.

—¿Entonces, tú no existes? —preguntó Kóvrin.

—Piensa como quieras —dijo el monje y sonrió débilmente—. Yo existo en tu imaginación, y tu imaginación es parte de la naturaleza, entonces, yo existo en la naturaleza.

—Tú tienes una cara muy vieja, inteligente y expresiva en grado sumo, como si en realidad hubieras vivido más de mil años —dijo Kóvrin—. Yo no sabía que mi imaginación era capaz de crear estos fenómenos. ¿Pero, por qué me miras con ese éxtasis? ¿Yo te gusto?

—Sí. Tú eres uno de esos pocos que, en justicia, se llaman elegidos de los dioses. Tú sirves a la verdad eterna. Tus ideas, intenciones, tu ciencia asombrosa y toda tu vida llevan el sello divino, celestial, ya que están dedicadas a lo racional y a lo hermoso, o sea, a lo que es eterno.

—Dijiste: a la verdad eterna… Pero, ¿acaso a los hombres le es asequible y necesaria la verdad eterna, si no hay vida eterna?

—Hay vida eterna —dijo el monje.

—¿Tú crees en la inmortalidad de los hombres?

—Sí, por supuesto. A ustedes, a los hombres, les espera un futuro grandioso, brillante. Y cuantos más haya en la tierra como tú, más rápido se realizará ese futuro. Sin ustedes, los servidores del sumo principio, que viven consciente y libremente, la humanidad sería ínfima; si se desarrollara en orden natural, esperaría aún largo tiempo el final de su historia terrestre. Ustedes pues, unos cuantos miles de años antes, la conducen al reinado de la verdad eterna, y en eso está vuestro elevado mérito. Ustedes encarnan en sí mismos la bendición de Dios, que se depositó en los hombres.

—¿Y cuál es el objetivo de la vida eterna? —preguntó Kóvrin.

—Como el de toda vida, el placer. El verdadero placer está el conocimiento, y la vida eterna brindará fuentes incontables e inagotables para el conocimiento, y en ese sentido se ha dicho: en la casa de mi Padre muchas moradas hay.

—¡Si supieras qué agradable es escucharte! —dijo Kóvrin, frotándose las manos de gusto.

—Me alegro mucho.

—Pero yo sé: cuando te vayas, me va a inquietar la cuestión de tu esencia. Tú eres un fantasma, una alucinación. Entonces, ¿yo estoy enfermo psíquicamente, soy anormal?

—Siquiera y así. ¿Por qué turbarse? Tú estás enfermo porque trabajaste más allá de tus fuerzas y te fatigaste, y eso significa que hiciste la ofrenda de tu salud a la idea, y está cerca el tiempo en que le darás la vida misma. ¿Qué mejor? A eso es a lo que aspiran, en general, todas las naturalezas generosas, dotadas desde arriba.

—¿Si yo sé que estoy enfermo psíquicamente, pues, puedo acaso creerme a mí mismo?

—¿Y de dónde tú sabes que los hombres geniales, a los que cree el mundo entero, no vieron fantasmas también? Los científicos dicen pues ahora, que el genio es semejante a la alienación. Amigo mío, saludables y normales son sólo los hombres ordinarios, los del rebaño. Las reflexiones sobre el siglo nervioso, la fatiga excesiva, la decadencia y demás, pueden inquietar seriamente sólo a esos, que ven el objetivo de la vida en el presente, o sea, a los hombres del rebaño.

—Los romanos decían: mens sana in corpore sano.

—No todo lo que decían los romanos o los griegos es verdad. El estado de ánimo elevado, la excitación, el éxtasis, todo lo que distingue a los profetas, los poetas y los mártires de la idea de los hombres ordinarios, es contrario a la parte animal del hombre, o sea, a su salud física. Repito: si quieres ser sano y normal, ve al rebaño.

—Es extraño, tú repites lo que me viene a la cabeza a mí mismo a menudo —dijo Kóvrin—. Como si hubieras observado y escuchado mis ideas más secretas. Pero no vamos a hablar de mí. ¿Qué tú entiendes por verdad eterna?

El monje no respondió. Kóvrin le echó una mirada y no discernió el rostro: sus rasgos se nublaron y diluyeron. Después, al monje se le empezaron a desaparecer la cabeza, las manos, su tronco se mezcló con el banco y las entreluces vespertinas, y desapareció por completo.

—¡La alucinación se terminó! —dijo Kóvrin y se echó a reír—. Y es una lástima.

Fue de regreso a la casa contento y dichoso. Esas pocas cosas que le había dicho el monje negro halagaban no su amor propio, sino todo su espíritu, todo su ser. Ser un elegido, servir a la verdad eterna, estar entre las filas de los que harían a la humanidad digna del reino de Dios unos cuantos miles de años antes, o sea, liberar a los hombres de unos cuantos miles de años más de lucha, pecados y sufrimientos, darlo todo a la idea, -la juventud, las fuerzas, la salud, estar dispuesto a morir por el bien común,- ¡qué elevado, qué dichoso destino! Le pasó por la memoria su pasado puro, casto, pleno de trabajo, recordó lo que había aprendido y lo que él mismo había enseñado a otros, y decidió que no había exageración en las palabras del monje. Al encuentro, por el parque, iba Tania. Tenía ya otro vestido.

—¿Usted está aquí? —dijo ella—. Y nosotros lo buscamos, lo buscamos… ¿Pero, qué le pasa? Qué extraño está, Andriúsha.

—Estoy satisfecho, Tania —dijo Kóvrin, poniéndole las manos sobre los hombros—. ¡Estoy más que satisfecho, estoy feliz! Tania, amada Tania, usted es un ser sumamente simpático. ¡Amada Tania, estoy tan alegre, tan alegre!

Le besó ambas manos de modo ardiente y continuó:

—Recién he pasado unos instantes luminosos, maravillosos, no terrenales. Pero no se lo puedo contar todo, porque me va a llamar loco o no me va a creer. Vamos a hablar de usted. ¡Amada, buena Tania! Yo la amo, y ya me acostumbré a amarla. Su cercanía, nuestros encuentros diez veces al día, se han hecho una necesidad de mi alma. No sé, cómo voy a hacer sin usted, cuando me vaya a casa.

—¡Bueno! —se echó a reír Tania—. Se va a olvidar de nosotros a los dos días. Nosotros somos personas pequeñas, y usted es un gran hombre.

—¡No, vamos a hablar en serio! —dijo él—. Yo me la voy a llevar conmigo, Tania. ¿Sí? ¿Usted vendrá conmigo? ¿Quiere ser mía?

—¡Bueno! —dijo Tania y quiso echarse a reír de nuevo, pero no le salió la risa, y le brotaron unas manchas rojas en el rostro.

Empezó a respirar de modo acelerado, y caminó rápido, pero no hacia la casa, sino por el parque.

—¡Yo no he pensado en eso… no he pensado! —decía como desesperada, apretándose las manos.

Y Kóvrin iba tras ella y decía siempre con el mismo rostro radiante, extasiado.

—¡Yo quiero un amor que me atrape por completo, y ese amor, Tania, me lo puede dar sólo usted. ¡Soy feliz! ¡Feliz!

Ella estaba aturdida, se encorvó, se encogió, y como que envejeció enseguida unos diez años, y él la hallaba hermosa, y expresaba su éxtasis en voz alta:

—¡Qué bonita es!


Al enterarse por Kóvrin de que no sólo el romance se había acordado, sino que incluso habría boda, Yegór Semiónich caminó largo tiempo de una esquina a la otra, intentando ocultar la emoción. Las manos le empezaron a temblar, el cuello se le hinchó y amorató, mandó a enganchar el coche de carrera y fue a algún lugar. Tania, al ver cómo fustigaba a los caballos y cuán profundo, casi hasta las orejas, se había calado la visera, entendió su estado de ánimo, se encerró en su habitación y lloró todo el día. En el invernadero ya habían madurado los duraznos y las ciruelas; el embalaje y envío a Moscú de esa carga delicada y exigente requería de mucha atención, trabajo y ajetreo. Debido a que el verano había sido muy caluroso y seco, se necesitó regar cada árbol, en lo que se fue mucho trabajo y fuerza laboral, y apareció una multitud de orugas que los trabajadores, e incluso Yegór Semiónich y Tania, para gran abominación de Kóvrin, aplastaban directamente con los dedos.

A todo esto, ya había que recibir los pedidos de frutas y árboles para el otoño, y llevar una correspondencia grande. Y en el momento más acalorado, cuando parecía que nadie tenía ni un minuto libre, llegaron los trabajos del campo, que le quitaron al jardín más de la mitad de los obreros; Yegór Semiónich, muy bronceado, torturado, furioso, galopaba ya al jardín, ya al campo, y gritaba que lo rompían en pedazos y que se iba a meter un balazo en la frente. Y ahí aún el lidiar con el ajuar, al que los Pesótskii otorgaban no poca importancia; con el tintineo de las tijeras, el golpeteo de las máquinas de coser, el tufo de las planchas y los caprichos de la modista, una dama nerviosa, ofendida, en la casa a todos las cabezas les daban vueltas. Y como a propósito, cada día venían visitantes, a quienes había que entretener, alimentar e incluso dejar pernoctar. Pero todo este suplicio pasó de modo inadvertido, como en una neblina.

Tania se sentía como si el amor y la felicidad la hubieran atrapado de súbito, aunque desde los catorce años estaba segura, por algo, de que Kóvrin se casaría precisamente con ella. Se admiraba, no entendía, no se creía a sí misma… Ya de pronto la invadía tal júbilo, que sentía deseos de volar a las nubes y rezarle a Dios allí, ya de pronto recordaba que en agosto tendría que separarse de su nido natal y dejar a su padre, o sabe Dios de dónde le venía la idea de que ella era ínfima, menuda e indigna de un gran hombre como Kóvrin, y se iba a su habitación, se encerraba con llave y lloraba con amargura durante varias horas. Cuando había visita, de pronto le parecía que Kóvrin era sumamente bonito, y que todas las mujeres estaban enamoradas de él y la envidiaban, y su alma se llenaba de éxtasis y orgullo, como si hubiera vencido al mundo entero, pero bastaba que él le sonriera afablemente a alguna señorita, para que ella ya temblara de celos, se fuera a su habitación y fueran las lágrimas de nuevo. Esas nuevas sensaciones se apoderaban de ella por completo, ayudaba al padre de modo maquinal, y no advertía ni los duraznos, ni las orugas, ni a los obreros, ni el hecho de que el tiempo volara tan rápido.

Con Yegór Semiónich pasaba casi lo mismo. Trabajaba de la mañana a la noche, siempre se apuraba a algún lugar, se sacaba de quicio, se irritaba, pero todo eso en una suerte de ensoñación encantada. En él ya había como que dos hombres: uno era el verdadero Yegór Semiónich que, al escuchar al jardinero Iván Kárlich informarle sobre los desórdenes, se perturbaba y, desesperado, se agarraba la cabeza, y el otro era el no verdadero, como un medio-borracho que, de pronto, interrumpía a media palabra una conversación de trabajo, tocaba al jardinero por el hombro y empezaba a farfullar:

—Digan lo que digan, la sangre significa mucho. Su madre fue una mujer asombrosa, generosa, inteligente. Era un placer mirar su cara buena, clara, pura, como la de un ángel. Dibujaba excelente, escribía versos, hablaba cinco lenguas extranjeras, cantaba… Pobrecita, el reino celestial para ella, murió de tuberculosis.

El no verdadero Yegór Semiónich suspiraba y, tras callar un poco, continuaba:

—Cuando era un chico y se criaba en mi casa, tenía esa misma cara de ángel, clara y buena. Él tiene la mirada, las maneras y la conversación tierna y grácil, como los de su madre. ¿Y la inteligencia? Siempre nos sorprendía con su inteligencia. ¡Pero qué decir, no en vano es magister! ¡No en vano! ¡Y espera, Iván Kárlich, a cómo va a ser dentro de unos diez años! ¡No lo vas a alcanzar con la mano!

Pero ahí el verdadero Yegór Semiónich, cayendo en cuenta, ponía una cara terrible, se agarraba la cabeza y gritaba:

—¡Diablos! ¡Lo ensuciaron, lo emporcaron, lo congelaron! ¡Se perdió el jardín! ¡Se murió el jardín!

Y Kóvrin trabajaba con la aplicación anterior y no advertía el tumulto. Su amor sólo añadía leña al fuego. Después de cada encuentro con Tania, dichoso, extasiado, iba a su habitación y, con el mismo apasionamiento con que recién había besado a Tania y declarado su amor, la emprendía con el libro o su manuscrito. Lo que decía el monje negro sobre los elegidos de Dios, la verdad eterna, el futuro brillante de la humanidad y demás, otorgaba a su trabajo un significado particular, extraordinario, y llenaba su alma de orgullo, de conciencia de su altura personal. Una o dos veces a la semana, en el parque o en la casa, se encontraba con el monje negro y platicaba con él largo tiempo, pero eso no lo asustaba sino, por el contrario, lo admiraba, pues ya estaba totalmente convencido de que semejantes visiones visitaban sólo a los hombres elegidos, notables, dedicados al servicio de la idea.

Una vez el monje apareció durante el almuerzo y se sentó en el comedor, junto a la ventana. Kóvrin se alegró y, con mucha destreza, empezó a conversar con Yegór Semiónich y Tania sobre algo que pudiera ser interesante para el monje; el visitante negro escuchaba y asentía con la cabeza afablemente, y Yegór Semiónich y Tania también escuchaban y sonreían contentos, sin sospechar que Kóvrin hablaba no con ellos, sino con su alucinación. De modo inadvertido se acercó la cuaresma de Uspiénskii13, y tras ésta pronto el día de la boda que, por deseo insistente de Yegór Semiónich, festejaron con “estruendo”, o sea, con una bacanal insensata que duró dos días. Se comieron y bebieron unos tres mil, pero con la mala música alquilada, los brindis gritones y el correteo de los lacayos, con el ruido y la estrechez no se entendió el gusto de los vinos caros, ni de los entremeses asombrosos encargados a Moscú.


Cierta vez, en una de las largas noches de invierno, Kóvrin estaba acostado en la cama y leía una novela francesa. La pobrecita de Tania, a quien le dolía la cabeza por las noches, por la no costumbre de vivir en la ciudad, ya hacía tiempo que dormía y, de vez en cuando, pronunciaba ciertas frases incoherentes. Dieron las tres. Kóvrin apagó la vela y se acostó; estuvo acostado largo tiempo con los ojos cerrados, pero no se podía dormir por que, como le parecía, hacía mucho calor en el dormitorio, y Tania deliraba. A las cuatro y media prendió la vela de nuevo y vio en ese momento al monje negro, que estaba sentado en la butaca, cerca de la cama.

—Saludos —dijo el monje y, tras callar un poco, preguntó—: ¿En qué piensas ahora?

—En la gloria —respondió Kóvrin—. En la novela francesa que leía ahora, se describe a un hombre, un científico joven, que hace tonterías y se debilita por su ansia de gloria. Yo esa ansia no la entiendo.

—Porque tú eres inteligente. Tú por la gloria sientes indiferencia, como por un juguete que te entretiene.

—Sí, eso es verdad.

—La celebridad no te sonríe. ¿Qué hay de halagüeño, o entretenido, o instructivo en que graben tu nombre en el monumento sepulcral, y después el tiempo borre esa inscripción con el dorado? Sí, por suerte ustedes son muchos, demasiados, como para que la débil memoria humana pueda retener vuestros nombres.

—Se entiende —convino Kóvrin—. ¿Y además, para qué recordarlos? Pero vamos a hablar de alguna otra cosa. Por ejemplo, de la felicidad. ¿Qué es la felicidad?

Cuando el reloj dio las cinco, estaba sentado en la cama, con las piernas colgando sobre la alfombra, y decía dirigiéndose al monje:

—En la antigüedad, un hombre feliz, al final de todo, se asustó de su felicidad , y para aplacar a los dioses les hizo la ofrenda de su sortija preferida. ¿Sabes? A mí también, como a Policrates, me empieza a inquietar un poquito mi felicidad. Me parece extraño, que de la mañana a la noche sólo siento alegría, ésta me llena todo, y apaga los sentimientos restantes. Yo no sé qué es la aflicción, la tristeza o el aburrimiento. Yo no duermo pues, tengo insomnio, pero no estoy aburrido. Hablo en serio: empiezo a no entender.

—¿Pero por qué? —se admiró el monje—. ¿Acaso la alegría es un sentimiento sobrenatural? ¿Acaso ésta no debe ser el estado normal del hombre? Mientras más elevado es el hombre por su desarrollo intelectual y moral, mientras más libre es, más placer le brinda la vida. Sócrates, Diógenes y Marco Aurelio sentían alegría, y no tristeza. Y el apóstol dice: Regocijaos siempre. Regocíjate pues, y se feliz.

—¿Y de pronto se enojan los dioses? —bromeó Kóvrin y se echó a reír—. Si ellos me quitan el confort y me obligan a pasar frío y hambre, pues eso apenas me venga por el gusto.

Tania, entre tanto, se había despertado y, con admiración y horror, miraba a su marido. Él hablaba, dirigiéndose a la butaca, gesticulaba y se reía: sus ojos brillaban, y en la risa había algo extraño.

—Andriúsha, ¿con quién hablas? —le preguntó, tomándolo de la mano que extendía al monje—. ¡Andriúsha! ¿Con quién?

—¿Ah? ¿Con quién? —se turbó Kóvrin—. Pues con él… Ahí está sentado —dijo, señalando al monje negro.

—¡Ahí no hay nadie! ¡Andriúsha, estás enfermo!

Tania abrazó a su marido y se apretó a él, como defendiéndolo de la visión, y le cubrió los ojos con la mano.

—¡Estás enfermo! —empezó a sollozar, con todo el cuerpo temblando—. Perdóname, amado, querido, pero yo ya hace tiempo que lo noté, que tienes el alma alterada por algo… Estás enfermo psíquicamente, Andriúsha.

Su temblor se trasmitió a él también. Echó una mirada otra vez a la butaca, que ya estaba vacía, sintió de pronto debilidad en las manos y los pies, se asustó y empezó a vestirse.

—Esto no es nada, Tania, no es nada… —farfulló, temblando—. En realidad, estoy un poquito insano… ya es hora de confesar eso.

—Yo ya hace tiempo que lo noté… y papá lo notó —decía ella, tratando de contener los sollozos—. Tú hablas contigo mismo, sonríes como que extraño… no duermes. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, sálvanos! —profirió con horror. —. Pero no temas, Andriúsha, no temas, por Dios, no temas…

Ella también empezó a vestirse. Sólo ahora, mirándola, Kóvrin entendió todo el peligro de su situación, entendió lo que significaba el monje negro y las pláticas con él. Para él ahora era claro que estaba loco. Ambos, sin saber para qué, se vistieron y fueron a la sala: ella delante, él tras ella. Ahí ya, despertado por los sollozos, en bata y con una vela en la mano, estaba parado Yegór Semiónich, que los visitaba.

—Tú no temas, Andriúsha —decía Tania, temblando como con calentura—, no temas… Papá, todo esto va a pasar… va a pasar…

Kóvrin, con la emoción, no podía hablar. Quería decirle al suegro en tono de broma: Felicíteme, yo, al parecer, me volví loco, pero sólo movió los labios y sonrió con amargura. A las nueve de la mañana le pusieron el paletó y la pelliza, lo envolvieron en un chal y lo llevaron en carroza al doctor. Empezó a tratarse.


De nuevo llegó el verano, y el doctor le ordenó ir al campo. Kóvrin ya se había recuperado, dejado de ver al monje negro, y le quedaba sólo reanimar sus fuerzas físicas. Viviendo en la casa del suegro, en el campo, tomaba mucha leche, trabajaba sólo dos horas al día, no bebía vino y no fumaba. El día de San Elías, por la noche, oficiaron víspera en la casa. Cuando el sacristán le dio el incensario al sacerdote, la sala vieja, enorme, empezó a oler como un cementerio, y Kóvrin se sintió aburrido. Salió al jardín. Sin advertir las flores exuberantes, paseó por el jardín, se sentó en el banco, después se paseó por el parque; al llegar al río descendió y estuvo parado allí meditando, mirando el agua. Los pinos sombríos de raíces peludas, que el año pasado lo habían visto aquí tan joven, jubiloso y animado, ahora no susurraban, sino estaban inmóviles y mudos, como si no lo reconocieran. Y en realidad, su cabeza estaba pelada, sus bonitos cabellos largos ya no estaban, su andar era lánguido, su rostro, en comparación con el verano pasado, había engordado y palidecido. Por los troncos pasó a la otra orilla. Allí, donde el año pasado había centeno, yacían ahora hileras de avena segada. El sol ya se había puesto, y en el horizonte se encendía un amplio crepúsculo rojizo, que vaticinaba tiempo ventoso para mañana. Había silencio. Escrutando en la dirección, donde el año pasado se había mostrado por primera vez el monje negro, Kóvrin estuvo parado unos veinte minutos, mientras no empezó a apagarse el crepúsculo vespertino…

Cuando lánguido, insatisfecho, regresó a la casa, la víspera ya había terminado. Yegór Semiónich y Tania estaban sentados en los peldaños de la terraza y tomaban té. Hablaban de algo pero, al ver a Kóvrin, se callaron de pronto, y él concluyó por sus rostros que la conversación había sido sobre él.

—A ti, me parece, ya te es hora de tomar la leche —dijo Tania al marido.

—No, no me es hora… —respondió, sentándose en el peldaño más bajo—. Toma tú. Yo no quiero.

Tania, alarmada, intercambió una mirada con su padre y dijo con voz culpable:

—Tú mismo notas que la leche te sienta bien.

—¡Sí, muy bien! —sonrió Kóvrin con malicia—. Los felicito: después del viernes aumenté otra libra de peso —Se apretó la cabeza con las manos fuertemente y profirió con angustia—: ¿Para qué, para qué me curaron? Las medicinas de bromuro, la ociosidad, los baños tibios, la vigilancia, el miedo pusilánime por cada sorbo, por cada paso; todo eso, al final de todo, me va a conducir al idiotismo. Yo me volví loco, tenía manía de grandeza, pero en cambio estaba contento, animado, y hasta feliz, era interesante y original. Ahora me hice más razonable y respetable, pero en cambio soy como todos: una mediocridad, me aburre vivir… ¡Oh, de que modo cruel procedieron conmigo! Yo tenía alucinaciones, ¿pero a quien molestaba? Pregunto: ¿a quién molestaba?

—¡Dios sabe lo que dices! —suspiró Yegór Semiónich—. Hasta escuchar es aburrido.

—Y usted no escuche.

La presencia de personas, en particular de Yegór Semiónich, irritaba ya ahora a Kóvrin; le respondió con sequedad, frialdad e incluso grosería, y no lo miraba de otra forma que con burla y odio, y Yegór Semiónich se turbaba y tosía de modo culpable, aunque por sí mismo no sentía ninguna culpa. Sin entender por qué habían cambiado tan bruscamente sus tiernas, bondadosas relaciones, Tania se apretaba a su padre y, alarmada, le echaba miradas a los ojos; quería entender y no podía, y para ella estaba claro sólo que las relaciones se ponían cada día peor y peor, que su padre en los últimos tiempos había envejecido fuertemente, y que su esposo se había vuelto irritable, caprichoso, reparador y no interesante. Ella ya no podía reírse y cantar, en el almuerzo no comía nada, no dormía por noches enteras, esperando algo terrible, y se torturaba tanto, que una vez estuvo acostada con un desmayo desde el almuerzo hasta la noche. Durante la víspera le pareció que su padre lloraba, y ahora, cuando los tres estaban sentados en la terraza, hizo un esfuerzo consigo para no pensar en eso.

—¡Qué dichosos fueron Buda y Mahoma, o Shakespeare, en que los buenos parientes y los doctores no los curaron del éxtasis y la inspiración! —dijo Kóvrin—. Si Mahoma hubiera tomado bromuro de potasio para los nervios, trabajado sólo dos horas al día y tomado leche, pues después de ese hombre notable hubiera quedado tan poco, como después de su perro. Los doctores y los buenos parientes van a hacer, al final de todo, que la humanidad se embrutezca, la mediocridad se considere genial y la civilización muera. ¡Si supieran —dijo Kóvrin con fastidio— qué agradecido les estoy!

Sintió una irritación fuerte y, para no decir algo superfluo, se levantó con rapidez y fue a la casa. Había silencio, y por las ventanas abiertas se expandía desde el jardín el aroma del tabaco y la jalapa. En la sala enorme, oscura, yacía en el suelo y sobre el piano de cola, en manchas verdosas, la luz de la luna. Kóvrin recordó los éxtasis del verano pasado, cuando olía asimismo a jalapa y la luna brillaba en la ventana. Para hacer volver el estado de ánimo del año pasado, fue con rapidez a su gabinete, encendió un puro robusto y le ordenó al lacayo traer vino. Pero el puro se le hizo en la boca amargo y repulsivo, y el vino resultó no tener el sabor del año pasado. ¡Lo que significaba perder la costumbre! Con el puro y los dos sorbos de vino le empezó a dar vueltas la cabeza y a palpitar el corazón, de modo que fue necesario tomar bromuro de potasio. Antes de acostarse a dormir, Tania le dijo:

—Mi padre te adora. Tú estás enojado con él por algo, y eso lo mata. Mira: él sufre no por días, sino por horas. Te suplico, Andriúsha, por Dios, por tu difunto padre, por mi tranquilidad, ¡sé cariñoso con él!

—No puedo y no quiero.

—¿Pero por qué? —preguntó Tania, empezando a temblar con todo el cuerpo—. Explícame, ¿por qué?

—Porque no me es simpático, eso es todo —dijo Kóvrin con descuido y se encogió de hombros—, pero no vamos a hablar de él: es tu padre.

—¡No puedo, no puedo entender! Algo inconcebible, terrible pasa en nuestra casa. Tú has cambiado, no te pareces a ti mismo… Tú, un hombre inteligente, extraordinario, te irritas por tonterías, te metes en disputas… Te inquietan unas pequeñeces que, simplemente, te asombras otra vez, y no lo crees: ¿eres tú acaso? Bueno, bueno, no te enojes, no te enojes. Tú eres bueno, inteligente, generoso. Tú vas a ser justo con mi padre. ¡Él es tan bueno!

—Él no es bueno, sino bondadoso. Los tíos de vodevil, como tu padre, con sus fisonomías saciadas, bondadosas, sumamente hospitalarios y extravagantes, alguna vez me conmovieron y me divirtieron en los relatos, en los vodeviles, en la vida, pero ahora me repugnan. Son egoístas hasta la médula de los huesos. Lo que más me repugna es su saciedad, y ese optimismo estomacal, puramente bovino o porcino.

Tania se sentó en la cama y puso la cabeza sobre la almohada.

—Esto es una tortura. Desde el mismo invierno ni un instante tranquilo… ¡Pues esto es horrible, Dios mío! Yo sufro…

—Sí, por supuesto, yo soy Herodes, y tú y tu pápienka son los inocentes degollados. ¡Por supuesto!

Su rostro le pareció a Tania no bonito y desagradable. El odio y la expresión burlona no le iban. Y además, desde antes había advertido que a su rostro le faltaba ya algo, como si desde que se hubiera pelado le hubiera cambiado el rostro. Quiso decirle algo ofensivo, pero al instante se pescó en un sentimiento animadverso, se asustó y salió del dormitorio.


Kóvrin recibió una cátedra independiente. La conferencia introductoria fue designada para el dos de diciembre, y sobre esto fue colgado un anuncio en el corredor de la universidad. Pero en el día asignado informó al inspector de los estudiantes en un telegrama, que no iba a dictar la conferencia por enfermedad. Le salía sangre de la garganta. Escupía sangre, pero unas dos veces al mes sucedía que ésta manaba abundante, y entonces se debilitaba en extremo, y caía en un estado letárgico. Esta enfermedad no lo asustaba en particular, ya que conocía que su difunta madre había vivido con esa misma enfermedad diez años, incluso más; y los doctores le aseguraban que no era peligroso, y le aconsejaban sólo no inquietarse, llevar una vida correcta y hablar menos. En enero la conferencia de nuevo no tuvo lugar por la misma razón, y en febrero ya era tarde para empezar el curso. Tuvo que aplazarla para el año próximo.

Vivía ya no con Tania, sino con otra mujer, que era dos años mayor que él y lo cuidaba como a un niño. Su estado de ánimo era apacible, humilde: se subordinaba gustoso, y cuando Varvára Nikoláevna —así llamaban a su amiga— se dispuso a llevarlo a Crimea, convino, aunque presentía que de ese viaje no saldría nada bueno. Llegaron a Sevastópol por la noche y se alojaron en el hotel, para descansar e ir mañana a Yalta. A ambos los había fatigado el camino. Varvára Nikoláevna se atiborró de té, se acostó a dormir y se durmió pronto. Pero Kóvrin no se acostó. Aún en la casa, una hora antes de la partida a la estación, había recibido una carta de Tania y no se había decidido a desellarla, y ahora estaba en su bolsillo lateral, y la idea de ésta le inquietaba de modo desagradable. Francamente, en lo profundo de su alma, consideraba ahora su casamiento con Tania un error, estaba satisfecho de que se había separado de ella de modo definitivo, y el recuerdo de esa mujer que, al final de todo, se había convertido en un esqueleto viviente andante, y en la que, como parecía, todo había ya muerto, excepto los grandes ojos inteligentes que miraban fijamente, el recuerdo de ella le despertaba sólo lástima y fastidio consigo mismo.

La letra en el sobre le recordó cómo, unos dos años antes, había sido injusto y cruel, cómo había volcado en unas personas no culpables de nada su vacío espiritual, aburrimiento, soledad e insatisfacción con la vida. Y a propósito, recordó cómo había roto una vez en pedazos menudos su tesis y todos los artículos escritos durante la enfermedad, y cómo los había arrojado por la ventana, y los pedazos, volando por el viento, se pegaban a los árboles y a las flores; en cada línea había visto pretensiones extrañas, no fundadas en nada, manía de grandeza, y eso le producía tal impresión, como si leyera la descripción de sus vicios; pero cuando el último cuaderno fue destrozado y voló por la ventana, sintió por algo, de pronto, fastidio y amargura, fue a donde su mujer y le dijo un montón de cosas desagradables. ¡Dios mío, cómo la había atormentado! Una vez, deseando causarle dolor, le dijo que su padre jugaba en su romance un papel no atractivo, ya que le había pedido que se casara con ella; Yegór Semiónich oyó eso sin intención, entró corriendo a la habitación y, en la desesperación, no pudo articular ni una sola palabra, y sólo pataleaba en el mismo lugar, y como que mugía de un modo extraño, como si se le hubiera trabado la lengua, y Tania, mirando a su padre, gritó con voz desgarradora y cayó desmayada. Fue escandaloso.

Todo eso le venía a la memoria ante la mirada de la letra conocida. Kóvrin salió al balcón, hacía un tiempo calmo, cálido, y olía a mar. La bahía maravillosa reflejaba la luna y las luces, y tenía un color para el que era difícil elegir un nombre. Era una tierna y suave combinación de azul con verde; por lugares el agua se parecía por su color al vitriolo azul, y por lugares parecía que la luz de la luna se espesaba y llenaba la bahía en lugar del agua, ¡y en general qué armonía de colores, qué estado de ánimo apacible, tranquilo y elevado! En el piso inferior, debajo del balcón, las ventanas probablemente estaban abiertas, porque se oían con claridad voces de mujeres y risas. Por lo visto, había una fiesta. Kóvrin hizo un esfuerzo consigo mismo, deselló la carta y, entrando a su número, leyó:

—Ahora murió mi padre. Eso te lo debo a ti, ya que tú lo mataste. Nuestro jardín se pierde, en él mandan ya los ajenos, o sea, sucede eso mismo, que tanto temía mi pobre padre. Eso también te lo debo ti. Te odio con toda mi alma, y deseo que te mueras pronto. ¡Oh, cómo sufro! Mi alma se quema con un dolor insoportable… Que seas maldecido. Yo te tomé por un hombre extraordinario, por un genio, me enamoré de ti, pero tú resultaste un loco.

Kóvrin no pudo leer más, rompió la carta y la arrojó. Se apoderó de él una inquietud parecida al miedo. Tras el biombo dormía Varvára Nikoláevna, y se oía cómo respiraba; del piso inferior llegaban voces femeninas y risas, pero tenía tal sensación, como si en todo el hotel, excepto él, no hubiera ni un alma viva. El hecho de que la desdichada Tania, muerta de dolor, lo maldijera en su carta y le deseara la muerte, le daba espanto y, fugazmente, echaba miradas a la puerta, como temiendo que entrara al número y dispusiera de él esa fuerza desconocida, que en apenas dos años había producido tanta destrucción en su vida y en la vida de sus allegados. Ya sabía por experiencia que cuando los nervios se alteraban, el mejor remedio para éstos era el trabajo. Había que sentarse a la mesa y obligarse, fuera como fuera, a concentrarse en alguna idea. Sacó de su cartera rojiza un cuaderno, en el que estaba esbozado el resumen de un pequeño trabajo compilado, compuesto para el caso de que Crimea se mostrara aburrida sin trabajo. Se sentó a la mesa y se dedicó a ese resumen, y le parecía que le volvía su estado de ánimo apacible, humilde e indiferente.

El cuaderno con el resumen lo condujo, incluso, a la meditación sobre la vanidad mundana. Pensaba en cuán mucho cobraba la vida por esos bienes mínimos, o muy ordinarios, que puede dar al hombre. Por ejemplo, para recibir una cátedra a los cuarenta años, ser un profesor ordinario, exponer en un lenguaje lánguido, aburrido y pesado unas ideas ordinarias, y además ajenas, en una palabra, para alcanzar la posición de un científico mediocre él, Kóvrin, había tenido que estudiar quince años, trabajar día y noche, pasar por una grave enfermedad psicológica, sufrir un matrimonio fracasado y cometer toda una serie de tonterías e injusticias, que sería agradable no recordar. Kóvrin entendía ahora con claridad que era mediocre, y se resignaba a eso gustoso ya que, en su opinión, cada hombre debía estar satisfecho con lo que es.

El resumen lo serenaba por completo, pero la carta destrozada albeaba en el suelo y le impedía concentrarse. Se levantó de la mesa, recogió los trozos de la carta y los arrojó por la ventana, pero un viento ligero sopló desde el mar, y los trozos se esparcieron por la repisa. Se apoderó de él de nuevo una inquietud parecida al miedo, y le empezó a parecer que en todo el hotel, con excepción suya, no había ni un alma… Salió al balcón. La bahía, como si estuviera viva, lo miraba con multitud de ojos celestes, azules, turquesas, fogosos, y lo llamaba. En realidad, hacía calor y bochorno, y no molestaría bañarse. De pronto, en el piso inferior, debajo del balcón, empezaron a tocar un violín y a cantar dos tiernas voces femeninas.

Era algo conocido. En la romanza que cantaban abajo, se hablaba de cierta muchacha de imaginación enfermiza, que oía de noche en el jardín unos sonidos misteriosos, y decidía que era una armonía sagrada, incomprensible para nosotros los mortales. A Kóvrin se le entrecortó la respiración, el corazón se le encogió de tristeza, y un júbilo maravilloso, dulce, que ya había olvidado hacía tiempo, empezó a temblar en su pecho. Una columna alta, negra, parecida a un torbellino o una tromba, apareció en la otra orilla de la bahía. Ésta, con terrible rapidez, se movió a través de la bahía en dirección al hotel, haciéndose cada vez menor y más oscura, y Kóvrin apenas alcanzó a apartarse para abrirle camino. El monje, con la cabeza canosa descubierta y las cejas negras, descalzo, con las manos cruzadas sobre el pecho, pasó volando por su lado y se detuvo en medio de la habitación.

—¿Por qué no me creíste? —preguntó con reproche, mirando a Kóvrin con cariño—. Si me hubieras creído entonces que eres un genio, no hubieras pasado estos dos años tan triste y pobremente.

Kóvrin ya creía que era un elegido de Dios y un genio, recordó vivamente todas sus conversaciones pasadas con el monje negro y quiso hablar, pero la sangre manaba de su garganta hacia el pecho y, sin saber qué hacer, se pasaba las manos por el pecho, y los puños de la camisa se mojaron de sangre. Quería llamar a Varvára Nikoláevna, que dormía tras el biombo, hizo un esfuerzo y profirió:

—¡Tania!

Cayó al suelo y, levantándose sobre las manos, llamó de nuevo:

—¡Tania!

Llamaba a Tania, llamaba al gran jardín de flores exuberantes, salpicadas de rocío, llamaba al parque, a los pinos de raíces peludas, al campo de centeno, a su ciencia maravillosa, a su juventud, valentía, júbilo, llamaba a la vida, que era tan hermosa. Vio en el suelo, cerca de su rostro, un gran charco de sangre, y no pudo ya por la debilidad articular ni una sola palabra, pero una dicha inefable, ilimitada llenaba todo su ser. Abajo, debajo del balcón, tocaban una serenata, y el monje negro le susurraba que era un genio, y que moría sólo por que su débil cuerpo humano ya había perdido el equilibrio, y no podía servir más de envoltura al genio. Cuando Varvára Nikoláevna se despertó y salió de detrás del biombo, Kóvrin ya estaba muerto, y en su rostro se había helado una sonrisa beatífica.

Antón Chéjov (1860-1904)




Relatos góticos. I Relatos de Antón Chéjov.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Antón Chéjov: El monje negro (Chernii monaj), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

muchas gracias me sirvio mucho

Anónimo dijo...

Una obra extraordinaria, de los mejores cuentos que he leido en mi vida.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.