El poder sagrado de los nombres.
Por qué cada nombre esconde un poder secreto.
La creencia de que los nombres poseen poderes metafísicos y esotéricos procede de la noche de los tiempos.
Y en esa misma noche, oculta detrás del velo de incontables eones, se esconden las antiguas ceremonias que administraban el bautismo, el voto del nombre, asignándole al sujeto una serie de atributos que lo acompañarán durante el resto de sus días.
A esto se lo conoce como "nombre verdadero", es decir, un nombre que de alguna forma es simétrico con la identidad del sujeto; o, en otras palabras, que refleja su verdadera naturaleza.
En cualquier caso, no es el nombre quien condiciona al sujeto, sino que ambos son uno y lo mismo. Tal vez por eso antiguamente se asignaban dos nombres para cada persona: uno público y conocido por todos, y otro secreto, el "nombre verdadero", que jamás se difundía impunemente.
Conocer este "nombre verdadero" implicaba un poder absoluto sobre la cosa nombrada. Por eso durante los exorcismos (el de Anneliese Michel y Robbie Mannheim, por citar dos casos paradigmáticos) la verdadera lucha que se entabla entre el sacerdote y el demonio es por conseguir su nombre y de ese modo obtener el poder para expulsarlo; así como también el "nombre verdadero" de Dios se oculta en un espeso monte de consonantes, terrible y absoluto, que cifra su esencia en sonidos concéntricos.
Los mitos hebreos del Talmud lo afirman sin discreción: si conociéramos el "nombre verdadero" de Dios seríamos Uno con Él; en otras palabras, seríamos Dios.
Esta compleja relación entre significado y significante queda hermosamente versificada por Jorge Luis Borges en el poema El golem, donde ambos son, en definitiva, lo mismo:
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.
Pero no solo los nombres propios poseen un significado arcano, también las cosas, el universo entero, posee un nombre singular en el lenguaje sagrado.
En los mitos bíblicos, por ejemplo, el doble nombre de las cosas queda expresado en la leyenda de Adán, a quien Dios invitó a nombrar cada cosa del universo. Sin embargo, para que esas cosas fuesen nombradas (el agua, el sueño, la noche) ya debían existir con anterioridad. Si Adán hubiese sido creado en el Vacío, en el Ocaso Perpetuo que precedió a la gestación universo, entonces cada nombre formulado hubiese creado la cosa nombrada, pero los atributos de Adán (la Lengua Adánica, todavía joven) impedían que esa formulación fuese exitosa.
Además de la Lengua Adánica existen otros protolenguajes míticos que, según la tradición, poseían poderes mágicos sobre la creación; entre ellos, el enoquiano, es decir, la lengua propuesta en El libro de Enoc como habla común entre los ángeles caídos o Nephilim.
Recordemos que, siempre dentro de la tradición bíblica, en ese Vacío solo existía el Verbo; es decir, la palabra en estado embrionario, muda, silenciosa, que solo al emitirse fue capaz de crear.
En cualquier caso, la palabra es en todas las tradiciones una forma de creación. Entre lo dicho y lo hecho no hay diferencias. Decir es hacer, y es responsabilidad del hombre, el único ser capaz de hablar y por lo tanto de crear, hacerse cargo de todo lo que dice, en cierta forma, lo único que realmente hace.
Fuera de la tradición bíblica (y regresando el griego del que hablaba Borges), Sócrates se pregunta en el Cratilo acerca de la posibilidad de que el lenguaje, y más concretamente los nombres, no sean en absoluto un sistema de signos arbitrarios alineados de forma caprichosa, sino construcciones profundamente relacionadas con la cosa que nombran.
Fue de Sócrates de donde la Cábala extrajo la naturaleza divina del Logos, es decir, el "nombre verdadero" de Dios: YHWH, más conocido como Tetragramaton.
También los sufistas abrevaron en Sócrates, esta vez reduciendo el nombre de Dios a cien: 99 nombres que pueden hallarse en el universo, por ejemplo, en una mancha del leopardo, en la fina película que recubre los ojos de las aves, en las figuras azarosas de las nubes, en las alas de la mariposa; y Un Nombre, el centésimo, que brilla en los cielos, es decir, que no está sujeto a las reglas y estructuras de las lenguas mortales.
Por eso, temiendo el poder absoluto que podría obtenerse al conocer el "nombre verdadero" de Dios, los mitos hebreos consideran que pronunciar cualquiera de los 99 atributos divinos conforma una tremenda blasfemia.
La ficción también se hizo eco de esta tradición. Por allí anda la novela de Arthur C. Clarke: Los nueve billones de nombres de Dios (The Nine Billion Names of God), donde el "nombre verdadero" de Dios es descubierto fortuitamente por unos monjes tibetanos y, en consecuencia, el mundo colapsa.
Por eso no debemos utilizar impunemente las palabras mágicas, ni siquiera las que por uso o hábito nos parecen ridículas, tales como ABRACADABRA.
Tampoco es adecuado subestimar nuestra propia capacidad de crear mediante la palabra.
Existe un experimento muy simple para verificar que todos los seres humanos compartimos, salvo excepciones, la misma percepción respecto de una cosa y su nombre, y que somos capaces de nombrar algo con un nombre acorde a sus atributos.
Los que deseen intentarlo pueden hacerlo aquí, en nuestra versión del Efecto Bouba-Kiki.
Ahora regresemos a los nombres propios.
De acuerdo con la tradición mágica, conocer el "nombre verdadero" de las cosas permite obtener un poder absoluto sobre ellas. Los mortales no estamos libres de esa lógica. Conocer el "nombre verdadero" de alguien nos permite un control absoluto sobre él; así como también desconocer el nombre de uno mismo indica un absoluto descontrol sobre nuestro destino.
Podríamos deducir que todos los nombres propios se dividen en dos categorías generales: los nombres simples, que absorben el atributo de algo material, por ejemplo, de una flor (Azucena, Rosa, Margarita); y los nombres complejos, que reclaman para sí una virtud (Caridad, Mercedes) —que también puede ser negativa (Soledad, Dolores)— o una aptitud para determinada cosa (Jorge, "labrador").
Desde luego, no debemos pensar en los nombres propios como sentencias, y mucho menos sentencias sin posibilidad de apelación.
La mujer llamada Dolores no está condenada a padecer constantes sufrimientos ni Soledad a quedarse sola, o tal vez sí. En este sentido, los nombres son engañosos. La palabra laitina solus, "solo", de donde procede el nombre Soledad, no indica únicamente un estado de separación, sino de espacio vacío en torno a un punto fijo, algo ideal para que las raíces crezcan profundas y fuertes, mucho más de lo que un árbol podría hacerlo en la cercanía y competencia con otros.
De modo que, cuidado, a veces un atributo que parece negativo no lo es realmente.
De poco y nada sirve quedarse con el significado superficial de un nombre. Podríamos buscar y acechar en diccionarios, saquear etimologías, descifrar antiguos códigos ocultos en cada nombre, sin que descubramos jamás su verdadero sentido.
Uno puede, por ejemplo, poseer un cuaderno en blanco y jamás escribir una línea; sin embargo, cualquier libro estaría presente de forma potencial. Lo mismo ocurre con nuestro nombre. Podemos ser dueños de atributos impensados que jamás utilizaremos: latentes, potenciales, posibles, pero sin el deseo de apropiarse de ellos seguirán siendo apenas hojas en blanco donde todo es posible, también la NADA.
Más allá de lo inexactos que son los diccionarios online de nombres y significados, los interesados en descubrir el verdadero sentido de sus nombres, y el poder arcano que esconden, pueden rastrearlos en obras de divulgación más o menos confiables; una de ellas es el libro El poder sagrado de los nombres (The Sacred Power in Your Name), del investigador Ted Andrews—autor de: Cómo descubrir tus vidas pasadas (How To Uncover Your Past Lives), Cómo hacer lecturas psíquicas a través del tacto (How To Do Psychic Readings Through Touch), Conocer y trabajar con espíritus guía (How to Meet and Work with Spirit Guides) y Protección contra ataques psíquicos: balance y cuidado del cuerpo, mente y espíritu (Psychic Protection: Balance and Protection for Body, Mind and Spirit)—, publicado en 1998.
El lado oscuro de la psicología. I Egosofía: el estudio del Yo.
Más literatura gótica:
- El verdadero nombre de las cosas.
- Lengua Adánica: ¿qué idioma se hablaba en el Paraíso?
- Senzar: la lengua de Dzyan.
- Voynichés: la lengua de lo impronunciable.
- Enoquiano: el idioma de los ángeles.
- El lenguaje de los vampiros: ¿los vampiros tienen su propio idioma?
- Relatos de terror con nombre de mujer.
- Carmilla y la leyenda de los nombres de los vampiros.
4 comentarios:
Es interesante tambien ver como ciertos pueblos con creencias animistas aplican un concepto parecido con respecto a los nombres. Por ejemplo, los Inuit (llamados vulgarmente esquimales): no solo creen que hay seres espirituales que habitan los objetos inanimados y gobiernan su existencia (para ellos todo tiene un alma), sino que hay seres espirituales que viven en el espiritu del ser humano...y aqui para ellos tiene vital importancia el "nombre" de cada persona: ponerle a un niño el nombre de un antepasado, inevitablemente lo dotara con algunas de sus cualidades en el caracter. Lo mismo ocurre si se le otorga el nombre de un animal u objeto inanimado: el niño adoptara tambien ciertos rasgos del alma de ellos.
Tal vez los Inuit tengan razón, Maika, y cada vez que nombramos algo lo dotamos de atributos. Hermosa visión del mundo, donde cada palabra es un hecho. Solo esperemos que ninguno sea irrevocable. Me pregunto qué universos (o infiernos) se forjan a cada segundo en una simple conversación.
La realidad construye el lenguaje? O es el lenguaje el que construye la realidad?... he aqui el alma misma del mas perenne de todos los debates. Pero si la opcion valida fuese la segunda: los escritores, serian Dioses creadores y omnipotentes al redactar una novela, un ensayo, un cuento, una tesis, etc...??? Excelsa manera ser participe de la naturaleza divina :)
Es probable que haya un poco de verdad en ambas. El lenguaje quizás es nuestra forma de descomponer la realidad, demasiado compleja y vasta y enigmática, en signos más o menos económicos. Por otro lado, ¿quién sabe qué fabulosas realidades se van creando con la palabra? Basta mirar los mundos del juego y la imaginación de cualquier chico para observar que todos, sin excepción, creamos mundos irresponsablemente que luego abandonamos. Me pregunto si Dios no habrá hecho lo mismo...
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