El verdadero Nombre de las cosas


El verdadero nombre de las cosas.




Existe un Lenguaje Sagrado donde la cosa y su nombre son indivisibles. El escritor argentino Jorge Luis Borges versifica sobre este paradigma en el poema El golem:


Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo.


Algo de esto podemos advertir en la leyenda de la Lengua Adánica, aquel idioma primigenio hecho de raras simetrías mediante el cual Adán nombró a todas las cosas creadas.

No obstante, si admitimos que cada cosa tiene un nombre secreto, y que cada nombre es la verdadera naturaleza de la cosa, entonces fue Adán el autor objetivo de la creación; ya que hasta entonces ninguna cosa tenía nombre, es decir, nada estaba completo.


Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.


La concepción de este Lenguaje Sagrado aparece en muchos mitos y tradiciones religiosas. En el Cratilo, Sócrates especula sobre la posibilidad de que los nombres y las palabras no sean construcciones arbitrarias, es decir, meras combinaciones de signos, sino un sistema en donde la palabra y la cosa comparten una misma naturaleza.

Quizás por eso todos los dioses olímpicos, incluído Zéus, estaban subordinados al poder de las Moiras, las diosas del destino, quienes no conocían el futuro basándose en predicciones, sino que lo tejían, es decir, lo convertían en algo objetivo mediante una acción creativa.

Los mitos hebreos retoman esta cuestión, y sostienen que Dios posee un nombre terrible, impronunciable, tan vasto que la eternidad resulta incompleta para entenderlo.  Lo mismo ocurre en el Islam, donde Alá posee 99 nombres terrenales, y uno que brilla en los cielos.

Con el tiempo este mito se fue degradando, hasta llegar al Evangelio de Juan y su idea de que quien posea el verdadero nombre de Dios tendrá un poder inconmensurable sobre todas las cosas creadas [ver: Los nueve billones de nombres de Dios]

El temor y el respeto de los hebreos por este mítico nombre de Dios queda expresado en la prohibición tajante de utilizar en vano incluso sus epítetos mundanos, como el tetragrámaton (YHWH)

Conviene resaltar la fuerza de esta idea: <Dios y su nombre son la misma cosa, y quien conozca el nombre de Dios tendrá acceso a todo su poder.

Pero si Dios está sujeto a esta ley de correspondencia entre la cosa y el nombre que la designa, el resto de la creación necesariamente debe estar gobernado por las mismas reglas.


Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.


Acaso por eso aquel ángel que luchó cuerpo a cuerpo con Jacob se rehusó tajantemente a decirle su nombre, sin dudas por temor a que ese conocimiento le confiera un poder absoluto sobre él. Algo similar podemos ver en la tradición cristiana del ritual de exorcismo. La única forma de cesar una posesión demoníaca es conseguir que el demonio diga su verdadero nombre. Recién allí el exorcista está en condiciones de enviarlo nuevamente a los abismos.

De más está mencionar que en muchas culturas calificadas peyorativamente de primitivas, existen dos nombres para cada persona, uno público y de uso común, y otro secreto, conocido únicamente por la madre del individuo, cuyo propósito acaso sea protegerlo de ataques espirituales.

Ahora bien, el verdadero nombre de las cosas plantea una imposibilidad insoslayable. Si el nombre de un anillo, por citar un ejemplo arquetípico, es también el anillo; entonces en sus signos debe sentirse el oro, su curvatura, su peso, su interior, hasta el último átomo que vibra para conformarlo; de modo que podríamos recorrer un camino inverso, es decir, conocer hasta la fibra más intima de los objetos, y de ese modo descubrir su verdadero nombre.

Jorge Luis Borges finaliza su bellísimo poema especulando que el Golem, una criatura mítica del folklore hebreo, es apenas un remedo de la naturaleza humana, y que ni siquiera el rabino más poderoso de Praga es capaz de imitar a Dios en su faceta creadora, que no es otra que la de un hacedor de palabras.


El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'

'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?

Jorge Luis Borges




Mitología. I Filología.


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2 comentarios:

Maika Duvnj'ack dijo...

Tambien la palabra tiene un inmenso poder para culturas nomades como los Inuit quienes creen en el Animismo. Por ejemplo, para ellos el cuerpo alberga un alma (quien le dara las caracteristicas de "personalidad" especifica a cada ser humano). Por esa razon consideran de vital importancia el elegir cuidadosamente el nombre de cada nuevo integrante de la familia: es el nombre y su significado (siempre relacionados con elementos vivos o inertes de la naturaleza que a su vez muestran un poder particular - estan endiosados-) quien "define" a la persona como que lo que es. Asi la persona y el nombre son una misma cosa.

Sebastian Beringheli dijo...

Otra muestra más acerca de lo avanzadas que son las "culturas primitivas". No es raro que hoy en día se elijan nombres por sintonía acústica, olvidando que el nombre no solo nos define ante los demás, sino que acaso prefigura algunos rasgos propios que nos acompañarán siempre.

Beso grande, Maika!



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