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Rosa Mulholland: novelas, relatos y poemas


Rosa Mulholland: novelas, relatos y poemas.




Rosa Mulholland —también conocida como Lady Gilbert (1841-1921)— fue una destacada escritora irlandesa que incursionó en la novela, el relato y la poesía, dejando una producción literaria realmente interesante. En este contexto, los poemas, relatos y novelas de Rosa Mulholland se encuentran entre las piezas más elegantes de la época.

En esta sección de El Espejo Gótico iremos repasando todos los poemas, novelas y relatos de Rosa Mulholland.




Obras completas de Rosa Mulholland.
  • Amor y la muerte (Love and Death)
  • El órgano maldito de Hurly Burly (The Haunted Organist of Hurly Burly)
  • Alaba a nuestro Salvador (Price and Saviour)
  • Castillo Banshee (Banshee Castle)
  • Cinco pequeños granjeros (Five Little Farmers)
  • Cuatro pequeñas travesuras (Four Little Mischiefs)
  • Doce meses de mi vida (Twelve Months of My Life)
  • Dunmara (Dunmara)
  • El anillo de Narcissa (Narcissa’s Ring)
  • Eldergowan (Eldergowan)
  • El fantasma de Woldwood Chase (The Ghost at Wildwood Chase)
  • El fantasma en la ruta (The Ghost at the Rath)
  • El fantasma viviente (The Living Ghost)
  • El ideal de una muchacha (A Girl’s Ideal)
  • El misterio del salón en el bosque (The Mystery of Hall-in-the-Wood)
  • El misterio de Ora (The Mystery of Ora)
  • El regreso de Mary O'Murrough (The Return of Mary O’Murrough)
  • Espíritu y polvo (Spirit and Dust)
  • Gemelas (Twin Sisters)
  • Giannetta (Giannetta)
  • Hetty Gray (Hetty Gray)
  • Historia de Ellen (Story of Ellen)
  • Historia de Hester (Hester's History)
  • Irene (Irene)
  • La fallecida señorita Hollingford (The Late Miss Hollingford)
  • La hija en posesión (The Daughter in Possession)
  • La nieta del Squire (The Squire’s Grand-Daughter)
  • Las chicas O'Shaughnessy (The O’Shaughnessy Girls)
  • La señora Tantivy (The Lady Tantivy)
  • La tienda de gorras de Cynthia (Cynthia’s Bonnet Shop)
  • La tragedia de Chris (The Tragedy of Chris)
  • Los árboles andantes (The Walking Trees)
  • Los bosques malignos de Tobereevil (The Wicked Woods of Tobereevil)
  • Los pájaros salvajes de Killeevy (The Wild Birds of Killeevy)
  • Los reclamadores de arándanos (The Cranberry Claimants)
  • Marcella Grace (Marcella Grace)
  • Marigold (Marigold)
  • Nanno, una hija del Estado (Nanno, a Daughter of the State)
  • Noreen, la historia de una chica de carácter (Noreen, the Story of a Girl of Character)
  • Nuestra hermana Maisie (Our Sister Maisie)
  • O´Loughlin de Clare (O’Loughlin of Clare)
  • Onora (Onora)
  • Padre Tim (Father Tim)
  • Para no ser tomado en la cama (Not to Be Taken at Bed-Time)
  • Prima Sara (Cousin Sara)
  • Sueños y realidades (Dreams and Realities)
  • Terry (Terry)
  • Una extraña historia de amor (A Strange Love Story)
  • Un inmigrante justo (A Fair Emigrant)
  • Vida de sir John Gilbert (Life of Sir John Gilbert)
  • Viejos amigos de la escuela (Old School Friends)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Rosa Mulholland: novelas, relatos y poemas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El órgano maldito de Hurly Burly»: Rosa Mulholland; relato y análisis.


«El órgano maldito de Hurly Burly»: Rosa Mulholland; relato y análisis.




El órgano maldito de Hurly Burly (The Haunted Organist of Hurly Burly) es un relato de terror de la escritora irlandesa Rosa Mulholland —Lady Rosa Mulholland Gilbert (1841-1921)—, publicado en 1891. Un siglo después sería reeditado en la antología: Historias victorianas de fantasmas: una antología de Oxford (Victorian Ghost Stories: An Oxford Anthology).

El órgano maldito de Hurly Burly, uno de los cuentos de Rosa Mulholland más destacados, es una especie de homejane al relato de fantasmas de Elizabeth Gaskell de 1852: El cuento de la vieja niñera (Old Nurse's Story).




El órgano maldito de Hurly Burly.
The Haunted Organist of Hurly Burly, Rosa Mulholland (1841-1921)

Había estallado una tormenta en el pueblo de Hurly Burly. Las puertas estaban cerradas, los perros se habían recogido en sus casetas, y surcos y canalones eran cual río desbordado después del diluvio que había caído. En la casa grande, que se encontraba a una milla del pueblo, los grajos se llamaban unos a otros con el miedo que habían pasado, los cervatillos del bosque se atrevían a asomar la cabeza tímidamente por detrás de los troncos de los árboles y la vieja de la caseta del guarda se ponía en pie y devolvía su libro de oraciones al estante. En el jardín, las rosas de julio, desmañadas por su boyante plenitud, languidecían empapadas en las ramas, las cabezas inclinadas hacia la tierra por el peso de la lluvia. Las que ya se habían caído, yacían con sus caras florecientes boca abajo en el sendero donde Bess, la doncella de Mistress Hurly, las encontraría en su búsqueda matutina de pétalos de rosas para el potpourri de su señora. Multitud de hileras de lirios blancos, que habían alcanzado la perfección por los efectos del sol del presente día, yacían salpicados en el lodo de los arriates inundados. Pequeñas lágrimas se deslizaban por las mejillas ambarinas de las ciruelas en la pared sur y ni una sola abeja se había atrevido a salir de la colmena, aunque el aroma del aire era lo suficientemente dulce como para tentar al zángano más perezoso. El cielo presentaba aun un aspecto sensacional tras los troncos de los robles de las tierras altas, aunque los pájaros habían empezado a entrar y salir de entre la hiedra que envolvía el hogar de los Hurly de Hurly Burly.

Esta tormenta tuvo lugar hace más de medio siglo, y tenemos que recordar que Mistress Hurly iba vestida al estilo de aquella época al hacer su aparición silenciosamente por detrás del sillón del Squire ahora que los relámpagos habían cesado. Miraba con cierto nerviosismo en dirección a la ventana y fue a sentarse frente a su esposo, frente a la tetera y los pastelillos. Podemos imaginamos la delicada cofia de encajes con lazos aterciopelados, el volante del borde de su traje de batista que le llegaba ligeramente a los tobillos, los dibujos bordados de las costuras de sus medias y las escarapelas de sus zapatos, pero lo que no podemos imaginamos con tanta facilidad es el color lila de sus ojos bondadosos, ni la piel suave como la seda que aún conservaba su delicado esplendor, aunque algo arrugada por el paso de los años, ni tampoco la boca pálida dulce y fruncida, que el tiempo y el sufrimiento habían vuelto angelical al tiempo que intentaban en vano borrar su belleza.

Él era tan hosco como tierna era su mujer, tenía la piel tan oscura como ella la tenía blanca y el cabello gris tan erizado como el de ella lustroso. Los años le habían arado el rostro con surcos y estrías. Había sido un hombre un tanto fanfarrón, colérico y ruidoso, pero recientemente su mirada se había vuelto algo débil, su fuerte voz tenue, y el vigor de su paso firme se había retardado. Miraba con frecuencia a su esposa, y ésta más a menudo aún le devolvía la mirada. No era una mujer alta y él sólo le sacaba la cabeza. Curiosamente hacían muy buena pareja, a pesar de sus diferencias. Cuando ella se dirigía a alguien lo hacía con una brusquedad nerviosa, dejando entrever su voz y mirada sensibles; él tenía la voz y la mirada tosca, pero su ademán resultaba cortés. Recientemente se llevaban mejor que nunca lo habían hecho durante el apogeo de su amor juvenil. Una pena compartida había dado lugar a una singular semejanza entre ellos. Durante años el dictado de la esposa había sido: «¡No refrenes tanto a mi hijo!» y el del esposo éste: «¡Malcrías al chico siendo tan indulgente!» Pero ahora el ídolo que se había erguido entre ellos no estaba y podían contemplarse mutuamente mucho mejor.

La habitación que ocupaban era un salón agradable y anticuado, con muebles de patas de araña: una espineta y una guitarra estaban colocadas en sus respectivos sitios, con gran número de partituras al lado de las mismas; había una alfombra de guirnaldas rojizas sobre fondo azul pálido, acanaladuras azules sobre la pared y tenues dorados en los muebles. Había también una enorme urna repleta de rosas ante el ventanal abierto por el que entraban un delicioso airecillo procedente del jardín, el gorjear de los pájaros disponiéndose a dormir en la hiedra cercana y, ocasionalmente, el repiqueteo de unas gotas de lluvia vertidas sobre el suelo al arquearse una rama con la brisa. La urna que estaba sobre la mesa era de plata antigua y la porcelana de gran valor. No había nada en la habitación que fuera para la comodidad del cuerpo, sino que todo consistía en un delicado refinamiento para gozo de la vista.

Un imponente silencio envolvía todo Hurly Burly excepto en el vecindario de los grajos. Todos los seres vivos habían padecido los calores del mes pasado, y ahora, en comunión con la naturaleza, recibían la bendición del aire refrescante con silenciosa paz. Los señores de Hurly Burly compartían aquel espíritu y no estaban muy locuaces durante el té.

—¿Sabes? —dijo al fin Mistress Hurly—, cuando escuché el primer trueno retumbar, pensé que era... que era...

La dama se detuvo. Le temblaron los labios y los aterciopelados lazos de su cofia se agitaron de consternación.

—¡Bah! —replicó el viejo Squire consiguiendo que su taza resonara sobre el platillo—. Deberíamos olvidamos de eso. No se ha vuelto a oír nada al respecto desde hace tres meses.
En ese momento un sonido ensordecedor llegó a los oídos de ambos. La dama se levantó de su asiento temblando y juntó las manos mientras que el líquido de la tetera inundaba la bandeja.
—Tonterías, mi amor —dijo el Squire—. No es más que el sonido de ruedas. ¿Quién puede llegar a estas horas?
—¿Quién puede ser en verdad? —murmuró la dama volviendo a sentarse con nerviosismo.

Al poco, la agraciada Bess, la de los pétalos de rosas, apareció en la puerta en un revuelo de lazos azules.

—Perdón, señora, una dama acaba de llegar y dice que la esperan. Ha preguntado por sus aposentos y la he conducido a la habitación que estaba dispuesta para Miss Calderwood. Le envía sus respetos, señora, y bajará a reunirse con usted enseguida.

El Squire miró a su esposa y ésta a su vez hizo lo mismo.

—Debe tratarse de un error —murmuró la señora—. Será alguna visita que viene a Calderwood o a la finca. Resulta muy curioso.

Apenas hubo hablado cuando la puerta se abrió de nuevo y la forastera apareció: era una criatura pequeña (difícil decir si se trataba de una mujer o de una joven), vestida con un ligero traje negro de seda, los hombros estrechos cubiertos por una esclavina blanca de muselina. Llevaba todo el cabello recogido en un moño alto, salvo un flequillo corto que le caía sobre la estrecha frente a dos centímetros de las cejas. Tenía la cara morena y delgada, los ojos negros y rasgados, las cuencas aún más negras, la boca grande, de aspecto dulce y melancólico. Era todo cabeza, boca y ojos; la nariz y la barbilla no tenían nada de particular.

La visita cruzó la habitación deprisa, hizo una pequeña reverencia de cortesía en medio de la sala y se acercó a la mesa, diciendo abruptamente con un suave acento italiano:

—Señor, señora, aquí estoy. He venido a tocar su órgano.
—¡El órgano! —dijo con voz entrecortada Mistress Hurly.
—¡El órgano! —tartamudeó el Squire.
—Sí, el órgano —dijo la damita extranjera, deslizando los dedos por el respaldar de una silla como si buscara las notas allí mismo—. No hace ni una semana que el apuesto signore, su hijo, se dirigió a mi casa donde he vivido enseñando música desde que mi padre inglés y mi madre italiana, así como mis hermanos y hermanas, murieran y me dejaran tan sola.

En este punto dejaron de tamborilear los dedos y se secó un par de lagrimones de cada ojo, con cada mano, tal y como lo hacen los niños. Pero enseguida los dedos se pusieron en movimiento nuevamente, como si sólo pudiera hablar la lengua al moverse estos.

—El noble signore, su hijo —dijo la mujercita, mirando confiadamente primero a uno y luego al otro, mientras que un luminoso rubor resplandecía en su piel tostada—, a menudo venía a visitarme antes de aquello, siempre por las tardes, cuando el sol era cálido y amarillo al entrar en mi pequeño estudio y la música henchía mi corazón y podía tocar magníficamente con toda mi alma. Entonces él solía venir y decirme: «Venga, pequeña Lisa, toca mejor, aún mejor. Tengo trabajo que ofrecerte para más tarde.» A veces decía: «¡Brava!» y otras: «¡Eccellentissima!». Pero una noche, la semana pasada, vino a verme y me dijo: «Ya es suficiente. ¿Me juras que harás lo que yo te pida, sea lo que sea?» Al decir esto cerró los negros ojos. Y dije: «Sí.» Y él dijo: «Ahora eres mi prometida.» Y contesté: «Sí.» Y él dijo: «Recoge tu música, pequeña Lisa, y márchate a Inglaterra a ver a mi padre y a mi madre que tienen un órgano en su casa que hay que tocar. Si se negaran a dejarte tocar, diles que fui yo quien te mandó que fueras y así te dejarán hacerlo. Tienes que tocar durante todo el día y levantarte por la noche para seguir tocando. Que nunca te rinda el cansancio. Eres mi prometida y me has jurado hacer mi trabajo». Dije: «¿Le veré allí, signore» Y él contestó: «Sí, me verás allí.» Dije: «Cumpliré mi promesa, signore.» De modo que, señor, señora, aquí me tienen.

La suave voz extranjera dejó de hablar, los dedos dejaron de tamborilear en el respaldar de la silla y la pequeña forastera miró consternada a sus oyentes que la escuchaban pálidos y nerviosos.

—Se confunde. Debe tratarse de una equivocación —contestaron ambos a la vez.
—Nuestro hijo —empezó a decir Mistress Hurly, pero se le contrajo la boca en una mueca, se le quebró la voz y miró con pena a su esposo.
—Nuestro hijo —siguió el Squire, esforzándose por dominar el temblor de su voz—, nuestro hijo hace tiempo que muñó.
—No, no —contestó la pequeña extranjera—. Si lo creían muerto, alégrense, queridos señores. Está vivo; está bien, fuerte y apuesto. No hace más que uno, dos, tres, cuatro, cinco (contando con los dedos) días que estuvo a mi lado.
—Debe tratarse de algún error extraño, una coincidencia fuera de lo normal —dijeron los señores de Hurly Burly.
—Llevémosla a la galería —murmuró la madre de este hijo que estaba muerto y vivo a la vez—. Aún hay luz para ver los cuadros. No reconocerá su retrato.

Los sobrecogidos cónyuges condujeron a su extraña visitante hasta una habitación larga y oscura en el ala oeste de la casa donde los tenues destellos del cielo que se oscurecía iluminaban todavía los retratos de la familia Hurly.

—Sin duda alguna nuestro hijo se parece a este chico —dijo el Squire, señalando a un joven rubio de rostro apacible, un hermano suyo perdido en alta mar.

Pero Lisa negó con la cabeza y se fue silenciosa de puntillas, de un cuadro a otro, escudriñando los lienzos y apartándose preocupada. Pero al fin un grito de gozo sobrecogió la habitación que se encontraba en penumbra.

—¡Ah, aquí está! ¡Miren, aquí está, el noble signore, el bello signore, ni la mitad de apuesto de como era hace cinco días cuando se dirigió a la pobre y pequeña Lisa! Estimado señor, estimada señora, ahora estarán satisfechos. Llévenme, pues, hacia el lugar donde se encuentra el órgano de modo que pueda comenzar a hacer cuanto antes lo que él me pidió.

La señora de Hurly Burly se agarró con fuerza al brazo de su marido.

—¿Cuántos años tiene, muchacha? —dijo con voz débil.
—Dieciocho —contestó la visitante con impaciencia, mientras se dirigía hacia la puerta.
—¡Pero si mi hijo lleva veinte años muerto! —replicó la madre desvaneciéndose sobre el pecho de su esposo.
—Manda que traigan el carruaje enseguida —dijo Mistress Hurly, recuperándose de su desvanecimiento—. La llevaré a Margaret Calderwood y ésta le contará toda la historia. Margaret conseguirá que entre en razón. No, mañana, no; no puedo esperar hasta mañana, pues queda tan lejos. Tenemos que ir esta misma noche.

La pequeña signora pensó que la dueña de la casa estaba loca, pero se puso la capa de nuevo obedientemente y se sentó junto a Mistress Hurly en el carruaje de la familia. La luna, que las contemplaba a través de la ventanilla durante el recorrido, no era más blanca que el rostro ajado de la esposa del Squire, cuyos ojos turbios y vidriosos la miraban fijamente en un estado de duda y asombro que le impedían poder articular palabra o derramar lágrima alguna. Lisa, también, desde su rincón, se recreaba con la luna, mientras que sus ojos negros brillaban repletos de sueños apasionados.

Un carruaje se alejaba de la puerta de los Calderwood al tiempo que el coche de los Hurly se paraba frente a los escalones de la entrada. Margaret Calderwood acababa de volver de una cena y ante la puerta abierta se podía ver una figura espléndida de mujer, alta, vestida de terciopelo marrón, con unos diamantes sobre el pecho que resplandecían a la luz de la luna, la cual también la iluminaba a ella en un haz que abarcaba desde los aleros de la casa hasta el mismo suelo. Mistress Hurly cayó en sus brazos abiertos con un gemido; entonces la robusta mujer condujo a su anciana amiga, como si de un niño se tratara, al interior de la casa. Se olvidaron de la pequeña Lisa, que se sentó contenta en el umbral para recrearse con la luna durante más rato y tamborear sonatas imaginarias en el escalón de la puerta.

Hubo lágrimas y susurros en la penumbra de la habitación iluminada por la luna a la que Margaret Calderwood había llevado a su amiga. Fue una consulta que duró bastante, al final de la cual Margaret, tras haber logrado calmar a la afligida mujer en un rincón tranquilo de la estancia, salió en busca de la forastera morenita e inoportuna que había llegado de ultramar con tan disparatadas noticias del mundo de los muertos.

La joven siguió a la dama por la escalera señorial de la elegante casa de los Calderwood hasta una amplia habitación donde una lámpara encendida le mostró, en caso de que le importara comprobarlo, que esta mansión era más rica y lujosa que la de los Hurly Burly. El mobiliario de dicha habitación la revelaba como el santuario de una mujer cuyos intereses en la vida dependían de los recursos del intelecto y el buen gusto. Lisa no se fijó en nada, excepto en un pedazo de galleta que había en un plato.

—¿Puedo cogerlo? —preguntó ansiosa—. Hace tanto tiempo que no como. Estoy hambrienta.

Margaret Calderwood la contempló con una triste mirada maternal y, separándole el flequillo de la frente, la besó. Lisa la miró con asombro, devolviéndole la caricia con ímpetu. Los anchos hombros de Margaret, su cara de Madonna y su rubio cabello trenzado la dejaron extasiada. Pero cuando le trajeron comida se abalanzó sobre ella y se la comió.

—¡Es mejor de lo que he comido nunca en casa! —dijo agradecida. Y Margaret Calderwood murmuró—: ¡Al menos goza de buena salud física!
—Y ahora, Lisa —dijo Margaret Calderwood—, cuéntame toda la historia del gran signore que te mandó que vinieras a Inglaterra a tocar el órgano.

Entonces Lisa se colocó con sigilo detrás de una silla y los ojos le empezaron a chispear y los dedos a tamborear, mientras repetía su historia al pie de la letra, tal y como la había contado en Hurly Burly.

Cuando hubo terminado, Margaret Calderwood empezó a pasear arriba y abajo por la estancia con cara de preocupación. Lisa la miraba fascinada y, cuando le pidió que escuchara la historia que iba a contarle, la joven juntó las incansables manos dócilmente y se dispuso a hacerlo.

«Hace veinte años. Lisa, Mr. y Mrs. Hurly tuvieron un hijo. Era hermoso, como ese retrato que viste en la galería, y poseía además un talento extraordinario. Su padre y su madre lo idolatraban y los que lo conocían se sentían obligados a amarle. Yo era entonces una joven feliz de veinte años. Era huérfana y Mrs. Hurly, que había sido amiga de mi madre, fue como una madre para mí. A mí también los amigos me mimaban y dispensaban muestras de cariño, y era muy rica pero yo sólo valoraba la admiración, y las riquezas (el legado que me había tocado) sólo en la medida en que merecían la pena a los ojos de Lewis Hurly. Yo era su prometida y futura esposa y le amaba.

»Todo el cariño y muestras de orgullo que le prodigaron no impidieron que se echara a perder ni que se abandonara cada vez más a la maldad, hasta que incluso aquellos que más le amaban desistieran en su empeño de verle algún día regenerado. Le rogué entre lágrimas, por mí, si no por su desconsolada madre, que se salvara antes de que fuera demasiado tarde Pero horrorizada comprobé que había perdido todo mi poder, que mis palabras ni siquiera le conmovían, que ya no me amaba. Intenté pensar que se trataba de algún brote pasajero de locura y me aferré aún a la esperanza. Al final, su propia madre me prohibió verle.»

Llegada a este punto, Margaret Calderwood se detuvo, al parecer como consecuencia de algún pensamiento amargo pero prosiguió:

«Él y su pandilla de amigos íntimos, que se hacían llamar “El Club del Diablo", tenían por costumbre gastar toda clase de bromas profanas en el campo. Organizaban juergas sobre las tumbas del cementerio del pueblo: llevaban hasta allí a ancianos y niños desamparados para torturarlos haciéndoles creer que los enterrarían vivos, o desenterraban a los muertos y los sentaban alrededor de las tumbas simulando una fiesta. En una ocasión, se celebró en el pueblo un funeral muy triste. Trasladaron al difunto a la iglesia y se leyeron los responsos de cuerpo presente, mientras que el pariente más cercano, el anciano padre del difunto, lo soportaba llorando. En medio de esta escena solemne resonó de repente una melodía profana procedente del órgano y se oyeron gritos que entonaban una canción de borrachos. Un gemido de condena surgió de la muchedumbre. El clérigo se puso blanco y cerró su libro de oraciones, y el viejo, el padre del difunto, subió las escaleras del altar y, levantando los brazos al cielo, profirió una maldición terrible. Maldijo a Lewis Hurly eternamente y maldijo el órgano que tocaba, que ojalá permaneciera en silencio en lo sucesivo salvo cuando lo tocaran los dedos que lo habían profanado, esos dedos que ojalá tuvieran que tocar para siempre hasta que se entumecieran con el rigor de la muerte. Y la maldición pareció funcionar, porque el órgano enmudeció en la iglesia desde aquel día, excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly.

»Haciendo un alarde, a Lewis se le ocurrió la fanfarronería de que desmontaran el órgano y lo llevaran a casa de su padre, ordenando que lo dispusieran en la habitación donde se encuentra ahora. También fue una fanfarronería tocarlo todos los días. Pero, poco a poco, el tiempo que le dedicaba empezó a prolongarse rápidamente. Le dimos muchas vueltas a este capricho, que era como nosotros lo llamábamos, y su pobre madre dio gracias a Dios porque se apasionara con una ocupación tal que le evitara problemas. Yo fui la primera en sospechar que no se quedaba aporreando el órgano durante tantas y penosas horas por voluntad propia mientras sus amigos íntimos intentaban en vano apartarlo de aquello. Solía encerrarse en la habitación con el órgano, pero un día me escondí entre las cortinas y vi cómo se retorcía en su asiento y le oí gemir al mismo tiempo que luchaba por arrancar las manos del teclado, a donde volvían cual si de una aguja atraída por un imán se tratara. Enseguida se pudo comprobar que se había convertido en esclavo del órgano, privado de voluntad propia; pero si se trataba de un ataque de locura o de algún fenómeno sobrenatural que tuviera su origen en la maldición del viejo no nos atrevíamos a decir. Pronto hubo un tiempo durante el cual el retumbar del órgano nos despertaba de nuestro sueño por las noches. Tocaba ahora día y noche. Rechazaba la comida y el descanso. Se fue poniendo demacrado. Le salieron ojeras, le creció la barba y se le salían los ojos de las órbitas. Se le consumió el cuerpo y los dedos se le retorcieron como si de las garras de un pájaro se tratara. Gemía lastimosamente allí encorvado sobre su cruel y agotadora labor. Todos, excepto su madre y yo misma, tenían miedo de acercársele. Esta última, la pobre y dulce mujer, intentaba meterle vino y comida entre los labios, mientras que aquellos torturados dedos se arrastraban sobre el teclado; pero a él sólo le rechinaban los dientes echándole maldiciones y ella se alejaba aterrorizada para rezar. Al final, un día terrible, nos encontramos con un espantoso cadáver tirado en el suelo delante del órgano.

»A partir de aquella misma hora, el órgano enmudeció cuando lo tocaban. Muchos, que no querían creerse la historia, se esforzaron con ahínco para arrancarle algún sonido que otro, pero fue en vano. Sin embargo, cuando se cerró y abandonó la oscura y vacía habitación, escuchamos tan fuerte como siempre aquellos sonidos familiares zumbando y retumbando a través de las paredes. Día y noche los tonos del órgano resonaron como antes. Parecía que la condena de aquel desgraciado no se hubiese cumplido, aunque su torturado cuerpo se hubiera consumido en la terrible lucha por cumplirla. Incluso su propia madre tenía miedo de acercarse a la habitación después de aquello. Así transcurrió el tiempo y la maldición de esta música perpetua no desaparecía de la casa. Los sirvientes no duraban nada en la casa. Las visitas la esquivaban. El Squire y su esposa abandonaron su hogar durante años y volvieron; lo dejaban y regresaban de nuevo, para encontrarse con que aquellos terribles sonidos aún perseguían incesantes sus oídos torturados y sus corazones oprimidos. Por fin, hace unos meses, encontraron a un hombre santo que se encerró en la habitación maldita durante vanos días rezando y luchando con el demonio. Después de que éste terminara y se fuera, los sonidos cesaron y el órgano no volvió a oírse. Desde entonces ha reinado la paz en la casa. Y ahora, Lisa, tu extraña aparición y tu singular historia nos han convencido de que eres víctima de un ardid del Diablo. Que te sirva de advertencia, busca la protección de Dios para que puedas salvarte de las temibles influencias que se traman en tomo a ti. Ven...»

Margaret Calderwood se volvió hacia el rincón donde estaba sentada la forastera suponiendo que estaría escuchándola atentamente. Pero la pequeña Lisa estaba profundamente dormida con las manos extendidas delante de ella como si estuviera tocando un órgano en sus sueños.
Margaret acercó la cara suave y morena a su regazo y le besó las henchidas sienes exaltadas por el asombro y la fantasía.

—¡Te salvaremos de un horrible destino! —murmuró, y llevó a la joven a la cama.

Por la mañana Lisa se había ido. Margaret Calderwood se dirigió bien temprano al cuarto de la chica y encontró la cama vacía.

—¡Es tan alocada —pensó Margaret—, que se habrá levantado al amanecer para escuchar las alondras! —y salió a buscarla a los prados, tras los setos de hayas, y en el parque de la casa. La señora Hurly, desde la ventana de la habitación donde se servía el desayuno, vio a Margaret Calderwood, alta y rubia, con un vestido blanco de mañana, por el sendero del jardín entre los rosales, su atuendo salpicado por el rocío y una mirada de preocupación en su cara serena. La búsqueda había sido infructuosa. La pequeña extranjera se había esfumado.
Una segunda búsqueda, después del desayuno, resultó también inútil, y por la tarde las dos mujeres volvieron juntas en coche a Hurly Burly. Allí todo era pánico y agitación. El Squire estaba sentado en su estudio con las puertas cerradas y las manos en los oídos. Los sirvientes, con los rostros pálidos, formaban corros cuchicheando. El órgano encantado estaba resonando por toda la casa como antaño.

Margaret Calderwood se apresuró hacia la habitación fatídica, y allí, sin lugar a dudas, se encontraba Lisa sentada sobre el taburete alto delante del órgano, golpeando el teclado con las manitas, su figura menuda balanceándose y la luz del atardecer acariciándole la extraña cabeza. Arrancaba una música dulce y sobrehumana del quejumbroso corazón del órgano, melodías arrebatadas que alcanzaban culminantes puntos de éxtasis hasta caer en lúgubres profundidades. Tocaba desde Mendelssohn a Mozart y de Mozart a Beethoven. Margaret se quedó fascinada durante un rato por la belleza de los sonidos que escuchaba, pero, sobreponiéndose rápidamente, rodeó con los brazos a la joven intérprete obligándola a abandonar la habitación. Lisa volvió al día siguiente, sin embargo, y no resultó fácil persuadirla para alejarla de nuevo de su puesto. Día tras día se afanaba en su tarea por tocar el órgano, volviéndose cada vez más pálida y delgada y con un aspecto cada vez más extraño a medida que transcurría el tiempo.

—Trabajo tanto —le dijo a Mrs. Hurly—. El signore, su hijo, ¿está satisfecho? Dígale que venga y me diga él mismo si resulta de su agrado.

Mistress Hurly enfermó y guardó cama. El Squire lanzaba maldiciones contra la extranjera descarada y se iba de la casa. Margaret Calderwood fue la única que se quedaba aguardando el destino de la pequeña organista. La maldición del órgano se había apoderado de Lisa. Hablaba por sus manos y sus manos no eran más que meras esclavas.

Por fin la joven anunció con entusiasmo que había recibido la visita del valiente signore, que le había elogiado su perseverancia, diciéndole que trabajara aún más. Después de aquello dejó de mantener ningún contacto con el mundo de los vivos. Una y otra vez Margaret Calderwood abrazaba aquel frágil cuerpo y se la llevaba a la fuerza, cerrando con llave la habitación fatídica. Pero cerrar la habitación y esconder la llave no servía de nada. La puerta se abría de nuevo y Lisa volvía a su tarea en el taburete.

Una noche, al despertarse a causa del retumbar y los quejidos del órgano que tan familiares resultaban ya, Margaret se vistió apresuradamente y se dirigió a la habitación profana. La luz de la luna iluminaba la escalera y los pasillos de Hurly Burly. Brillaba sobre el busto de mármol del fallecido Lewis Hurly colocado en la hornacina encima de la puerta del saloncito de su madre. La habitación del órgano estaba totalmente iluminada por aquella luz cuando Margaret empujó la puerta y entró; estaba iluminada totalmente por la pálida y verde luz de la luna que entraba por la ventana, que se entremezclaba con otra luz, un resplandor mortecino y pálido que parecía envolver a una sombra oscura que recordaba la figura de un hombre junto al órgano y ponía de relieve, de un modo asombroso, la forma menuda de Lisa que se retorcía, más que balanceaba, hacia delante y hacia atrás como si estuviera agonizando. Los sonidos que procedían del órgano resultaban entrecortados y sin significado alguno, como si las manos de la intérprete se hubieran quedado rezagadas y tropezaran con las teclas. Entre cada acorde intermitente Lisa lanzaba lamentos quejumbrosos, mientras que la siniestra figura se inclinaba hacia ella con gestos amenazantes, temblando por el malestar que produce el miedo a lo sobrenatural pero aún con voluntad propia, Margaret Calderwood avanzó sigilosamente a través de la luz fulgurante y quedo a su merced. Ésta se hacía cada vez más patente, deslumbrándola y cegándola al principio, pero, enseguida, armándose de valor alzó los ojos y contempló la cara de Lisa convulsionada por la tortura en aquel resplandor candente y la figura y los rasgos de Lewis Hurly inclinándose sobre ella. Se sintió horrorizada, pero aún así no perdió su sangre fría. Rodeo a la desgraciada joven con sus fuertes brazos y la arranco de su asiento llevándosela fuera del influjo de la luz fulgurante, que inmediatamente palideció y se desvaneció. La condujo a su propia cama donde Lisa, tendida, un mero despojo humano, estuvo delirando acerca de la crueldad del despiadado signore que no reconocía que estuviera totalmente entregada a su trabajo. Sus pobres manos retorcidas seguían golpeando la colcha como si aún estuviera entregada a su angustiosa tarea.
Margaret Caldenvood le refrescó las ardientes sienes y colocó flores recién cortadas sobre la almohada. Abrió las cortinillas y las ventanas y dejó que entrara el aire dulce de la mañana y la luz del sol. Después contempló el cielo recién amanecido con su flagrante y esperanzadora promesa del día venidero, así como los campos bañados por el rocío y, mas lejos aún, los oscuros y verdes bosques cubiertos aun por la niebla color púrpura, y rezó para que de algún modo se le indicara cómo poner fin a aquella maldición. Rezo por Lisa, y después, estimando que la chica estaba descansando un tanto, salió discretamente de la habitación. Pensó que había cerrado la puerta con llave.

Bajó las escaleras con el rostro pálido, aunque mostrando determinación, y sin consultar a nadie mandó que trajeran del pueblo a un albañil. Después se sentó junto a la cama de Mistress Hurly y le explicó lo que había que hacer• Al poco tiempo Margaret se dirigió a la puerta de cuarto de Lisa y, al no escuchar ningún ruido, pensó que la chica estaría durmiendo y se marchó discretamente. Al rato, bajó las escaleras y vio que el albañil ya había llegado y empezado su tarea, que consistía en tapiar la puerta de la habitación del órgano. Era un trabajador rápido, de modo que la estancia quedó pronto sellada con piedra y argamasa del modo más seguro posible.

Al ver el trabajo terminado, Margaret Calderwood fue a la puerta de Lisa a escuchar y, al no oír de nuevo ningún ruido volvió y se sentó junto a la cama de Mrs. Hurly una vez más. Fue por la tarde cuando al fin entró en su habitación para asegurarse de que Lisa dormía cómodamente. Pero encontró la cama y la habitación vacías. Lisa había desaparecido

Entonces empezó la búsqueda: escaleras arriba y abajo, por el jardín, por la casa, por los campos y los prados. Ni rastro de Lisa. Margaret Calderwood mandó que trajeran el carruaje y que condujeran hasta Calderwood para ver si aquella ilusión óptica extraña y escurridiza se había ido allí. Después fue al pueblo y a otros muchos lugares del vecindario hasta los que parecía imposible que hubiera llegado. Preguntó por todas partes. Meditó perpleja sobre todo aquello y se rompió la cabeza intentando descifrar el asuntó. Teniendo en cuenta el débil y lamentable estado en el que se encontraba la chica ¿hasta dónde podría haber llegado?

Después de dos días de búsqueda, Margaret volvió a Hurly Burly. Se sentía triste y cansada. La tarde había refrescado. Se sentó junto a la chimenea envuelta en su chal cuando la pequeña Bess se le acercó llorando, escondiendo el rostro en el delantal de muselina:

—Si no le importa hablar con Mistress Hurly sobre el asunto, por favor, señora -dijo-. La quiero mucho y se me rompe el corazón al tener que irme, pero el órgano no deja de tocar, señora, y estoy muerta de miedo, así que no puedo quedarme.
—¿Quién ha oído de nuevo el órgano? Y ¿cuándo? -preguntó Margaret Calderwood levantándose.
—Ay, señora, lo escuché la noche que usted se marchó la noche después de que se tapiara la puerta.
—¿Y no ha vuelto a escucharse desde entonces?
—No, señora —dijo titubeando—, desde entonces no ¡Chis! Escuche, señora, ¿no es eso que suena ahora el sonido del órgano?
—No —contestó Margaret Calderwood—, es sólo el viento —pero tan pálida como la muerte, bajó corriendo las escaleras y puso el oído en la argamasa aún fresca de la recién construida pared. Todo estaba en silencio. No se oía ningún sonido excepto el procedente de fuera del monótono ulular del viento entre los árboles. Entonces, Margaret empezó a arremeter con su frágil hombro contra la sólida pared e intentó quitar el mortero rascando con sus propios dedos blancos y a llamar a gritos al albañil que había tapiado la puerta.

Era medianoche, pero el albañil abandonó su cama en el pueblo y obedeció a la llamada procedente de Hurly Burly. La mujer pálida se quedó mirando cómo el hombre deshacía todo su trabajo de hacía tres días, mientras que los sirvientes formaban corros temblando, preguntándose qué pasaría después.

Esto fue lo que pasó después: cuando el hombre hizo una abertura, entró en la habitación con una luz. Tras él iban Margaret Calderwood y los demás. Una especie de bulto negro reposaba en el suelo al pie del órgano. Se oyeron muchos gemidos en la fatídica habitación. ¡Allí estaba la pequeña Lisa muerta!

Cuando Mistress Hurly se recuperó, el Squire y su esposa se fueron a vivir a Francia donde se quedarían hasta su muerte. Hurly Burly permaneció cerrada y desierta durante muchos años. Recientemente ha pasado a manos de nuevos propietarios. Han desmontado el órgano y lo han hecho desaparecer y la habitación es ahora un dormitorio que se ha convertido en el más lujoso de toda la casa. Pero nadie duerme allí nunca más de una vez.

Enterraron a Margaret Calderwood el otro día. Era una mujer muy anciana ya.

Rosa Mulholland (1841-1921)




Relatos de Rosa Mulholland. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Rosa Mulholland: El órgano maldito de Hurly Burly (The Haunted Organist of Hurly Burly) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Amor y muerte»: Rosa Mulholland; poema y análisis.


«Amor y muerte»: Rosa Mulholland; poema y análisis.




Amor y muerte (Love and Death) es un poema gótico de la escritora irlandesa Rosa Mulholland —Lady Rosa Mulholland Gilbert (1841-1921)—, publicado en 1891.

Rosa Mulholland nació en el seno de una familia de científicos. Desde muy joven intentó dedicarse a la pintura, hasta que conoció a Charles Dickens, quien quedó muy impresionado por sus esbozos poéticos y la estimuló a seguir la carrera de escritora.

A partir de aquel encuentro Rosa Mulholland se animó a testimoniar algunos buenos relatos de terror y una serie de poemas difíciles de encasillar, aunque todos ellos están fuertemente influenciados por el gótico tardío. Entre estas piezas se encuentra Amor y muerte.




Amor y muerte.
Love and Death, Rosa Mulholland (1841-1921)

En el clima salvaje de otoño, cuando la lluvia flotaba sobre el mar
Y las ramas sollozaban juntas, la Muerte vino y me susurró:
"He venido a llevarme esas gotas rojas que sangran de tu corazón;
Así como la tormenta quiebra la rosa, tu amor será quebrado por mí."
Murmuró la Muerte cerca de aquí.

En el clima salvaje de otoño una espada de horror se deslizó de su vaina;
Mientras las ramas sollozaban juntas, he luchado una lucha con la Muerte,
Y la vencí con la fe, la vencí por el convencimiento
De que el aire de verano es dulce con la fragancia de la rosa.

Entonces me incorporé, desafiante, mientras la lluvia estaba en su éxtasis,
Y dije queda y sin lágrimas: "Cuando mi fosa hayas construido,
Estas gotas rojas de mi corazón serán tuyas;
Pero así como la rosa quiere siempre ser flor,
Mi amor seguirá siendo amor aún en la tumba ".


In the wild autumn weather, when the rain was on the sea,
And the boughs sobbed together, Death came and spake to me:
" Those red drops of thy heart I have come to take from thee;
As the storm sheds the rose, so thy love shall broken be, "
Said Death to me.

Then I stood straight and fearless while the rain was in the wave,
And I spake low and tearless: " When thou hast made my grave,
Those red drops from my heart then thou shalt surely have;
But the rose keeps its bloom, as I my love will save
All for my grave. "

In the wild autumn weather a dread sword slipped from its sheath;
While the boughs sobbed together, I fought a fight with Death,
And I vanquished him with prayer, and I vanquished him by faith:
Now the summer air is sweet with the rose's fragrant breath
That conquered Death.


Rosa Mulholland (1841-1921)




Poemas góticos. I Poemas irlandeses. I Poemas de Rosa Mulholland.


El análisis, resumen y traducción del poema de Rosa Mulholland: Amor y muerte (Love and Death) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos irlandeses de fantasmas


Relatos irlandeses de fantasmas.




Una de las regiones con mayor tradición en el relato de fantasmas es Irlanda. Tradición que, por otro lado, tiene sus raíces en la mitología celta y sus elaborados prodigios de ultratumba.

Para dar cuenta de esta fascinación revisamos una interesante antología: Relatos irlandeses de fantasmas (Irish Ghost Stories), publicada en 2005.




Relatos irlandeses de fantasmas.
Irish Ghost Stories.
  • Descripción de ciertas extrañas perturbaciones que se produjeron en Aungier Street (An account of some strange disturbances in Aungier Street, Sheridan Le Fanu)
  • El convenio de sir Dominick (Sir Dominick’s Bargain, Sheridan Le Fanu)
  • El fantasma de Madame Crowl (Madam Crowl’s Ghost, Sheridan Le Fanu)
  • El gato blanco de Drumguinnol (The White Cat Of Drumguinnol, Sheridan Le Fanu)
  • El testamento de Toby Marston (Squire Toby's Will, Sheridan Le Fanu)
  • La casa del juez (The Judge's House, Bram Stoker)
  • La habitación del Dragón Volador (The Room In Le Dragon Volant, Sheridan Le Fanu)
  • La vieja casa en Vauxhall Walk (The Old House in Vauxhall Walk, Charlotte Riddell)
  • Té verde (Green Tea, Sheridan Le Fanu)
  • Coraje (Corauge, Forrest Reid)
  • Dickon el diablo (Dickon The Devil, Sheridan Le Fanu)
  • El chico que se fue con las hadas (The Child That Went With The Fairies, Sheridan Le Fanu)
  • El dilema de Phadrig (The Dilemma of Phadrig, Gerald Griffin)
  • El embrujado capitán Walshawe de Wauling (Wicked Captain Walshawe Of Wauling, Sheridan Le Fanu)
  • El familiar (The Familiar, Sheridan Le Fanu)
  • El fantasma de Canterville (The Canterville Ghost, Oscar Wilde)
  • El fantasma en el Rath (The Ghost en el Rath, Rosa Mulholland)
  • El fantasma sangriento (The Blood-Drawing Ghost, Jeremiah Curtin)
  • El fantasma y el partido de fútbol (The Ghost and the Game of Football, Patrick Kennedy)
  • El Gollan (The Gollan, A. E. Coppard)
  • El hombre marrón (The Brown Man, Gerald Griffin)
  • El lejano Darrig en Donegal (Far Darrig in Donegal, Letitia Maclintock)
  • El matrimonio de Moll Roe, o el budín embrujado (Moll Roe’s Marriage, or The Pudding Bewitched, William Carleton)
  • El muchacho viejo (Th' Ould Boy, Shan F. Bullock)
  • El prisionero (The Prisioner, Dorothy Macardl)
  • El señor Justice Harbottle (Mr. Justice Harbottle, Sheridan Le Fanu)
  • El sótano embrujado (The Haunted Cellar, Thomas Crofton Croker)
  • El último hacendado de Ennismore (The Last Squire Of Ennismore, Charlotte Riddell)
  • Historias de fantasmas de Chapelizod (Ghost Stories Of Chapelizod, Sheridan Le Fanu)
  • Historias de Lough Guir (Stories Of Lough Guir, Sheridan Le Fanu)
  • Jamie Freel y la doncella (Jamie Freel and the Young Lady, Letitia Maclintock)
  • La advertencia de Hertford O'Donnell (Hertford O’Donnell’s Warning, Charlotte Riddell)
  • La casa de juejos en el páramo (A Play-House In The Waste, George Moore)
  • La leyenda de Bottle Hill (Legend of Bottle Hill, Thomas Crofton Croker)
  • La leyenda de Stumpie Brae (The Legend of Stumpie's Brae, Cecil Francis Alexander)
  • Las aventuras de Foranan O'Fergus, el físico (The Adventures Of Foranan O’Fergus, The Physician, James Berry)
  • La sonrisa muerta (The Dead Smile, Francis Marion Crawford)
  • La visión de Tom Chuff (The Vision Of Tom Chuff, Sheridan Le Fanu)
  • La víspera de San Martin (St. Martin's Eve, Jeremiah Curtin)
  • Los tres deseos (The Three Wishes, William Carleton)
  • Los rivales soñadores (The Rival Dreamers, Michael Banim)
  • Ojos de la muerte (Eyes of the Dead, Daniel Corkery)
  • Teig O'Kane y el cadáver (Teig O’Kane And The Corpse, Douglas Hyde)
  • Ultor de Lacy (Ultor de Lacy, Sheridan Le Fanu)
  • Una visión del purgatorio (A Vision of Purgatory, William Maginn)




Antologías. I Relatos de fantasmas.


El análisis y resumen del libro: Relatos irlandeses de fantasmas (Irish Ghost Stories), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Juicio por asesinato»: Charles Dickens; relato y análisis


«Juicio por asesinato»: Charles Dickens; relato y análisis.




Juicio por asesinato (The Trial for Murder) es un relato de fantasmas del escritor inglés Charles Dickens (1812-1870), publicado en la antología de 1868: El viajero no comercial y otras historias de Navidad (The Uncommercial Traveller and Additional Christmas Stories).

Juicio por asesinato, quizás uno de los cuentos de Charles Dickens más conocidos, relata la historia de un hombre asesinado que regresa de la tumba para asistir al juicio de su asesino, empleando en el proceso todos los recursos del relato de fantasmas del siglo XIX.

Es importante mencionar que Juicio por asesinato es la segunda versión del cuento: Para ser tomado con un grano de sal (To Be Taken with a Grain of Salt), publicado en el especial de Navidad de 1865 de la revista All the Year Round, y que a su vez estaba vinculado con el relato de Rosa Mulholland: Para no ser tomado a la hora de acostarse (Not to Be Taken at Bed-Time), otro clásico entre los relatos victorianos.




Juicio por asesinato.
The Trial for Murder, Charles Dickens (1812-1870)

He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una (supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría mucho antes de mencionarlo.

Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente imperfecta.

En lo que voy a relatar no tengo intención de plantear, refutar o apoyar teoría alguna. Conozco la historia del librero de Berlín. He estudiado el caso de la esposa de un miembro ya fallecido de la Sociedad Astronómica Real tal como lo cuenta Sir David Brewster, y he seguido minuciosamente los detalles de un caso mucho más notable de ilusión espectral que se produjo en mi círculo de amigos íntimos. En cuanto a esto último quizá sea necesario afirmar que quien lo sufrió (una dama) no estaba relacionada conmigo ni siquiera mínimamente.

Una suposición equivocada a ese respecto podría sugerir una explicación de una parte de mi propio caso, pero sólo de una parte, que carecería totalmente de fundamento. No puede hacerse referencia a que haya heredado yo alguna peculiaridad desarrollada, ni he tenido antes en absoluto experiencia similar alguna, ni la he tenido tampoco desde entonces.

Hace muchos años, o muy pocos, que eso no importa ahora nada, se cometió en Inglaterra cierto asesinato que llamó mucho la atención. Nos enteramos de más asesinatos de los necesarios conforme se van sucediendo y aumentando su atrocidad, y de haber podido habría enterrado el recuerdo de aquel animal particular al tiempo que su cuerpo era enterrado en la cárcel de Newgate. Me abstengo intencionadamente de proporcionar la menor pista directa respecto al criminal.

Cuando se descubrió el asesinato no recayó ninguna sospecha sobre el hombre que más tarde fue llevado a juicio, o más bien debería decir, en el deseo de acercarme lo más posible a la precisión en mis hechos, que en ninguna parte se sugirió públicamente que se tuviera tal sospecha. Como en aquel momento no se hizo referencia alguna a él en los periódicos evidentemente era imposible que se incluyera en ellos alguna descripción del asesino. Resulta esencial que se tenga en cuenta este hecho.

Cuando abrí durante el desayuno el periódico de la mañana incluía el relato de ese primer descubrimiento y me resultó profundamente interesante por lo que lo leí con la máxima atención. Lo leí do: veces, sino tres. El descubrimiento se había hecho en un dormitorio, y cuando dejé el periódico tuve un destello, un impulso, en realidad no sé cómo llamarlo, pues no encuentro palabra alguna que lc describa satisfactoriamente, en el que me pareció ver que ese dormitorio pasaba a través de mi habitación, como si un cuadro, por imposible que parezca, hubiera sido pintado sobre la corriente de un río Aunque cruzó mi habitación de una manera casi instantánea, resultaba perfectamente claro; tan claro que observé perfectamente, con una sensación di alivio, que el cadáver no estaba en la cama.

Donde tuve esta curiosa sensación no fue en un lugar romántico, sino en mis habitaciones de Picca dilly, muy cerca de la esquina de St. James Street Para mí fue algo totalmente nuevo. En ese momento: me encontraba sentado en mi butaca y la sensación se acompañó de un peculiar estremecimiento que cambió aquella de sitio. (Aunque hay que tener et cuenta que la butaca podía moverse fácilmente sobra unas ruedecillas). Me dirigí a una de las ventanas (la habitación, situada en el segundo piso, tenía dos ventanas) para descansar la vista viendo el movimiento de Piccadilly. Era una hermosa mañana otoñal y la calle estaba alegre y centelleante. Soplaba el viento. Al mirar hacia fuera, observé que el viento sacaba del parque una buena cantidad de hojas caídas que una ráfaga arrastró y formó con ellas una columna espiral. Cuando la columna cayó y se dispersaron las hojas, vi a dos hombres al otro lado del camino, que iban desde el oeste hacia el este. Uno iba detrás del otro. El primero se volvía a menudo para mirar por encima del hombro. El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada amenazadoramente.

Atrajo primero mi atención la singularidad y fijeza del gesto amenazador en un lugar tan público; y después la circunstancia notable de que nadie le prestara atención. Ambos hombres seguían su camino entre los otros viandantes con una suavidad que no resultaba coherente ni siquiera con la acción de caminar sobre una acera; y que yo pudiera ver ni una sola persona les cedía el paso, les tocaba o les miraba. Al pasar ante mi ventana, ambos miraron hacia arriba, hacia mí. Contemplé los dos rostros con gran claridad y supe que sería capaz de reconocerlos en cualquier lugar. Y no es que observara conscientemente algo que fuera muy notable en alguna de sus caras, salvo que el hombre que iba el primero tenía una apariencia inusualmente humilde, y el rostro del hombre que le seguía tenía el color de cera sucia.

Soy soltero y mi ayuda de cámara y su esposa constituyen todo el servicio. Trabajo en una sucursal bancaria y ojalá que mis deberes como jefe de departamento fueran tan escasos como popularmente se supone. Ese otoño me obligaron a permanecer en la ciudad, cuando yo necesitaba un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco me sentía muy bien. Al lector le corresponde extraer las consecuencias que parezcan razonables del hecho de que me sentía fatigado, la vida monótona me producía una sensación depresiva y estaba «ligeramente dispéptico». Mi doctor, un hombre de fama, me aseguró que mi estado de salud en aquella época no justificaba una descripción más poderosa, y cito lo que él mismo me describió por escrito cuando se lo solicité.

Conforme las circunstancias del asesinato fueron revelándose gradualmente y atrayendo cada vez más poderosamente la atención del público, las aparté de mi propia atención enterándome de ellas lo menos posible en medio de la excitación general. Pero sabía que se había dictado un veredicto de homicidio voluntario contra el supuesto asesino, y que había sido conducido a Newgate hasta el juicio. Sabía también que su juicio se había pospuesto hasta una de las sesiones del Tribunal Criminal Central, basándose en prejuicios generales y en la falta de tiempo para la preparación de la defensa. Pude también saber, aunque no lo creo, en qué momento se celebrarían las sesiones del juicio pospuesto.

Mi sala de estar, el dormitorio y el vestidor están todos en el mismo piso. Con el vestidor sólo hay comunicación a través del dormitorio. La verdad es que en él hay una puerta que en otro tiempo comunicaba con la escalera, pero desde hacía años una parte de las tuberías de mi baño pasaba por ella. En ese mismo período, y como parte del mismo arreglo, la puerta había sido claveteada y recubierta de lienzo. Una noche me encontraba de pie en mi dormitorio, a una hora tardía, dando unas instrucciones a mi criado antes de que éste se acostara. Me encontraba de cara a la única puerta disponible de comunicación con el vestidor, que estaba cerrada. Mi criado le daba la espalda a esa puerta. Mientras le estaba hablando vi que se abría y que un hombre miraba hacia el interior, haciéndome señas en una actitud de ansiedad y misterio.

Era el mismo hombre que iba en segundo lugar por Piccadilly, y cuyo rostro tenía el color de cera sucia. Tras hacerme señas, retrocedió y cerró la puerta. Sin mayor retraso que el necesario para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré en el interior. Llevaba ya una vela encendida en la mano. No tuve ninguna expectativa interior de que fuera a ver a esa persona en el vestidor, y no la vi allí. Dándome cuenta de que mi criado parecía sorprendido, me volví hacia él y le dije:

—Derrick, ¿pensará que conservo el sentido si le digo que creí ver un...?

Mientras estaba allí, le puse una mano sobre el pecho y con un sobresalto repentino se puso él a temblar violentamente y contestó:

—¡Oh, señor, claro que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!

Estoy convencido de que John Derrick, mi criado fiel durante más de veinte años, no tuvo la menor impresión de haber visto esa aparición hasta que le toqué. Cuando lo hice, el cambio que se produjo en él fue tan sorprendente que creo absolutamente que obtuvo su impresión, de alguna manera oculta, a través de mí y en ese preciso instante. Le pedí a John Derrick que trajera un poco de brandy y le di una copa, alegrándome de tomar yo otra. De lo que había sucedido antes del fenómeno de aquella noche no le conté una sola palabra. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente seguro de que nunca antes había visto ese rostro, salvo en aquella ocasión en Piccadilly.

Comparando la expresión que tenía al hacerme señas desde la puerta con la expresión en el momento en que levantó la vista para mirarme, mientras yo estaba de pie junto a la ventana, llegué a la conclusión de que en la primera ocasión había tratado de adherirse a mi recuerdo, y de que en la segunda había querido asegurarse de que lo recordaba inmediatamente. Aquella noche no me resultó muy cómoda, aunque tenía la certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no regresaría. Cuando llegó la luz del día caí en un sueño profundo del que me despertó John Derrick, que vino junto a mi cama con un papel en la mano. Por lo visto ese papel había sido motivo de un altercado en la puerta entre su portador y mi criado.

Se me citaba en él para que sirviera como jurado en la siguiente sesión del Tribunal Criminal Central, en el Old Bailey. Como John Derrick sabía bien, nunca antes me habían citado para ese jurado. Mi criado estaba convencido, aunque en este momento no estoy seguro de si tenía razón o no, de que los jurados que se elegían habitualmente tenían una calificación social inferior a la mía, y por eso se había negado en principio a aceptar la citación. El hombre que la llevaba se tomó el asunto con gran frialdad. Afirmó que mi asistencia o no le importaba en absoluto; la citación estaba allí y el atenderla o no era un riesgo mío, no suyo. Durante uno o dos días dudé si debía responder a esa llamada o no hacerle caso. No era consciente de que se estuviera produciendo la menor atracción, influencia o desviación misteriosa. De eso estoy tan absolutamente seguro como de cualquier otra afirmación que haga aquí.

Finalmente decidí que asistiría porque significaría una interrupción en la monotonía de mi vida. El día designado fue una mañana fría del mes de noviembre. En Piccadilly había una niebla densa y oscura que se volvió claramente negra en los alrededores opresivos del Tribunal de Temple. Los pasillos y escaleras del Palacio de justicia me parecieron resplandecientemente iluminados con gas, y el propio tribunal estaba similarmente iluminado. Creo que hasta que fui conducido por los oficiales al tribunal antiguo y lo vi abarrotado de gente no sabía que ese día iba a juzgarse al asesino. Creo que hasta que me ayudaron a entrar en el tribunal antiguo con considerable dificultad, no sabía a cuál de los dos tribunales se me había citado. Pero no hay que toma esto como una afirmación rotunda, pues no esto; totalmente seguro de que fuera así.

Tomé asiento en el lugar designado para que aguardaran los jurados y miré a mi alrededor en e tribunal lo mejor que pude a través de la espesa nube de niebla y alientos. Observé un vapor negro que colgaba como una cortina lóbrega por la parte exterior de los grandes ventanales, y observé y presté atención al sonido ahogado de las ruedas sobre la paja o el cascajo que cubrían la calle; presté también atención al murmullo de las personas que allí se reunían, y que traspasaba de vez en cuando un silbido agudo, o un saludo o una canción más fuertes que el resto. Poco después entraron los jueces que eran dos, y tomaron asiento. El zumbido de tribunal decayó mucho. Se ordenó que entrara e asesino. Y en el mismo instante en el que entró re conocí en él al primero de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly.

Si en ese momento hubieran pronunciado un nombre dudo que hubiera sido capaz de responde de forma audible. Pero lo pronunciaron en sexto octavo lugar, y para entonces fui capaz de decir «presente!» Y ahora, preste atención el lector. Cuando m dirigí hacia mi asiento de jurado el prisionero, que había estado mirándolo todo atentamente pero si dar signo alguno de preocupación, se agitó violentamente y llamó por señas a su abogado. El deseo de prisionero de recusarme resultaba tan manifiesto que produjo una pausa durante la cual el abogado, apoyando una mano en el banquillo de los acusados, habló en susurros con su cliente mientras sacudía la cabeza. Más tarde, aquel caballero me dijo que las primeras palabras aterradas que le dijo el prisionero fueron:

—¡Sea como sea, recuse a ese hombre! —pero como no le daba razón alguna para ello, y admitió que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo pronunciaron en voz alta y yo me presenté, no lo hizo.

Por las razones ya explicadas, la de que deseo evitar el revivir el recuerdo desagradable de ese asesino, y también que un relato detallado de su largo juicio no es en absoluto indispensable para mi narración, me limitaré a aquellos incidentes que se relacionan directamente con mi curiosa experiencia personal y se produjeron en los diez días y noches durante los que los miembros del jurado estuvimos juntos. Trato de que mi lector se interese por eso, y no por el asesino. Es a eso, y no a una página del calendario de Newgate, a lo que pido al lector que preste atención. Me eligieron presidente del jurado. En la segunda mañana, después de que se hubieran presentado pruebas durante dos horas (lo sé porque oí las campanadas del reloj de la iglesia), al recorrer con la mirada a mis compañeros del jurado me resultó inexplicablemente difícil contarlos. Lo hice así varias veces, pero siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más. Toqué al miembro del jurado que se sentaba junto a mí y le susurré:

—Le ruego que haga el favor de contarnos. Pareció sorprenderse con la petición, pero giró la cabeza y contó el número de miembros.

—Bueno —contestó de pronto—, somos tres..., pero, no, no es posible. No. Somos doce.

De acuerdo con las cuentas que hice aquel día-, teníamos siempre razón en el detalle, pero en la cuenta general siempre nos salía uno de más. No había ninguna aparición ni figura que pudiera explicarlo, pero para entonces tenía ya interiormente la sensación de que la aparición estaba implicad en el error. El jurado se albergaba en la London Taverr Dormíamos todos en una sala amplia sobre mesa separadas, y estábamos constantemente a cargo bajo la vigilancia del oficial que había jurado mar tenernos a salvo. No veo razón alguna para no incluir el nombre auténtico de ese oficial. Era inteligente, muy cortés y servicial, y también (de lo que me alegré al enterarme) muy respetado en la ciudad Tenía una presencia agradable, ojos hermosos, un-, envidiables patillas negras y una voz agradable y sonora. Se llamaba señor Harker.

Cuando por la noche se iba cada uno de los dos a su cama, colocaban la del señor Harker cruzada e la puerta. En la noche del segundo día, como no m apetecía acostarme y vi al señor Harker sentido e su cama, me acerqué y me senté junto a él, ofreciéndole un pellizco de rapé. En cuanto la mano del señor Harker tocó la mía al coger el rapé de la caja, sacudió un estremecimiento peculiar y pregunte

—¿Quién es ése?

Miré la habitación siguiendo la dirección de los ojos del señor Harker y vi de nuevo la figura que esperaba: al segundo de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly. Me levanté y avancé unos pasos; después me detuve y, dándome la vuelta, miré al señor Harker. Parecía despreocupado, se echó a reír y comentó con un tono agradable:

—Pensé por un momento que teníamos otro miembro del jurado, y que le faltaba una cama. Pero me doy cuenta de que fue un reflejo de la luna.

No hice revelación alguna al señor Harker, pero le invité a que paseara conmigo hasta el extremo de la habitación y observé lo que hacía la figura. Se quedaba en pie unos momentos junto a la cama de cada uno de los miembros del jurado, cerca de la almohada. Se colocaba siempre al lado derecho de la cama, y siempre también cruzaba hasta la cama siguiente pasando por los pies. Por la acción de su cabeza parecía que simplemente se quedaba mirando pensativamente a cada uno de los jurados acostados.

No me prestó atención a mí, ni mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker. Después dio la impresión de salir por donde entraba la luz de la luna, a través de un alto ventanal, como si subiera por un tramo de escaleras situado en el aire. A la mañana siguiente, durante el desayuno, descubrimos que todos los presentes, salvo el señor Harker y yo, habían soñado la noche anterior con el hombre asesinado.

Estaba ya convencido de que el segundo hombre que había bajado por Piccadilly era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio inmediato así me lo hubiera hecho saber. Pero aun así aquello sucedía de una manera para la que yo no me encontraba preparado. Durante el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba terminando su caso, presentó una miniatura del asesinado que faltaba en su dormitorio cuando se descubrió el hecho y que después fue encontrada en un lugar oculto en el que el asesino había sido visto cavando en el suelo.

Tras ser identificada por el testigo, la presentaron al tribunal y luego la pasaron al jurado para que éste la inspeccionara. Mientras un oficial vestido con una túnica negra se dirigía con la miniatura hacia mí, la figura del segundo hombre que había bajado impetuosamente por Piccadilly surgió de la multitud, le tomó la miniatura al oficial y me la entregó con sus propias manos, al mismo tiempo que en un tono bajo y hueco me decía antes de que yo viera la miniatura, metida en una caja:

—Entonces yo era más joven, y la sangre no faltaba en mi rostro.

Después se interpuso entre mí y el jurado al que yo entregué la miniatura, y entre éste y el siguiente, y así entre todos hasta que la miniatura volvió a mí. Sin embargo, ninguno de los miembros del jurado lo detectó. En la mesa, y en general cuando nos encerrábamos bajo la custodia del señor Harker, como era natural, hablábamos mucho rato sobre las diligencias del día. En el día quinto el fiscal cerró el caso por lo que, como esa parte de la cuestión se había completado ante nosotros, nuestra discusión fue más animada y seria. Había entre nosotros uno de los idiotas de inteligencia más cerrada que he visto nunca, que recibía la evidencia más clara con las objeciones más absurdas, y a quien le ayudaban dos flojos parásitos parroquiales; los tres pertenecían a las listas de jurados de un distrito tan atacado por la fiebre que debían haber juzgado a quinientos asesinos.

Hacia la media noche, que era cuando algunos de nosotros nos disponíamos ya a acostarnos y esos zopencos enredones armaban mayor alboroto, vi de nuevo al asesinado. Estaba de pie tras ellos, ceñudo, y me hizo señas. Al ir hacia ellos e irrumpir en la conversación, desapareció inmediatamente. Ése fue el inicio de una serie de apariciones producidas en la larga habitación en la que éramos confinados. Siempre que un grupo de jurados se unía a conversar, veía entre ellos la cabeza del asesinado.

Y siempre que la comparación de notas que hacían iba en contra de él, me hacía señas de una manera solemne e irresistible. Recuérdese que hasta el quinto día del juicio, en el que se presentó la miniatura, nunca había visto la aparición en el tribunal. Cuando la defensa empezó el caso se produjeron tres cambios. Me referiré primero a dos de ellos. La figura aparecía ahora continuamente en el tribunal, y nunca se dirigía a mí, sino siempre a la persona que estaba hablando en ese momento. Por ejemplo: a la víctima le habían abierto la garganta. En el discurso inicial de la defensa se sugirió que el propio fallecido se la podía haber cortado a sí mismo. En ese mismo momento la figura, con la garganta en la terrible condición que acababa de describirse (y eso lo había ocultado antes), se puso de pie junto al codo del que hablaba, moviendo hacia un lado y otro la tráquea, una vez con la mano derecha y otra con la izquierda, sugiriendo vigorosamente a quien hablaba la imposibilidad de que se hubiera podido infligir a sí mismo la herida con cualquier mano.

En otro caso, cuando un testigo de conducta, una mujer, informaba que el prisionero era muy amable con la humanidad, en ese instante la figura se plantó en el suelo delante de ella, le miró directamente a la cara y señaló el semblante maligno del prisionero extendiendo el brazo y un dedo.

El tercer cambio, al que me referiré ahora, fue el que de manera más marcada y notable me impresionó. No voy a teorizar sobre él; lo expreso con precisión, y nada más. Aunque la aparición no era percibida por aquellos a los que se dirigía, cuando se acercaba éstos invariablemente se alarmaban y turbaban. Tuve la impresión de que era como si unas leyes que yo desconocía le impidieran revelarse plenamente a los demás, pero que al mismo tiempo pudiera afectar sus mentes de una manera visible, silenciosa y oscura. Cuando el defensor principal sugirió la hipótesis del suicidio, y la figura se plantó junto al codo de tan ilustrado caballero, haciendo terribles gestos como si se estuviera cortando la garganta, es innegable que el defensor titubeó en su discurso, perdió durante varios segundos el hilo de su ingeniosa argumentación, se limpió la frente con el pañuelo y se puso extremadamente pálido.

Cuando la testigo de conducta estuvo delante de la aparición, siguió con los ojos la dirección que le señalaba el dedo, contemplando con gran vacilación y turbación el rostro del prisionero. Bastarán dos ejemplos adicionales. En el octavo día del juicio, tras una pausa que se hacía siempre a primera hora de la tarde para descansar y refrescarnos unos minutos, regresé a la sala del juicio con los demás miembros del jurado poco antes de que entraran los jueces. Encontrándome de pie en la zona que nos estaba destinada y mirando a mi alrededor, pensé que la figura no estaba allí, hasta que elevé mis ojos a la galería y la vi inclinada hacia delante sobre una mujer de apariencia muy decente, como si tratara de asegurarse de si los jueces habían ocupado o no sus asientos. Inmediatamente después, la mujer lanzó un grito, se desmayó y tuvieron que sacarla. Lo mismo sucedió con el venerable, sagaz y paciente juez que dirigía el juicio.

Cuando terminado el caso se concentraba en sus papeles para el resumen, la víctima, entrando por la puerta del juez, avanzó hasta la mesa de su señoría y miró ansiosamente por encima del hombro de éste las páginas de notas que iba pasando. Entonces se produjo un cambio en el rostro de su señoría; su mano se detuvo; tuvo ese estremecimiento peculiar que yo conocía tan bien, y exclamó con vacilación:

—Caballeros, excúsenme unos momentos. Me siento algo oprimido por el aire viciado —y tras decir eso, no se recuperó hasta beber un vaso de agua.

A lo largo de la monotonía de seis de aquello diez interminables días (los mismos jueces y ayudantes en el tribunal, el mismo asesino en el banquillo de los acusados, los mismos abogados en la mesa, el mismo tono de preguntas y respuestas elevándose hasta el techo de la sala, el mismo ruido que hacía la pluma del juez, los mismos ujieres saliendo, y entrando, las mismas luces que se encendían a la misma hora, cuando todavía brillaba la luz natural de día, la misma cortina neblinosa en el exterior d los grandes ventanales cuando había niebla, la misma lluvia goteando y produciendo un ruido acompasado cuando llovía, un día tras otro las mismas huellas de los vigilantes y el prisionero sobre el mismo serrín, las mismas llaves cerrando y abriendo las mismas pesadas puertas), a través de toda esta fatigosa monotonía que me hacía sentirme como si fuera el presidente del jurado desde hacia muchísimo, tiempo, y Piccadilly hubiera florecido al mismo, tiempo que Babilonia, el asesinado no perdió nunca un solo rasgo de claridad ante mis ojos, ni fue e momento alguno menos evidente y perceptible que cualquier otra persona que allí hubiera.

No debe, omitir, pues es un hecho, que nunca vi que la aparición a la que doy el nombre de asesinado mirara asesino. Una y otra vez me preguntaba por el motivo de que no lo hiciera, pero el hecho es que nunca lo hizo.

Tampoco volvió a mirarme a mí desde que sacaron la miniatura hasta los últimos minutos del juicio. Nos retiramos a deliberar a las diez horas menos siete minutos de la noche. El idiota del grupo y los dos parásitos de su parroquia nos dieron tantos problemas que por dos veces regresamos al tribunal para rogar que nos leyeran de nuevo determinados extractos de las notas del juez. Nueve de nosotros no teníamos la menor duda sobre los pasajes, ni creo que la tuviera nadie del tribunal; sin embargo, el triunvirato de zopencos no tenía otro propósito que el de la obstrucción, y discutían por cualquier motivo. Al final prevaleció nuestra opinión y el jurado volvió a entrar en la sala a las diez y doce minutos.

El asesinado estaba en ese momento en pie directamente enfrente del jurado, al otro lado de la sala. Cuando ocupé mi lugar, posó sus ojos en mí con la mayor atención; pareció satisfecho y lentamente agitó un enorme velo gris que por primera vez llevaba sobre el brazo, sobre la cabeza y sobre toda su figura. Cuando pronuncié el veredicto, «culpable», desapareció el velo y con él todo lo que cubría, quedando vacío ese espacio.

Cuando el juez preguntó al asesino, según la costumbre, si tenía algo que añadir antes de que se dictara la sentencia de muerte, pronunció vagamente algo que en los titulares de los periódicos del día siguiente fue descrito como «unas palabras audibles a medias, incoherentes y vagas en las que creyó entenderse que se quejaba de no haber tenido un juicio justo, porque el presidente del jurado estaba predispuesto contra él». La notable declaración que hizo realmente fue ésta:

—Señor, sabía que era un hombre condenado desde el momento en que entró el presidente del jurado. Señor, sabía que nunca me dejaría libre porque antes de apresarme apareció junto a mi cama por la noche, me despertó y puso una soga alrededor de mí cuello.

Charles Dickens (1812-1870)




Relatos góticos. I Relatos de Charles Dickens.


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El análisis y resumen del cuento de Charles Dickens: Juicio por asesinato (The Trial for Murder), fueronrealizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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