«El gato blanco de Drumgunniol»: Sheridan Le Fanu; relato y análisis.
El gato blanco de Drumgunniol (The White Cat of Drumgunniol) es un relato de terror del escritor irlandés Sheridan Le Fanu, publicado por primera vez en la edición de abril de 1870 de la revista All Year Round, y luego reeditado en la antología: El fantasma de madam Crowl y otros relatos de misterio (Madam Crowl's Ghost and Other Tales of Mystery).
El gato blanco de Drumgunniol, quizás uno de los mejores cuentos de Sheridan Le Fanu de aquella colección, nos introduce de lleno en los mitos celtas, y más específicamente en la leyenda de las Banshee, aquellos espíritus femeninos cuyos llantos anuncian la muerte de alguien cercano.
En este sentido, El gato blanco de Drumgunniol es también uno de los grandes relatos de gatos del siglo XIX, el cual bien podría competir contra los clásicos de Edgar Allan Poe y Bram Stoker: El gato negro (The Black Cat) y La Squaw (The Squaw).
El gato blanco de Drumgunniol.
The White Cat of Drumgunniol, Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873)
¡Quién no ha oído contar de niño la famosa historia de la gata blanca! Pero yo voy a contar aquí la historia de un gato blanco muy distinta a la de la amable y encantada princesa que tomó este disfraz durante una temporada. El gato blanco del que voy a hablar es un animal mucho más siniestro. El que viaja deLimericka Dublín, tras dejar atrás las colinas de Killaloe a la izquierda, cuando el monte Keeperse yergue a su vista, se va viendo gradualmente rodeado, a la derecha, por una cadena de colinas más bajas. En medio se extiende una llanura ondulada que se va hundiendo paulatinamente hasta un nivel inferior al del camino, cuyo carácter agreste y melancólico alivia algún que otro seto desparramado.
Uno de los pocos habitáculos humanos que proyectan hacia lo alto sus columnas de humo de turba en medio de esta llanura solitaria es el construido con tierra y de techumbre malamente cubierta de paja de un «granjero duro», como llaman en Munster a los más prósperos de los labriegos. Se asienta en medio de un racimo de árboles junto al borde de un riachuelo serpenteante, a medio camino entre las montañas y la carretera de Dublín, y durante muchas generaciones ha dado cobijo a una familia de apellido Donovan.
Lejos de allí, deseoso de estudiar varios legajos irlandeses que habían caído en mis manos, y tras preguntar por algún profesor capaz de instruirme en la lengua irlandesa, me recomendaron a un tal Mr.Donovan, personaje soñador, inofensivo y muy instruido. Descubrí que había estudiado con una beca en el Trinity College de Dublín. Ahora se ganaba la vida dando clases, y supongo que la índole especial de mi estudio debió de estimular su amor patrio, pues me confió muchos pensamientos suyos largo tiempo callados y muchos recuerdos de su terruño y de sus primeros años. Fue él quien me contó esta historia, que intentaré repetir aquí, de la manera más fiel posible, con sus mismas palabras.
Yo he visto muchas veces esa antigua y singular granja de labriegos: su huerto de inmensos manzanos cubiertos de musgo; la torre desmochada cubierta de hiedra, que doscientos años atrás había servido de refugio contra agresores y bandidos,y que aún ocupa su antiguo emplazamiento en la esquina del granero; el seto, tan frondoso, a ciento cincuenta pasos de distancia, testigo de los trabajos de una raza ya pasada; el perfil oscuro y dominante del viejo torreón al fondo;y, cerca de allí, haciendo barrera, la solitaria cadena de colinas cubiertas de aliaga y brezales, con una línea de rocas grises y racimos de robles enanos o abedules.
La impresión general de soledad hacía de todo aquello un escenario ideal para un relato salvaje y sobrenatural. Yo imaginaba perfectamente cómo, visto en el gris de una mañana invernal, cubierta por doquier de nieve, o en la melancólica belleza de una puesta de sol otoñal, o en el gélido esplendor de una noche de plenilunio, aquel escenario coadyuvaba a sintonizar una mente soñadora como la del honrado Dan Donovan con la superstición, o una mente cualquiera con las ilusiones de la fantasía. Es cierto, no obstante, que jamás he encontrado en mi vida a una persona más sencilla y más de fiar. Cuando era niño, me contó, y vivía en Drumgunniol, solía llevarme la Historia romana de Goldsmith a mi lugar favorito, una piedra lisa situada cabe un espino junto a una laguna bastante profunda, similar a lo que en Inglaterra he oído llamar lago alpino.
Se encuentra en una vaguada limitada al norte por el viejo huerto, un lugar solitario de lo más apropiado para estudiar con tranquilidad. Un día, después de la habitual panzada de lectura, me cansé finalmente y me puse a mirar a mi alrededor, pensando en las escenas heroicas que acababa de leer. Estaba tan despierto como lo estoy ahora mismo, y vi a una mujer que asomaba por un extremo del huerto y empezaba a bajar la cuesta.
Llevaba un vestido gris claro y muy largo, tanto que parecía acariciar la hierba bajo sus pies; la manera como iba vestida me resultó tan singular en aquella parte del mundo donde el atavío femenino estaba perfectamente reglamentado por la tradición que no pude quitarle los ojos de encima. Iba atravesando diagonalmente el vasto campo con paso regular. Al acercarse noté que iba descalza y parecía ir mirando a un punto fijo, como si le sirviera de guía. Su itinerario en línea recta la habría hecho pasar -haciendo abstracción de la laguna- a unos diez metros más abajo de donde yo estaba sentado. Pues he aquí que, en vez de detenerse al borde de la laguna, como yo había esperado, prosiguió como si el agua no fuera obstáculo, y así la vi, con la misma claridad como lo veo a usted, señor, atravesar la laguna sobre su superficie y pasar, al parecer sin verme, a la distancia aproximada que yo había calculado.
Estuve a punto de perder el conocimiento de puro terror. Yo tenía sólo trece años entonces, y recuerdo cada detalle como si hubiera ocurrido ahora mismo. La figura atravesó una abertura que había en el ángulo más alejado del campo, donde la perdí de vista. Apenas tenía fuerzas para volver a casa y estaba tan asustado que durante tres semanas permanecí recluido en casa sin poder estar solo ni siquiera un minuto. El horror que me había producido la aparición en aquel campo fue tal que ya no volví nunca más a aquel lugar. Ni siquiera ahora, después de tantos años, se me ocurriría pasar por allí. Aquella aparición la relacioné enseguida con un acontecimiento misterioso o, si se quiere, con una fatalidad singular que durante casi ocho años se ensañó con nuestra familia. No es ninguna fantasía mía. Todo el mundo de esta comarca sabe perfectamente a qué me estoy refiriendo (y todo el mundo relacionó entonces con eso mismo lo que yo había visto).
Procuraré contárselo a ustedes de la mejor manera posible. Recuerdo la noche en que, cumplidos ya los catorce años —es decir, un año después de la referida visión en el campo de la laguna—, nos encontrábamos esperando a que volviera a casa mi padre de la feria de Killaloe. Me había quedado acompañando a mi madre, pues me encantaba aquel tipo de vigilias. Mis hermanos y hermanas, así como los criados de la granja, salvo los hombres que volvían de la feria con el rebaño, se habían retirado ya a descansar. Mi madre y yo estábamos sentados junto a la chimenea charlando y vigilando que la cena de mi padre se mantuviera caliente en el fuego. Sabíamos que volvería antes que los mozos que traían el ganado, pues él venía a caballo y nos había dicho que se pararía a verlos marchar y luego vendría corriendo a casa.
Por fin oímos su vozy sus enérgicos golpes en la puerta,y mi madre se levantó a abrirle. Yo no creo haber visto nunca a mi padre borracho, cosa que, en toda la comarca, muy pocos chicos de mi edad habrían podido decir del suyo. Lo cual no significa que no se tomara su vaso de whisky como todo hijo de vecino; y, cuando había feria o mercado, volvía a casa algo alegre y achispado y con las mejillas arreboladas. Pero aquella noche tenía un aspecto deprimido, pálido y triste. Entró con la montura y las bridas en la mano, las dejó junto a la pared, cerca de la puerta, y luego rodeó con los brazos el cuello de su mujer y la besó tiernamente.
—Bienvenido a casa, Meehal —dijo ella besándolo cariñosamente.
—Que Dios te bendiga, querida —contestó él.
Y, tras acariciarla de nuevo, se volvió hacia mí, que estaba tirándole de la mano, celoso de su atención. Yo era pequeño y ligero para mi edad, y él me cogió en sus brazos y me besó, y, con mis brazos aún en su cuello, dijo a mi madre:
—Echa el cerrojo, mujer.
Ella obedeció, y él, bajándome con aire muy deprimido, se dirigió hacia la lumbre y se sentó en un taburete con los pies extendidos hacia la turba candente y las manos apoyadas en las rodillas.
—Alegra esa cara, Mick, querido —dijo mi madre, que estaba poniéndose nerviosa-—, y cuéntame si se ha vendido bien el ganadoy todo ha salido bien en la feria o si has tenido algún problema con el amo, o cualquier otra cosa que te pueda preocupar, Mick, tesoro.
—No, nada, Molly. Las vacas se han vendido bien, gracias a Dios, y no hay ningún problema entre el amo y yo, y lo mismo las demás cosas. Todo anda bastante bien.
—Bueno, Mickey, entonces, si es así, mira esa cena caliente que te está esperando y atácala, y dime si hay alguna otra novedad.
—Ya he cenado en el camino, Molly, y no tengo ganas —contestó.
—¿Que has cenado en el camino sabiendo que te esperábamos en casa, con tu mujer levantada y todo lo demás? —le regañó mi madre.
—Has interpretado mal lo que he dicho —repuso mi padre—. Bueno, en realidad ha ocurrido algo que me ha quitado las ganas de tomar nada. Mira, Molly, no voy a andarme con misterios contigo, pues a lo mejor me queda ya poco tiempo de estar aquí. Así que te diré lo que ha pasado. He visto al gato blanco.
—¡Que el Señor se apiade de nosotros! —exclamó mi madre, de repente tan pálida y descompuesta como mi padre;y luego, tratando de reponerse, agregó con una risita—: Seguro que es una broma que me estás gastando. Me han dicho que el domingo pasado cayó en una trampa un conejo blanco en el bosque de Grady; y que Teigue vio ayer una gran rata blanca en el granero.
—No ha sido ninguna rata ni ningún conejo. No irás a decirme que confundo una rata y un conejo con un gato blanco grande con unos ojos verdes más grandes que platos y el lomo arqueado como un puente, que se me acerca dispuesto, si me quedo quieto, a restregarse el lomo contra mis espinillas, y a lo mejor a saltarme al cuello y pegarme un mordisco... Bueno, si es que a eso se le puede llamar un gato y no otra cosa peor...
Mi padre terminó su relato, en voz baja y con la vista fija en el fuego, y luego se pasó su mano grande por la frente una o dos veces. Tenía el rostro húmedo y reluciente por los sudores del miedo, y exhaló un fuerte suspiro, que pareció más bien un gemido. Mi madre se había dejado vencer por el pánico y estaba rezando de nuevo. Yo estaba también terriblemente asustado, y con ganas de llorar, pues sabía lo que significaba la aparición del gato blanco. Dando a mi padre una palmada en el hombro para animarlo un poco, mi madre se apoyó en él, lo besó y luego se echó a llorar. Él le apretujó las manos, con aspecto muy apurado.
—No ha entrado en casa nada conmigo, ¿verdad? —dijo en voz muy baja volviéndose hacia mí.
—Nada, padre —dije yo—; nada más que la montura y las riendas que traías en la mano.
—Nada de color blanco ha llegado hasta la puerta conmigo ¿verdad? —repitió.
—Nada —contesté nuevamente.
—Mejor —dijo mi padre, el cual, tras hacer la señal de la cruz, empezó a murmurar para sí.
Yo sabía que estaba recitando sus oraciones. Mi madre esperó un rato a que terminara su plegaria y luego le preguntó dónde lo había visto por primera vez.
—Cuando subía por la vereda, recordé que los mozos iban por el camino con el ganado y que nadie cuidaría del caballo si no lo hacía yo; así que pensé que podía dejarlo en el campo de abajo, y, como el animal estaba muy tranquilo, lo conduje fácilmente por todo el camino. Fue al volverme, después de dejarlo —me había llevado conmigo la montura y las riendas— cuando lo vi aparecer por detrás de la hierba que hay junto al camino y ponerse primero delante de mí y luego detrás, y después a un lado y luego al otro, y así un rato, mirándome todo el tiempo con sus ojos centelleantes; y juraría que lo oí aullar al pegarse a mí; tan pegado como estamos nosotros dos, hasta que conseguí llegar aquí y llamé a la puerta, como habéis oído.
Pues bien, ¿por qué una circunstancia tan simple agitaba a mi padre, a mi madre, a mí mismo y, finalmente, a todos los miembros de esta familia de labriegos, con un terrible presentimiento?
Sencillamente porque todos y cada uno de nosotros sabíamos que mi padre había recibido, en aquel encuentro con el gato blanco, un aviso de su muerte inminente. Aquel mal fario no había fallado nunca hasta entonces. Y no falló tampoco esta vez. Una semana después, mi padre cogió una fiebre que se había propagado y murió antes de un mes. Mi buen amigo Dan Donovan hizo una pausa; por el movimiento de sus labios comprendí que estaba rezando, y deduje que era por el descanso de aquella alma desaparecida. Poco después reanudó su relato. Hace ya ochenta años que esta maldición anda asociada con mi familia. ¿Ochenta años? Bueno, noventa años sería más exacto. Yo hablé hace tiempo con muchas personas ancianas que recordaban con nitidez todo lo relacionado con este caso.
Ocurrió de la siguiente manera: Mi tío abuelo, Connor Donovan, era en aquel tiempo propietario de la vieja granja de Drumgunniol. Era más rico de lo que nunca llegaría a ser mi padre, ni el padre de mi padre, pues tomó en arriendo Balraghan durante unos años e hizo mucho dinero. Pero el dinero no ablanda un corazón duro, y, por desgracia, mi tío abuelo era un hombre cruel, amén de libertino, y este tipo de personas suelen ser crueles de corazón. También bebía lo suyoy maldecíay blasfemaba cuando se enfadaba, más, me temo, de lo que convenía a su alma. En aquella época vivía en las montañas, no lejos de Capper Cullen, una bonita muchacha de la familia de los Coleman.
Según me han contado, ya no queda allí ningún Coleman,y es probable que esta familia se haya extinguido. Los años del hambre acarrearon grandes cambios. Se llamaba Ellen Coleman. Los Coleman no eran ricos, pero al ser ella tan hermosa podía esperarse hacer un buen casamiento. Pero... peor casamiento que el suyo, imposible.
Con Donovan —mi tío abuelo, ¡que Dios le haya perdonado!— la veía a veces en los mercados y fiestas patronales,y se enamoró de ella, como era de suponer. Pero se portó mal con ella: le prometió el matrimonio y la convenció para que se fuera con él, pero al final no cumplió su palabra. Fue la historia de siempre. Se había cansado de ella, y quería triunfar en el mundo. Acabó casándose con una joven de los Collopy que tenía una gran fortuna: veinticuatro vacas, setenta ovejas y ciento veinte cabras. Se casó, pues, con esta Mary Collopy, y se hizo todavía más rico. Y Ellen Coleman murió con el corazón destrozado. Pero aquello no le quitó el sueño al inhumano labriego. Le habría gustado tener hijos, pero no tuvo ninguno, y fue ésta la única cruz que tuvo que llevar, pues todo lo demás le salía a pedir de boca.
Una noche, volvía de la feria de Negagh. Un riachuelo atravesaba entonces la carretera –habían construido un puente hacía poco en aquel punto, según me contaron-, y estaba casi siempre seco en verano. Cuando estaba seco, dado que pasaba, con pocas revueltas, cerca de la vieja granja de Drumgunniol, hacía las veces de carretera, que la gente utilizaba entonces como atajo para llegar hasta la casa. Como aquella noche había luna, mi tío abuelo dirigió su caballo hacia aquel riachuelo seco y, cuando hubo alcanzado los dos fresnos junto a la granja, lo hizo bajar hasta el lecho con la intención de franquear la abertura que había en el otro extremo, cabe el roble, y encontrarse así a unos doscientos metros de su puerta.
Al acercarse a la abertura, vio, o creyó ver, deslizándose lentamente por el terreno en la misma dirección y dando de vez en cuando unos pequeños saltos, una cosa blanca que, según él mismo describió, no era mayor que su sombrero, pero que no podía decir con seguridad qué era exactamente ya que se movía a lo largo del seto y desapareció en el punto hacia el cual él se estaba dirigiendo. Al alcanzar la abertura, el caballo se paró en seco. Mi tío abuelo le gritó y lo espoleó en vano. Se bajó para llevarlo de las riendas, pero el animal reculó, estornudó y le entró un terrible ataque de temblor.
Volvió a montarlo. Pero, a pesar de las caricias y latigazos de su amo, seguía aterrorizado y persistía en su obstinación. Había luna llena y mi tío estaba muy enojado por la resistencia del animal, sobre todo porque no le encontraba ninguna explicación; al verse tan cerca de la casa, perdió la poca paciencia que le quedaba y, empleando con saña el látigo y las espuelas, irrumpió en maldiciones y blasfemias. De repente, el caballo se puso en movimiento de un arreón, y Con Donovan, al pasar bajo el amplio ramaje del roble, vio claramente, junto a él, a una mujer a la orilla del lago con el brazo extendido, la cual, al pasar a su lado, le asestó un fuerte golpe en la espalda que le hizo dar con la cabeza sobre el cuello del caballo; el animal, presa de terror, alcanzó la puerta en un santiamén, donde permaneció inmóvil, todo él temblando y echando vapor.
Más muerto que vivo, mi tío abuelo entró. Contó lo que le había pasado, aunque un tanto a su manera. Su mujer no sabía qué pensar, aunque estaba segura de que algo muy malo le había ocurrido. Lo encontraba muy débil y enfermo,y mandó llamar enseguida al sacerdote. Cuando lo llevaron a su cama vieron claramente las marcas de cinco uñas en la piel de su espalda, donde se había abatido el golpe espectral. Aquella marcas extrañas, según decían, tenían el color de un cuerpo alcanzado por un rayo quedaron grabadas en su carne y le acompañaron a la tumba.
Cuando se hubo recuperado lo suficiente para poder hablar -aunque como quien se encuentra en su última hora, con el corazón apesadumbrado y la conciencia intranquila-, repitió su historia, pero aseguró que no había reconocido la cara de la figura que había visto en la abertura. Pero nadie lo creyó. Estuvo hablando un buen rato -con el sacerdote. Ciertamente tenía un secreto que contar. Podría haberlo divulgado con total franqueza, pues todo el vecindario sabía de sobra que era el rostro de la muerta Ellen Coleman el que había visto. Desde aquel momento, mi tío abuelo no volvió a recuperarse. Se volvió un hombre asustado, taciturno y atribulado. Era el principio del verano, y con la caída de las primeras hojas del otoño murió.
Por supuesto, hubo velatorio, como correspondía a un labriego tan importante y acaudalado. Por alguna razón, los preparativos de la ceremonia fueron algo diferentes de lo habitual. La práctica corriente es colocar el cuerpo en el gran salón de la casa. En este caso particular se siguió, como les he dicho, por alguna razón especial, una disposición distinta: el cadáver se colocó en una pequeña habitación que daba a la más grande. La puerta, durante el velatorio, permaneció abierta. Había candelabros alrededor de la cama, pipas y tabaco sobre la mesa, y taburetes para las personas que quisieran entrar, mientras la puerta permanecía abierta para la recepción. Una vez amortajado el cadáver, lo dejaron solo en esta pequeña estancia mientras hacían los preparativos para el velatorio. Después del crepúsculo, al acercarse a la cama una de las mujeres a coger una silla que había dejado al lado, salió de la habitación con un grito; una vez que hubo recuperado el habla, y rodeada por un auditorio boquiabierto, dijo:
—¡Que me muera ahora mismo si no tenía la cabeza levantada y estaba mirando fijamente a la puerta, con los ojos más grandes que platos de peltre, que centelleaban a la luz de la luna!
—¡Qué dices, mujer! Tú estás chiflada —dijo uno de los mozos de la granja.
—¡Eh, Molly, no sigas hablando, anda! Eso es lo que has imaginado al entrar en la habitación oscura, sin luz. ¿Por qué no cogiste una vela, mujer de Dios? —dijo una de sus compañeras.
—Con vela o sin vela, lo he visto —insistió Molly—.Y, lo que es más, casi podría jurar que he visto también que sacaba tres veces el brazo de la cama y lo arrastraba por el suelo para agarrarme por los pies.
—Sandeces. Tú estás chiflada. ¿Para qué puede querer él un pie tuyo? —exclamó uno desdeñosamente.
—Que alguien me dé una vela, por todos los santos del cielo —dijo la vieja Sal Doolan, una mujer delgada y tiesa, que sabía rezar casi como un sacerdote.
—Dadle una vela —convinieron todos.
Pero, a pesar de sus comentarios anteriores, no había ni uno de ellos que no pareciera pálido y asustado mientras seguían a Mrs. Doolan, que iba rezando todo lo deprisa que se lo permitían los labios y encabezaba el grupo con una vela de sebo, cogida con los dedos, como una cerilla.
La puerta estaba medio abierta, tal y como la despavorida muchacha la había dejado; y, sosteniendo la vela en alto para ver mejor la habitación, ésta se aventuró en el interior. Si la mano de mi tío abuelo había estado extendida por el suelo, de la manera sobrenatural antes descrita, sin duda éste la había recogido bajo el lienzo que lo cubría, por lo que la larga Mrs.Doolan no corrió ningún peligro de tropezar con ella al entrar. Pero no había avanzado más que unos pasos con la vela en alto cuando, con el rostro demudado, se paró en seco, mirando fijamente a la cama que ahora se veía perfectamente.
—¡Que Dios nos bendiga! ¡Mrs.Doolan, échese atrás! —exclamó despavorida la mujer que estaba cerca de ella cogiéndola repentinamente por el vestido, o manto, y tirando con fuerza de ella mientras todos los que la seguían retrocedían alarmados por su vacilación.
—¡Shhh! ¿Queréis callaros? —exclamó la cabecilla perentoriamente—. Con el ruido que estáis haciendo no oigo nada. ¿Quién de vosotros ha dejado entrar ese gato aquí, y de quien es? —preguntó mirando con recelo al gato blanco que se había acomodado sobre el pecho del cadáver.
—¡Sacadlo de ahí ahora mismo, vamos! —ordenó horrorizada ante semejante profanación—. En los años que llevo vividos he amortajado a muchas personas, pero nunca había visto nada semejante. ¡El amo de la casa, con semejante bestia encima, como un demonio! Que Dios me perdone por mentar al maligno en esta habitación. Que alguien lo saque de ahí ahora mismo, ¡vamos!
Cada cual retransmitió la orden, pero sin que nadie pareciera dispuesto a ejecutarla. Todos se estaban santiguando, musitando sus conjeturas y aprensiones sobre la naturaleza de aquel bicho, que no era un gato de la casa ni nadie había visto nunca. De repente, el gato se colocó sobre el cojín que había junto a la cabeza del cadáver y, tras lanzar una mirada torva a todos los presentes, fue deslizándose lentamente a lo largo del cuerpo exánime hacia ellos, maullando despacio pero ferozmente conforme se acercaba. Todos salieron a empellones de la estancia en medio de una espantosa confusión, cerrando bien la puerta tras ellos, y transcurrió un buen rato antes de que los más temerarios se atrevieran a echar otro furtivo vistazo.
El gato blanco seguía sentado donde antes, sobre el pecho del muerto; pero ahora saltó tranquilamente por un lado de la cama y desapareció por debajo de ésta; el lienzo, que a modo de cobertor bajaba casi hasta el suelo, lo ocultó a la vista.
Rezando y santiguándose,y sin olvidarse de echar agua bendita, se pusieron finalmente a buscar bajo la cama, armados de palas, «zarzos», horcas y otros aperos por el estilo. Pero el gato ya no estaba allí, y dedujeron que se había escabullido entre sus piernas mientras estaban en el umbral. Así, cerraron bien la puerta con cerrojo y candado. Pero, a la mañana siguiente, al abrir la puerta encontraron el gato blanco sentado, como si no hubiera sido molestado en ningún momento, sobre el pecho del hombre muerto. De nuevo se reprodujo casi la misma escena, con semejante resultado, sólo que algunos dijeron después haber visto al gato escondido debajo de una gran caja que había en un rincón de una habitación exterior, donde mi tío abuelo guardaba su contrato de arrendamiento y demás papeles, así como su libro de oraciones y rosarios.
Mrs.Doolan lo oía maullar a sus talones donde quiera que iba; y, aunque no lo veía, lo oía saltar sobre el respaldo de su sillón cuando ella se sentaba, y ponerse a maullar a su oído, lo que la hacía saltar con un grito y una plegaria, convencida de que el bicho iba a morderle en el cuello. Y el monaguillo, al mirar a su alrededor bajo los ramajes del viejo huerto, vio a un gato blanco sentado debajo de la pequeña ventana del cuarto donde yacía el cuerpo de mi tío abuelo mirando fijamente a los cuatro pequeños cristales cual gato que ojea a un pájaro.
En resumidas cuentas, siempre que alguien entraba en la habitación veía al gato encima del cadáver, y, por muchas precauciones que tomaran, siempre que dejaban solo al hombre muerto, el gato estaba allí acompañándolo fatídicamente. Y así prosiguió para estupor y terror del vecindario, hasta que la puerta se abrió finalmente para el velatorio. Una vez muerto mi tío abuelo, y enterrado con todas las debidas ceremonias, ya he acabado con él. Pero no he acabado aún con el gato blanco. Ningún fantasma se ha asociado nunca tan indisolublemente a una familia como esta nefasta aparición a la mía. Pero hay una diferencia. Generalmente, el fantasma mantiene una relación de afecto hacia la familia afligida a la que está hereditariamente asociada, mientras que este bicho es claramente sospechoso de malignidad. Es sencillamente el mensajero de la muerte. Y el que haya adoptado la forma de gato —el más frío y, según dicen, el más vengativo de los brutos— es bastante indicativo del tenor de su visita.
Cuando a mi abuelo le llegó la hora de la muerte, aunque él parecía estar bien en aquella época, el gato se le apareció, si no exactamente igual, sí de manera muy parecida a como se le había aparecido a mi padre. El día antes de que mi tío Teigue perdiera la vida por la explosión de su fusil, se le apareció al atardecer, junto a la laguna, en el campo en el que yo vi a la mujer caminando por el agua, como ya les he contado. Mi tío se hallaba lavando el cañón de su fusil en el lago. La hierba es baja allí, y no había ningún escondite alrededor. No se explicaba cómo se le había acercado, pero el hecho es que lo vio de repente cerca de sus pies, a la hora del atardecer, con la cola nerviosamente arqueada y un verde amenazador en los ojos; e, hiciera lo que hiciera mi tío, el animal seguía dando vueltas a su alrededor, unas veces grandes y otras más pequeñas, hasta que llegó al huerto, donde lo perdió de vista. Mi pobre tía Peg —que se casó con un O'Brian, cerca de Oolah— vino a Drumgunniol para asistir al funeral de un primo que había muerto a dos kilómetros de allí. La pobre murió también, sólo un mes después.
De vuelta del velatorio, a las dos o las tres de la madrugada, al atravesar la cerca de la granja de Drumgunniol, vio al gato blanco, que se puso a su lado; ella estuvo a punto de desmayarse aunque logró llegar hasta la puerta de la casa, donde el gato se encaramó al espino blanco que hay allí y desapareció de su vista. Mi hermano pequeño Jim lo vio también tres semanas antes de morir. Cada miembro de nuestra familia que muere, o enferma de muerte, en Drumgunniol, ve antes fatídicamente al gato blanco y sabe que ya le quedan pocos días de vida.
Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873)
Relatos góticos. I Relatos de Sheridan Le Fanu.
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El análisis y resumen del cuento de Sheridan Le Fanu: El gato blanco de Drumgunniol (The White Cat of Drumgunniol), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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