«La vieja casa en Vauxhall Walk»: Charlotte Riddell; relato y análisis.
«Percibió la silueta de algo acurrucado en la cama,
cuya terrible presencia parecía impregnar la casa.»
cuya terrible presencia parecía impregnar la casa.»
La vieja casa en Vauxhall Walk (The Old House in Vauxhall Walk) es un relato de terror de la escritora irlandesa Charlotte Riddell (1832-1906), publicado originalmente en la antología de 1882: Historias extrañas (Weird Stories).
La vieja casa en Vauxhall Walk, uno de los cuentos de Charlotte Riddell menos conocidos, relata la historia de Graham Coulton, un joven privilegiado y caprichoso que ha sido arrojado a la calle por su padre. Mientras deambula por las ciudad, solo y hambriento, se encuentra con un antiguo sirviente de la familia, quien le ofrece pasar la noche en la casa que alquila en Vauxhall Walk. Esa noche, Graham tiene un sueño vívido que parece revelar un incidente violento del pasado de la casa: el asesinato de una anciana avara. Si bien hay un posible tesoro involucrado [nunca se ha encontrado el oro de la vieja], Graham decide investigar el misterio de la casa, motivado por la necesidad de demostrar su valía a su padre, quien lo considera un cobarde.
El motivo de la casa embrujada que es investigada por el protagonista no es nuevo en Charlotte Riddell. En La puerta abierta (The Open Door), el narrador accede a investigar el misterio de una casa alquilada a uno de sus clientes, el señor Carrison, quien se niega a permanecer en la vivienda porque la puerta no cierra; desde luego, motivada por fuerzas sobrenaturales.
La vieja casa en Vauxhall Walk, en esencia, es la historia de una mujer rica y avara que se negó a ayudar a su familia, y finalmente terminó muriendo en soledad. No hay redención para ella al final, pero sus apariciones permiten que Graham Coulton, un joven algo inmaduro y decente, se beneficie de su ejemplo negativo y se reconcilie con el padre con el que se ha distanciado. No hay connotaciones góticas adicionales ni un lenguaje arcaico, pero tampoco es una narración fluida para el lector moderno.
La idea del fantasma que permanece «atado» a su vieja casa está muy extendido, no solo en la ficción, sino también en la parapsicología en general [ver: Espíritus que no abandonan su antigua casa]. La anciana [señorita Tynan] de La vieja casa en Vauxhall Walk no puede trascender su existencia terrenal debido al apego a cuestiones materiales, explícitamente al dinero, pero también al hecho de haber sido asesinada en la casa por dos intrusos que buscan su oro escondido. Este motivo guarda ciertas similitudes con Un cuento de Navidad (A Christmas Carol) de Charles Dickens, escrito cuarenta años antes, donde, a través de una serie de fashbacks se explora la noción de que el dinero no compra la felicidad [la señorita Tynan funciona como una especie de «Scrooge» femenino]. Desde las primeras líneas, Charlotte Riddell destaca el tema económico, que es el núcleo de su historia de fantasmas:
«¡Sin casa, sin hogar, sin esperanza! Muchos de los que habían transitado por esa calle debieron pronunciar las mismas palabras: los cansados, los desolados, los hambrientos, los abandonados, los desamparados y vagabundos de la humanidad, con frío, famélicos y miserables, por las aceras de la parroquia de Lambeth.»
En general, las historias de fantasmas abordan el tema de la propiedad: el habitante de una casa se enfrenta a uno o varios fantasmas que afirman su dominio sobre la propiedad y se rehúsan a ser desalojados. El espíritu a menudo busca expulsar a los vivos, a quienes considera intrusos, mientras que los vivos intentan resolver el misterio de la casa para desterrar al fantasma. Es una dinámica que se repite con variaciones menores. La vieja casa en Vauxhall Walk no difiere de este tropo. Si bien Graham Coulton no es el propietario de la casa; y ni siquiera tiene dinero para alquilar la finca, al principio sólo es una víctima pasiva de las apariciones; pero cuando obtiene la aprobación del propietario legal para permanecer en la casa consigue resolver en misterio, quedarse con el oro y, quizás, liberar al fantasma de su apego a la casa [ver: Señales de que hay un espíritu en tu casa]
El fantasma de Charlotte Riddell expone la transición del espectro gótico clásico [vengativo y encarnizado con su familia] al fantasma victoriano. Ya no tenemos los entierros prematuros y el encarcelamiento explícito de las novelas góticas tradicionales, sino personas que se recluyen, se aislan, se privan del contacto humano, y al final terminan en una variación más urbana del motivo del entierro prematuro. El oro de la señorita Tynan no le proporcionó consuelo al tener una vida aislada de sus afectos. En cierto modo, ella resolvió ser enterrada prematuramente en la casa. Pero este vínculo con la riqueza no se rompió en la muerte, por el contrario, sus ligaduras se volvieron más fuertes, manteniéndola atada a la casa y a sus posesiones terrenales.
También hay que decir que la anciana no parece ser un fantasma con agencia propia; más bien se asemeja al concepto de energía residual que ha quedado grabada en la casa, y es activada y recogida por una persona sensitiva, en este caso, Graham [ver: La teoría de la Cinta de Piedra]. De hecho, el protagonista observa [en sueños] una especie de bucle que repite el asesinato de la mujer, y luego a la propia señorita Tynan como una manifestación física de la avaricia que la llevó a la muerte:
«[Graham] giró un poco para ver a la persona ocupada de una manera tan singular, y descubrió que, donde no había habido silla la noche anterior, ahora había una en la que estaba sentada una vieja bruja arrugada, con la ropa pobre y harapienta, una cofia apenas cubriendo su escaso cabello blanco, las mejillas hundidas, la nariz aguileña, sus dedos más como garras que cualquier otra cosa, mientras se sumergían en el montón de oro, del cual levantaban solo algunas porciones para esparcirlas con tristeza.»
El aspecto de la mujer establece que amaba menos la riqueza que su acumulación. Evidentemente se privó en vida de los placeres más simples, pero eso no tiene nada de reprobable: la maldición que recae sobre ella es producto de su elección de negarle ayuda a los demás, a pesar de contar con los recursos necesarios.
Después de tener esta visión, Graham investiga la muerte de la mujer, no por motivos desinteresados: quizás quiere impresionar al casero y así conseguir un alquiler accesible aprovechando que la casa ya tiene la reputación de estar embrujada. En resumen: Graham espera encontrar el oro que la mujer dejó, supuestamente, escondido en algún lugar de la casa. Esta motivación terrenal y egoísta [aunque tampoco condenable] le hace olvidar la «lección» inherente en la visión de esta vieja avara:
«Parecía haber una lección para él que había olvidado, que, por mucho que lo intentara, se le escapaba de la memoria. En el mismo acto de despertar, se desvaneció.»
Las apariciones de la vieja muestran la naturaleza corrosiva de la avaricia, es cierto, pero Charlotte Riddell no era precisamente una defensora de las clases trabajadoras. Las personas a las que la vieja negó ayuda, y quienes terminan asesinánola, viven en la «honesta pobreza»:
«Rodeaban a aquella avara, se agolpaban: todas esas figuras pálidas y tristes: el anciano, el niño, el paria sollozante, la pobreza honesta, el vicio arrepentido; pero un grito sordo salió de aquellos labios: un grito de ayuda que podría haber dado, pero negó.»
Si la acumulación de riqueza es la amenaza moral, los «pobres» son la amenaza física. Que nuestro protagonista sea un chico rico que atraviesa un momento difícil indica la perspectiva desde la que debemos ver la historia. En este sentido, los mensajes morales de Charles Dickens [como la llamada a la compasión] no están presentes en La vieja casa en Vauxhall Walk.
Todo parece terminar bien para el protagonista: eventualmente encuentra el oro, y esto lo lleva a obtener independencia financiera y emocional de su padre, contra quien se rebela al principio de la historia. Sin embargo, se queda en la casa de Vauxhall Walk. Tal vez terminó sus días acariciando su oro del mismo modo que la señorita Tynan.
La vieja casa en Vauxhall Walk.
The Old House in Vauxhall Walk, Charlotte Riddell (1832-1906)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
¡Sin casa, sin hogar, sin esperanza!
Muchos de los que habían transitado por esa calle debieron pronunciar las mismas palabras: los cansados, los desolados, los hambrientos, los abandonados, los desamparados y vagabundos de la humanidad, con frío, famélicos y miserables, por las aceras de la parroquia de Lambeth; pero es cuestionable si él alguna vez las pronunció con convicción, o con un sentimiento de autocompasión más profundo, que el joven que se apresuraba por Vauxhall Walk una noche lluviosa de invierno, sin abrigo ni sombrero.
Una frase extraña para que la expresara un joven de veintiún años, y más extraña aún que viniera de labios de una persona que era un caballero. Tampoco parecía haber caído en la gracia de la fortuna. No había señal que indujera a imaginar que había sido derrotado tras una larga lucha contra la calamidad. Sus botas no estaban desgastadas ni rotas por las puntas, como muchas, muchas botas que se arrastraban y raspaban por el pavimento. Su ropa era buena y de corte elegante, libre de rasgaduras, remiendos y andrajos que se escabullían miserablemente, agazapados en los portales, y extendían la mano en silencio pidiendo caridad. Su rostro no estaba contraído por el hambre ni surcado de arrugas perversas ni embrutecido por la bebida y el libertinaje; y aun así, decía y pensaba que no tenía remedio, y casi en su joven desesperación, pronunciaba las palabras en voz alta.
Era una mala noche para andar con semejante sentimiento en el corazón. La lluvia era fría, despiadada y arreciaba. Un viento húmedo y cortante soplaba por las calles transversales que venían del río. Los humos de la fábrica de gas parecían caer con la lluvia. El camino estaba embarrado; el pavimento grasiento; las farolas ardían tenuemente; y ese lúgubre barrio de Londres lucía en su peor momento.
Ciertamente no era una noche para estar fuera, sin un hogar adonde ir ni una moneda de seis peniques en el bolsillo; sin embargo, esta era la posición del joven caballero que, sin sombrero, caminaba por Vauxhall Walk, con la lluvia azotando su cabeza desprotegida.
Miraba con envidia las casas, tan grandes y bonitas —antaño habitadas por ciudadanos adinerados, ahora alquiladas en su mayoría por pisos a inquilinos semanales—. Habría dado cualquier cosa por tener una habitación, o incluso parte de ella. Llevaba mucho tiempo caminando, desde que oscurecía, y de hecho oscurecía pronto en diciembre. Estaba cansado, tenía frío y hambre, y no veía otra posibilidad que la de pasear por las calles toda la noche.
Al pasar junto a una de las farolas, la luz que caía sobre su rostro reveló unos rasgos jóvenes y apuestos, una boca ágil y sensible, y esa peculiar formación de las cejas —no exactamente un ceño fruncido, sino un cierto fruncimiento— que a menudo se considera de genio, pero que sin duda acompaña a una organización impulsiva, fácilmente complaciente, fácilmente depresiva, capaz de sufrir o de disfrutar plenamente. En su corta vida no había disfrutado mucho. Esa noche, al caminar con la cabeza descubierta bajo la lluvia, la situación había llegado a un punto crítico.
Hasta donde él, en su desesperación, podía ver o razonar, lo mejor que podía hacer era morir. El mundo no lo quería; estaría mejor fuera de él.
—¡Amo Graham! ¡Amo Graham! —exclamó este hombre sin aliento; árido.
El joven se detuvo como si le hubieran disparado.
—¿Me conoce? —preguntó, volviéndose.
—Soy William; ¿no se acuerda de William, amo Graham? Por Dios, señor, ¿qué hace afuera en una noche como esta sin su sombrero?
—Lo olvidé —fue la respuesta—; y no quise volver a buscarlo.
—Entonces, ¿por qué no compra otro, señor? Se va a morir de frío; y además, me disculpará, señor, pero se ve raro.
—Lo sé —dijo el amo Graham con gravedad—; pero no tengo ni medio penique.
—¿Entonces usted y el señor...? —empezó el hombre, pero allí dudó y se detuvo—. ¿Se han peleado?
—Sí.
—¿Y adónde va ahora?
—¿Ir? A ninguna parte, salvo a buscar la losa más blanda del pavimento o el refugio de un arco.
—Está bromeando, señor.
—No estoy de humor para bromas.
—¿Volverá conmigo, señor Graham? Estamos en el último tramo de la mudanza, pero aún queda una chispa en la chimenea, y sería mejor que hablar con la lluvia. ¿Viene, señor?
—¡Claro que iré! —dijo el joven, y, volviéndose, fueron hacia la casa que él había visto al pasar.
Una casa muy vieja, con un vestíbulo largo y ancho, escaleras bajas y de fácil acceso, con cornisas profundas hasta los techos, suelos de roble y puertas de caoba, que aún hablaban en voz baja de la riqueza y estabilidad del propietario original, que vivió antes de que se pensara en los Tradescant y los Ashmol, y había estado durmiendo mucho más tiempo que ellos en el cementerio de Santa María, junto al palacio arzobispal.
—Suba, señor —suplicó el inquilino que se marchaba—; hace frío aquí abajo, con la puerta abierta de par en par.
—¿Entonces tenías toda la casa, William? —preguntó Graham Coulton, algo sorprendido.
La puerta de una de las casas estaba abierta, y en el recibidor tenuemente iluminado pudo ver algunos muebles esperando a ser retirados. Una furgoneta estaba junto a la acera, y dos hombres subían una mesa a ella cuando él, por un segundo, se detuvo.
«Ah», pensó, «hasta esa pobre gente tiene un lugar adonde ir, un techo asegurado, mientras que yo no tengo techo ni un chelín para pasar la noche». Y siguió adelante deprisa, como si la memoria lo impulsara, tan deprisa que un hombre que corría tras él tuvo dificultades para alcanzarlo.
—Toda la casa, sí; y lamento mucho tener que dejarla. Por aquí, señor.
William, haciendo honor a su anterior residencia, invitó a su antiguo amo a un espacioso apartamento que ocupaba todo el ancho de la casa en el primer piso.
Aunque estaba cansado, el joven no pudo reprimir una exclamación de asombro.
—¡Pero si no tenemos nada tan grande como esto en casa, William! —dijo.
—Es una casa hermosa —respondió William, revolviendo las brasas mientras hablaba y echando leña sobre ellas—; pero, como muchas buenas familias, se ha venido abajo.
Había cuatro ventanas en la habitación, cerradas con persianas; tenían asientos bajos y profundos, que evocaban agradables días pasados; cuando, bien cubiertas con cortinas y cojines, formaban acogedores rincones para los niños, y a veces también para los adultos. No quedaban muebles, salvo un banco de roble junto a la chimenea y un gran espejo empotrado en el revestimiento de madera en el extremo opuesto de la habitación, con una consola de mármol negro debajo; pero la misma ausencia de sillas y mesas permitía apreciar con toda claridad las magníficas proporciones de la habitación, y nada distraía la atención del techo ornamentado, las paredes revestidas de madera, la repisa de la chimenea, de estilo antiguo y tan pintorescamente tallada, y la chimenea revestida de azulejos, cada uno de los cuales contenía una imagen de algún tema bíblico o alegórico.
—Si te hubieras quedado aquí, William —dijo Coulton, dejándose caer con cansancio en el banco—, te habría pedido que me dejaras pasar la noche aquí.
—Si puede arreglárselas, señor, no hay nada que le impida quedarse —respondió el hombre, avivando la leña—. No le devolveré la llave al casero hasta mañana. Sería mejor que el frío de la calle, de todos modos.
—¿Lo dices en serio? —preguntó el otro con entusiasmo—. Agradecería quedarme aquí; me siento agotado.
—Entonces quédese, señor Graham, y bienvenido. Iré a buscar una cesta de carbón que iba a meter en el furgón y encenderé un buen fuego. Luego tengo que ir a la otra casa un par de minutos, pero no está lejos, y volveré en cuanto pueda.
—Gracias, William; siempre fuiste bueno conmigo —dijo el joven—. Esto es una delicia —y extendió sus manos entumecidas sobre la leña ardiente, mirando la habitación con una sonrisa de satisfacción—. No esperaba encontrarme en semejante lugar —comentó, mientras su amigo en apuros reaparecía con una cesta llena de brasas, con la que procedió a encender una fogata—. Estoy seguro de que lo último que podría haber imaginado era encontrarme con alguien conocido en Vauxhall Walk.
—¿De dónde venía, señor Graham? —preguntó William con curiosidad.
—De la casa del viejo Melfield. Estuve una vez en su escuela, ¿sabe?; ahora se ha jubilado y vive de las ganancias de años de robo en Kennington Oval. Pensé que tal vez me prestaría una libra, o me ofrecería alojamiento por una noche, o incluso una copa de vino; pero, ¡ay, Dios mío!, no. Adoptó un tono moralista y comentó que no tenía nada que decirle a un hijo que desafiaba la autoridad de su padre. Me dio muchos consejos, pero nada más, y me acompañó a la lluvia con una cortesía por la que podría haberle dado una paliza.
William murmuró algo en voz baja que no era una bendición, y añadió en voz alta:
—Creo que está mejor aquí, señor, de todos modos. Regresaré en menos de media hora.
Dejado solo, el joven Coulton se quitó el abrigo, y moviendo un poco el banco, lo colgó del borde para que se secara. Con su pañuelo se secó el pelo; luego, completamente exhausto, se tumbó frente al fuego y, apoyando la cabeza en el brazo, se quedó profundamente dormido.
Se despertó casi una hora después al oír a alguien atizar suavemente el fuego y moverse silenciosamente por la habitación. Se sentó de golpe, miró a su alrededor, desconcertado por un momento. Luego, reconociendo a su humilde amigo, dijo riendo:
—Me había perdido; no podía imaginar dónde estaba.
—Lamento verlo aquí, señor —fue la respuesta—; pero aun así esto es mejor que estar al aire libre. Ha sido una noche horrible. Traje una manta para que se abrigara.
—Ojalá me hubiera traído algo de comer —dijo el joven riendo.
—¿Tiene hambre, señor? —preguntó William con tono preocupado.
—Sí. No he comido nada desde el desayuno. El gobernador y yo empezamos a discutir en cuanto nos sentamos a almorzar, y me levanté y dejé la mesa. Pero el hambre no importa; estoy seco y caliente, y puedo olvidarme de lo otro durmiendo.
—Y ya es demasiado tarde para comprar algo —dijo el hombre con voz afable—; las tiendas cerraron hace mucho. ¿Cree, señor —añadió, animándose—, que podría comer un poco de pan y queso?
—Yo creo... diría que es un festín perfecto —respondió Graham Coulton—. Pero no te preocupes por la comida esta noche, William; ya has tenido bastantes problemas, y de sobra.
La única respuesta de William fue correr hacia la puerta y bajar corriendo las escaleras. Al poco rato reapareció, llevando en una mano pan y queso envueltos en papel, y en la otra una medida de peltre llena de cerveza.
—Es lo máximo que he podido hacer, señor —dijo disculpándose—. Tuve que rogarle esto a la casera.
—¡Por su salud! —exclamó el joven alegremente, dando un largo trago a la jarra—. Sabe mejor que el champán en casa de mi padre.
—¿No se sentirá incómodo su padre, señor? —aventuró William, quien, tras haber vaciado las brasas, estaba sentado en la cesta invertida, observando con nostalgia el deleite con el que el hijo del antiguo amo comía su pan con queso.
—No —fue la respuesta decidida—. Cuando oiga que llueve a cántaros, solo esperará que esté bajo el diluvio y dirá que un buen remojón calmará mi orgullo. Mi padre siempre me odió, como odió a mi madre. Si hubieras oído lo que dijo hoy de ella... Me dijo que me parecía a ella tanto en mente como en cuerpo; que era un cobarde, un ingenuo y un hipócrita.
—No lo decía en serio, señor.
—Sí que lo decía, cada palabra. Cree que soy un cobarde, porque yo... yo... —Y el joven rompió a llorar histéricamente.
—No me gusta nada dejarlo aquí solo —dijo William, mirando a su alrededor con una expresión de inquietud—; pero no tengo un lugar adecuado que se quede, y me veo obligado a ir yo mismo, porque soy sereno y debo estar a las doce.
—Estaré bien —fue la respuesta—. Pero no debo hablar más de mi padre. Háblame de ti, William. ¿Cómo conseguiste una casa tan grande y por qué la dejas?
—El casero me puso a cargo, señor; pero a mi esposa no le gustó.
—¿Por qué?
—Se sentía sola con los niños por la noche —respondió William, volviendo la cabeza; y añadió—: Ahora, señor, si cree que no puedo hacer más por usted, será mejor que me vaya. El tiempo apremia. Mañana por la mañana daré una vuelta.
—Buenas noches —dijo el joven, extendiendo la mano, que el otro tomó con la misma libertad y franqueza con que se la ofrecía—. ¿Qué habría hecho esta noche si no me hubiera encontrado contigo?
—Espero que descanse bien.
—No te preocupes —fue la réplica, y al minuto siguiente el joven se encontró completamente solo en la vieja casa de Vauxhall Walk.
II
Tumbado en el banco, con el fuego apagado y la habitación en total oscuridad, Graham Coulton tuvo un sueño curioso. Creyó despertar al encontrar un leño ardiendo en la chimenea, y el espejo al fondo de la habitación reflejando destellos intermitentes de luz. No entendía cómo, a pesar de la distancia que lo separaba del espejo, podía verlo todo; pero se resignó a la dificultad sin asombro, como suele ocurrir en los sueños.
Tampoco se sorprendió al contemplar la silueta de una mujer sentada junto al fuego, ocupada en coger algo de su regazo y dejarlo caer con un gesto de desesperación.
Oyó el suave sonido del oro y supo que estaba levantando y dejando caer soberanos. Se giró un poco para ver a la persona ocupada de una manera tan singular, y descubrió que, donde no había habido silla la noche anterior, ahora había una, en la que estaba sentada una vieja bruja arrugada, con la ropa pobre y harapienta, una cofia apenas cubriendo su escaso cabello blanco, las mejillas hundidas, la nariz aguileña, sus dedos más como garras que cualquier otra cosa, mientras se sumergían en el montón de oro, del cual levantaban solo algunas porciones para esparcirlas con tristeza.
—¡Oh! ¡Mi vida perdida! —gimió con una voz de amarga angustia—. ¡Oh! ¡Mi vida perdida... por un día, por una hora otra vez!
De la oscuridad, del rincón de la habitación donde las sombras eran más profundas, de la penumbra que se cernía cerca de la puerta, de la lúgubre noche, con los pies y la cabeza empapada, surgieron los ancianos y los niños pequeños, las mujeres fatigadas y los corazones cansados, cuya miseria ese oro podría haber aliviado, pero de cuya desdicha se burlaba.
Rodeaban a aquella avara, que una vez se regodeaba como ahora se lamentaba, se agolpaban: todas esas figuras pálidas y tristes: el anciano, el niño, el paria sollozante, la pobreza honesta, el vicio arrepentido; pero un grito sordo salió de aquellos labios pálidos: un grito de ayuda que podría haber dado, pero negó.
Se cerraron sobre ella, todos juntos, como lo habían hecho individualmente en vida; rezaron, sollozaron, suplicaron; Con ojos demacrados, la figura contempló a los pobres que había rechazado, a los niños cuyo llanto había cerrado los oídos, a los ancianos que había dejado morir de hambre; entonces, con un grito terrible, alzó sus delgados brazos por encima de la cabeza y se dejó caer, hundiéndose, el oro se desparramó al caer de su regazo y rodó por el suelo, hasta que su brillo se perdió en la oscuridad exterior.
Entonces Graham Coulton despertó de verdad, con el sudor rezumando por cada poro, con un miedo y una agonía como nunca antes había sentido, y con el sonido del grito desgarrador:
—¡Oh! ¡Mi vida perdida! —aún resonando en sus oídos.
A todo esto, además, parecía haberle quedado una lección olvidada, que, por mucho que lo intentara, se le escapaba de la memoria y que, en el mismo acto de despertar, se desvaneció. Se quedó un rato reflexionando sobre todo esto, y luego, aún sumido en el sueño, volvió a su mundo de ensueño.
Era natural, quizá, que, mezclándose con las extrañas fantasías que siguen la sucesión de la noche y la oscuridad, la visión anterior volviera a aparecer, y al poco tiempo el joven se encontró afanándose en una escena tras otra, donde la figura de la mujer que había visto sentada junto a un fuego moribundo ocupaba un lugar destacado.
La vio caminar lentamente, masticando un mendrugo seco; ella, que podría haber comprado todos los lujos que la riqueza puede exigir; junto a la chimenea, contemplándola, se encontraba un hombre de imponente presencia, vestido a la usanza de antaño. En sus ojos había una oscura mirada de ira, en sus labios una sonrisa torcida de disgusto, y de alguna manera, incluso en sueños, el soñador comprendió que era un antepasado lo que contemplaba; que la casa destinada a usos mezquinos en la que yacía nunca había descendido tanto de su alta posición como la mujer, poseedora de un alma lastimosa, contaminada con el vicio más despreciable e insidioso que la pobre humanidad conoce, pues todos los demás vicios parecen tener conexión con la carne, pero la avaricia corroe el alma misma.
De aspecto asqueroso, repulsivo a la vista, contempló otro fantasma que, al entrar en la habitación, la encontró casi en el umbral, tomándola de la mano y suplicándole, al parecer, ayuda. No podía oír todo lo que pasaba, pero alguna palabra llegaba a sus oídos de vez en cuando. Alguna conversación sobre tiempos pasados; alguna mención de una joven y bella madre; una súplica, al parecer, a un tiempo en que eran hermanos pequeños, y la maldita codicia por el oro no los había separado. Todo en vano; la bruja solo le respondió como había respondido a los niños, a las jóvenes y a los ancianos en su visión anterior. Su corazón era tan invulnerable al afecto natural como lo había demostrado a la compasión humana. Él suplicaba, al parecer, ayuda para evitar alguna amarga desgracia. Entonces, la figura que estaba junto a la chimenea se transformó en un ángel, que plegó sus alas con tristeza sobre su rostro, y el hombre, con la cabeza gacha, salió lentamente de la habitación.
Al hacerlo, la escena volvió a cambiar; era de noche otra vez, y la avara subía las escaleras. Desde abajo, Graham Coulton creyó observarla con cansancio de un escalón a otro. Había envejecido de forma extraña desde las escenas anteriores. Se movía con dificultad; parecía un esfuerzo inmenso para ella arrastrarse de un escalón a otro, su mano delgada atravesando los balaustres con lenta y dolorosa deliberación. Fascinado, los ojos del joven siguieron el avance de aquella mujer débil y decrépita. Estaba sola en una casa desolada, con una negrura más profunda que la oscuridad de la noche esperando envolverla.
Después de eso yació un rato en un descanso profundo y sin sueños, y al despertar se encontró entrando en una habitación tan sórdida y sucia como lo había sido la mujer de su visión anterior. La esposa del trabajador más pobre habría reunido más comodidades a su alrededor que las que contenía esa habitación. Una cama con dosel sin cortinas, una persiana torcida, una alfombra vieja cubierta de polvo y suciedad en el suelo, un lavabo destartalado con toda la pintura desprendida, un antiguo tocador de caoba y un cristal roto y salpicado de manchas: fueron todos los objetos que pudo distinguir al principio, mirando la habitación a través de esa tenue luz que a menudo se percibe en los sueños.
Poco a poco, sin embargo, percibió la silueta de alguien acurrucado en la cama. Acercándose, descubrió que era la de la persona cuya terrible presencia parecía impregnar la casa. ¡Qué terrible espectáculo! Con sus finos cabellos blancos esparcidos sobre la almohada, con lo que eran meros restos de mantas sobre sus hombros, con sus dedos como garras aferrándose a la ropa, ¡como si incluso dormida estuviera custodiando su oro!
Un espectáculo espantoso y repulsivo, pero ni la mitad del terror que le causó lo que siguió.
Mientras el joven miraba, oyó pasos sigilosos en la escalera. Entonces vio primero a un hombre y luego a su compañero entrar sigilosamente en la habitación. Un segundo después, la pareja se quedó junto a la cama con una mirada asesina en los ojos.
Graham Coulton intentó gritar, intentó moverse, pero el poder disuasorio de los sueños solo le ató la lengua y le paralizó las extremidades. Apenas podía oír y mirar, y lo que oyó y vio fue esto: despertada repentinamente, la mujer se sobresaltó, solo para recibir un golpe de uno de los rufianes, cuyo compañero siguió su ejemplo clavándole un cuchillo en el pecho.
Entonces, con un grito ahogado, cayó de espaldas en la cama, y en ese mismo instante, con un grito, Graham Coulton despertó de nuevo, para agradecer al cielo que solo fuera una ilusión.
III
—Espero que haya dormido bien, señor —era William, entrando en el recibidor bajo la luz de una mañana radiante. Preguntó—: ¿Ha dormido bien?.
Graham Coulton rió y respondió:
—Dormí bastante bien, supongo, pero ya fuera por la pelea con mi padre, por la cama dura o por el queso (probablemente por la comida a esas horas de la noche), tuve sueños toda la noche, sueños de lo más extraordinarios. Una anciana aparecía constantemente, y vi cómo la asesinaban.
—¿No me diga eso, señor? —dijo William con nerviosismo.
—Sí —fue la respuesta—. Pero ya pasó. He bajado a la cocina y me he lavado bien, y estoy fresco como una rosa y hambriento como un cazador. Ay, William, ¿puedes prepararme el desayuno?
—Claro, señor Graham. He traído una tetera y pondré a hervir el agua enseguida. Supongo, señor —dijo con vacilación—, que hoy se irá a casa.
—¡A casa! —repitió el joven—. Decididamente no. No volveré a casa hasta que vuelva con alguna medalla colgada del abrigo, o con una pierna o un brazo amputados. Lo he pensado todo, William. Iré a alistarme. Se habla de guerra; y, vivo o muerto, mi padre tendrá motivos para retractarse de su opinión sobre mi cobardía.
—Estoy seguro que nunca pensó de usted nada parecido, señor —dijo William—. ¡Tiene usted el coraje de diez! No haga nada precipitado, señor Graham, como ir a la guerra.
—Si no lo hago, ¿qué será de mí? —preguntó el otro—. No sé cavar; me avergüenza mendigar. Si no fuera por tu amabilidad, anoche no habría tenido techo.
—Me temo que no es un buen techo, señor.
—¡No es un buen techo! —repitió el joven—. ¿Quién podría desear uno mejor? ¡Qué habitación tan estupenda es esta! —continuó, mirando alrededor del apartamento, donde William estaba encendiendo una chimenea—. ¡Aquí podrían cenar veinte personas fácilmente!
—Si le parece tan bien el lugar, señor Graham, podría quedarse aquí un rato, hasta que decida qué hacer. Estoy seguro de que el casero no pondrá ninguna objeción.
—¡Tonterías! Querría un alquiler largo por una casa como esta.
—No creo que se pueda —fue la significativa respuesta de William.
—¿Qué quiere decir? ¿No se alquila la casa?
—No, señor. No se lo dije anoche, pero aquí se cometió un asesinato, y desde entonces la gente huye de este lugar.
—¡Un asesinato! ¿Qué clase de asesinato? ¿Quién fue asesinado?
—Una mujer, señor Graham, la hermana del casero; vivía aquí, sola, y se suponía que tenía dinero. La encontraron muerta de una puñalada en el pecho, y si alguna vez hubo dinero, fue robado al mismo tiempo, porque no se ha encontrado nada en la casa.
—¿Fue esa la razón por la que su esposa no quería quedarse aquí? —preguntó el joven, apoyado en la repisa de la chimenea y mirando pensativo a William.
—Sí, señor. No lo soportaba más; se puso delgada y nerviosa. Nunca vio nada, pero dijo que oía pasos y voces, y luego, cuando cruzaba el pasillo o subía la escalera, siempre parecía que alguien la seguía. Anoche acostamos a los niños en esa habitación grande, y declararon que a menudo veían a una anciana sentada junto a la chimenea. Yo nunca vi nada. Siempre me duermo en cuanto mi cabeza toca la almohada.
—¿No descubrieron a los asesinos? —preguntó Graham Coulton.
—No, señor; el casero, hermano de la señorita Tynan, siempre había sido sospechoso —injustamente, estoy seguro—. Se supo que fue a pedirle ayuda uno o dos días antes del asesinato, y también que pudo superar los problemas que lo acosaban en una o dos semanas. El dinero nunca se encontró; y, en general, la gente apenas sabía qué pensar.
—¡Hum! —exclamó Graham Coulton, y dio unas vueltas por el apartamento—. ¿Podría ir a ver a este casero?
—Sin duda, señor, si tuviera sombrero —respondió William con tal solemnidad que el joven se echó a reír.
—Eso es un obstáculo, sin duda —comentó—, pero le enviaré una nota. Tengo un lápiz en el bolsillo.
Media hora después de enviar la nota, William regresó con la respuesta.
—No hará nada precipitado, señor —suplicó William.
—¡Vaya, hombre! —respondió el joven—, a uno le da lo mismo morir de un fantasma que de una bala. ¿De qué hay que tener miedo?
William se limitó a negar con la cabeza. No creía que su joven amo estuviera hecho de madera para quedarse solo en una casa embrujada y resolver el misterio sin ayuda de nadie. Y, sin embargo, cuando Graham Coulton salió de la casa del casero, parecía más animado y alegre que de costumbre, y caminó por Lambeth hasta el lugar donde William esperaba su regreso, tarareando una melodía mientras caminaba.
—Hemos zanjado el asunto —dijo—. Y ahora, si el padre quiere a su hijo para Navidad, le costará encontrarlo.
—No diga eso, señor Graham, no —suplicó el hombre, con un escalofrío—. Quizás hubiera sido mejor que nunca te hubieras topado con Vauxhall Walk.
—No te quejes, William —respondió el joven—; si no fue el mejor día de trabajo que he hecho.
Durante toda la mañana y la tarde, Graham Coulton buscó diligentemente el tesoro desaparecido que, según le aseguró el señor Tynan, nunca se había descubierto. La juventud es segura de sí misma y obstinada, y este joven explorador se sentía satisfecho de que, aunque otros habían fracasado, él tendría éxito. En el segundo piso encontró una puerta cerrada con llave, pero no le prestó mucha atención en ese momento, pues creía que si había algo oculto, era más probable que se encontrara en la parte inferior de la casa. Hasta bien entrada la noche continuó sus investigaciones en la cocina, los sótanos y los armarios antiguos, de los cuales abundaba el sótano. Eran casi las once cuando, mientras hurgaba entre los cubos vacíos de una bodega tan grande como una bóveda familiar, sintió de repente una ráfaga de aire frío en la espalda. Al moverse, su vela se apagó al instante, y justo al quedar a oscuras, vio, de pie en el umbral, a una mujer que se parecía a la que había atormentado sus sueños durante la noche.
Se apresuró a aferrarla pero todo quedó a oscuras. Volvió a encender la vela y examinó detenidamente el sótano, cortando la comunicación con la planta baja. En vano. No encontró ni rastro de ser vivo; ni una sola ventana estaba abierta, ni una sola puerta sin cerrojo.
—Es muy extraño —pensó mientras, tras cerrar bien la puerta en lo alto de la escalera, registraba toda la parte superior de la casa, excepto la habitación mencionada—. Tengo que conseguir la llave mañana —decidió, de espaldas al fuego y con la mirada vagando por el salón, donde había vuelto a residir.
Mientras pensaba eso, vio de pie en el umbral a una mujer de cabello blanco y despeinado, vestida con ropas miserables, andrajosa y sucia. Levantó la mano con un gesto amenazador, y entonces, justo cuando él se precipitaba hacia ella, ocurrió algo maravilloso.
Detrás del gran espejo se deslizó una segunda figura femenina, al verla la primera se dio la vuelta y huyó, profiriendo agudos gritos mientras la otra la seguía de piso en piso. Aterrado, Graham Coulton observó a la temible pareja mientras subían corriendo las escaleras, pasando la habitación cerrada con llave, hacia la azotea. Pasaron unos minutos antes de que recuperara la compostura. Cuando lo hizo, y registró las habitaciones superiores, las encontró completamente vacías.
Esa noche, antes de acostarse frente al fuego, cerró con cuidado la puerta del salón; corrió el pesado banco que había delante, de modo que si se forzaba la cerradura no se pudiera entrar sin un ruido considerable. Durante un rato permaneció despierto, luego se sumió en un sueño profundo del que lo despertó un ruido como si algo se arrastrara. Se incorporó sobre un codo y escuchó; para su consternación, vio sentada al otro lado de la chimenea a la misma mujer que había visto antes en sueños, lamentándose por su oro.
El fuego aún no se había apagado. A la luz de una última llama vio que la figura se llevaba un dedo fantasmal a los labios, y por el giro de la cabeza y la postura de su cuerpo parecía estar escuchando.
También escuchó; de hecho, estaba demasiado asustado para hacer otra cosa; los sonidos que lo habían despertado se volvían cada vez más nítidos, un susurro sigiloso que se acercaba cada vez más, parecía subir y subir, tras el friso. «Son ratas», pensó el joven, aunque le castañeteaban los dientes de miedo. Pero entonces vio lo que lo disuadió de esa idea: el destello de una vela o lámpara a través de una grieta en el revestimiento. Intentó levantarse, se esforzó por gritar, todo en vano. No recordó nada hasta que despertó y encontró la luz grisácea de una mañana temprana colándose por una de las contraventanas que había dejado entreabierta.
Durante horas después de su desayuno, que apenas probó, mucho después de que William lo dejara al mediodía, Graham Coulton, tras haber inspeccionado la casa larga y detenidamente, se sentó a pensar frente al fuego; luego, aparentemente decidido, se puso el sombrero que había comprado y salió. Cuando regresó, oscurecía, pero las aceras estaban llenas de gente que iba de compras, pues era Nochebuena, y todos los que tenían dinero para gastar parecían empeñados en comprar.
Era terriblemente lúgubre dentro de la vieja casa esa noche. Graham sintió que esa fantasmal figura vagaba tristemente por las habitaciones desiertas. Al darle la espalda, supo que iba del espejo al fuego, del fuego al espejo. Pero ya no le tenía miedo a ella; le asustaba mucho más otro asunto que había abordado ese día.
El horror de la casa silenciosa crecía cada vez más en él. Podía oír los latidos de su propio corazón en la quietud sepulcral que reinaba desde el desván hasta el sótano.
Por fin llegó William; pero el joven no le dijo nada de lo que pasaba por su mente. Le habló con alegría y esperanza, preguntándose dónde creería su padre que se había metido y esperando que el señor Tynan le enviara un poco de pudín navideño. Entonces el hombre dijo que era hora de irse, y, cuando el señor Coulton bajó a la puerta del recibidor, se dio cuenta de que la llave no estaba puesta.
—No —fue la respuesta—, la saqué hoy para aceitarla.
—Necesitaba aceitarse —asintió William—, porque se endurecía muchísimo.
Tras pronunciar esta obviedad, se marchó.
Muy lentamente, el joven regresó al salón, donde se detuvo para cerrar la puerta por fuera; luego, quitándose las botas, subió a la azotea de la casa, donde, entrando en el ático delantero, esperó pacientemente en la oscuridad y en silencio. Pasó mucho tiempo, o al menos le pareció mucho, antes de que oyera el mismo sonido que lo había despertado la noche anterior: un susurro sigiloso, luego una ráfaga de aire frío, pasos cautelosos, la silenciosa apertura de una puerta abajo.
No tardó tanto en actuar. En un instante, salió al rellano y cerró una parte del revestimiento de la pared que estaba abierto. Regresó sigilosamente a la ventana del ático, la abrió y se oyó un traqueteo, cuyo eco resonó a lo lejos y cerca por las calles desiertas. Luego, bajando las escaleras, se encontró con un hombre que, tras adelantarlo como una flecha, se dirigió al rellano superior; pero, al ver cerrada la vía de escape, volvió a bajar corriendo, encontrando a Graham forcejeando desesperadamente con su compañero.
—El cuchillo, vamos —dijo con furia; y al instante siguiente, Graham sintió algo como un hierro candente atravesándole el hombro, y luego oyó un golpe sordo: uno de los hombres, tropezando en su rápida huida, cayó de lo alto de las escaleras al suelo.
En ese mismo instante se oyó un estruendo, como si la casa se derrumbara, y débil, enfermo y sangrando, el joven Coulton yacía inconsciente en el umbral de la habitación donde habían asesinado a la señorita Tynan.
Cuando se recuperó, estaba en el comedor, y un médico le examinaba la herida.
Cerca de la puerta, un policía montaba guardia. El salón estaba lleno de gente; toda la miseria y el vagabundeo que abundaban en las calles a esa hora se agolpaban para ver qué había sucedido. En medio de todo esto, dos hombres eran trasladados a la comisaría: uno, con la cabeza herida, en camilla; el otro, esposado, profiriendo espantosas imprecaciones mientras se marchaba.
Al cabo de un rato, la chusma se fue, la policía tomó posesión de la casa y mandaron a buscar al señor Tynan.
—¿Qué fue ese ruido tan espantoso? —preguntó Graham débilmente, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.
—No lo sé. ¿Hubo algún ruido? —dijo el señor Tynan, haciéndole caso a su imaginación.
—Sí, en el salón, creo; la llave está en mi bolsillo.
Haciéndole caso al muchacho herido, el señor Tynan tomó la llave y subió corriendo las escaleras.
¡Qué espectáculo se presentó ante sus ojos al abrir la puerta! El espejo se había caído, yacía por el suelo hecho mil pedazos; el marco se había derrumbado por su peso, y la losa de mármol también estaba hecha añicos. Pero no fue esto lo que captó su atención.
Cientos, miles de piezas de oro estaban esparcidas por todas partes, y una abertura tras el cristal contenía cajas llenas de títulos de crédito, entre escrituras y bonos, cuya posesión le había costado la vida a su hermana.
—Bueno, Graham, ¿qué quieres? —preguntó el almirante Coulton esa noche cuando su primogénito apareció ante él, algo pálido, pero por lo demás inalterado.
—No quiero nada —fue la respuesta—, salvo pedirte perdón. William me ha contado toda la historia que desconocía; y, si me lo permites, intentaré compensarte por las molestias que has tenido. Estoy bien —continuó el joven con una risa nerviosa—. He amasado mi fortuna desde que te dejé, y también la de otro hombre.
—Creo que estás loco —dijo secamente el almirante.
—No, señor, los he encontrado —fue la respuesta—; y pienso esforzarme y mejorar mi vida de lo que habría sido si no hubiera ido a la vieja casa de Vauxhall Walk.
—¡Vauxhall Walk! ¿De qué hablas, muchacho?
—Se lo diré, señor, si me permite sentarse —fue la respuesta de Graham Coulton, y luego contó su historia.
Charlotte Riddell (1832-1906)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Charlotte Riddell.
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