«Descripción de las extrañas perturbaciones en la calle Aungier»: Sheridan Le Fanu; relato y análisis.
Descripción de las extrañas perturbaciones en la calle Aungier (An Account of Some Strange Disturbances in Aungier Street) es un relato de fantasmas del escritor irlandés Sheridan Le Fanu (1814-1873), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1853 de la revista Dublin University Magazine, y luego reeditado en la antología de 1929: El fantasma de madam Crowl y otros relatos (Madam Crowl's Ghost and Other Tales of Mystery).
Descripción de las extrañas perturbaciones en la calle Aungier, acaso uno de los grandes relatos de fantasmas de Sheridan Le Fanu, es en realidad la primera versión del clásico: Señor Justice Harbottle (Mr. Justice Harbottle), publicado en la colección de relatos paranormales de 1872: En un cristal oscuro (In a Glass Darkly).
En esta primera versión del cuento de Sheridan Le Fanu, el autor nos sitúa en una vieja casa abandonada, o al menos así lo creen los dos estudiantes que deciden ocuparla; ya que en realidad se encuentra embrujada por el espíritu de su antiguo propietario, un anciano despreciable, diabólico, cuyas intenciones son tan siniestras que lo colocan entre los más aterradores engendros del relato de fantasmas del siglo XIX. Baste decir que se manifiesta bajo la figura de una rata muy inusual.
Aquí, Sheridan Le Fanu integra elementos clásicos del relato sobrenatural, como las casas embrujadas y los espíritus que se rehúsan a abandonarla, de un modo que con el tiempo se iría convirtiendo en un cliché del género, pero que por aquel entonces resultaba bastante ingenioso.
Descripción de las extrañas perturbaciones de la calle Aungier.
An Account of Some Strange Disturbances in Aungier Street, Sheridan Le Fanu (1814-1873)
Esta historia mía no es digna de ser contada o, por lo menos, no lo es de ser escrita. Contada, en verdad, como a veces me habéis pedido que la cuente, a un círculo de caras inteligentes y ansiosas, iluminadas después de la cena por un buena fogata en un noche de invierno, mientras fuera se levanta y aúlla un viento frío, y todos están cómodos y abrigados dentro, ha pasado bastante bien, aunque ¿cómo no habría de ser así?, digo yo. Pero es aventurado narrarla como vosotros me lo pedís.
La pluma, la tinta y el papel son vehículos fríos para lo prodigioso, y el lector es decididamente un animal más crítico que el escucha. No obstante, podéis inducir a vuestros amigos a leerla después de caída la noche, y cuando la conversación junto al fuego ha girado durante un rato en torno a relatos de terror informe... o sea, en síntesis, si me aseguráis la molfia tempora fandi, pondré manos a la obra y diré lo que debo decir, de mejor talante. Bueno, pues, dando por sobrentendidas estas condiciones, no derrocharé más palabras, sino que os contaré sencillamente cómo sucedió todo.
Mi primo (Tom Ludlow) y yo estudiábamos medicina juntos. Creo que él habría triunfado si hubiese perseverado en la profesión, pero el pobre prefirió la Iglesia y murió prematuramente, víctima del contagio contraído en el noble ejercicio de sus deberes. Para el fin que me mueve ahora, digo lo indispensable acerca de su idiosincrasia cuando menciono que era un hombre de carácter apacible pero franco y jovial, muy estricto en lo que concierne al respeto por la verdad, y en nada parecido a mí, que tengo un temperamento excitable o nervioso. Mientras asistíamos a los cursos, mi tío Ludiow —padre de Tom—, adquirió tres o cuatro casas viejas en Aungier Street, un de las cuales estaba desocupada. El residía en el campo, y Tom propuso que mientras esta casa no se alquilara, nos instalásemos en ella, lo cual nos produciría el doble beneficio de permitirnos vivir más cerca de la sede de nuestros estudios y de nuestras diversiones, y de aliviarnos de la carga semanal del alquiler.
Nuestro mobiliario era muy escaso, y todo nuestro equipo era excepcionalmente modesto y primitivo, de manera que, en resumen, nuestros medios eran más o menos tan sencillos como los de un campamento militar. Por tanto, ejecutamos nuestro plan casi inmediatamente después de haberlo concebido. La habitación del frente fue nuestra sala. Yo ocupé el dormitorio situado encima de ésta, y Tom el dormitorio posterior del mismo piso, que nada podría haberme inducido a utilizar. Para empezar, la casa era muy vieja. Creo que le habían renovado la fachada hacía aproximadamente cincuenta años, pero salvo esta excepción nada tenía de moderno. El agente que la había comprado y estudiado los títulos en representación de mi tío me dijo que había sido vendida, junto con otras muchas propiedades embargadas, en Chichester House, me parece que en 1702, y había pertenecido a sir Thomas Hacket, que había sido alcalde de Dublín en tiempos de Jacobo II.
No puedo decir, por tanto, cuán antigua era, pero sea como fuere había visto suficientes años y cambios como para haberse impregnado con esa atmósfera misteriosa y entristecida, a la vez excitante y deprimente, que es típica de la mayoría de las mansiones arcaicas.
Habían hecho muy poco por incorporarle detalles modernos, y quizá fuera mejor así, porque había algo de extraño y añejo en las mismas paredes y techos, en la configuración de las puertas y ventanas, en la anómala ubicación sesgada de los hogares, en las vigas y las portentosas cornisas.... para no hablar de la singular solidez de todo el maderamen, desde el de las barandas hasta el de los marcos de las ventanas, solidez esta que era absolutamente imposible de disimular, y que habría proclamado enfáticamente su antigüedad a través de cualquier cantidad concebible de ornamentos modernos y barnices.
Se había realizado, por cierto, un esfuerzo, hasta el punto de empapelar las salas, pero quién sabe por qué el papel parecía tosco y descuidado; y la anciana que regentaba un pequeña tienda cochambrosa en la misma calle, y cuya hija —de cincuenta y dos años— era nuestra única criada, que venía al despuntar el sol y volvía a retirarse castamente apenas terminaba de hacer todos los preparativos para el té, en nuestro apartamento.... la anciana, repito, recordaba la época en que el anciano juez Horrocks (quien, después de ganarse la reputación de ser particularmente aficionado a hacer ahorcar a los reos, terminó por colgarse él mismo con un cuerda de saltar la comba que sujetó a la antigua y maciza balaustrada, obedeciendo a un impulso de locura pasajera, según dictaminó el jurado) había residido allí, agasajando a sus selectos invitados con la mejor carne de venado y un excepcional oporto añejo. En aquellos días felices, las salas estaban decoradas con colgaduras de cuero dorado y, me atrevo a decir, tenían muy buen aspecto, porque eran habitaciones realmente espaciosas.
Los dormitorios estaban artesonados, pero el del frente no era oscuro, y en él la intimidad de lo arcaico eclipsaba con creces sus connotaciones lúgubres. En cambio, el dormitorio del fondo era otra cosa: allí había dos ventanas melancólicas situadas en un lugar poco común, mirando apáticamente hacia el pie de la cama, y a ello se sumaba el sombrío hueco que uno encuentra en la mayoría de las casas viejas de Dublín, semejante a un gran armario espectral que, por compatibilidad de temperamento, se había amalgamado al aposento, disolviendo la mampara. Por la noche, este nicho —como insistía en llamarlo nuestra criada— tenía, para mis ojos, un aire especialmente siniestro y sugestivo.
La vela distante y solitaria de Tom brillaba inútilmente en dirección a sus tinieblas. Allí estaba siempre vigilándolo, siempre impenetrable. Pero esto era sólo parte del efecto. La totalidad de la habitación me resultaba, inexplicablemente, repulsiva. Supongo que en sus proporciones y componentes existía un discordancia latente, cierta relación misteriosa e indescriptible que actuaba ambiguamente sobre algún órgano secreto sensible a lo apropiado y seguro, y generaba sospechas y aprensiones indefinibles de la imaginación. En total, como dije al principio, nada podría haberme inducido a pasar un noche solo en ella.
Nunca pretendí ocultarle al pobre Tom mi debilidad supersticiosa, y él, por su parte, ridiculizaba con la mayor naturalidad mis estremecimientos. Sin embargo, como habréis de oír, el escéptico estaba destinado a recibir un lección. No hacía mucho tiempo que ocupábamos nuestros respectivos dormitorios cuando empecé a quejarme de sobresaltos nocturnos y perturbaciones en el sueño. Supongo que este engorro me fastidiaba tanto más cuanto que en general era de buen dormir y en modo alguno propenso a las pesadillas. Pero ahora mi destino quería que, en lugar de disfrutar del habitual reposo, cada noche la digiriera poblada de horrores.
Después de un preludio de sueños desagradables y espantosos, mis problemas asumían un forma concreta, y la misma visión, desprovista de modificaciones apreciables en un solo detalle, se ensañaba conmigo por lo menos (término medio) cada dos noches. Ahora bien, este sueño, pesadilla, o ilusión infernal —como más os plazca— del que era la víctima miserable, se presentaba así:
Yo veía, o creía ver, con la nitidez más abominable, aun en medio de la profunda oscuridad reinante, cada mueble y contorno accidental de la habitación donde yacía. Esto, como sabéis, es propio de la pesadilla común. Bueno, mientras me hallaba en esta condición clarividente, que no parecía sino la iluminación del teatro donde habría de exhibirse el monótono espectáculo de horror, mi atención se fijaba invariablemente, no sé por qué, en las ventanas situadas frente al pie de la cama, y un sentimiento de sobrecogedora premonición se apoderaba lenta pero irremisiblemente de mí, siempre con el mismo efecto. Yo tomaba conciencia, no sé cómo, de un suerte de pavoroso pero indefinido preparativo que estaba progresando en un ámbito desconocido, por obra de un ente igualmente ignoto, con el fin de atormentarme.
Y, después de un intervalo, que siempre parecía tener la misma duración, un imagen volaba repentinamente hasta la ventana, donde permanecía adherida, como por obra de un atracción eléctrica, y entonces comenzaba mi castigo de horror que quizás habría de durar horas. La imagen misteriosamente cementada a los cristales de la ventana correspondía al retrato de un anciano, vestido con un floreada bata de seda carmesí, cuyos pliegues podría describir ahora mismo, con un talante que abarcaba un extraña mezcla de inteligencia, sensualidad y poder, pero a pesar de todo siniestro y cargado de presagios malignos. Su nariz era aguileña, como el pico de un buitre; sus ojos eran grandes, grises y saltones, y estaban iluminados por un crueldad y un frialdad más que mortales.
Dichas facciones se hallaban rematadas por un toca de terciopelo carmesí, por debajo de la cual asomaban cabellos encanecidos por la vejez, en tanto que las cejas conservaban su primitiva negrura. ¡Qué bien recuerdo cada rasgo, tonalidad y sombra de aquel rostro pétreo, y vaya si tengo motivos para ello! La mirada de aquel semblante infernal estaba clavada en mí, y yo se la devolvía con la inexplicable fascinación de la pesadilla, durante las que se me antojaban horas de sufrimiento.
Y por fin...
El gallo cantó, volando se fue entonces el monstruo que me había esclavizado a lo largo de las fieras vigilias nocturnas, y hostigado y nervioso, me levantaba para cumplir con los deberes de la jornada. Experimentaba -no sé por qué, aunque quizá fuera por la refinada angustia y las profundas sensaciones de pánico sobrenatural con que se hallaba asociada esta extraña fantasmagoría- un insuperable renuencia a describir a mi amigo y camarada la naturaleza exacta de mis problemas nocturnos. Sin embargo, en general le decía que me atormentaban sueños abominables y, fieles al proverbial materialismo de la medicina, nos confabulábamos para disipar mis terrores no mediante exorcismos, sino mediante un tónico.
Haré justicia a dicho tónico y confesaré francamente que el retrato maldito empezó a espaciar sus visitas bajo la influencia de aquél. ¿Qué conclusión he de sacar? La singular aparición, tan rica en carácter como en terror, ¿era, por tanto, producto de mi fantasía, o de malestar estomacal? ¿Era, en síntesis, subjetiva (para decirlo con la jerga técnica de entonces) y no la agresión e intromisión palpable de un agente externo? Esto, buen amigo, como ambos lo reconoceremos, no se tiene en pie. El espíritu perverso, que cautivaba mis sentidos asumiendo la forma de aquel retrato, podría haber estado igualmente próximo a mí, podría haber sido igualmente enérgico y malévolo, aunque no lo hubiera visto.
¿Qué significaba todo el código moral de la religión revelada acerca de los cuidados debidos a nuestro propio cuerpo, acerca de la sobriedad, la templanza, etcétera? Existe un relación evidente entre lo material y lo invisible: la sana tonicidad del sistema, y su intacta energía pueden, hasta donde sabemos, protegernos de influencias que de lo contrario harían espantosa la vida. El hipnotizador y el electrobiólogo fallarán, por término medio, con nueve pacientes de cada diez, y otro tanto podrá sucederle al espíritu maligno. Para producir determinados fenómenos espirituales son indispensables condiciones especiales del sistema orgánico. A veces la operación tiene éxito, a veces fracasa, y eso es todo.
Después me enteré de que mi compañero pretendidamente escéptico también tenía problemas. Pero de éstos yo aún no sabía nada. Un noche, por excepción, dormía profundamente cuando me despertó un pisada en el corredor contiguo a mi habitación, seguido por el fuerte repique metálico de lo que resultó ser un gran candelabro de bronce que el pobre Tom Ludlow había arrojado con todas sus fuerzas por encima de la balaustrada, y que bajaba rebotando por el segundo tramo de la escalera. Y casi simultáneamente, Tom abrió violentamente mi puerta y entró de espaldas en la habitación, presa de un agitación extraordinaria. Salté de la cama y lo cogí por el brazo antes de tener, yo mismo, un idea clara del lugar donde me hallaba. Allí estábamos los dos, en camisón, delante de la puerta abierta, mirando a través de la gran balaustrada antigua en dirección a la ventana del pasillo, por la cual se filtraba la luz mortecina de la lun velada por las nubes.
—¿Qué sucede, Tom? ¿Qué te ocurre? ¿Qué demonios te pasa, Tom? —pregunté, mientras lo sacudía con nerviosa impaciencia.
Inhaló largamente antes de contestar, y ni siquiera entonces habló con mucha coherencia.
—Nada, no pasa nada. ¿Acaso he dicho algo? ¿Qué dije? ¿Dónde está la vela, Richard? Está oscuro... ¡Yo... yo tenía un vela!
—Sí, está bastante oscuro —asentí—. Pero ¿qué sucede? ¿Qué? ¿Por qué no hablas, Tom? ¿Has perdido la razón? ¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? Oh, ya ha terminado todo. Debió de ser un sueño, nada más que un sueño, ¿no te parece? No pudo ser otra cosa que un sueño.
—Claro que fue un sueño —dije, con inusitado nerviosismo.
—Creí que había un hombre en mi habitación —continuó—, y salté de la cama. ¿Dónde está la vela?
—Muy probablemente en tu habitación —respondí—. ¿Quieres que vaya a buscarla?
—No, quédate aquí. No vayas. No importa. No vayas, te digo. Todo fue un sueño. Echa el cerrojo a la puerta, Dick. Me quedaré aquí contigo. Estoy nervioso. Así que sé un buen chico, Dick, y enciende tu vela y abre la ventana. Estoy descalabrado.
Hice lo que me pedía, y él se envolvió como Granualle en un de mis mantas y se sentó junto a mi cama. Todos saben cuán contagioso es el miedo de cualquier tipo, pero especialmente esa forma específica de miedo que en aquel momento obraba sobre el pobre Tom. Yo no habría escuchado, ni creo que él habría recapitulado, en aquel preciso instante, ni por todo el oro del mundo, los detalles de la horrible visión que tanto lo había descorazonado.
—No te molestes en contarme nada acerca de tu absurdo sueño, Tom —dije, fingiendo desdén, cuando en realidad sentía pánico—. Hablemos de otra cosa. Pero es evidente que esta vieja casa mugrienta nos sienta mal a ambos, y que me cuelguen si me quedo aquí más tiempo, para que me fastidien las indigestiones y las malas noches, así que será mejor que busquemos alojamiento ahora mismo, ¿no te parece?
Tom asintió, y al cabo de un momento añadió:
—He estado pensando, Richard, que hace mucho que no veo a mi padre, y he tomado la decisión de ir a visitarlo mañana y de regresar dentro de un día o dos, de modo que durante ese tiempo puedes buscar alojamiento para ambos.
Pensé que esta resolución, producto, obviamente, de la visión que tanto le había asustado, probablemente se disiparía a la mañana siguiente junto con las humedades y sombras de la noche. Pero estaba equivocado. Tom partió a primera hora de la mañana rumbo al campo, después de haber convenido que apenas yo hubiese hallado un alojamiento satisfactorio le escribiría a casa de mi tío Ludlow para decirle que pusiera fin a su visita. Ahora bien, a pesar de lo ansioso que estaba por cambiar de morada, un serie de pequeños incidentes y dilaciones determinó que transcurriera casi un semana antes de que yo cerrase el trato y le enviara la carta a Tom; y entre tanto un humilde servidor tuvo un o dos aventuras que, aunque ahora parezcan absurdas, empequeñecidas por el tiempo transcurrido, ciertamente en aquella época estimularon mucho mi avidez de cambio.
Una o dos noches después de la partida de mi camarada, me hallaba sentado frente al hogar de mi dormitorio, con la puerta cerrada y con los ingredientes de un jarra de ponche de whisky caliente sobre la mesilla; porque, como mejor sistema para mantener alejados los espíritus negros y blancos espíritus azules y grises, que me rodeaban, había adoptado la práctica recomendada por la sabiduría de mis antepasados, y levantaba mi espíritu trasegando bebidas espirituosas.
Había dejado a un lado mi volumen de Anatomía, y me medicaba con un tónico a modo de preparativo para el ponche y la cama, tónico éste que consistía en media docena de páginas del Spectator, cuando oí unos pasos en el tramo de escalera que bajaba del desván. Eran las dos, y las calles estaban tan silenciosas como un cementerio, con lo cual los ruidos eran absolutamente nítidos. Oí unas pisadas lentas, pesadas, caracterizadas por el énfasis y la ponderación de la vejez, que descendían por la angosta escalera desde el nivel superior; y, lo que hacía aún más singular el ruido, era la certeza de que los pies que lo producían estaban totalmente descalzos, y medían el descenso con algo intermedio entre un golpe sordo y un chasquido, muy desagradable de oír.
Sabía muy bien que mi criada se había ido hacía ya muchas horas, y que nadie más que yo tenía algo que hacer en la casa. Estaba muy claro que la persona que bajaba la escalera no albergaba la menor intención de disimular sus movimientos y que, por el contrario, parecía dispuesta a hacer aún más ruido, y a desplazarse con más exhibicionismo que el necesario. Cuando las pisadas llegaron al pie de la escalera, frente a mi habitación, parecieron detenerse, y yo esperé ver que en cualquier momento mi puerta se abría espontáneamente y dejaba pasar al original del detestado retrato. Sin embargo, al poco de pocos segundos me tranquilizó oír que se reanudaba el descenso, en las mismas condiciones que minutos antes, por la escalera que conducía a las salas, y luego, tras otra pausa, por el tramo siguiente, hasta llegar al vestíbulo, después de lo cual no oí nada más.
Ahora bien, cuando el ruido se extinguió, yo ya me había tensado, como se dice, hasta el paroxismo de la excitación. Escuché, pero no se movió nada. Reuní coraje para abordar un experimento decisivo: abrí la puerta y rugí con voz estentórea por encima de la balaustrada:
—¿Quién anda ahí?
No tuve más respuesta que la reverberación de mi propia voz a través de la antigua casa vacía. No hubo un reanudación del movimiento, ni nada, en síntesis, que encauzara mis sensaciones chocantes en un dirección concreta. Creo que hay algo desagradablemente descorazonador en el sonido de la propia voz en semejantes circunstancias, cuando se la emite a solas, y en vano. Esto duplicó mi sensación de aislamiento, y mi desasosiego se agudizó cuando descubrí que la puerta, que ciertamente creía haber dejado abierta, estaba cerrada tras de mí. Vagamente alarmado ante la posibilidad de que me cortaran la retirada, volví a entrar en mi habitación lo más rápidamente que pude, y allí permanecí en un situación de bloqueo imaginario, y por cierto muy incómodo, hasta la mañana.
La noche siguiente no trajo el retorno de mi coarrendatario descalzo; pero la subsiguiente, cuando estaba en la cama, y en la oscuridad, supongo que más o menos a la misma hora que en la circunstancia anterior, oí nítidamente que el viejo volvía a bajar de los desvanes. Esta vez había bebido mi ponche, y por consiguiente la moral de la guarnición era excelente. Salté del lecho, tomé el atizador al pasar frente al fuego agonizante del hogar, y en seguida estuve en el pasillo. El ruido ya había cesado. Las tinieblas y el frío eran desalentadores, e imaginad el terror que experimenté cuando vi, o creí ver, un monstruo negro, no sé si con figura de hombre o de oso, que se alzaba de espaldas a la pared, en el pasillo, de cara a mí, con un par de grandes ojos verdosos que brillaban tenuemente.
Ahora debo ser sincero y confesar que el aparador que exhibía nuestros platos y tazas estaba precisamente allí, aunque en aquel momento no lo recordé. Al mismo tiempo debo decir honestamente que, aun tomando en consideración los efectos de un imaginación excitada, nunca pude convencerme de que me dejé engañar por mi propia fantasía en aquella cuestión, porque el aparecido, tras un o dos fluctuaciones de su silueta, que parecieron ser el fruto de un transformación incipiente, empezó a avanzar hacia mí con su forma inicial, como si se lo hubiera pensado mejor. Más por instinto de terror que por coraje, le arrojé con todas mis fuerzas el atizador a la cabeza, y acompañado por la música de un tremendo estrépito irrumpí en mi habitación y cerré la puerta con dos vueltas de llave. Luego, al cabo de otro minuto, oí que los espantosos pies descalzos bajaban la escalera, hasta que el ruido cesó en el vestíbulo, igual que en la otra oportunidad.
Si la aparición de la noche anterior había sido un ilusión óptica de mi fantasía que retozaba con la silueta oscura de nuestro aparador, y si sus fieros ojos no habían sido más que un par de tazas de té invertidas, tuve, al fin y al cabo, la satisfacción de haber arrojado el atizador con admirable precisión, como lo atestiguaban los fragmentos entremezclados de mi juego de té. Hice todo lo posible por sacar consuelo y coraje de estas evidencias, pero no lo logré. ¿Y qué podía decir, además, de aquellos espeluznantes pies descalzos, y del clop, clop, clop sistemático que había medido la distancia de toda la escalera a través de la soledad de mi vivienda embrujada, y a un hora en que no se movilizaba ningun influencia benévola? ¡Maldición! Todo ese enredo era abominable.
Estaba desmoralizado y temía la aproximación de la noche.
La noche llegó, ominosamente precedida por un tormenta eléctrica y espesos torrentes de deprimente lluvia. Las calles enmudecieron antes que de costumbre, y hacia las doce no se oía nada más que el desconsolador tamborileo de la lluvia. Me acomodé lo mejor que pude. Encendí dos velas en lugar de una. Renuncié a la cama y, vela en mano, me preparé para un incursión. Porque estaba resuelto a ver, costara lo que costara, al ser que turbaba la paz nocturna de mi mansión, si éste era en verdad visible. Estaba impaciente y nervioso, y trataba de interesarme en mis libros, sin conseguirlo. Me paseaba de un extremo a otro de la habitación, silbando alternadamente marchas marciales y música hilarante, y constantemente alerta por si escuchaba el temido ruido. Me senté y miré fijamente la etiqueta cuadrangular de la solemne botella negra de aspecto reservado, hasta que FLANAGAN and Co, BEST OLD MALT WHISKY se convirtió en un suerte de acompañamiento amortiguado para todas las conjeturas fantásticas y horribles que se perseguían unas a otras por mi cerebro.
El silencio, entre tanto, se volvió más silencioso, y la oscuridad más oscura. Procuraba escuchar, en vano, el rumor de un vehículo, o el clamor embotado de un tumulto lejano. No había nada más que el silbido creciente del viento que había sucedido a la tormenta eléctrica, tormenta que se había desplazado allende las montañas de Dublín, fuera del alcance de los oídos. En medio de esta gran ciudad empecé a sentirme a solas con la naturaleza, y Dios sabe con qué más. Mi coraje amainaba. Sin embargo, el ponche, que convierte a tantos hombres en bestias, me convirtió a mí nuevamente en hombre, justo a tiempo para oír con tolerables valor y firmeza cómo los pies abultados, fofos, desnudos, volvían a bajar sistemáticamente la escalera.
No sin temblar, tomé un vela. Mientras atravesaba el cuarto intenté formular un plegaria, pero la interrumpí para escuchar, y nunca la completé. Las pisadas continuaban. Confieso que titubeé unos segundos frente a la puerta antes de sacar fuerzas de flaqueza y abrirla. Cuando miré hacia fuera, el corredor estaba totalmente desierto, y no había ningún monstruo apostado en la escalera. Al cesar el ruido detestado, me sentí lo suficientemente reconfortado como para aventurarme casi hasta la balaustrada. ¡Horror de los horrores! Uno o dos escalones por debajo del lugar donde me hallaba, la pisada sobrenatural aporreó el suelo. Mi vista captó algo que se movía. Tenía la dimensión del pie de Goliat: era gris, pesada y brincaba con un peso muerto de un escalón al otro. Era, como que estoy vivo, la rata gris más monstruosa que jamás he visto o imaginado.
Hay hombres que no soportan ver un cerdo con las fauces abiertas, y a otros los enloquece la presencia de un gato, dice Shakespeare. Yo casi me puse a desvariar cuando vi aquella rata, porque, reíos si os place, lo cierto es que clavó en mí lo que interpreté como un expresión perfectamente humana de maldad; y, mientras se revolvía de un lado a otro y me escrutaba la cara casi desde entre mis pies, vi, podría jurarlo, lo intuí entonces, y lo sé ahora, la mirada infernal y el semblante execrable de mi viejo amigo del retrato, traspuestos a las facciones de la alimaña hinchada que tenía frente a mí.
Volví a saltar dentro de mi habitación con un sentimiento de aborrecimiento y horror que no puedo describir, y accioné la llave y el cerrojo de mi puerta como si del otro lado hubiera un león. ¡Condenado sea él o ello; malditos sean el retrato y su original! Sentí en el alma que la rata, sí, la rata, la rata que acababa de ver, era aquel ser perverso disfrazado, que merodeaba por la casa con la intención de disfrutar de algún infernal pasatiempo nocturno. A la mañana siguiente salí temprano a chapotear por las calles fangosas, y un de las cosas que hice fue despacharle un nota perentoria a Tom, reclamando su presencia. Sin embargo, a mi regreso, encontré un mensaje de mi camarada, en el que anunciaba su intención de volver al día siguiente. Esto me regocijó doblemente, porque había conseguido alquilar habitaciones, y porque la aventura mitad ridícula y mitad terrorífica de la noche anterior hacía especialmente placentero el cambio de escena y el regreso de mi amigo.
Aquella noche dormí extemporáneamente en mi nueva morada de Digges Street, y a la mañana siguiente fui a desayunar a la casa embrujada, ya que estaba seguro de que Tom iría allí apenas llegara. No me equivoqué: vino. Y casi lo primero que me preguntó fue lo concerniente al tema primordial de nuestro cambio de residencia.
—Gracias a Dios —exclamó con auténtico fervor al oír que todo estaba solucionado—. Me alegro por ti. En lo que a mí se refiere, te aseguro que ningún argumento terrenal podría haberme inducido a pasar otra noche en esta casa decrépita y desastrosa.
—¡Condenada casa! —proferí, con un genuina mezcla de miedo y aborrecimiento—. No hemos pasado una hora feliz desde que vinimos a vivir aquí.
Y seguí despotricando en el mismo tono, contándole de paso mi aventura con la vieja rata pletórica.
—Bueno, si eso fuera todo —comentó mi primo, fingiendo tomarlo a la ligera—, creo que a mí no me habría preocupado tanto.
—Ah, pero sus ojos, su cara, mi querido Tom —le hostigué—. Si hubieras visto eso, habrías intuido que podía ser cualquier cosa menos lo que parecía ser.
—Pienso que, en semejante caso, el mejor exorcista sería un gato robusto —afirmó, con un risita provocativa.
—Pues cuéntame tu propia aventura —respondí con desenfado.
Al oír este desafío miró a su alrededor con nerviosa expresión. Yo había exhumado un recuerdo muy desagradable.
—La oirás, Dick; te la contaré —asintió—. Dios mío, me sentiré muy extraño al contártela aquí, aunque en este preciso instante estamos demasiado fuertes para que los fantasmas puedan venir a molestarnos.
Si bien lo dijo en tono bromista, creo que lo había calculado seriamente. Nuestra Hebe estaba en un rincón del cuarto, guardando en un cesto nuestros agrietados juegos de té y de platos. No tardó en interrumpir la faena y se convirtió en un escucha absorta, con la boca y los ojos muy abiertos. Tom describió sus experiencias más o menos con estas palabras:
—Lo vi tres veces, Dick; en tres oportunidades concretas, y estoy absolutamente seguro de que pretendía causarme un daño infernal. Corría peligro, repito, un peligro superlativo. Porque, si no hubiera sucedido nada peor, seguramente habría perdido la razón, a menos que hubiera escapado en seguida. Gracias a Dios, escapé.
»La primera noche en que se produjo esta perturbación odiosa, yo me hallaba tumbado en aquella cama maciza en actitud de dormir. Odio recordarlo. En realidad estaba muy despierto, aunque había apagado la vela, y yacía tan callado como si durmiera; si bien me sentía accidentalmente inquieto, mis pensamientos se encauzaban por un rumbo alegre y agradable. Creo que debían de ser por lo menos las dos cuando me pareció oír un ruido en aquel... aquel abominable hueco tenebroso del fondo de la alcoba. Era como si alguien estuviese arrastrando lentamente por el suelo un trozo de cuerda, levantándolo, y dejándolo caer de nuevo en espirales. Me senté un o dos veces en la cama, pero no vi nada, así que deduje que debía de haber ratones en el revestimiento de madera.
»No experimenté ninguna emoción más acuciante que la curiosidad, y al cabo de pocos minutos me despreocupé. Mientras reposaba en aquel estado, es extraño decirlo, sin sospechar al principio nada sobrenatural, vi repentinamente a un anciano, bastante rechoncho, vestido con un especie de bata de color rojo, y con un gorro negro en la cabeza, que se desplazaba en diagonal con movimientos rígidos y lentos. Salió del hueco, atravesó el dormitorio, pasó junto al pie de mi cama y se metió en la leñera de la izquierda. Llevaba algo bajo el brazo, tenía la cabeza un poco ladeada y, ¡Dios misericordioso!, cuando vi su rostro...
Tom hizo un pausa, y luego prosiguió:
—Esa cara espantosa, que ni vivo o muerto olvidaré, reveló lo que era. Sin mirar a un lado ni al otro, pasó junto a mí y se introdujo en la leñera contigua a la cabecera del lecho. Mientras esta configuración terrorífica e indescriptible de la vida y la muerte pasaba junto a mí, sentí que no tenía más posibilidades de hablar o reaccionar que si yo mismo hubiera sido un cadáver. Después de que hubo desaparecido, estuve durante horas demasiado asustado y debilitado como para moverme. Apenas amaneció, junté coraje y exploré la habitación, y sobre todo el trayecto que parecía haber seguido el espeluznante intruso, pero no había ningún vestigio que indicara que alguien había pasado por allí, ni señales de que algún elemento extraño hubiera removido la leña que cubría el suelo del armario. Entonces empecé a recobrarme un poco. Estaba fatigado y exhausto, y al fin me venció un sueño febril. Bajé tarde, y al encontrarte descorazonado en razón de tus sueños en torno del retrato, cuyo original, ahora estoy seguro de ello, se exhibió ante mí, no quise hablarte de la visión infernal. En verdad, se trataba de persuadirme de que todo había sido un ilusión, y no me atraía la idea de resucitar con toda su intensidad las aborrecidas impresiones de la noche anterior, ni poner en peligro la coherencia de mi escepticismo mediante la descripción de mis padecimientos.
»Necesité valor, te lo juro, para volver la noche siguiente a mi embrujada alcoba, y para acostarme tranquilamente en la misma cama -continuó Tom-. Lo hice con cierto grado de incertidumbre que, no me avergüenza confesarlo, a la menor provocación se habría transformado en puro pánico. Aquella noche, sin embargo, la pasé bastante sosegado, lo mismo que la siguiente, y que otras dos o tres más. Aumentó mi confianza, y empecé a imaginar que aceptaba las teorías sobre ilusiones espectrales, teorías con las que al principio había tratado, en vano, de sobreponerme a mis convicciones. La aparición había sido, por cierto, totalmente anómala. Había atravesado la habitación sin darse por enterada de mi presencia: yo no la había perturbado a ella, y ella no había tenido nada que ver conmigo.
»¿Qué fin concebible había perseguido, entonces, al atravesar el cuarto con un configuración visible? Por supuesto, podría haber estado en la leñera en lugar de ir a ésta, con la misma facilidad con que se había introducido en el hueco sin entrar en la alcoba con un forma física que captaran los sentidos. Además, ¿cómo demonios la había visto? Era noche oscura, yo no tenía vela, no había fuego, y sin embargo la había visto nítidamente, con sus colores y su contorno, ¡como siempre he visto las formas humanas! Un sueño cataléptico lo explicaría todo, y estaba resuelto a que fuera un sueño.
»Uno de los fenómenos más llamativos que se relacionan con la práctica de la mendicidad reside en el gran número de mentiras deliberadas que nos decimos a nosotros mismos, aunque seamos, entre todas las gentes, quienes menos posibilidades tenemos de engañar. Es superfluo explicarte, Dick, que en todo esto me mentía sencillamente a mí mismo, y no creía un palabra de la condenada monserga. Sin embargo, perseveré, como de costumbre, como lo hacen los charlatanes e impostores tenaces que generan por cansancio la credulidad de los demás mediante la simple fuerza de la reiteración. Así esperaba inculcarme finalmente un cómodo escepticismo respecto del fantasma. No había aparecido por segunda vez, y esto era ciertamente un consuelo.
»Y después de todo, ¿qué me importaba de él, con su vieja indumentaria excéntrica y su extraño aspecto? ¡Un bledo! No estaba peor por haberlo visto, y sí mucho mejor. Así que me metí en la cama, apagué la vela y, reconfortado por un estentórea riña entre borrachos que se desarrollaba en el callejón trasero, me dormí como un tronco. Un sobresalto me arrancó de mi profundo sueño. Supe que había tenido un pesadilla pavorosa, pero no recordaba su contenido. Me palpitaba furiosamente el corazón, me sentía aturdido y afiebrado, y me senté en la cama y miré a mi alrededor.
»Un ancho cono de luz lunar entraba por las ventanas desprovistas de cortinas, todo estaba como lo había visto por última vez, y aunque la reyerta doméstica del callejón se había aplacado, para mi desgracia, aún podía oír cómo un tío de buen talante cantaba, rumbo a su casa, la divertida copla, entonces popular, llamada Murphy Delany. Aproveché esta distracción para volver a tumbarme con la cara girada hacia el hogar y, cerrando los ojos, hice lo posible por no pensar más que en la canción, que se iba amortiguando poco a poco en la distancia: Era Murphy Delany, tan gracioso y brioso, y entró en un taberna clandestina para hincharse el pellejo; luego salió bien forrado de whisky, tan fresco como un trébol, tan ciego como un toro.
»El cantante, cuyo estado me atrevo a decir que se asemejaba al de Murphy Delany, no tardó en estar demasiado lejos para seguir alimentando mis oídos, y cuando su copla se apagó yo mismo me sumí en un modorra que no era ni profunda ni refrescante. De algun manera la canción se me había metido en la cabeza, y me puse a seguir las aventuras de mi respetable compatriota que, al salir de la taberna clandestina, se cayó a un río, del que lo pescaron para exhibirlo ante el jurado del coroner, jurado que al oírle decir a un veterinario que estaba muerto y bien muerto dictó el veredicto correspondiente, precisamente cuando Murphy recuperaba el conocimiento, circunstancia en que un disputa colérica y un batalla campal entre el cadáver y el coroner pone fin a la canción con la dosis justa de buen humor y desenfado.
»Seguí recapitulando con cansina monotonía toda la letra de esta balada, hasta el último verso, y después da capo, y así sucesivamente, en mi incómoda somnolencia, quién sabe durante cuánto tiempo. Sin embargo, al fin me encontré murmurando "muerto y bien muerto”, y algo semejante a otra voz que nacía de mi interior pareció decir, muy débilmente pero con nitidez:
»—¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! y que el Señor se apiade de tu alma —-e instantáneamente me desperté y miré al frente desde la almohada.
»Entonces, ¿me creerás, Dick?, vi la misma figura maldita que estaba delante de mí, y que me miraba con sus facciones pétreas y feroces, desde un distancia no mayor de dos metros del borde de la cama.
Tom se interrumpió aquí, y se enjugó el sudor que corría por su rostro. Yo me sentía muy alterado. La mujer estaba tan pálida como Tom y, congregados como estábamos en el escenario mismo de aquellas aventuras, me atrevo a decir que compartíamos la gratitud por el hecho de que fuera de día y de que se reanudara el bullicio en la calle.
—Sólo durante tres segundos lo vi con claridad y después se difuminó, pero durante un largo rato perduró algo parecido a un columna de vapor oscuro donde había estado en pie, entre mi persona y la pared, y yo estaba seguro de que aún seguía presente. Después de un tiempo, esta aparición también se esfumó. Bajé mis ropas al vestíbulo y me vestí allí, con la puerta entreabierta. A continuación salí a la calle y deambulé por la ciudad hasta la mañana, cuando regresé en un estado deplorable de nerviosismo y extenuación. Fui tan necio, Dick, que tuve vergüenza de explicarte por qué estaba tan alterado. Pensé que te burlarías de mí, sobre todo porque yo siempre había hablado de filosofía y había desdeñado tus fantasmas. Llegué a la conclusión de que no te apiadarías de mí y opté por callar mi historia de horror.
»Ahora bien, Dick, tal vez no me creas si te aseguro que después de aquella experiencia pasé muchas noches sin volver a mi habitación. Me quedaba un rato sentado en la sala después de que tú te ibas a la cama, y después me deslizaba sigilosamente hasta la puerta, salía a la calle, y me instalaba en la taberna Robin Hood hasta que se iba el último parroquiano. Y luego patrullaba la noche como un centinela, deambulando por las calles hasta la mañana. Durante más de un semana no dormí jamás en la cama, A veces me echaba un sueño en un banco de la taberna, y a veces daba un cabezada en un silla durante el día. Pero ni un vez dormí normalmente.
»Estaba resuelto a que nos mudáramos de casa, pero no encontraba ánimos para explicarte el motivo, y no sé cómo lo aplazaba de un día para otro, aunque durante cada hora de esta dilación mi vida se volvía tan desgraciada como la de un delincuente al que persigue la policía. Aquella atroz forma de vida me estaba enfermando de pies a cabeza. Un tarde decidí disfrutar de un hora de sueño en tu cama. Odiaba la mía, así que nunca había entrado en la infausta alcoba como no fuera para hacerle un sigilosa visita cotidiana con el fin de desordenar las sábanas. Temía que Martha descubriera el secreto de mis ausencias nocturnas.
»La mala suerte quiso que hubieras echado llave a tu dormitorio, y te hubieras llevado la llave. Entré en mi cuarto, como de costumbre, para remover la ropa de la cama y crear la apariencia de que alguien había dormido en ella. Entonces, un serie de circunstancias se confabularon para generar la inacabra situación que habría de vivir aquella noche. En primer lugar, estaba literalmente vencido por la fatiga y anhelaba dormir. En segundo lugar, el efecto de esta extenuación aguda sobre mis nervios era semejante al de un narcótico, y me hacia menos susceptible de lo que habría sido, quizás, en cualquier otra condición, a los temores excitantes que se habían vuelto habituales en mí.
»Además, la ventana estaba un poco entreabierta, y un frescura agradable invadía la habitación y, para completarlo todo, el sol alegre del día convertía el cuarto en un lugar placentero. ¿Qué habría de impedirme gozar de un hora de siesta allí? Toda la atmósfera reverberaba con el bordoneo regocijado de la vida, y la radiante y despreocupada luz diurna poblaba todos los rincones del aposento. Vencí mis escrúpulos y cedí a la tentación casi irresistible. Me limité a despojarme de la chaqueta y, aflojando mi corbata, me tumbé, conformándome con un sueñecito de media hora en el inusitado disfrute de un cama de pluma, un colcha y un almohada.
»Era un situación tremendamente insidiosa, y sin duda el demonio selló mis engreídos preparativos. Necio de mí, imaginé, con la mente y el cuerpo embotados por la falta de sueño, y con un déficit de una semana íntegra en la contabilidad de mi descanso, que en semejantes condiciones era posible fijar un límite de media hora de siesta. Me dormí como un tronco, y así permanecí durante quién sabe cuánto tiempo, sin soñar. Me desperté mansa pero completamente, sin sobresaltos ni sensaciones inquietantes de ningún tipo. Era, como tienes razones de sobra para recordar, mucho más de medianoche... aproximadamente las dos, según creo. Cuando el sueño ha sido profundo y suficientemente prolongado como para satisfacer a fondo la naturaleza, te despiertas así, súbita, tranquila y completamente.
»Había un figura sentada en ese viejo sillón macizo, cerca del hogar. Estaba más o menos de espaldas, pero no habría podido equivocarme. Giró lentamente y, ¡Dios misericordioso!, allí estaba el rostro pétreo, con sus rasgos infernales de perversidad y desesperación, contemplándome con fruición. Ya no quedaban dudas de que era consciente de mi presencia, y de que estaba animado por un maldad diabólica, porque se levantó y se aproximó a la cama. Tenía un cuerda ceñida al cuello, y el otro extremo, enroscado, lo sujetaba rígidamente con la mano.
»Mi ángel de la guarda me dio fuerzas para esa horrible crisis. Permanecí unos segundos paralizado por la mirada de aquel tremendo fantasma. Se acercó a la cama y pareció estar a punto de montar encima de ésta. En el instante siguiente yo me encontré en el suelo, del otro lado, y al cabo de un momento aparecí, no sé cómo, en el pasillo. Pero el hechizo aún no se había roto, y aún no había atravesado el valle de la sombra de la muerte. El aborrecido fantasma llegó allí antes que yo: estaba plantado junto a la balaustrada, un poco encorvado y, con un extremo de la cuerda ceñido a su propio cuello, esgrimía el lazo de la otra punta como si quisiera arrojarlo sobre el mío. Y mientras se ensañaba en aquella macabra pantomima, lucía un sonrisa tan sensual, tan inefablernente aterradora, que mis sentidos estuvieron a punto de dejarse avasallar. No vi nada más, ni recuerdo nada más, hasta que me encontré en tu habitación.
»Fue un evasión portentosa, Dick, eso no lo discute nadie. Un evasión por la cual, mientras viva, bendeciré la misericordia del cielo. Nadie que no haya pasado por esa experiencia sobrecogedora podrá concebir o imaginar lo que significa, para un ser de carne y hueso, encontrarse en presencia de semejante aparición. Dick, una sombra ha cruzado sobre mi persona, un escalofrío ha circulado por mi sangre y mi médula, y nunca volveré a ser el mismo de antes. ¡Nunca, Dick! ¡Nunca!
Nuestra criada, un mujer de cincuenta y dos años, como he dicho, inmovilizó su mano, a medida que avanzaba la narración de Tom, y se fue acercando poco a poco a nosotros, con la boca abierta y las cejas fruncidas sobre sus ojillos negros, parecidos a canicas, hasta que echando a ratos un mirada por encima del hombro se colocó cerca de nuestras espaldas. Durante el curso de la exposición había hecho varios comentarios circunspectos, en voz baja, si bien los he omitido, lo mismo que sus interjecciones, en aras de la brevedad y sencillez del relato.
—Lo he oído contar muchas veces —comentó entonces la mujer—, pero nunca lo he creído hasta ahora, aunque, en verdad, ¿por qué no habría de creerlo? ¿Acaso mi madre, calle abajo, no conoce historias raras, que Dios nos bendiga, imposibles de contar? Pero no debería haber dormido en la alcoba de atrás. Ella aborrece que yo entre y salga de esa habitación, aun de día, y ni hablar de que un cristiano pase un noche allí. Porque ciertamente afirma que fue su propia alcoba.
—¿La alcoba de quién? —preguntamos al unísono.
—Pues la suya, la del viejo juez, el juez Horrock, claro está, que en paz descanse —y miró aprensivamente a su alrededor.
—¡Amén! —murmuré—. ¿Pero él murió allí?
—¡Sí, murió allí! No, no precisamente allí —respondió la mujer—. ¿Acaso no fue de la balaustrada que se colgó el viejo pecador, Dios se apiade de todos nosotros? ¿Y acaso no fue en el nicho donde encontraron las empuñaduras de la cuerda para saltar a la comba, cercenadas, y el cuchillo con que había preparado la cuerda, Dios nos bendiga, para ahorcarse? La cuerda pertenecía a la hija del ama de llaves, según me contó muchas veces mi madre, y a partir de entonces la niña nunca se desarrolló normalmente, y se despertaba sobresaltada, chillando por la noche, con sueños y sustos que la cogían por sorpresa, y decían que el espíritu del viejo juez era el que la atormentaba, y ella se ponía a gritar que tuvieran alejado al vejestorio del pescuezo torcido, y luego aullaba: ¡Oh, el amo! ¡El amo! ¡Me ataca y me llama! ¡Mamaíta querida, no me dejes ir!. Hasta que al fin la pobre criatura murió, y los médicos dijeron que tenía agua en el cerebro, porque no podían decir otra cosa.
—¿Cuánto sucedió todo esto? —pregunté.
—Oh, qué sé yo —respondió la mujer—. Pero debió de ser hace muchísimo tiempo, porque el ama de llaves ya era vieja, con un silbido por voz y sin un solo diente, y con más de ochenta años encima, cuando mi madre se casó por primera vez; y cuentan que era un mujer verdaderamente bien formada y elegante cuando el viejo juez murió y, por cierto, mí madre ya no está lejos de los ochenta; y el hecho de que el viejo villano degenerado, que Dios guarde su alma, asustara a la chica hasta matarla, tal como lo hizo, fue aún peor en razón de lo que toda la gente creía y pensaba. Mi madre cuenta que la pobre criatura era su propia hija, porque él era un viejo villano, se mire como se mire, y el juez más propenso a ahorcar que ha pisado tierra irlandesa.
—A juzgar por lo que usted dice sobre el peligro de dormir en esa alcoba —comenté—, supongo que circulan historias sobre otras personas a las que se les apareció el fantasma.
—Bueno, se han contado historias, historias raras, por cierto —asintió la mujer, aparentemente de mala gana—. ¿Y por qué no habrían de contarse? ¿Acaso no fue esa la habitación donde él durmió durante más de veinte años? ¿Y acaso no fue en el nicho donde preparó la cuerda que lo despenó, tal como él había despenado a muchos hombres de mejor corazón durante toda su vida? ¿Y acaso el cadáver no descansó en la misma cama después de muerto, y acaso no fue introducido allí también en el ataúd, y transportado desde allí hasta su tumba en el cementerio de Pether, después de que el coroner hubo completado los trámites? Pero circulan historias raras, que mi madre conoce a fondo, acerca de cómo un tal Nicholas Spaight lo pasó muy mal allí.
—¿Y qué se dice de ese Nicholas Spaight? —pregunté.
—Oh, eso es fácil de contar —respondió la mujer.
Y, en verdad, contó un historia muy extraña que excitó mi curiosidad hasta el punto de que fui a visitar a la anciana dama, su madre, de cuyos labios escuché muchos detalles curiosos. Confieso que siento la tentación de narrar la historia, pero mis dedos están cansados y debo dejarla para otra oportunidad; aunque si deseáis escucharla otro día, procuraré complaceros. Una vez escuchado el extraño relato que no os he contado, le hicimos un o dos preguntas más acerca de las presuntas visitas espectrales a las cuales la casa había estado sujeta desde la muerte del anciano y perverso juez.
—Nunca nadie tuvo suerte en ella —nos informó—, Siempre ha habido accidentes graves, muertes súbitas y estancias breves en ella. La primera que la alquiló fue un familia cuyo nombre he olvidado, pero que de todas maneras estaba compuesta por dos jovencitas y su padre. El tenía unos sesenta años, y era todo lo sano y robusto que se puede pretender a esa edad. Bueno, él dormía en aquel infortunado aposento del fondo y, ¡que Dios nos proteja del mal!, un mañana lo encontraron muerto, con medio cuerpo fuera de la cama, con la cabeza negra como un endrino, e hinchada como un budín, colgando cerca del suelo. Dijeron que había sido apoplejía. Estaba muerto y bien muerto, así que él no pudo controlar lo que le había pasado, pero todos los veteranos estuvieron seguros de que había sido ni más ni menos que el viejo juez, ¡Dios nos ampare!, que lo había matado de un susto.
»Algún tiempo después, un solterona rica ocupó la casa. No sé en qué habitación dormía ella, pero vivía sola. Fuera como fuere, un mañana, los criados que acudían temprano a sus faenas la encontraron sentada en la escalera del pasillo, tiritando y hablando sola, completamente loca. Y nunca más ninguno de ellos ni de sus amigos pudo sacarle un palabra, como no fuera:
»—No me pidáis que me vaya, porque prometí esperarlo a él.
»Nunca descifraron a quién se refería cuando hablaba de él, pero por supuesto todos quienes conocían el secreto de la antigua casa entendieron perfectamente lo que había sucedido. Después, cuando la casa se convirtió en pensión, fue Micky Byrne quien alquiló el mismo cuarto, con su esposa y sus tres hijos pequeños, y seguro que yo misma le oí contar a la señora Byrne cómo por la noche alzaban a los niños, sin que ella viera por qué medios; y cómo se sobresaltaban y chillaban a cada hora, igual que la hijita del ama de llaves que había muerto, hasta que por fin un noche el pobre Micky se echó unos tragos al coleto, como lo hacía de cuando en cuando, y fíjese que en la mitad de la noche le pareció oír un ruido en la escalera, y puesto que estaba bebido, no se le ocurrió nada mejor que salir personalmente a ver qué pasaba. Bueno, después de eso, lo último que ella le oyó decir fue:
»—¡Dios mío!
»Seguido por un estruendo que sacudió toda la casa. Y naturalmente allí estaba, tendido en el tramo inferior de la escalera, debajo del pasillo, con el cuello fracturado y doblado, en el lugar preciso donde lo habían arrojado por encima de la balaustrada.
Entonces la criada añadió:
—Iré a la esquina, y enviaré a Joe Gavvey para que termine de embalar el resto de vuestros bártulos y los lleve a vuestro nuevo alojamiento.
Y así fue como salimos todos juntos, respirando con más tranquilidad, no lo dudo, al cruzar por última vez aquel umbral de mal agüero.
Ahora permitidme agregar algo más, para ceñirme a la regla inmemorial del reino de la ficción, que acompaña al protagonista no sólo a lo largo de sus aventuras sino hasta que abandona este mundo. Habréis captado que lo que el héroe de carne, sangre y hueso de la novela propiamente dicha es para el creador habitual de ficciones, esta vieja casa de ladrillo, madera y cemento lo es para el humilde cronista de esta historia auténtica. Por ello relato, como lo impone el deber, la catástrofe que la asoló finalmente, catástrofe que fue, sencillamente, la que describo a continuación.
Aproximadamente dos años después de transcurridos los hechos aquí narrados, la alquiló un curandero que se hacía llamar barón Duhlstoerf, quien llenó las ventanas de la sala con botellas de indescriptibles horrores conservados en brandy, y los periódicos con los habituales anuncios grandilocuentes y mendaces. Entre las virtudes de este caballero no se contaba la templanza, y un noche, bajo los efectos del exceso de vino, prendió fuego a las cortinas de su lecho, se quemó parcialmente, y las llamas consumieron totalmente la casa. Posteriormente la reconstruyeron, y durante un tiempo se instaló en ella un empresa de pompas fúnebres.
Ya os he narrado mis aventuras y las de Tom, junto con algunos valiosos detalles complementarios, y liberado de mi compromiso os deseo muy buenas noches y felices sueños.
Sheridan Le Fanu (1814-1873)
Relatos góticos. I Relatos de Sheridan Le Fanu.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Joseph Sheridan Le Fanu: Descripción de las extrañas perturbaciones en la calle Aungier (An Account of Some Strange Disturbances in Aungier Street), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Es inevitable establecer un paralelismo con "La casa del juez" de Stoker.
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