«La casa hambrienta»: Robert Bloch; relato y análisis.
La casa hambrienta (The Hungry House) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de abril de 1951 de la revista Imagination, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1960: Dulces sueños: pesadillas (Pleasant Dreams—Nightmares).
La casa hambrienta, quizás uno de los cuentos de Robert Bloch menos conocidos, relata la historia de un matrimonio joven que se muda a una vieja casa habitada por una presencia que va adquiriendo densidad a medida que se alimenta de sus nuevos ocupantes.
«Él debía estar de pie detrás de ella. Debía haber entrado en silencio, sin decir nada. Tal vez iba a rodearla con sus brazos, sorprenderla, sobresaltarla. De ahí la sombra en el espejo. Ella se volvió, lista para saludarlo. La habitación estaba vacía. Pero aún persistía el extraño reflejo, junto con la sensación de una presencia a sus espaldas.»
En la superficie, La Casa Hambrienta examina los extraños efectos psicológicos que producen los espejos, y más específicamente el encuentro con nuestro reflejo. Según la teoría de Sigmund Freud, lo unheimliche [lo Siniestro] se produce cada vez que encontramos cierta familiaridad en un contexto [aparentemente] extraño [ver: Lo Siniestro en la ficción]. En este sentido, los espejos son ejemplos por excelencia de lo Siniestro: reproducen con exactitud nuestra apariencia [lo familiar], pero invertida [lo extraño], y sobre un objeto exterior a nosotros [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]
Incluso cuando a menudo nos miramos en el espejo, casi nunca nos vemos. Más aún, nos acostumbramos tanto a ciertos reflejos que, cuando nos miramos en un espejo en el que nunca nos hemos visto, la imagen que nos devuelve parece tener algo diferente, algo nuevo. Cuando te miras en el espejo, alguien más, que tiene tu misma apariencia pero distorsionada, invertida, te devuelve la mirada. Robert Bloch se apoya en este efecto cuando sostiene:
«El espejo distorsiona. Por eso los hombres tararean, cantan y silban mientras se afeitan. Para mantener sus mentes fuera de sus reflexiones. De lo contrario, se volverían locos.»
El protagonista masculino de La Casa Hambrienta actúa de acuerdo a esta premisa: no queremos ver realmente nuestro reflejo porque, en algún nivel, nos resultaría intolerable. Sin embargo, la protagonista femenina tiene algunas dificultades adicionales para conseguir este grado de abstracción «porque las mujeres nunca se ven a sí mismas. Ven una idealización, una visión. Polvo, colorete, pintalabios, máscara de pestañas, sombra de ojos, brillantina o simplemente un vacío al que se deben aplicar estos elementos». Por supuesto, Robert Bloch está siendo un poco extremo aquí, pero el concepto es atinado: la protagonista utiliza el espejo para modificar sus rasgos, resaltando algunos aspectos y disimulando otros, probablemente para lucir más atractiva y sentirse más segura consigo misma, pero ese ejercicio se resume a utilizar el espejo no para verse realmente, sino para modificarse, de manera tal que lo que ella termina viendo no es ella misma, sino una versión maquillada, idealizada [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]
El espejo solo dice la verdad: simplemente refleja lo que está ahí. Es decir que la distorsión de la imagen, su subjetividad, es psicológica. La realidad absoluta de nuestra propia apariencia puede ser intolerable porque contradice todo lo que creemos sobre nosotros mismos. Esto recuerda la apertura de la novela de Shirley Jackson: La maldición de HIll House (The Haunting of Hill House): «Ningún organismo vivo puede continuar cuerdo por mucho tiempo bajo condiciones de realidad absoluta» [ver: La verdadera Entidad que se esconde Hill House]. Si traducimos esto al planteo de La Casa Hambrienta podríamos decir que es necesario creer, para salvar nuestra cordura, que es el espejo el que distorsiona, no que simplemente refleja nuestro verdadero ser.
Laura Bellman, la belleza del condado durante su juventud, juró no casarse mientras su papá viviera. Desafortunadamente para ella, el viejo resultó ser un bastardo que se aferró a su existencia terrenal. Después de su muerte tardía, Laura se quedó sola con sus sirvientes y docenas de espejos que aún reflejaban un rostro juvenil, a pesar de que su apariencia se fue deteriorando junto con su cordura. Laura cree que sus espejos nunca le han mentido sobre su belleza, incluso cuando su cuerpo envejece y comienza a usar pelucas y dientes postizos [«los espejos le decían que no había cambiado»]. Los espejos le devuelven la imagen idealizada que ha tenido de sí misma desde su juventud. Es una dinámica inversa a la de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde: Laura envejece, pero su reflejo no. Y aunque cree que sus espejos le dicen la verdad, se convierte en una ermitaña rodeada de imágenes falsas de sí misma.
La intervención de un médico resulta en la confiscación de todos sus espejos. Como resultado, Laura se da cuenta de que es vieja. Cuando se encuentra con su mirada en una ventana y ve «su frente arrugada», cree que «esa obscenidad no era su rostro».
De este modo, Laura Bellman niega la introlerable realidad de su propia apariencia, o, en términos de Shirley Jackson, la «realidad absoluta». Lo unheimliche, para ella, es la realidad [su verdadera imagen en la ventana], mientras que la familiaridad radica en la ilusión que reproducen sus espejos. Al final, Laura pierde el conocimiento y atraviesa la ventana. Los vidrios le desgarran el cuello.
Pero Laura sigue rondando los espejos después de su muerte porque, incluso cuando estaba viva, «se miraba hasta que hubo más de ella en su reflejo que en su propio cuerpo». Más adelante, cuando el protagonista masculino descubre todos esos espejos escondidos en el desván piensa pragmáticamente en Vampiros. Sigue un patrón de razonamiento simple: ¿quién escondería todos los espejos de una casa? Respuesta: vampiros. Pero es el resultado de la alienación de Laura la responsable de los sucesos sobrenaturales que ocurren en la casa. En cierto sentido, Laura sigue viviendo como siempre lo hizo: en los espejos [ver: Sobre espejos mágicos y seres interdimensionales]
La Casa Hambrienta toma el formato por defecto de las historias de fantasmas y lo convierte en algo nuevo, algo más profundo, en algo que no solo trata sobre los fantasmas en general sino sobre el apego del ser humano a sus pertenencias. Si has entrado en el dormitorio de alguien que ha fallecido recientemente tienes una idea de cómo estos objetos preservan algo de su personalidad. En el caso de Laura, esos objetos son espejos. El procedimiento es similar al propuesto por la teoría de la Cinta de Piedra, que especula que ciertas superficies y objetos son capaces de absorber sucesos emocionales intensos [odio, miedo, soledad] y luego activarse y reproducirse cuando alguien vivo se encuentra sincronizado con esas emociones, como si se tratara de una grabación [ver: ¿Los fantasmas son «grabaciones» impresas en la realidad?]
Si tuvieses que recomendarle este cuento a un amigo aficionado al género, no hay nada en el argumento que te ayude a captar su interés. En apariencia, es una historia de fantasmas convencional: una pareja joven se muda a una vieja casa, empiezan a ver cosas extrañas, particularmente en los espejos; aunque también encuentran algunas sorpresas en el ático. Nada que no hayamos leído mil veces [ver: El ABC de las historias de fantasmas]. Sin embargo, es en la parte que no podrías contarle a tu amigo [excepto que admita spoilers] donde radica la brillantez de La Casa Hambrienta: la historia de fondo, el lore de la Casa, el pasado que el agente inmobiliario, Hacker, trató de barrer debajo de la alfombra. ¡Bah!, diría tu amigo, ya he leído todo esto antes. Claro, pero no como lo escribe Robert Bloch.
El lector sagaz frunce el ceño cada vez que aparece un agente inmobiliario en un relato de terror. Esos tipos son capaces de alquilarle Hill House o la Casa Marsten a sus madres. Pero no son tanto un cliché como una necesidad narrativa en ciertos casos. En La Casa Hambrienta se necesita a Hacker para que alguien inescrupuloso oculte la historia de fondo de la casa a sus nuevos ocupantes, pero sobre todo para que esconda los espejos de Laura en el ático, labor para la cual un ente incorpóreo no está capacitado.
El verdadero acierto de Robert Bloch en este tipo de relatos radica en el proceder de sus personajes. Lo sobrenatural en una historia siempre es menos importante que la forma en que los personajes reaccionan e interactúan entre sí. La pareja de La Casa Hambrienta reacciona naturalmente, como lo haría cualquiera ante leves indicios paranormales que están lejos de ser objetivos: ocultándose el uno al otro sus miedos, racionalizando estos sucesos extraños, etc. Robert Bloch presenta seres humanos creíbles porque estos atraviesan las fases emocionales esperables en este tipo de situaciones: vergüenza, negación, aceptación, impotencia. Cuando vemos una mala película de fantasmas nos gustaría sacudir a los personajes y gritarles: ¡Salgan de ahí, idiotas!, pero los personajes de Robert Bloch están lejos de caer en los lugares comunes del cine, y más cerca de las miserias y desconcierto de la vida real.
Una de las escenas más escalofriantes tiene lugar durante una fiesta organizada por el matrimonio para celebrar su mudanza. Un salón lleno de gente parece un escenario ineficaz para generar un sentimiento de inquietud en el lector, pero Robert Bloch sale bien parado:
«[La señora Hacker] se había desmayado, alguien murmuró algo sobre un médico, alguien más dijo que no, que no hacía falta, estará bien en un minuto, y alguien más dijo bueno, creo que será mejor que nos tranquilicemos. Por primera vez todos parecieron ser consciente de la vieja casa y la oscuridad, y la forma en que los pisos crujían y las ventanas traqueteaban y los postigos se golpeaban. De repente todos estaban sobrios, solícitos y extremadamente ansiosos por irse.»
Otro punto que suele estar presente en las historias de fantasmas es la vulnerabilidad psicológica de los protagonistas, a menudo bajo la forma de un evento traumático o una pérdida, que está ausente en La Casa Hambrienta. También podemos pensar que esa vulnerabilidad solo asume una figura diferente aquí. Los protagonistas se felicitan a sí mismos en silencio por sus habilidades de negociación, sin darse cuenta de que el agente inmobiliario estaba demasiado ansioso por vender la propiedad a un precio poco realista. Nunca consideran que la ganga que obtuvieron no se debe a su astucia, sino al pasado oculto de la casa, y mucho menos que esta fue habitada por una mujer hermosa y vanidosa cuya autoadoración finalmente la consumió. Es la vanidad, incluso la prepotencia juvenil de la pareja, lo que los ha puesto a merced de la Casa Hambrienta [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]
La historia de fondo de Laura resuena en la estructura tradicional de los cuentos de hadas: los espejos adornaban todos los rincones de la casa para que Laura pudiera observar incesantemente su hermosura. Embelesada, rechazó a todos sus pretendientes. Los años pasaron, y su cuerpo envejeció, pero el tiempo se detuvo en los espejos. Al final se arrojó a los espejos que una vez la habían acariciado: una vieja amargada, marchita, desgarrada por el cristal. Dicen que su espíritu aún vive y baila dentro de esos espejos, esperando ser liberado para invitar a otros a adorar su belleza... [ver: Los cuentos de hadas y una Teoría sobre la Imaginación]
El gótico temprano absorbió mucho del cuento de hadas, particularmente la atmósfera de misterio y antigüedad, y un marco de encierro en lugares sóridos. Pero, a diferencia del cuento de hadas, al gótico sí le importa cómo era la casa de la bruja de Hansel y Gretel, porque los edificios son personajes tan o más importantes que los humanos. No es caprichoso que el primer clásico del género sea El Castillo de Otranto (The Castle of Otranto) de Horace Walpole, donde se establecen algunos puntos que más adelante serán esenciales en el desarrollo del género: locura, muerte, lugares subterráneos, situaciones de malestar social y doméstico, etc. En términos arquetípicos, el Horror siempre tiene que ver con el pasado que invade el presente, a menudo de forma violenta, incluso asumiendo una forma que está más allá de los límites de la realidad aceptada. En términos psicoanalíticos, el Horror tiene que ver con el retorno de lo reprimido, que puede ser de naturaleza individual o social.
En los cuentos de hadas esto se trata de forma simbólica, pero en el Horror puede ocurrir de manera bastante literal: los muertos [lo reprimido] regresan para perturbar a los vivos, a veces como fantasmas, vampiros, zombis u otras criaturas antinaturales. El mensaje es claro: no puedes enterrar el pasado, al menos no indefinidamente, y siempre regresa, como lo reprimido, primero a través de pequeñas fugas en la conciencia, hasta que por fin se abre camino hacia el reconocimiento. El pasado siempre regresa, y, cuando lo hace, los que intentan evitarlo generalmente sucumben [el escéptico casi nunca sobrevive]. Solo triunfan los que están dispuestos a atravesarle una estaca en el corazón.
La Casa Hambrienta de Robert Bloch, como toda casa embrujada de la ficción moderna [Stephen King se refiere a estos espacios como «el lugar malo» (the bad place)], es una versión domesticada del Castillo Gótico, un espacio que contiene el material reprimido pero que admite algunas fugas [lo paranormal]. Estas Casas tiene funciones tanto simbólicas como prácticas, pero el agarre del pasado, ese incesante arrastrarse hacia la superficie, siempre deja huellas arquitectónicas [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]. En el contexto de esta historia, lo reprimido podría ser la personalidad maníaca e infantiloide de Laura. Como una eterna niña atrapada en su narcicismo, aunque con el cuerpo marchito, y luego prolijamente muerto, regresa para reclamar todo de este matrimonio, cuya transgresión [es decir, el factor desencadentante para el retorno de lo reprimido], acaso sea algo tan simple como no tener hijos.
Robert Bloch construye una tensión equlibrada a medida que se precipitan los acontecimientos. Por lo general, es un autor que mantiene las cosas en movimiento, pero también es propenso a adoptar un tono ligero que puede coagular la tensión. Este rasgo de su narrativa está bajo control en La Casa Hambrienta, probablemente porque es una historia innovadora y el propio Robert Bloch no quería interponerse en su camino.
La casa hambrienta.
The Hungry House, Robert Bloch (1917-1994)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Al principio eran dos, él y ella, juntos. Así era cuando compraron la casa.
Entonces llegó eso. Tal vez estuvo allí todo el tiempo, esperándolos en la casa. En cualquier caso, estaba allí ahora. Y nada se pudo hacer.
Mudarse estaba fuera de cuestión. Habían tomado un contrato de arrendamiento de cinco años, felicitándose en secreto por el bajo alquiler. Sería absurdo quejarse al agente, imposible explicárselo a sus amigos. Además, no tenían adónde ir; habían buscado durante meses un hogar. Al principio ni a él ni a ella les importaba reconocer su presencia. Pero ambos sabían que estaba allí.
Ella lo sintió la primera noche, en el dormitorio. Estaba sentada frente al espejo alto y anticuado, peinándose. El espejo aún no había sido desempolvado y parecía nublado; la luz encima también parpadeó un poco. Al principio pensó que era solo un truco de las sombras o algún defecto en el vidrio. El contorno vacilante detrás parecía desdibujar el reflejo de forma extraña, y ella frunció el ceño. Luego comenzó a experimentar lo que consideraba como su «sentimiento de casada», la conciencia peculiar que generalmente denotaba la entrada invisible de su esposo en una habitación que ella ocupaba.
Él debía estar de pie detrás de ella. Debía haber entrado en silencio, sin decir nada. Tal vez iba a rodearla con sus brazos, sorprenderla, sobresaltarla. De ahí la sombra en el espejo.
Ella se giró, lista para saludarlo.
La habitación estaba vacía. Pero aún persistía el extraño reflejo, junto con la sensación de una presencia a sus espaldas.
Se encogió de hombros, movió la cabeza e hizo una mueca en el espejo. Como sonrisa fue un fracaso, porque el cristal alabeado y la poca luz parecían distorsionarla hasta convertirla en algo extraño, en una sonrisa que no era del todo una composición de su propio rostro y rasgos.
Bueno, había sido un día fatigoso. Pasó un cepillo por su cabello y trató de descartar el problema. Sin embargo, sintió una oleada de alivio cuando él entró de repente en el dormitorio. Por un momento pensó en decírselo, luego decidió no preocuparlo por sus «nervios».
Fue a la mañana siguiente que ocurrió el incidente. Él salió corriendo del baño con la cara sangrando por un corte de navaja en la mejilla izquierda.
—¿Esta es tu idea de ser graciosa? —exigió él, en la forma petulante de un niño pequeño que ella encontraba tan atractiva—. ¿Entrar sigilosamente detrás de mí y hacer muecas en el espejo? Me dio un sobresalto horrible. Mira este corte.
Ella se sentó en la cama.
—Pero cariño, no te he estado haciendo muecas. No me moví de esta cama desde que te levantaste.
—Oh —él sacudió la cabeza, su ceño fruncido se desvaneció en una expresión de desconcierto—. Ah, claro.
—¿Qué sucede?
Ella retiró las sábanas y se sentó en el borde de la cama, moviendo los dedos de los pies y mirándolo con seriedad.
—Nada —murmuró él—. Nada en absoluto. Solo pensé que había visto, o a alguien, mirándose por encima de mi hombro en el espejo. Deben ser esas malditas luces. Tengo que conseguir algunas bombillas en la ciudad.
Se secó la mejilla con una toalla y se dio la vuelta.
Ella respiró hondo.
—Tuve la misma sensación anoche —confesó, luego se mordió el labio.
—¿En serio?
—Probablemente sean solo las luces, como dijiste, cariño.
—Por supuesto —de repente estaba preocupado—. Debe ser eso. Me aseguraré de traer esas bombillas nuevas.
—Será mejor que lo hagas. No olvides que la pandilla vendrá para la inauguración de la casa el sábado.
El sábado tardó mucho en llegar. Mientras tanto, ambos tuvieron varias experiencias que perturbaron sus mentes mucho más de lo que querían admitir.
La segunda mañana, después de que él se fuera a trabajar, ella salió a la parte de atrás y miró el jardín. El lugar era un desastre: medio acre de tierra, todos esos árboles, maleza por todas partes y las hojas muertas del otoño bailando lentamente alrededor de la vieja casa. Se paró en un pequeño montículo y contempló los graves gabletes grises de otro siglo. De repente se sintió sola. No era solo el aislamiento, la sensación de estar a media milla del vecino más cercano por un camino de tierra. Era más como si fuera una intrusa, una intrusa en el pasado. La brisa fría, los árboles moribundos, el cielo sombrío eran bienvenidos; pertenecían a la casa. Ella era la forastera, porque era joven, porque estaba viva.
Lo sintió todo, pero no lo pensó. Reconocer esas sensaciones sería reconocer el miedo. Miedo a estar sola. O, peor aún, miedo a no estar sola. Porque, mientras estaba allí, la puerta trasera se cerró. Oh, fue el viento de otoño, de acuerdo. A pesar de que la puerta no golpeó ni se cerró de golpe. Simplemente se cerró. Tenía que ser el viento. No había nadie en la casa, nadie para cerrar la puerta.
Buscó la llave de la puerta en el bolsillo de su bata y luego se encogió de hombros al recordar que la había dejado en el fregadero de la cocina. De todos modos no planeaba entrar aún. Quería mirar más allá del patio, más allá del lugar donde había estado el jardín y donde tenía la intención de que floreciera un jardín la próxima primavera. Tenía medidas que tomar, estimaciones, y cien cosas que hacer ahí afuera. Y, sin embargo, cuando la puerta se cerró, supo que tenía que entrar. Algo estaba tratando de dejarla fuera, dejarla fuera de su propia casa. Algo estaba luchando contra ella, luchando contra toda idea del cambio. Tuvo que defenderse.
Así que caminó hacia la puerta, giró el picaporte y lo encontró bloqueado, como esperaba. Se perdió el primer round. Pensó en la ventana de la cocina. Estaba a la altura de los ojos, y una pequeña caja serviría para ponerla al alcance de la mano. La ventana estaba abierta unas buenas diez pulgadas y no tuvo problemas para insertar las manos para levantarla más.
No se movió.
La ventana debía estar atascada. Pero acababa de abrirla con bastante facilidad antes de salir; además, habían probado todas las ventanas y las encontraron en buenas condiciones. Ella tiró de nuevo. Esta vez la ventana se elevó unas buenas seis pulgadas y luego… algo se deslizó. La ventana cayó como la hoja de una guillotina y ella sacó las manos justo a tiempo. Se mordió el labio, envió fuerza a través de sus hombros y levantó la ventana una vez más.
Esta vez se quedó mirando el cristal. El vidrio era transparente, ordinario. Lo había lavado ayer y sabía que estaba limpio. No había habido borrosidad, ni sombra, y ciertamente ningún movimiento. Pero ahora había movimiento. Algo turbio, algo obscenamente opaco, se asomó por la ventana, se asomó por sí mismo y presionó la ventana contra ella. Algo igualó su fuerza para dejarla fuera.
De repente, histéricamente, se dio cuenta de que estaba mirando su propio reflejo a través de las sombras de los árboles. Por supuesto, tenía que ser su propio reflejo. No había ninguna razón para que ella cerrara los ojos y sollozara mientras levantaba la ventana y medio se tambaleaba camino a la cocina.
Estaba dentro y sola. Nada de qué preocuparse. Nada por lo que preocuparse. Ella no se lo contaría.
Él tampoco.
El viernes por la tarde, cuando ella tomó el auto y fue a la ciudad a comprar comestibles y licores para la fiesta del día siguiente, él se quedó en casa y arregló los detalles finales para establecerse. Subió todas las bolsas de ropa de verano al desván para sacarlas del camino. Y así fue como abrió el pequeño cubículo debajo del hastial delantero. Estaba buscando el armario del ático; dejó las bolsas y comenzó a buscar a lo largo de la pared con una linterna. Entonces notó la puerta y el candado.
El polvo y el óxido contaron su propia historia; nadie había venido por aquí durante mucho, mucho tiempo. Volvió a pensar en Hacker, el simplista agente inmobiliario que había gestionado el alquiler del lugar. «Ha estado desocupada varios años y necesita un poco de arreglo», había dicho Hacker. Al parecer, nadie había vivido en la casa durante una edad. A lo mejor podía forzar la cerradura con una lima común.
Bajó las escaleras y regresó rápidamente, notando mientras lo hacía que el polvo del ático también contaba su propia historia. Aparentemente, los antiguos ocupantes se habían ido con algo de prisa: había escombros esparcidos por todas partes, y las franjas y los remolinos marcaban el polvo para indicar que las pertenencias habían sido arrastradas de manera desordenada.
Bueno, tenía todo el invierno para arreglar las cosas, y ahora mismo se conformaba con guardar las bolsas de ropa. Sujetándose la linterna a su cinturón, se inclinó sobre la cerradura con la lima en la mano y probó su habilidad en el allanamiento de morada.
La cerradura saltó. Tiró de la puerta, la abrió, inhaló una ráfaga de humedad mohosa, luego levantó el flash y dirigió el haz hacia el largo y estrecho armario. Mil astillas de plata se clavaron en sus globos oculares. Un fuego dorado y brillante chamuscó sus pupilas. Tiró de la linterna hacia atrás y envió el haz hacia arriba. Una vez más, lanzas de luz entraron en sus ojos.
De repente ajustó su visión y comprensión. Se quedó mirando una habitación llena de espejos. Colgaban de cuerdas, yacían en los rincones, se colocaban a lo largo de las paredes en filas.
Había un espejo de cuerpo entero, alto y majestuoso, colocado en una puerta; un par de óvalos de vidrio cilindrado insertados en encimeras anticuadas; un panel de vidrio, e incluso un botiquín de baño completo y desmontado, similar al que acababan de instalar. Y el suelo estaba revestido de espejos de mano de todos los tamaños y formas. Observó un espejo adornado con mango de plata sacado directamente del tocador de una mujer. Y había espejos de bolsillo, espejos de todos los tamaños y formas.
Contra la pared del fondo había toda una serie de losas de espejo que parecían haber estado montadas alguna vez en la pared de un dormitorio.
Miró medio centenar de superficies plateadas, medio centenar de reflejos de su propio rostro desconcertado. Y volvió a pensar en Hacker, en su inspección de la casa. Había notado la ausencia de un botiquín en ese momento, pero Hacker lo había pasado por alto. De alguna manera, no se había dado cuenta de que no había espejos de ningún tipo en la casa; por supuesto, no había muebles, pero aun así uno podría esperar un panel de puerta en un lugar tan antiguo.
¿Sin espejos? ¿Por qué? ¿Y por qué estaban todos apilados aquí arriba, bajo llave?
Era interesante A su esposa podrían gustarle algunos de estos, ese espejo con mango plateada, por ejemplo.
Tendría que contarle sobre esto.
Entró con cautela en el armario, arrastrando las bolsas de ropa detrás de él. No parecía haber ningún tendedero aquí, ni ningún gancho. Amontonó las bolsas, agachándose, y la linterna brilló en mil superficies que le devolvieron facetas de fuego a la cara.
Entonces el fuego se apagó. Las superficies plateadas se oscurecieron extrañamente. Por supuesto, su reflejo los estaba cubriendo. Su reflejo y algo más oscuro. Algo humeante y arremolinado, algo que formaba parte de la mohosa humedad, algo que ahogaba el armario con su presencia.
Estaba detrás de él, no, a un lado, no, frente a él, a su alrededor, estaba creciendo y creciendo y ocultándolo, lo estaba haciendo sudar y temblar y ahora lo estaba haciendo jadear y salir corriendo del armario y dar un portazo y presionar con todas sus fuerzas menguantes.
Claustrofobia. Eso era todo. Solo claustrofobia, un nombre elegante para los nervios. Un hombre se pone nervioso cuando está encerrado en un espacio pequeño. De hecho, un hombre se pone nervioso cuando se mira demasiado tiempo en un espejo.
¡Y mucho más en cincuenta espejos!
Se quedó allí, de pie, temblando. Para mantener su mente ocupada, y apartar lo que acababa de ver a medias, sentir a medias, saber a medias, pensó en los espejos por un momento. Sobre mirarse en los espejos. Las mujeres lo hacían todo el tiempo. Los hombres eran diferentes.
Los hombres, incluido él mismo, parecían ser conscientes de los espejos. Podía recordar haber entrado en una tienda de ropa y verse a sí mismo en uno de los complicados arreglos que permitían una vista lateral y trasera. ¡Qué sorpresa había sido la primera vez, y todas las veces, para el caso! Un hombre se ve diferente en un espejo. No de la forma en que se imagina a sí mismo que es. Un espejo distorsiona. Por eso los hombres tararean, cantan y silban mientras se afeitan. Para mantener sus mentes fuera de sus reflexiones. De lo contrario, se volverían locos. ¿Cómo se llamaba ese personaje de la mitología griega que estaba enamorado de su propia imagen? Narciso. Mirando una piscina durante horas.
Sin embargo, las mujeres podían hacerlo. Porque las mujeres nunca se ven a sí mismas, no en realidad. Ven una idealización, una visión. Polvo, colorete, pintalabios, máscara de pestañas, sombra de ojos, brillantina o simplemente un vacío al que se deben aplicar estos elementos. Las mujeres estaban un poco locas de todos modos. Tienen que estarlo para amar a sus hombres.
Tal vez era mejor que no se lo contara. Al menos, no hasta que consultara con el agente inmobiliario, Hacker. Quería saber sobre este asunto. Algo estaba mal, en alguna parte. ¿Por qué los dueños anteriores habían guardado todos los espejos aquí?
Empezó a caminar de regreso por el desván, obligándose a ir despacio, a pensar en algo, en cualquier cosa, excepto en el susto que había tenido en la habitación de los reflejos. ¿Quién le teme al gran reflejo malo? Otro mito, ¿no? Vampiros. No tienen reflejos. «Dime la verdad, Hacker. ¿Las personas que construyeron la casa eran vampiros?»
Ese era un pensamiento agradable para tener en el crepúsculo, para abrazar contra tu pecho en la penumbra mientras los pisos crujen y las persianas golpean y la noche cae en la casa de las sombras donde algo mira por las esquinas y te sonríe en los espejos.
Se sentó allí esperando que ella volviera, y encendió todas las luces, también encendió la radio y dio gracias a Dios por no tener un televisor porque había una pantalla y la pantalla daba un reflejo, y el reflejo podría ser algo que él no quería ver.
Pero no hubo más problemas esa noche, y cuando ella llegó a casa con sus paquetes, él ya estaba bajo control. Comieron y hablaron con toda naturalidad. Nadie pensaría que tenían miedo.
Hicieron los preparativos para la fiesta, llamaron a algunas personas por teléfono y, de improviso, sugirió invitar a Hacker también. Luego se fueron a la cama. Las luces estaban apagadas y eso significaba que los espejos estaban oscuros y podía dormir.
Solo que por la mañana era difícil afeitarse. Y él la descubrió, sí, la descubrió maquillándose en la cocina, usando el pequeño compacto de su bolso y ahuecando cuidadosamente sus manos contra los reflejos.
Pero él no se lo contó y ella tampoco; y si adivinó sus secretos, guardó silencio.
Él se fue al trabajo y ella hizo canapés, y si a veces durante el largo, oscuro y triste sábado la casa gemía, crujía y susurraba, eso era de esperarse.
La casa estaba lo suficientemente tranquila cuando llegó, de alguna manera, eso fue peor. Era como si algo estuviera esperando a que cayera la noche. Es por eso que ella se vistió temprano, tarareando todo el tiempo mientras se empolvaba y arreglaba, girando frente al espejo (no se puede ver claramente si se gira). Por eso se encargó de que ambos tuvieran bebidas fuertes (no se puede ver claramente si se bebe).
Y luego llegaron los invitados. Los Teters, quejándose del sinuoso camino que atravesaba las colinas. Los Valliant, exclamando sobre los paneles antiguos y los techos altos. Los Ehr, gritando y riendo, con Vic comentando que el lugar parecía diseñado por Charles Addams. Esa era una señal para una bebida, y cuando llegaron Hacker y su esposa, la radio a todo volumen encontró una amplia competencia con las voces de los invitados.
Él bebió y ella bebió, pero no pudieron dejar de hablar entre ellos. Ese comentario sobre Charles Addams fue malo, y hubo otras cosas. Pequeñas cosas. Los Talmadge habían traído flores y ella fue a la cocina para colocarlas en un jarrón de cristal tallado. Había facetas en el cristal, y mientras estaba en la cocina, momentáneamente sola, y llenaba el jarrón con agua del grifo, el cristal se oscureció bajo sus dedos y algo se asomó. Ella se dio la vuelta, rápidamente, y estaba sola. Completamente sola, sosteniendo cien ojos desnudos en sus manos.
Así que dejó caer el jarrón, y los Ehr y Talmadge y Hacker y Valliant salieron en tropel a la cocina, y él vino también. Talmadge la acusó de beber y eso fue motivo suficiente para otra ronda.
No dijo nada, pero consiguió otro jarrón para las flores. Cuando alguien sugirió un recorrido por la casa, lo desanimó.
—Aún no hemos arreglado las cosas arriba —dijo—. Es un desastre, y estarías golpeando cajas y esas cosas.
—¿Quién está ahí arriba? —preguntó la señora Teters, entrando en la cocina con su marido—. Acabamos de escuchar un estruendo horrible.
—Algo debe haberse caído —sugirió el anfitrión. Pero él no miró a su esposa mientras hablaba, y ella no lo miró a él.
—¿Qué tal otra bebida? —preguntó ella.
Mezcló y sirvió a toda prisa, y antes de que los vasos estuvieran medio vacíos, él se hizo cargo y preparó otra ronda. El licor ayudó a que la gente siguiera hablando y, si hablaban, ahogarían otros sonidos.
La estratagema funcionó. Gradualmente, el grupo regresó a la sala de estar de a dos y de a tres, y la radio sonó a todo volumen y las risas aumentaron y las voces balbucearon para amortiguar los ruidos de la noche.
Él sirvió y ella sirvió, y ambos bebieron, pero el alcohol no surtió efecto. Se movían con cuidado, como si sus cuerpos fueran vasos quebradizos, sin fondo, a la espera de ser hechos añicos por algún sonido repentino y estridente. Los vasos contienen licor, pero nunca se emborrachan.
Pero los invitados no eran vasos; bebieron y se embriagaron. La gente se movía, entraba y salía, y muy pronto el señor Valliant y la señora Talmadge se embarcaron en su propio recorrido privado por arriba. Fue irregular y sin escolta, pero afortunadamente nadie se dio cuenta de su ausencia. Al menos, no hasta que la señora Talmadge bajó corriendo las escaleras y se encerró en el baño.
Su anfitriona la vio pasar por la puerta y la siguió. Llamó a la puerta, consiguió que la dejaran pasar y se dispuso a hacer discretas averiguaciones. Ninguna era necesaria. La señora Talmadge, llorando y retorciéndose las manos, cayó sobre ella.
—¡Ese fue un truco sucio! —sollozó—. Acercándose y escabulléndose entre nosotros… Admito que nos estábamos besando un poco, pero eso es todo. Y no es que no le hiciera suficientes pases a Gwen Hacker. Lo que quiero saber es, ¿de dónde sacó la barba? Me asustó.
—¿Que es todo esto? —preguntó ella, sabiendo lo que era y temiendo las palabras que vendrían.
—Jeff y yo estábamos en el dormitorio, parados en la oscuridad, lo juro, y de repente miré por encima del hombro al espejo porque la luz comenzó a entrar desde el pasillo. Alguien había abierto la puerta y pude ver el cristal y su rostro. Oh, sí que era mi marido, pero tenía barba y la forma en que entró sigilosamente, mirándonos...
Los sollozos ahogaron el resto. La señora Talmadge tembló tanto que no se dio cuenta de que estos sacudieron el cuerpo de su anfitriona. Ella, por su parte, se esforzó por escuchar el resto.
—Se escabulló de nuevo antes de que pudiéramos hacer algo, pero espera hasta que lo lleve a casa. Asustarme de muerte solo porque está loco de celos… la expresión de su rostro en el espejo…
Ella tranquilizó a la señora Talmadge. La consoló, la aplacó. Pero no había nada para calmar su propia agitación.
Aun así, ambas habían recuperado una apariencia de cordura cuando se aventuraron a salir al salón para unirse a la fiesta, justo a tiempo para escuchar la voz agitada del señor Talmadge resonando sobre las respuestas emocionadas del resto.
—Así que estoy parado allí en el baño y esta vieja bruja se acerca y comienza a hacer muecas por encima de mi hombro en el espejo. ¿Qué tipo de casa tienes aquí?
El creyó que era gracioso. Los demás también. La mayoría de los demás. El anfitrión y la anfitriona se quedaron allí sin atreverse a mirarse. Sus sonrisas se estaban resquebrajando. El vidrio es frágil.
—¡No te creo! —dijo Gwen Hacker. Había bebido de más—. Voy a subir y ver por mí misma —le guiñó un ojo a su anfitrión y se dirigió hacia las escaleras.
—¡Oye, espera!
Era demasiado tarde. Ella pasó tambaleándose a su lado.
—Bromas de Halloween —dijo Talmadge, dándole un codazo—. Admito que la vieja tenía un peinado elegante. ¿Qué nos cocinas aquí?
Empezó a balbucear algo, cualquier cosa, para detener la avalancha de estúpidas preguntas. Se acercó a él, queriendo escuchar, queriendo creer, queriendo hacer cualquier cosa menos pensar en Gwen Hacker, arriba, completamente sola. Arriba mirándose en un espejo y esperando ver…
Entonces llegaron los gritos. Ni sollozos, ni risas, sino gritos. Subió los escalones de a dos. El obeso señor Hacker estaba justo detrás de él, y los demás avanzaban rezagados, en silencio. Se oía el sonido de pies sobre la escalera, el sonido de una respiración agitada y, por encima de todo, el continuo chillido agudo de una mujer que se enfrentaba a un terror demasiado grande para contenerlo.
Rezumaba de la voz de Gwen Hacker, rezumaba de su cuerpo mientras se tambaleaba y medio caía en los brazos de su marido en el pasillo. La luz salía del baño, y caía sobre el espejo que estaba vacío de todo reflejo, caía sobre su rostro que estaba vacío de toda expresión.
Se apiñaron alrededor de los Hacker (él y ella estaban a cada lado y los demás agrupados en el frente) y avanzaron por el pasillo hasta el dormitorio y ayudaron al señor Hacker a colocar a su esposa en la cama. Se había desmayado, alguien murmuró algo sobre un médico, y alguien más dijo que no, que no hacía falta, estará bien en un minuto, y alguien más dijo: bueno, creo que será mejor que nos tranquilicemos.
Por primera vez todo el mundo pareció ser consciente de la vieja casa y la oscuridad, y la forma en que los pisos crujían y las ventanas traqueteaban y los postigos se golpeaban.
De repente todos estaban sobrios, solícitos y extremadamente ansiosos por irse.
Hacker se inclinó sobre su esposa, rozándole las muñecas, obligándola a tragar agua, observándola sollozar mientras salía del vacío. El anfitrión y la anfitriona se procuraron sombreros y abrigos en silencio y escucharon expresiones de arrepentimiento cortés, despedidas apresuradas y pretextos mal formulados al estilo: «lo pasamos de maravilla, cariño».
Los Teters, Valliant, Talmadge fueron tragados por la noche. Él y ella volvieron arriba, al dormitorio ya los Hacker. Estaba demasiado oscuro en el pasillo y demasiado claro en el dormitorio. Pero allí estaban, esperando. Y no esperaron mucho.
La señora Hacker se incorporó de repente y empezó a hablar. A su marido, a ellos.
—La vi —dijo—. ¡No me digas que estoy loca, la vi! De puntillas detrás de mí, mirándose directamente al espejo. Con el mismo lazo azul en el pelo, el que llevaba el día que…
—Por favor, querida —dijo el señor Hacker.
Ella no complació.
—Pero la vi. ¡Mary Lou! Me hizo una mueca en el espejo y está muerta, sabes que está muerta, desapareció hace tres años y nunca encontraron el cuerpo... Mary Lou Dempster. Ella jugaba por aquí, sabes que lo hizo, y Wilma Dempster le dijo que se mantuviera alejada, sabía todo sobre esta casa, pero no lo haría y ahora, ¡oh, su cara!
Más sollozos.
Hacker le dio una palmadita en el hombro. Parecía como si pudiera aceptar algunas palmaditas en su propio hombro. Pero nadie se las dio. Él se quedó allí, ella se quedó allí, todavía esperando. Esperando el resto.
—Díselo —dijo la señora Hacker—. Diles la verdad.
—Está bien, pero prefiero llevarte a casa.
—Esperaré. Quiero que les digas. Debes hacerlo ahora.
Hacker se sentó pesadamente. Su esposa se apoyó en su hombro.
—No sé cómo empezar, cómo explicarlo —dijo el gordo señor Hacker—. Probablemente sea mi culpa, por supuesto, pero no lo sabía. Toda esta tontería sobre las casas embrujadas: ya nadie cree en esas cosas. Todo lo que hacen es bajar los valores de las propiedades, así que no dije nada. ¿Puedes culparme? Lo sé. Debería habértelo dicho. Sobre la casa, quiero decir. Por qué no se ha alquilado durante veinte años. Es una vieja historia en el vecindario. La habrías escuchado tarde o temprano de todos modos.
—Adelante —dijo la señora Hacker.
De repente, ella volvió a ser fuerte y él, con sus barbillas temblorosas, era débil.
El anfitrión y la anfitriona se pararon frente a ellos, quebradizos como el cristal, mientras las palabras salían a borbotones y los llenó hasta rebosar. Él y ella, mirando y escuchando, llenándose del conocimiento de lo que habían esperado.
Era la Casa Bellman en la que vivían, la casa que Job Bellman construyó para su novia en los años sesenta; la casa donde su novia había dado a luz a Laura y había recibido la muerte a cambio. Y Job Bellman había trabajado duro durante los años setenta mientras su hija se convertía en niña, descansaba en un retiro complaciente durante los años ochenta cuando Laura Bellman florecía hasta convertirse en la belleza reinante del condado, algunos decían que el estado, pero la adulación era común en los hombres en esos días.
Hubo hombres en abundancia, yendo y viniendo durante esa década; cruzando el salón con botas lustradas, haciendo reverencias y acariciando bigotes con brillantina, sonriendo al viejo Job, sonriendo a los sirvientes y mirando con adoración embelesada a Laura.
Laura lo tomó todo como lo que le correspondía por derecho, pero por el amor de Dios, nunca pensaría en eso, no, no mientras papá todavía viviera, y no, no podía, era demasiado joven para casarse. Siempre había pensado que era mucho más agradable ser solo amigos…
Luz de luna, bailes, fiestas, paseos, trineos, dulces, flores, regalos, cotillones, ponche, abanicos, lunares, modistas, rulos, mandolinas, ciclismo y los años que se fueron. Y luego, un día, el viejo Job estaba muerto en la cama con dosel del piso de arriba. Llegaron el doctor y el ministro, y luego el abogado tosiendo con precisión, y su charla sobre herencias y propiedades e ingresos anuales.
Luego se quedó sola, sólo ella, los sirvientes y los espejos. Laura y sus espejos. Espejos en la mañana, y la inspección cuidadosa, el escrutinio. Espejos en la noche antes de que llegara la persona que llamaba, antes de que llegara el carruaje, antes de que ella se alejara a toda velocidad hacia otra entrada triunfal, otro descenso de la escalera revoloteando y haciendo piruetas. Espejos al alba, absorbiendo las sonrisas, escuchando los secretos, el relato del triunfo de la tarde.
—Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa de todas?
Los espejos le decían la verdad, los espejos no mentían, los espejos no tocaban ni agarraban ni susurraban ni exigían nada a cambio del reconocimiento de la belleza.
Pasaron los años, pero los espejos no envejecieron, no cambiaron. Y Laura no envejecía. Las personas que llamaban eran menos y algunas de ellas estaban extrañamente alteradas. Parecían mayores de alguna manera. Y, sin embargo, ¿cómo podría ser eso? Porque Laura Bellman aún era joven. Los espejos lo decían y siempre decían la verdad. Laura pasaba cada vez más tiempo con los espejos. Empolvar, buscar arrugas, teñir y rizar su larga melena. Pestañas sonrientes, revoloteando, haciendo pequeñas muecas delicadas. Girando con delicadeza, posando ante su propia perfección.
A veces, cuando llegaban las personas que llamaban, enviaba un mensaje de que no estaba en casa. Parecía una tontería dejar los espejos. Después de un tiempo no hubo muchas personas de las que preocuparse. Los sirvientes iban y venían, algunos de ellos morían, pero siempre había otros nuevos. Quedaron Laura y los espejos. Los noventa fueron verdaderamente alegres, pero de una manera que otras personas no entenderían. ¡Cómo reía Laura, meciéndose en la cama, compartiendo sus vertiginosos secretos con el cristal!
Los años pasaron volando, pero Laura simplemente se reía.
Se reía y reía cuando los sirvientes le hablaban. Porque algo andaba mal con los sirvientes, y con el doctor Turner que venía a visitarla y siempre estaba fastidiado por irse a descansar.
Pensaban que se estaba volviendo vieja, pero no era así: los espejos no mentían. Llevaba la dentadura postiza y la peluca para complacer a los demás, a los forasteros, pero en realidad no los necesitaba. Los espejos le decían que no había cambiado. Hablaban con ella, y ella nunca dijo una palabra. Simplemente se sentaba, asintiendo y balanceándose ante ellos en la habitación que apestaba, acariciando su cuello y escuchando decir a los espejos que no desperdiciara su belleza en el mundo. Pero ella nunca se iría de aquí, nunca; ella y los espejos siempre estarían juntos.
Y luego llegó el día en que trataron de llevársela, y de hecho le pusieron las manos encima, a ella, a Laura Bellman, ¡la mujer más hermosa del mundo! ¿Era de extrañar que luchara, arañara, pateara, gimiera, y golpeara de tal manera que uno de los sirvientes se estrellara de cabeza contra el hermoso cristal y se golpeara la estúpida cabeza y muriera, con su sangre repugnante manchando la imagen de su perfección?
Por supuesto, todo fue un error estúpido y no fue su culpa. El doctor Turner se lo dijo al magistrado. Laura no tenía que verlo y no tenía que salir de casa. Pero cerraban la puerta de su habitación y le quitaron todos los espejos.
¡Le quitaron todos los espejos!
La dejaron sola, enjaulada, una anciana flacucha, marchita, arrugada y sin reflejos. Le quitaron los espejos y la dejaron: vieja y asustada.
La noche que lo hicieron, ella lloró. Lloró y cojeó por la habitación, tropezando ciegamente en un lacrimógeno recorrido por la nada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que era vieja y nada podía salvarla. Porque se topó con la ventana y apoyó su frente arrugada contra el frío cristal. La luz venía de detrás de ella y cuando se alejó pudo ver su reflejo en la ventana.
La ventana, ¡también era un espejo! Miró en él, contempló larga y amorosamente el rostro surcado por las lágrimas de la anciana fantásticamente maquillada y vio el rostro del cadáver preparado para la tumba por un embalsamador loco.
Todo le dio vueltas. Era su casa, conocía cada centímetro, desde el día de su nacimiento en adelante, la casa era parte de ella. Había vivido aquí desde siempre y para siempre. Pero esto, esta obscenidad, no era su rostro. Solo un espejo podría mostrárselo, y nunca más volvería a haber un espejo para ella. Por un instante contempló la verdad y luego, afortunadamente, el cristal reluciente de la ventana se alteró y una vez más miró a Laura Bellman, la belleza más orgullosa de todas. Se irguió, dio un paso atrás y se puso a bailar. Ella bailó hacia adelante, con una remilgada sonrisa en sus labios. Bailó contra el vidrio de la ventana, atravesándolo hasta la mitad, hasta que astillas afiladas le desgarraron el cuello.
Así murió y así la encontraron.
Llegó el Doctor, y los sirvientes y el Abogado hicieron lo que se debía hacer. La casa fue vendida, luego vendida de nuevo. Cayó en manos de una agencia de alquiler. Hubo inquilinos, pero no por mucho tiempo. Tenían problemas con los espejos.
Un hombre murió —de un infarto, dijeron— mientras se ajustaba la corbata una noche. Bastante grotesco, pero se había quejado con la gente del pueblo sobre extraños sucesos, y su esposa les hablaba a todos.
Un maestro de escuela que alquiló el lugar en los años veinte «falleció» en circunstancias que el doctor Turner nunca consideró oportuno relatar. Había ido a la agencia de alquiler y les había rogado que retiraran el lugar del mercado; eso era casi innecesario, ya que la casa Bellman tenía su reputación firmemente establecida.
Nunca se sabría si Mary Lou Dempster había desaparecido allí o no. Pero la niña había sido vista por última vez hacía un año en el camino que conducía a la casa y, aunque se hizo una búsqueda y no se descubrió nada, se habló mucho. Luego, los nuevos herederos habían intervenido enérgicamente con sus comentarios negativos y sus ásperas desestimaciones de los consejos, y la casa había sido limpiada y puesta en alquiler. Así llegaron él y ella a vivir allí. Esa fue la historia, toda la historia.
El señor Hacker rodeó a Gwen con el brazo, carraspeó y la ayudó a levantarse. Se disculpó, se avergonzó, fue deferente. Sus ojos nunca se encontraron con los de su inquilino.
El marido se interpuso.
—Nosotros también nos vamos de aquí, ahora mismo —dijo—. Con o sin arrendamiento.
—Eso puede ser organizado. Pero no puedo encontrarte otro lugar esta noche, y mañana es domingo.
—Haremos las maletas y saldremos de aquí mañana. Iremos a un hotel, a cualquier parte. Pero nos vamos.
—Te llamaré mañana —dijo Hacker—. Estoy seguro de que todo estará bien. Después de todo, te has quedado aquí durante la semana y nada, quiero decir, nadie ha…
Sus palabras se apagaron. No tenía sentido decir nada más. Los Hacker se fueron y ellos se quedaron solos.
Solos los dos.
Solos los tres.
Pero ahora, él y ella, estaban demasiado cansados para preocuparse.
La inevitable decepción, producto del exceso de indulgencia y entusiasmo, estaba al alcance de la mano. No dijeron nada, porque no había nada que decir. No oyeron nada, porque la casa —y ella— guardaba un silencio sombrío.
Ella fue a al dormitorio y se desvistió. Él empezó a caminar por la casa. Primero fue a la cocina y abrió un cajón al lado del fregadero. Tomó un martillo y rompió el espejo de la cocina.
¡Tink-tink!
Ese fue el espejo en el pasillo.
Luego arriba, al baño. Golpe y tintineo de cristales rotos en el botiquín. Luego un golpe cuando rompió el panel de su habitación. Y ahora llegó a su dormitorio y golpeó con el martillo el enorme óvalo del tocador, haciéndolo pedazos.
No estaba cortado, no estaba emocionado, no estaba molesto. Y los espejos se habían ido. Hasta el último de ellos. Se miraron el uno al otro por un momento. Luego apagó las luces, se tumbó en la cama junto a ella y buscó dormir.
La noche avanzaba.
Todo era un poco tonto a la luz del día. Pero ella volvió a mirarlo por la mañana, y él entró en su habitación y sacó las maletas. Cuando ella tuvo el desayuno listo, él ya estaba tendiendo su ropa en la cama. Se levantó después de comer y sacó su propia ropa de los cajones, las perchas, los percheros y los ganchos. Pronto subiría al desván a buscar las bolsas de ropa. Los encargados de la mudanza podrían ser llamados mañana, o tan pronto como tuvieran un destino en mente.
La casa estaba en silencio. Si conocía sus planes, no estaba actuando. El día estaba sombrío y mantuvieron las luces apagadas por temor a los reflejos. Podría haber roto todos los vidrios, por supuesto, pero era un poco tonto. Y estarían fuera en breve.
Entonces oyeron el ruido. Goteo, burbujeo. Un sonido de chapoteo. Venía de abajo. Ella jadeó.
—Una tubería en el sótano —dijo él, sonriendo y tomándola por los hombros—. ¿Podrías echar un vistazo?
Ella se movió hacia las escaleras.
—¿Quieres que vaya yo? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza y se alejó. Era su penitencia por jadear. Tenía que demostrar que no tenía miedo. Tenía que demostrárselo.
—Espera un minuto —dijo—. Voy a buscar las herramientas. Están en el maletero del coche.
Salió por la puerta trasera.
Ella se quedó indecisa y luego se dirigió a las escaleras del sótano. El chapoteo se hacía más fuerte. La tubería rota estaba inundando el sótano. Hacía un ruido raro, como una risa.
Él podía oírlo incluso cuando caminaba por la entrada y abría el maletero del coche. Estas casas viejas siempre tenían algo malo; él podría haberlo sabido. Tuberías reventadas, y…
Encontró la llave inglesa. Regresó a la puerta, escuchando el gorgoteo del agua, escuchando los gritos de su esposa.
¡Ella estaba gritando! Gritando en el sótano, gritando en la oscuridad.
Corrió, blandiendo la pesada llave inglesa. Bajó las escaleras, hacia la oscuridad, mientras los gritos lo desgarraban. Estaba atrapada, algo la tenía, luchaba, pero era demasiado fuerte, demasiado fuerte, y la luz se filtraba en el charco de agua junto a la tubería rota y en el reflejo vio su rostro y la negrura de otras caras arremolinándose a su alrededor, abrazándola.
Levantó la llave inglesa, la dejó caer sobre el charco negro, martillando y martillando y martillando hasta que los gritos se apagaron. Y luego se detuvo y la miró. El borrón oscuro se había desvanecido en el reflejo del agua, el reflejo que lo había evocado. Pero ella todavía estaba allí, y estaba quieta, y estaría quieta para siempre ahora. Sólo el agua se estaba poniendo roja donde su cabeza descansaba en ella. Y el extremo de la llave también estaba rojo.
Se dio cuenta de que ella se había ido. Ahora solo quedaban ellos dos. Él y eso.
Fue arriba. Subió las escaleras, todavía con la llave inglesa ensangrentada, y se dirigió al teléfono para llamar a la policía y explicárselo.
Se sentó en una silla frente al teléfono, pensando en lo que les diría, cómo se lo explicaría. No sería fácil. Ella estaba loca, ¿entienden?, y se miró en los espejos hasta que hubo más de ella en su reflejo que en su propio cuerpo. Entonces, cuando se suicidó, siguió viviendo, de alguna manera, y cobró vida en espejos o vidrios o cualquier cosa que se reflejara. Mató a otros o los llevó a la muerte y sus reflejos se unieron de alguna manera con los de ella para que esta cosa se hiciera más y más fuerte, absorbiendo la vida con ese horrible núcleo de orgullo que podía vivir más allá de la muerte. ¡Mujer, tu nombre es vanidad! Y eso, caballeros, es por lo que maté a mi esposa.
Sí, era una buena explicación, pero no aguantaría. Pensó en el agua: la piscina del sótano la había evocado. Podría haberlo sabido si tan solo se hubiera detenido a pensar, a reflexionar.
Y reflexionó en los reflejos. Esa era la palabra. Reflejar. La forma en que se reflejaba el cristal de la ventana que tenía delante.
Se quedó mirando el cristal, lo vio detrás de él, surgiendo de las sombras. Vio el rostro del hombre barbudo, los ojos inquisitivos, patéticos y vacíos de una niña pequeña, la mirada desorbitada y mueca de una anciana. No estaba allí, detrás de él, pero estaba vivo en el reflejo, y mientras se levantaba agarró la llave con fuerza. No estaba allí, pero él lo golpeaba, luchaba contra eso, lo enfrentaba de alguna manera.
Se dio la vuelta, moviéndose hacia atrás, el anillo de rostros de sombra presionando. Hizo girar la llave inglesa. Entonces vio su rostro asomándose por encima del resto. Su rostro, con astillas brillantes donde deberían estar los ojos. No podía derribarlo, no podía golpearlo de nuevo.
Se movió hacia adelante. Se movió hacia atrás. Su brazo salió hacia un lado. Escuchó el tintineo del vidrio de la ventana detrás de él y recordó vagamente que así había muerto la anciana. La forma en que se estaba muriendo ahora, cayendo por la ventana y cortándose el cuello, y el dolor lanzándose hacia arriba y hacia adentro, desgarrando su cerebro mientras colgaba allí en las puntas dentadas de vidrio, desangrando su vida.
Luego se fue.
Su cuerpo colgaba allí, pero ya no estaba. En el suelo había un pequeño charco que se movía y crecía. La luz del exterior brilló sobre él, y hubo un reflejo.
Algo emergió de las sombras ahora, emergió y cabrioleó recatadamente en la oscuridad. Tenía el rostro de una anciana y el rostro de un niño, el rostro de un hombre barbudo, y su rostro, y el rostro de ella, cambiando y mezclándose.
Hizo cabriolas y posturas, y luego se puso en cuclillas, chapoteando. Finalmente, solo en la casa vacía, se sentó allí y esperó. No había nada que hacer ahora más que esperar a que llegara el siguiente. Mientras tanto, siempre podía admirarse en ese creciente reflejo rojo en el suelo.
Robert Bloch (1917-1994)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Robert Bloch: La casa hambrienta (The Hungry House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
3 comentarios:
La pareja cometió un error en no irse, demorar la partida, por ocuparse de una tubería.
Sobre todo por los antecedentes de la casa.
Hay algo terrorífico en Laura, aparte de ser letal, en una forma inusual. Sus apariciones burlonas, su apariencia, recuerdan lo implacable que puede ser el paso del tiempo.
Saludos.
Coincido, Demiurgo. Si estás yéndote de una casa embrujada lo menos que debería importarte es una pérdida de agua o algo así. Es un punto flaquísimo en la historia.
Hablan los dos con verdad, el nunca debió mandar a su esposa al sótano, no tenia caso.
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