Soledad compartida


Soledad compartida.




Imaginemos una habitación, un habitáculo sórdido y húmedo, un espacio cúbico de sábanas ásperas, tibias, como el sudario de un cadáver que se niega a aceptar su naturaleza fría. Allí descansa alguien. Duerme. Podría ser una puta, o vos misma, obstinada, cuando la serena confianza del dolor te llevó por caminos extraños. La oscuridad se retira, una mortaja de luz cae sobre el otro, una silueta que yace inerte, ocupando el vacío de aquel otro reducto, todavía vivo, dentro de tu pecho.

Todos conocemos la habitación. El decorado siempre es espartano. Hombres estreñidos trotan sobre un charco verde. Un cuadro ridículo y, sin embargo, grave, los contiene. Empañados por el hálito de mil sudores aguardan los espejos. Reflejos aéreos y laterales, repeticiones insensatas que rodean el lecho.

La puta y el ciego duermen sin soñar. Ambos urden una sinfonía hecha de anhelos, de esa esperanza pequeña que no reclama nada. Altares antiquísimos en su vientre. Ofrendas lácteas que se sacuden con cada movimiento. Un beso táctil, estratégicamente casual, cae sobre ella.

Así mueren, como cada mañana, las efímeras circunstancias que trazaron el encuentro. Otros tantos se suceden alrededor del orbe. Cambian los signos, la secuencia de sonidos, pero la escena se repite. Una habitación que se sucede eternamente. Despertares lentos y anestesiados. Ambos emergen con múltiples formas, rodeando aquel espacio de reflejos monótonos.

Ella corre, evalúa los hongos entre los azulejos. De lejos lo oye cambiarse. Huye.

Un suspiro infantil flota sobre el vagón. Alguien —yo, a lo mejor— la rescata del olvido. Quizás porque conocí —como vos— las siluetas angulares de la habitación. El joven se sienta frente a mi. Ella se ha ido y él se sumerge en la frivolidad matutina. Viaja.

No puedo disimular cierto hastío, y hasta vergüenza, ante la mirada triste y moribunda del joven. Esta solo, horriblemente solo. Un amanecer lleno de ternuras evita que piense en espejos. Leo la noche en aquella mirada crepuscular. Advierto los contornos, los aromas, la figura arquetípica. Observo el dulce anonimato entre ambos, y me alegro de ser yo el que escribe estas líneas.




Diario Éxtimo.


El artículo: Soledad compartida fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Chickamauga»: Ambrose Bierce; relato y análisis


«Chickamauga»: Ambrose Bierce; relato y análisis.




Chickamauga (Chickamauga) es un relato fantástico del escritor norteamericano Ambrose Bierce (1842-1914), publicado originalmente en la edición del 20 de enero de 1889 del periódico San Francisco Examiner, y luego reeditado en la antología de 1891: Cuentos de soldados y civiles (Tales of Soldiers and Civilians).

Chickamauga, uno de los mejores relatos de Ambrose Bierce, narra la historia de un muchacho sordo, espada de madera en mano, quien procede a jugar a los soldados sin advertir que una verdadera y sangrienta batalla se está desarrollando muy cerca.

Este notable cuento de Ambrose Bierce nos sitúa en medio de un atroz combate de la Guerra Civil Norteamericana: la Batalla de Chickamauga, que se desarrolló entre el 18 y el 20 de septiembre de 1863.




Chickamauga.
Chickamauga, Ambrose Bierce (1842-1914)

En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un tercero donde recibió como herencia la guerra y el poder.

Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Éste, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos, había seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas.

Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico, bastante frecuente, de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acaba de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.

Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra, ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque.

Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente; las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero; y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud.

Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros llenos de alarma buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.

Pasaron las horas, y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba.

Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no conociendo nada en su descrédito, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras, del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato.

Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.

Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. De uno en uno, de dos en dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquéllos, entonces, reanudaban el movimiento.

Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.

El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo, se arrastraban como niñitos. Eran hombres; nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas.

Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, haciendo creer que los tomaba por caballos. Y entonces, se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas.

El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franqueado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa.

El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.

En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas.

Por instinto, el niño se volvió hacia aquel resplandor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar si sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.

Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativas en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados, junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo.

Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores».

Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa.

Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua.

Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.

Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de riempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.

Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa! Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata: la obra de un obús.

El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma —maldito lenguaje del demonio—. El niño era sordomudo. Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

Ambrose Bierce (1842-1914)




Relatos góticos. I Relatos de Ambrose Bierce.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Ambrose Bierce: Chickamauga (Chickamauga), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El ojo sin párpado»: Philarète Chasles; relato y análisis


«El ojo sin párpado»: Philarète Chasles; relato y análisis.




El ojo sin párpado (L'oeil sans paupière) es un relato de terror del escritor francés Philarète Chasles (1798-1873), publicado en la antología de 1832: Cuentos marrones (Contes bruns), donde además se incluyeron cuentos de otros autores. De hecho, durante algún tiempo se le atribuyó nada menos que a Honoré de Balzac la autoría de este magnífico relato.

El ojo sin párpado, verdadero clásico entre los cuentos de Philarète Chasles, nos sitúa en Escocia, durante la noche de Halloween, cuya colorida parafernalia se sostiene sobre los cimientos de una antigua tradición pagana; la cual, de tanto en tanto, despierta para recordarnos que sus horrores todavía siguen vigentes.
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El ojo sin párpado.
L'oeil sans paupière, Philarète Chasles (1798-1873)

—¡Hallowe'en! ¡Hallowe'en! —gritaban todos—. ¡Ésta es la noche santa, la gran noche de los skelpies y de las hadas! Carrick, y tú, Colean, ¿venís? Están ya todos los de Carrick–Border, y van a venir nuestra Meg y nuestra Jeannie. Vamos a llevar las cantimploras llenas de whisky del bueno, cerveza espumosa y parritch bien espeso. Hace buen tiempo y va a salir la luna; amigos, las ruinas de Cassilis no habrán conocido una fiesta más alegre.

Así hablaba Jock Muirland, un granjero viudo, pero todavía joven. Como la mayoría de los campesinos escoceses, era medio teólogo y medio poeta, gran bebedor y, sin embargo, sobrio y trabajador. Murdock, Will Lapraik y Tom Duckat estaban a su alrededor, la conversación se desarrollaba muy cerca de la aldea de Cassilis. Seguramente no sabéis qué es Hallowe'en: es la noche de las hadas, y tiene lugar hacia medidados de agosto. En esta noche se consulta al brujo de la aldea, y todos los espíritus traviesos bailan por los páramos, atraviesan los campos cabalgando los ténues rayos de luna.

Se trata del carnaval de los espíritus y de los duendes. No hay cueva ni peñasco que no celebre su fiesta y su baile; no hay flor que no se estremezca al soplo de una ninfa; no hay mujer que no cierre cuidadosamente la puerta, para que los spunkies no roben los alimentos del día siguiente, ni estropeen con sus travesuras la comida de los niños, que duermen abrazados en la misma cuna. Así era aquella noche solemne, tejida de caprichosa fantasía y un secreto temor que subía por las colinas de Cassilis.

Imaginad un terreno montañoso, ondulado como el mar, y las numerosas colinas tapizadas de verde y brillante musgo; a lo lejos, sobre un picacho escarpado, las murallas almenadas de un castillo en ruinas, cuya capilla, ya sin techo, se ha conservado casi entera y eleva aún al cielo raso las esbeltas pilastras frágiles como las ramas de los árboles en invierno. En toda la zona la tierra es estéril. La dorada retama sirve de refugio a las liebres y la roca aparece desnuda hasta donde alcanza la vista. El hombre, que sólo percibe el poder supremo ante la desolación y el temor, mira estas tierras marcadas por el sello de la Divinidad.

La inmensa y fecunda benevolencia del Altísimo nos inspira poca gratitud: sólo respetamos su severidad y sus castigos. Ya bailaban los spunkies sobre la hierba de Cassilis y la luna salía, grande y roja, tras la vidriera rota del portón de la capilla. Parecía suspendida, como un rosetón escarlata sobre el que se recortaba la silueta de un pequeño trébol de piedra mutilada. Los spunkies bailaban. ¡El spunkie!

Una mujer, blanca como la nieve, de largos cabellos resplandecientes. Las bellas alas, compuestas y sostenidas por fibras menudas y elásticas, no nacen de su espalda, sino de sus brazos, a cuyo perfil se adaptan. El spunkie es hermafrodita; tiene el rostro femenino y la grácil y delicada elegancia de la pubertad viril. El spunkie sólo va vestido con sus alas; tejido fino y ligero, mullido y compacto, impenetrable y liviano, como las alas del murciélago. Un velo oscuro, difuminado de púrpura y azul tornasolado, brilla sobre este vestido natural, que se repliega alrededor del spunkie cuando descansa comu los pliegues de la bandera en torno al asta que la sostiene.

Largos filamentos, brillantes como el acero bruñido, sustentan esos amplios velos en los que el spunkie se envuelve; sus extremidades están armadas por uñas de acero. ¡Ay de la mujer que se aventura, al caer la tarde, por los pantanos o los bosques donde se esconde el spunkie! Ya danzaban los spunkies a orillas del Doon, cuando la alegre comitiva —mujeres, niños, jovencitas— se acercó. Los duendes desaparecieron al instante. Sus grandes alas, desplegadas al unísono, oscurecieron el aire, cual una bandada de pájaros que de golpe alzase el vuelo de entre los cañaverales. Por un instante, el claro de luna se oscureció; Muirland y sus acompañantes se detuvieron.

—Tengo miedo —gritó una muchacha.

—Tonterías —contestó el granjero—. Son ánades silvestres que salen volando.

—Muirland —le dijo el joven Colean con tono de reproche— tú acabarás mal; no crees en nada.

—Quememos las nueces y casquemos las avellanas —continuó Muirland, sin atender al reproche del compañero—. Sentémonos aquí mismo y abramos las cestas. Aquí hay un buen abrigo: la roca nos cubrirá y el prado nos ofrece un suave lecho. El mismo Satanás habrá de turbar mis meditaciones al calor de la bebida.

—Pero podrían encontrarnos los bogillies y los brownillies —observó tímidamente una jovencita.

—¡Que se los lleve el cranreuch! —contestó Muirland—. ¡Rápido Lapraik, enciende un fuego de ramas y hojarasca junto a la roca; calentaremos un poco de whisky; y si las mozas quieren saber qué marido les tiene reservado el buen Dios o el Diablo, tenemos con qué contentarlas. Bome Lesley nos ha traído espejos y avellanas, semillas de lino, platos y manteca. Lasses, eso es todo lo que necesitáis para vuestras ceremonias, ¿no es así?.

—Sí, sí —respondieron las muchachas.

—Pero, antes de nada, bebamos —continuó el granjero, quien, por su carácter autoritario, su patrimonio, su bodega bien surtida, su granero repleto y su habilidad como agricultor, había adquirido cierta autoridad en la zona.

Es hora de que sepáis, amigos, que de todos los países del mundo aquel en donde las clases inferiores tienen al mismo tiempo una mayor cultura y la mayor cantidad de supersticiones, es Escocia. Preguntádselo, si no, a Walter Scott, el insigne escocés que debe su grandeza a la facultad, recibida de Dios, de representar simbólicamente el carácter y el humor nacionales. En Escocia se cree en todo tipo de duendes y en las cabañas se discute de filosofía.

La noche de Hallowe'en está consagrada sobre todo a la superstición. Las gentes se reúnen para desvelar los misterios del porvenir. Los ritos que se practican con este objeto son bien conocidos e inalterables: no existe culto más riguroso en la observancia de sus prácticas. Y esta ceremonia llena de interés, donde cada uno es al mismo tiempo sacerdote y hechicero, era la meta de la excursión y la diversión nocturna a la que se dirigían los habitantes de Cassilis. Esta rústica magia tiene un encanto indescriptible. Descansa, por así decirlo, en el límite impreciso entre poesía y realidad; se comunica con los poderes infernales sin abandonar enteramente a Dios; los objetos más vulgares se transforman en sagrados y mágicos; con una espiga de grano y una hoja de sauce se crean esperanzas y temores.

Quiere la tradición que los hechizos de Hallowe'en empiecen cuanto las campanas tocan la medianoche; es la hora en que la atmósfera se llena de seres sobrenaturales, y en la que no sólo los spunkies, actores principales del drama, sino todas las huestes mágicas de Escocia, vienen a tomar posesión de sus dominios. Nuestros campesinos reunidos desde las nueve, pasaron el tiempo bebiendo, cantando las viejas y encantadoras baladas, en las que el lenguaje melancólico e ingenuo se entrelaza armoniosamente con el ritmo cadencioso, en una melodía que desciende a caprichosos intervalos de cuarta, con un singular empleo del cromatismo.

Las jovencitas, con sus plaids multicolores, con sus impecables vestidos de lana; las mujeres sonrientes; los niños, con la hermosa cinta roja anudada a la rodilla, que les sirve de liga y de ornamento; los jóvenes, cuyos corazones latían cada vez más aprisa, conforme se acercaba el momento misterioso en el que el destino sería interrogado; uno o dos ancianos, a los que la sabrosa cerveza devolvía la alegría de la juventud: todos formaban un grupo encantador, que Wilkie hubiera retratado con gozo y que hubiese alegrado las almas sensibles de Europa, sumidas en tantas tribulaciones y afanes, con la jovialidad de un sentimiento verdadero y profundo. Muirland se entregaba como ningún otro a la ruidosa alegría que subía burbujeante como la densa espuma de las cervezas y que se comunicaba a todos los demás.

Era una de esas criaturas a las que la vida no consigue domar, uno de esos hombres de inteligencia enérgica que luchan contra viento y marea. Una mozuela del condado, que había unido su destino al de Muirland, murió al dar a luz después de dos años de matrimonio, y Muirland había jurado no volver a casarse jamás. Nadie en la vecindad ignoraba la causa de la muerte de Tuilzie: los celos de Muirland. Tuilzie, frágil y aún casi una niña, tenía apenas dieciséis años cuando se casó con el granjero. Le amaba, pero no conocía su carácter apasionado, la violencia que podía animarle, el tormento cotidiano que era capaz de infligirse a sí mismo y a los demás.

Jock Muirland era celoso, y la dulce ternura de su compañera no lograba tranquilizarle. Un día, en lo más riguroso del invierno, la envió a Edimburgo para alejarla del galanteo que, supuestamente, le dedicaba un pequeño hacendado que se había empeñado en pasar el invierno en sus tierras. Todos sus amigos, incluso el sacerdote, le manifestaron su descontento y le reprocharon su conducta; él sólo respondía que amaba apasionadamente a Tuilzie, y que únicamente a él le correspondía juzgar qué era lo mejor para el éxito de su matrimonio. Bajo el rústico techo de la casa de Jock se escuchaban a menudo lamentos, gritos y llantos, cuyos ecos llegaban al exterior; el hermano de Tuilzie fue a ver a su cuñado para decirle que su conducta era imperdonable, pero esta iniciativa sólo dio como resultado una violenta riña. La joven iba marchitándose día tras día. Finalmente, el dolor que la consumía le arrebató la vida.

Muirland se sumió en una profunda desesperación que duró muchos años; pero como todo pasa en esta vida y porque juró permanecer viudo, fue olvidándose poco a poco de aquella de quien había sido verdugo involuntario. Las mujeres, que durante muchos años le habían mirado con horror, habían acabado por perdonarle; y la noche de Hallowe'en lo encontró como fuera tiempo atrás: alegre, irónico, divertido, buen bebedor y narrador de magníficas historias, chistoso e intérprete de chispeantes apostillas, que mantenían despierto el buen humor y alargaban la reunión nocturna. Habían ya cantado todos los viejos romances épicos cuando sonaron las doce campanadas de la medianoche; y el eco de aquel tañido se propagó en la distancia. Todos habían bebido copiosamente. Había llegado el momento de los acostumbrados ritos supersticiosos. Todos, salvo Muirland, se levantaron.

—Vamos a buscar el kail —gritaron—, vamos a buscar el kail.

Muchachos y muchachas se esparcieron por los campos, y fueron regresando, uno tras otro, trayendo una raíz arrancada de la tierra: el kail. Debéis arrancar de raíz la primera planta que aparezca en vuestro camino; si la raíz es recta, vuestra esposa o vuestro marido serán apuestos y cariñosos, si la raíz está retorcida, os casaréis con alguien de aspecto desagradable. Si ha quedado tierra adherida a las raíces, vuestro matrimonio será feliz y fecundo; pero si la raíz es delgada y está desnuda, vuestro matumonio no durará mucho. Podéis imaginar las explosiones de risa, el jolgorio y las burlas a que daban lugar estas indagaciones conyugales: los jóvenes se empujaban, se arrimaban unos a otros, comparando los resultados de la pesquisa; incluso los niños más pequeños tenían su raíz.

—¡Pobre Will Haverel! —exclamó Muirland, echando una mirada a la raíz que tenía un joven en la mano—. Tu mujer será fea; la raíz que has encontrado se parece al rabo de mi cerdo.

Después se sentaron en círculo, y todos probaron el sabor de la raíz: una raíz amarga presagia un mal marido; una dulce, un marido tonto; y si la raíz es aromática, el esposo será de carácter agradable. A esta ceremonia siguió la del tap–pickle. Las muchachas, con los ojos vendados, salen a recoger tres espigas. Si alguna de las tres no tiene grano, nadie duda que el futuro marido de la joven habrá de perdonarla alguna debilidad antes de la boda.

—¡Oh Nelly! ¡Nelly! A tus tres espigas les falta el tap–pickle, y no has podido evitar las burlas. Es cierto que, justo ayer, la fause–house, o granero, fue testigo de una larga conversación entre tú y Robert Luath —Muirland observaba sin participar en los juegos.

—¡Las avellanas! ¡Las avellanas! —gritaron todos—. Sacaron del cesto un saquito de avellanas, y todos se acercaron al fuego que habían mantenido encendido todo el tiempo.

La luna brillaba resplandeciente. Cada uno tomó su avellana. Se trata de un rito célebre y venerable. Se forman las parejas, y cada avellana lleva escrito el nombre de la persona que la ha elegido; se meten en el fuego, al mismo tiempo, la avellana que lleva el nombre de la novia y la propia. Si las dos avellanas arden tranquilamente, una junto a otra, habrá una unión larga y placentera; pero si al arder, estallan y se separan, habrá discordia y desunión en el matrimonio. A menudo es la muchacha quien deposita en el fuego la imagen a la que está unida su alma.

Ya había dado la una, y los campesinos no se cansaban de consultar los místicos oráculos. El temor y la fe que los acompañaban revestían los conjuros de un embrujo desconocido. Los spunkies empezaban a moverse de nuevo por entre los juncos. Las muchachas temblaban. La luna, ya alta en el cielo, se escondió tras una nube. Se llevaron a cabo la ceremonia de los guijarros, la de la vela y la de la manzana, grandes conjuros que no desvelaré. Willie Maillie, una de las jóvenes más hermosas, hundió su brazo tres veces en las aguas del Doon, exclamando:

—Mi futuro esposo, mi desconocido marido, ¿dónde estás? Aquí tienes mi mano.

Tres veces repitió el conjuro, y entonces la oyeron lanzar un grito.

—¡Ay, pobre de mí! ¡El spunkie me ha tomado la mano! —gritó.

Todos se acercaron atemorizados; sólo Muirland no sentía miedo. Maillie mostró su mano ensangrentada; los jueces, de ambos sexos, cuya larga experiencia les convertía en hábiles intérpretes de las señales mágicas, declararon sin vacilar que los arañazos no habían sido causados, como sostenía Muirland, por las espinosas puntas de los juncos, sino que el brazo de la joven portaba la marca de la afilada garra del spunkie. Y todos reconocieron que aquello significaba que la sombra de un marido celoso había de pesar sobre el futuro de Maillie. El granjero viudo había bebido, quizá, un trago de más.

—¡Celoso! —exclamó—, celoso!

Le parecía advertir en la declaración de los compañeros una malévola alusión a su desgracia.

—Yo —continuó vaciando de un trago una cantimplora llena de whisky hasta el borde—, preferiría mil veces casarme con el spunkie que volverme a casar otra vez. Sé lo que es vivir encadenado; tanto valdría vivir prisionero en una botella con una mona, un gato o el verdugo por compañero. Yo tenía celos de mi pobre Tuilzie; quizá estaba equivocado; pero decidme, ¿cómo habría podido no tenerlos? ¿Qué mujer no debe ser continuamente vigilada? No dormía por las noches; no la dejaba un momento sola durante el día; no cerraba los ojos ni un momento. El negocio de la granja marchaba mal; todo se desmoronaba. La misma Tuilzie languidecía ante mis ojos. ¡Que se lo lleve el diablo, al matrimonio!

Algunos reían; otros guardaban silencio escandalizados. Todavía quedaba el último y más temible de los conjuros: la ceremonia del espejo. Sosteniendo una vela en la mano, uno debe colocarse ante un pequeño espejo; se sopla tres veces sobre el cristal y se seca otras tantas, repitiendo:

—Aparece, marido mío —o bien— Aparece, esposa mía.

Entonces, por encima del hombro de quien interroga al destino aparece una figura, que se refleja claramente en el espejito: es la de la esposa o la del marido así invocado. Nadie, tras lo sucedido a Maillie, se atrevía a desafiar de nuevo a las potencias sobrenaturales. El espejo y la vela estaban ya preparados; pero nadie parecía tener la intención de utilizarlos. Se escuchaba el murmullo del Doon por entre los cañaverales. La larga cinta de plata, que temblaba sobre las aguas a lo lejos, parecía, a los ojos de los aldeanos, el rastro centelleante de los spunkies, o el de los espíritus de las aguas; la yegua de Muirland, la pequeña yegua de los Highlands de cola negra y pecho blanco, relinchaba con todas sus fuerzas, delatando así la proximidad de un espíritu maligno. El viento se volvía helado y los tallos de los juncos se agitaban con un largo y triste susurro; las mujeres empezaron a hablar del regreso, y no escatimaron buenas razones, ni reproches para los maridos y hermanos, ni advertencias sobre la salud de los padres; en fn, toda esa elocuencia doméstica a la que nosotros, reyes de la naturaleza y del mundo, nos sometemos con facilidad.

—¡Y bien! ¿Quién de vosotros se atreve con el espejo? —exclamó Muirland.

No hubo respuesta.

—Bien poco valor tenéis —continuó el granjero—. Os echáis a temblar con los sauces en cuanto sopla un poco el viento. Yo, bien lo sabéis, no me quiero volver a casar, porque quiero dormir, y mis párpados se niegan a cerrarse cuando estoy casado; así que no puedo empezar el conjuro. Lo sabéis tan bien como yo.

Pero finalmente, puesto que nadie quería tomar el espejo, Jock Muirland se hizo cargo de él.

—Os daré ejemplo —y sin vacilar, agarró el espejo; encendieron una vela, y Muirland pronunció valerosamente las palabras del conjuro—. Aparece, pues, esposa mía.

De pronto, una pálida imagen, de cabellos rubios resplandecientes, apareció por encima de su hombro. Muirland se sobresaltó; se volvió, por si hubiera alguna joven detrás de él para simular la aparición. Pero ninguna había simulado al espectro; el espejo se deslizó de sus manos y se rompió; pero detrás de su hombro aparecía aún el rostro blanco de cabellera resplandeciente. Muirland lanzó un grito y cayó de bruces al suelo. Teníais que haber visto entonces a los habitantes de la aldea huir desordenadamente, como hojas arrastradas por el viento; en el lugar donde, poco antes, todos se habían abandonado a sus pueblerinas diversiones, no quedó nada, salvo los restos de la fiesta, el fuego casi apagado, jarros y cantimploras vacías, y Muirland tendido en el suelo.

Los spunkies y su cortejo regresaban ahora en tropel, y el temporal, que ya estaba en el aire, unía a sus cánticos misteriosos, el largo ulular que los escoceses llaman de forma pintoresca, Sugh. Muirland, irguiéndose, miró una vez más sobre su hombro: allí estaba aquel rostro. Sonreía al granjero sin decir una palabra, y Muirland no conseguía descubrir si aquella cabeza pertenecía a un cuerpo, ya que sólo aparecía cuando se daba la vuelta. Muirland tenía la boca seca, y sentía su lengua helada pegada al paladar. Haciendo acopio de todo su valor, intentó entablar conversación con aquel ser infernal; pero en vano: sólo con ver las pálidas facciones, los encendidos rizos, le temblaba todo el cuerpo. Intentó huir, con la esperanza de librarse de la aparición.

Había saltado sobre la pequeña yegua blanca, y tenía ya el pie en el estribo, cuando probó por última vez; pero el temor le venció. La cabeza estaba siempre junto a él, era su compañera inseparable. Estaba pegada a su hombro como esas cabezas sin cuerpo, cuyos perfiles los escultores góticos disponían a veces en lo alto de un pilar o en el ángulo de un cornisamento. La pobre Meg, la pequeña yegua, relinchaba con todas sus fuerzas y daba coces al aire, mostrando el mismo pánico que su dueño. Siempre que Muirland se volvía, el spunkie (era sin duda uno de aquellos moradores de las junqueras quien le perseguía), fijaba en él sus ojos brillantes de un azul profundo, sin pestañas que los oscurecieran ni párpados que velasen su insoportable resplandor.

Muirland espoleó a la yegua, atormentado siempre por la ansiedad de saber si su perseguidora seguía todavía allí; pero ella no le abandonaba; en vano lanzaba al galope a la yegua; en vano los páramos y los cerros huían a su paso; Muirland ya no sabía por qué camino iba, ni a dónde llevaba a la pobre Meg. Una sola idea le obsesionaba: el spunkie, su compañero o mejor su compañera, porque la cabeza femenina tenía toda la malicia y toda la delicadeza de una joven de dieciocho años. Ia bóveda del cielo se cubría de espesas nubes, que parecían devorarlo poco a poco. Nunca un pobre diablo se encontró más solo en medio de los campos, en una oscuridad tan infernal.

El viento soplaba como si quisiera despertar a los muertos, y la lluvia caía oblicuamente por la violencia de la tempestad. El resplandor de los relámpagos se desvanecía, devorado por las nubes de las que salían sobrecogedores bramidos. ¡Pobre Muirland!, voló tu gorra escocesa azul y roja y no osaste volver atrás a recogerla. La tempestad redobló su furia; el Doon se desbordó; y Muirland, tras haber galopado durante una hora, descubrió con gran dolor, que había regresado al punto de partida.

Allí estaba, bajo sus ojos, la iglesia derruida de Cassilis, y parecía que un incendio ardía entre los restos de las viejas pilastras; las llamas salian por las rotas aperturas, y las esculturas se recortaban sobre aquel fondo lúgubre. Meg se negaba a seguir avanzando; pero el granjero, a quien le había abandonado la razón y creyendo sentir la horrible cabeza apoyada sobre su hombro, clavó con tanta fuerza las espuelas en los flancos de la pobre Meg, que ésta se desplomó, a pesar suyo, ante la violencia que se le vino encima.

—Jock —dijo una dulce voz—, cásate conmigo y nunca más volverás a tener miedo.

Imaginad el profundo horror del desventurado Muirland.

—Cásate conmigo —repitió el spunkie.

Entretanto, huían hacia la catedral en llamas. Muirland, detenido en su carrera por los pilares mutilados y las estatuas caídas, bajó del caballo; había bebido tanto vino aquella noche, tanta cerveza y aguardiente, había galopado tanto y había vivido tantas emociones que terminó por acostumbrarse a aquel estado de misteriosa excitación: nuestro granjero entró con paso firme en la nave sin bóveda de donde salía el fuego infernal. La escena que apareció entonces ante sus ojos era nueva para él. Una figura acurrucada en medio de la nave sostenía, sobre su espalda arqueada, un vaso octogonal en el que ardía una llama verde y roja.

El altar estaba dispuesto con los antiguos adornos del rito católico. Demonios de roja cabellera erizada ocupaban, de pie sobre el altar, el lugar de las velas. Todas las formas grotescas e infernales que la fantasía del pintor y del poeta hayan podido imaginar, se agolpaban, corrían y se entremezclaban en múltiples y extrañas formas. Los asientos del coro estaban ocupados por graves personajes que conservaban los hábitos propios de su rango. Pero bajo las mucetas se dibujaban manos de esqueletos, de cuyas cuencas vacías no salía luz alguna. No diré, porque el lenguaje humano no puede llegar a tanto, qué incienso quemaban en aquella iglesia, ni qué abominable parodia de santos misterios estaban representando allí los demonios.

Cuarenta diablos encaramados en la antigua galería que antaño albergase el órgano de la catedral, sostenían gaitas escocesas de diferentes tamaños. Doce de ellos formaban un trono para un enorme gato negro que marcaba el compás con un maullido prolongado. La diabólica sinfonía hacía temblar las bóvedas semiderruidas, de las que caían, de vez en cuando, fragmentos de piedra. En medio de aquel tumulto estaban arrodillados algunos esbeltos skelpies, parecidos a encantadoras niñas, a no ser por sus colas, que sobresalían bajo sus hábitos blancos; y más de cincuenta skelpies, con las alas extendidas o recogidas, bailaban o reposaban. En los nichos de los santos, dispuestos simétricamente en trorno a la nave central, se abrían trumbas profanadas, de donde surgía la muerte, en su blanco sudario, sosteniendo entre sus manos el cirio fúnebre.

En cuanto a las reliquias que colgaban de los muros, no me detendré a describirlas. Todos los crímenes cometidos en Escocia desde hacía veinte años estaban allí, tapizando los muros de la iglesia abandonada a los demonios.

Ahí estaban la cuerda del ahorcado, el cuchillo del asesino, los despojos horripilantes del aborto y las huellas del incesto. Ahí estaban los corazones de los desalmados ennegrecidos por el vicio, y los blancos cabellos de una cabeza paterna aún pegados a la hoja criminal del parricida. Muirland se detuvo y se volvió; la cabeza, su compañera de camino, no había abandonado su puesto. Uno de los monstruos encargados del servicio infernal le tomó de la mano; Muirland no se resistió. Le condujo al altar; Muirland siguió a su guía. Estaba vencido, sin fuerzas. Todos se arrodillaron, y Muirland se arrodilló; entonaron entonces unos extraños cánticos pero Muirland no escuchaba nada; permaneció inmóvil, atónito, como petrificado, esperando su destino.

Entretanto, los himnos diabólicos se hacían más audibles. Los spunkies, encargados de formar el cuerpo de baile, daban vueltas cada vez más frenéticas en su corro infernal; las gaitas gritaban, mugían, aullaban y silbaban con mayor vehemencia. Muirland se volvió para mirar su hombro aciago, que un huésped indeseable había elegido como residencia.

—¡Ah! —gritó con un largo suspiro de satisfacción.

La cabeza había desaparecido.

Pero cuando su mirada alucinada y asustada volvió a los objetos que le rodeaban, vio con estupor junto a él, arrodillada sobre un ataúd, una jovencita cuyo rostro era el del fantasma que lo había perseguido. Un vestido de lino gris la cubría apenas hasta medio muslo. Podía entrever el escote encantador; los hombros, ocultos por sus cabellos rubios; el seno virginal, cuya belleza dejaba traslucir el liviano vestido. Muirland quedó conmovido; aquellas formas gráciles y delicadas contrastaban con las horrendas apariciones que se veían en torno a ella. El esqueleto que parodiaba la misa tomó, con sus dedos retorcidos, la mano de Muirland, y la unió a la de la joven.

Muirland sintió entonces, cuando su extraña novia le apretó la mano, el tacto de la fría punzada que el vulgo arribuye a las garras del spunkie. Era demasiado para él; cerró los ojos, y sintió que se desmayaba. Vencido a medias por un desfallecimiento que luchaba por combatir, creyó adivinar a quién pertenecían las manos infernales que le volvieron a montar sobre la yegua, que le estaba esperando a las puertas de la iglesia; pero su percepción era confusa, y vagas sus sensaciones.

Como cualquiera puede imaginar, semejante noche dejó sus huellas en Muirland; se despertó como si saliese de un letargo, y se sorprendió al comprender que estaba casado desde hacía algunos días: después de la noche de Hallowe'en había viajado a las montañas y había llevado consigo a una joven esposa, que ahora yacía junto a él, en el viejo lecho de la granja. Se frotó los ojos y creyó estar soñando; luego quiso contemplar a la que, sin saberlo, había elegido y que ahora era la señora Muirland. Era ya de día.

¡Qué graciosa era la esposa! ¡Qué dulce luz había en su amplia mirada! ¡Qué esplendor en aquellos ojos! Sin embargo, Muirland se sentía atrapado por la extraña luz que emanaba de aquella mirada. Se acercó a ella; para su sorpresa, su esposa —o así le pareció a él— no tenía párpados; grandes pupilas de azul profundo se dibujaban bajo el oscuro arco de las cejas, cuyo trazo era admirablemente sutil. Muirland suspiró; el recuerdo vago del spunkie, de la carrera nocturna y de la espantosa boda en la catedral, volvió de golpe a su mente.

Observando más de cerca a su nueva esposa, le pareció descubrir en ella todos los rasgos característicos de aquel ser misterioso, aunque modificados, y algo suavizados. Los dedos de la joven eran largos y delgados; las uñas blancas y afiladas; los cabellos caían hasta el suelo. Permaneció como abstraído en una fantasía; no obstante, los vecinos le comunicaron que la familia de la joven vivía en los Highlands; que al terminar la boda había sufrido una fiebre altísima, y que no debía sorprenderse si el recuerdo de la ceremonia se había borrado de su mente, aún convalenciente; y que muy pronto se portaría mejor con la joven, ya que era graciosa, dulce y muy buena ama de casa.

—Pero si no tiene párpados —exclamó Muirland.

Los vecinos se reían de él y decían que la fiebre no le había abandonado todavía; nadie, salvo el granjero, advertía aquella extraña característica. Llegó la noche; para Muirland era su noche de bodas, ya que, hasta aquel momento, estaba casado sólo de nombre. La belleza de su esposa le había enternecido, aunque él la viese sin párpados. Se prometía, pues, una y otra vez, vencer su miedo y gozar del singular regalo que el cielo o el infierno le habían enviado. Pedimos ahora al lector que nos conceda las ventajas y ardides propios de la novela y de la fábula, y que nos permita omitir los detalles de los primeros acontecimientos de la noche. No diremos lo hermosa que estaba la bella Spellie (tal era el nombre de la esposa) ataviada para esa noche.

Muirland se despertó, soñando que la luz del sol iluminaba de golpe la habitación donde estaba el lecho nupcial. Deslumbrado por los rayos ardientes, se alzó sobresaltado, y vio los ojos de su esposa fijos tiernamente en él.

—¡Diablos! —pensó—, dormir ahora es una verdadera ofensa a su belleza.

Así pues, alejó el sueño y susurró a Spellie tiernas frases de amor, a las que la joven montañesa respondió como mejor pudo. Spellie no había dormido aún cuando llegó la mañana.

—¿Y cómo podría dormir —se preguntaba Muirland—, si no tiene párpados?

Y su pobre mente volvía a caer en un abismo de dudas y temores. Salió el sol. Muirland estaba pálido y abatido. La señora Muirland tenía los ojos resplandecientes como nunca. Pasaron la mañana paseando por las orillas del Doon. La joven esposa era tan encantadora, que el marido, a pesar de la extrañeza y de la fiebre que aún tenía, no podía contemplarla sin sentir admiración.

—Jock —le dijo ella—, te amo como tu amabas a Tuilzie; todas las jóvenes de los alrededores me envidian; así pues, habrás de estar alerta, amor mío, porque me sentiré celosa y te vigilaré de cerca.

Los besos de Muirland cerraron su boca; pero las noches se sucedían, y en lo más profundo de cada noche, los ojos resplandecientes de Spellie arrancaban al granjero de su sueño, el vigor de Muirland declinaba.

—Pero amor mío —preguntó Jock a su mujer—, ¿es que no duermes nunca?

—¿Dormir yo?

—Sí, dormir. Desde que estamos casados creo que no has dormido un sólo instante.

—En mi familia no se duerme nunca.

Y sus pupilas azules, parecían brillar aún más.

—¡No duerme! —exclamó Muirland, desesperado—. ¡No duerme!

Y se dejó caer de nuevo, exhausto y espantado, sobre la almohada.

—¡No tiene párpados, no duerme jamás! —repitió.

—No me canso de mirarte —respondió Spellie—, y te vigilaré muy de cerca.

¡Pobre Muirland! Los hermosos ojos de su esposa no le concedían reposo; eran, como diría el poeta, estrellas eternamente encendidas para deslumbrarlo. Se compusieron en el condado más de treinta baladas que celebraban los bellos ojos de Spellie. En cuanto a Muirland, un día desapareció. Habían transcurrido tres meses; el suplicio que había sufrido había arruinado su vida y apurado su sangre; sentía que aquella mirada de fuego le consumía. Cuando regresaba del campo, cuando permanecía en casa, cuando iba a la iglesia, siempre estaba a merced del terrible rayo resplandeciente, que penetraba hasta lo más hondo de su ser y que le sobrecogía de terror. Terminó por odiar el sol y huir del día.

El suplicio que había destruido a la pobre Tuilzie, se había convenido en el suyo: la inquietud espiritual que había hecho de él el verdugo de su primera y joven esposa, y que los hombres llamaban celos, se había transfigurado en el ojo escrutador, imposible de eludir, que le perseguía constantemente: siempre los celos, pero transformados en imagen palpable, en el prototipo de la sospecha. Muirland abandonó la granja, abandonó sus tierras, cruzó el mar y se adentró en los bosques de América del Norte, donde muchos de sus compatriotas habían fundado pueblos y construido un hogar acogedor. Confiaba en que las praderas de Ohio le brindasen un asilo seguro; prefería la pobreza, la vida del colono, la serpiente oculta entre la tupida maleza, un alimento sencillo, simple e incierto, a su techo de Escocia, donde el ojo celoso y perpetuamente abierto relucía para atormentarlo.

Después de pasar un año en aquellas soledades, terminó por bendecir su suerte: al menos había hallado el reposo en el seno de aquella naturaleza fecunda. No mantenía correspondencia con nadie, en Gran Bretaña, por temor a tener noticias de su esposa; algunas veces, en sueños, veía aún aquellos ojos sin párpados, y se despertaba sobresaltado; se aseguraba cuidadosamente de que las temibles pupilas vigilantes no estuviesen junto a él, no lo atravesasen, no lo devorasen con su luz insoportable; y entonces volvía a dormirse, feliz.

Los Narraghansetts, una tribu que vivía por los alrededores, habían elegido como sachem, o jefe, a Massasoir, un anciano enfermizo, de carácter pacífico; Muirland se había granjeado muy pronto su afecto, regalándole el aguardiente que él sabía destilar. Massasoit cayó un día enfermo, y su amigo Muirland fue a visitarlo a su tienda. Imaginad un wigwam indio; una especie de choza cónica con una abertura en lo alto para dejar salir el humo; en el centro de este humilde palacio ardía un fuego; sobre las pieles de bisonte, extendidas en el suelo, yacía el viejo jefe enfermo; a su alrededor, los hombres de la tribu aullaban, gritaban y lloraban, causando tal alboroto, que no sólo no hubiera curado a un hombre enfermo, sino que habría hecho enfermar a un hombre sano.

Un powam, o curandero indio dirigía el lúgubre coro y la danza; el eco retumbaba con el estruendo de aquella extraña ceremonia; era la plegaria pública, ofrecida a la divinidad local. Seis jóvenes daban masajes a los miembros desnudos y fríos del anciano: una de ellas, de apenas dieciséis años, lloraba. El sentido común de Muirland le hizo comprender que el único resultado de todo aquel aparato medicinal iba a ser la muerte de Massasoit; en su condición de europeo y de hombre blanco, todos le consideraban médico de nacimiento. Aprovechando la autoridad que ese título confería, hizo salir a todos aquellos hombres que gritaban, y se acercó al sachem.

—¿Quién viene a mí? —preguntó el viejo.

—Jock, el hombre blanco.

—¡Oh! —respondió el sachem, tendiéndole la áspera mano—. No nos veremos más, Jock.

Jock, aunque sabía bastante poco de medicina, advirtió enseguida que el sachem padecía simplemente de indigestión; lo tomó a su cuidado y ordenó que se hiciese silencio; le impuso una dieta y le preparó un excelente potaje escocés que el viejo engulló como si se tratase de una medicina. En tres días Massasoit había vuelto a la vida; los gritos de nuestros salvajes expresaban ahora gratitud y alegría. Massasoit hizo sentar a Jock a su lado, le dio a fumar su calumet y le presentó a su hija Anauket, la más joven y bella de cuantas había visto Muirland en la tienda.

—Tú no tienes una squaw —le dijo el viejo guerrero—. Toma a mi hija y honra mis canas.

Jock se estremeció; recordó a Tuilzie y a Spellie: el matrimonio nunca le había traído la felicidad. Pero, por otra parte, la joven squaw era dulce, ingenua y obediente. Además, un matrimonio en aquellas soledades reviste muy poca solemnidad: no tiene gran valor para un europeo. Jock aceptó, y la bella Anauket no le dio jamás ocasión alguna de arrepentirse de su decisión.

Un día, el octavo desde su unión, navegaban por el Ohio, en una bella mañana de otoño. Jock llevaba su fusil de caza. Anauket, acostumbrada a estas expediciones propias de la vida en los bosques, ayudaba y servía a su marido. El tiempo era magnífico; las orillas del río ofrecían parajes deliciosos a los amantes. Jock había tenido buena caza; de repente, una pintada de espléndidas alas atrajo su atención; apuntó, la hirió, y el pájaro, herido de muerte, cayó gimiendo, en medio de la espesura. Muirland no quería perder una pieza tan magnífica; varó la canoa y corrió en busca del pájaro herido. Batió en vano muchos matorrales, pero su obstinación de escocés le empujaba siempre más hacia el corazón del bosque.

Muy pronto se halló en uno de esos verdes claros naturales que se hallan en los bosques de América, rodeado de árboles de gran altura; entonces un fulgor atravesó el follaje y llegó hasta él. A Muirland le dio un vuelco el corazón: el rayo le quemaba; aquella luz insoportable le obligaba a bajar la mirada.

El ojo sin párpado estaba allí, eternamente vigilante.

Spellie había atravesado el océano, había encontrado el rastro de su marido y le había seguido de cerca; había mantenido su palabra, y sus celos terribles aplastaban ya a Muirland con sus justos reproches. El hombre corrió hacia el río, seguido por la mirada del ojo sin párpado; vio la onda clara y pura del Ohio y se lanzó a ella, empujado por el terror. Éste fue el fin de Jock Muirland, tal y como se halla en una leyenda escocesa que las viejas cuentan a su manera. Se trata de una alegoría, afirman, y el ojo sin párpado es el ojo, siempre vigilante, de la mujer celosa, el más espantoso de los suplicios.

Philarète Chasles (1798-1873)




Relatos góticos. I Relatos de Philarète Chasles.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Philarète Chasles: El ojo sin párpado (L'oeil sans paupière), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Philarète Chasles: relatos destacados


Philarète Chasles: relatos destacados.




Philarète ChaslesVictor Euphémien Philarète Chasles (1798-1873)— fue un importante escritor francés, dedicado principalmente a la historia, la crónica y el periodismo, pero también autor de algunos relatos de terror que bien podrían inscribirse entre los clásicos de la literatura gótica.

En este segmento de El Espejo Gótico daremos cuenta de los mejores relatos de Philarète Chasles.




Philarète Chasles: obras completas.
  • El ojo sin párpado (L'oeil sans paupière)
  • Cuentos marrones (Contes bruns)
  • De la autoridad histórica de Flavio Josefo (De l'autorite historique de Flavius-Josèphe)
  • El siglo XVIII en Inglaterra (Le dix-huiteme siecle en Angleterre)
  • Estudios sobre Alemania (Études sur l'Allemagne)
  • Estudios sobre el siglo XVI en Francia (Études sur le seizieme siecle en France)
  • Estudios sobre España (Études sur l'Espagne)
  • Estudios sobre la antigüedad (Études sur l'antiquité)
  • Estudios sobre la literatura y moral de Inglaterra (Études sur la litterature et ls moeurs de l'Angleterre)
  • Estudios sobre los primeros tiempos del cristianismo (Études sur les premiers temps du christianisme)
  • Estudios sobre Shakespeare (Études sur W. Shakespeare)
  • Galileo Galilei (Galileo Galilei)
  • La Edad Media (Le moyen age)
  • La hija del mercante (La Fille du marchand)
  • La novia de Benarés (La Fiancée de Bénarès)
  • La psicología social (La physcologie sociale)
  • Los estadounidenses y el futuro de América (Les americains et l'avenir de l'Amerique)
  • Memorias (Mémoires)
  • Olivier Cromwell (Olivier Cromwell)
  • Padre e hija (Le Père et la fille)
  • Personajes y paisajes (Caractères et paysages)
  • Pietro Aretino (Pietro Aretino)
  • Revolución de Inglaterra (Revolution d'Angleterre)
  • Virginia de Leiva (Virginie de Leyva)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Philarète Chasles: relatos destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Incidente en el Puente de Owl Creek»: Ambrose Bierce; relato y análisis


«Incidente en el Puente de Owl Creek»: Ambrose Bierce; relato y análisis.




Incidente en el Puente de Owl Creek (An Occurrence at Owl Creek Bridge) —a veces traducido al español como: Un incidente en el Puente del Búho— es un relato de terror del escritor norteamericano Ambrose Bierce (1842-1914), publicado originalmente en la edición del 13 de julio de1890 del periódico San Francisco Examiner, y luego reeditado en la antología de 1891: Cuentos de soldados y civiles (Tales of Soldiers and Civilians).

Un incidente en el Puente de Owl Creek, probablemente uno de los cuentos de Ambrose Bierce más notables, nos sitúa en la Guerra Civil norteamericada, donde un grupo de soldados se dispone a ejecutar a un prisionero. Lo ahorcan en el Puente del Búho (Owl Creek), pero la soga se rompe y el prisionero cae a las aguas del río, desde donde consigue abrirse paso hacia su hogar. Al llegar allí, muere, precisamente porque todos los hechos después la caída han ocurrido en su imaginación.

En resumen: Incidente en el Puente de Owl Creek es la macabra crónica de lo que un hombre imagina mientras se está ahogando. En este sentido, el relato de Ambrose Bierce se asemeja mucho al clásico de Jorge Luis Borges: El milagro secreto.

Incidente en el Puente de Owl Creek es, por un lado, uno de los grandes cuentos de terror jamás escritos, pero también una sólida confrontación con el sinsentido de la guerra. Aquí, Ambrose Bierce evidencia que no hay gloria ni romance en el conflicto. Incluso el título del relato emplea la palabra «incidente», la cual despersonaliza la enorme tragedia que supone la pérdida de una vida, en ese contexto, una cifra más en la inconcebible locura de la guerra.




Incidente en el Puente de Owl Creek.
An Occurrence at Owl Creek Bridge, Ambrose Bierce (1842-1914)

Desde un puente ferroviario de Alabama del Norte, un hombre miraba las aguas que se deslizaban veloces veinte pies más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, ceñidas las muñecas por una cuerda. Una soga atada a una viga, sobre su cabeza, le rodeaba flojamente el cuello; el seno de la soga pendía al nivel del sus rodillas. Algunos tablones sueltos, colocados sobre los durmientes que sustentaban las vías férreas, sosteníanle a él y a sus verdugos: dos soldados rasos del ejército federal, dirigidos por un sargento que, en tiempos de paz, podría haber sido ayudante de sheriff. A corta distancia, y sobre la misma improvisada plataforma, había un oficial armado, con el uniforme correspondiente a su graduación: capitán.

En cada extremo del puente, un centinela en posición de presentar armas, es decir, con el fusil vertical frente al hombro izquierdo, el percutor apoyado en el antebrazo, y éste horizontal y rígido a través del pecho; posición solemne y antinatural, que obliga a mantener el cuerpo erguido. En apariencia, estos dos hombres no debían darse por enterados de lo que ocurría en el centro del puente; se limitaban a bloquear los dos extremos de la tablazón que lo atravesaba. Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a nadie: las vías férreas penetraban rectamente en un bosque, en un trecho de cien yardas, y después se curvaban y desaparecían.

Más lejos, seguramente, habría un puesto de avanzada. La opuesta margen del río era terreno despejado, una suave cuesta coronada por una barrera de troncos verticales, aspillerada para los fusiles, con una sola tronera por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. En mitad de la cuesta, entre el puente y el fuerte, estaban los espectadores: una compañía de infantería de línea, en posición de descanso, las culatas de los fusiles apoyadas en el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja.

A la derecha de la formación había un teniente; la punta de su espada rayaba el suelo; su mano izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro del puente, nadie se movía. Los soldados miraban con fijeza el puente, pétreos e inmóviles. Los centinelas, apostados en las márgenes del río, parecían estatuas. El capitán., de brazos cruzados, silencioso, observaba la labor de sus subordinados, pero sin hacer un gesto. La muerte es un personaje que, cuando viene precedido de anuncio, deben recibir con formales manifestaciones de respeto aun aquellos que más familiarizados están con ella. En el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son otras tantas formas de respeto.

El hombre cuya ocupación, en aquel instante, era hacerse ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años. Vestía de paisano, de hacendado, para ser más exactos.

Sus rasgos eran regulares: nariz recta, boca firme, frente amplia, larga cabellera oscura peinada hacia atrás, que detrás de las orejas caía sobre el cuello de la chaqueta bien ceñida al cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero no patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro, y abrigaban una expresión bondadosa, sorprendente en quien, como él, tenía la garganta ceñida por la soga. No era, evidentemente, un asesino vulgar. Pero el código militar, muy liberal en estas cosas, prevé la posibilidad de ahorcar a toda clase de gentes, sin excluir a los caballeros.

Acabados los preparativos, los dos soldados se apartaron llevándose los tablones que les habían servido de sostén. El sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se colocó tras él; el oficial, a su vez, dio un paso a un costado. Estos movimientos dejaron al reo y al sargento parados en los extremos del mismo tablón, que atravesaba tres durmientes. El extremo que sostenía al condenado tocaba casi un cuarto durmiente; el peso del capitán había mantenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del sargento. A una señal de aquél, el sargento daría un paso a un costado, se volcaría la tabla y el reo caería entre dos durmientes. El condenado debió reconocer que el procedimiento era simple y eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos.

Contempló un instante su inseguro apoyo; después dejó que su mirada vagase sobre el agua del río que corría debajo. Llamóle la atención un pedazo de madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo observaron descender la corriente. ¡Con cuánta lentitud se movía! ¡Qué arroyo perezoso!

Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos en su esposa y sus hijos. El agua dorada por el sol matinal, las melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las márgenes del río; el fuerte, los soldados, el leño flotante, todas esas cosas lo habían distraído. Y ahora tuvo conciencia de una nueva perturbación, que desintegraba el recuerdo de sus seres amados. Era un sonido que no podía. ignorar ni comprender, una percusión aguda, neta, metálica, como el golpe del martillo sobre el yunque del herrero; una sucesión de notas tintineantes.

Se preguntó, qué era, y si estaba lejos o cerca, pues tanto parecía lo uno como lo otro. Su ritmo era regular, pero lento como el de las campanas que tocan a difunto. Aguardaba cada toque con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los intervalos de silencio se alargaron progresivamente; las demoras se tornaron obsesivas. A medida que se volvían más infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y agudeza. Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies.

—Si pudiera desatarme las manos —pensó—, acaso tendría tiempo para desceñirme la soga y zambullirme en el río. Buceando, podría escapar a las balas, y nadando vigorosamente alcanzar la orilla, ganar el bosque y llegar a mi casa. Las líneas del enemigo, gracias a Dios, no han rebasado mi casa; los invasores no han llegado aún a mi esposa y mis hijos.

Mientras el cerebro del condenado, más que elaborar estos pensamientos que hemos intentado traducir en palabras, los recibía como fugaces destellos, el capitán hizo al sargento la señal convenida. El sargento dio un paso a un costado.

Peyton Farquhar era un hacendado rico, perteneciente a una antigua y respetada familia de Alabama. Siendo amo de esclavos y político, como todos los demás esclavistas, era también naturalmente secesionista de a lma y ardoroso partidario de la causa sudista. Motivos de fuerza mayor, que no es menester relatar aquí, le impidieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó en las desastrosas campañas cuya culminación fue la caída de Corinth. La inactividad, sin embargo, acabó por enardecerlo como una afrenta. Deseaba una válvula de escape para sus energías, anhelaba la vida noble del soldado y la oportunidad de distinguirse.

Y estaba seguro de que tarde o temprano se le presentaría la oportunidad, como se presenta a todos en tiempo de guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le habría parecido demasiado humilde, siempre que contribuyera a la causa del Sur; ninguna aventura demasiado peligrosa, siempre que estuviera acorde con el carácter de un paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y que de buena fe y sin mayor discriminación e staba de acuerdo, al menos en parte, con el aforismo que dice —con evidente infamia— que en la guerra y en el amor sólo importan los medios.

Una tarde, mientras Farquhar y su esposa estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada del parque, un jinete con uniforme gris llegó al portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar tuvo a honra el servirle con sus propias manos.

Mientras iba en busca del agua, su esposo se acercó al . polvoriento jinete y le preguntó con ansiedad que noticias traía del frente. —Los yanquis están arreglando las vías férreas — respondió el hombre—, y se preparan para otro avance. Han llegado al puente de Owl Creek. Lo repararon y alzaron una empalizada en la otra margen:

—El comandante publicó un bando y lo hizo clavar en todas partes. Dice que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado sumariamente. Yo mismo vi el bando. —¿Qué distancia hay de aquí al puente de Owl Creek?

—Unas treinta millas. —Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas enemigas?

—Sólo un puesto avanzado, a media milla de distancia, sobre el ferrocarril, y un centinela en la cabeza del puente.

—Y si un hombre, un civil, un perito en ahorcaduras —dijo Farquhar sonriendo—, eludiera el puesto de avanzada y dominara al centinela, ¿qué podría hacer?

El soldado reflexionó.

—Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé que la inundación del invierno último había acumulado una gran cantidad de leños flotantes contra la primera pila del puente. Ahora la madera está seca y arderá como estopa. La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le agradeció ceremoniosamente, hizo una reverencia a su esposo y se marchó. Una hora después, ya entrada la noche, volvió a pasar por la plantación, rumbo al norte, de donde había venido. Era un espía federal.

Al caer en línea recta entre las traviesas del puente, Peyton Farquhar perdió el sentido, y fue como si perdiera la vida. De ese estado vino a sacarle —siglos después, o tal al menos le pareció— el dolor de una fuerte presión en la garganta, seguido por una sensación de sofoco. Agudos, lacerantes alfilerazos irradiaban de su garganta y estremecían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus extremidades.

Esas lumbraradas de dolor parecían propagarse a lo largo de ramificaciones perfectamente definidas, y pulsar con periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como, pequeños torrentes de fuego palpitante que calentaban su cuerpo a una temperatura insoportable. En cuanto a su cabeza, sólo experimentaba una sensación de congestión, como si fuera a estallarle. Estas impresiones estaban desligadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se había desvanecido; sólo podía sentir, y sentir era el tormento. Tenía conciencia de que se estaba moviendo. Rodeado por una nube luminosa, de la que era apenas el corazón incandescente, ya sin sustancia material, se balanceaba en inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto péndulo. De pronto, con terrible subitaneidad, la luz que lo rodeaba saltó disparada hacia arriba, y sintió el chapoteo de una zambullida.

Un estruendo brutal palpitaba en sus oídos, y todo estaba frío y oscuro. Recuperó la facultad de pensar: comprendió que la soga se había cortado; había caído al arroyo. La sensación de asfixia no aumentó: el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía que el agua llegara a sus pulmones. ¡Morir estrangulado en el fondo de un río! La idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la negrura, y vio sobre su cabeza un fulgor, pero ¡cuán distante, cuán inaccesible! Seguía hundiéndose, porque la luz se tornaba más débil, cada vez más débil, hasta convertirse en mera vislumbre. Después comenzó a crecer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie... Lo comprendió con disgusto, pues había empezado a experimentar una sensación de bienestar.

—Ahorcado y ahogado —pensó—, vaya y pase; pero no quiero que me baleen. No, no quiero que me baleen; no es justo.

No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo dolor en las muñecas le advirtió que estaba tratando de soltar sus manos. Prestó cierta atención indiferente al forcejeo, como un curioso que observa las proezas de un juglar, sin interesarse mucho por el resultado. ¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano! ¡Ah, valerosa empresa! ¡Bravo! La cuerda estaba rota; sus brazos se abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse vagamente visibles a la luz que aumentaba. Con renovado interés las observó precipitarse —primero una, después la otra— sobre el nudo que le ceñía el cuello. Lo arrancaron y lo echaron ferozmente a un costado, y las ondulaciones de la soga le hicieron pensar en una culebra de agua.

—¡Átenla otra vez! ¡Átenla otra vez!

Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a la ausencia del nudo habían sucedido las más espantosas ansias experimentadas hasta ese momento. El cuello le dolía terriblemente; el cerebro lo sentía como incendiado; el corazón, que hasta entonces había aleteado débilmente, le pareció que daba un gran salto y buscaba salírsele por la boca. Sentía todo el cuerpo atormentado y dilacerado por insoportables ramalazos. Pero sus manos rebeldes no obedecían la orden. Golpeaban vigorosamente el agua, con rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la superficie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió convulsivamente, y con un supremo estremecimiento de dolor sus pulmones aspiraron una gran bocanada de aire, que expelió instantáneamente con un aullido.

Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos. Más aún, los sentía sobrenaturalmente aguzados y vigilantes. Algo, dentro de la terrible perturbación de su sistema orgánico, se los había exaltado y refinado a tal punto que registraban cosas jamás percibidas anteriormente. Sentía los rizos del agua, escuchaba separadamente el ruido que hacía cada uno de ellos al chocar contra su cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los árboles, las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio los árboles, las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio los insectos que se movían en las hojas, las cigarras, las mariposas multicolores, las arañas grises que tendían sus telas entre una rama y otra. Percibió los colores prismáticos de las gotas de rocío en millones de briznas de hierba.

El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los remansos de la corriente, el chasquido de alas de las libélulas, los golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsando un bote... Oía con perfecta claridad todos esos sonidos. Bajo sus ojos se deslizó un pez, y oyó el ruido que hacía su cuerpo hendiendo el agua. Había salido a la superficie, de espaldas al puente. Un segundo más tarde el mundo visible pareció girar, pausado, tomándolo a él como centro, y entonces vio el puente, el fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados rasos, sus verdugos. Estaban recortados en silueta contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo; el capitán había desenfundado su pistola, pero no hizo fuego; los otros estaban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles, gigantesca su estampa.

Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó en el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Luego, un segundo estampido, y vio a uno de los centinelas, fusil al hombro; una nubecita de humo brotaba del caño. El fugitivo vio el ojo de aquel hombre clavado en los suyos, detrás de la mira del fusil. Era un ojo gris, y recordó haber leído alguna vez que los ojos grises eran los más certeros, y que todos los tiradores famosos tenían ojos grises. Éste, sin embargo, había errado. Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar media vuelta; quedó mirando nuevamente el bosque de la orilla opuesta al fuerte. Una voz clara y penetrante, que entonaba una cantilena monótona, vibraba ahora a sus espaldas y se deslizaba sobre el agua con una nitidez que perforaba y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el palpitar de las ondas contra su rostro.

Aunque no era soldado, había frecuentado los campamentos lo bastante para comprender la significación terrible de ese canturreo deliberado, arrastrado y lento. El teniente, en la orilla, había resuelto intervenir en los acontecimientos matinales. Cuán frías e inmisericordes, con qué entonación inexpresiva y tranquila, presagiando y afianzando la serenidad de los tiradores, cuán exactamente espaciadas cayeron aquellas crueles palabras:

—Atención, compañía... Preparen armas... Listos... Apunten... Fuego.

Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El agua aullaba en sus oídos con la voz del Niágara, y aun así, escuchó el trueno opaco de la salva, y al ascender a la superficie halló en su camino relucientes fragmentos metálicos, singularmente achatados, que bajaban oscilando lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y en las manos; después se desprendieron y siguieron su descenso. Uno se alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba desagradablemente tibio, y Farquhar lo arrancó de un tirón. Al salir jadeando a la superficie, comprendió que había estado mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado en forma perceptible. Estaba cada vez más cerca de la salvación.

Los soldados acababan de cargar nuevamente sus armas; las baquetas metálicas llamearon simultáneamente a la luz del sol, al salir de las bocas de los fusiles; describieron un círculo en el aire y desaparecieron en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego nuevamente, por separado, mas sin puntería.

El perseguido vio todo esto por sobre el hombro; ahora nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro funcionaba con tanta energía como sus brazos y sus piernas. Sus pensamientos tenían la velocidad del relámpago.

—El oficial —razonó— no repetirá ese error, típico del militar riguroso. Es tan fácil esquivar una andanada como un solo tiro. Probablemente ha ordenado ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios, no puedo eludir todas las balas!

A dos pasos (le distancia hubo un tremendo chapoteo, y luego un sonido penetrante y móvil, que pareció propagarse de regreso al fuerte, y culminó en una explosión que conmovió el río hasta sus profundidades. Una columna de agua descendió sobre él, cegándolo, estrangulándolo. El cañón participaba en el juego. Al asomar la cabeza en el hervor del agua convulsionada, oyó el silbido del rebote, y casi al mismo tiempo la bala tronchaba estruendosamente los arbustos del bosque cercano.

—No volverán a equivocarse —pensó—. La próxima vez usarán metralla. No debo perder de vista ese cañón. El humo me servirá de advertencia; la detonación llega demasiado tarde, demora más que el proyectil. Es un buen cañón.

Súbitamente sintió que giraba y giraba como un trompo. El agua, las márgenes, el puente ahora distante, el fuerte y los hombres, todo estaba mezclado y confuso. De los objetos, sólo percibía el color: bandas horizontales y circulares de color. Giraba en el centro de un torbellino, y la velocidad de rotación y de avance lo enfermaba y aturdía. Pocos segundos más tarde fue lanzado sobre la grava, al pie de la margen izquierda del río (la margen meridional) , detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemigos. Lo volvieron a la realidad la súbita interrupción del movimiento y el escozor de una de sus manos lacerada por la arenilla. Lloró (le alegría. Hundió los dedos en la arena, la derramó a puñados sobre su cabeza y la bendijo en alta voz. Era como el oro, como una lluvia de diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso. Los árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de jardín; notó en ellos un orden definido. Aspiró la fragancia de sus flores.

Entre los troncos brillaba una extraña luz rosada, y el viento arrancaba de sus ramas la música de las arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió deseos de perfeccionar su huida; se contentaba con permanecer en ese lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo. Un zumbido, y luego un repiqueteo de metralla que conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron de su ensoñación. El frustrado artillero había disparado al azar un cañonazo de despedida. Peyton Farquhar se incorporó de un salto, corrió por el declive de la ribera y se internó en el bosque. Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El bosque parecía interminable; no se veía un claro, ni siquiera una picada de leñadores.

Nunca había creído vivir en una comarca tan salvaje; la revelación tenía algo de pavoroso. Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el hambre, con los pies llagados. El recuerdo de su esposa y de sus hijos lo obligó a seguir. Por fin halló un camino, y comprendió que iba en la dirección propicia. Era ancho y recto como una calle de ciudad; sin embargo, parecía intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban, ni habitación alguna, ni el ladrido (le un perro sugería la presencia humana.

Los troncos negros de los grandes árboles formaban paredes verticales a ambos lados, convergiendo en un punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Alzó la vista y vio fulgir grandes estrellas de oro, que le parecieron desconocidas y formaban extrañas constelaciones. Abrigó la certeza de que estaban agrupadas en un orden provisto de secreto y maligno significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños rumores: oyó, repetidamente, murmullos en un idioma desconocido. Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro donde lo había ceñido la cuerda. Sentía los ojos congestionados; ya no podía cerrarlos.

La sed le hinchaba la lengua: la sed y la fiebre; para mitigarla, sacó la lengua al aire fresco, entre los dientes. El césped de la intransitada alameda era como una alfombra blanda. Ya no sentía el camino bajo sus pies. Indudablemente, a pesar del sufrimiento, se ha quedado dormido mientras caminaba, porque ahora contempla otra escena... O quizá, simplemente, ha vuelto en sí después de un delirio. Se halla ante la reja de su propia casa. Todo está como lo dejó, todo brilla espléndido bajo el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la noche.

Abre el portón, echa a andar por la amplia vereda blanca, ve un revuelo de faldas; su mujer, fresca, bella y dulce, baja (le la veranda a su encuentro. Al pie de la escalinata se queda esperando, con una sonrisa de inefable alegría, en una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Cuán hermosa es! Él avanza con los brazos abiertos. Y cuando va a estrecharla, siente un golpe demoledor en la nuca; una enceguecedora luz blanca fulgura a su alrededor, oye un ruido semejante a un cañonazo. ¡Después todo es oscuridad y silencio!

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cadáver, con el cuello quebrado, se balanceaba suavemente entre los maderos del viejo puente de Owl Creek.

Ambrose Bierce (1842-1914)




Relatos góticos. I Relatos de Ambrose Bierce.


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El análisis y resumen del cuento de Ambrose Bierce: Incidente en el puente de Owl Creek (An Occurrence at Owl Creek Bridge), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Una invasión psíquica»: Algernon Blackwood; relato y análisis


«Una invasión psíquica»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




Una invasión psíquica (A Psychical Invasion) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1908: John Silence: médico extraordinario (John Silence, Physician Extraordinary).

Una invasión psíquica, uno de los grandes cuentos de Algernon Blackwood, es además el primer relato del ciclo de John Silence, quizás el más popular de los detectives paranormales en la literatura, aunque seguido de cerca por Carnacki (H.W. Hodgson), el Padre Brown (G.K. Chesterton), Martin Hesseluis (Sheridan Le Fanu) y Solar Pons (A. Derleth), .

Aquí, el excéntrico John Silence se enfrenta a un caso que ha desconcertado a sus colegas: un escritor es víctima de ciertas obsesiones, que finalmente conducen a una especie de posesión mental originada por fuerzas desconocidas. Todo parece indicar que la casa ejerce una poderosa influencia en el estado deplorable del autor, de modo tal que John Silence resuelve pasar una noche en la supuesta casa embrujada y enfrentarse a las potencias sobrenaturales que allí habitan.

Una invasión psíquica, lejos de ser el típico relato de detectives, presenta una investigación minuciosa respecto de la posibilidad de lo paranormal como un fenónemo explicable aunque desconocido en esencia, y justamente a través de uno de los grandes detectives de lo oculto en la historia del género.




Una invasión psíquica.
A Psychical Invasion, Algernon Blackwood (1869-1951)

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