Feminismo y misoginia en la obra de Lovecraft.
Casi todas las biografías de H.P. Lovecraft [entre otras, Yo soy Providence (I am Providence) y Lovecraft: una biografía (Lovecraft: a Biography)] sostienen que el flaco de Providence sentía una viva repulsión por las mujeres, y que a lo largo de su obra podemos encontrar claras muestras de ese rechazo [ver: En la cama de Lovecraft]
Lo cierto es que [además de casarse con Sonia Greene] la relación de Lovecraft con las mujeres nunca fue precisamente fructífera. Trabajó, de hecho, con varias escritoras, como Zealia Bishop y Anna Helen Crofts, entre otras, aunque en su obra las mujeres casi siempre cumplen un rol nefasto como vehículos de la perdición [ver: Lovecraft y Winifred Jackson: ¿una historia de amor?]
Personalmente no creo que H.P. Lovecraft fuera un misógino. Sencillamente no entendía a las mujeres, y sus ejemplos más cercanos tampoco colaboraron para que lo hiciera. Su propia madre, Sarah Susan Phillips, solía decirle que tenía una «cara odiosa» [hideous face], entre otros epítetos menos cariñosos. En este contexto, H.P. Lovecraft, un hombre que no era precisamente apuesto pero que tampoco podría calificarse de desagradable, creció con la íntima conviccióna de que era una criatura deforme, repulsiva y «odioso».
Mientras la mayoría de las personas solo sería capaz de metabolizar esa relación con una madre como Sarah Susan Phillips, a la que adoraba sinceramente, a través de largas y a menudo estériles sesiones de terapia, Lovecraft escribió: El extraño (The Outsider), uno de los relatos más autobiográficos de su obra [ver: «El Extraño» de Lovecraft como metáfora del parto]. Allí leemos que:
[«Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza.»]
Y, más adelante:
[«Siempre supe que soy un extranjero; un extraño en este siglo y entre todos los que aún son hombres.»]
Con estos antecedentes no resulta asombroso que la maternidad en la obra de Lovecraft siempre esté vinculada al abandono y el incumplimiento del rol materno. Por allí tenemos a la madre de Charles Dexter Ward, incapaz de ayudar a su hijo a romper esa cadena de maldiciones ancestrales que pesa sobre la familia. En este sentido, su ligereza para entender el destino trágico de Charles la vuelve doblemente culpable, por omisión e incapacidad maternal [ver: «Night-Gaunts»: las pesadillas infantiles de Lovecraft]
Como todo buen escritor, Lovecraft escribía únicamente sobre lo que conocía. Y lo que concía con mayor precisión era el miedo. De hecho, a menudo se cita una frase suya como axioma al respecto:
[«La emoción más antigua e intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.»]
Ahora bien, esto es lo que Lovecraft escribió con notable elegancia, acerca del miedo, pero elude cualquier interpretación sobre la naturaleza de esa emoción. El miedo a lo desconocido es tal vez el más antiguo de la humanidad, pero ese miedo solo es posible si lo entendemos como un emergente del abandono y el desamparo del ser. Allí radica el vértice del horror en toda la obra de Lovecraft: la soledad; estar solo, desamparado, alejado de nuestros pares y a merced de fuerzas cósmicas capaces de barrer con la humanidad.
Si profundizamos aún más, alejándonos peligrosamente de las intenciones de este artículo, veremos que el Mal en la obra de Lovecraft siempre tiende a destruír a la humanidad dentro del hombre, dentro del ser; a corromperlo, a reducirlo a monstruosas mutaciones.
Antes decíamos que Lovecraft, como todo autor eficiente, solo escribía sobre lo que conocía de primera mano. El miedo, claramente, es su arma principal. Allí podemos hallar la razón por la cual las mujeres de Lovecraft siempre oscilan entre la maldad abyecta [Los sueños en la casa de la bruja (Dreams in the Witch House)] y la indiferencia y la incomprensión [El caso de Charles Dexter Ward].
No es que Lovecraft odiara a las mujeres, es decir, que fuera un misógino; simplemente era incapaz de escribir sobre ellas fuera del marco regulador de sus propias experiencias personales. Tal vez por eso cuando Lovecraft intenta dar una visión favorable sobre una mujer en particular, su descripción siempre resulta laxa, asexuada, carente de los atributos que normalmente le atribuímos a la feminidad. Un caso típido es el de Georgina Clarendon en La última prueba (The Last Test).
En este sentido la crítica corre un riesgo innecesario, y acaso ofensivo. ¿Reflejar el Mal en la mujer es un acto misógino? Decididamente no. Los que aducen que Lovecraft prescinde de los rasgos femeninos en sus mujeres deberían explicar primero en qué consiste lo femenino. Si hablamos de vulnerabilidad, de damas gritando como enajenadas, de doncellas en apuros que son incapaces de valerse por sí mismas, estaríamos participando de un sesgo absurdo.
Lo más injusto del asunto es que quienes escriben acerca de mujeres cuya única función consiste en ser rescatadas, sin perder un ápice de sensualidad, aún en las situaciones más inverosímiles, jamás son acusados de misóginos.
Lo femenino en Lovecraft nunca está relacionado con lo sensual. La mujer nunca es un objeto de deseo, ni moviliza al hombre para intentar rescatarla. Un caso clásico es el de Lavinia Whateley en: El horror de Dunwich (The Dunwich Horror) [ver: La Biblia de Yog-Sothoth: análisis de «El horror de Dunwich»], intrínsecamente malévola, pero cuya naturaleza diabólica también la vuelve independiente, autónoma. Los que vean en estas cualidades un rasgo asexuado, o masculinizado, deberían replantearse el anacronismo [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado]
La mujer en la obra de Lovecraft es diabólica. En cierta forma participa de los viejos temores atávicos que Sheldon Cashdan expresa acertadamente en su obra: La bruja debe morir (The Witch Must Die), donde la mujer encarna las fuerzas salvajes de la naturaleza. Basta repasar a la odiosa reina-simio de Arthur Jermyn (Arthur Jermyn), heredera de una raza de humanoides que «corrompe» la sangre de una familia próspera dejando atrás un largo y sucesivo rastro de vástagos deformes.
La crítica feminista a la obra de Lovecraft suele caer en los mismos lugares comunes, prescindiendo del entorno familiar y social en el que Lovecraft se crió [ver: Las «familias extrañas» de Lovecraft]. A menudo se citan personajes femeninos calificados de aborrecibles, cuando en realidad para sostener esa hipótesis a favor de la misoginia deberían apoyarse en las «mujeres buenas» de sus historias, por ejemplo, en Nabby Gardner en El color que cayó del espacio (The Colour Out Of Space), un personaje secundario pero importante en el desarrollo del relato, y cuyo destino la convierte en la primera en descender a los abismos de la locura.
Existe un viejo axioma para el horror y la ciencia ficción: los personajes femeninos solo deben cumplir cuatro roles para que resulten efectivos. Las mujeres deben ser deseadas, temidas, rescatadas o destruídas. Lovecraft eligió temerles, y en algunos casos, destruírlas; aún en cuentos escritos en colaboración con mujeres, por ejemplo, a la pobre Audrey Davis en La maldición de Yig (The Curse of Yig).
Una buena forma de entender a la mujer en la obra de Lovecraft es admitiendo que sus personajes masculinos tampoco suelen estar desarrollados a la altura de la trama. H.P. Lovecraft era un soberbio narrador, un artificioso creador de atmósferas, y un flojo compositor de personajes. Salvo uno, el excéntrico profesor Peaslee en La sombra fuera del tiempo (The Shadow Out of Time), el resto de sus personajes masculinos resultan decididamente inarticulados, capaces de tomarse un tiempo innecesario para redactar unas últimas palabras admonitorias en vez de correr por sus vidas, como cualquier personaje reclamaría como acción lógica.
Otro dato a favor de contextualizar la crítica feminista a la obra de Lovecraft es que casi todos sus relatos fueron escritos para revistas pulp, y cuyos lectores eran fundamentalmente hombres. Incluso las autoras que participaban de estas publicaciones lo hacían a través de seudónimos que enmascaraban su género. En definitiva, los lectores a los que se dirigía Lovecraft no buscaban mujeres interpretando roles protagónicos.
Siguiendo esta línea, hay que decir que en la época de Lovecraft existían muy pocos personajes protagónicos femeninos, y cuando lo hacían terminaban encarnando precisamente aquello que el feminismo aborrece; el conocido triunvirato de la novela costumbrista: hogar, esposo y armonía. A eso se reducía lo «femenino» por aquellos años.
Cuando la crítica se vuelve metódica, y sobre todo cuando entrega pruebas que, examinadas de cerca, terminan corroborando exactamente lo contrario, conviene dar un paso atrás y observar el panorama en su totalidad.
Lovecraft claramente tenía asuntos pendientes con la mujer, pero su obra, entendida dentro de su contexto socio-cultural, es infinitamente menos categórica con la mujer que otras con mejor prensa. El verdadero misógino se enmascara describiendo supuestos atributos que tienden a esclavizar a la mujer. Rara vez leeremos una crítica temeraria acerca de un autor cuyas «mujeres» operan como diligentes amas de casa, dedicadas madres o eternas enamoradas de caballeros de opiácea virilidad; y, en cambio, las veremos rodar infatigablemente cuando un escritor decide admitir sus miedos y sus reservas, desplazando a la mujer de su rol de madre, de amante y de hija, y llevándola de nuevo hacia los bosques donde las brujas danzan enloquecidamente bajo la luz de la luna.
H.P. Lovecraft. I Feminología.
Más literatura gótica:
- La misteriosa tumba de H.P. Lovecraft.
- Mitos de Cthulhu.
- Ciclo onírico de H.P. Lovecraft.
- El círculo de Lovecraft.
4 comentarios:
Excelente!... yo personalmente nunca he entendido el feminismo (soy mujer aclaro)... es un panfleto de contradicciones y , de cierta manera, valida y acepta esa idiotez masculina a la que tanto critica, mientras nosotras y nuestros compañeros masculinos nos nos veamos / vean como seres humanos antes que "mujeres" vamos a seguir en ese círculo vicioso sin fin generado a raíz de las religiones monoteístas (abrahámicas) que, para mi, son "el martillo de las brujas" de la misoginia... amigos, recuerden que primero fue lilith (ese demonio), y es a ese tipo de mujeres que los hombres realmente temen...
Buenisimooooo
Un gusto leer una crítica tan desembarazada de complejos, criterios ideológicos polarizados y un moralismo a conveniencia. El entender que hombres y mujeres, mujeres y hombres, vivieron vidas cuyo máximo desarrollo estaba limitado por su tiempo y espacio, es el fin último de las novelas de terror. Máxime quien las analiza, debería partir de ese marco humano.
Excelente análisis
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