«El Símbolo»: May Sinclair; relato y análisis.


«El Símbolo»: May Sinclair; relato y análisis.




«Donald abrió los brazos y vi al fantasma deslizarse entre ellos.
Por un segundo permaneció allí, contra su pecho;
luego se desplomó en un montón brillante, un destello de luz en el suelo.»



El símbolo (The Token) es un relato de fantasmas de la escritora inglesa May Sinclair —seudónimo de Mary Amelia St. Clair (1863-1946)—, publicado originalmente en la edición de marzo de 1922 de la revista Hutchinson's Magazine, y luego reeditado en la antología de 1923: Historias siniestras (Uncanny Stories).

El Símbolo, uno de los grandes cuentos de May Sinclair, relata la historia de una mujer que muere antes de responder la pregunta más importante de su vida, y regresa de la tumba para determinar si su esposo alguna vez la amó.

Donald Dunbar, un escocés parco y testarudo, de profundos intereses intelectuales, ha suprimido toda demostración de afecto hacia su esposa enferma, Cicely [a pesar de amarla con locura], disfrazando perversamente sus sentimientos bajo la máscara de la indiferencia. Desterrada de la biblioteca familiar, donde Donald pasa la mayor parte del día, Cicely se convence de que no es amada, y muere creyendo que su esposo se preocupa menos por ella que por un pisapapeles dorado con la forma de un Buda, al que llama el Símbolo. Por intercesión de su hermana, Helen [una psíquica involuntaria], Donald eventualmente reconoce la presencia de su esposa muerta en la biblioteca y la apacigua confesando su amor, aunque sin decir una sola palabra: rompe el pisapapeles, aquel objeto preciado que Cicely consideraba de mayor valor para su esposo que ella misma.

La trama de El Símbolo es cursi, empalagosa, pero su desarrollo es brillante; tanto es así que H. P. Lovecraft lo incluyó como uno de los grandes ejemplos del género en su ensayo de 1927: El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature).

Aquellas personas que, como Donald Dunbar, se niegan a reconocer y compartir sus sentimientos, devalúan sus vínculos emocionales; y al final se privan de la posibilidad de disfrutar formas no racionales de conocimiento. Helen, que es la que primero nota el fantasma de Cicely, estudia su comportamiento y finalmente entiende que su regreso tiene que ver con la necesidad de saber si su marido la amaba o no. En su papel de medium [lit. «mediadora», «intercesora»], Helen también cumple el papel de psicoanalista aficionada; rompiendo la barrera de los sentimientos reprimidos de su hermano. Esto resulta oportuno en una serie de siete historias de fantasmas inspiradas en el concepto de unheimliche [lo siniestro] popularizado por Sigmund Freud [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]

El Símbolo a menudo se entiende como la historia del fantasma de una mujer hambrienta de amor, pero en realidad es la crónica de un hombre intelectual cuya vida se ve empobrecida por su incapacidad para reconocer sus propias emociones.

En casi todos los relatos de fantasmas, los espíritus de los muertos regresan para revivir o resolver un trauma; incluso podría decirse que los fantasmas de la ficción son la representación simbólica del trauma que se niega a permanecer enterrado [reprimido] en el pasado, y amenaza con regresar a la superficie para atormentar el presente. Estos muertos [trauma] no pueden ser olvidados hasta que se resuelva el motivo por el que fueron enterrados [reprimidos]. En el microcosmos de la psique humana, el tiempo no es secuencial y el pasado puede regresar al presente para hacernos daño [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

En su papel de medium, Helen puede ver claramente el fantasma de Cicely [trauma], e interpreta su «mirada de súplica»: el fantasma [trauma] busca una resolución: de modo que comienza a interceder ante su hermano en una especie de terapia aficionada para que este acepte sus sentimientos reprimidos y valide su amor por su esposa. Es interesante notar que el fantasma [trauma] sabe perfectamente qué necesita para resolverse. El espíritu de Cicely merodea por la biblioteca, como si buscara algo, hasta que Helen comprende que está buscando el Símbolo, aquel objeto por el que Donald profesaba un apego enfermizo. En otras palabras, el fantasma [trauma] ni siquiera solicita que Donald hable con él, tampoco que le manifieste su amor con palabras; sólo busca reconocimiento, dejar de ser algo enterrado [reprimido] para existir en la esfera de la consciencia.

Significativamente, Donald no puede ver su trauma, es ciego a la presencia de Cecily, y ella lo mira fijamente, noche tras noche, mientras Donald se sienta pasivamente en su silla sin hacer nada. Es Helen quien logra romper esa dinámica al decirle a su hermano que Cecily está presente, lo que lo obliga a reconocer su amor por ella. Hay una clara implicación de que la sangre celta de Helen le ha conferido el don ver a los espíritus, un don que se ha atrofiado en su hermano, quizás a causa de su racionalismo.

Lo unheimliche no es un sentimiento claramente definible. Se relaciona más con situaciones y relaciones, y posee la interesante cualidad de llevarnos de vuelta a lo que conocemos desde hace mucho tiempo, a lo familiar, pero en un marco de incertidumbre intelectual. Lo unheimliche parece nuevo, pero no lo es, nos recuerda a algo, algo que fue familiar alguna vez pero que hemos reprimido. En cierto modo, podríamos decir que es un aspecto de nuestro pasado que retorna al presente, como un fantasma, para atormentarnos. En el modelo psicoanalitico de Sigmund Freud, lo unheimliche es la acción de algo reprimido en el subconsciente que retorna a la superficie de la consciencia. Por supuesto, su aparición produce sentimientos de inquietud y ansiedad; después de todo, ese contenido fue reprimido por una razón importante, y ahora ha logrado romper la barrera que lo mantenía aislado de nuestra consciencia [ver: Lo Siniestro en la ficción]

El Símbolo de May Sinclair coquetea con estas ideas, sobre todo con la idea freudiana de que todo impulso reprimido se transforma en ansiedad. Lo unheimliche, entonces, no es el miedo a lo desconocido que planteaba H. P. Lovecraft, sino más bien lo contrario: un vago sentimiento de familiaridad por algo que fue enterrado y ahora ha regresado con una nueva máscara [ver: Miedo a lo Desconocido: Lovecraft y «la emoción más antigua de la humanidad»]

Al final, Donald demuestra su amor por Cicely de la manera más dramática y conveniente. Nunca dice «te amo», pero destruye al Buda, y Helen puede descansar en paz. Incluso en el clímax de la historia, él sólo es consciente de la presencia de su esposa por un momento, lo suficiente como para abrazarla antes de desaparecer «en un destello de luz». Al destruir al Buda, Donald también ejemplifica que las emociones valen más que las posesiones materiales. El libro en el que estaba trabajando [«Desarrollo de la economía social»], sigue inacabado al final de la historia, tal vez sugiriendo que los asuntos terrenales ahora tienen poca importancia para él.

El título de este cuento requeriría un artículo aparte. La palabra inglesa token puede traducirse al español como «símbolo», «signo», «evidencia», esencialmente un objeto o prenda que sirve de recordatorio. Proviene del Inglés Antiguo tacen [«símbolo», «muestra»], el cual hunde sus raíces en los oportunos verbos tæcan [«mostrar», «enseñar»] y teon, «acusar». El sentido original de la palabra, y probablemente el motivo por el cual fue elegida por May Sinclair, apunta a un objeto físico que conserva en sí mismo un recordatorio, una muestra. En este caso, el Buda cumple todos esos requisitos. Es una «muestra» o «evidencia» del destrato de Donald hacia su esposa, cuya sola presencia actúa como una acusación y recordatorio de su muerte.

El Símbolo, y todos los cuentos de Uncanny Stories, no tienen nada que envidiarle a los cuentos de fantasmas de M. R. James y Edith Wharton. De hecho, por su innata comprensión de la psique humana no sería inapropiado situar a las historias de May Sinclair en una instancia de sofisticación todavía superior.




El símbolo.
The Token, May Sinclair (1863-1946)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Sólo he conocido a una mujer absolutamente adorable, y esa fue la esposa de mi hermano, Cicely Dunbar.

Creo que las cuñadas no siempre se adoran entre sí, y sé que mi principal mérito a los ojos de Cicely era el de ser hermana de Donald; pero para mí no se trataba de una cualidad ajena.

Pero claro, como todos los Dunbar, Donald sufre por ser escocés, de modo que, si tiene algún sentimiento, se toma como cuestión de honor fingir que no lo tiene. Me atrevo a decir que se dejó llevar un poco durante su noviazgo, cuando no era, estrictamente hablando, él mismo; pero después de casarse con ella creo que hubiera preferido morir antes que decirle a Cicely que la amaba. Y Cicely quería que se lo dijeran. ¿Dices que debería haberlo sabido? No conoces a Donald. No puedes concebir la perversa ingenuidad que podía poner en ocultar su afecto. Tiene ese temperamento peculiar que se deleita en desairar, criticar y frustrar las expectativas. Si sabe que quieres que haga algo, eso por sí solo es razón suficiente para que Donald no lo haga. Y mi cuñada, que era transparente como el cristal blanco, nunca fue capaz de ocultar un deseo. De modo que Donald podía, como decíamos, «tenerla» a cada paso.

Y, además, no creo que mi hermano supiera realmente lo enferma que estaba. No quería saberlo. Estaba tan enfrascado en tratar de terminar su «Desarrollo de la economía social» (que, por cierto, aún no ha terminado) que no tenía ojos para ver lo que todos veíamos: tal como estaba su pobre corazoncito, a Cicely no le quedaba mucho tiempo de vida.

Por supuesto, comprendió que esa era la razón por la que, en esos últimos meses, tuvieron que vivir en habitaciones separadas. Y eso en el primer año de su matrimonio, cuando él todavía estaba perdidamente enamorado de ella.

Mantengo esos dos hechos firmemente en mi mente cuando trato de disculpar a Donald, porque fue la causa principal de esa crueldad y perversidad que me resulta tan difícil perdonar. Incluso ahora, cuando pienso en cómo solía descargarse con la pobrecita, como si hubiera sido culpa suya, tengo que recordarme que la inocencia de la corderita la hacía un poco molesta.

No podía entender por qué Donald ya no quería tenerla con él en su biblioteca mientras leía o escribía. Me parecía una absoluta crueldad dejarla afuera ahora que estaba enferma, ya que, antes de enfermarse, siempre había tenido su silla junto a la chimenea, donde se sentaba con su libro o su bordado durante horas sin hablar, sin atreverse apenas a respirar por temor a interrumpirlo. Ahora era el momento, pensó, en que podía esperar un poco de indulgencia.

¿Crees que Donald compartiría sus sentimientos? No. Eran sus sentimientos, y él no hablaba de ellos; y nunca explicaba nada que no entendieras.

El día antes de morir, tuvieron una terrible pelea por eso (su deseo de sentarse con él en la biblioteca): por eso y por el pisapapeles, el precioso pisapapeles que él no dejaba que nadie tocara porque se lo había regalado George Meredith. Era un bloque de latón, coronado por un Buda de alabastro blanco y dorado. Y tenía una inscripción: «Para Donald Dunbar, de George Meredith. Con cariño».

Mi hermano sentía un gran apego por ese pisapapeles, en parte, me temo, porque proclamaba su intimidad con el gran hombre. Por eso en la familia se lo conocía irónicamente como El Símbolo.

Estaba sobre la mesa de escribir de Donald, a su lado, tan cerca del tintero que el Buda blanco había recibido una o dos salpicaduras. Y esa tarde Cicely había venido a vernos a la biblioteca y había molestado a Donald al quedarse allí cuando él quería que se fuera. Había tomado El Símbolo y lo estaba limpiando para tener un pretexto.

Ella murió después de la pelea que se desató entonces.

Comenzó con Donald gritándole.

—¿Qué estás haciendo con ese pisapapeles?

—Solo estoy sacando la tinta.

Ahora puedo verla, pobre. Había mojado la esquina de su pañuelo con su lengüita rosada y estaba frotando al Buda. Sus manos habían comenzado a temblar cuando él le gritó.

—Déjalo. Te dije que no toques mis cosas.

—Lo entintaste —dijo. Estaba frotando una última vez cuando él se levantó, amenazante.

—Déjalo.

Y, pobre niña, lo dejó. De hecho, lo dejó caer a sus pies.

—¡Oh! —gritó, y se agachó rápidamente y lo recogió. Sus grandes ojos llenos de lágrimas lo miraron, asustados.

—No está roto.

—No gracias a ti —gruñó.

—¡Bestia! Sabes que preferiría morir antes que romper algo que te importa.

—Algún día se romperá, si sigues viniendo a entrometerte.

No pude soportarlo. Dije:

—No debes gritarle así. Sabes que no lo puede soportar. La harás enfermar de nuevo.

Eso lo tranquilizó por un momento.

—Lo siento —dijo; pero lo hizo sonar como si no lo sintiera.

—Si lo sientes —insistió ella—, puedes dejar que me quede contigo. Seré tan silenciosa como un ratón.

—No, no te quiero aquí. No puedo trabajar contigo en esta habitación.

—Pero puedes trabajar con Helen.

—No eres Helen.

—Sólo quiere decir que no está enamorado de mí, querida.

—Quiere decir que no le sirvo de nada. Sé que no. Ni siquiera puedo sentarme sobre sus manuscritos y mantenerme en silencio. Le importa más ese maldito pisapapeles que yo.

—Bueno, George Meredith me lo dio.

—Y nadie me dio a ti. Me entregué a mí misma.

Eso volvió a enfurecer a su demonio. Tuvo que atormentarla.

—No debe haberte costado mucho —dijo—. Y debo recordarte que el pisapapeles tiene un valor intrínseco.

Dicho esto, se fue.

—¿A qué se ha ido? —me preguntó.

—Se avergüenza de sí mismo, supongo —dije. —Oh, Cicely, ¿por qué le respondes? Tú sabes lo que siente.

—¡No! —dijo apasionadamente—. Eso es lo que no sé. Nunca lo he sabido.

—Al menos sabes que está enamorado de ti.

—Entonces tiene una extraña manera de demostrarlo. Nunca hace nada más que patalear, gritar y criticarme, ¡todo por un viejo pisapapeles!

Mientras hablaba ella acariciaba al Buda de alabastro como si fuera un ser vivo.

—Su pobre Buda. ¿Crees que se romperá si lo acaricio? Mejor que no... Honestamente, Helen, preferiría morir antes que romper algo que realmente le importa. Sin embargo, mira cómo él me lastima a mí.

—Algunos hombres lastiman las cosas que les importan.

—No me importaría que él sufriera un poco, si tan solo supiera que le importo. Helen... Daría cualquier cosa por saberlo.

—Creo que lo sabes.

—¡No lo sé! ¡No lo sé!

—Bueno, lo sabrás algún día.

—¡Nunca! No me lo dirá.

—Es escocés, querida. Lo mataría decírtelo.

—¡Entonces cómo voy a saberlo! Si muero mañana, moriré sin saberlo.

Y esa noche, sin saberlo, ella murió.


II

Nunca hablamos de ella. No era el estilo de mi hermano. Las palabras lo lastimaban, tanto decirlas como escucharlas.

Se había vuelto más malhumorado que nunca, pero menos irritable, pues la fuente de su irritación había desaparecido. Aunque se sumergió en el trabajo como otro hombre podría haberse sumergido en la disipación, para ahogar el pensamiento de ella, se podía ver que ya no tenía ningún interés. Pasaba la mayor parte del día y las largas tardes encerrado en su biblioteca, y sólo salía a dar un paseo una hora antes de la cena. Se notaba que pronto todos los impulsos espontáneos se apagarían y él se convertiría en una criatura de hábitos y rutina.

Intenté despertarlo, sacudirlo para que saliera de su rutina mortal, pero fue inútil. El primer esfuerzo (porque hacía esfuerzos) lo agotó y volvió a hundirse.

Pero le gustaba tenerme con él, y todo el tiempo que podía ahorrar de mis tareas domésticas y de jardinería lo pasaba en la biblioteca. Creo que no le gustaba que lo dejaran solo allí, en el lugar donde tuvieron la pelea que la mató, y noté que la causa, El Símbolo, había desaparecido de su mesa.

Y todas sus cosas, todo lo que pudiera recordarle a ella, habían sido guardadas. Era como un muerto enterrando a su muerto.

Sólo la silla que tanto amaba permanecía en su lugar junto a la chimenea: su silla, si se podía llamar así cuando no le permitían sentarse en ella. Siempre estaba vacía, pues por consentimiento tácito ambos la evitábamos.

Nos sentábamos durante horas sin hablar, mientras él trabajaba y yo leía o cosía. Nunca me atreví a preguntarle si a veces, como yo, sentía la presencia de Cicely, allí, en esa habitación en la que ella tanto había ansiado entrar, y de la que había sido tan cruelmente excluida. No se podía saber lo que sentía o no sentía. El rostro de mi hermano era una máscara pesada y sombría; su espalda, inclinada sobre el escritorio, era una pared tras la cual se escondía.

Debes saber que dos veces en mi vida he sentido estas presencias. Puede deberse a que soy celta de las Tierras Altas por ambos lados, y mi madre tenía el mismo don. Nunca le había hablado de estas apariciones a Donald porque las habría atribuido a lo que él llama mi fantasía histérica. Y estoy segura de que si alguna vez sintió o vio algo, nunca lo reconocería.

Debo explicar que la visión era premonitoria de una muerte (en el caso de Cicely no tuve tal advertencia), y cada vez duraba sólo un segundo; también que, aunque estoy segura de que estaba completamente despierta, cualquiera puede decir que estaba dormida y lo soñé. Lo curioso es que no me asusté ni me sorprendí.

Así que tampoco me sorprendí ni me asusté la primera noche que la vi.

Era el crepúsculo de principios de otoño, alrededor de las seis. Yo estaba sentada en mi lugar frente a la chimenea; Donald estaba en su sillón a mi izquierda, fumando una pipa, como de costumbre, antes de que la luz de la lámpara lo empujara afuera, a la oscuridad.

Había tenido una sensación tan fuerte de que Cicely estaba en la habitación que no sentí nada más que una repentina punzada cuando miré hacia arriba y la vi sentada en su sillón a mi derecha.

El fantasma era perfecto y vívido, como si hubiera sido de carne y hueso. Habría pensado que era la propia Cicely si no hubiera sabido que estaba muerta. No me notó; tenía la cara vuelta hacia Donald con esa mirada anhelante y perpleja que solía tener, buscando en su rostro el secreto que le ocultaba.

Miré a Donald. Tenía la barbilla un poco hundida, la pipa colgando de la comisura de la boca. Estaba pesado, absorto en su hábito de fumar. Estaba claro que no veía lo que yo veía.

Y mientras que los otros fantasmas de los que hablé desaparecieron de inmediato, éste duró un poco más, y siempre con los ojos fijos en Donald. Duró incluso mientras Donald se movía, mientras se inclinaba hacia delante, golpeando las cenizas de su pipa contra el cenicero, mientras suspiraba, se desperezaba, se daba la vuelta y salía de la habitación. Luego, cuando la puerta se cerró detrás de él, toda la figura se atenuando, como una luz que se apaga.

La volví a ver la noche siguiente y la siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, y con la misma mirada vuelta hacia Donald. Y otra vez estuve segura de que él no la veía. Pero pensé, por su suspiro incómodo, que percibía algo allí.

No; no estaba asustada. Estaba contenta. Verás, amaba a Cicely. Recuerdo que pensé: «Por fin, por fin, pobrecita, has entrado. Y ahora puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Él no puede rechazarte».

Las primeras veces que la vi fue exactamente como dije. Levantaba la vista y encontraba al fantasma allí, sentado en su silla. Y desaparecía de repente cuando Donald salía de la habitación. Entonces me quedaba sola.

Pero a medida que me fui acostumbrando a su presencia, o tal vez cuando ella se fue acostumbrando a la mía y descubrió que no le tenía miedo, que de hecho me encantaba tenerla allí, creo que empezó a confiar, de modo que me di cuenta de todos sus movimientos. La veía cruzar la habitación desde la puerta, ir directo al lugar deseado y acomodarse en una postura un poco acurrucada, de satisfacción, apaciguada, como si hubiera esperado una oposición que ya no encontraba. Sin embargo, por su mirada podía ver que no estaba feliz. Eso nunca cambió. Estaba tan insegura de él como lo había estado durante su vida.

Hasta entonces, la sexta o séptima vez que la había visto, no tenía ni idea del secreto de su aparición; y sus movimientos me parecían misteriosos y sin propósito. Sólo dos cosas estaban claras: era Donald a quien buscaba; y en cuanto él se iba, desaparecía. Nunca la vi estando sola. Y siempre elegía esta habitación y esta hora antes de que se encendieran las luces, cuando él estaba sentado sin hacer nada. También estaba claro que él nunca la notaba.

Pero sabía que a veces estaba allí con él cuando yo no estaba; porque, más de una vez, las cosas que estaban en el escritorio de Donald, libros o papeles, se movían de su lugar, aunque nunca estaban fuera de su alcance; y él me preguntaba si las había tocado.

—O mientes —decía él—, o estoy loco. Podría haber jurado que puse esas notas en el lado izquierdo; y ahora no están allí.

Eso fue maravilloso, sí. La vi venir y empujar el objeto perdido bajo su mano. Y todo lo que dijo fue:

—Bueno, yo... podría haber jurado...

Pues, ya sea porque había adquirido una sensación de seguridad o porque su propósito ya estaba fijado, empezó a moverse regularmente por la habitación, y sus movimientos tenían una razón y un objetivo.

Buscaba algo.

Una tarde estábamos todos allí en nuestros lugares, Donald en silencio en su silla y yo en la mía, y ella sentada en su actitud de asombro y espera, cuando de repente vi a Donald mirándome.

—Helen —dijo—, ¿qué miras de esa manera?

Me sobresalté. Había olvidado que la dirección de mis ojos me traicionaría, tarde o temprano.

Me oí balbucear:

—¿Qué?

—Sí. Ojalá dejaras de hacerlo.

Sabía lo que quería decir. No quería que siguiera mirando esa silla; no quería saber que estaba pensando en ella. Incliné la cabeza sobre mi costura, de modo que ya no tenía al fantasma a la vista.

Entonces me di cuenta de que se había levantado y cruzaba la alfombra de la chimenea. Se detuvo a la altura de las rodillas de Donald y se quedó allí, mirándolo con una mirada tan intensa y fija que no pude dudar de que esto tenía algún significado. Vi que extendía la mano y lo tocaba; y, aunque Donald suspiró y cambió de posición, no había visto ni sentido nada.

Entonces se volvió hacia mí —y era la primera vez que daba señales de ser consciente de mi presencia— y me dirigió una mirada de súplica, una súplica como la que había visto en el rostro de mi cuñada en toda su vida, cuando no podía hacer nada con él y me imploraba que intercediera. Al mismo tiempo, una palabra se formó en mi cerebro con un impulso repentino y rápido, como si la hubiera oído gritar.

«¡Háblale!»

Ahora sabía lo que quería. Intentaba hacerse ver, hacerse sentir, y se angustiaba al descubrir que no podía.

Entonces supo que yo lo veía, y se le ocurrió la idea de que podía utilizarme para llegar a él.

Creo que ya entonces debí adivinar para qué había venido.

Dije:

—Me preguntaste qué estaba mirando, y mentí. Estaba mirando la silla de Cicely.

Vi que se estremecía al oír el nombre.

—Porque —continué—, no sé cómo te sientes, pero yo siempre siento como si ella estuviera allí.

No dijo nada, pero se levantó, como para sacudirse la opresión del recuerdo que yo había evocado, y se quedó apoyado en la repisa de la chimenea, dándome la espalda.

El fantasma se retiró a su lugar, donde mantuvo los ojos fijos en él.

Estaba decidida a derribar sus defensas, a hacerle decir algo que pudiera oír, a darle alguna señal de que lo entendería.

—Donald, ¿crees que es bueno, amable, no hablar nunca de ella?

—¿Amable? ¿Amable con quién?

—Contigo mismo, en primer lugar.

—Puedes dejarme al margen.

—Conmigo entonces.

—¿Qué tiene que ver contigo? —Su voz era tan dura y cortante como podía ser.

—Todo —dije—. Olvidas que yo la amaba.

Se quedó callado. Al menos respetaba mi amor por ella.

—Pero eso no era lo que ella quería.

Eso le dolió. Pude sentir que se ponía rígido.

—Verás, Donald —insistí—, me gusta pensar en ella.

Fue cruel de mi parte, pero tenía que quebrantarlo.

—Puedes pensar todo lo que quieras —dijo—, siempre que dejes de hablar.

—De todos modos, es tan malo para ti —dije—, como lo es para mí, no hablar.

—No me importa si es malo para mí. No puedo hablar de ella, Helen. No quiero hacerlo.

—¿Cómo sabes —dije—, que no es malo para ella?

—¿Para ella?

Pude ver que lo había despertado.

—Sí. Si ella realmente está aquí, todo el tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Aquí... en esta habitación. Te digo que no puedo superar esa sensación de que ella está aquí.

—Ya veo, una sensación —dijo —¡No seas ridícula!

Y salió de la habitación, furioso. Al instante su llama se apagó.

Pensé: «¡Cuánto daño le habrá hecho!».

Era lo mismo de siempre: yo tratando de derribarlo, de obligarlo a que se lo demostrara; él nos golpeaba a las dos, castigándonos a las dos. Verás, ahora sabía para qué había vuelto: había vuelto para averiguar si él la amaba. Con un anhelo que la muerte no había saciado, había vuelto para tener certezas. Y ahora, como siempre, mi torpe interferencia sólo lo había vuelto más duro, más obstinado. Pensé: «¡Si pudiera verla!».

Aun si no la veía… si pudiera hacerle creer que ella estaba allí...

Decidí que la próxima vez que viera el fantasma se lo diría.

Las dos noches siguientes su silla estuvo vacía, y supuse que se mantenía alejada, dolida por lo que había oído la última vez.

Pero la tercera noche apenas nos habíamos sentado cuando la vi.

Estaba sentada, alerta y observadora, no mirando a Donald como solía hacerlo, sino mirando alrededor de la habitación, como si buscara algo que se le escapaba.

—Donald —dije—, si te dijera que Cicely está en la habitación ahora, supongo que no me creerías.

—¿Es probable?

—La veo tan claramente como te veo a ti.

El fantasma se levantó y se movió a su lado.

—Está de pie junto a ti.

Y ahora se movió y fue hacia el escritorio. Me di vuelta y seguí sus movimientos. Deslizó sus manos abiertas sobre la mesa, tocándolo todo, sin lugar a dudas buscando algo que creía que estaba allí.

Continué:

—Está en el escritorio ahora. Está buscando algo.

Se quedó atrás, desconcertada y angustiada. De repente, empezó a abrir y cerrar los cajones, sin hacer ruido, buscando en cada uno de ellos.

Dije:

—¡Oh, ahora está probando los cajones!.

Donald se puso de pie. No miraba el lugar donde estaba. Me miraba fijamente, con ansiedad y una especie de miedo. Supuse que por eso no se dio cuenta de que se abrían y cerraban los cajones.

Continuó su búsqueda desesperada.

El cajón de abajo se quedó atascado. Vi que tiraba de él y lo sacudía, y que retrocedía de nuevo, desconcertada.

—Está cerrado —dije.

—¿Qué está cerrado?

—El cajón de abajo.

—¡Tonterías!

—Te digo que sí. Dame la llave. ¡Oh, Donald, dámela!

Se encogió de hombros, pero de todos modos buscó la llave en sus bolsillos y me la entregó con un pequeño gesto burlón, como si estuviera complaciendo a una niña.

Abrí el cajón, lo saqué hasta el final y allí, empujado hacia atrás, fuera de la vista, encontré el Símbolo.

No lo había visto desde el día de la muerte de Cicely.

—¿Quién lo puso ahí? —pregunté.

—Yo.

—Bueno, eso es lo que estaba buscando —dije.

Le tendí el Símbolo en la palma de mi mano, como si fuera la prueba de que la había visto.

—Helen —dijo con gravedad—, creo que debes estar enferma.

—¿Tú crees? No estoy tan enferma como para no saber para qué lo guardaste —dije—. Fue porque ella pensó que te importaba más que a ella.

—Debe haber algo muy malo en tu cabeza, Helen —dijo.

—Tal vez. Tal vez sólo quiero saber qué quería ella... ¿Te importaba, Donald?

Ahora no podía ver el fantasma, pero podía sentirlo, muy cerca, vibrando, palpitando.

—¿Importante? —gritó—. ¡Estaba loco por ella! Y ella lo sabía.

—No lo sabía. No estaría aquí ahora si lo supiera.

En ese momento se apartó de mí y se dirigió a su puesto junto a la repisa de la chimenea. Lo seguí hasta allí.

—¿Qué vas a hacer al respecto? —dije.

—¿Hacer?

Le acerqué el Símbolo. Se apartó y lo miró con una expresión de odio y aversión concentrados.

—¿Qué hacer con él? —dijo—. ¡Esa maldita cosa la mató! Esto es lo que voy a hacer con él.

Me lo arrebató de la mano y lo arrojó con todas sus fuerzas contra los barrotes de la reja. El Buda cayó, hecho pedazos, entre las cenizas.

Entonces lo oí dar un grito breve y quejumbroso. Dio un paso adelante, abrió los brazos y vi al fantasma deslizarse entre ellos. Por un segundo permaneció allí, doblado contra su pecho; luego, de repente, ante nuestros ojos, se desplomó en un montón brillante, un destello de luz en el suelo, a sus pies.

Luego eso también se apagó.


III

Nunca volví a verla.

Tampoco mi hermano. Pero no lo supe hasta algún tiempo después, porque, por alguna razón, no nos habíamos molestado en hablar de ello. Y al final fue él quien habló primero.

Estábamos sentados juntos en esa habitación, una noche de noviembre, cuando de repente y sin venir a cuento dijo:

—Helen, ¿no has vuelto a verla?

—No —dije—, nunca.

—¿Crees, entonces, que ya no vendrá?

—¿Por qué debería hacerlo? —dije—. Encontró lo que buscaba. Sabe lo que quería saber.

—¿Qué cosa?

—Que la amabas.

Sus ojos tenían una mirada extraña, sumisa y melancólica.

May Sinclair (1863-1946)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de May Sinclair.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de May Sinclair: El símbolo (The Token), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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