«El sobreviviente»: H.P. Lovecraft y August Derleth; relato y análisis


«El sobreviviente»: H.P. Lovecraft y August Derleth; relato y análisis.




El sobreviviente (The Survivor) —a veces publicado en español como El superviviente— es un relato de terror de los escritores norteamericanos H.P. Lovecraft (1890-1937) y August Derleth (1909-1971), publicado originalmente en la edición de julio de 1954 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1954: El sobreviviente y otros (The Survivor and Others).

El sobreviviente, uno de los mejores relatos de August Derleth, narra la historia de Alijah Atwood, un anticuario que viaja a Nueva Inglaterra y alquila la Casa Charriere, cuyo dueño ha muerto hace algunos años, a pesar de que la finca ha adquirido la reputación de estar embrujada.

Atwood descubre ciertos documentos que indican que el doctor Charriere, el antiguo dueño de la casa, nació en el siglo XVI. También que se trataba de un hombre extremadamente solitario, que rara vez era visto por alguien, quizás debido a su aspecto físico, digamos, inusual.

Todo parece indicar que Charriere era un científico loco obsesionado con la vida útil de los reptiles y anfibios, que se dedicaba a buscar personas con rasgos y características reptilianas; algunas, de hecho, nada menos que en Innsmouth. Lo cierto es que Charriere buscaba la inmortalidad, y que sus experimentos lo llevaron a extraer glándulas de reptiles y trasplantárselas sobre sí mismo, lo cual parece haber funcionado mucho mejor de lo esperado (ver: «In Articulo Mortis»: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte)

Hay que decir que El sobreviviente pertenece en gran medida a August Derleth. No es estrictamente un relato de H.P. Lovecraft, sino una colaboración póstuma, rótulo empleado por August Derleth para describir aquellos relatos basados en breves notas e ideas de Lovecraft que éste nunca ejecutó. También es importante mencionar que El sobreviviente pertenece a los Mitos de Cthulhu, y posee claras referencias a Cthulhu, Dagón, y los Profundos; así también como a los Antiguos, como Hastur, Yog-Sothoth y Nyarlathotep.




El sobreviviente.
The Survivor, H.P. Lovecraft (1890-1937), august Derleth (1909-1971)

Algunas casas, al igual que ciertas personas, delatan a primera vista su predilección por lo maligno. Quizá sea el efluvio de hechos perversos ocurridos bajo determinado techo, que permanece mucho tiempo después de que sus realizadores se hayan ido, lo que hace que se le pongan a uno la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión del ejecutor del acto, y del horror sentido por su víctima, entra en el corazón del inocente espectador, quien repentinamente se vuelve consciente de un hormigueo nervioso, de un escalofrío en la piel y en la sangre...




Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre la casa Charriere tras mi huida de Providence en la noche del horrible descubrimiento -hay recuerdos que todo el mundo desea suprimir, creer que no son ciertos, borrarlos de su existencia- pero me veo obligado a transcribir ahora mi breve estancia en la casa de la calle Benefit, y mi precipitada huida de ella. Lo hago por si algún inocente fuese sometido a presiones injustas por parte de la policía, deseosa de hallar alguna explicación a su horrible descubrimiento. Ese horror lo experimenté, antes que cualquier otro humano, ante la vista de algo ciertamente mucho más terrible que cuanto haya podido verse después, al cabo de tantos años, tras pasar la casa a ser propiedad municipal, como sabía que ocurriría algún día.

Ciertamente, no cabe esperar de un anticuario que esté tan instruido en lo que respecta a ciertas antiguas sendas del conocimiento humano como en lo que concierne a casas antiguas. Sin embargo, cabe pensar que, inmerso en la investigación del hábitat humano, tropiece en ocasiones con ciertos misterios considerablemente más complejos que la fecha de un pabellón o la procedencia de un techo estilo holandés, y logre sacar de ellos determinadas conclusiones, por increíbles, horribles, espantosas o aun condenables —¡sí, condenables!— que sean. En los lugares frecuentados por los anticuarios es bien conocido el nombre de Alijah Atwood; no digo más por modestia, pero cualquier persona que tenga interés en buscar referencias encontrará, en esos directorios dedicados a la información para anticuarios, más de un párrafo que trata de mí.

Vine a Providence, Rhode Island, en 1930, con la intención de visitarla brevemente y seguir luego hacia Nueva Orleans. Pero vi la casa Charriere en la calle Benefit, y me atrajo como sólo un anticuario puede ser atraído por una casa extraña y solitaria en una calle de Nueva Inglaterra, que no era de la misma época, una casa de cierta antigüedad, con un aura indescriptible que atraía y repelía al mismo tiempo. Se decía de la casa Charriere que estaba embrujada, pero eso suele decirse de cualquier casa vieja y abandonada del nuevo o del viejo mundo, e incluso —si he de fiarme de los solemnes artículos del Journal of American Folklore— de las viviendas de los indios americanos, australianos, polinesios y muchos otros.

No es mi intención escribir sobre fantasmas; me bastará decir que ha habido, en el ámbito de mi experiencia, ciertas revelaciones sin explicación científica alguna, aunque soy lo suficientemente racional como para pensar que dicha explicación puede llegar a encontrarse alguna vez, cuando el hombre utilice para su interpretación un procedimiento científico correcto. En este sentido, estoy seguro de que la casa Charriere no estaba embrujada. Ningún fantasma transitaba por sus habitaciones haciendo sonar sus cadenas, ninguna voz exhalaba lamentos a la medianoche, ninguna figura sepulcral aparecía a la hora de las brujas para anunciar una muerte próxima. Pero nadie podía negar que la casa estaba rodeada por un halo no sé si de terror, de perversión o de horribles misterios; si llego a ser un hombre menos insensible, esa casa, sin duda, me hubiese hecho perder la razón.

El halo resultaba menos corpóreo que en otras casas que he conocido, pero sugería la existencia de secretos inconfesables no percibidos en mucho tiempo por ningún ser humano. Sobre todo, transmitía una poderosa sensación del paso de los siglos, pero de siglos muy anteriores a la propia edad de la casa; sugería edades remotas, cuando el mundo era joven. Y era curioso, porque la casa, aunque vieja, tenía menos de tres siglos.

La observé primero como anticuario, encantado de descubrir una casa, entre otras características de Nueva Inglaterra, perteneciente al estilo de Quebec del siglo XVII. Era, por tanto, tan diferente de las vecinas que habría llamado la atención de cualquier viandante. Había visitado muchas veces Quebec, lo mismo que otras ciudades viejas del continente americano, pero en esta primera visita a Providence no venía particularmente en busca de antiguas viviendas, sino para ver a un colega anticuario de renombre. Fue camino de su casa, situada en la calle Barnes, cuando pasé por la casa Charriere. Al observar que no estaba habitada, decidí alquilarla para mí. De todos modos, puede que no lo hubiese hecho de no haberme incitado la peculiar aversión de mi amigo a hablar de la casa y el hecho de mostrarse reacio a que yo me acercase a aquel lugar.

Quizá sea injusto con él, ahora que miro hacia atrás y recuerdo que el pobre hombre, sin saberlo ninguno de los dos, estaba ya en su lecho de muerte. Sea como sea, hablé con él en su habitación, sentado al borde de la cama, en lugar de hacerlo en su despacho. Fue allí donde le pregunté acerca de la casa, describiéndosela para que no hubiese dudas respecto a cuál me refería, ya que por entonces yo no sabía el nombre ni nada acerca de ella.

Un hombre llamado Charriere, un cirujano francés venido de Quebec, había sido su dueño. Pero mi amigo Gamwell no sabía quién la había construido. A Charriere sí le había conocido.

—Un hombre alto, de piel áspera. Le vi poco, pero nadie lo vio mucho más. Se había retirado de la medicina —dijo Gamwell.

Cuando éste conoció la casa, el doctor Charriere ya vivía en ella, como debieron hacerlo sus antepasados, aunque esto Gamwell no podía asegurarlo. El doctor Charriere había llevado una vida recluida y había muerto hacía tres años, en 1927, según la noticia oficial aparecida en su día en el Journal de Providence. La fecha de la muerte del doctor Charriere fue la única que Gamwell pudo indicarme; todo lo demás se mantenía a oscuras. La casa sólo había sido alquilada una vez: la había ocupado durante un corto período de tiempo un profesional y su familia, pero la dejaron después de un mes, quejándose de la humedad y de los malos olores del vetusto edificio. Desde entonces se encontraba vacía, pero no podía ser destruida, ya que el doctor Charriere había dejado en su testamento una considerable suma de dinero para pagar los impuestos durante muchos años —algunos decían que veinte— y garantizar que la casa estaría allí en el caso de que los herederos del cirujano la reclamasen.

El doctor Charriere, en una carta, había hecho vagas referencias a un sobrino que hacía su servicio militar en Indochina. Todos los intentos para encontrar al sobrino habían sido inútiles, y ahora se dejaba que la casa siguiese en pie hasta que expirase el período de tiempo que el doctor Charriere había estipulado en su testamento.

—Voy a alquilarla —le dije a Gamwell.

Enfermo como estaba, mi colega anticuario se apoyó sobre un codo para incorporarse en el lecho y expresar su disconformidad.

—Un capricho pasajero, Atwood. Olvídelo. He oído cosas inquietantes acerca de esa casa.

—¿Qué cosas? —le pregunté llanamente.

Pero de esto no quiso hablar; movió la cabeza ligeramente y cerró los ojos.

—Pienso verla mañana —continué.

—No encontrará en ella nada que no pueda encontrar en Quebec, créame —recalcó Gamwell.

Pero, como dije antes, su extraña manera de oponerse a mi deseo de visitar la casa no contribuyó sino a aumentar tal deseo. No pensaba quedarme allí para siempre: solamente alquilarla por seis meses más o menos, como centro de operaciones mientras visitaba los alrededores de la ciudad y los caminos y paseos de Providence en busca de antigüedades de esa región. Finalmente Gamwell accedió a darme el nombre de la firma de abogados en cuyas manos Charriere había dejado su testamentaría. Después de haber solicitado una entrevista con ellos y vencido el escaso entusiasmo con que acogieron mi proposición, me convertí en el amo de la vieja casa Charriere por un período de no más de seis meses, que podían ser menos, si así lo decidía.

Tomé posesión de la casa en seguida, aunque me dejó algo perplejo comprobar que se había instalado agua corriente, pero en cambio carecía de corriente eléctrica. Entre el mobiliario de la casa, que permanecía tal como quedó a la muerte del doctor Charriere, encontré para alumbrado una docena de lámparas de varias formas y épocas, algunas aparentemente con más de un siglo de antigüedad. Esperaba hallar la casa llena de telarañas y de polvo, pero cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que no era así. Y eso que, según tenía entendido, los abogados —la firma Baker y Greenbaugh— no estaban encargados de la limpieza de la casa durante ese medio siglo que —según lo estipulado en el testamento del doctor Charriere— podía transcurrir hasta que se presentara a tomar posesión su único heredero.

La casa correspondía exactamente a la imagen que me había hecho de ella. Abundaba la madera. En algunas habitaciones cuyas paredes habían sido empapeladas el papel se había despegado, y en otras, el yeso había ido adquiriendo, con el paso de los años, un tono amarillento. Las habitaciones eran irregulares y daban la impresión de ser o muy grandes o demasiado pequeñas. Había dos plantas, pero se veía que el piso de arriba no había sido utilizado nunca. El de abajo, sin embargo, conservaba las huellas de su antiguo ocupante, el cirujano. Una de las habitaciones le había servido de laboratorio, y otra anexa, de despacho. Ambos cuartos parecían haber sido abandonados recientemente en el curso de alguna investigación, como si su último y efímero ocupante —post-mortem Charriere— no hubiese penetrado en ellos.

No me causó extrañeza, ya que la casa era suficientemente grande como para poder vivir en ella sin necesidad de utilizar aquellos dos cuartos. Tanto el despacho como el laboratorio se hallaban en la parte de atrás de la casa y daban sobre un jardín frondoso, lleno de arbustos y árboles. Extendido a lo largo de toda la parte posterior de la casa, este jardín era de un tamaño muy considerable, ya que ocupaba el ancho de tres solares y en profundidad equivalía a uno. Remataba en un muro de piedra muy alto que lindaba con la calle de atrás.

El estado en que se habían quedado el laboratorio y el estudio indicaban que, sin lugar a duda, el doctor Charriere se hallaba en plena investigación cuando le llegó su hora. Por mi parte, confieso que la naturaleza de su trabajo me intrigó desde el primer momento. Parecía evidente que no se trataba de algo ordinario. La vista de los extraños y casi cabalísticos dibujos, que parecían cuadros fisiológicos de diversas especies de saurios, me indujo a pensar que la labor de investigación emprendida por el doctor Charriere iba más allá del simple estudio del hombre. Entre aquellos saurios, los más destacados eran del orden Loricata y de los géneros Crocodylus y Osteolaemus, pero había también otros dibujos representando el Gavialis, el Tomistoma, el Gaiman y el Alligator, así como algunos otros reptiles de esta misma especie, aunque anteriores y que correspondían al período Jurásico.

De todas maneras, sé que no fue esa primera ojeada y la curiosidad que despertó en mí lo que me impulsó a profundizar mi estudio de la extraña investigación del doctor Charriere. Lo que me arrastró realmente fue ese halo de misterio —perceptible para un anticuario— que se desprendía de toda la casa.

La casa Charriere me impresionó desde el primer momento, pues era una casa totalmente de su época, salvo en el hecho de la posterior instalación de agua corriente. Tenía la impresión de que había sido el doctor Charriere quien la había construido. Gamwell, en el curso de la conversación curiosamente elíptica que habíamos mantenido, no me había dado a entender lo contrario. Pero tampoco había mencionado la edad que tenía el cirujano el día de su muerte. Suponiendo que hubiera muerto a los ochenta años, no podía haber sido él quien había edificado la casa, ya que ésta había sido construida alrededor de 1700, ¡dos siglos antes de la muerte del doctor Charriere! Pensé, por lo tanto, que el nombre que llevaba la casa era el del último propietario y no el del constructor. Buscando una explicación racional respecto a este punto, descubrí algunos hechos desagradablemente inverosímiles.

Por un lado, la fecha del nacimiento del doctor Charriere no aparecía en ningún sitio. Busqué su tumba: curiosamente, se hallaba en la propia finca. Había solicitado y obtenido permiso para ser enterrado en el jardín. La sepultura estaba junto a un viejo y gracioso pozo que parecía haber sido construido más o menos al mismo tiempo que la casa y permanecía intacto, con su techo, su cubo y otros accesorios, sin duda tal como habían estado desde que se construyó la casa. Eché una ojeada a la lápida en busca de la fecha de nacimiento, pero con desazón observé que en la piedra sólo aparecían su nombre: Jean-François Charriere; su profesión: cirujano; los lugares en los que había residido o trabajado: Bayona, París, Pondichérry, Quebec, Providence; y el año de su muerte: 1927. No había nada más, pero era suficiente para permitirme seguir investigando más a fondo. Escribí en el acto a amistades de varios lugares en donde podían investigarse los hechos.

Dos semanas después tenía ante mí los resultados de dichas investigaciones. Pero lejos de quedar satisfecho, me hallaba más perplejo que nunca. Había empezado por dirigirme a un corresponsal de Bayona, dando por supuesto que, ya que éste era el primer lugar mencionado en la lápida, Charriere había nacido allí. Luego pedí informes a París, después a un amigo de Londres que podía tener acceso a los archivos de los asuntos británicos en la India, y finalmente a Quebec. Salvo una relación de fechas, no obtuve ninguna información interesante. Un Jean-François Charriere había nacido, efectivamente, en Bayona ¡en el año 1636! El nombre no era desconocido en París, ya que un joven de diecisiete años, llamado Jean-François Charriere, había estudiado con el exiliado monárquico Richard Wiseman, en 1653, y durante los tres años siguientes. En Pondichérry, y luego en Caronmandall, en la costa india, un tal doctor Jean-François Charriere, cirujano del ejército francés, había prestado servicio desde 1674 en adelante. Y en Quebec, el dato más antiguo que aparecía del doctor Charriere se remontaba a 1691. Había practicado en esa ciudad durante seis años, y abandonó posteriormente la ciudad con destino desconocido.

Evidentemente, sólo podía llegarse a una conclusión: el doctor Jean-François Charriere, nacido en Bayona en 1636 y cuyo último paradero conocido había sido Quebec, precisamente el mismo año en que se construyó la casa Charriere de la calle Benefit, era un antepasado del cirujano que había vivido en la casa y llevaba el mismo nombre. Pero, y aunque así fuese, había una laguna absoluta entre el año 1697 y la vida del último habitante de la casa, pues en ningún sitio aparecían datos relativos a la familia de ese primer Jean-François Charriere. No había ningún dato respecto a la existencia de una señora Charriere o de hijos, que necesariamente debieron existir para que continuase su descendencia hasta el presente siglo.

Todavía cabía suponer que el viejo señor que había venido de Quebec era soltero y que, al llegar a Providence, había contraído matrimonio. Tendría entonces sesenta y un años, Pero la lectura del registro no revelaba que ese matrimonio se hubiese realizado. Aquello me desconcertó, aunque sabía, como anticuario, las dificultades que representaba la búsqueda de datos. La desilusión, pues, no fue tan grande como para hacerme abandonar mis investigaciones.

Opté por un nuevo procedimiento, y me dirigí a la firma Baker y Greenbaugh para solicitar información acerca del doctor Charriere. Allí tropecé con algo más extraño todavía, pues al preguntar acerca del aspecto físico del cirujano francés, ambos abogados se vieron obligados a admitir que nunca lo habían visto. Todas sus instrucciones habían llegado por carta, junto con unos cheques por un valor muy elevado. Habían trabajado para el doctor Charriere durante los seis años que precedieron a su muerte, y desde entonces hasta la fecha. No habían sido empleados por él anteriormente. Les pregunté acerca de ese «sobrino», puesto que la existencia de un sobrino implicaba la existencia, por lo menos en alguna época, de un hermano o una hermana de Charriere. Pero por ese camino tampoco conseguí la menor información. Gamwell me había informado mal: Charriere no había especificado que se refería a un sobrino, sino que había dicho: «el único varón sobreviviente de mi familia».

Se había pensado que este superviviente podía ser un sobrino, pero toda pesquisa había sido inútil. De todas maneras, el testamento del doctor Charriere decía que no era preciso buscar a su heredero porque él mismo se dirigiría a la firma Baker y Greenbaugh, bien por carta o personándose en unos términos inconfundibles que no darían lugar a dudas. Ciertamente había algo misterioso. Los abogados no lo negaban. Pero también resultaba evidente que habían sido muy bien recompensados por la confianza que había sido depositada en ellos y que no iban a traicionarla contándome más de lo que me habían contado. Después de todo, según dijo razonablemente uno de los abogados, sólo habían transcurrido tres años desde la muerte del doctor Charriere, y quedaba aún tiempo suficiente para que el heredero sobreviviente se presentase.

Después de aquel fracaso, recurrí de nuevo a mi viejo amigo Gamwell, que seguía en cama y se encontraba aún más débil. Su médico de cabecera, con quien me crucé cuando salía de la casa, me dio a entender por primera vez que Gamwell quizá no volvería a levantarse, y me pidió que procurara no excitarle, ni cansarle con muchas preguntas. Sin embargo, estaba decidido a averiguar todo lo que pudiese acerca de Charriere, pese a que la primera sorpresa me la llevé yo ante el escrutinio al que me sometió Gamwell. Parecía como si mi amigo esperara que una estancia de menos de tres semanas en la casa Charriere me hubieran alterado incluso mi aspecto físico. Charlamos un rato, y le expuse el motivo de mi visita; expliqué que había encontrado la casa muy interesante y que, por lo tanto, deseaba conocer algo más de su último ocupante. Gamwell había mencionado que le vio alguna vez.

—Fue hace muchos años —dijo Gamwell—. Si han pasado tres años después de su muerte, déjame pensar... debió de ser en 1907.

—¡Pero eso fue veinte años antes de que muriese! —exclamé asombrado.

De todas formas, Gamwell insistió en que ésa era la fecha.

—¿Y qué aspecto tenía? —Insistí con la pregunta.

Desgraciadamente, la senilidad y la enfermedad habían invadido el vivo intelecto del viejo.

—Tomas un tritón, lo haces crecer un poco, le enseñas a andar sobre sus patas traseras, lo vistes con ropas elegantes —dijo Gamwell— y ya tienes al doctor Jean-François Charriere. Sólo que su piel era áspera, casi callosa. Un hombre frío. Vivía en otro mundo.

—¿Cuántos años tenía? —le pregunté—. ¿Ochenta?

—¿Ochenta? —se quedó pensativo—. La primera vez que le vi, yo no tenía más de veinte años y él no aparentaba más de ochenta. Y hace veinte años, mi querido Atwood, no había cambiado. Parecía tener ochenta años aquella primera vez. ¿O sería la perspectiva de mi juventud? Quizá. Parecía tener ochenta años en 1907. Y murió veinte años después.

—Es decir, a los cien.

—Tal vez.

En fin, tampoco Gamwell pudo proporcionarme gran ayuda. De nuevo, nada específico, nada concreto, no se perfilaba ningún hecho. Sólo una impresión, un recuerdo de alguien, pensaba yo, hacia el cual Gamwell sentía antipatía, aunque él mismo no hubiese sabido decir por qué. Tal vez celos de tipo profesional, que Gamwell no quería reconocer, falseaban sus propios elementos de juicio. A continuación me dirigí a los vecinos. Casi todos eran jóvenes y sus recuerdos del doctor Charriere eran escasos. Sólo le recordaban como un tipo indeseable porque coleccionaba lagartos, así como otros bichos de esa clase, y se rumoreó que realizaba diabólicos experimentos en su laboratorio.

La única anciana era una tal señora Hepzibah Cobbett. Vivía en una casita de dos plantas justo detrás de la valla que limitaba el jardín de la casa Charriere. La encontré muy apagada. Estaba en una silla de ruedas que empujaba su hija, una mujer de nariz aguileña y fríos ojos azules, inquisidores detrás de sus quevedos. Pero la anciana se animó cuando mencioné el nombre del doctor Charriere, y cuando supo que yo vivía en la casa, empezó a hablar.

—No vivirá ahí mucho tiempo, acuérdese de mis palabras. Es una casa endemoniada —dijo con una fuerza que, de pronto, degeneró para convertirse en un parloteo senil—. Más de una vez le he observado. Un hombre alto, jorobado como una hoz, con una perilla pequeña, igual que la de una cabra. ¿Y qué era aquello que reptaba entre sus pies? Una cosa negra y larga, demasiado grande para ser una serpiente; pero yo pensaba en serpientes cada vez que miraba al doctor Charriere. ¿Y qué eran esos gritos durante la noche? ¿Y qué era lo que ladraba ante el pozo? ¿Un zorro? Ya. Yo sé lo que es un perro y lo que es un zorro. Era como un alarido de una foca. He visto cosas, eso sí, pero nadie cree a una anciana con un pie en la tumba. Y usted, usted tampoco me hará caso, porque nadie lo hace.

¿Qué podía deducir de todo esto? Quizá la hija tenía razón cuando dijo, al despedirme:

—No haga caso de las divagaciones de mi madre. Padece arteriosclerosis, lo que, en ciertas ocasiones, le debilita la mente.

Pero yo no pensaba que la señora Cobbett fuera una débil mental. Recordaba el brillo tan vivo de sus ojos mientras estaba hablando. Parecía estar en posesión de un secreto tan prodigioso que ni su guardián, la severa e inflexible hija que permanecía inmóvil junto a ella, hubiera podido percibir o imaginar siquiera sus contornos. Los desengaños me esperaban a la vuelta de cada esquina. La suma de los datos que había conseguido reunir basta entonces no me proporcionaba mayor información que cada dato aislado. Archivos de periódicos, bibliotecas, registros, lo intenté todo. Pero lo único que podía encontrarse era la fecha en que se había construido la casa: 1697, y la de la muerte del doctor Jean-François Charriere.

Si algún otro Charriere había muerto en esta ciudad, no había señal de ello en ningún sitio. Me parecía inconcebible que todos los miembros de la familia Charriere, anteriores al antiguo inquilino de la casa de la calle Benefit, hubiesen muerto fuera de Providence, y sin embargo debía de haber sucedido así, ya que no encontraba otra explicación posible. En la casa descubrí un retrato. Pese a que no llevaba ningún nombre inscrito, por las iniciales J. F. C. supuse que se trataba del doctor Charriere. El cuadro, que estaba colgado en un rincón apartado y casi inaccesible del piso superior, representaba una cara delgada y ascética, con una barba desordenada; lo que más resaltaba en ese rostro eran los pómulos salientes que acentuaban el hundimiento de las mejillas y el brillo de los ojos negros. En general, su aspecto era desvaído y siniestro.

En vista de la imposibilidad de obtener más información por otros medios, decidí dedicarme de nuevo al examen de los papeles y libros dejados en el despacho y el laboratorio del doctor Charriere. Hasta entonces me había ausentado mucho de la casa en busca de información acerca del pasado del doctor Charriere, y ahora me había recluido en ella casi con la misma obstinación. Quizá debido a esta reclusión percibí con mayor fuerza el halo misterioso de la casa —a nivel psíquico tanto como físico—. Ahora, por vez primera, llegaba a notar la extraña mezcla de olores que habían decidido al efímero inquilino y a su familia a abandonar la casa apenas alquilada.

Algunos de ellos eran los aromas típicos y comunes de todas las casas viejas, pero otros me eran totalmente desconocidos. Sin embargo, logré identificar fácilmente el olor predominante: lo había percibido ya en otras ocasiones, en jardines zoológicos y en las proximidades de ciertos pantanos de aguas estancadas. Se trataba de un miasma que, con una fuerza increíble, sugería la presencia cercana de reptiles. Cabía admitir la posibilidad de que ciertos reptiles hubiesen llegado, a través de la ciudad, hasta el refugio que les podía proporcionar el jardín de la casa Charriere. En cambio, lo que sí parecía inconcebible era que hubiese llegado hasta allí una cantidad tan grande de ellos como para llenar la casa entera de su hedor. Pero por mucho que busqué no logré encontrar el lugar de donde emanaba ese olor a reptil, ni dentro ni fuera de la casa. Cuando se me ocurrió que podía provenir del pozo, pensé que sin duda se trataba de una ilusión mía, provocada por mi deseo de encontrar alguna explicación racional.

El olor persistía.

Noté también que aumentaba con la lluvia, pues es bien sabido que con la humedad se acentúan los olores. Como la casa también estaba húmeda, la brevedad de la estancia del último inquilino era comprensible. Lo cierto era que éste no se había equivocado. A mí, personalmente, si bien aquel hedor llegó a desagradarme en ocasiones, no me inquietaba -al menos no tanto como me inquietaban otros aspectos de la casa. Parecía que la vieja casa había empezado a protestar contra mi intromisión en el despacho y en el laboratorio. En efecto, empecé a tener ciertas alucinaciones que se hicieron cada vez más frecuentes. Por una parte, durante la noche oía un extraño ladrido que parecía provenir del jardín. Por otra parte, y también durante la noche, veía algo como una extraña y encorvada figura de reptil rondando por el jardín, cerca de las ventanas del despacho.

Pese a que esta y otras visiones se repetían, me empeñé en considerarlas como meras alucinaciones personales. Lo conseguí hasta aquella fatídica noche en que oí un ruido esta vez inconfundible: era como si alguien se estuviera bañando en el jardín. Me desperté de mi sueño convencido de que ya no estaba solo en la casa. Me levanté, me puse la bata y las zapatillas, encendí una lámpara y corrí hacia el despacho. Lo que mis ojos presenciaron allí me indujo a creer que estaba soñando aún. Mi pesadilla parecía generada directamente por la naturaleza de ciertas lecturas que acababa de hacer indagando entre los papeles del doctor Charriere. Porque se trataba de una pesadilla, en ese momento no me cabía la menor duda, aunque apenas pude divisar al intruso, el intruso que había penetrado en el despacho, llevándose unos papeles del doctor Charriere.

La luz amarillenta y tenue de la lámpara que mantenía en alto me cegaba parcialmente. Tan sólo veía brillar algo negro y como viscoso. Luego, en el momento en que saltaba por la ventana abierta hacia la oscuridad del jardín, pude verlo entero. Aquello no duró más que un instante, pero me pareció que llevaba un traje muy ajustado al cuerpo y hecho de un extraño material áspero y oscuro. No habría dudado en perseguirlo si no hubiera visto, a la luz de la lámpara, una serie de cosas inquietantes.

El intruso había dejado sus huellas en el suelo. Eran pisadas irregulares y mojadas. Pero lo más extraño era la forma misma de los pies que dibujaban: unos pies anormalmente anchos, con uñas tan largas que habían dejado su marca delante de cada dedo. En el lugar en que el intruso había permanecido inclinado sobre los papeles había charcos de agua. El ambiente estaba saturado de ese fuerte olor a reptil, el mismo que yo había comenzado a aceptar como parte integrante de la casa, pero tan fuerte ahora que me sentí tambalear y estuve a punto de desmayarme. Sin embargo, mi interés por los documentos era más fuerte que el miedo o la curiosidad. En ese momento la única explicación racional que se me ocurrió fue que uno de los vecinos que atribuían ciertos poderes maléficos a la casa Charriere —y habían decidido no abandonar sus gestiones hasta conseguir que fuese destruida—, había estado nadando antes de venir a invadir el estudio.

Aquella circunstancia me parecía poco convincente pero si la rechazaba ¿cómo explicar entonces lo que yo mismo acababa de presenciar? Fijándome en los documentos, noté inmediatamente la desaparición de varios de ellos. Afortunadamente, los que faltaban eran los que había leído ya y que había dejado amontonados en una pila, sin ordenarlos siquiera. No lograba entender el valor que aquellos papeles podían tener para nadie, a no ser que alguna otra persona estuviera tan interesada como yo, quizá con el fin de reclamar para sí la propiedad de la casa y los terrenos. Todos ellos eran apuntes relativos a la longevidad de los cocodrilos, los caimanes y otros reptiles.

Para mí, era ya evidente desde hacía algún tiempo que el doctor Charriere se había volcado de forma obsesiva en el estudio de la longevidad de los reptiles y de sus causas con el fin de aprender cómo el hombre podría llegar a alargar su propia vida. Hasta entonces nada en esos apuntes me había inducido a pensar que el doctor Charriere hubiera descubierto los secretos de esa longevidad. Tan sólo algunos párrafos alarmantes sugerían la posibilidad de que hubiera sometido a «operaciones» a alguien —no especificaba quién— con el fin de alargarle la vida.

En realidad, existía también otra clase de notas escritas, según me pareció a mí, por el doctor Charriere. Sin embargo, en su contenido se apartaban de la investigación más o menos científica seguida por éste en torno a la longevidad de los reptiles. Se trataba de una serie de enigmáticas referencias a ciertas criaturas mitológicas, entre las cuales dos eran frecuentemente citadas: Cthulhu y Dagón. Eran, por lo visto, deidades del mar en alguna mitología muy antigua y de la que nunca había oído hablar hasta entonces. Los misteriosos apuntes se referían también a otros seres (¿hombres?), llamados Los Profundos, que gozaban de una longevidad muy larga y estaban al servicio de esos dioses antiguos.

Eran evidentemente unos seres anfibios que vivían e las profundidades de los océanos. Entre aquellos apuntes se encontraban las fotografías de una estatua monolítica particularmente horrenda y con marcados rasgos saurios. Estaban acompañadas del texto siguiente: Costa Este de la Isla de Hivaoa, Marquesas. ¿Idolo? En otras fotografías aparecía un tótem de los indios de la costa noroeste. Su parecido con la primera estatua era inquietante: la misma anchura, los mismos rasgos acusados de reptil. Sobre una de esas fotos, el doctor Charriere había anotado: Tótem de los indios Kwakiutl. Estrecho de Quatsino. Parecido a los construidos por ind. Tlingit. Estas extrañas anotaciones demostraban claramente que su autor estaba dispuesto a estudiar cualquier antiguo rito de brujería, cualquier superstición religiosa primitiva, con tal de que aquello le sirviera para alcanzar su objetivo.

No tardé mucho en darme cuenta de cuál era la naturaleza de ese objetivo. El doctor Charriere, evidentemente, no se había volcado en el estudio de la longevidad por puro amor al estudio. No, lo que él pretendía con ello era conseguir alargar su propia vida. Y en sus apuntes ciertos indicios espeluznantes daban a entender que, al menos parcialmente, había tenido éxito. Este era un descubrimiento desagradable, que me impedía apartar de mi mente el recuerdo del extraño misterio que envolvía los últimos años y la muerte del primer Jean-François Charriere, cirujano también, así como el nacimiento del último doctor Jean-François Charriere, muerto en Providence en el año 1927.

Aunque los acontecimientos de aquella noche no me habían asustado excesivamente, opté por comprar una pistola Luger de segunda mano y una linterna. La lámpara me había impedido ver durante la noche, cosa que, en idénticas circunstancias, no me ocurriría con una linterna. Si el visitante nocturno había sido uno de los vecinos, estaba seguro de que esos papeles no harían otra cosa que llamar su atención y, tarde o temprano, volvería. Ante esa posibilidad deseaba estar preparado. En caso de que sorprendiera nuevamente al merodeador en la casa que yo había alquilado, estaba decidido a disparar si no obedecía a mi orden de alto. Por supuesto, era un caso extremo al que no deseaba llegar.

La noche siguiente reanudé mi lectura de los libros y papeles del doctor Charriere. Era indudable que muchos de los libros habían pertenecido a antepasados suyos, pues databan de siglos atrás. Una de las obras, escrita por R. Wiseman y traducida del inglés al francés, apoyaba la tesis de una relación existente entre el doctor Jean-François Charriere, alumno de Wiseman en París, y ese otro cirujano del mismo nombre que había vivido hasta hacía poco en Providence, Rhode Island. En conjunto, era un curioso batiburrillo de libros. Los había en casi todos los idiomas conocidos, desde el francés hasta el árabe. Me era imposible traducir la mayor parte de los títulos, aunque leía francés y tenía ciertas nociones de otras lenguas románicas.

Me era totalmente incomprensible el significado de un título como Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, y si sospechaba que se trataba de un libro del mismo estilo que el Cultes des Goules, del conde d'Erlette, era porque se hallaba colocado junto a él. Libros de zoología estaban mezclados con gruesos tomos que trataban de antiguas culturas. Y en esa mezcolanza se encontraban publicaciones como Un Estudio sobre la Relación Existente entre los Habitantes de Polinesia y las Culturas del Continente Suramericano con Especial Referencia a Perú; Los Manuscritos Pnakóticos; De Furtivis Literarum Notis, de Giambattista Porta; la Criptografía, de Thicknesse; el Daemonolatreia, de Remigius; La Era de los Saurios, de Banfort; una colección del Transcript, de Aylesbury, Massachusetts, etcétera.

Era indudable que, por su antigüedad, muchos de estos libros eran valiosísimos. Gran cantidad de ellos habían sido editados entre 1670 y 1820 y se encontraban en perfecto estado de conservación, pese a haber sido constantemente manipulados.

Sin embargo, aquellas obras tenían poco interés para mí. A veces pienso que por no haber dedicado un poco más de tiempo a su examen perdí en esa ocasión la oportunidad de aprender aún más de lo que aprendería luego; pero el dicho afirma que tener demasiados conocimientos acerca de temas que el hombre haría mejor en ignorar es más pernicioso que tener pocos. Otro de los motivos que me impulsaron a abandonar tan pronto el examen de todos aquellos libros fue un descubrimiento que hice. Oculto entre ellos encontré algo que, a primera vista, me pareció un diario. Un examen más minucioso me convenció de que aquello no era tal cosa, sino una simple libreta, porque las primeras fechas apuntadas en ella eran tan remotas que no podían corresponder a ningún momento de la vida del doctor Charriere, por muchos años que hubiese logrado vivir. Y sin embargo, era evidente que, desde las primeras y más antiguas hojas hasta las últimas y más recientes, todas las anotaciones habían sido escritas por la misma mano.

En todas ellas se reconocía la pequeña y angulosa letra del difunto cirujano. Supuse entonces que, recopilando viejos papeles, el doctor Charriere había encontrado ciertas notas de su interés y decidido copiarlas en su libreta para poder tenerlas reunidas y ordenadas por orden cronológico. Además de las anotaciones, en aquellas páginas figuraban también unos dibujos que producían indudablemente una gran impresión, pese a la poca maestría con que habían sido realizados. En cierto sentido, recordaban a las primeras obras de ciertos artistas autodidactas.

La primera página del manuscrito empezaba con la nota siguiente: «1851. Arkham. Aseph Goade, P.» A continuación venía lo que me pareció ser el retrato de Aseph Goade. Era un dibujo en el que determinados rasgos de su fisonomía —más propios de un batracio que de un hombre— habían sido intencionadamente realzados. Tenía la boca anormalmente ancha, los labios como de cuero cuarteado, la frente muy baja y ojos que parecían recubiertos por una membrana; era una fisonomía chata, claramente similar a la de una rana. El dibujo ocupaba casi la totalidad de la página. Del texto que le acompañaba deduje que se trataba del relato del descubrimiento —en el campo de la pura investigación intelectual, pues era imposible de toda evidencia que existiera semejante criatura— de una especie subhumana (¿podía la inicial «P» referirse a «Los Profundos», cuyo nombre había leído en notas anteriores?).

Para el doctor Charriere, en cambio, aquel ejemplar de esa especie subhumana era una realidad, una verificación en el curso de su investigación, que le permitiría demostrar la existencia de un parentesco entre el batracio y el hombre y, por lo tanto, entre éste y el saurio.

A continuación venían otros apuntes de la misma naturaleza. La mayoría de ellos eran un tanto ambiguos -quizá a propósito- y, a primera vista, parecían no tener ningún sentido. ¿Qué podía yo sacar de una página como ésta?:


1857 San Agustín. Henry Bishop. Piel cubierta de escamas aunque no ictiológicas. Debe tener 107 años. Ningún proceso de degeneración. Todos los sentidos muy agudos. Origen incierto, algunos antepasados dedicados al comercio en Polinesia.

1861. Charleston. Familia Balzac. Piel de las manos cubierta de costras. Mandíbula doble. Toda la familia presenta las mismas características. Anton 117 años. Anna 109 años. Infelices lejos del agua.

1863. Innsmouth. Familias Marsh, Waite, Eliot y Gilman. El Capitán Obed Marsh, comerciante en Polinesia, contrajo matrimonio con una nativa. Todos con características faciales similares a las de Aseph Goade. Vida apartada. Las mujeres raras veces vistas por las calles, pero mucha natación durante la noche -familias enteras nadando en dirección al Arrecife del Diablo, mientras el resto de la ciudad permanecía en sus casas-. Notable relación con P. Tráfico considerable entre Innsmouth y Ponapé. Algunas ceremonias religiosas secretas.

1871. Jed Price, atracción de ferias. Conocido como el «Hombre Caimán». Aparece en estanques llenos de caimanes. Aspecto saurio. Mandíbula hundida. Reputado por sus dientes puntiagudos, pero imposible determinar si eran naturalmente así o si habían sido afilados.


Esta era en general la sustancia de las anotaciones reunidas en la libreta. Aquellas notas hacían referencia a diversos puntos del continente, desde el Canadá hasta México, pasando por la Costa Este de Norteamérica. Desde aquel momento se hizo patente la extraña obsesión del doctor Jean-François Charriere, que le empujaba a comprobar la longevidad de ciertos seres humanos que, en sus mismos rasgos, parecían mostrar algún parentesco con antepasados saurios o batracios.

Indudablemente, si se conseguía admitir la realidad de aquellos hechos —sin interpretarlos como una pintoresca y colorida descripción de personas marcadas por ciertos acusados defectos físicos— cabía reconocer el peso de la evidencia buscada por el doctor Charriere para corroborar extraña y provocativamente su propia creencia. Sin embargo, y en muchos aspectos, el cirujano no había pasado de hacer puras conjeturas. Parecía que lo único que pretendía era establecer una relación entre los datos recopilados. Esa relación la había buscado en las doctrinas de tres civilizaciones distintas. La más conocida estaba contenida en las leyendas vudús de la cultura negra. Inmediatamente después, la doctrina que había generado los cultos a los animales en el antiguo Egipto. Finalmente, la tercera y la más importante de todas, según las anotaciones del cirujano, era una cultura completamente extraña y tan vieja como la tierra misma, o más aún.

Era la civilización de unos Dioses Arquetípicos, de su terrible e incesante conflicto con los Primigenios, tan primitivos como ellos mismos y que se llamaban Cthulhu, Hastur, Yog-Sothoth, Shub-Niggurath, Nyarlathotep y nombres similares. Esos tenían a su servicio unos seres tan extraños como podían serlo el Pueblo Tcho-Tcho, los Profundos, los Shantaks, los Abominables Hombres de las Nieves, y otros más. Al parecer, algunos de ellos eran seres subhumanos; en cuanto a los demás, o eran criaturas en vía de transformación, o no eran humanos en absoluto. El resultado de la investigación del doctor Charriere era fascinante, pero en ningún momento había establecido y menos aún comprobado una relación definitiva. Se encontraban ciertas referencias a los saurios en el culto vudú; existían relaciones similares con la cultura religiosa del antiguo Egipto; y aparecían oscuras y sugerentes referencias a una relación con los saurios representados por el mítico Cthulhu, en una época anterior al Crocodilus y al Gavialis; y aún antes del Tyrannosaurus y del Brontosaurus, del Megalosaurus y otros reptiles de la era mesozoica.

Además de estas interesantes notas, había diagramas de lo que parecían ser extrañísimas operaciones y cuya naturaleza no comprendía en ese momento. Aparentemente habían sido copiados de antiguos textos, entre ellos una obra de Ludvig Prinn, titulada De Vermis Mysteriis, frecuentemente citada como fuente de referencias y que me era también totalmente desconocida. Las operaciones en sí mismas sugerían una raison d’être demasiado aterradora para poder aceptarla; una de ellas, por ejemplo, cuyo propósito era estirar la piel, consistía en realizar muchas incisiones para «permitir el crecimiento». Otra explicaba cómo un sencillo corte en cruz en la base de la columna vertebral era suficiente para lograr «una extensión del hueso de la cola». Lo que estos fantásticos diagramas sugerían era demasiado horrible para ser contemplado, pero sin duda formaba parte de la extraña investigación realizada por el doctor Charriere. A partir de ese momento, su reclusión me pareció sobradamente justificada: un estudio como éste no podía llevarse a cabo más que en secreto si se quería evitar la burla de todos los científicos.

En estos papeles pude leer también la descripción de esas experiencias. Estaban relatadas de tal modo que no podía tratarse más que de experiencias vividas por el propio narrador. Sin embargo, eran anteriores a 1850 —en algunos casos en varias décadas— aunque, como todas las demás notas, estaban escritas de puño y letra del doctor Charriere. En este caso preciso, era indudable que no se trataba del relato de experiencias ajenas. No me quedaba ya otra opción que la de admitir que era más que octogenario en el momento de su muerte, y muchísimo más, tanto que empecé a sentirme molesto y a no poder apartar de mi mente a ese otro doctor Charriere que había existido antes que él.

La suma total del credo del doctor Charriere tenía como resultado la poderosa e hipotética convicción de que el ser humano podía, por medio de operaciones y otras prácticas tan extrañas como macabras, obtener algo de la longevidad característica de los saurios; que a la vida de un hombre se le podía añadir tanto como siglo y medio, o quizá dos siglos. Al finalizar ese período, el individuo se retiraba a algún lugar húmedo para dejarse caer en un estado de semiinconsciencia, que venía a ser una especie de gestación, hasta el momento en que se despertaba, con ciertas alteraciones en su aspecto y comenzaba otra larga vida. Dados los cambios fisiológicos que sufría durante aquellos períodos de gestación, el individuo se adaptaba a un modelo de existencia distinto en cada una de sus vidas. Para justificar esta teoría, el doctor Charriere se había apoyado únicamente en un gran número de leyendas, algunos datos de naturaleza similar, y relatos especulativos de curiosas mutaciones humanas que se habían dado en los últimos doscientos noventa y un años.

Esa cifra cobró un significado mayor para mí cuando caí en la cuenta de que ese era justo el tiempo que había transcurrido desde la fecha de nacimiento del primer doctor Charriere hasta el día de la muerte del otro cirujano. No obstante, en todo ese material no había nada que sugiriera un procedimiento concreto de tipo científico, con pruebas aducibles. Sólo se daban indicios y vagas sugerencias, quizá suficientes para llenar de horribles dudas y de un convencimiento espantoso y a medio cuajar a un lector fortuito, pero que no podían llegar a satisfacer el rigor de cualquier hombre de ciencia.

¿Hasta qué punto habría seguido profundizando en la investigación del doctor Charriere? Lo ignoro. Quizá habría ido mucho más lejos si no hubiera ocurrido aquello que me hizo gritar de horror y huir de la casa de Benefit Street, dejando que ella y su contenido siguiesen esperando al superviviente que, ahora sí lo sé, no se presentará nunca. Ahora ya no tiene remedio; la casa es propiedad municipal y será destruida.

Estaba examinando estos «hallazgos» del doctor Charriere, cuando me di menta, con eso que la gente llama el «sexto sentido», de que estaba siendo observado detenidamente. No queriendo volverme, hice lo siguiente: abrí mi reloj de bolsillo y colocándolo delante de mí utilicé el pulido y brillante interior del estuche a modo de espejo, para que en él se reflejaran las ventanas que estaban a mis espaldas. Y vi ahí, reflejada difusamente, la más horrible caricatura que pueda imaginarse de un rostro humano. Me dejó tan estupefacto que, sin pensarlo, volví la cabeza para observarlo directamente. Pero no había nada en la ventana, excepto la sombra de un movimiento. Me levanté, apagué la luz, y me acerqué a la ventana. Una silueta alta, curiosamente encorvada que, medio agachada y arrastrando los pies, se dirigía hacia la oscuridad del jardín: ¿fue realmente eso lo que vi? Creo que sí. Pero no estaba tan loco como para perseguirle. Quienquiera que fuese, vendría otra vez, como había venido la noche anterior.

De modo que, mientras esperaba, me puse a sopesar las distintas explicaciones que me venían a la mente. Impresionado aún por mi visitante nocturno, confieso que coloqué, encabezando la lista de sospechosos, a los vecinos que se oponían a que la casa Charriere siguiese en pie. Posiblemente pretendían asustarme para que me marchara, pues ignoraban que mi estancia en la casa iba a ser tan breve. Cabía pensar también en la posibilidad de que hubiese algo en el estudio que deseaban obtener. Pero esa eventualidad no me pareció muy convincente, porque si tal era su intención, habían tenido tiempo de sobra para conseguirlo durante el largo período en que la casa estuvo deshabitada.

Lo cierto es que en ningún momento se me ocurrió pensar en la verdadera explicación de los hechos. No soy más escéptico que cualquier otro anticuario; pero la aparición de mi visitante, lo confieso, no me sugirió nada que hubiera podido relacionar con su verdadera identidad, a pesar de todas las circunstancias coincidentes que podían tener cierto significado para mentes menos científicas que la mía. Sentado allí en la oscuridad, me sentía más impresionado que nunca por la atmósfera de la vieja casa. La misma oscuridad parecía tener vida propia; no le influía la vida de Providence que la rodeaba y que, sin embargo, se hallaba tan lejos. Estaba poblada de residuos psíquicos dejados por el paso de los años: el olor persistente de la humedad, sumado a ese otro tan peculiar y característico de ciertas zonas en los parques zoológicos donde viven los reptiles; el olor a madera vieja mezclado con ese otro que desprendía la piedra de las paredes en el sótano, aroma de material descompuesto porque, con el tiempo, la madera tanto como la piedra habían ido deteriorándose.

Pero había algo más: el vaporoso indicio de una presencia animal, que parecía incrementarse de minuto en minuto.

Estuve esperando así cerca de una hora, antes de percibir algún ruido. Cuando lo oí, fue irreconocible. Al principio me pareció que era un ladrido, algo muy similar al sonido emitido por los caimanes; pero pensé que sería mi imaginación febril, y que no había sido más que el ruido de una puerta al cerrarse. Pasó algún tiempo antes de que volviese a oír algún otro sonido: el crujido de unos papeles. ¡El intruso había logrado entrar en el estudio delante de mis propias narices sin que lo advirtiera! Estaba estupefacto y encendí la linterna que tenía enfocada hacia la mesa.

Lo que vi fue algo increíble, espantoso. Lo que allí había no era un hombre, sino la absoluta desfiguración de un hombre. Sé que en ese mismo instante pensé que perdería el conocimiento. Pero el sentido de la necesidad ante el eminente peligro me invadió y, sin pensarlo, disparé cuatro veces. Por la poca distancia que nos separaba, sabía positivamente que cada disparo había dado en el cuerpo bestial que se inclinaba sobre la mesa del doctor Charriere en el oscuro estudio.

De lo que sucedió inmediatamente después, afortunadamente recuerdo muy poco: un cuerpo revolcándose, la huida del intruso, y mi confusa carrera en persecución. Era evidente que le había herido, porque había manchado el suelo de sangre, desde la mesa del estudio hasta la ventana por la que había saltado, atravesando y rompiendo el cristal. Salí afuera y, a la luz de mi linterna, seguí las huellas sangrientas. Aunque no hubiera estado desangrándose, el fuerte olor que despedía y que se percibía en el aire de la noche me habría permitido seguirle.

Me llevó por el jardín, no muy lejos de la casa, directamente al borde del pozo que estaba detrás de ella. Desde allí, las huellas seguían hacia el interior del pozo. A la luz de la linterna, vi entonces, y por primera vez, los escalones, hábilmente construidos, que bajaban al oscuro interior. Era tan grande la pérdida de sangre que encharcaba el borde del pozo, que estaba seguro de haber herido mortalmente al intruso. La confianza de que así había sido me impulsó a seguirle más adentro, a pesar del eminente peligro. ¡Ojalá hubiese dado media vuelta y me hubiese alejado de aquel maldito lugar! Pero seguí adelante y bajé por las escaleras situadas contra la pared del pozo, que no conducían a la superficie del agua, sino a un agujero, el cual comunicaba con un túnel que atravesaba el muro del pozo y se adentraba profundamente en el jardín.

Movido ahora por un ardiente deseo de conocer la identidad de mi víctima, me introduje en el túnel, sin apenas darme cuenta de la húmeda tierra que manchaba mi ropa. Con la linterna alumbraba hacia delante, y tenía mi arma preparada. Más allá había una especie de caverna —lo suficientemente grande como para que cupiera un hombre arrodillado— y, en medio de la luz emitida por mi linterna, apareció un ataúd. Al verlo dudé un instante, pues me di cuenta que la desviación del túnel conducía a la tumba del doctor Charriere.

Pero había llegado demasiado lejos para poder retroceder. El hedor en este espacio era indescriptible. La atmósfera del túnel entero estaba impregnada de ese nauseabundo olor a reptil, pero ahora se había vuelto tan denso que tuve que hacer un gran esfuerzo para acercarme al ataúd. Llegué a él y vi que estaba destapado. Los charcos de sangre llegaban hasta el mismo féretro que habían manchado. Con una mezcla de curiosidad y de temor ante lo que iba a ver, me incorporé cuanto pude. Temblando, alumbré con la linterna el interior del ataúd...

Habrá quien diga que mi memoria no es muy de fiar, dada la cantidad de años que han transcurrido, pero lo que vi allí ha quedado grabado para siempre en mi memoria. Bajo la luz de mi linterna yacía un ser que acababa de morir, y cuya existencia implicaba una serie de cosas espeluznantes. Esta era la criatura que yo había matado. Mitad hombre, mitad saurio, era el macabro recuerdo de lo que una vez había sido un ser humano. Sus ropas estaban rotas, desgarradas por las horribles mutaciones de su cuerpo; la piel, cubierta de costras; sus manos y sus pies descalzos eran planos, de aspecto fuertes, parecidos a unas garras. Aterrado, noté también el apéndice en forma de cola que había crecido en la base de la columna vertebral, y su mandíbula horriblemente alargada, una mandíbula de cocodrilo en la que aún crecía una mota de pelo, como la barba de una cabra...

Todo esto fue lo que vi antes de poder abandonarme a un desmayo bienhechor, pues ya había reconocido lo que yacía en el ataúd. Había permanecido allí desde 1927 en una semiinconsciencia cataléptica, esperando el momento de volver a la vida, con un aspecto horrorosamente alterado. Era el doctor Jean-François Charriere, cirujano, nacido en Bayona en el año 1636 y «muerto» en Providence en 1927. ¡Ahora ya sabía que el superviviente de quien hablaba en su testamento no era otro que él mismo, nacido otra vez, devuelto a la vida por el conocimiento endemoniado de ritos más antiguos que la propia humanidad, y ya olvidados, tan antiguos como los primeros días de la tierra, cuando las grandes bestias luchaban y se destruían entre sí!

H.P. Lovecraft (1890-1937)
August Derleth (1909-1971)




Relatos góticos.I Relatos de H.P. Lovecraft. I Relatos de August Derleth.


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El análisis y resumen del cuento de H.P. Lovecraft y August Derleth: El sobreviviente (The Survivor), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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