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«La sábana larga»: William Sansom; relato y análisis


«La sábana larga»: William Sansom; relato y análisis.




La sábana larga (The Long Sheet) es un relato de terror del escritor inglés William Sansom (1912-1976), publicado en la antología de 1944: Flor de bombero y otras historias (Fireman Flower and Other Stories).

La sábana larga, sin dudas uno de los mejores cuentos de William Sansom, nos sitúa en una prisión distópica, donde los prisioneros solo deben escurrir con sus manos una larga sábana blanca, hasta dejarla completamente seca, para obtener su libertad.

SPOILER.

La sábana larga de William Sansom es un relato que impacta de manera personal. Es un viaje kafkiano, dantesco, a través de una prisión distópica donde un singular método de tortura sirve como reflejo de las diferentes actitudes individuales y sociales hacia el trabajo. Este método de tortura, en apariencia, es muy simple: si los prisioneros logran escurrir una sábana larga con sus propias manos serán liberados.

Los prisioneros han sido colocados en cubículos separados dentro de una estructura de acero en forma de túnel, a través de la cual se extiende una sábana larga y blanca empapada de agua. Se les encomienda la tarea de escurrirla completamente de humedad. Pronto los prisioneros descrubren que no será una tarea sencilla, sino una que tomará meses, quizás años. Los guardias, naturalmente, emplean trucos crueles para complicar el trabajo, como liberar vapor para asegurarse de que los prisioneros no progresen a menos que trabajen constantemente. Ante esta tarea digna del mito griego de Sísifo, los presos de cada cubículo desarrollan sus propias estrategias, y lo que es aún más importante, su propia cultura de trabajo (ver: ¿De qué trabajan?: personajes desempleados en el Horror)

Los cubículos pronto se transforman en una versión del infierno donde el castigo administrado es el mismo para todos, pero el sufrimiento de los prisioneros varía según su actitud hacia el trabajo. Por ejemplo, en la Sala Tres hay dos parejas y un tendero serbio que desarrollan una rutina para cumplir con su tarea. Sin embargo, la atención del grupo se centra tanto en la rutina que pierden de vista la tarea en sí. En cierto modo, cumplen con su obligación y luego «regresan a casa» para darse un merecido descanso, con el resultado de que la sábana permanece mojada y ellos presos. Las Salas Dos y Cuatro contienen personas igualmente desesperadas. En la Sala Dos, hay un hombre que intenta tomar tantos atajos como sea posible, cada uno de los cuales es frustrado por los guardias, perjudicándose él mismo pero también a sus compañeros. También hay un sujeto con temores infantiles a las sábanas, que nunca será libre porque su miedo lo obstaculiza; otro que se distrae fácilmente, y hasta un tipo que le gusta escurrir la sábana para ver cómo el vapor la humedece nuevamente. Cada una de estas personas continúa encerrada tanto por su propia actitud como por las paredes de acero.

En la Sala Cuatro, hay un grupo de personas [incluida una niña de doce años] que ya han renunciado a la libertad. Están resignados a su destino y no se esfuerzan en escurrir la sábana. Finalmente, en la Sala Uno, William Sansom introduce un rayo de esperanza. Hay un grupo de hombres y mujeres que se resisten a realizar trabajos improductivos, pero eligen hacerlo de todos modos. Escurrir la sábana es una tarea esencialmente inútil, pero a estas personas no les importa la productividad sino el trabajo en sí mismo; es decir, pueden sentir una cierta libertad si se aplican a su trabajo con una actitud emprendedora. Bajo esta energía, perfeccionan las técnicas de escurrido, evaluando constantemente la mejor manera de trabajar. Y trabajan duro, por turnos, incansablemente.

Poniendo toda su energía y creatividad al problema en cuestión, después de siete años logran secar la sábana y ganarse su libertad... solo para que los guardianes empapen la sábana nuevamente. Los guardias hacen esto porque los prisioneros, en cierto modo, ya tienen su libertad, la cual radica en una actitud. «No hay otra libertad», sostienen, y esa última línea es aplastante. William Sansom parece sugerir que realmente no hay libertad en absoluto, aparte de la actitud personal de cada uno. Las acciones de los guardianes representan esta realidad: trabajamos toda la vida y soñamos con la libertad, pero esta nunca se alcanza salvo que la busquemos en nuestro interior, independientemente de lo que sucede alrededor.

La sábana larga de William Sansom parece particularmente adecuado para una interpretación marxista (ver: El Marxismo en el Horror: los pobres siempre mueren primero), debido a esta especie de exposición simbólica de la falacia capitalista de que una actitud emprendedora y un pensamiento positivo realmente te hacen libre. ¿Quién sabe? Tal vez este idealismo solo haga una fuerza de trabajo más dócil y productiva. Creer que la libertad está en la actitud de espíritu puede consolar al trabajador [sobre todo en un trabajo de mierda], pero en realidad lo distrae de su verdadera condición de alienación.

La verdadera libertad solo puede ocurrir cuando los trabajadores controlan el trabajo por sí mismos y se apoderan de los medios de producción. El hecho de que los guardianes puedan mojar tu sábana en cualquier momento, arbitrariamente, muestra la relación real entre trabajador y empleador, y que lo que realmente se necesita es una revuelta contra los guardianes, en lugar de jugar con sus reglas.

Pero una interpreación marxista de La sábana larga de William Sansom, por seductora que sea, parece inadecuada, porque incluso después de una revolución comunista, todavía tendríamos que trabajar en profesiones ingratas. La actitud bien puede ser toda la libertad que podamos ejercer. Si uno se dedica a la tarea de escurrir la sábana larga con fe, tenacidad e ingenio, no se convertirá en un prisionero de sí mismo, como los internos de las Salas Dos, Tres y Cuatro. Camus probablemente diría que es la actitud interior ante el desafío lo que le da a Sísifo su sentido de dignidad. En La sábana larga de William Sansom hay una observación existencialista similar sobre la condición humana.

William Sansom es uno de esos autores que premian la relectura de sus historias, y La sábana larga es un ejemplo notable de esto. Si bien el relato posee una atmósfera y una estructura kafkiana, se publicó antes de la traducción al inglés de En la Colonia Penitenciaria (In der Strafkolonie). Sin embargo, el uso de rituales extraños para iluminar aspectos oscuros de la sociedad está presente en ambas historias. De este modo, lo que comienza como un simple ejercicio se convierte en una pesadilla de desmoralización humana (ver: Kafka y lo kafkiano)

La filosofía de Albert Camus parece ser más adecuada para interpretar La sábana larga, sobre todo su ensayo de 1942: El mito de Sísifo (Le Mythe de Sisyphe). Si bien no se publicó en inglés hasta 1955, no es improbable que William Sansom haya leído a Camus en la edición francesa de 1942, ya que trabajó en Alemania y además escribió una biografía de Proust. En todo caso, William Sansom aborda en La sábana larga la misma pregunta que Albert Camus en El mito de Sísifo: el suicidio. Camus planteó que juzgar si la vida vale o no ser vivida equivale a responder a la pregunta fundamental de la filosofía; y esta es la pregunta central de La sábana larga. ¿Qué define una buena vida? ¿Qué define su calidad? ¿Es la acción o la actitud? ¿Y por qué estos cautivos no cortan la sábana en tiras y se cuelgan?

La libertad radica en una actitud del espíritu. No hay otra libertad, dicen los guardias antes de mojar de nuevo la sábana, luego de que los prisioneros trabajaron siete años para secarla. Esta línea es emblemática del absurdo, donde reberlarse contra la futilidad crea significado. Tal vez los prisioneros no se suicidan porque han llegado a la misma conclusión que Camus: Con la mera actividad de la conciencia transformo en regla de vida lo que era una invitación a la muerte, y me niego al suicidio.

Los prisioneros de La sábana larga no se rebelan. Algunos hacen trampa, otros se entregan a su destino, y finalmente están los que abordan el trabajo con esfuerzo y responsabilidad, acaso esperando obtener algo de conciencia mediante un trabajo inútil. Al hablar de Sísifo, Camus hace un punto igualmente aplicable a La sábana larga. Los dioses [o los guardianes en este caso] creen que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil. Entonces, la verdadera tragedia proviene de la conciencia del héroe. El mito de Sísifo [condenado a empujar una piedra por la ladera de una montaña, hasta la cima, solo para que esta caiga rodando y así empezar todo de nuevo] solo es trágico porque el héroe está consciente. ¿Dónde estaría su tortura [se pregunta Camus] si a cada paso lo mantuviera la esperanza de triunfar?.

La sábana larga nos presenta otra tentación, mencionada al pasar: compararla con En la Colonia Penitenciaria. Si bien ambas tratan temas similares, como la deshumanización y la tortura, la historia de Franz Kafka tiene un enfoque muy diferente, adopta una perspectiva al ras del suelo, se embarra, en cierto modo; mientras que el relato de William Sansom es más bien documental. Se aleja de los sujetos observados, a tal punto que ni siquiera tienen nombres. Y aunque el lector rápidamente empatiza con dolor de los cautivos, la voz fría del narrador nunca flaquea.

En cierto modo, escribir en El Espejo Gótico se siente un poco como escurrir una sábana mojada día tras día. ¿Acaso sirve de algo? No estoy seguro. Probablemente no, pero lo hago de todos modos porque quizás esta sea la única libertad que conozco.




La sábana larga.
The Long Sheet, William Sansom (1912-1976)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


¿Alguna vez has escurrido ropa mojada? ¿La exprimiste hasta dejarla completamente seca, con solo el agarre de tus dedos y los músculos de tus brazos? Si lo has hecho comprenderás mejor la situación de los cautivos en el Dispositivo Z cuando los guardianes les asignan la tarea de la sábana larga.

Recordarás cómo, después de estirar el paño entre las manos, comienzas girando un extremo, sosteniendo el otro firmemente para que el agua salga de la tela. Al principio, el agua sale a borbotones, pero luego debes girar ambas manos en diferentes direcciones, blanqueando tus nudillos, estirando cada fibra de tu diafragma, ¡y todo para extraer la más pequeña gota de humedad! El músculo de tu brazo se hincha como un huevo, pero la gota húmeda sigue siendo la cabeza de un alfiler. A medida que trabajas, la tela cambiará gradualmente de un color gris a la blancura de un hueso seco. ¡Sin embargo, incluso entonces la tela estará mojada! Aun así, sigues tensando tus músculos; entonces, ¡por fin!, crees que el paño ya está seco… pero en el segundo siguiente la punta de un dedo tiembla trágicamente al tocar un velo frío y oculto de humedad que se adhiere profundamente a los hilos entrelazados.

Así, pues, era la tarea de los cautivos.

Fueron colocados en una habitación de acero, sin ventanas ni puertas. Tenía unos dos metros de ancho y dos de alto; y treinta metros de largo. Parecía un túnel rectangular sin entrada ni salida. Sin embargo, la sensación en el interior no era realmente la de un túnel. Por ejemplo, una cantidad de luz fluía a través de gruesos paneles de vidrio colocados a intervalos a lo largo del techo. Estos eran los tragaluces, y a través de ellos los cautivos habían caído en la caja. La impresión de vivir en un túnel era compensada por un sistema de paredes de cubículos que separaban a los cautivos en grupos. Estas paredes estaban hechas del mismo acero remachado que las paredes principales: no había comunicación de cubículo a cubículo excepto a través de medio pie de espacio dejado entre la parte superior de la pared y el techo. Así, cada grupo de cautivos ocupaba, por así decirlo, una pequeña habitación. Había veintidós cautivos. Se agruparon en número desigual en cuatro cubículos.

A lo largo de todo este sistema, elevado a un metro del suelo, pasando por el centro mismo de cada habitación, corría una sábana larga y enrollada. Estaba hecha de lino blanco, tosco, enrollado en un cilindro suelto de tela de unos quince centímetros de diámetro.

Cuando los cautivos fueron arrojados por primera vez a sus cubículos, la sábana larga estaba cargada de agua. Los guardianes habían empapado el material tan a fondo que hasta en los pliegues el agua se había acumulado. Los guardianes luego dieron sus instrucciones. Los cautivos debían escurrir la sábana para secarla. No se podía retorcerla hasta lo que normalmente llamaríamos un estado seco, como el de la ropa recién lavada y lista para ventilar. Por el contrario, esta sábana debía purgarse de toda humedad. Debía exprimirse hasta dejarla tan seca como un hueso.

Esto, concluyeron los guardianes, podría llevar mucho tiempo. Incluso podría llevar meses de arduo trabajo. De hecho, habían tenido especial cuidado en tratar el lino para que fuera duradero durante un período prolongado. Pero cuando finalmente se completara la tarea, los hombres y mujeres tendrían su recompensa. Serían liberados.

Cuando los rostros graves de los guardianes desaparecieron y el tragaluz de cristal se cerró, los cautivos sonrieron por primera vez. Durante meses habían vivido con el miedo a la muerte, se habían encogido en la incesante aprensión de los terribles artilugios que les aguardaban. ¡Y ahora ese futuro se había convertido en el retorcimiento de una simple sábana! Una sábana larga, era cierto. Pero era un juego de niños en comparación con lo que esperaban. Así muchos se tiraron sobre el suelo de acero. Pocos pusieron una mano sobre la sábana ese día.

Pero después de tres meses, los cautivos comenzaron a darse cuenta del verdadero alcance de su tarea. Para entonces, cada grupo de cada cubículo había exprimido la peor cantidad de agua de su sección de la sábana. Sin embargo, con todo su sudor y esfuerzo, no pudieron librar la tela de su última humedad.

Era evidente que los guardianes no tenían intención de presentarles una tarea sencilla. Porque, a través de las rejillas de ventilación cercanas al techo, se inyectaba vapor caliente mecánicamente en los cubículos mientras duraba la luz del día. Este vapor, naturalmente, humedecía la sábana de nuevo. El vapor estaba tan regulado que obstaculizaba, más que impedía, el cumplimiento del escurrido. Por lo tanto, siempre entraba menos vapor que la humedad exprimida de la sábana a una velocidad normal de trabajo.

La inyección de vapor simplemente significaba que, por cada diez gotas de agua escurrida, siete gotas nuevas se depositarían sobre la sábana. De modo que, eventualmente, los cautivos todavía podrían escurrir la sábana hasta secarla. Este dispositivo de los guardianes se introdujo únicamente para complicar la tarea. Parecía que estos actuaban de dos formas. Diariamente animaban los esfuerzos de los cautivos con promesas de liberación; pero todos los días encendían los grifos del vapor.

En los cubículos, el aire estaba cargado de vapor. Era el aire de una lavandería, donde el vapor se adhiere a la garganta, donde a veces es difícil respirar, donde el olor a tela húmeda y caliente enferma el corazón. Las paredes de acero sudaban. El agua condensada goteaba en serpenteantes senderos por la placa gris. Gotas de humedad se agrupaban en las cabezas de los remaches. La sábana larga salpicaba unas gotas en la canaleta central del suelo mientras los cautivos se retorcían contra el tiempo. Tanto hombres como mujeres trabajaban medio desnudos. Como la sábana estaba colocada a tres pies del suelo, se veían obligados a agacharse. Si se sentaban, entonces sus brazos se entumecían.

No les quedaba más remedio que agacharse. En el aire caliente, sudaban. Sin embargo, no se atrevían a inclinarse sobre la sábana por temor a que su sudor cayera sobre la tela hambrienta. Sus músculos se acalambraban, sus espaldas gritaban mientras se retorcían. El final estaba lejos. Pero había un final. Eso significaba que había esperanza. Este conocimiento prestó fuego a la ambición luchadora que vivía en sus corazones humanos. Ellos trabajaron.

Sin embargo, algunos no siempre estuvieron a la altura de la tarea.


SALA TRES: AQUELLOS QUE BUSCABAN SALIR.

Había cuatro habitaciones. Tomemos la habitación tres. Esta albergaba a cinco personas: dos parejas casadas y un joven tendero serbio. Los cinco querían ser libres, de modo que trabajaron con seriedad. No les preocupaba que la tarea fuera improductiva. Al menos, produciría su libertad, por lo tanto, era artificialmente productiva. Estas cinco personas abordaron el problema de una manera normal y profesional.

Anteriormente, estaban acostumbrados a los horarios habituales, una vida de fórmulas estables. Esto lo aplicaron al nuevo trabajo de retorcer. Se asignaron horas fijas a cada persona. Era como si viajaran regularmente desde sus suburbios (el rincón de acero para dormir) a la oficina (la sábana larga). Trabajaron en relevos, en tramos de cuatro horas durante el día y la noche.

Sin embargo, como he dicho, no estuvieron a la altura de la tarea. El marco de la costumbre los superó. Como tantos que viven dentro de una rutina estable y cómoda, permitieron que esta predominara sobre el trabajo en sí. Llegaban puntualmente a la sábana larga y, con la conciencia así satisfecha, no ponían el esfuerzo suficiente en el trabajo real. Además, cuando habían cumplido asiduamente la rutina durante un tiempo, uno u otro felicitaban su conciencia y creían de verdad que se merecían un «pequeño descanso», y se tomaban la tarde libre. Naturalmente, asumían que estas pequeñas licencias eran necesarias para aliviar el sufrimiento y renovar fuerzas, pero el único que sufrió fue el trabajo de retorcer. Nueva humedad se deslizó por donde sus manos estaban débiles. Estas personas habían emprendido la búsqueda de la libertad de la manera correcta, pero estaban desgraciadamente convencidas de su rectitud.

A veces, una u otra de las parejas se acostaba sobre las sudorosas placas de acero. Hacían el amor mientras el vapor empañaba sus cuerpos. Una de las mujeres quedó embarazada. Su hijo nació en la caja de vapor. Pero, bajo la influencia de la rutina de la Habitación Tres, ese niño nunca podría ser libre. La influencia, la constricción y la tarea desesperada de los padres mantendrían al niño en la caja de vapor de por vida. El niño nunca tendría la oportunidad de aprender a retorcer.


SALA DOS: AQUELLOS QUE BUSCABAN ENTRAR Y SALIR Y ALREDEDOR.

En otra de las habitaciones, la habitación dos, había cinco hombres. Sus nombres y sus profesiones no importan. Lo que importa es cómo atacaron la sábana larga. Lo hicieron de cinco formas diferentes.

Aquí había cinco individualistas, cinco que se vieron obligados por la determinación de sus mentes a abordar el problema de diversas maneras. Día tras día trabajaban en el cálido y húmedo cubículo de acero, cada uno retorciendo el largo cilindro de tela con diferentes razonamientos.

Un hombre se había asustado con una sábana cuando era joven. En algún día indefinido de su infancia, había aparecido una nueva enfermera. Sus ojos negros habían ardido con un poderoso desprecio; sus pequeños dientes lascivos y sus enormes mejillas caídas lo habían amenazado a la luz de las velas. El primer día, la nueva enfermera había hecho un pequeño monstruo blanco con una sábana blanca. Tenía dos cabezas y un cuerpo informe y fluido. Las cabecitas eran afiladas y siempre se balanceaban. La enfermera había entrado silenciosamente en la habitación de los niños cuando estaba oscuro. Encendiendo una vela en el suelo detrás de los extremos de la cama, había levantado silenciosamente a su pequeño monstruo blanco para que el niño pudiera verlo por encima de los dedos de los pies. Entonces ella había comenzado un canto estridente, como el áspero canto de Punch. El niño se había despertado con este sonido y había visto las afiladas cabezas moviéndose.

Ahora, unos treinta años después, el hombre ha olvidado la escena. Pero de alguna manera sus manos no pueden tocar la larga hoja sin una gran sensación de inquietud. En consecuencia, siempre está poniendo excusas para evitar trabajar. Finge estar enfermo. Se ofrece a limpiar los excrementos de todos los demás. Se ha mutilado las manos. Ha intentado hacer el amor con los otros cuatro hombres para evitar la sábana. ¡Oh, no hay fin a los dispositivos que el tipo ha inventado a partir de su tristeza! Pero cualquier cosa que haga no puede erradicar la terrible inquietud que nubla los confines de su mente. En el momento de escribir este artículo, este hombre todavía se encuentra en el cubículo de acero. Nunca será libre.

Otro de los hombres de la habitación dos era un tipo sencillo y tranquilo. Los demás no se interesaron por él. Era un tipo demasiado simple. Sin embargo, ¡su sección de la sábana estaba bastante seca! Había una buena razón para ello. Sin ningún conocimiento consciente, sin planificación ni intrigas, naturalmente había ido por el buen camino. Estaba acostumbrado a retorcer sentado a horcajadas, apretando la tela con las piernas. Así, sin cuestionar, entregó todo su cuerpo a la tarea. Su corazón también; porque era un tipo tan sencillo. La parte de la sábana de este hombre estaba seca. Pero los demás ni siquiera se dieron cuenta. Era un tipo tan sencillo.

Había un hombre en la habitación dos cuyo metier en la vida siempre había sido el atajo. Como antes en los negocios, en el amor, en todas las relaciones, intentó aplicar el sistema de atajos a la tarea más importante de todas: escurrir la sábana larga. Probó una gran cantidad de trucos y pequeños engaños. Bloqueó la tubería a través de la cual los guardias bombeaban el vapor. A la mañana siguiente, como un hongo, había crecido otra pipa al lado de la primera. Intentó fingir locura. Los guardianes arrojaron cubos de agua fría a través de la luz del cielo. Parte de esta agua se pegó a la sábana, destruyendo el trabajo de todo un mes. Los otros hombres casi lo matan por esto. Una vez sobornó a uno de los guardianes para que le enviara un bote de esmalte blanco. Con esto pintó la sábana de blanco.

El esmalte se secó. ¡La sábana parecía seca! Pero, al día siguiente, los guardianes lo castigaron con un chorro de agua helada. Para evitar que el agua golpeara la sábana, el hombre tuvo que interceptar el chorro con su cuerpo. Lo hizo durante todo un día, hasta que al anochecer cayó exhausto y rodó por la cuneta central. Los guardianes, por supuesto, nunca pueden ser sobornados.

Luego hubo otro hombre que puede describirse mejor como un torpe. Trabajó duro y con seriedad. Estaba en el escurrimiento mucho antes que los demás, rara vez se acostaba hasta mucho después de que las claraboyas estaban oscuras y el aire se despejaba. Pero falló. Su mente se coordinó imperfectamente con su cuerpo. Aunque sentía que concentraba todo su esfuerzo, psíquico y físico en la tarea de retorcer, su mente divagaba hacia otras cosas. Nunca supo que esto sucedió. Pero sus manos lo hicieron. Dejaron de retorcer, o retorcieron de manera incorrecta, y las fatales gotas de humedad se acumularon. Nunca pudo entender esto. Pensó que su mente siempre estaba en el trabajo. Pero, en cambio, su mente se concentraba con demasiada frecuencia en asuntos que solo estaban cerca del trabajo, no en el trabajo en esencia.

Un pequeño ejemplo: su mente podía vagar por el músculo de su antebrazo izquierdo. Podía ver que sobresale en un tornillo hacia abajo de la ropa húmeda. Observa este bulto mientras trabaja. Entonces, el bulto absorbe su interés hasta tal punto que juega más con este brazo izquierdo para estimular aún más el bulto del músculo. En compensación, el brazo derecho afloja su esfuerzo. El retorcimiento se vuelve desigual e ineficaz. Sin embargo, durante todo este tiempo, él mismo cree honestamente que se está concentrando en su trabajo. El músculo es, de hecho, parte del trabajo. Sin embargo, es solo una faceta, no la perspectiva completa. Busca a tientas porque no ve con claridad: y para escurrir la sábana larga un hombre debe dedicar todo su pensamiento con calma y total claridad.

El quinto hombre de la habitación dos era un buen trabajador. Es decir, había encontrado la manera de retorcer eficazmente; y a veces su parte de la sábana estaba casi seca. Pero estaba pervertido. A este hombre le gustaba escurrir la sábana al máximo, ¡y luego quedarse quieto y ver cómo el vapor se depositaba en los pliegues una vez más! Le gustaba ver pudrirse los frutos de su trabajo. De esta forma se liberó de la tarea. Se liberó logrando su objetivo y luego tratándolo con el desprecio que imaginaba que merecía. Se sentía dueño del trabajo, pero en realidad nunca llegó a ser dueño de su verdadera libertad. No había pureza en este hombre. Su libertad era falsa.


SALA CUARTO: AQUELLOS QUE NUNCA BUSCARON.

La habitación número cuatro albergaba a más cautivos que las demás. Siete personas estaban apiñadas en esta única celda de vapor y acero. Había tres mujeres, una niña de doce años y tres hombres. Estas personas rara vez hacían mucho trabajo. Fueron una fuente de gran decepción para los guardianes. Para estas personas, el esfuerzo no valía la pena. La inmensidad de la tarea los había desanimado hacía mucho tiempo. Sus mentes no eran lo suficientemente grandes como para imaginar un futuro mejor.

Estaban satisfechos. Tenían su cría y su comida. El estado de vida no les interesaba. Vagamente, hubieran preferido mejores condiciones. Pero a costa del trabajo y el pensamiento, no. Esta gente era miserable y pequeña. Su deseo de libertad había sido asesinado por una torpe aceptación de su impotencia. Esto también sucedió con la niña de doce años. No tuvo más alternativa que seguir a los demás. Los guardianes nunca jugaron su truco favorito en la habitación cuatro. Por la sencilla razón de que el truco no habría tenido ningún efecto. El truco consistía en liberar pequeñas bandadas de pájaros que volaban hacia las celdas y con sus alas esparcían agua por todas partes.

Los pájaros volaban en todas direcciones y los cautivos corrían salvajemente aquí y allá en histéricos esfuerzos por atraparlos antes de que salpicaran agua sobre la sábana sagrada. Los guardianes consideraron que el elemento de azar implícito en estas aves era una sana innovación. De lo contrario, la vida de los cautivos habría estado demasiado ordenada. Debe haber riesgo, dijeron los guardianes. Y así, de vez en cuando, sin previo aviso, inyectaban a estos pajaritos mojados y los cautivos se apresuraban a proteger la pureza de su trabajo contra la interferencia del destino. Si no lograron atrapar a los pájaros a tiempo, aprendieron de esta manera cómo aceptar la desgracia: y con paciencia redoblaron sus esfuerzos para recuperar el nivel anterior de su trabajo.

Pero en la habitación cuatro los pájaros nunca volaron. El truco nunca habría afectado a sus habitantes, que ya vivían en el punto más bajo de la desgracia. Quizás la verdadera tragedia de estas personas desanimadas no fue su propia desgracia, a la que se habían acostumbrado, pero su desidia tenía su efecto en aquellos cuyas ambiciones eran puras y fuertes. La holgura fue contagiosa. De este modo. La sábana estaba tan mojada en la habitación cuatro que el agua se filtró a través de la Habitación Uno. Y en la Habitación Uno vivía el más exitoso de todos los cautivos.


SALA UNO: AQUELLOS QUE BUSCABAN DENTRO.

Había cinco de ellos en el Cubículo Uno. Cuatro hombres y una mujer. No tuvieron más éxito por su método de retorcer que por su actitud hacia el retorcido. Al principio, cuando los dejaron caer por el tragaluz, cuando vieron la sábana larga, cuando poco a poco se fueron acostumbrando a la idea de lo que les esperaba, quedaron profundamente consternados. A diferencia de los demás, pensaban que la muerte era preferible a un trabajo tan insensato e improductivo. Pero eran buenas personas. Pronto vieron más allá de la aparente monotonía. Pronto pasaron y rechazaron las diversas fases experimentadas por las otras salas. Habían conocido la derrota de la Habitación Cuatro, los terrores individuales y las fugas de la Habitación Dos, el barniz de virtud bajo el cual los habitantes de la Habitación Tres ronroneaban con tan alarmante satisfacción.

No, no pasó mucho tiempo antes de que estas buenas personas vieran más allá de lo aparente y de allí se pusieran a trabajar en cuerpo y alma, con suavidad pero con fuerza, con humildad pero sin miedo, hacia el único fin del valor: la libertad.

Primero, estas personas dijeron: «¿Improductivo? ¿La sábana larga es una monotonía sin sentido? Sí, pero, ¿por qué no? ¿En cualquier otra esfera del trabajo podríamos haber producido en última instancia algo? No es la producción lo que cuenta, sino la vida vivida en el espíritu durante la producción. La producción, el endurecimiento de los músculos, el tejido de las manos, el vertido de materiales moldeados: esto es solo un empleo para el cuerpo nervioso, el legado moribundo de la voluntad de movimiento del cazador. Deja que las manos se entrelacen, pero al mismo tiempo deja que el espíritu busque. Dale a la sábana larga el lugar que le corresponde y concéntrese en comprender mejor la libertad que es nuestro verdadero objetivo.»

Al mismo tiempo, se aseguraron de que la sábana se escurriera de manera eficiente. Organizaron un exitoso sistema de rotaciones. Probaron varios métodos y posiciones con las manos. Examinando cada detalle, seleccionando en todos los sentidos el mejor enfoque. No se sobrecargaron. No se apresuraron. Trabajaron con una resistencia rítmica, conservando esta energía. No permitieron extremos. Se aplicaron con sinceridad y buena voluntad.

Sobre todo tenían fe. Su actitud fue amplia, pero dirigida en una dirección. Su esfuerzo fue la libertad. No temían ni al trabajo ni a la debilidad. Estas cosas no existían para ellos: su existencia era un material a través del cual podían lograr, mediante una comprensión tranquila y sensible, la meta de la libertad perfecta.

Gradualmente, estas personas lograron su fin. A pesar del vapor, a pesar de los pájaros mojados, a pesar del contagio acuoso que se filtraba desde la habitación de los vencidos, a pesar de las largas horas y el calor y el horizonte cuadrado de acero oxidado, su espíritu prevaleció y lograron la pureza que buscaban.

Un día, siete años después, la húmeda sábana gris amaneció de un blanco brillante: seca como el marfil del desierto, seca como el polvo de mármol.

Llamaron a los guardianes a través del tragaluz. Aparecieron los rostros graves. Con frialdad, los guardianes miraron la sábana blanca. Hubo asentimientos de aprobación.

—Libertad —dijeron los cautivos.

Los guardias sacaron sus grandes mangueras y rociaron la sábana blanca empapada de gris con una enorme presión de agua.

—Ya la tienen —respondieron—. La libertad radica en una actitud del espíritu. No hay otra libertad.

Y los tragaluces se cerraron silenciosamente.

William Sansom (1912-1976)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de William Sansom.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de William Sansom: La sábana larga (The Long Sheet), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Regreso a la muerte»: J. Wesley Rosenquest; relato y análisis


«Regreso a la muerte»: J. Wesley Rosenquest; relato y análisis.




Regreso a la muerte (Return to Death) es un relato de vampiros del escritor norteamericano J. Wesley Rosenquest (¿?), publicado en la edición de enero de 1936 de la revista Weird Tales. El relato fue adaptado, muy vagamente, para el episodio del 12 de noviembre de 1972 de la serie Into the Twilight.

Regreso a la muerte, uno de los dos únicos cuentos de J. Wesley Rosenquest, relata la historia de Herr Feldenpflanz, un noble transilvano aficionado a las artes ocultas, quien además sufre de catalepsia, y durante una crisis es enterrado vivo.

SPOILERS.

Herr Feldenpflanz es plenamente consciente de lo que ocurre a su alrededor. Puede ver a su hermana, y a otros deudos, a través de la tapa de cristal de su ataúd mientras se realizan las ceremonias funerarias. Incapaz de moverse, siquiera de emitir sonidos, imagina el destino que le aguarda si no logra recuperar el control de su cuerpo.

Eventualmente, Herr Feldenpflanz comienza a articular algunos movimientos torpes, algunos susurros, pero la posibilidad de que un muerto se levante de su tumba solo puede significar una cosa en Transilvania: ¡Vampiro!

Regreso a la muerte no es exactamente un relato de vampiros, ya que no hay ningún hematófago en la historia, sino más bien un hombre que es confundido con un vampiro, y que en última instancia comparte el destino ingrato de los chupasangres: la estaca. El verdadero núcleo del relato es el miedo a ser enterrado vivo.

Poco se sabe sobre el autor de Regreso a la muerte: J. Wesley Rosenquest. No existen datos bibliográficos, y solo publicó dos relatos en Weird Tales, lo cual nos lleva a pensar que se trata del seudónimo de un lector de la revista que prefirió mantener su identidad en secreto.




Regreso a la muerte.
Return to Death, J. Wesley Rosenquest.

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Una gran tristeza reinaba en el pequeño pueblo transilvano de Rotfernberg. Herr Feldenpflanz estaba muerto. Aquí y allá, mientras uno caminaba por las calles empedradas, veía una humedad repentina en los ojos de los transeúntes cuando se mencionaba su nombre. Todos hablaban de él, alababan sus virtudes, lamentaban su muerte prematura. En efecto, era muy querido por toda la aldea.

—Pobre Herr Feldenpflanz —dijo el sastre con tristeza—, era un buen hombre, tan honesto como el día es largo. Y un hombre erudito también. Fue a la Universidad de Berlín durante cuatro años y sabía más que ningún otro hombre en Rotfernberg. Sí, de hecho, era un hombre muy bueno.

El sastre se sonó la nariz con vigor, y sus oyentes hicieron lo mismo.

—¡Y la pobre fraulein Feldenpflanz! Amaba mucho a su hermano. No tiene a nadie más en el mundo. ¿Qué hará ahora?

El sastre y sus oyentes sacudieron la cabeza con tristeza.

—Incluso ahora ella se sienta a su lado. Durante dos días lo ha estado mirando. Reza por su alma. Todos sabemos cómo se alejó de Dios. Esas cosas de mago que hizo en su gran habitación blanca. Tubos llenos de extraños vapores había, y relámpagos en bolas de cristal. Siempre decía que no era mágico, ¡como si no tuviéramos ojos!

—Sí —dijo el tendero con tristeza pero con vigor—, ¡como si no tuviéramos ojos!

El sacerdote del pueblo también se sentó allí, un poco fuera del grupo, pero con la misma tristeza escrita en su rostro; y cada vez que uno de los habitantes del pueblo hablaba del obvio trato del pobre señor Feldenpflanz con Lucifer, una expresión de profundo dolor pasaba por su semblante suave y benigno. Era un hombre bajo, robusto, de cabello oscuro, y vestía las ropas de su vocación. Se sentó muy tranquilo y quieto. Por fin ya no podía escuchar sin decir lo que pensaba.

—Por favor, por favor —dijo suavemente—, no digas más de nuestro buen amigo. Ahora está, espero, entre los santos benditos, y debemos hablar bien de los muertos. Recuerda, él era un buen hombre; tal vez se desvió sin saber que fue atrapado por las artimañas del enemigo. Si es así, hay salvación para él. No hablemos de Herr Feldenpflanz; no usemos nuestro juicio humano; oremos más bien con la Fraulein Feldenpflanz, que incluso ahora reza junto al ataúd de su hermano.

Dicho esto, se levantó de su silla y les indicó a los hombres reunidos allí en la tienda de sastres que lo siguieran. Lo hicieron: el tendero, el sastre, el herrero, el carnicero y el alcalde. Subieron el empinado sendero de la montaña y no dijeron nada.

El rocío de la tarde yacía pesado sobre la hierba salvaje; y desde lo alto cayeron gotas frías de las hojas de viejos robles que crecían en la ladera de la montaña. Ese tranquilo silencio de la montaña había descendido con el crepúsculo. Era como si un gran cuenco azul, salpicado de estrellas, hubiera sido invertido y colocado sobre la tierra, con la cima de la montaña tocando su centro de lentejuelas.

De repente el sacerdote habló a sus compañeros.

—Miren, amigos míos, ahí está la Casa Feldenpflanz. Cuando entremos debemos comportarnos con la dignidad apropiada. No debemos hablar con la afligida fraulein cuando entramos, sino reunirnos alrededor del ataúd y rezar con ella. No debemos molestarla.

Y así fue.

La gran casa, pintada de blanco y rodeada de jardines, yacía justo delante de ellos. Dañando el color puro y sólido de las paredes y la gran puerta de entrada colgaba una cinta negra. El silencio era muy pronunciado aquí. En una ventana cerca de la puerta principal centelleó una sola luz eléctrica, la única en la ciudad de Rotfernberg. Los aldeanos no escolarizados siempre estaban asombrados por los artefactos eléctricos y el aparato en la casa y el laboratorio de Feldenpflanz.

En silencio, el grupo de hombres llegó al final del camino. La puerta estaba abierta, y en silencio entraron; el padre Josef a la cabeza. Pasaron por un pasillo largo y oscuro, al final del cual había una puerta que daba al salón principal. A medida que se acercaban, oyeron el sonido apagado de oraciones bajas, mezcladas con sollozos.

El padre Josef abrió la puerta con cuidado y entró de puntillas, seguido por los otros cinco aldeanos. Se persignaron al unísono.

Junto a un simple ataúd negro de madera se arrodilló Fraulein Feldenpflanz. Debajo de sus rodillas había un cojín para hacer posibles largas vigilias. Su rostro estaba oculto por su largo cabello negro y su cabeza colgaba sobre el féretro. Sus pálidos labios se movían constantemente.

A la cabeza del ataúd, a pesar de la luz eléctrica, había una vela encendida. Todo el ataúd estaba cubierto de flores de montaña. Sin embargo, el olor fuerte y empalagoso, peculiar de la muerte, no flotaba en el aire. La mujer arrodillada lanzó una mirada vacía y llorosa a los hombres que entraban y retomó su actitud anterior.

Los seis hombres se acercaron al ataúd y miraron a su ocupante. Allí yacía Herr Feldenpflanz, tranquilo y práctico, debajo de una tapa de cristal, vestido con un traje hecho por el propio sastre. Todos se arrodillaron alrededor del féretro y rezaron.

Mientras yacía allí, Feldenpflanz, aterrorizado por su situación, solo podía pensar en una cosa: escapar. Y una palabra resonó y repitió en su cerebro: ¡catalepsia, catalepsia!

Durante horas se había visto obligado a escuchar las oraciones y las lágrimas de su hermana. Largas horas oyó llorar su muerte sin poder moverse. Sintió sus propios latidos, demasiado lentos para que alguien pudiera detectarlos; pero los suficientes como para enviarle sangre a través de su cerebro entumecido, manteniendo la conciencia, de modo que, consciente de todo lo que sucedía, podía conocer las punzadas del miedo mortal y una agridulce y esperanza.

¡Ayuda ayuda! —trató de gritar, pero solo su mente formó las palabras, sus labios desafiaron su voluntad.

Era un hombre educado, y por lo tanto conocía el peligro de su estado. Existía la posibilidad de que pudiera recuperar el control de sus extremidades antes de ser enterrado vivo. La conciencia era una buena señal, lo sabía. Si ahora pudiera obligar a su cuerpo a obedecer su voluntad, la etapa final de recuperación de esta terrible enfermedad, se salvaría; volvería al mundo que amaba, a la vida, y a su hermana María.

Y entonces un pensamiento aterrador pasó por su cabeza. ¡Se dio cuenta de que inevitablemente, si no pronto, el aire en su ataúd se agotaría!

El oxígeno se estaba agotando lentamente; porque aunque no movía el pecho, no respiraba, el aire entraba y salía de sus pulmones por difusión. Si solo pudiera moverse, un toque en el costado del ataúd llamaría la atención. ¿Estaba condenado a la impotencia y a ser enterrado vivo?

Los pobres supersticiosos de Rotfernberg, incluida su hermana, probablemente huirían aterrorizados. Sería inútil, entonces, incluso si recuperara el uso de sus extremidades. ¡Lo dejarían luchar inútilmente en su prisión de madera y flores! Oh, ¿por qué estas personas no fueron educadas? ¿Por qué deben limitarse a un hogar y una montaña?

Gradualmente, cayó en un estado soñador y reflexivo, en el que la primera agonía de terror se había disuelto por puro agotamiento; y solo quedaban dos esperanzas en su mente, como brillantes mariposas que descansaban por un breve momento sobre una flor marchita. Primero, debía moverse; y segundo, su hermana no debía tener miedo; era ella quien podía liberarlo de su estrecha prisión.

Y estas dos esperanzas, amargas por su improbabilidad y dulces por su posibilidad, eran lo único que existía para él.

A sus oídos aún llegaba la voz apagada de María, ronca y cansada por el llanto prolongado. A través de sus párpados brillaba la luz de la vigilia. De repente escuchó un sonido de pies en la habitación donde yacía. Escuchó atentamente: eran hombres, calculaba, como media docena. ¡Aquí había una nueva esperanza! Si se movía o emitía un sonido, uno de los hombres podría tener el sentido y el coraje suficientes para liberarlo. Entonces sus oídos captaron el sonido de voces rezando al unísono.

¡Así que ahora ellos también rezaban por él!

Varios minutos se convirtieron en una hora, y luego las voces se callaron, incluida la de su hermana. Una punzada de aprensión lo atravesó como una espada al rojo vivo. ¿Lo iban a dejar? Pero no. Escuchó el sonido de las sillas raspando y el susurro de la ropa. Estaban sentados. Mientras escuchaba atentamente, le llegó una voz familiar, aunque baja, por respeto a los muertos, y amortiguada por las paredes de madera que lo rodeaban. Era el padre Josef.

—Por favor, Fraulein Feldenpflanz —insistió suavemente—, debe irse a la cama ahora. Está muy cansada y mañana debe levantarse temprano para el funeral de su hermano. Por favor, duerma.

No hubo respuesta, pero Feldenpflanz escuchó el sonido de pasos en las escaleras. Era María, evidentemente.

—Esperemos —dijo el padre Josef—, que nuestro buen amigo no necesite nuestras oraciones. Por ahora él está en el cielo o en el infierno. Dios quiera que no sea esto último.

Los seis hombres se sentaron allí en silencio, asintiendo con la cabeza.

—O en el Purgatorio —agregó el sastre, mirando hacia el sacerdote en busca de acuerdo.

El hombre inmóvil en el ataúd casi se sintió divertido.

—Después del entierro, Fraulein sin duda destruirá las cosas impías en la gran habitación blanca de su hermano en el sótano —dijo el herrero, que era un hombre grande y que rara vez hablaba—. Creo —continuó—, que las bodegas solo deberían guardar vinos.

¡Entonces les gustaría ver su laboratorio destruido! Y después de que lo enterraran… Hizo un intento desesperado y poderoso de moverse, pero no pudo. ¿Era su imaginación o el aire se estaba volviendo realmente malo? Su cabeza comenzó a aclararse, y sintió que su corazón latía un poco más rápido.

—Todo el pueblo de Rotfernberg vendrá a ver el funeral de Feldenpflanz —dijo el alcalde, un hombre alto y delgado—, y yo dirigiré la procesión. Era uno de mis mejores amigos y, por lo tanto, es lógico que lo haga. Ah, era un hombre generoso, siempre daba limosnas, y pagaba los impuestos más altos de la ciudad. Nadie fue más honesto tampoco. Un hombre muy bueno.

El alcalde se sonó la nariz suavemente, ya que estaba en presencia de los muertos. Todos asintieron, excepto el padre Josef, que estaba absorto en un libro de oraciones. Sus pálidas manos se destacaban contra su sotana negra, y sus labios se movieron ligeramente. Pasaron varios minutos antes de que levantara la vista.

Querido Dios, querido Dios —rezaba mentalmente Feldenpflanz una y otra vez al sentir que se acercaba la verdadera muerte.

¿Pero qué era esto? Sintió un temblor sobre su cuerpo. ¡Su corazón latía más rápido y un flujo cálido pasó por sus miembros entumecidos! Lentamente, sintió que su voluntad se deslizaba por los nervios dormidos hacia sus extremidades. Muy pronto, esperaba, la libertad sería suya.

—Vámonos ahora —dijo el sacerdote, y una punzada de terror atravesó al hombre en el ataúd.

Escuchó el ruido de las sillas y pies. ¡Ahora era el momento! ¡Ahora debía moverse!

Las puntas de sus dedos hormigueaban, su cara se sentía ardiente y su cabeza llena de sangre. Escuchó cesar los pasos; evidentemente se habían detenido sobre él. Escuchó el susurro de la ropa mientras se frotaban contra el ataúd. Entonces el carnicero habló, en un tono tenso.

—¡Dios! ¡Su cara se enrojece de sangre!

Feldenpflanz hizo un esfuerzo supremo de voluntad. La oscuridad parecía temblar, ¡y sus ojos estaban abiertos! Sobre él vio seis caras en un cuadro congelado.

El padre Josef lucía una expresión de horror y conmoción.

La cara del sastre, larga, pálida y tensa, mostraba una expresión de miedo y suspicacia.

El carnicero abrió mucho los ojos y la boca.

El tendero se persignó una y otra vez, sus labios moviéndose en una oración frenética.

El herrero, más asustado de lo sobrenatural que el resto, cerró los ojos, jadeó y retrocedió tambaleándose.

El alcalde miró por un momento con ojos saltones, luego gritó una sola palabra:

¡Vampiro!

Luego llegó el sonido de corridas y gritos, y Feldenpflanz vio desaparecer los rostros, excepto la del padre Josef, que estaba leyendo una invocación latina de su libro de oraciones.

La víctima cataléptica, ahora desesperada, escuchó el ruido de muchos pies corriendo hacia él, y los rostros del herrero y el carnicero aparecieron por encima suyo. Hubo un sonido de algo que hacía palanca al costado del ataúd. Luego, se levantó la tapa de cristal.

¡Estaba salvado!

Pero, ¿qué sucede? —pensó Feldenpflanz.

El carnicero había colocado una estaca contra su pecho, y el herrero levantó en alto un martillo. Llegó a sus oídos el tono monótono de la oración latina del padre Josef.

Feldenpflanz emitió algunos sonidos inarticulados.

Nnnnnn….ooooo…. aaaaaaayyyyy… uuuuudddaaaaa…

El martillo golpeó.

¡Una! ¡Dos! ¡Tres veces!

Herr Feldenpflanz dejó de pensar en escapar.

J. Wesley Rosenquest.

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de J. Wesley Rosenquest.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de J. Wesley Rosenquest: Regreso a la muerte (Return to Death), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La cosa en el sótano»: David H. Keller; relato y análisis


«La cosa en el sótano»: David H. Keller; relato y análisis.




La cosa en el sótano (The Thing in the Cellar) —también publicado en español como Algo hay en el sótano— es un relato de terror del escritor norteamericano David H. Keller (1880-1966), publicado originalmente en la edición de marzo de 1932 de la revista Weird Tales, y luego reeditado, ése mismo año, en la antología: Muerte sombría (Grim Death).

La cosa en el sótano, sin lugar a dudas uno de los mejores cuentos de David H. Keller, relata la historia de Tommy Tucker, un niño pequeño que siente horror por el sótano de su casa. Incluso la puerta de acceso le produce un miedo intenso, irracional. Según él, hay algo en el sótano, algo que no puede definir, que no puede explicar, y que sus padres ciertamente no logran percibir (ver: El Horror siempre viene desde el Sótano).

El comportamiento de Tommy es perturbador cuando está cerca de la puerta del sótano. Desde muy pequeño sufre accesos de llanto, e incluso convulsiones, cuando se veía obligado a acompañar a su madre al sótano. Cuando es un poco mayor, pero todavía un niño pequeño, desarrolló un apego inusual por la cerradura de la puerta. No es infrecuente que la toque, la acaricie, la bese compulsivamente, cuando cree que nadie lo está observando.

Los Tucker consultan entonces con un médico, el doctor Johnson, quien recomienda una especie de terapia de shock. Aconseja que se lo debe dejar encerrado en la cocina, a oscuras, frente a la puerta abierta del sótano, durante al menos una hora. Sin poder elegir, Tommy es obligado a enfrentar sus temores subterráneos (ver: Lo Subterráneo en la ficción: descenso hacia un estado elemental del ser).

El final de La cosa en el sótano de David H. Keller es crudo, y hasta devastador, cuando observamos el resultado de aquel tratamiento. Recordemos que el autor era psiquiatra, y entendía perfectamente los peligros de obligar a alguien a enfrentar sus miedos cuando no está preparado. Por otro lado, si las casas son una metáfora de la psique en la ficción, probablemente el sótano de los Tucker represente los aspectos más oscuros, la sombra, de la familia; algo que Tommy percibe como una entidad siniestra e informe.

Resulta difícil profundizar demasiado en un análisis detallado de La cosa en el sótano de David H. Keller sin arruinar el final, de manera tal que remitimos al lector a un breve artículo en donde comparamos el caso de Tommy Tucker con el de Georgie Denbrough, la primera víctima de Pennywise en It: Georgie vs. Pennywise: el sótano arquetípico.




La cosa en el sótano.
The Thing in the Cellar, David H. Keller (1880-1966)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)

Era un gran sótano, totalmente desproporcionado en relación a la casa que había encima. El propietario sostenía que probablemente fue construido para un tipo de estructura claramente diferente de la que se elevaba sobre él. Quizás la primera casa había sido quemada y la pobreza había causado una disminución de las dimensiones de la vivienda erigida para ocupar su lugar.

Una sinuosa escalera de piedra conectaba el sótano con la cocina. Allí abajo los sucesivos propietarios de la casa habían guardado leña, verduras de invierno, y toda clase de desperdicios. La basura había sido empujada gradualmente hasta que se convirtió en una especie de montículo. Nadie sabía, y a nadie le importaba, lo que había detrás. Durante años, nadie lo había cruzado para penetrar en los confines negros del sótano detrás de él.

En lo alto de los escalones, separando la cocina del sótano, había una robusta puerta de roble. Esta puerta era, en cierto modo, tan peculiar y fuera de contexto en relación con el resto de la casa como el sótano. Era un tipo de puerta bastante extraña para encontrar en una casa moderna, y sin duda muy inusual para estar colocada en el interior de una casa: gruesa, robusta, hábilmente chapada con enormes bisagras de hierro forjado y una cerradura que podría haber pertenecido a un antiguo castillo. Separar una casa del mundo exterior, ese es el objetivo de una puerta como aquella; situada entre la cocina y el sótano parecía ser algo peculiarmente inapropiado.

Desde los primeros meses de su vida, Tommy Tucker parecía infeliz en la cocina. En el salón delantero, en el comedor formal, y especialmente en el segundo piso de la casa, actuaba como un niño normal y saludable; pero en la cocina, invariablemente, comenzaba a llorar. Sus padres, siendo personas sencillas, comían en la cocina, salvo cuando tenían compañía; y, siendo pobre, la señora Tucker hacía la mayor parte de su trabajo allí, aunque ocasionalmente tenía una empleada para hacer la limpieza extra de los sábados, de manera tal que pasaba gran parte de su tiempo en la cocina. Tommy se quedaba con ella, al menos mientras no pudiera caminar. Gran parte del tiempo estaba decididamente infeliz.

Cuando Tommy aprendió a arrastrarse, no perdió tiempo en salir de la cocina. Tan pronto como le dio la espalda a su madre, el pequeño se arrastró lo más rápido que pudo hacia la puerta que se abría al frente de la casa, el comedor y el salón delantero. Una vez fuera de la cocina, parecía feliz; al menos, dejó de llorar. Al regresar a la cocina, sus aullidos convencieron a los vecinos de que se trataba de algún tipo de cólico, con lo cual le llevaron a los Tucker más de una taza de hierba gatera y té de salvia.

No fue hasta que el niño aprendió a hablar que los Tucker tuvieron alguna sobre qué lo hacía llorar de ese modo cuando estaba en la cocina. En otras palabras, el bebé tuvo que sufrir durante muchos meses hasta que obtuvo al menos un poco de alivio, e incluso cuando le dijo a sus padres cuál era el problema, no pudieron comprenderlo. No es de extrañar, porque ambas eran personas trabajadoras y de mente simple.

Lo que finalmente aprendieron de su pequeño hijo fue esto: que si la puerta del sótano estaba cerrada y bien sujeta con el pesado hierro, Tommy podía, al menos, comer en paz; si la puerta simplemente estaba cerrada y no trabada, se estremecía de miedo, aunque permanecía callado; pero si la puerta estaba abierta, si incluso la más mínima veta negra mostraba que no estaba bien cerrada, entonces el pequeño niño de tres años gritaba hasta el cansancio, especialmente si su padre, ya cansado, le negaba el permiso para irse la cocina.

Jugando en la cocina, el niño desarrolló dos hábitos interesantes. Trapos, trozos de papel y astillas de madera se empujaban continuamente debajo de la gruesa puerta de roble para llenar el espacio entre la puerta y el alféizar. Cada vez que la señora Tucker abría la puerta, siempre había algo de basura allí, colocada por su hijo. Esto le molestaba, y más de una vez el pequeño recibió una reprimenda por esta conducta, pero el castigo no actuó de ninguna manera como un elemento disuasorio.

El otro hábito era más singular todavía: una vez que la puerta se cerraba con llave, él se atrevía a caminar valientemente hacia ella y acariciar la vieja cerradura. Incluso cuando era tan pequeño que tenía que ponerse en puntas de pie para tocarla con la yema de los dedos, la acariciaba con absoluta calma y lentutud. Más tarde, a medida que fue creciendo, solía besarla.

Su padre, que solo veía al niño al final del día, decidió que no tenía sentido permitir semejante conducta, y en su forma masculina trató de romper los hábitos del muchacho. No fue necesario, por parte del hombre trabajador, comprender la psicología de la conducta de su hijo. Todo lo que sabía era que su pequeño hijo estaba actuando de una manera decididamente extraña.

Tommy amaba a su madre y estaba dispuesto a hacer todo lo posible para ayudarla en los quehaceres domésticos, pero había una cosa que él no haría, que nunca hizo, y era llevar o ir a buscar algo al sótano. Si su madre abría la puerta, él salía corriendo y gritando de la habitación, y nunca regresaba voluntariamente hasta que le aseguraran que la puerta estaba cerrada.

Nunca explicó por qué actuaba de este modo. De hecho, se negaba a hablar sobre eso, al menos con sus padres, y eso, creo, fue lo mejor, porque si lo hubiera hecho simplemente habría acentuado la idea de que algo andaba mal con su único hijo. Intentaron, a su manera, romper con sus hábitos inusuales; pero al no poder cambiarlos en absoluto, decidieron ignorar sus peculiaridades.

Es decir, las ignoraron hasta que cumplió seis años y llegó el momento de que fuera a la escuela. Era un niño pequeño pero robusto en ese momento, y más inteligente que la mayoría de los chicos que comenzaban en la escuela primaria. El señor Tucker, a veces, estaba orgulloso de él; lo único que ensombrecía ese sentimiento era la actitud del niño hacia la puerta del sótano.

Finalmente, la familia recurrió al médico del vecindario. Fue un evento importante en la vida de los Tucker, tan importante que exigió el uso de ropa dominical y todo ese tipo de cosas.

—El asunto es solo esto, doctor Hawthorn —dijo el señor Tucker, de una manera algo avergonzada—. Nuestro pequeño Tommy tiene la edad suficiente para comenzar la escuela, pero se comporta como un niño con respecto a nuestro sótano, y la señora y yo pensamos que usted podría decirnos qué hacer al respecto. Deben ser sus nervios.

—Desde que era un bebé —continuó la señora Tucker, retomando el hilo de la conversación donde su esposo se había detenido—, Tommy ha tenido un gran miedo al sótano. Incluso ahora, por grande que sea, no me ama lo suficiente como para traerme y llevarme por esa puerta y bajar esos escalones. No es natural que un niño actúe como lo hace, besando la cerradura y todo eso. Esto me lleva al punto en el que temo que pueda volverse tonto a medida que crezca.

El médico, ansioso por satisfacer a los nuevos pacientes, y recordando vagamente algunas conferencias sobre el sistema nervioso que recibió cuando era estudiante de medicina, hizo algunas preguntas generales, escuchó el corazón del niño, examinó sus pulmones y miró sus ojos y uñas. Por fin comentó:

—A mí me parece un muchacho totalmente sano.

—Sí, lo es, excepto en relación a la puerta del sótano —respondió el padre.

—¿Alguna vez ha estado enfermo?

—Nada que haya sido grave. Lo normal en un niño —respondió la madre.

—¿Se asusta frecuentemente?

—No. Solo cuando está en la cocina.

—Bien, les pido ahora que me dejen hablar a solas con Tommy.

Y allí se sentó el médico, muy a gusto, frente al niño de seis años, muy inquieto.

—Tommy, ¿qué hay en el sótano a lo que le tienes tanto miedo?

—No lo sé.

—¿Lo has visto alguna vez?

—No, señor.

—¿Alguna vez lo escuchaste? ¿lo oliste?

—No, señor.

—Entonces, ¿cómo sabes que hay algo allí abajo?

—Porque...

—¿Porqué que?

—Porque hay algo.

Eso era lo más lejos que Tommy podía llegar.

Por fin su aparente obstinación molestó al médico, como lo había hecho durante varios años al señor Tucker. Fue a la puerta y llamó a los padres de vuelta a la oficina.

—Él piensa que hay algo en el sótano —afirmó.

Los Tucker simplemente se miraron el uno al otro.

—Eso es una tontería —comentó el señor Tucker.

—Es solo un sótano sencillo con basura, leña y barriles de sidra —agregó la señora Tucker—. Desde que nos mudamos a esa casa, no me he perdido un solo día sin bajar esos escalones de piedra y sé que no hay nada ahí abajo. Pero el muchacho siempre gritaba cuando la puerta estaba abierta. Ahora recuerdo que desde que era un bebé gritaba cuando la puerta estaba abierta.

—Él piensa que hay algo allí —dijo el médico.

—Es por eso que te lo trajimos, doctor —respondió el padre—. Son los nervios del niño. Quizás algún medicamento lo calme.

—Les diré qué hacer —aconsejó el médico—. Él piensa que hay algo ahí abajo. Tan pronto como descubra que está equivocado, lo olvidará. Lo que deben hacer es abrir la puerta del sótano y hacer que se quede solo en la cocina. Abran la puerta de modo tal que no pueda cerrarla. Déjenlo solo allí durante una hora y luego vayan y ríanse con él al mostralrle lo tonto ha sido para tenerle miedo a un sótano vacío. Le daré un tónico para los nervios. Eso ayudará, pero lo importante es demostrarle que no hay nada de qué temer.

En el camino de regreso a la casa de los Tucker, Tommy se separó de sus padres. Lo atraparon después de una persecución emocionante y lo llevaron de la mano durante el resto del trayecto. Una vez en la casa desapareció nuevamente, y fue encontrado en la habitación de invitados debajo de la cama.

Como la tarde ya estaba torcida para el señor Tucker, decidió mantener al niño bajo observación por el resto del día. Tommy no cenó, a pesar de los intentos de la infeliz madre. Se lavaron los platos, se leyó el periódico de la tarde, se humeó la pipa vespertina; y luego, solo entonces, el señor Tucker bajó su caja de herramientas, sacó un martillo y algunos clavos largos.

—Voy a abrir la puerta, Tommy, para que no puedas cerrarla, ya que eso fue lo que dijo el médico. Debes ser un hombre y quedarte aquí solo en la cocina durante una hora. Dejaremos la lámpara encendida, y luego, cuando descubras que no hay nada de qué temer, estarás bien. Serás realmente un hombre, y no algo por lo que un hombre se avergüence de ser el padre.

Al final, la señora Tucker besó a Tommy, lloró y le susurró a su esposo que no lo hiciera y que esperara hasta que el niño fuera más grande; pero no había nada que hacer, excepto abrir la gruesa puerta y dejar al niño solo con la lámpara encendida. Sus ojos ardían como brasas.

Ese mismo día, el doctor Hawthorn cenó con un compañero suyo, un hombre especializado en psiquiatría y particularmente interesado en los niños. Hawthorn le contó a Johnson sobre su nuevo caso, el niño Tucker, y le pidió su opinión.

Johnson frunció el ceño.

—Los niños son raros, Hawthorn. Quizás sean un poco como los perros. Puede ser que su sistema nervioso sea más agudo que el de los adultos. Sabemos que nuestra vista es limitada, también nuestro oído y olfato. Creo firmemente que existen formas de vida que no podemos ver, oír ni olerl. Con cierto candor nos engañamos en la falacia de creer que estos seres no existen porque no podemos probar su existencia. El muchacho de los Tucker puede tener un sistema nervioso particularmente agudo; quizás puede percibir vagamente la existencia de algo en el sótano que no es apreciable para sus padres. Evidentemente hay alguna base para este miedo suyo. Ahora bien, no digo que haya algo en el sótano. De hecho, supongo que es solo un sótano común y corriente, pero este niño, desde que era un bebé, ha pensado que hay algo allí, y eso es tan malo como si realmente lo hubiera. Lo que me gustaría saber es qué lo hace pensar así. Dame la dirección y te llamaré mañana para hablar con el pequeño.

Johnson hizo una breve pausa, y luego continuó:

—Si yo fuera tú, me detendría allí de camino a casa y evitaría que ese niño atraviese una situación tan traumática. Evidentemente piensa que hay algo allí.

—Pero no lo hay.

—Tal vez no. Sin duda está equivocado, pero él cree que sí.

Preocupado, el doctor Hawthorn decidió seguir el consejo de su amigo.

Era una noche fría, una noche de niebla, y el médico sintió escalofríos mientras caminaba por las calles oscuras. Por fin llegó a la casa de los Tucker. Ahora recordaba que había estado allí una vez, hace mucho tiempo, cuando el pequeño Tommy llegó al mundo. Había una luz encendida en la ventana delantera, y en poco tiempo el señor Tucker llegó a la puerta.

—He venido a ver a Tommy —dijo el médico.

—Sigue encerrado en la cocina —respondió el padre.

—Dio un grito, pero desde entonces ha estado callado —sollozó la esposa.

—Si la hubiera dejado salirse con la suya, habría abierto la puerta, pero le dije: querida, ahora es el momento de sacar a un hombre de nuestro Tommy. Supongo que a esta altura ya sabe que no hay nada que temer ahí abajo. ¿Qué tal si vamos a buscarlo y lo acostamos?

—Ha sido un día difícil para el niño —susurró la esposa.

Llevando la vela sobre la cabeza, el señor Tucker abrió el caminó delante de la mujer y el médico. Finalmente abrió la puerta de la cocina. El cuarto estaba completamente a oscuras.

—La lámpara se ha apagado —dijo el hombre—. En un segundo la encenderé.

—¡Tommy! ¡Tommy! —llamó la señora Tucker.

El doctor corrió hacia donde se extendía una bulto blanco en el suelo. Con angustia pidió más luz. Temblando, examinó lo que quedaba del pequeño Tommy.

Miró entonces hacia la puerta abierta del sótano, y luego a los Tucker.

—Creo que está muerto —tartamudeó.

La madre se arrojó al suelo y recogió en sus brazos la cosa desgarrada y mutilada que había sido, hasta hace poco tiempo, su pequeño Tommy.

El hombre tomó su martillo, sacó los clavos, cerró la puerta con llave, y luego clavó una espiga larga para reforzar la cerradura. Cuando finalizó la operación sujetó al médico por los hombros y lo sacudió frenéticamente.

—¿Qué lo mató, doctor? ¿Qué lo mató? —gritó al oído de Hawthorn.

El doctor lo miró con valentía a pesar del miedo en su garganta.

—¿Cómo puedo saberlo, Tucker? —respondió—. ¿Cómo puedo saberlo? ¿No me han dicho que no había nada ahí? ¿Nada ahí abajo? ¿En el sótano?

David H. Keller (1880-1966)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de David H. Keller.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de David H. Keller: La cosa en el sótano (The Thing in the Cellar), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El loco»: Herbert Hipwell; relato y análisis


«El loco»: Herbert Hipwell; relato y análisis.




El loco (The Madman) es un relato de terror del escritor norteamericano Herbert Hipwell (¿?), publicado originalmente en la edición de junio de 1923 de la revista Weird Tales.

El loco, único cuento de Herbert Hipwell en aparecer en Weird Tales —y por tal caso su única obra publicada—, relata la historia de Peter Stubbs, un muchacho que pasa su primera noche como guardián de una vieja facultad de medicina, en cuya morgue se producen hechos sumamente inquietantes.

Dos conocidos de Stubbs —uno de ellos, el narrador del relato— deciden emboscarlo en la morgue, supuestamente vacía, con el objetivo de darle un buen susto y de ese modo saldar viejas deudas. Sin embargo, hay un cuerpo esperando en la morgue: un loco que ha fallecido esa mañana, y que parece rehusarse a la idea de que está muerto.

Es extraño que El loco sea la única obra publicada de Herbert Hipwell, sobre todo tratándose de un gran relato de terror en términos de ambientación. El argumento es típico: el protagonista pasa la noche en un viejo y oscuro edificio y descubre que alguien más, o algo, lo acecha; pero la forma en la que el autor va construyendo poco a poco la atmósfera del cuento es muy interesante, y ciertamente hace que valga la pena incluirlo en nuestra sección de relatos inéditos en español.




El loco.
The Madman, Herbert Hipwell

(Traducido al español por Sebastián Beringheli)

Peter Stubbs tiene el pelo blanco como la nieve y solo tiene veintiocho años. Murmura para sí mismo mientras se entrega a la humilde tarea de barrer las calles de nuestra pequeña ciudad universitaria. Los niños se burlan de él, le provocan ira y lágrimas.

Peter tuvo una vez el pelo negro, y un aire joven y agradable. Eso fue antes de la noche que pasó como cuidador en nuestra escuela de medicina. Solo dos de nosotros conocemos la verdadera historia, y por qué sacaron a Peter del edificio a la mañana siguiente convertido en un completo idiota de cabello blanco.

Hemos permanecido en silencio por diversas razones, la mayoría, egoístas, pero ya no puedo callar.

Nuestra facultad de medicina es un antiguo y solitario edificio destartalado. La ciudad ha crecido lejos de ella. Está rodeada de viejos patios de chatarra y apartaderos de ferrocarril que se usan con poca frecuencia, y está a millas del antiguo grupo de edificios que forman el resto de la universidad. Siempre ha sido difícil conseguir un cuidador adecuado. No se puede confiar en que ninguno de los muchos involucrados llegue lo suficientemente temprano como para asegurarse de que las calderas funcionen correctamente y los caminos se mantengan libres de nieve. Nuestro nuevo decano, el doctor Towney, pensó que había resuelto el problema al decidir que un cuidador viviera permanentemente en las instalaciones.

Peter Stubbs, al enterarse de esto, solicitó el puesto, y no tuvo dificultades para obtenerlo. El decano le mostró el edificio y le explicó los deberes que se le exigían. Un hombre más imaginativo podría haber estado un poco inquieto ante los esqueletos demacrados, dispuestos en algunas de nuestras aulas. Ciertamente no habría estado satisfecho con los dormitorios seleccionados para él. La única habitación disponible era un lugar detestable, conectado directamente con la morgue.

Con frecuencia, los cuerpos estarían allí de la noche a la mañana, esperando que la universidad decida qué hacer con ellos. La mayoría de las personas no los recibirían como vecinos nocturnos, pero Peter se burló y dijo que dormiría allí tan pronto como en un hotel bien iluminado. Chic Channing y yo escuchamos su tonta jactancia. Es necesario aclarar que ambos, Chic y yo, teníamos cuentas pendientes con Peter.

Su fuerte puño había dejado un círculo azul alrededor de mi ojo durante una semana, y Chic se quedó sin un diente como resultado de un encuentro entre los amigos de Peter y nosotros.

—¿Estás preparado para darle un pequeño susto? —me susurró, mientras Peter y el decano pasaban a otra parte del edificio.

Pedí detalles.

—Es la posibilidad de toda una vida si tenemos el descaro de hacerlo —declaró—. Regresemos sigilosamente al edificio esta noche, nos subimos a un par de losas en la morgue, y nos cubrimos con sábanas. Nos veremos lo suficientemente como cadáveres para engañar a Peter. Luego, cuando se vaya a la cama, podemos volver a la vida con unos suaves gemidos, excitar a Peter. Cuando esté a punto de llorar nos quitaremos las sábanas y nos reiremos de él. La historia se dará a conocer lo suficientemente rápido, y el pobre Peter ya no nos molestará.

Podía oler problemas en ese plan.

—Peter sabe que ahora no hay cuerpos allí ahora —dije.

—Está bien —respondió Chic—. Escuché al decano decirle que una pareja podría llegar hoy, tarde. De hecho, sé que seguramente habrá por lo menos un cuerpo. Uno de los locos del hospital psiquiátrico estatal murió hoy, un pobre mendigo, tan salvaje que tuvieron que mantenerlo encerrado en aislamiento todo el tiempo. No tenía amigos, así que el cuerpo vendrá aquí. La funeraria probablemente ya está preparando el traslado.

Todavía no estaba convencido, pero no tenía excusas para plantear nuevas objeciones. Sentí mi ojo, que todavía estaba adolorido por los moretones de Peter, y acepté.

Chic tenía razón sobre el cuerpo. El coche de la funeraria llegó a la universidad justo cuando nos íbamos. Fuimos los últimos estudiantes en permanecer allí, y el decano fue la única otra persona nos vio. De hecho, pidió nuestra ayuda para llevar el cuerpo a la morgue. Lo colocamos sobre una fría losa de mármol.

Peter llegó de la cena, para comenzar su primera noche, justo cuando el decano y nosotros nos íbamos.

Fiel a mi promesa, me encontré con Chic, cerca de la universidad, alrededor de las diez y nos preparamos para llevar a cabo nuestro plan. Mi coraje ya flaqueaba. Una de esas lunas amarillas y pálidas era la única luz alrededor del triste edificio, y cada susurro de una hoja o de un guijarro comenzó a activar escalofríos a lo largo de toda mi columna vertebral.

Pero no podía volver atrás.

Silenciosamente, abrimos una de las ventanas del sótano. Siempre estaban flojamente cerradas. Luego subimos por las escaleras oscuras y atravesamos las aulas, donde imaginé que podía ver los esqueletos sobresaliendo como manchas blancas en la oscuridad. Llegamos a la sala de la morgue y entramos a tientas. Casi lloro cuando mi mano de repente entró en contacto con el loco muerto, pero me recuperé.

Chic buscó a tientas en las esquinas hasta que encontró dos inmensas sábanas blancas. Nos subimos a las losas adyacentes, nos estiramos sobre nuestras espaldas y nos cubrimos. Logré mantener un pequeño rincón elevado para tener una vista parcial de la habitación a medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad.

La quietud se hizo intensa. Escuchamos el largo y triste pitido de un motor de carga. Me estremecí involuntariamente y pensé en el cadáver situado a unos pocos metros.

Unos pasos resonaron en el edificio. Peter seguramente estaba haciendo una ronda de inspección antes de retirarse a dormir. Encendió las luces de la morgue y dio un silbido de sorpresa ante las tres figuras blancas y quietas que yacían allí. Luego comenzó a silbar de nuevo, un poco tembloroso. Evidentemente, no se sentía tan audaz como cuando aceptó el puesto. Se retiró a su pequeña habitación, pero pronto regresó.

En su mano sostenía un pequeño rollo de cuerda. Lo desenrolló y luego, muy cautelosamente, se acercó a la losa en la que yo estaba.

Sentí un ligero golpe cuando un extremo de la cuerda cayó sobre mí. Peter no se arriesgaría con los fantasmas de medianoche. Pensaba atar a los cadáveres.

Silbando para mantener su coraje, continuó con su tarea. En unos minutos estaba firmemente atado. No podría haberme movido aunque lo hubiese querido. Luego cortó el resto de la cuerda y procedió a enredar a Chic de la misma manera. Tuvo que luchar para que los dos extremos del cordón se unieran.

No quedaba nada de soga para el cadáver real, y, aunque buscó diligentemente en cada rincón de la habitación, no pudo encontrar nada para terminar el trabajo. Entonces regresó y examinó nuestras ligaduras. Evidentemente se sintió tranquilo, y decidió arriesgarse a que el tercer cuerpo permaneciera sin atar.

Se retiró a su habitación, al lado de la morgue, cerró la puerta, y nos dejó solos en la espeluznante morgue iluminada por la luna.

Cómo maldije a Chic mientras yacía allí sin poder moverme, escuchando la respiración cada vez más profunda de Peter mientras se quedaba dormido. Estábamos condenados quedar atados, inmóviles, hasta que llegaran los primeros profesores en la mañana.

Estos y otros pensamientos desagradables que corrían por mi mente fueron repentinamente silenciados por un leve sonido, que me dejó helado de pies a cabeza. Horrorizado, miré a través de la pequeña grieta en mi cubierta. No podía creer lo que veía.

El cadáver del loco se había movido.

Luego llegó un leve susurro de su cubierta protectora, y el cuerpo se movió de nuevo muy ligeramente. Quería gritar de terror, pero estaba paralizado.

La mortaja se movió nuevamente, esta vez con más fuerza.

Luego, con un movimiento repentino, el loco se enderezó y arrojó a un costado la mortaja.

Estaba vestido solo con un largo camisón de hospital. Su cabello delgado se erizó en mechones enredados, y sus ojos brillaban como los de un gato en una habitación oscura. Lentamente, examinó su entorno y luego estalló en la risa más horrible que jamás haya escuchado. Sus grandes dientes amarillos parecían los colmillos de un animal salvaje. Podía imaginarlos desgarrando mi carne.

El eco de su espantosa alegría apenas había desaparecido cuando Peter salió de su habitación, vestido con su ropa de dormir. Sus rodillas casi cedieron al ver la espantosa escena. El horror era evidente en cada línea de su cuerpo. Extrañamente, sentí el deseo inexplicable de reír, pero por un esfuerzo supremo luché contra esa histeria.

Con bastante calma, el loco bajó las piernas de la losa y se sentó en el borde, paralizando al pobre Peter con su terrible mirada.

Se rio entre dientes.

Peter comenzó a retroceder a su habitación, paso a paso, muy lentamente. En un instante, el loco se lanzó en una carrera desenfrenada detrás de él.

La persecución comenzó por la habitación, la cual apenas pude ver fugaces destellos cuando pasaban a un lado de mi losa. Una vez, el loco apoyó las manos huesudas en mi cuerpo mientras se impulsaba para una nueva carrera hacia Peter, a quien podía escuchar respirando cerca.

Atados de pies y manos, Chic y yo solo podíamos presenciar, a medias, lo que estaba sucediendo. Algo completamente irreal, por cierto.

Incansable, astuto, el loco persiguió a su presa. Peter esquivó algunos embates, y se retorció de terror cuando un dedo huesudo lo rozaba. La transpiración chorreaba por rostro, pero finalmente sus esfuerzos fueron inútiles. Estaba encerrado en una esquina de la morgue, casi apoyado sobre una puerta que conducía directamente a una escalera en el corredor.

Paso a paso, el loco se acercó a él, sus largos dedos extendidos como garras, y una risa grave y alegre salió de sus labios. Peter retrocedió desesperadamente, lo más que pudo, como si esperara atravesar la gran puerta de roble a sus espaldas. Los dedos del maníaco estaban casi sobre su garganta cuando la puerta crujió y se abrió de repente. Peter cayó de espaldas fuera de la habitación, su cuerpo rodó por las escaleras.

Asustado por la repentina desaparición de su víctima, el loco se detuvo un momento. La puerta se cerró automáticamente de nuevo, esta vez con firmeza. Aparentemente, no había estado bien cerrada antes.

El loco se arrojó sobre la puerta. Gritó y rasgó la madera con sus uñas, pero fue en vano. Finalmente, sus ojos, ahora más salvajes que nunca, recorrieron la habitación.

Miraba nuestras figuras atadas.

Rápidamente pasó a donde yo yacía. La soga lo desconcertó. La rompió con los dientes, como si hubiera sido un hilo. Sentí que la presión se alojaba. Era libre, pero no me atreví a moverme. De hecho, estaba completamente paralizado. Solo aguardaba que sus dedos se cerraran sobre mi cuello.

Pero sus pasos de repente se alejaron. Estaba al lado de Chic ahora.

Escuché romperse la cuerda que lo ataba.

Desesperado, rodé de la losa y me puse de pie, temblando. El ruido atrajo al loco.

Sus rasgos estaban distorsionados en una sonrisa horrible. Sus afilados dientes rechinaron como si esperaran una festín sangriento.

Saltó hacia mí, sobre la losa en la que me había acostado.

Estaba demasiado débil para esquivarlo, pero traté de sujetarlo por los hombros con firmeza, impedir que se mueva. Ahora sus ojos brillaban a menos de un pie de los míos. Una espuma nauseabunda corrió desde las comisuras de su boca. Su peso presionó contra mí. Se hizo más pesado, insoportablemente pesado.

Luego mis nervios cedieron y quedé inconsciente.

Cuando desperté estaba afuera, en el aire fresco de la noche. Chic estaba bañando mi frente con agua turbia de un charco en la carretera. El loco se había derrumbado en el mismo momento que yo. Aturdido, Chic lo volvió a acostar sobre la losa y me arrastró fuera del edificio.

Pobre Peter, lo dejamos atrás, probablemente acurrucado en la oscuridad durante el resto de la noche. Fue encontrado a la mañana siguiente, demacrado, canoso e incapaz de pronunciar una palabra inteligible.

Una imaginación demasiado vívida, forjada en un frenesí por el entorno extraño, fue la forma en que los médicos diagnosticaron su extraño caso. Chic y yo estábamos demasiado aturdidos para refutar esa teoría.

En cuanto al loco, realmente había muerto, después del breve período de animación suspendida y avivamiento temporal. Lo sé porque su esqueleto demacrado fue una de las principales decoraciones en nuestro baile de graduación.

Pero, aun sabiendo esto, a veces me despierto por las noches con un sudor frío. Solo me tranquiliza sentir el revólver debajo de la almohada.

Herbert Hipwell.

(Traducido al español por Sebastián Beringheli)




Relatos góticos. I Relatos pulp.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Herbert Hipwell: El loco (The Madman), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El Íncubo»: Hamilton Craigie; relato y análisis


«El Íncubo»: Hamilton Craigie; relato y análisis.




El Íncubo (The Incubus) es un relato de terror del escritor norteamericano Hamilton Craigie (1880-1956), publicado en la edición de abril de 1926 de la revista Weird Tales.

El Íncubo, uno de los pocos cuentos de Hamilton Craigie que ha sobrevivido, relata la historia de Gerald Marston, un arqueólogo, quizás, que se extravía en unas catacumbas de origen azteca y busca desesperadamente una salida hacia la superficie mientras carga el cuerpo de su colega, el profesor Pillsbury.

Rápidamente hay que decir que El Íncubo de Hamilton Craigie no es exactamente un relato de vampiros, o tal vez sí, pero de un vampirismo que poco tiene que ver con las razas de vampiros tradicionales.

Aquí, la figura del Íncubo, ser sobrenatural que, según la leyenda, atormenta exclusivamente a las mujeres (ver: Íncubos y Súcubos: ¿qué ocurre durante un encuentro paranormal?), adquiere una consistencia más bien metafórica y, curiosamente, también etimológica.

La palabra Íncubo proviene del latín Incubus, y significa, literalmente, «echarse encima» —del prefijo In, «encima», «sobre»; y Cubare, «acostarse», «echarse»—, y eso es precisamente lo que se observa en El Íncubo de Hamilton Craigie: un hombre que carga un cuerpo inerte sobre sus espaldas. Si bien ese peso muerto se torna insoportable a medida que Marston recorre galerías subterráneas, acechado por ratas descomunales e insospechadas criaturas de las profundidades, lo que realmente dobla sus espaldas, y su voluntad, es el peso de la culpa.

El Íncubo de Hamilton Craigie no es precisamente un gran relato, pero posee algunos matices interesantes, un desarrollo frondoso, psicológico, exagerado, que nos permite percibir en detalle el deterioro físico e intelectual de Marston a medida que vaga por túneles interminables.

De este modo, entonces, continuamos con otra traducción al español de un cuento inédito en nuestro idioma, por cierto, perteneciente a los comienzos del Pulp, con todos los defectos y virtudes que eso conlleva.




El Íncubo.
The Incubus, Hamilton Craigie (1880-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli)


El miedo acechó a Gerald Marston en el momento mismo de su entrada en la cámara: un horror intenso que puso una mano helada sobre su frente y se petrificó en su corazón. Era como si alguien invisible se hubiera extendido para hacerlo prisionero de su atmósfera, que, acentuada físicamente por las paredes viscosas, la oscuridad aterciopelada y el incesante y lento goteo del líquido sobre la piedra, enfrió su alma con un presentimiento sin nombre, la amenaza de un temor indescriptible. Y, sin embargo, algo, como él mismo dijo, estaba detrás de él: su víctima, el hombre al que había matado.

Incluso ahora caminaba sobre la superficie de la noche aceitosa: se sentía una presencia empujándolo hacia adelante inexorablemente, sin piedad. Se encontraba en la entrada de esta negrura, mientras él temblaba en una angustia de incertidumbre, pero un grado alejado del pánico que lo había atacado anteriormente, hasta que por fin, angustiado y casi loco, había tropezado con esta abertura subterránea.

Parecía haber pasado una semana desde que él, junto con el profesor Pillsbury, habían descendido a este susurrante laberinto de tumbas (largas galerías de construcción azteca que compiten en su totalidad con las catacumbas de la antigua Roma), corredores sinuosos que se cruzan en una serie de laberintos aparentemente interminables.

Había sido el propio profesor, un arqueólogo cuya devoción a su vocación equivalía casi a una obsesión, quien había sugerido la exploración. En su singularidad de propósito, recordó que había sido Marston, su amigo, quien, por así decirlo, con un triunfo muy casual, había implantado en su mente la primera semilla de sugestión.

Apenas un mes antes, Marston había felicitado a su amigo por el compromiso de este último con Lucille Westley, mujer hermosa e imperiosa. Quizás, sin embargo, había imaginado, con la esperanza pervertida que había crecido en su corazón como una llama de lujuria verde y pálida, que, dada su oportunidad, podría haber poseído a esta criatura incomparable para sí.

Y así, como un fuego destructor, su obsesión había aumentado hasta que, con la astucia de su cerebro retorcido, desarrolló un plan, o más bien, en lo profundo de su conciencia, generó un pensamiento: asqueroso, viscoso, furtivo, incluso para él mismo medio.

Cuando pasaron de la luz solar limpia a la oscuridad estigia de la caverna, de alguna manera, sin previo aviso, surgió en la mente de Marston un eco del aula: un susurro fugitivo que, podría haber jurado, adquirió repentinamente la forma y la sustancia de un discurso burlón: Faoilit decensus Avemi, le susurró al oído, como en una tenue corriente del viento.

Marston había traído consigo un rollo de soga robusta como precaución para enhebrar las profundidades inexploradas de los corredores subterráneos. La había anudado firmemente en un enganche de clavo (porque Marston había sido marinero). No había posibilidad de que se soltara, y menos de que se deshilachara contra las paredes ásperas de los pasillos, ya que en todo momento estaría floja. Como una serpiente delgada, la soga se extendió detrás de ellos.

El accidente había sido imposible de prever. Sabía que no podía suceder: y sin embargo...

El profesor, al abrir iluminar el camino con una linterna, había exclamado en voz alta ante la vívida belleza de una estalactita en su paso, adyacente a una amplia y profunda repisa de unos tres pies de altura.

—¡Ah, Gerald! —había gritado—. ¡Está viva, se retuerce con movimiento, observa cómo ha crecido, capa sobre capa de suavidad perfecta! Y la repisa, ¡la réplica perfecta de un antiguo sarcófago! ¡Mira!

Pero estaba destinado a nunca completar el discurso.

Porque al decir esas palabras tropezó, y el nudo se deslizó alrededor de su tobillo, haciéndolo tambalear. Cayó, con un ruido espantoso, boca abajo sobre la roca. Y, con su caída, la linterna se estrelló contra el suelo de la caverna, chisporroteó un momento en una breve chispa de vida, y luego murió abruptamente. A los pies de Marston, lo que había sido sensible, vivo, yacía inmóvil en el polvo.

Marston se quedó parado por un momento, con los dedos a tientas extendidos en el vacío a su alrededor. El terciopelo negro se volvió repentinamente, por así decirlo, dotado de vida y movimiento, misterioso, susurrante. Al alcance de la mano sonó bruscamente un horrible y fétido jadeo, una gran cantidad de aliento silbante que, en un repentino pánico, no reconoció como su propia respiración dificultosa.

—¡Dios! —gimió, loco, y luego, aterrorizado por el pánico al oír su voz, se calló y se quedó temblando como un caballo asustado.

Con dedos torpes se palpó en los bolsillos y sacó una caja de cerillas, finalmente, después de muchos intentos, encendió una y la sostuvo temblorosamente sobre su cabeza. No miró a la figura a sus pies, sino más allá, donde su sombra, monstruosa y grotesca, parecía arrojada de cabeza en un nicho poco profundo, dentro del cual descansaba una losa de unos tres pies de altura.

Para su imaginación distorsionada todo parecía una vaga amenaza, como si la sombra de la muerte se hubiera extendido para tocarlo, llamarlo con un dedo imperioso y frío, allí, en esa sofocante morada de oscuridad inmutable.

De repente, cuando la llama se apagó en la punta de sus dedos, dio un paso hacia atrás, tropezó, y la caja cayó de su mano nerviosa. El dominio de la oscuridad lo envolvió. Se inclinó rápidamente, con los dedos frenéticos buscando en el molde, rascándose, arañando la fiebre de la ansiedad. No encontró nada. Luego, como impulsado desde atrás por una fuerza inexorable, comenzó a correr, tropezando, cayendo, golpeándose contra los ángulos agudos e invisibles del pasillo.

El tiempo se había fusionado en una eternidad de dolor físico y tortura mental, de miedo corrosivo que lo dejó en un sudor de agonía mientras avanzaba. Perdió por completo el sentido de la orientación. Ahora, en su cerebro retorcido, el germen de un pensamiento creció, se expandió, transformó en una cacofonía insana.

Una risa, una carcajada inarticulada, resonó en sus oídos, elevándose a su alrededor en un furioso estridor de sonido. Era como si los demonios del lugar lo recibieran en medio de ellos como alguien digno de su compañía.

De nuevo cayó boca abajo, arrastrándose en un éxtasis de terror ante las risas irreconocibles. Pero incluso mientras su locura llenaba el vacío a su alrededor con formas de terror, en especial la horrible silueta que, sabía, ahora lo seguía, se puso de pie de algún modo, y se lanzó de cabeza a un receso en el corredor rocoso, el cual le habría resultado familiar si lo hubiera visto.

Fue entonces cuando escuchó el goteo incesante y lento que lo hirió de nuevo con un miedo indescriptible y reptante, haciendo que su pánico anterior empalideciera. Por un momento escuchó también un murmullo, un chirrido, un susurro que con su llegada cesó abruptamente en una débil sombra de sonido. Podría haber jurado que, furtivo, algo increíblemente rápido había rozado su pierna, lo había tocado ligeramente como una hoja muerta, arrastrada por el viento.

Conocía demasiado bien el significado de ese goteo lento y continuo, o pensó que lo conocía. Y al mismo tiempo se dio cuenta del lugar en el que estaba parado, lo reconoció por lo que era incluso en la negrura envolvente: el ritmo curiosamente sugestivo del goteo lento de la estalactita, como el goteo lento de sangre.

En su cabeza, cortando una profundidad inimaginable de la oscuridad, a través de la cual parecía estar respirando la marea aceitosa de una tenue pesadilla viscosa, todo el sentido de la dirección se había perdido por completo.

Ahora, mientras estaba de pie, dentro de esta temible catacumba, de repente tropezó, se arrodilló, adelantó una mano a tientas, y luego retrocedió con un chillido, mientras sus dedos temblorosos encontraron la superficie húmeda de un rostro humano.

Había regresado, al parecer, al cuerpo de su víctima. Era la cara de Pillsbury, fría, húmeda, silenciosa, insensible.

¡Condenado! Estaba condenado, entonces, a arrodillarse allí, en esa negrura, a tientas, solo, prisionero de esa figura silenciosa, y escuchar eternamente ese goteo incesante, regular como el latido de un corazón, un corazón insistente, cada vez más fuerte, elevándose en un verdadero trueno contra la cortina de oscuridad.

Temblando, instando a su voluntad por el esfuerzo más severo que había conocido, en un repentino intervalo lúcido pasó una mano exploradora sobre los contornos rígidos del cuerpo, que yacían, como en un féretro, sobre una especie de plataforma rocosa, tal vez de unos tres pies de altura, justo a la altura de sus hombros cuando se inclinó ante ella. ¡Pero no había estado allí antes! ¡Cuando lo había dejado, en su pánico descomunal, estaba yaciendo boca abajo en la losa!

No se le ocurrió cuestionar su posición; la extraña importancia del hecho no lo afectó en absoluto, ya que, curiosamente, con el contacto hubo un instante de tranquilidad: la Cosa que había sido Pillsbury, su amigo, la Cosa que había dejado atrás, no lo había seguido; había existido simplemente en su cobarde imaginación. O, si en efecto lo había seguido por el laberinto de corredores, ahora había regresado a su lugar de descanso elegido. Allí estaba, seguramente.

Era absurdo pensar que lo habían seguido. Los muertos no caminan, salvo en los sueños, y por eso había regresado, para demostrar que yacía justo donde lo había dejado, silencioso, frío, incapaz de moverse sin voluntad. Sobre sus manos y rodillas, sus dedos inquisitivos, trazando el contorno rígido de las extremidades, llegaron repentinamente a una línea larga, anudada alrededor del tobillo. Febrilmente sintió algo en la oscuridad, arañando las manos y las rodillas. Sí, la línea de soga corría clara, ininterrumpida, lejos del nicho.

Su repentina repulsión dio paso a una emoción primitiva, se rió entre dientes: gimió, lloró, en una horrible parodia de alegría.

Como un hombre ahogado, sujetó la soga como si por alguna magia repentina pudiera ser sacado, en el instante, de aquel laberinto de terror negro, corrosivo, como el ácido. En el otro extremo de esa delgada cuerda yacía la luz del sol, la vida y la libertad. Era, en verdad, una soga que de algún modo lo sujetaba a la vida, un medio tenue pero seguro de escapar de la muerte, cuyo rostro espeluznante, apenas un momento antes, lo había enfrentado en las profundidades de las tumbas.

En su afán por desaparecer, se enderezó de su postura arrodillada con un movimiento convulsivo, sus dedos, que sostenían la soga, la sacudieron violentamente. Antes de que pudiera levantarse se produjo un susurro, un ruido sordo y un peso sofocante descendió sobre su espalda. Cuando cayó, boca abajo en el losa, chilló como un gato. En la oscuridad, dos manos se cerraron sobre su cuello.

Curiosamente, parecían vivas y, sin embargo, no era posible. No, no podía ser, era impensable.

Por un instante inerte, pasivo, y a pesar de su terror, sus dedos todavía seguían agarrando la soga. En ese momento, cuando su pánico había disminuido un poco, descubrió que todavía estaba vivo, ileso. A pesar del tremendo esfuerzo, se puso de rodillas, tambaleándose bajo el Íncubo sobre su espalda.

Ahora que sabía lo que era, después de un intervalo, intentó soltar los dedos alrededor de su cuello, pero no pudo. Encontró ese agarre rígido, inflexible. Como una barra de hierro, resistió sus mayores esfuerzos.

Era como si una voluntad implacable, inexorable, hubiera inyectado a esas garras rígidas con un propósito. Era como si el último esfuerzo sensible de una inteligencia hubiera, por alguna cualidad sobrenatural, ordenado a esos dedos un mensaje, una orden a realizar. Rigor mortis, eso fue todo, pensó, el agarre inquebrantable de esos dedos implacables se debía a eso: Los dedos vengativos de Pillsbury, que se extienden incluso después de la muerte, en un terrible círculo de fatalidad.

Pero Marston se puso lentamente de pie, tambaleándose, balanceándose bajo esa carga espantosa cuyos dedos fueron arrancados por un esfuerzo sobrehumano de su cuello. Entonces estos se clavaron en sus hombros como ganchos de acero.

—¡Dios! —murmuró de nuevo, en una parodia inconsciente, un horrible burlesco de súplica—. Es el final, entonces.

Debilitado como estaba, sus nervios eran una maraña de cables discordantes, su mente era un caos de pensamientos desconcertados, frenéticos. Se puso de pie, indefenso, balanceándose, atrapado en las ideas insensatas de su propia fabricación.

Ya no era un hombre sino una bestia, su cerebro se libró de todo pensamiento, excepto del impulso ciego e irracional de vivir, como un animal que extrajo, de un depósito físico insospechado dentro de él, la fuerza necesaria para proceder.

Le llegó entonces un impulso bruto, inhumano, una fuerza desconocida. Continuó avanzando, cayendo a veces, levantándose como con el último esfuerzo desgastado de un corredor, sin embargo, de alguna manera continuaba y seguía su camino a lo largo de ese delgado hilo cuyo otro extremo, a millas de distancia, a siglos de distancia, se extendía en el éter del Cielo.

En una pesadilla de negrura sofocante. disparado a veces con los fuegos rojos del pozo, avanzó, y entonces lo vio, con un repentino y agónico retorno a la percepción del ser humano: esos fuegos eran ojos, venenosos, odiosos, rojos con la lujuria de una profana anticipación.

Escuchó sobre él el deslizamiento de cuerpos demacrados, el golpeteo de innumerables pies: ratas, pero de un tamaño desmesurado, enormes y voraces, infestando aquel reino subterráneo de los muertos.

Mientras se moviera, sabía que no lo atacarían. Mientras viviera, incluso sin movimiento, creía que estaba a salvo. Pero, ¿por qué se habían abstenido hasta ahora de acercarse? No se detuvo a analizarlo. El impulso interior seguía activo, y lo instó a seguir avanzando como en una carrera contra la muerte.

Los sonidos que había escuchado, los chillidos, las galimatías —como ghouls perturbados en una reunión espantosa—, ¿Qué significaban? En algún lugar había oído hablar de mineros borrachos, dormidos en las profundidades, llevados a un repentino y horrible despertar por labios fríos que les acariciaban la mejilla o el cuello.

Una extraña alucinación comenzó a poseerlo: débilmente soñó que su terrible carga estaba viva, pero inconsciente, insensible. Pero él sabía que era una alucinación. No haría ningún esfuerzo inmediato para deshacerse de la Cosa que llevaba, al menos no ahora. Cuando se hiciera más fuerte la enterraría, la escondería. Los años podrían pasar, hasta que una partida de trabajadores la descubra en uno de los innumerables corredores, un esqueleto, apenas. No podría haber condena sin evidencia, y no habría asesinato sin una víctima producida a su debido tiempo.

Pareció que este pensamiento dio lugar al terror del pánico que dominaba su fuga. El instinto solo lo mantuvo en su curso. Si hubiera habido luz, podría haber visto la espuma que se acumulaba en sus labios, la mirada vidriosa de sus ojos.

Nuevamente cayó, y esta vez le pareció que el círculo cada vez más se volvía más estrecho. Incluso para su cerebro apagado, se dio cuenta de una rapacidad inteligente en esos ojos ardientes, una anticipación. De alguna manera, una vez más, se enderezó, después de una agonía multiplicada de esfuerzo, pero sintió, en lo más profundo de su conciencia, que no era más que un títere en manos de un destino despiadado, condenado a vagar para siempre con su carga detestable.

De repente, un destello, como una espada ardiente, cortó el funcionamiento apagado de su inteligencia: la bestia que era Marston se tambaleó con la duda que había penetrado en la superficie de su coma físico. ¿Qué pasaría si la línea que seguía condujera, no hacia el brillo limpio del aire exterior, sino, por un terrible error, aún más hacia adentro, hacia el útero de las colinas, más y más profundo en el olvido, hacia abajo y hacia abajo en el infierno más extremo?

En el flujo y el reflujo de las imágenes que habían tomado el lugar del pensamiento coherente, vio todo esto, sintió que era una posibilidad, y con horror se esforzó una vez más para deshacerse de este tirano insensato, este Íncubo montado a sus espaldas, rodeando sus costados con pies grotescamente colgantes, espoleándolo en un loco torrente de miedo y dolor del que no podía escapar.

Pero fue inútil. Por más que lo intentó, no pudo soltar ese agarre de acero. Estaba lo suficientemente débil como para hacer inútil cualquier esfuerzo para desalojar esos dedos aferrados, y lo suficientemente fuerte como para continuar su progreso. Debía seguir, seguir hasta que la carne y la sangre no puedan soportar más, la víctima de su propia invención, el verdadero esclavo de su alma apasionada. Y cuando finalmente cayera, incapaz de volver a levantarse, entonces vendría, no un olvido rápido, sino la muerte, de hecho, persistente, horrible, impensable, incluso para una bestia.

El tiempo había cesado, el sentimiento había cesado; el pensamiento solo permaneció en la tenue chispa que brillaba en algún lugar dentro de él, parpadeando ahora, en el centro de su ser incluso cuando a su alrededor se estrechaba el círculo caído de los ojos ardientes.

Con la lentitud infinita del agotamiento, sus pies se movieron, se arrastraron, avanzaron, mientras que a sus espaldas esos otros pies sin vida se levantaron y cayeron en una parodia grotesca de la vida, del movimiento, estimulando su alma casi desmayada.

Débilmente se dio cuenta que el piso sobre el que se movía había tomado una tendencia al alza; sintió que la línea se tensaba de repente; entonces, abruptamente, ante él, por un instante, un destello pálido parpadeó y murió como a lejanas distancias. Invocando al último remanente de su fuerza, comenzó a correr, o pensó que lo hacía, pero en realidad se movió por centímetros, y por centímetros el tenue brillo creció, se expandió, se amplió en un gris luminoso.

Tropezando, resbalando, balanceándose de un lado a otro, la visión de esa pálida sombra del día lo embriagó con una euforia febril, a pesar de la debilidad que parecía disolver su ser.

Estaba a salvo.

Por un último esfuerzo titánico, un tremendo desgarramiento de la voluntad, cayó, en lugar de tambalearse, en el aire exterior: contemplaba, con ojos sin brillo, el círculo de rostros que lo rodeaban, fijos, y labios blancos y caras trabajadoras. Luego se arrodilló abruptamente cuando las ansiosas manos lo liberaron de su carga. Escuchó voces sin sentido, pero llenas de significado.

Cayó instantáneamente por una larga escalera hacia la profunda y envolvente misericordia de la inconsciencia.

Después de un intervalo intemporal, abrió los ojos y los volvió a cerrar, parpadeando como un búho ante la fuerte luz del sol. Oyó una voz, incoherente, que balbuceaba. Después de un momento reconoció que era la suya:

—La estalactita, fue la estalactita la que lo mató, les digo que fue un accidente… un accidente.

Puso los ojos en blanco. Le llegó un grito loco, estrangulado, de repentina comprensión, antes de que el espeso velo de la locura descendiera sobre él para siempre:

—Las ratas... saben...

Ante él, blanco como la muerte, las manos marcadas por la piedra áspera que había arañado, un vendaje limpio sobre su frente, estaba el rostro de Pillsbury.

En ese breve instante, algo se rompió en el cerebro de Marston.

Pensó en el sueño borracho de los mineros, el mordisqueo de las ratas, el despertar de Pillsbury a la conciencia, su esfuerzo instintivo y ascendente para escapar, la Cosa a sus espaldas.

Marston, por una especie de justicia poética, había sido el salvador involuntario de su víctima.

Hamilton Craigie (1880-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli)




Relatos góticos. I Relatos de Hamilton Craigie.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hamilton Craigie: El Íncubo (The Incubus), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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