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«Mundos perdidos»: Clark Ashton Smith; libro y análisis


«Mundos perdidos»: Clark Ashton Smith; libro y análisis.




Mundos perdidos (Lost Worlds) es una colección de relatos de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado por Arkham House en 1944.

Mundos perdidos es una de las grandes antologías del relato pulp de aquellos años, la cual agrupa buena parte de los mejores cuentos de Clark Ashton Smith escritos hasta entonces. La mayoría de estos relatos pertenecen a los ciclos de Hiperbórea, Averoigne y Zothique, entre otros; los cuales a su vez se inscriben dentro del universo del relato fantástico y la ciencia ficción.




Mundos perdidos.
Lost Worlds, Clark Ashton Smith (1893-1961)




Relatos góticos. I Relatos de Clark Ashton Smith.


El análisis y resumen del libro de Clark Ashton Smith: Mundos perdidos (Lost Worlds), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Fuera del espacio y el tiempo»: Clark Ashton Smith; libro y análisis


«Fuera del espacio y el tiempo»: Clark Ashton Smith; libro y análisis.




Fuera del espacio y el tiempo (Out of Space and Time) es una colección de relatos fantásticos del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicada por Arkham House en 1942.

Fuera del espacio y el tiempo reune algunos de los grandes cuentos de Clark Ashton Smith, muchos de ellos vinculados al relato de terror, el horror cósmico, y los Mitos de Cthulhu. Recordemos que el autor fue uno de los miembros más importantes del Círculo de Lovecraft, aquel grupo de escritores de relatos pulp que colaboraron para expandir el universo de los Mitos de H.P. Lovecraft.

En este sentido, la influencia de Clark Ashton Smith en los Mitos de Cthulhu se percibe claramente en varios de los relatos que integran Fuera del espacio y el tiempo; donde además podemos encontrar ejemplos brillantes de los ciclos de Averoigne, Poseidonis, Hiperbórea y Zothique.




Fuera del espacio y el tiempo.
Out of Space and Time, Clark Ashton Smith (1893-1961)




Antologías. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del libro de Clark Ashton Smith: Fuera del espacio y el tiempo (Out of Space and Time), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La santidad de Azédarac»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.


«La santidad de Azédarac»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.




La santidad de Azédarac (The Holiness of Azédarac) es un relato de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1933 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1944: Mundos perdidos (Lost Worlds).

La santidad de Azédarac, posiblemente uno de los cuentos de Clark Ashton Smith, pertenece al Ciclo de Averoigne, y tangencialmente integra el universo de los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft a través de la inclusión de El libro de Eibon (Liber Ivonis) [ver: Relatos de «El Libro de Eibon»]





La santidad de Azédarac.
The Holiness of Azédarac, Clark Ashton Smith (1893-1961)

-¡Por la cabra de las mil tetas! ¡Por la cola de Dagón y los cuernos de Derceto! —dijo Azédarac mientras acariciaba el pequeño frasco panzudo lleno de un líquido escarlata colocado en la mesa frente a él—. Algo hay que hacer con este pestilente hermano Ambrosio. He descubierto ahora que ha sido enviado a Ximes por el arzobispo de Averoigne sin ningún otro propósito que reunir pruebas de mi conexión subterránea con Azazel y los Antiguos. Ha espiado mis invocaciones en las criptas, ha escuchado las fórmulas ocultas y ha contemplado la auténtica manifestación de Lilith, e incluso de Iog-Sotôt y Sodagui, esos demonios que son más antiguos que el mundo; y esta misma mañana, hace una hora, ha montado en su asno blanco para el viaje de regreso a Vyones. Hay dos maneras —o, en un sentido, hay una manera— en las cuales puedo evitar las molestias e inconvenientes de un juicio por brujería: el contenido de este frasco debe ser administrado a Ambrosio antes de que llegue al final de su viaje, o, a falta de esto, yo mismo me veré obligado a hacer uso de un medicamento semejante.

Jehan Mauvaissoir miró el frasco y luego a Azédarac. No estaba en absoluto horrorizado, ni siquiera sorprendido, por los nada episcopales juramentos y afirmaciones poco antieclesiásticas que acababa de escuchar del obispo de Ximes. Había conocido al obispo demasiado tiempo y demasiado íntimamente, y le había prestado demasiados servicios de una naturaleza anticonvencional, para sorprenderse ante nada. De hecho, había conocido a Azédarac mucho antes de que el hechicero hubiese soñado con convertirse en sacerdote, en una fase de su existencia que era del todo insospechada por las gentes de Ximes; y Azédarac no se había molestado en tener muchos secretos con Jehan en ningún momento.

—Comprendo —dijo Jehan—. Puedes contar conque el contenido del frasco será administrado. El hermano Ambrosio difícilmente viajará con rapidez sobre aquel asno blanco que va al paso; y no alcanzará Vyones antes de mañana al mediodía. Hay tiempo abundante para alcanzarle. Por supuesto, él me conoce. O, al menos, conoce a Jehan Mauvaissoir... Pero eso puede remediarse fácilmente.

Azédarac sonrió confiado.

—Dejo el asunto y el frasco en tus manos, Jehan. Por supuesto, no importa cuál sea el resultado; con todos los medios satánicos y pre—satánicos a mi disposición, no estaré en ningún gran peligro por parte de esos fanáticos mentecatos. Sin embargo, me encuentro muy cómodamente situado aquí en Ximes, y el destino de un obispo cristiano que vive entre el olor del incienso y de la piedad, y mantiene mientras tanto un acuerdo privado con el Adversario, es ciertamente preferible a la vida accidentada de un hechicero de campo. Preferiría no ser molestado o distraído, o ser expulsado de mi sinecura, si algo semejante puede evitarse.

—Ojalá que Moloch devore a ese pequeño mojigato maricón de Ambrosio —continuó—, debo estar volviéndome viejo y tonto al no haber sospechado de él antes. Fue la expresión horrorizada y de asco que tenia últimamente lo que me hizo pensar que había observado a través del agujero de la cerradura los ritos subterráneos. Entonces, cuando oí que se marchaba, sabiamente decidí revisar mi biblioteca y descubrí que el Libro de Eibon, que contiene los hechizos más antiguos y la sabiduría secreta olvidada por el hombre, de Iog—Sotôt y Sodagui, había desaparecido. Como tú sabes, había sustituido su encuadernación original de piel de un aborigen subhumano por la de cordero de un misal cristiano y había rodeado el volumen con filas de libros de oración legítimos. Ambrosio se lleva debajo de su túnica una prueba concluyente de que soy un adicto de las Artes Negras. Nadie en Averoigne será capaz de leer el alfabeto inmemorial de Hiperboria; pero las ilustraciones hechas con sangre de dragón y los dibujos bastarán para condenarme.

Amo y criado se miraron mutuamente durante un intervalo de silencio significativo. Jehan miró con respeto la estatura orgullosa, las facciones tristemente marcadas, la tonsura rizada, la extraña y rojiza cicatriz en forma de media luna sobre la pálida frente de Azédarac, los brillantes puntos de fuego amarillo naranja que parecían arder en las profundidades del ébano líquido y congelado de sus ojos. Azédarac, por su parte, estudió con confianza las facciones vulpinas y el aire discreto, inexpresivo, de Jehan, quien podría haber sido —y aún podía serlo, si fuese necesario— cualquier cosa, desde un emisario a un clérigo.

—Es lamentable —continuó Azédarac— que cualquier duda sobre mi santidad y probidad devocional se haya levantado entre la clerecía de Averoigne. Pero supongo que era inevitable tarde o temprano. Aunque la principal diferencia entre yo mismo y otros muchos eclesiásticos es que yo sirvo al demonio a sabiendas y por mi propia voluntad, mientras que ellos hacen lo mismo en su ceguera sanctimoniosa... Sin embargo, debemos hacer lo que podamos para retrasar la mala hora del escándalo público y la expulsión de nuestro bien emplumado nido En la actualidad, sólo Ambrosio puede probar algo para mi daño; y tú, Jehan, enviarás a Ambrosio a un reino en que sus chivateos frailunos tendrán escasas consecuencias. Después de eso, estaré doblemente vigilante. El próximo emisario de Vyones, te lo aseguro, no encontrará otra cosa sobre la que informar que santidad y el recitado del Rosario.


II.
Los pensamientos del hermano Ambrosio estaban gravemente perturbados, y en contraste con la tranquila escena rústica que le rodeaba, mientras cabalgaba a través del bosque de Averoigne entre Ximes y Vyones. El horror anidaba en su corazón como un nido de malignas víboras; y el maléfico Libro de Eibon, ese manual de hechicería primordial, parecía arder debajo de su túnica como un enorme y caliente amuleto satánico, apoyado contra su regazo. No por primera vez, se le ocurrió la idea de que Clemente, el arzobispo, hubiese delegado en otro para investigar la negra depravación de Azédarac. Residiendo durante un mes en el hogar del obispo, Ambrosio había aprendido demasiado para la tranquilidad del espíritu de un piadoso clérigo y había visto cosas que eran como una mancha secreta de terror y vergüenza en las páginas blancas de su memoria. Descubrir que un prelado cristiano podía servir a los poderes de la más completa perdición, que podía recibir en privado perversiones más antiguas que Asmodai, era abismalmente intranquilizador para su alma devota; y desde entonces le había parecido oler la corrupción por todas partes, y había sentido por todos lados el avance serpentino del oscuro Adversario.

Mientras cabalgaba a través de los tristes pinos y los verdosos hayales, deseó también haber montado sobre algo más rápido que este amable asno, blanco como la leche, destinado a su uso por el arzobispo. Era seguido por la sugestión sombría de burlones rostros de gárgolas, de invisibles pies hendidos, que le seguían detrás de los árboles que se amontonaban y a lo largo de los umbrosos recodos del camino. En los oblicuos rayos, en las alargadas redes de sombras traídas por la tarde agonizante, el bosque parecía esperar, conteniendo el aliento, el apestoso y furtivo acontecer de cosas innominables. Sin embargo, Ambrosio no había encontrado a nadie en varias millas; y no había visto ni animal ni pájaro ni víbora en el bosque veraniego. Sus pensamientos volvían con insistencia temible hacia Azédarac, quien le parecía un Anticristo alto, prodigioso, alzando sus negras vanguardias y su figura gigantesca del barro ardiente de Abaddon. De nuevo, vio los sótanos debajo de la mansión del obispo, en los cuales una noche fue testigo de una escena de terror y asquerosidad infernales. Había contemplado al obispo envuelto en las coloridas exhalaciones de incensarios malditos, que se mezclaban en medio del aire con los vapores sulfurosos y bituminosos del abismo; y a través de los vapores había visto los miembros que se ondulaban lascivamente, los engañosos rasgos, que se deshacían, de asquerosas y enormes entidades... Recordándolas, tembló de nuevo ante la preadamita lujuria de Lilit, de nuevo sintió un escalofrío ante el horror transgaláctico del demonio Sodagui y la fealdad ultra—dimensional del ser conocido como Iog—Sotôt por los hechiceros de Averoigne.

Cuán perniciosamente poderosos y subversivos, pensó él, eran estos demonios de antigüedad inmemorial, quienes habían situado a su sirviente Azédarac en el propio seno de la Iglesia, en una situación de confianza elevada y sagrada. Durante nueve años, el malvado prelado había mantenido la posesión de su cargo sin despertar sospechas ni ser puesto en duda, había envilecido la tiara obispal de Ximes con descreimientos que eran mucho peores que los de los sarracenos. Entonces, de alguna manera, a través de un canal anónimo, un rumor había alcanzado a Clemente, un aviso susurrado que ni siquiera el arzobispo se había atrevido a decir en voz alta; y Ambrosio, un joven monje benedictino, había sido enviado para estudiar privadamente la vileza que se extendía, que amenazaba la integridad de la Iglesia. Sólo en ese momento, se acordó alguien de lo poco que se sabía con seguridad en relación a los antecedentes de Azédarac; cuán tenues eran sus pretensiones a un ascenso eclesiástico, o hasta al simple sacerdocio; lo oscuros y dudosos que eran los pasos por los cuales había alcanzado su puesto. Fue entonces cuando se supo que una brujería formidable había estado operando.

Nerviosamente, Ambrosio se preguntó si Azédarac ya había descubierto que el Libro de Eibon había sido retirado de los misales que contaminaba con su presencia, y cuánto tardaría en conectar la desaparición del volumen con la partida de su visitante. En este punto, las meditaciones de Ambrosio fueron interrumpidas por el duro resonar de herraduras galopantes, que se aproximaban por detrás. La aparición de un centauro, procedente de los más antiguos bosques del paganismo, difícilmente podría haber despertado en él un pánico más vivo; y miró nerviosamente por encima del hombro al jinete que se aproximaba. Esta persona, montada sobre un buen caballo negro con arreos opulentos, era un hombre de barba poblada y evidente importancia, porque sus alegres ropajes eran propios de un noble o un cortesano. Alcanzó a Ambrosio y pasó de largo con una educada inclinación de cabeza, aparentemente absorbido por completo en sus propios asuntos. El monje se sintió muy aliviado, aunque vagamente preocupado durante unos instantes, por la sensación de que había visto anteriormente, en circunstancias que era incapaz de recordar, los ojos estrechos y el perfil afilado que contrastaban tan extrañamente con la poblada barba del jinete. Sin embargo, estaba bastante seguro de que nunca había visto a aquel hombre en Ximes. El jinete desapareció pronto detrás de un recodo frondoso de la arbórea pista. Ambrosio volvió al horror piadoso y a la aprehensividad de su anterior soliloquio.

Al continuar, le pareció que el sol se había puesto con una rapidez lamentable e inoportuna. Aunque los cielos sobre él estaban limpios de nubes y el aire libre de vapores, los bosques se hallaban sumergidos en una lobreguez inexplicable que aumentaba visiblemente por todos lados. Y, en esta tiniebla, los troncos de los árboles estaban extrañamente distorsionados y las masas bajas de follaje adquirían formas antinaturales e inquietantes. Le pareció a Ambrosio que el silencio a su alrededor era una frágil película a través de la cual el ronco rumor y el murmullo de voces diabólicas podría abrirse paso en cualquier momento como la madera podrida sumergida que se alza de nuevo a la superficie de la corriente de un río de raudo fluir. Con mucho alivio, recordó que no se encontraba lejos de una posada situada al lado del camino, conocida como la posada de Bonne Jouissance. Aquí, dado que le faltaba poco para completar la mitad de su viaje a Vyones, decidió reposar durante la noche.

Un minuto más, y vio las luces de la posada. Ante su brillo, benigno y dorado, las equívocas sombras del bosque que le seguían parecieron parar y retirarse cuando alcanzó el refugio del patio, sintiéndose como alguien que había escapado por los pelos de un ejército de peligrosos duendes. Entregando su montura al cuidado del sirviente del establo, Ambrosio entró en el cuarto principal de la posada. Allí fue recibido con el respeto debido a su hábito por el forzudo y seboso posadero y, tras asegurársele que los mejores alojamientos del lugar estaban a su disposición, se sentó en una de las diversas mesas donde los otros huéspedes se habían reunido para esperar la cena. Entre ellos, Ambrosio reconoció al jinete de poblada barba que le había alcanzado en los bosques hacía una hora. Estaba sentado solo, un poco separado. Los otros invitados, una pareja de sederos, un notario y dos soldados, reconocieron la presencia del monje con toda la debida educación; pero el jinete se levantó de su mesa y, acercándose hasta Ambrosio, comenzó inmediatamente a hacerle propuestas que excedían la normal educación.

—¿No cenará conmigo, señor fraile? —invitó con una voz brusca pero insinuante que resultaba extrañamente familiar a Ambrosio, y que, sin embargo, como el perfil lobuno, no podía reconocer en aquel momento.

—Soy el Sieur des Èmaux, natural de Touraine, a vuestro servicio —el hombre continuó—. Parece que estamos viajando en la misma dirección y posiblemente con el mismo destino. El mío es la ciudad catedralicia de Vyones. ¿Y el vuestro?

Aunque estaba vagamente molesto, e incluso sentía algunas sospechas, Ambrosio se encontró incapaz de rechazar la invitación. Como respuesta a la última pregunta, reconoció que él mismo también se encontraba en camino hacia Vyones. No le gustaba del todo el Sieur des Èmaux, cuyos ojos rasgados devolvían la luz de las velas de la posada con un brillo equívoco, y cuyos modales resultaban hasta cierto punto melosos, por no decir cargantes. Pero no parecía existir razón ostensible para rechazar una cortesía que era sin duda bienintencionada y genuina. Acompañó a su anfitrión a su mesa separada.

—Pertenece a la orden benedictina, he observado —dijo el Sieur des Èmaux mirando al monje con esa extraña sonrisa mezclada de ironía furtiva—. Es una orden que yo siempre he admirado grandemente, una muy noble y digna hermandad. ¿No podría preguntarle su nombre?

Ambrosio proporcionó la información pedida con una curiosa desgana.

—Bueno, entonces, hermano Ambrosio —dijo el Sieur des Èmaux—, sugiero que bebamos por la salud y prosperidad de su orden con el vino rojo de Averoigne mientras esperamos que nos sea servida la cena. El vino es siempre bienvenido en un viaje largo, y no es menos beneficioso antes de una buena comida que después.

Ambrosio murmuró un asentimiento involuntario. No hubiera sido capaz de decir el porqué, pero la personalidad de aquel hombre le resultaba cada vez más desagradable. Le parecía detectar un siniestro doble sentido por debajo de la voz ronroneante, sorprender una intención malvada en aquella mirada de párpados cargados. Y, mientras tanto, su cerebro era atormentado por sugerencias de una memoria olvidada. ¿Había visto a su interlocutor en Ximes? ¿Era el autoproclamado Sieur des Èmaux un secuaz de Azédarac disfrazado? El vino fue ahora pedido por su anfitrión, quien abandonó la mesa para hablar con el posadero sobre ese asunto, e incluso insistió en hacer una visita a la bodega para poder seleccionar una cosecha adecuada en persona. Notando la reverencia prestada a aquel hombre por el público de la taberna, quien se dirigía a él por su nombre, Ambrosio se sintió tranquilizado hasta cierto punto. Cuando el posadero, seguido por el Sieur des Èmaux, regresó con dos jarras de barro llenas de vino, prácticamente había conseguido olvidar sus vagas dudas y todavía más vagos temores.

Dos grandes copas fueron colocadas sobre la mesa, y el Sieur des Èmaux las llenó inmediatamente con el contenido de una de las jarras. Le pareció a Ambrosio que la primera de aquéllas jarras ya contenía una pequeña cantidad de algún fluido sanguinolento, antes de que el vino fuese vertido en su interior; pero no podría haberlo jurado bajo aquella tenue luz, y pensó que debería estar equivocado.

—Aquí hay dos cosechas inigualables —dijo el Sieur des Èmaux, indicando las copas—; ambas son tan excelentes, que soy incapaz de elegir entre ellas; pero tú, hermano Ambrosio, quizá seas capaz de decidir sobre sus méritos con un paladar más fino que el mío —empujó una de las copas llenas hacia Ambrosio.

—Éste es un vino de La Frênaie —dijo él—. Bebe, en verdad te transportará de este mundo en virtud del poderoso fuego que duerme en su interior.

Ambrosio tomó la jarra que se le ofrecía y se la llevó a los labios. El Sieur de Èmaux estaba inclinado hacia adelante sobre su propia copa inhalando su bouquet, y algo en su postura resultaba aterradoramente familiar a Ambrosio. En un gélido fogonazo de horror, su memoria le dijo que las facciones, delgadas y afiladas detrás de la barba cuadrada, eran sospechosamente parecidas a las de Jehan Mauvaissoir, a quien había visto con frecuencia en el hogar de Azédarac, y quien, como tenía razones para pensar, estaba implicado en las hechicerías del obispo. Se preguntó por qué no había reconocido el parecido antes, y qué brujería había nublado su capacidad de recordar. Incluso ahora no estaba seguro, pero la simple sospecha le aterrorizaba como si alguna mortífera serpiente hubiese levantado la cabeza desde el otro lado de la mesa.

—Bebe, hermano Ambrosio —insistió el Sieur des Èmaux, vaciando su propia copa—. A tu salud y a la de todos los buenos benedictinos.

Ambrosio vaciló. Los fríos ojos hipnóticos de su interlocutor estaban sobre él y era incapaz de negarse, a pesar de todos sus temores. Temblando ligeramente, con la sensación de alguna coacción irresistible, y con el presentimiento de que podía caer muerto por el efecto repentino de un veneno virulento, vació su copa. Un instante más, y sintió que sus peores miedos habían estado justificados. El vino ardió como las llamas líquidas de Phlegethon en su garganta y en sus labios; parecía llenar sus venas con caliente mercurio infernal. Entonces, de repente, un frío insoportable inundó su ser; un gélido remolino le envolvió con espirales de rugiente aire, la silla se derritió bajo su peso y cayó a través de interminables espacios helados. Las paredes de la posada habían volado como vapores que se disuelven; las luces se apagaron como las estrellas en la niebla negra de una marisma; y el rostro del Sieur des Èmaux se desvaneció con ellas en las sombras que se revolvían, como una burbuja en un remolino nocturno.


III

Con cierta dificultad, Ambrosio se convenció a sí mismo de que no estaba muerto. Le pareció haber caído eternamente, a través de una noche gris habitada por formas siempre cambiantes, con masas borrosas e inestables que parecían disolverse dentro de otras masas antes de alcanzar un perfil definido. Por un momento, había nuevamente paredes a su alrededor; y entonces volvió a caer, de terraza en terraza, por un mundo de árboles fantasmas. A ratos, pensó que también había rostros humanos, pero todo era dudoso y evanescente, todo era humo flotante y oleadas de sombra. Abruptamente, sin sensación de tránsito ni impacto, descubrió que ya no caía. La vaga fantasmagoría en torno a él había vuelto a ser una escena definida, pero una escena en que no había rastro de la posada de Bonne Jouissance o del Sieur des Èmaux.

Ambrosio observó, a través de ojos incrédulos, una situación que resultaba verdaderamente increíble. Estaba sentado a plena luz del día en un gran bloque cúbico de granito toscamente pulido. Alrededor de él, a escasa distancia, más allá del espacio abierto de un prado con hierba, estaban los altos pinos y frondosos hayales de un bosque antiguo, cuyas ramas ya habían sido tocadas por el oro de un sol poniente. Inmediatamente enfrente de él, había varios hombres en pie. Estos hombres parecían mirar a Ambrosio con un asombro profundo, casi religioso. Eran barbudos y de aspecto salvaje, con túnicas blancas de una moda que él nunca había visto. Su cabello era largo y con nudos, como nidos de negras serpientes, y sus ojos ardían con un fuego frenético. Cada uno de ellos portaba en su mano derecha un tosco cuchillo de afilada piedra pulida. Ambrosio se preguntó si no habría muerto después de todo y si estos seres eran los extraños demonios de algún infierno ignoto. Teniendo en cuenta lo que había sucedido, y a la luz de las creencias del propio Ambrosio, no era una conjetura irracional. Miró con azoramiento lleno de miedo a los supuestos demonios, y comenzó a murmurar una oración al Dios que le había abandonado tan inexplicablemente a sus enemigos espirituales. Entonces recordó los poderes nigrománticos de Azédarac y concibió otra premisa: que había sido transportado corporalmente de la posada de Bonne Jouissance y entregado a manos de estas entidades pre—satánicas que servían al obispo hechicero. Convencido de su propia solidez e integridad corporal, y reflexionando que aquélla era difícilmente la situación que le correspondía a un alma descarnada, y además que la escena selvática que le rodeaba era difícilmente característica de las regiones infernales, aceptó esto como la verdadera explicación. Todavía estaba vivo y sobre la tierra, aunque las circunstancias de su situación eran más que misteriosas y estaban llenas de un peligro grave y desconocido.

Los extraños seres habían mantenido un completo silencio, como si estuviesen demasiado asombrados para hablar. Escuchando los rezos murmurados de Ambrosio, parecieron recobrarse de su sorpresa y se volvieron, no sólo capaces de hablar, sino vociferantes. Ambrosio no podía comprender ninguno de sus chillones vocablos, en los cuales los sonidos silbados, los guturales y los aspirados se combinaban a menudo de una manera que resultaba difícil imitarlos para una lengua humana normal. Sin embargo, entendió varias veces la palabra taranit repetida, y se preguntó si era ése el nombre de un demonio especialmente malévolo. El habla de los extraños seres empezó a adquirir una especie de tosco ritmo, como la entonación de un canto primordial. Dos de ellos avanzaron y sujetaron a Ambrosio, mientras que las voces de sus compañeros se alzaron en una aguda y malévola letanía.

Apenas consciente de lo que había sucedido y aún menos de lo que vendría después, Ambrosio fue arrojado tumbado sobre el bloque de granito y sujetado por uno de sus captores, mientras el otro levantaba en alto el afilado cuchillo de sílex que portaba. La hoja estaba en el aire, encima del corazón de Ambrosio, y el monje se dio cuenta, con repentino temor, de que caería con terrible velocidad y le atravesaría en un instante. Entonces, por encima del canto demoniaco, que se había elevado a un frenesí loco y maligno, escuchó una voz de mujer dulce y autoritaria. En medio de la confusión incontrolada de su pánico, las palabras le resultaron extrañas y sin sentido; pero fueron comprendidas claramente por sus captores, e interpretadas como una orden que no podían desobedecer. El cuchillo de piedra fue retirado con desgana, y a Ambrosio se le permitió sentarse sobre la plana losa.

Su salvadora estaba de pie en el borde del prado, bajo la amplia sombra de un antiguo pino. Avanzó, y los individuos de túnica blanca retrocedieron ante ella con evidente respeto. Era muy alta, con una conducta resuelta y un porte regio. Llevaba un vestido azul oscuro, hecho con una tela brillante, como el azul lleno de estrellas de las oscuras noches de verano. Su pelo estaba recogido en una trenza castaña con brillos dorados, tan pesada como los resplandecientes anillos de una serpiente oriental. Sus ojos eran de un extraño ámbar; sus labios, un toque bermellón con la frialdad umbría de los bosques, y su piel era de una claridad alabastrada. Ambrosio vio que era hermosa; pero le inspiraba la misma reverencia que podría haber sentido ante una reina, junto a algo del miedo y aturdimiento que un joven y virtuoso monje sentiría en la peligrosa presencia de algún tentador súcubo.

—Ven conmigo —dijo a Ambrosio, en una lengua que sus estudios monacales le permitieron reconocer como una variante anticuada del francés de Averoigne, un idioma que se suponía que ningún hombre había hablado desde hacía muchos siglos. Obedientemente, y muy maravillado, se levanto y la siguió, sin ningún impedimento por parte de sus coléricos y renuentes captores. La mujer le condujo a lo largo de un estrecho sendero que culebreaba sinuoso a través del profundo bosque. En breves momentos, el prado, el bloque de granito y el puñado de hombres vestidos de blanco se perdieron de vista tras el denso follaje.

—¿Quién eres tú? —preguntó la dama, volviéndose hacia Ambrosio—. Pareces uno de esos misioneros locos que, hoy en día, están empezando a entrar en Averoigne. Creo que la gente les dice cristianos. Los druidas han sacrificado tantos a Taranit, que me asombro ante tu temeridad de venir aquí.

Ambrosio encontró difícil de comprender el arcaico fraseado; y el sentido de sus palabras era tan completamente extraño y sorprendente, que estaba seguro de haberla comprendido mal.

—Soy el hermano Ambrosio —replicó, expresándose lenta y torpemente en aquel dialecto, largo tiempo en desuso—. Por supuesto que soy un cristiano; pero confieso que no consigo comprenderte. He oído hablar de los druidas paganos; pero seguramente fueron expulsados de Averoigne hace muchos siglos.

La mujer se quedó mirando a Ambrosio con clara pena y asombro; sus ojos castaño amarillentos eran claros y brillantes como un vino añejo.

—Pobrecillo —dijo ella—. Me temo que tus temibles experiencias han servido para alterarte. Fue afortunado que llegase en ese momento y que decidiese intervenir. Rara vez me entrometo con los druidas y sus sacrificios, pero te vi sentado sobre su altar hace un rato y me quedé impresionada por tu juventud y galanura.

Ambrosio se sentía, cada vez más, como si hubiese sido víctima de una hechicería muy rara; pero, incluso entonces, se encontraba lejos de sospechar el verdadero alcance de esa hechicería. Se dio cuenta, entre divertido y consternado, de que le debía la vida a aquella extraña y hermosa mujer que estaba a su lado, y comenzó a farfullar su gratitud.

—No hace falta que me des las gracias —dijo la dama con una dulce sonrisa—. Yo soy Moriamis la hechicera, y los druidas temen mi magia, que es más eficaz y excelente que la suya, aunque la uso sólo en beneficio de los hombres, nunca para su ruina o perdición.

El monje se entristeció al saber que su hermosa liberadora era una hechicera, aunque sus poderes fuesen declaradamente benignos. El conocimiento aumentó su alarma; pero consideró que seria atinado ocultar sus emociones a este respecto.

—En verdad, te estoy agradecido —protestó él—. Y ahora, si puedes decirme cual es el camino a la posada de Bonne Jouissance, que abandoné no hace mucho, estaría todavía más en deuda contigo.

Moriamis juntó sus livianas cejas.

—Nunca he oído hablar de la posada de Bonne Jouissance. No existe tal lugar en esta región.

—Pero este es el bosque de Averoigne, ¿no es así? —preguntó el asombrado Ambrosio. Y seguramente no nos encontramos lejos de la carretera que va desde Ximes hasta Vyones.

—Tampoco he oído hablar de Ximes o de Vyones —dijo Moriamis—. Verdaderamente, esta tierra es conocida como Averoigne y este bosque es el gran bosque de Averoigne, que los hombres han llamado así desde años inmemoriales. Pero no hay ciudades como las que tú mencionas, hermano Ambrosio. Me temo que aún desvarías un poco.

Ambrosio era consciente de una confusión enloquecedora.

—He sido engañado de la manera más condenable —dijo, a medias, para sí mismo—. Es todo obra de ese abominable hechicero Azédarac, estoy seguro.

La mujer le miró fijamente como si la hubiese picado una abeja salvaje. Había algo ansioso y duro en la mirada escrutadora que volvió hacia Ambrosio.

—¿Azédarac? —le preguntó—. ¿Qué sabes tú de Azédarac? Una vez conocí a alguien con ese nombre; y me pregunto si podría ser la misma persona. ¿Es alto y un poco entrecano, con ojos calientes y oscuros, y un aire colérico y medio enfadado y una cicatriz con forma de media luna en la frente?

Muy confuso y más preocupado que nunca, Ambrosio admitió la veracidad de la descripción. Dándose cuenta de que, de una manera desconocida, se había tropezado con los antecedentes secretos del hechicero, le confió la historia de sus aventuras a Moriamis, con la esperanza de que ella pudiese reciprocar con información adicional acerca de Azédarac. La mujer le escuchó con la actitud de alguien que está interesado pero no sorprendido.

—Ahora comprendo —comentó cuando él hubo terminado—. A continuación, aclararé todo lo que te confunde y preocupa. También creo conocer a este Jehan Mauvaissoir; él ha sido largo tiempo el sirviente de Azédarac, aunque su nombre fue Melchire en otros días. Estos dos siempre han sido los lacayos del mal, y han servido a los Antiguos en maneras ya olvidadas, o nunca conocidas, por los druidas.

—En verdad, espero que puedas explicarme lo que ha sucedido. Es una cosa temible y extraña y antinatural, beber un trago de vino en una taberna al caer la noche y encontrarse a continuación en el corazón del bosque a la luz del mediodía, entre demonios como esos de los que me rescataste.

—Sí —replicó Moriamis—, es todavía mas extraño de lo que tú imaginas. Dime, hermano Ambrosio, ¿en qué año fue en el que tu entraste en la posada de Bonne Jouissance?

—¿Que...? En el año del señor de 1175, por supuesto. ¿En que otro año podría haber sido?

—Los druidas emplean una cronología distinta —replicó Moriamis—, y su calendario no significaría nada para ti. Pero, de acuerdo con el que los misioneros cristianos están introduciendo ahora en Averoigne, el año actual es el 475 A. D. Has sido enviado a no menos de setecientos años en lo que la gente de tu época consideraría el pasado. El altar druídico en que te encontré tumbado esta posiblemente colocado en el futuro emplazamiento de la posada de Bonne Jouissance.

Ambrosio estaba más que estupefacto. Su mente era incapaz de captar el significado completo de las palabras de Moriamis.

—Pero ¿cómo pueden ser tales cosas? —gritó él—. ¿Cómo puede un hombre volver atrás en el tiempo, entre años y personas que son polvo hace largo tiempo?

—Ése, quizá, es un misterio que le corresponde a Azédarac resolver. Sin embargo, el pasado y el futuro coexisten con lo que llamamos el presente, y son simplemente dos segmentos del círculo del tiempo. Los vemos y les damos nombre de acuerdo con nuestra posición en el círculo.

Ambrosio sintió que había ido a parar entre nigromancias de la clase más impía, y que era víctima de brujerías ignoradas por los catálogos cristianos. Guardando silencio al ser consciente de que todo comentario, toda protesta o incluso la oración resultarían inadecuados ante esta situación, vio que una torre de piedra con pequeñas ventanas en forma de rombo resultaba ahora visible sobre las copas de los pinos a lo largo del camino que él y Moriamis recorrían.

—Éste es mi hogar —dijo Moriamis, al avanzar entre los árboles que clareaban hasta los pies de una pequeña loma sobre la que estaba situada la torre—. Hermano Ambrosio, debes ser mi huésped.

Ambrosio fue incapaz de rechazar la ofrecida hospitalidad, a pesar de su sensación de que Moriamis era difícilmente la anfitriona más adecuada para un monje casto y temeroso de Dios. Sin embargo, los escrúpulos piadosos que ella le inspiraba no dejaban de estar mezclados con fascinación. Y además, como un niño perdido, se agarraba a su única protección disponible en una tierra de temibles peligros y sorprendentes misterios. El interior de la torre era limpio, ordenado y acogedor, aunque el mobiliario pertenecía a una clase más rústica que aquel al que Ambrosio estaba acostumbrado, y los tapices de vivo colorido estaban toscamente tejidos. Una sirvienta, tan alta como la propia Moriamis pero más morena, le trajo un enorme cuenco de leche y pan de trigo, y el monje fue ahora capaz de calmar el hambre que habría quedado sin satisfacer en la posada de Bonne Jouissance. Mientras se sentaba ante su sencilla ración, se dio cuenta de que el Libro de Eibon todavía le pesaba en la pechera de su túnica. Sacó el volumen y se lo entregó delicadamente a Moriamis. Los ojos de ella se desorbitaron, pero no hizo comentario alguno hasta que él hubo terminado su comida. Entonces, ella dijo:

—Este volumen es verdaderamente propiedad de Azédarac, quien fue anteriormente vecino mío. Conocí al canalla bastante bien... De hecho, le conocí demasiado bien —el pecho de ella tembló, a causa de una oscura emoción, mientras hizo una pausa—. Él era el más sabio y el más poderoso de los hechiceros y, al mismo tiempo, el más discreto; porque nadie conoce el momento ni la manera de su llegada a Averoigne, o la forma en que se había procurado el inmemorial Libro de Eibon, cuyos escritos rúnicos están más allá de la sabiduría de los otros brujos. Era el maestro de todos los encantamientos, el amo de todos los demonios, y asimismo el mezclador de poderosas pócimas. Entre estas, había ciertos filtros, mezclados por medio de potentes hechizos y poseedores de una virtud única, que enviarían a quien los bebiese adelante o atrás en el tiempo. Uno de ellos, yo creo, te fue administrado por Melchire, o Jehan Mauvaissoir; y el propio Azédarac, junto a su sirviente, hicieron uso de otro, quizá no por primera vez, cuando avanzaron de esta época actual de los druidas hasta esa época de autoridad cristiana a la que perteneces. Había un frasquito rojo como la sangre para el pasado, y otro verde para el futuro. ¡Mira! Tengo uno de cada clase aunque Azédarac ignoraba que yo conociese su existencia.

Ella abrió un pequeño cofre, que contenía varios hechizos y medicamentos, las hierbas secadas por el sol y las esencias mezcladas bajo la luna que una hechicera emplearía. De entre ellas, sacó dos frascos, uno de los cuales contenía un líquido de color sanguinolento, y el otro un fluido de brillantez esmeralda.

—Los robé un día, impulsada por mi curiosidad femenina, de su almacén escondido de filtros, elixires y fórmulas magistrales —continuó Moriamis—. Podría haber seguido al sinvergüenza cuando desapareció en el futuro, si hubiese querido; pero estoy bastante satisfecha con mi propia época, y además no soy la clase de mujer que persigue a un amante agotado y reacio...

—Entonces —dijo Ambrosio, más asombrado que nunca, pero esperanzado—, si bebiese el contenido del frasco verde, volvería a mi propia época.

—Precisamente. Y estoy segura, por lo que me has dicho, de que tu regreso sería una fuente de muchas molestias para Azédarac. Es propio del sujeto haberse establecido en una jugosa prelatura. Siempre fue el amo de las circunstancias, con el ojo puesto en su propia comodidad y confort. Poco le iba a gustar. Estoy segura, si llegases a alcanzar al arzobispo... Yo no soy vengativa por naturaleza..., pero, por otra parte...

—Es difícil comprender cómo alguien puede cansarse de ti —dijo Ambrosio galantemente, al empezar a comprender la situación.

Moriamis sonrío.

—Eso estuvo bien dicho. Y tú eres en verdad un joven encantador, a pesar de esa túnica de aspecto patético. Estoy contenta de haberte rescatado de los druidas, quienes te habrían arrancado el corazón y se lo habrían ofrecido a su demonio, Taranit.

—¿Y ahora me enviarás de vuelta?

Moriamis frunció un poco el ceño y luego adoptó su aspecto más seductor.

—¿Tienes tanta prisa en abandonar a tu anfitriona? Ahora que estás viviendo en un siglo diferente al tuyo, un día, una semana o un mes no representarán diferencia alguna en la fecha de tu regreso. También he conservado las fórmulas de Azédarac; y sé cómo regular la poción si fuese necesario. El periodo habitual de viaje en el tiempo es de setecientos años; pero el filtro puede ser reforzado o debilitado un poco.

El sol se había puesto detrás de los pinos, y un suave crepúsculo comenzaba a invadir la torre. La sirvienta había abandonado el cuarto. Moriamis se acercó y se sentó junto a Ambrosio en el rústico banco que este ocupaba. Todavía sonriente, fijó sus ojos de ámbar en él, con una lánguida llama brillando en su interior... Una llama que parecía hacerse más fuerte conforme el crepúsculo se hacía mas profundo. Sin hablar, ella comenzó lentamente a deshacer la trenza que sujetaba su tupida cabellera, de la cual emanaba un perfume tan sutil y delicioso como el de las flores del viñedo. Ambrosio se sentía avergonzado ante esta deliciosa proximidad.

—No estoy seguro, después de todo, de que me quede. ¿Que pensaría el arzobispo?

—Mi querido niño, el arzobispo no nacerá por lo menos en seiscientos cincuenta años. Y todavía falta más para que tú nazcas. Y, cuando vuelvas, cualquier cosa que hayas hecho durante tu estancia aquí conmigo habrá sucedido no menos de siete siglos antes..., lo que debería ser tiempo suficiente para obtener la remisión de cualquier pecado sin importar la frecuencia con que se haya repetido.

Como un hombre que ha caído en las redes de un extraño sueño, y descubre que el sueño no es del todo desagradable, Ambrosio cedió ante este razonamiento, femenino e irrefutable. Apenas tenía idea de lo que sucedería después; pero, bajo las extraordinarias circunstancias puntualizadas por Moriamis, los rigores de la disciplina monástica bien podían relajarse hasta cualquier extremo concebible, sin que eso representase la perdición espiritual o una seria ruptura de los votos.


IV

Un mes más tarde, Moriamis y Ambrosio estaban de pie junto al altar druida. Estaba bien avanzada la tarde; una luna ligeramente gibosa se había puesto sobre el claro desierto y cubría las copas de los árboles con una trama de plata. El cálido aliento de la noche de verano era tan delicado como el suspiro de una mujer dormida.

—¿Tienes de verdad que irte, después de todo? —dijo Moriamis, con una voz que expresaba ruego y arrepentimiento.

—Es mi deber. Debo regresar a Clemente con el Libro de Eibon y las otras pruebas que he reunido contra Azédarac —las palabras sonaban un poco irreales a Ambrosio mientras las pronunciaba, y se esforzó mucho, pero en vano, para convencerse de la congruencia y validez de sus argumentos. Lo idílico de su estancia con Moriamis, a quien era extrañamente incapaz de vincular al pecado con verdadera convicción, había conferido a todo lo que le había precedido un aire de triste insubstancialidad. Libre de toda responsabilidad o control, en medio del puro olvido de los sueños, había vivido la vida de un pagano feliz; y ahora debía regresar a la lóbrega vida de un monje medieval impulsado por un oscuro sentido del deber.

—No intentaré retenerte —suspiró Moriamis—, pero te echaré de menos y te recordaré como un amante digno y un agradable compañero de juegos. Aquí esta el filtro.

La esencia verde estaba fría y casi sin color a la luz de la luna, mientras Moriamis la vertía en una pequeña copa y se la entregaba a Ambrosio.

—¿Estás segura de su precisa eficacia? —inquirió el monje—. ¿Estás segura de que volveré a la posada de Bonne Jouissance, en un tiempo no muy tardío de mi partida de allí?

—Sí —dijo Moriamis—, porque la poción es infalible. Pero espera, también he traído el otro frasco..., el frasco del pasado. Llévatelo contigo... porque, ¡quien sabe!, puedes desear volver en algún momento a visitarme de nuevo.

Ambrosio tomó el frasco rojo y lo colocó en su túnica, junto al antiguo manual de magia hiperbórea. Entonces, después de una adecuada despedida de Moriamis, vació con repentina resolución el contenido de la copa. El claro a la luz de la luna, el altar gris y Moriamis, todo desapareció en un remolino de llamas y sombra. Le pareció a Ambrosio que estaba flotando sin fin a través de golfos fantasmagóricos, a través del movimiento sin fin y el derretirse de cosas inestables, el formarse momentáneo y el desvanecerse de mundos irresolubles. Al final, se encontró de nuevo sentado en la posada de Bonne Jouissance, en lo que supuso que era la misma mesa ante la cual se había sentado con el Sieur des Èmaux. Era pleno día y el cuarto estaba lleno de gente, entre la cual buscó en vano el rostro rubicundo del posadero, o de los sirvientes y el resto de los huéspedes que había visto previamente. Todos le resultaban desconocidos; y el mobiliario estaba extrañamente gastado y más sucio de como lo recordaba. Notando la presencia de Ambrosio, la gente empezó a mirarle con franca curiosidad y asombro. Un hombre alto, con ojos doloridos y mandíbula cuadrada, avanzó apresuradamente con aire medio servil pero lleno de impertinencia inquisitiva.

—¿Qué es lo que desea? — preguntó.

—¿Es ésta la posada de Bonne Jouissance?

El posadero se le quedó mirando fijamente.

—No, ésta es la posada de Haute Espérance, de la cual he sido el tabernero durante estos últimos treinta años. ¿No podía haber leído el cartel? Fue llamada la posada de Bonne Jouissance en tiempos de mi padre, pero el nombre fue cambiado después de su muerte.

A Ambrosio le invadió el terror.

—¡Pero si la posada tenía un nombre diferente y era llevada por un hombre diferente cuando la visité, no hace mucho! —gritó asombrado—. El posadero era un hombre gordo y alegre que no se te parecía en lo más mínimo.

—Eso se corresponde con la descripción de mi padre —dijo el tabernero mirando a Ambrosio de arriba a abajo con más sospechas que nunca—. Lleva muerto estos treinta años de los que hablo, y seguramente tu no habías ni nacido en el momento de su muerte.

Ambrosio empezó a darse cuenta de lo que había sucedido. La poción esmeralda, por algún error o exceso de potencia, ¡le había conducido mucho más allá de su propio tiempo en el futuro!

—Debo continuar mi viaje a Vyones —dijo con una voz asombrada sin comprender del todo las consecuencias de su situación—. Tengo un mensaje para el arzobispo Clemente... y no puedo retrasarme más en entregarlo.

—¡Pero si Clemente lleva muerto más tiempo todavía que mi padre! —exclamó el posadero—. ¿De dónde has salido, que ignoras esto? —resultaba evidente, por sus modales, que había empezado a dudar de la cordura de Ambrosio. Otros, espiando la extraña discusión, empezaban a amontonarse alrededor y asaeteaban al monje con preguntas jocosas y, a veces, obscenas.

—¿Y qué hay de Azédarac, el obispo de Ximes? ¿Está él también muerto? —preguntó Ambrosio, desesperadamente.

—Te refieres, sin duda, a San Azédarac. Vivió más que Clemente, pero, sin embargo, lleva muerto y canonizado debidamente treinta y dos años. Algunos dicen que no murió, sino que fue transportado al cielo en vida, y que su cuerpo nunca fue enterrado en el gran mausoleo preparado para él en Ximes. Pero esto es sin duda una simple leyenda.

Ambrosio fue dominado por una tristeza indescriptible y por la confusión. Mientras tanto, la multitud a su alrededor había aumentado, y. a pesar de sus hábitos, estaba siendo objeto de comentarios groseros y burlas.

—¡El buen hermano ha perdido el seso! —gritaban algunos.

—¡Los vinos de Averoigne son demasiado fuertes para él! —gritaban otros.

—¿En qué año estamos? —exigió, en su desesperación, Ambrosio.

—En el año de nuestro Señor de 1230 —replicó el tabernero, rompiendo a reír burlonamente—. ¿Y en qué año creías que estábamos?

—Fue en el año 1175 cuando visité por última vez la posada de Bonne Jouissance —admitió Ambrosio. Su afirmación fue recibida con gritos y burlas.

—Vaya, joven señor, en esa fecha no habías sido ni concebido —dijo el tabernero. Entonces, recordando algo, adquirió un tono más reflexivo—. Cuando yo era un niño, mi padre me habló de un monje joven, más o menos de tu edad, que llegó a la posada de Bonne Jouissance una tarde de verano del 1175 y que desapareció inexplicablemente después de tomar un trago de vino tinto. Creo que su nombre era Ambrosio. Quizá tú eres ese Ambrosio y acabas de regresar de una visita a ninguna parte —hizo un gesto burlón, y el nuevo chiste corrió de boca en boca de los habituales de la taberna.

Ambrosio estaba intentando medir la gravedad de su problema. Su misión era ahora inútil a causa de la muerte o desaparición de Azédarac; y no quedaba nadie en Averoigne que le reconociese o creyese su historia. Notó con desesperación que era un extraño en ese tiempo y entre gentes desconocidas. Repentinamente, recordó el frasco rojo que le había sido entregado por Moriamis al despedirse. La poción, como el filtro verde, podría resultar incierta en su efecto; pero estaba dominado por un deseo que le consumía por escapar de la extraña vergüenza y el asombro de su actual situación. Además, deseaba a Moriamis como un niño perdido añora a su madre, y también el encanto de su visita al pasado pesaba sobre él como un hechizo irresistible. Ignorando las caras burlonas y las voces a su alrededor, sacó el frasco de su pechera, lo abrió y se tragó su contenido...


V

Estaba de vuelta en el prado del bosque, junto al altar gigantesco. Moriamis se hallaba de nuevo junto a él, hermosa y cálida y en carne y hueso, mientras la luna se ponía sobre las copas de los pinos. Parecía que apenas había transcurrido un momento desde que se despidió de su querida hechicera.

—Pensé que quizá volvieses —dijo Moriamis—, y decidí esperar un ratito.

Ambrosio le hablo de la singular desgracia que le había acontecido en su viaje en el tiempo. Moriamis inclinó la cabeza gravemente.

—El filtro verde era más poderoso de lo que había supuesto —comentó—. Es afortunado, sin embargo, que el filtro rojo fuese igualmente fuerte, y pudiese devolverte a mí a través de todos esos años añadidos. Tendrás que quedarte conmigo ahora, porque sólo poseía aquellos dos frascos. Espero que no lo lamentes.

Ambrosio comenzó a demostrar, de una manera algo inadecuada para un monje, que la esperanza de ella estaba completamente justificada. Ni entonces, ni en ningún otro momento, le dijo Moriamis que ella misma había reforzado ligeramente, y por igual, los dos filtros por medio de la fórmula privada que ella también le había robado a Azédarac.

Clark Ashton Smith (1893-1961)




Relatos de Clark Ashton Smith. I Relatos góticos.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Clark Ashton Smith: La santidad de Azédarac (The Holiness of Azédarac) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El final de la historia»: Clark Ashton Smith; relato y análisis


«El final de la historia»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.




El final de la historia (The End of the Story) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Clark Ashton Smith, publicado originalmente en la edición de mayo de 1930 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1942: Fuera del espacio y el tiempo (Out of Space and Time).

El final de la historia, uno de los grandes cuentos de Clark Ashton Smith, pertenece al ciclo de Averoigne, y se introduce de lleno en las leyendas de vampiros, en este caso, a través de una Lamia.

El final de la historia de Clark Ashton Smith no se inspira directamente en los mitos griegos para dar forma a esta inquietante vampiresa, especie de súcubo que se alimenta exclusivamente de varones, sino más bien en las leyendas medievales, donde las Lamias continuaron haciendo de las suyas en un contexto que las veía más como demonios femeninos y no tanto como criaturas mitológicas.




El final de la historia.
The End of the Story, Clark Ashton Smith (1893-1961)

El siguiente relato se encontró entre los papeles de Christophe Morand, un joven estudiante de leyes de Tours, después de su inexplicable desaparición durante una visita a la casa de su padre cerca de Moulins, en Noviembre de 1798:

Un siniestro crepúsculo pardorojizo de otoño, anticipado por la inminencia de un repentino retronar, había cubierto el bosque de Averoigne. Los árboles a lo largo de mi camino estaban ya borrosos hasta parecer bloques de ébano, y el camino mismo, pálido y espectral ante mí en la penumbra espesante, parecía vacilar y estremecerse ligeramente, como con el temblor de algún misterioso terremoto. Espoleé mi caballo, que estaba penosamente cansado de una jornada iniciada al amanecer, y se había entregado hacía horas a un trote quejoso y reluctante, y descendimos galopando el oscuro sendero entre inmensos robles que parecían inclinarse hacia nosotros con ramas como zarpas mientras pasábamos.

Con espantosa rapidez, la noche estaba sobre nosotros, la negrura se convirtió en un tangible velo colgante; una confusión y una desesperación de pesadilla me llevó a espolear a mi montura de nuevo con un rigor más cruel; y ahora, conforme avanzábamos, el primer murmullo remoto de la tormenta se mezcló con el resonar de los cascos de mi caballo, y los primeros relámpagos luminosos alumbraron nuestro camino, que, para mi desconcierto (puesto que me creía en la ruta principal que atraviesa Averoigne), se había estrechado inexplicablemente hasta convertirse en una senda pisoteada.

Seguro de haberme perdido, pero sin intención de desandar mis pasos bajo los dientes de la oscuridad y las pujantes nubes de la tormenta, me apresuré, esperando, como parecía razonable, que una senda tan evidentemente gastada tendría que conducir finalmente hasta alguna casa o castillo, donde podría encontrar refugio para la noche. Mi esperanza estaba bien fundada, pues en los minutos siguientes divisé una luz parpadeante a través de las ramas del bosque, y llegué de improviso a un claro abierto, donde, sobre una suave eminencia, se erigía un gran edificio, con varias ventanas iluminadas en el piso de abajo, y una cúspide que resultaba prácticamente indistinguible en contraste con los cúmulos de nubes arrastradas.

—Sin duda un monasterio —pensé, mientras recogía las riendas, y descendiendo de mi fatigada montura, alcé el pesado llamador de latón en forma de cabeza de perro y lo dejé caer sobre la puerta de roble.

El sonido fue imprevisiblemente intenso y retumbante, con una reverberación casi sepulcral, y me estremecí involuntariamente, con una sensación de aturdimiento, o de inusual estupefacción. Ésta, un momento después, se disipó por completo cuando empujaron la puerta para abrirla y un monje alto y de facciones rubicundas se mostró ante mí en el grato resplandor de los candiles que iluminaban un espacioso recibidor.

—Le deseo la bienvenida a la abadía de Perigon —dijo, en un suave murmullo, y mientras todavía estaba hablando, otra figura cubierta de toga y capucha apareció y se hizo cargo de mi caballo.

Mientras murmuraba mi gratitud y mi reconocimiento, la tormenta estalló y tremendas gotas de lluvia, acompañadas por los cada vez más cercanos estallidos del trueno, cayeron con furia demoníaca sobre la puerta que se había cerrado tras de mí.

—Es una fortuna que nos encontrara cuando lo hizo —observó mi anfitrión—. Sería pernicioso para cualquier hombre o bestia hallarse fuera de su casa en medio de semejante pandemonium.

Adivinando sin preguntar que estaba tan hambriento como cansado, me llevó al refectorio y colocó ante mí una generosa colación compuesta de carne de cordero, pan negro, lentejas y un excelente y poderoso vino tinto. Se sentó frente a mí ante la mesa del refectorio mientras yo comía, y, con el apetito un poco suavizado, aproveché la ocasión de observarlo más atentamente. Era alto y fornido, y sus facciones, en las que la frente no era menos ancha que la poderosa mandíbula, delataban intelecto al mismo tiempo que afición a la buena vida. Una cierta delicadeza y refinamiento, un aire de academicismo, de buen gusto y buena crianza, emanaba de él, y pensé para mí: Este monje es probablemente un experto en libros tanto como en vinos.

Sin duda mi expresión traicionó la rapidez de mi curiosidad, pues dijo, como si me contestara:

—Soy Hilaire, el abad de Perigon. Somos una orden Benedictina, que vive en amistad con Dios y con todos los hombres, y no sostenemos que el espíritu haya de ser enriquecido mediante la mortificación o el empobrecimiento del cuerpo. Tenemos en nuestras despensas abundancia de todo tipo de provisiones, en nuestro sótano las mejores y más añejas cosechas de la región de Averoigne. Y, si tales cosas le interesan, como puede ocurrir que así sea, tenemos una biblioteca que está provista con valiosos tomos, con preciosos manuscritos, con las más excelsas obras del paganismo y la Cristiandad, incluso ciertos escritos únicos que sobrevivieron al holocausto de Alejandría.

—Aprecio su hospitalidad —dije, inclinándome—. Soy Christophe Morand, un estudiante de leyes, de camino a casa desde Tours hasta las propiedades de mi padre cerca de Moulins. Yo, también, soy amante de los libros, y nada me sería más grato que el privilegio de inspeccionar una biblioteca tan rica y curiosa como la que acaba de mencionar.

Inmediatamente, mientras terminaba mi comida, dimos en hablar de los clásicos, y en citar y comentar pasajes del Latín, Griego o de los autores Cristianos. Mi anfitrión, pronto lo descubrí, era un estudioso de inusuales dotes, con una erudición, una dispuesta familiaridad tanto con la literatura antigua como la moderna que hizo a la mía propia parecer la del más simple de los principiantes en comparación. Él, por su parte, fue tan amable como para encomiar mi Latín, que distaba mucho de ser perfecto, y para cuando yo había vaciado mi botella de vino tinto estábamos charlando familiarmente como viejos amigos.

Toda mi fatiga se había disipado ahora, para ser sustituida por un extraño sentimiento de bienestar, de comodidad física combinada con claridad y agudeza mentales. De modo que, cuando el abad sugirió que hiciéramos una visita a la biblioteca, asentí con regocijo. Me llevó por un largo corredor, a cuyos lados estaban las celdas pertenecientes a los hermanos de la orden, y abrió, con una enorme llave de bronce que colgaba de su cinturón, la puerta de una gran estancia de techo elevado y varias profundas ventanas. Verdaderamente, no había exagerado los recursos de la biblioteca; pues los largos estantes se hallaban rebosantes de libros, y muchos volúmenes estaban apilados bien alto sobre las mesas o amontonados en los rincones.

Había rollos de papiro, de pergamino, de piel; había extraños códices Bizantinos o Coptos; había antiguos manuscritos Arábigos y Persas de cubiertas floreadas o repujadas de joyas; había veintenas de incunables procedentes de primeras ediciones; había innumerables copias de antiguos autores hechas por los monjes, encuadernadas en madera o marfil, con ricas ornamentaciones e inscripciones que eran a menudo en sí mismas una obra de arte. Con un cuidado que era a la vez tierno y meticuloso, el abad Hilaire fue sacando un volumen tras otro para que yo los inspeccionara. Muchos de ellos no los había visto antes; de algunos ni siquiera la fama o los rumores me habían hecho conocer su existencia.

Mi interés acalorado, mi entusiasmo no fingido, evidentemente le agradaron, pues al fin oprimió un resorte escondido en una de los paneles de la biblioteca y sacó un gran cajón, en el cual, me dijo, se hallaban ciertos tesoros que él no se preocupaba de exhibir para la edificación o el disfrute de muchos, y cuya misma existencia los monjes no podían soñar.

—Aquí —continuó— están tres odas de Catulo que no encontrará usted en ninguna edición publicada de sus obras. Aquí, también, está un manuscrito original de Safo, una copia completa de un poema que de otro modo sólo perdura en breves fragmentos; aquí están dos de los cuentos perdidos de Mileto, una carta de Pericles a Aspasia, un diálogo desconocido de Platón y una antigua obra Arábiga sobre astronomía, de autor desconocido, en la que se anticipan las teorías de Copérnico. Y, finalmente, aquí está la de algún modo infame Histoire d' Amour, de Bernard de Vaillantcoeur, que fue destruida inmediatamente después de su publicación, y de la cual sólo se sabe que existe una copia más.

Mientras contemplaba con asombro y curiosidad mezclados los tesoros únicos e inadvertidos que me mostraba, vi en una esquina del cajón lo que parecía ser un delgado volumen de cubiertas lisas y sin título, encuadernado en cuero oscuro. Me aventuré a tomarlo, y hallé que contenía unos cuantos pliegos de apretada escritura manuscrita en antiguo Francés.

—¿Y esto? —inquirí, volviéndome a mirar a Hilaire, cuyo rostro, para mi desconcierto, había asumido repentinamente una expresión melancólica y atribulada.

—Sería mejor no preguntar, hijo mío —Se santiguó mientras hablaba, y su voz ya no volvió a ser dulce, sino áspera, agitada, repleta de una perturbación dolorosa—. Hay una maldición en las páginas que usted sostiene en la mano; un malévolo hechizo, un poder maligno se encuentra ligado a ellas, y aquel que se atreva a leerlas se halla en adelante en horrible peligro de cuerpo y alma.

Me quitó el pequeño volumen mientras hablaba, y lo devolvió al cajón, santiguándose de nuevo con cuidado conforme lo hacía.

—Pero, padre —me atreví a contradecirle—, ¿cómo pueden ser tales cosas? ¿Cómo puede haber peligro en unas cuantas hojas escritas de pergamino?

—Christophe, hay cosas más allá de su entendimiento, cosas que no sería bueno para usted conocer. El poder de Satán se puede manifestar de modos extraños, de diversas maneras; hay otras tentaciones además del mundo y la carne, hay maldades no menos sutiles que irresistibles, hay herejías ocultas, y necromancias distintas de aquellas que practican los hechiceros.

—¿Con qué, entonces, tienen que ver estas páginas, cuál es ese peligro tan oculto, tal poder infernal como acecha dentro de ellas?

—Le prohíbo preguntar.

Su tono fue de gran rigor, con una resolución que me disuadió de seguir preguntando.

—Para usted, hijo mío —continuó—, el peligro sería doblemente grande, porque es usted joven, ardiente, lleno de deseos y curiosidades. Créame, es mejor olvidar que ha visto alguna vez este manuscrito.

Cerró el cajón oculto, y conforme lo hacía, su expresión de atribulada melancolía fue reemplazada por su anterior benignidad.

—Ahora —dijo, mientras volvía hacia uno de los estantes—, le mostraré la copia de Ovidio de la que fue propietario el poeta Petrarca.

Era otra vez el afable estudioso, el benévolo y jovial anfitrión, y resultaba evidente que no había que referirse de nuevo al misterioso manuscrito. Pero su extraña turbación, las oscuras y atroces insinuaciones que había dejado caer, los vagos términos terroríficos de su prohibición, habían servido en conjunto para despertar mi más salvaje curiosidad, y, aunque sentía que la obsesión era irrazonable, fui perfectamente incapaz de pensar en nada más durante el resto de la velada. Toda suerte de especulaciones, fantásticas, absurdas, violentas, ridículas, terribles, enturbiaban mi cerebro conforme admiraba puntualmente los incunables que Hilaire bajaba tan delicadamente de los estantes para mi disfrute.

Al fin, hacia la medianoche, me condujo a mi habitación especialmente reservada para los visitantes, y con más comodidades, más lujo propiamente dicho en sus colgaduras, alfombras y su cama profusamente acolchada de lo que era permisible en las celdas de los monjes o del abad mismo. Incluso cuando Hilaire se hubo retirado, y yo hube probado para mi satisfacción la suavidad de la cama que se me había asignado, mi cerebro todavía remolineaba con preguntas concernientes al manuscrito prohibido.

Aunque la tormenta había cesado ahora, pasó un largo rato hasta que me dormí; mas el sopor, cuando finalmente llegó, fue limpio de sueños y profundo. Cuando desperté, un río de sol claro como oro fundido se vertía por mi ventana. La tormenta se había disipado por completo, y ni el más leve jirón de nube era visible por parte alguna en los cielos azul pálido de Octubre. Corrí a la ventana y me asomé a un mundo de bosques otoñales y campos destellantes con los diamantes de la lluvia. Todo era hermoso, todo era idílico hasta un extremo que podría ser apreciado en su totalidad sólo por alguien que hubiera vivido durante una larga temporada, como yo lo había hecho, dentro de los muros de una ciudad, con edificios elevados en lugar de árboles y pavimentos de piedra donde debería estar la hierba.

Pero, encantador como era, el primer plano retuvo mi atención sólo durante unos momentos; después, más allá de las copas de los árboles, vi una colina, no más que a una milla de distancia, en cuya cima se levantaban las ruinas de algún viejo castillo, la destrozada y ruinosa condición de cuyos muros y torres era perfectamente visible. Arrastró mi atención irresistiblemente, con un invencible sentido de atracción romántica, que de algún modo parecía tan natural, tan inevitable, que no me detuve a analizarlo o a preguntarme por él; y una vez lo hube visto, no podía apartar mis ojos, sino que me demoré en la ventana durante un tiempo del que no fui consciente, escrutando tan estrechamente como podía los detalles de cada torreta y bastión sacudidos por el tiempo.

Cierta indefinible fascinación era inherente a la propia forma, la magnitud, la disposición de los escombros, una fascinación no diferente de aquella ejercida por un pasaje de música, por una mágica combinación de palabras en poesía, por los rasgos de un rostro querido. Contemplando, me perdí en ensueños que no pude recordar después, pero que dejaron tras de sí la misma embrujadora sensación de innombrable deleite que los sueños nocturnos olvidados pueden dejar a veces.

Fui devuelto a las realidades de la vida por un suave toque en mi puerta, y me di cuenta de que había olvidado vestirme. Era el abad, que venía para averiguar cómo había pasado la noche, y para decirme que el desayuno estaba preparado en cualquier momento que tuviera a bien levantarme. Por alguna razón, me sentí un poco confuso, incluso avergonzado, por haber sido sorprendido en medio de un sueño diurno; y aunque era sin duda innecesario, me disculpé por mi tardanza. Hilaire, pensé, me dirigió una mirada perspicaz, inquisitiva, que desapareció rápidamente, cuando, con la suave cortesía de un buen anfitrión, me aseguró que no había nada en absoluto por lo que yo necesitara disculparme.

Cuando hube desayunado, le dije a Hilaire, con numerosas expresiones de gratitud por su hospitalidad, que era el momento de retomar mi viaje. Pero su pesar ante el anuncio de mi partida fue tan franco, su invitación a permanecer allí al menos una noche más fue tan genuinamente cordial, tan sinceramente urgente, que consentí en quedarme. En realidad, no precisaba gran cantidad de ruegos, pues, aparte de la auténtica afición que le había tomado a Hilaire, el misterio del manuscrito prohibido había esclavizado por completo a mi imaginación y estaba reacio a marcharme sin haber aprendido más sobre él. Además, para un joven con conocimientos académicos, la libertad de la biblioteca del abad era un raro privilegio, una preciosa oportunidad que no debía ser pasada por alto.

—Me encantaría —dije—, acometer ciertos estudios mientras estoy aquí, con la ayuda de su incomparable colección.

—Hijo mío, es usted más que bienvenido a quedarse cualquier espacio de tiempo, y puede usted tener acceso a mis libros cuando quiera que le convenga a su necesidad o a su inclinación —Diciendo esto, Hilaire desprendió la llave de la biblioteca de su cinturón y me la dio—. Hay deberes —continuó— que me requerirán fuera del monasterio durante unas pocas horas hoy, y sin duda usted deseará estudiar en mi ausencia.

Un poco después, se disculpó y partió. Felicitándome interiormente por la ansiada oportunidad que había caído tan convenientemente en mis manos, me apresuré hacia la biblioteca, sin otro pensamiento que leer el manuscrito prohibido. Echando apenas una ojeada a los cargados estantes, busqué el panel con el cajón secreto, y trasteé en busca del resorte. Tras un breve y angustioso retraso, oprimí el punto adecuado e hice salir el cajón. Un impulso que se había convertido en una verdadera obsesión, una fiebre de curiosidad que bordeaba la auténtica locura, me conducían, y aunque la salvación de mi alma hubiera dependido realmente de ello, no podría haber rechazado el deseo que me obligaba a sacar del cajón el delgado volumen de cubiertas sin grabar.

Sentándome en una silla cerca de una de las ventanas, comencé a leer las páginas, cuyo número era sólo de seis. La escritura era peculiar, con caracteres de una suntuosidad que no había encontrado anteriormente, y el Francés no era únicamente antiguo sino prácticamente bárbaro en su curiosa singularidad. No obstante la dificultad que encontré en descifrarlas, una emoción alocada e indescriptible me recorrió ante las primeras palabras, y seguí leyendo con todas las sensaciones de un hombre que hubiera sido embrujado o que hubiera bebido un filtro de potencia desconcertante. No había título, ni fecha, y el escrito era un relato que comenzaba casi de modo tan abrupto como terminaba.

Era sobre un tal Gerard, Conde de Venteillon, el cual, en la víspera de su matrimonio con la reputada y hermosa demoiselle, Eleanor des Lys, había encontrado en el bosque cerca de su castillo una extraña criatura medio humana con pezuñas y cuernos. Entonces Gerard, según explicaba el relato, era un joven caballeroso de valor indisputablemente probado, al mismo tiempo que un auténtico Cristiano; así que, en el nombre de nuestro Salvador, Jesucristo, le pidió a la criatura que se detuviera y que diera razón de sí misma. Riendo salvajemente en el crepúsculo, el grotesco ser brincó frente a él, y gritó:

—Soy un sátiro, y tu Cristo es menos para mí que los hierbajos que crecen en los montones de escoria de tu cocina.

Espantado por tal blasfemia, Gerard hubiera sacado su espada para matar a la criatura, pero ésta gritó de nuevo, diciendo:

—Detente, Gerard de Venteillon, y te contaré un secreto, y una vez que lo conozcas, olvidarás la devoción a Cristo, y olvidarás a tu hermosa novia de mañana, y le volverás la espalda al mundo y al mismo sol sin resistencia y sin pesar.

Entonces, aunque casi en contra de su voluntad, Gerard le ofreció un oído al sátiro y éste se acercó y le susurró. Y lo que le susurró no se sabe; pero antes de desvanecerse entre las ennegrecidas sombras del bosque, el sátiro habló en voz alta una vez más, y dijo:

—El poder de Cristo ha prevalecido como una escarcha negra sobre todos los bosques, los campos, los ríos, las montañas, donde moraban en su felicidad las alegres e inmortales diosas y ninfas de antaño. Pero aún, en las ocultas cavernas de la tierra, en profundos lugares subterráneos, como el infierno que han inventado vuestros sacerdotes, habita la belleza pagana, aúllan los éxtasis paganos —Y con las últimas palabras, la criatura arrojó de nuevo su inhumana risa, y desapareció entre los oscurecidos troncos de los árboles crepusculares.

Desde ese momento, un cambio se produjo en Gerard de Venteillon. Volvió a su castillo con semblante decaído, sin decir una palabra cariñosa o amable a los que lo retenían, según era su costumbre, sino sentándose o caminando siempre en silencio, y prestando apenas atención a la comida que le ponían delante. Ni siquiera fue esa tarde a visitar a su novia, como había prometido; en vez de eso, hacia la medianoche, cuando una luna menguante se había alzado roja como de un baño de sangre, salió clandestinamente por la puerta trasera del castillo, y siguió una vieja y casi olvidada senda a través de los bosques, que lo condujo a las ruinas del Chateau des Faussesflames, que se alza en una colina frente a la abadía Benedictina de Perigon.

Ahora estas ruinas (decía el manuscrito) son muy viejas, y han sido evitadas largo tiempo por la gente de la región; pues una leyenda de maldad inmemorial está ligada a ellas, y se dice que son la morada de obscenos espíritus, el lugar de encuentro de hechiceros y súcubos. Pero Gerard, como si hubiera olvidado o no temiera su malsano renombre, se sumergió como quien lleva el diablo en la sombra de los muros tambaleantes, y fue, con el cuidadoso palpar de un hombre que sigue una dirección indicada, hasta el extremo norte del patio. Allí, directamente debajo y en medio de las dos ventanas del centro, que, quizá, sirvieron de mirador a la cámara de olvidadas castellanas, apretó con el pie derecho sobre una losa distinta a las que la rodeaban por ser de forma triangular.

Y la losa se movió y se inclinó bajo su pie, revelando un vuelo de escalones de granito que se adentraban en la tierra. Luego, encendiendo una vela que había traído consigo, Gerard descendió los escalones, y la losa se deslizó en su lugar detrás de él. Por la mañana, su prometida, Eleanor des Lys, y todo su séquito nupcial, lo esperaron en vano en la catedral de Vyones, la ciudad principal de Averoigne, donde la boda había sido dispuesta. Y desde ese momento su rostro no fue visto por hombre alguno, y ni el más vago rumor de Gerard de Venteillon o del destino que le aconteció ha corrido jamás entre los vivos.

Tal era la sustancia del manuscrito prohibido, y así terminaba. Como he dicho antes, no había fecha, ni había tampoco nada que indicara por quién había sido escrito o cómo el conocimiento de los hechos relatados había llegado a posesión del escritor. Pero, de un modo suficientemente extraño, no se me ocurrió dudar de su veracidad ni un momento; y la curiosidad que había sentido acerca del contenido del manuscrito fue reemplazada ahora por un ardiente deseo, un millar de veces más poderoso, más obsesivo, de conocer el final de la historia y descubrir lo que Gerard de Venteillon había encontrado cuando descendió los escalones ocultos.

Al leer la historia, se me había ocurrido desde luego que las ruinas del Chateau des Faussesflammes, descritas allí, eran las mismas ruinas que había visto esa mañana desde la ventana de mi cámara; y al pensar en ello, me fui sintiendo más y más poseído por una fiebre insana, por una ansiedad frenética e impía. Devolviendo el manuscrito al cajón secreto, abandoné la biblioteca y vagabundeé durante un rato sin propósito por los corredores del monasterio. Al encontrar allí por casualidad al mismo monje que se había hecho cargo de mi caballo la noche anterior, me aventuré a preguntarle, tan discreta y casualmente como pude, acerca de las ruinas que se podían ver desde las ventanas de la abadía. Se santiguó, y una expresión aterrorizada cubrió su ancho y plácido rostro ante mi consulta.

—Las ruinas son las del Chateau des Faussesflammes —respondió—. Durante años sin cuento, dicen las gentes, han sido la morada de espíritus impíos, de brujas y demonios; y festejos que no deben ser descritos o tan siquiera nombrados tienen lugar dentro de sus muros. Ningún arma conocida del hombre, ningún exorcismo o agua bendita, ha prevalecido jamás contra estos demonios; muchos valientes caballeros y monjes han desaparecido entre las sombras de Faussesflammes, para no volver jamás; y una vez, se cuenta, un abad de Perigon fue allá para hacer la guerra a las fuerzas del mal; pero lo que le ocurrió a manos de los súcubos no es posible saberlo o conjeturarlo. Algunos dicen que los demonios son abominables brujas cuyos cuerpos terminan en espirales serpenteantes; otros que son mujeres de belleza más que mortal, cuyos besos son un diabólico placer que consume la carne de los hombres con la ferocidad de un fuego infernal. En lo que a mí respecta, no sé si tales historias son verdad; pero yo no tendría el más mínimo interés en aventurarme dentro de los muros de Faussesflammes.

Antes de que hubiera terminado de hablar, una resolución había cobrado plena existencia en mi mente: sentí que debía ir al Chateau des Faussesflammes y descubrir por mí mismo, si era posible, todo lo que pudiera descubrirse. El impulso fue inmediato, irresistible, ineluctable; y ni aunque así lo hubiera deseado, podría haber luchado contra él más que si hubiera sido la víctima del sortilegio de algún hechicero. La prohibición del abad Hilaire, el extraño cuento inconcluso en el viejo manuscrito, la malévola leyenda sobre la que el monje acababa de insinuarme; todas estas cosas, así podría parecer, deberían haber servido para aterrorizarme y disuadirme de tal resolución; pero, por el contrario, por alguna grotesca inversión de pensamiento, parecían esconder algún delicioso misterio, denotar un mundo escondido de cosas inefables, de vagos placeres no soñados que inflamaban mi cerebro y hacían que mi pulso latiera con delirio.

No sabia, no podía concebir, en qué podían consistir estos placeres; pero de algún modo místico estaba tan seguro de su ulterior realidad como el abad Hilaire estaba seguro del cielo. Determiné ir esa misma tarde, en ausencia de Hilaire, quien, lo sentí instintivamente, podría sospechar de cualquier intención de esa clase por mi parte y sería seguramente contrario a su realización.

Mis preparativos fueron muy simples: puse en mis bolsillos una pequeña vela de mi cuarto y la rebanada de una barra de pan del refectorio; y asegurándome de que una pequeña daga que siempre llevaba conmigo estaba en su funda, abandoné el monasterio inmediatamente. Al encontrarme con dos de los hermanos en el patio, les dije que iba a dar un pequeño paseo a los bosques vecinos. Ellos me dirigieron un jovial pax vobiscum y siguieron su camino con el mismo espíritu de estas palabras.

Encaminándome derecho según pude a Faussesflammes, cuyas torretas se perdían a menudo tras de las altas y enredadas ramas, penetré en el bosque. No había senderos, y a menudo me vi obligado a tomar breves desvíos y rodeos a causa de la espesura de la maleza. En mi febril apresuramiento por alcanzar las ruinas, me pareció que pasaban horas antes de llegar a lo alto de la colina que coronaba Faussesflammes, pero probablemente fueron poco más de treinta minutos. Escalando el último declive salpicado de cantos de la cuesta, llegué de pronto a la vista del castillo, que se alzaba casi al alcance de la mano en el centro del estrato que formaba la cima.

Los árboles habían echado raíces en sus derruidos muros, y la ruinosa entrada que daba al patio estaba medio cortada por arbustos, zarzas y ortigas. Forzando mi paso a través, no sin dificultad, y con mi vestimenta maltratada a causa de las espinas de las zarzas, fui, como Gerard de Venteillon en el viejo manuscrito, hasta el extremo norte del patio. Enormes cizañas de aspecto maligno se hallaban enraizadas entre las losas, nutriendo sus espesas y carnosas hojas que se habían tornado de un siniestro marrón y púrpura pálido con el asalto del otoño. Pero pronto encontré la losa triangular indicada en la historia, y sin el más leve retraso o vacilación hice fuerza sobre ella con mi pie derecho.

Un loco escalofrío, un estremecimiento de triunfo aventurero que venía mezclado con algo de temblor, danzó en mi interior cuando la gran losa se inclinó fácilmente bajo mi pie, mostrando oscuros escalones de granito, exactamente igual que en la historia. Ahora, por un momento, los horrores vagamente insinuados en las leyendas de los monjes se hicieron inminentemente reales en mi imaginación, y me detuve ante la negra abertura que iba a engullirme, preguntándome si algún hechizo satánico no me había arrastrado hasta allí destinado a peligros de terror desconocido y gravedad inconcebible. Sólo durante unos momentos, sin embargo, estuve dudando. Luego el sentimiento de peligro desapareció, los horrores de los monjes se convirtieron en un sueño fantástico, y el encanto de cosas inefables, pero cada vez más a la mano, cada momento más accesibles, se estrechó a mi alrededor como el abrazo de unos brazos amorosos.

Encendí mi vela, descendí la escalera; y de igual modo que tras Gerard de Venteillon, el bloque de piedra triangular retomó silenciosamente su lugar en el enlosado del patio sobre mí. Sin duda era movido por algún mecanismo accionable por el peso de un hombre en uno de los escalones; pero no me detuve a considerar su modus operandi, o a preguntarme si existía alguna manera mediante la cual pudiera ser activado desde dentro para permitir mi regreso. Había quizás una docena de escalones, que terminaban en una baja y estrecha cripta mohosa que se hallaba vacía de cualquier cosa más consistente que antiguas telarañas cargadas de polvo. Al otro extremo, una pequeña entrada me dio paso a una segunda cripta que se distinguía de la primera sólo en que era más grande y polvorienta.

Pasé a través de varias criptas como ésta, y luego me encontré en un largo corredor o túnel, medio bloqueado en algunos lugares por guijarros o montones de cascotes que habían caído desde las paredes desmoronadas. Estaba muy húmedo, y repleto del nocivo olor de aguas estancadas y moho subterráneo. Mis pies salpicaron más de una vez en pequeños charcos, y sobre mí caían gotas desde arriba, fétidas y repugnantes como si hubieran rezumado de un osario.

Más allá del vacilante círculo de luz que mi vela mantenía, me pareció que las espirales de borrosas y sombrías serpientes se deslizaban por la oscuridad conforme me acercaba; pero no estaba seguro de si realmente eran serpientes, o sólo las afligidas y recalcitrantes sombras, vistas por unos ojos que no estaban aún acostumbrados a la penumbra de las criptas. Al rodear una repentina vuelta del corredor, vi la última cosa que hubiera soñado con ver el brillo del sol en lo que era aparentemente el final del túnel.

Apenas sabía lo que había esperado encontrar, pero tal eventualidad era de algún modo completamente inesperada. Me apresuré, en una especie de confusión de pensamiento, y trastabillé a través de la abertura, para encontrarme parpadeando ante los intensos rayos del sol. Incluso antes de que hubiera recobrado suficientemente la claridad y la visión para tomar nota del paisaje ante mí, me sentí sobrecogido por una extraña circunstancia: Aunque había sido el comienzo de la tarde cuando penetré en las criptas, y aunque mi paso a través de ellas podría haber sido una cuestión de no más que unos cuantos minutos, el sol estaba ahora acercándose al horizonte.

Había también una diferencia en su luz, que era a un tiempo más brillante y más suave que la del sol que había visto sobre Averoigne; y el cielo mismo era intensamente azul, sin rastro alguno de palidez otoñal. Ahora, con creciente estupefacción, miré a mi alrededor, y no pude hallar nada familiar o tan siquiera creíble en la escena ante la que había emergido. Al contrario de todo lo que podría haberse esperado razonablemente, no había rastro alguno de la colina sobre la que se erigía Faussesflammes, o de la región vecina; sino que a mi alrededor se hallaba un plácido territorio de praderas sinuosas, a través del cual un río destellante como el oro serpenteaba hacia un mar del más profundo azul, que era visible más allá de las copas de los laureles. Pero no hay laureles en Averoigne, y el mar está a cientos de millas; juzgad, entonces, mi completa confusión y enmudecimiento.

Era una escena de un encanto como yo no había contemplado nunca antes. La hierba a mis pies era más suave y más lustrosa que terciopelo verde, y estaba llena de violetas y asfódelos de muchos colores. El verde oscuro de las encinas se reflejaba en el río de oro, y muy lejos vi el pálido destello de una acrópolis de mármol sobre una suave eminencia en la llanura. Todas las cosas presentaban el aspecto de una apacible y clemente primavera que estuviera al borde de un opulento verano. Sentí como si hubiera penetrado en una tierra de mito clásico, de leyenda Griega; y poco a poco, toda sorpresa, todo asombro ante el modo en que pudiera haber llegado allí, se sumergía en una sensación de éxtasis creciente ante la absoluta e inefable belleza del paisaje.

Cerca de allí, en un bosquecillo de laureles, un techo blanco brillaba bajo los rayos tardíos del sol. Fui arrastrado hacia él por la misma seducción, sólo que más potente y urgente, que había sentido al ver el manuscrito prohibido y las ruinas de Faussesflammes. Ahí, lo supe con una certeza esotérica, estaba la culminación de mi búsqueda, la recompensa de toda mi alocada y quizás impía curiosidad. Conforme penetré en el bosquecillo, escuché risas entre los árboles, mezclándose armoniosamente con el blando murmullo de sus hojas en un viento suave y balsámico. Pensé que veía vagas formas que se fundían entre los troncos al acercarme; y una vez una criatura peluda, como una cabra con cabeza y cuerpo humanos, atravesó corriendo mi camino, como si persiguiera a una ninfa voladora.

En el corazón del bosquecillo, encontré un lugar construido en mármol con un pórtico de columnas Dóricas. Conforme me aproximaba, fui saludado por dos mujeres vestidas como antiguas esclavas; y aunque mi Griego es de lo más exiguo, no tuve dificultad en comprender sus palabras, que eran de una pureza Ática.

—Nuestra señora, Nicea, te aguarda —me dijeron.

Yo no podía ya maravillarme de nada, sino aceptar mi situación sin preguntar o hacer conjeturas, como alguien que se resigna a seguir el progreso de un sueño delicioso. Probablemente, pensaba, se trataba de un sueño, y yo estaba todavía acostado en mi cama del monasterio; pero nunca antes había sido yo favorecido con visiones nocturnas de tal claridad y encanto señalado. El interior del palacio estaba repleto de un lujo que rozaba la barbarie, y que pertenecía evidentemente al periodo de la decadencia Griega, con su mezcolanza de influencias Orientales. Me condujeron por un corredor que destellaba con ónice y púrpura pulida, hasta una estancia amueblada opulentamente, en la que, sobre un lecho de factura asombrosa, se hallaba reclinada una mujer de belleza semejante a la de una diosa.

Ante su vista, temblé de la cabeza a los pies con la violencia de una extraña emoción. Había oído hablar de los repentinos amores locos que aprisionan a los hombres al contemplar por primera vez un cierto rostro y figura; mas nunca antes había yo experimentado una pasión de tal intensidad, un ardor tan voraz, como el que concebí inmediatamente por esta mujer. De hecho, parecía como si la hubiera amado durante mucho tiempo, sin saber que era ella a quien amaba, y sin ser capaz de identificar la naturaleza de mi emoción o de orientar el sentimiento en modo alguno.

No era alta, pero estaba formada con una exquisita y voluptuosa pureza de línea y color. Sus ojos eran de un azul zafiro oscuro, con simas fundentes en las que el alma estaba presta a sumergirse como en los suaves abismos de un océano estival. La curva de sus labios era enigmática, un poco triste, y de una ternura grave como los labios de una antigua Venus. Su cabello, de color pardo antes que rubio, le caía sobre el cuello y los oídos y la frente en deliciosos rizos recogidos por una diadema lisa de plata. En su expresión, había una mezcla de orgullo y voluptuosidad, de regia imperiosidad y femenina condescendencia. Sus movimientos eran todos tan livianos y gráciles como los de una serpiente.

—Sabía que vendrías —murmuró en el mismo griego de suave timbre que había escuchado de labios de sus sirvientas—. Te he esperado largo tiempo; pero cuando buscaste refugio de la tormenta en la abadía de Perigon, y viste el manuscrito en el cajón secreto, supe que la hora de tu llegada estaba cerca. ¡Ah! ¡No soñaste que el hechizo que te arrastraba tan irresistiblemente, con tan inexplicable potencia, era el hechizo de mi belleza, la mágica seducción de mi amor!

—¿Quién eres tú? —pregunté.

Hablé directamente en griego, lo que me habría sorprendido grandemente una hora antes. Pero ahora, estaba preparado para aceptar cualquier cosa que ocurriese, no importa cuán fantástica o absurda, como una parte de la milagrosa fortuna, la increíble aventura que me había acontecido.

—Soy Nicea —respondió ella a mi pregunta—. Te amo, y la hospitalidad de mi palacio y de mis brazos está a tu disposición. ¿Necesitas saber algo más?

Las esclavas habían desaparecido. Me lancé junto al lecho y besé la mano que ella me ofrecía, vertiendo requiebros que eran sin duda incoherentes, pero estaban sin embargo llenos de un ardor que la hizo sonreír tiernamente. Su mano estaba fría al contacto de mis labios, mas su toque inflamó mi pasión. Me atreví a sentarme a su lado sobre el lecho, y ella no rechazó mi familiaridad. Mientras un suave crepúsculo púrpura comenzaba a llenar las esquinas de la cámara, conversamos alegremente, diciendo una vez y otra vez todas las absurdas letanías, todas las felices naderías que acuden instintivamente a los labios de los amantes.

Ella era increíblemente ligera en mis brazos, y casi parecía como si la culminación de su entrega no fuera impedida por la presencia de huesos en su adorable cuerpo. Las sirvientas entraron sin hacer ruido, encendiendo ricas lámparas de oro intrincadamente labrado, y colocando ante nosotros una comida compuesta de carnes especiadas, de sabrosas frutas desconocidas y potentes vinos. Pero yo pude comer poco, y mientras estaba bebiendo, sentía sed por el dulce vino de la boca de Nicea. No sé cuándo nos dormimos; pero la velada había volado como un momento encantado. Cargado de felicidad, me dejé arrastrar sobre una sedosa corriente de somnolencia, y las lámparas de oro y el rostro de Nicea se hicieron borrosos en medio de una bruma dichosa y ya no los vi más.

Repentinamente, desde las profundidades de un ensueño más allá de todos los sueños, me vi forzado a despertarme por completo. Durante un instante, ni siquiera fui consciente de dónde estaba, aún menos de lo que me había sucedido. Luego escuché unos pasos en la abierta portezuela de la estancia, y al asomarme sobre la dormida cabeza de Nicea, vi a la luz de la lámpara al abad Hilaire, que se había detenido en el umbral. Una mirada de absoluto horror estaba impresa en su rostro, y conforme reparaba en mí, comenzó a murmurar en Latín, en tonos donde algo de miedo se mezclaba con un rechazo y un odio fanáticos. Vi que llevaba en sus manos una gran botella y un hisopo. Sentí con seguridad que la botella estaba llena de agua bendita, y por supuesto adiviné el uso para el que estaba destinada. Mirando a Nicea, vi que ella también estaba despierta, y supe que estaba al tanto de la presencia del abad. Me dirigió una extraña sonrisa, en la que leí una cariñosa compasión, mezclada con la seguridad que una mujer ofrece a un niño aterrorizado.

—No temas por mí —susurró.

—¡Sucio vampiro! ¡Lamia maldita! ¡Serpiente del infierno! —tronó el abad de repente, mientras cruzaba el umbral de la habitación, llevando el hisopo en alto.

Al mismo tiempo, Nicea se deslizó desde el lecho, con una increíble rapidez de movimiento, y se esfumó a través de una puerta exterior que daba al bosque de laureles. Su voz resonaba en mis oídos, como si viniera de una inmensa distancia:

—Adiós por un momento, Christophe. Mas no temas. Me encontrarás otra vez si eres audaz y paciente.

Conforme terminaban las palabras, el agua bendita del hisopo cayó sobre el suelo de la cámara y sobre el lecho donde Nicea había yacido junto a mí. Hubo un chasquido como de muchos truenos, y las lámparas de oro dieron lugar a una oscuridad que parecía repleta de polvo que caía, de fragmentos que llovían. Perdí por completo la conciencia, y cuando me recobré, me encontré sobre un montón de cascotes en una de las criptas que había atravesado al comienzo del día. Con una vela en la mano, y una expresión de gran solicitud, de infinita compasión en su rostro, Hilaire estaba inclinándose sobre mí. A su lado descansaban la botella y el goteante hisopo.

—Doy gracias a Dios, hijo mío, de encontrarte en buena hora —dijo—. Cuando volví a la abadía esta noche y supe que te habías ido, supuse todo lo que había sucedido. Supe que habías leído el manuscrito maldito en mi ausencia, y que habías caído bajo su malsano hechizo, como lo han hecho tantos otros, incluso un cierto reverendo abad, uno de mis predecesores. Todos ellos, ¡ay! empezando cientos de años atrás con Gerad de Venteillon, han caído víctimas de la lamia que habita estas criptas.

—¿La lamia? —pregunté, comprendiendo apenas sus palabras.

—Sí, hijo mío, la hermosa Nicea que yació en tus brazos esta noche es una lamia, un antiguo vampiro, que mantiene en estas nocivas criptas su palacio de ilusiones beatíficas. Cómo vino a establecer su morada en Faussesflammes no se sabe, pues su venida es anterior a la memoria de los hombres. Es antigua como el paganismo; los Griegos la conocieron; fue exorcizada por Apolonio de Tyana; y si pudieras contemplarla como realmente es, verías, en lugar de su cuerpo voluptuoso, los anillos de una repugnante y monstruosa serpiente. A todos aquellos a quienes ama y admite a su hospitalidad, los devora al final, después de haber extraído de ellos la vida y el vigor con el diabólico deleite de sus besos. La llanura poblada de laureles que viste, el río bordeado de encinas, el palacio de mármol y todo el lujo que encerraba, no eran más que un espejismo satánico, una burbuja encantadora que se alzó desde el polvo y el moho de una muerte inmemorial, de una corrupción antigua. Se derrumbaron bajo el beso del agua bendita que traje conmigo cuando te seguí. Pero Nicea, ¡ay! ha escapado, y temo que sobrevivirá aún, para construir otra vez su palacio de encantamientos demoníacos, para cometer una vez y otra vez la inenarrable abominación de sus pecados.

Todavía en una especie de estupor ante la ruina de mi recién encontrada felicidad, ante las singulares revelaciones hechas por el abad, lo seguí obedientemente mientras me indicaba el camino a través de las criptas de Faussesflammes. Subió la escalera por la que yo había descendido, y mientras se acercaba a lo alto y se veía forzado a inclinarse un poco, la gran losa se deslizó hacia arriba, dejando entrar un chorro de helada luz de luna.

Salimos; y yo le permití llevarme de vuelta al monasterio. Mientras mi cerebro comenzaba a aclararse, y la confusión en la que me había visto lanzado se resolvía por sí misma, una sensación de rencor crecía rápidamente una acerada irritación por la intromisión de Hilaire. Sin tener en cuenta si me había rescatado o no de terribles peligros físicos y espirituales, lamentaba el hermoso sueño del que me había privado. Los besos de Nicea ardían suavemente en mi recuerdo, y sabía que dondequiera que ella estuviese, mujer o demonio o serpiente, no había nadie en todo el mundo que pudiera jamás suscitar en mí el mismo amor y el mismo deleite. Tuve cuidado, sin embargo, de ocultar mis sentimientos a Hilaire, comprendiendo que si tales emociones me traicionaban, él se vería llevado a velar por mí como un alma que estuviera perdida más allá de toda redención.

Por la mañana, alegando la urgencia de mi regreso a casa, partí de Perigon. Ahora, en la biblioteca de la casa de mi padre cerca de Moulins, escribo esta relación de mis aventuras. El recuerdo de Nicea es mágicamente claro, inefablemente querido como si ella estuviera aún a mi lado, y aún veo los ricos tapices de una cámara a medianoche, iluminada por lámparas de oro curiosamente labrado, y aún escucho las palabras de su despedida:

—No temas. Me encontrarás otra vez si eres audaz y paciente.

Pronto volveré a visitar de nuevo las ruinas del Chateau des Faussesflammes, y volveré a descender a las criptas bajo la losa triangular. Mas, a pesar de la proximidad de Perigon a Faussesflammes, a pesar de mi estima por el abad, mi gratitud por su hospitalidad y mi admiración por su incomparable biblioteca, no me cuidaré de visitar otra vez a mi amigo Hilaire.

Clark Ashton Smith (1893-1961)




Relatos góticos. I Relatos de Clark Ashton Smith.


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El análisis y resumen del cuento de Clark Ashton Smith: El final de la historia (The End of the Story), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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