«El último encantamiento»: Clark Ashton Smith; relato y análisis


«El último encantamiento»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.




El último encantamiento (The Last Incantation) es un relato fantástico del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado originalmente en la edición de junio de 1930 de la revista Weird Tales, y luego en la antología de 1944: Mundos perdidos (Lost Worlds), editada por Arkham House.

El último encantamiento, uno de los mejores cuentos de Clark Ashton Smith, pertenece al ciclo Poseidonis, donde el autor nos sitúa en una misteriosa isla antediluviana, remanente del hundimiento de la Atlántida. En parte, Poseidonis está inspirada los escritos teosóficos de H.P. Blavatsky, principalmente en La doctrina secreta (The Secret Doctrine), donde se especula acerca de una antigua civilización hundida en lo profundo del océano.

El relato también integra el ciclo Malygris, protagonizado por un poderoso hechicero, llamado Malygris, gran maestro de la nigromancia y las artes oscuras.




El último encantamiento.
The Last Incantation, Clark Ashton Smith (1893-1961)

Malygris el mago se hallaba sentado en la cámara superior de su torre, que había sido erigida encima de una montaña cónica sobre el corazón de Susran, capital de Poseidonis. Forjada de una oscura piedra extraída de lo profundo de la tierra, perdurable y sólida como el mítico adamante, dicha torre descollaba por encima de todas las otras, y arrojaba lejos su sombra sobre los tejados y cúpulas de la ciudad, de igual forma que el siniestro poder de Malygris tendía su oscuridad sobre las mentes de los hombres.

Ya Malygris era anciano, y toda la funesta fuerza de sus encantamientos, todos los horribles o curiosos demonios bajo su control, todo el temor que había forjado en los corazones de reyes y prelados, ya no bastaban para aliviar el ominoso tedio de sus días. En su asiento formado a partir del marfil de mastodontes, engastado de terribles y crípticas runas de roja turmalina y azur cristal, miraba melancólico a través de la ventana de fulvo cristal con forma de losange. Sus blancas cejas se hallaban contraídas en una sola línea sobre el oscuro ocre pergamino de su rostro, y bajo ellas sus ojos eran fríos y verdes como el hielo de antiguos témpanos; su barba, mitad blanca, mitad de un negro con glaucos reflejos, caía casi hasta sus rodillas y ocultaba muchos de los retorcidos y serpentinos símbolos grabados en plata tejida a través de la pechera de su manto violeta.

En torno a él se hallaban dispersos todos los accesorios de su arte: los cráneos de hombres y monstruos; redomas llenas de negros o ambarinos líquidos, cuyo sacrílego uso no era conocido de nadie sino él; pequeños tambores de pellejo de buitre, y crótalos hechos de huesos y dientes de crocodilo, empleados como acompañamiento para ciertos conjuros. El suelo de mosaico estaba en parte cubierto por las pieles de enormes simios negros y plateados; y sobre la puerta colgaba la cabeza de un unicornio en la cual moraba el demonio familiar de Malygris, bajo la forma de una víbora coral de vientre verde pálido y cenicientas manchas.

Los libros se apilaban por todas partes: antiguos volúmenes encuadernados en piel de sierpe, con broches comidos por el verdín, que contenían los aterradores saberes de la Atlántida , pentáculos que tenían poder sobre los demonios de la tierra y la luna, hechizos que transmutan o desintegran los elementos; y runas en una lengua perdida de Hiperbórea, las cuales, al ser proferidas en alto, eran más mortales que el veneno o más potentes que cualquier filtro.

Mas, aunque estas cosas y el poder que albergaban o simbolizaban constituían el terror de las gentes y la envidia de todos los magos rivales, los pensamientos de Malygris se veían ensombrecidos de inmitigable melancolía, y el abatimiento llenaba su corazón como las cenizas llenan el hogar donde un gran fuego se ha extinguido. Inmóvil se sentaba, implacable meditaba, mientras el sol de la tarde, declinando sobre la ciudad y sobre el mar que se hallaba más allá de la misma, hería con otoñales rayos a través de la ventana de vidrio amarillo verdoso, y tocaba sus apergaminadas manos con su fantasmal oro, encendiendo los morados balajes de sus anillos hasta hacerlos arder como demoniacos ojos.

Mas en sus meditaciones no había luz ni fuego, y volviéndose desde la grisura del presente, desde la oscuridad que parecía ir acercándose de forma inminente al futuro, tanteó entre las sombras de la memoria, tal como un hombre ciego que ha perdido el sol y lo busca por doquier en vano. Y todas las vistas del tiempo que habían estado tan llenas de oro y esplendor, los días de triunfo coloridos como una ascendente llama, el carmesí y púrpura de los brillantes años imperiales de su apogeo, todo ello era frío y confuso y extrañamente desvaído en ese momento, y el recuerdo de aquello ya no era más que el atizar de extinguidas ascuas. Entonces Malygris se retrotrajo a los años de su juventud, a los brumosos, remotos, increíbles años en los que, como una extraña estrella, un recuerdo todavía ardía con inagotable brillo: el recuerdo de la muchacha Nylissa a la que había amado en otro tiempo antes de que el ansia de vedado conocimiento y nigromántico dominio hubiese siquiera entrado en su alma.

La había casi olvidado durante décadas, con la miríada de preocupaciones de una vida tan extrañamente diversificada, tan repleta de ocultos sucesos y poderes, de sobrenaturales victorias y peligros; mas en aquel instante, con sólo pensar en aquella esbelta e inocente muchacha, que le había amado tanto cuando él también era joven y delgado y cándido, y que había muerto de una repentina y misteriosa fiebre la misma víspera del día de su desposorio, el momiesco ocre oscuro de sus mejillas adoptó un fantasmal rubor, y en lo más hondo de sus gélidos orbes apareció un destello cual resplandor de cirios mortuorios.

En su imaginación se elevaron los irrecuperables soles de la juventud, y vio el valle sombreado de mirtos de Meros, y el arroyo Zemander, junto a cuyo siempre verdeante margen había caminado al atardecer con Nylissa, contemplando el nacimiento de estivales estrellas en los cielos, el riachuelo, y los ojos de su amada.

Entonces, dirigiéndose a la víbora demonio que moraba en la cabeza del unicornio, Malygris habló, con la baja y monótona entonación del que piensa en voz alta:

—Víbora, en los años anteriores a que vinieras a vivir conmigo y establecieras tu morada en la cabeza del unicornio, conocí a una muchacha que era adorable y frágil como las orquídeas de la jungla, y que murió como las orquídeas mueren... Víbora, ¿no soy acaso Malygris, en quien se concentra la maestría de toda tradición oculta, toda dominación prohibida, con potestad sobre los espíritus de tierra y mar y aire, sobre los demonios solares y lunares, sobre los vivos y los muertos? Si así lo deseo, acaso no puedo convocar a la muchacha Nylissa, con la misma apariencia de toda su juventud y belleza, y traerla de las inmutables sombras de la críptica tumba, para que se alce ante mí en esta cámara, bajo los vespertinos rayos de este otoñal sol?

—Sí, amo —contestó la víbora, con un bajo pero singularmente penetrante siseo--, tú eres Malygris, y todo el poder hechiceresco o nigromántico es tuyo, todos los conjuros y hechizos y pentáculos son conocidos por ti. Es posible, si así lo deseas, invocar a la muchacha Nylissa desde su morada entre los muertos, y contemplarla otra vez como era antes de que su hermosura hubiese conocido el rapaz beso del gusano.

—Vibora, ¿es bueno, es conveniente, que la invoque de tal manera?... ¿No habrá nada que perder, nada que lamentar?

La víbora pareció dudar. Luego, con un siseo más lento y mesurado, respondió:

—Es conveniente para Malygris que haga lo que desee. ¿Quién, salvo Malygris, puede decidir si algo está bien o mal?

—En otras palabras, ¿no me aconsejarás? —La cuestión era tanto una afirmación como una pregunta, y la víbora no se dignó decir nada más.

Malygris caviló por algún tiempo, con el mentón sobre las nudosas manos. Luego se levantó, con una luengo tiempo inusitada celeridad y seguridad de movimientos que desmentía sus arrugas, y reunió, a partir de diferentes esquinas de la cámara, de anaqueles de ébano, de féretros con cerraduras de oro, azófar o succino, los diversos accesorios que eran necesarios para su magia. Trazó sobre el suelo los círculos precisos, y de pie en el centro encendió los turíbulos que contenían el prescrito incienso, y leyó en voz alta de un largo y estrecho pergamino de vitela gris las runas púrpuras y bermellones del ritual que invoca a los difuntos. Los humos de los incensarios, azules, blancos y violetas, se alzaron en espesas nubes y rápidamente llenaron la estancia de remolineantes volutas en constante amalgama, entre las cuales la luz solar desaparecía dejando paso a un pálido y extraterreno fulgor, lívido como la luz de lunas que asciende del Leteo.

Con preternatural lentitud, con inhumana solemnidad, la voz del nigromante siguió entonando un sacerdotesco cántico hasta que hubo terminado el pergamino y los postreros ecos se apagaron extinguiéndose en forma de cavernosas y sepulcrales vibraciones. Luego los polícromos vapores se disiparon, como los pliegues de un telón que hubiera sido retirado. Mas el desvaído y sobrenatural brillo todavía llenaba la cámara, y entre Malygris y la puerta donde colgaba la cabeza de unicornio se alzaba la aparición de Nylissa, tal como lo había hecho en años expirados, inclinándose un poco como una flor llevada por el viento, y sonriendo con la descuidada viveza de la juventud.

Frágil, pálida y vestida de forma sencilla, con flores de anémona en su negro cabello, con ojos que poseían el renacido azul celeste de cielos vernales, era todo lo que Malygris había recordado, y su indolente corazón se aceleró con una antigua y deleitosa fiebre al mirarla.

—¿Eres Nylissa? —preguntó—. ¿La Nylissa a quien amé en el valle sombreado de mirtos de Meros, en los áureos días que se han ido con todos los muertos eones al abismo intemporal?

—Sí, soy Nylissa —Su voz era el sencillo murmullo de plata que había resonado tanto tiempo en su recuerdo.

Pero de algún modo, mientras contemplaba y escuchaba, creció una minúscula duda, no menos absurda que intolerable, pero con todo insistente: ¿era ésta por entero la misma Nylissa que había conocido? ¿Acaso no había un inaprensible cambio, demasiado sutil para ser mentado o definido, no se habían llevado algo el tiempo y la fosa... un innominable algo que su magia no había restituido enteramente? ¿Eran los ojos tan tiernos, era el negro cabello tan lustroso, la figura tan esbelta y cimbreña, como los de la muchacha que él recordaba?

No podía estar seguro, y la creciente duda fue seguida de una apesadumbrada consternación, de un torvo desaliento que sofocó su corazón como con cenizas. Su escrutinio se torno penetrante, exigente y cruel, y por momentos el fantasma dejaba cada vez más de ser el perfecto retrato de Nylissa, por momentos los labios y la frente se volvían menos adorables, menos delicados en sus curvas; la esbelta figura se hizo enjuta, la cabellera tomó un negro vulgar y el cuello una mediocre palidez.

El alma de Malygris se abismó de nuevo en la vejez y desesperación con la muerte de su evanescente sueño. No podía creer ya en el amor, la juventud o la belleza, e incluso el recuerdo de tales cosas era un dubitable espejismo, algo que podía o no haber sido. No restaba nada sino sombra, grisura y polvo, nada sino las vacuas oscuridad y frialdad, y el oprimente peso de un insufrible abatimiento, una incurable angustia.

Con un acento que era tenue y trémulo, como el espectro de su anterior voz, pronunció el conjuro que sirve para despedir a un fantasma invocado. La forma de Nylissa se disolvió en el aire como humo y el lunar brillo que la había rodeado fue reemplazado por los postremos rayos del sol. Malygris se volvió hacia la víbora y habló en un tono de melancólico reproche:

—¿Por qué no me advertiste?

—¿Habría servido la advertencia? —fue la contrapregunta—. Todo el conocimiento era tuyo, Malygris, excepto esta sola cosa; y de ninguna otra forma podrías haberla aprendido.

—¿Qué cosa? —quiso saber el mago—. No he aprendido nada salvo la vanidad de la sabiduría, la impotencia de la magia, la nulidad del amor y el engaño de la memoria... Dime, ¿por qué no he podido hacer volver a la vida a la misma Nylissa a quien yo conocía, o creía conocer?

—Era ciertamente Nylissa a quien has invocado y visto —respondió la víbora—. Tu necromancia era lo bastante poderosa para ello; mas ningún nigromántico hechizo podría volver a traerte tu propia juventud perdida ni el ferviente e ingenuo corazón que amó a Nylissa, ni los apasionados ojos que la contemplaban entonces. Esto, mi amo, era lo que tenías que aprender.

Clark Ashton Smith (1893-1961)




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El análisis y resumen del cuento de Clark Ashton Smith: El último encantamiento (The Last Incantation), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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