Qué se siente realmente al ser mordido por un vampiro.
Si el cine de terror nos ha enseñado algo es que la mordida de un vampiro no es dolorosa.
De hecho, es frecuente que estas desafortunadas víctimas tengan una mirada extraviada mientras el vampiro se dispone a perforarles el pescuezo. No hay gritos. La presa no lucha, no se retuerce como sin dudas lo haría al ser atacada por humano o un animal. En cambio, asume la elegante postura de la entrega, de la docilidad, que a veces es tamizada con algún tímido gesto de incomodidad.
Para entender qué representa la mordida del vampiro, y por qué la sensación de ser mordido por uno acaso podría ser reconocida por cualquier persona, tanto en términos físicos como emocionales, tomaremos un ejemplo paradigmático: la gran novela gótica de Bram Stoker: Drácula (Dracula), la cual ha servido de inspiración para algunos de los grandes tarascones del género.
En principio hay que establecer algunas cuestiones: el conde Drácula no muerde a los hombres; solo a las mujeres, primero a Lucy Westenra y luego a Mina Murray.
¿Cuestión de principios?
Es probable.
Después de todo, como príncipe de los vampiros podemos pensar que ése es su privilegio, es decir, elegir a la víctima que mejor se ajuste a sus gustos personales, o también que las mujeres pueden llegar a ser presas más fáciles, pero ninguna de estas posibilidades resultan lógicas de acuerdo a lo que plantea Bram Stoker en la novela.
Tomemos el caso de Renfield, en términos criollos, regalado en una acolchada celda de manicomio.
Drácula no lo muerde, a pesar de que se encuentra bastante débil como consecuencia de la quema de sus guaridas por parte de Van Helsing y sus grupo de entusiastas. A su vez, Renfield espera con ansiedad esa mordida, y en varios pasajes él mismo desliza la certeza de que el conde se lo ha prometido.
Pobre iluso.
Bram Stoker se toma grandes trabajos para retratar a Renfield como una persona desviada. Su enfermedad mental y su reclusión en el manicomio nos recuerdan el paso de Oscar Wilde por la cárcel de Reading, donde fue encerrado por cometer el delito de amar a otro hombre.
Drácula no muerde a Renfield. Eso sí, lo mata de un modo atroz, básicamente moliéndolo a golpes contra las rejas de la celda.
El destino de Renfield es el más ingrato de la novela. Es el único personaje que realmente quiere que lo muerdan, y el único que hace algo voluntariamente para ayudar al conde a instalarse en Londres. Lamentablemente, su desviación le impide convertirse en un vampiro hecho y derecho.
El segundo ejemplo que nos brinda esta historia es el de Jonathan Harker, prisionero en el castillo de Transilvania en la primera parte de la novela: El huésped de Drácula (Dracula's Guest). El conde tampoco lo muerde, sino que lo entrega a sus odiosas pero sensuales concubinas: las tres novias de Drácula.
Es en este encuentro entre Harker y las vampiresas donde Bram Stoker pone de manifiesto por primera vez qué se siente ser mordido por un vampiro.
El cine ha tomado muchas precauciones para representar esta escena, con un Harker tratando de disimular una mueca de placer al ser atacado por esas tres mujeres bellísimas; sin entender que, en realidad, Bram Stoker prescinde por completo de las metáforas. La novela describe específicamente que aquel encuentro es de naturaleza carnal.
El problema, en todo caso, consiste en que una descripción en términos explícitos para la Inglaterra victoriana suena un tanto rebuscada para nuestros oídos.
—Esto es lo que realmente ocurrió —parecen decirnos los sagaces directores que han adaptado la novela al cine—: Harker la pasó de maravillas con las novias de Drácula. Eso sí, con algo de culpa y tratando de reprimirse para no aullar como un condenado.
Bram Stoker va mucho más allá.
Lo primero que registra Harker en su diario es que una de las vampiresas —la rubia— se arrodilló ante él y se recreó sin prejuicios. Ahí no hay metáforas, ni alusiones a la culpa, a pesar de que el acto de recrearse sea excesivamente cuidadoso. Harker está narrando literalmente lo que sucedió pero con una terminología, digamos, un poco constipada; típica de un caballero victoriano que prefiere mantener las formas.
Luego añade que, mientras la vampiresa se recreaba, sintió algo nuevo: una mezcla de excitación y repulsión que le hizo volver el rostro. Este movimiento reveló parte de su cuello. Según anota Harker, las vampiresas se relamieron como animales salvajes, y hasta pudo ver destellos de saliva brillando en sus labios y colmillos. Recién entonces las vampiresas lo muerden:
Pude oír el chasqueo de su lengua contra sus dientes y labios, y su cálido aliento en mi cuello. Pude sentir el suave y tembloroso roce de los labios sobre la piel de mi cuello, y los colmillos afilados deteniéndose ahí. Cerré los ojos en un lánguido éxtasis y esperé con el corazón palpitando.
Para la época en la que Drácula fue escrito, decir que una mujer se arrodilló frente a un hombre y se recreó no requería mayores precisiones: Harker lo pasó de maravillas y no sintió ni una pizca de remordimiento. Lo único que lo perturbó fue la inoportuna interrupción del conde.
Stephen King, en el libro: Danza macabra (Danse Macabre), resume del siguiente modo el final de aquel encuentro:
Harker se muestra un poco decepcionado cuando el Conde entra en la estancia e interrumpe su pequeño tête-a-tête. Probablemente la mayoría de los lectores de Stoker también.
Del mismo modo, las sensaciones de Lucy y Mina, al ser mordidas por Drácula, son idénticas a las de Harker. En términos perfectamente acartonados Bram Stoker describe que ambas alcanzan el clímax del placer.
Es lícito suponer que eso es lo que se siente al ser mordido por un vampiro: placer, al menos en aquellos años en los que un chupasangre, para ser aterrador, debía seguir una estricta dieta heterosexual.
Pero si tomamos la mordida de los vampiros como una representación más o menos fiel del acto amoroso, también nos veríamos obligados a analizar los síntomas del vampirismo bajo la misma luz, lo cual, sin dudas, nos llevaría a un terreno bastante pantanoso.
Quizá la extrema palidez de Lucy, algo que alarma considerablemente a Van Helsing, no se debe a la falta de sangre, sino a la agotadora doble vida que la muchacha debe llevar: siendo una elegante y educada dama inglesa durante el día, donde además tolera el insoportable cortejo de Arthur Holmwood, su prometido, y una amante salvaje con su oscuro visitante por las noches.
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1 comentarios:
Completamente de acuerdo con este analisis.
La película de Ford Coppola algo muestra de ese placer, aunque Dracula interrumpe antes que en la novela. La materialización de las tres novias es algo provocativo.
Para que decir de los actos de Dracula con Lucy.
Muy buen informe
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