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«La mano enguantada»: Elizabeth Bowen; relato y análisis.


«La mano enguantada»: Elizabeth Bowen; relato y análisis.




«Ethel Trevor y la señora Varley de Grey fueron enterradas en la misma tumba.
No se sabe qué conversación tuvo lugar bajo tierra.»



La mano enguantada (Hand in Glove) es un relato de terror de la escritora irlandesa Elizabeth Bowen (1899-1973), publicado por Cynthia Asquith en la antología de 1952: El segundo libro de los fantasmas (The Second Ghost Book). Más adelante aparecería en la colección: El libro de Oxford de relatos ingleses de fantasmas (Oxford Book of English Ghost Stories).

La mano enguantada, uno de los cuentos de Elizabeth Bowen más reconocidos, nos sitúa en Jasmine Lodge, una mansión emplazada en un pequeño pueblo rural de Irlanda; y relata la historia de las hermanas Trevor y su anciana tía, la señora Varley de Grey.

La anciana vivió anteriormente en la India, con su esposo militar, quien «se voló los sesos» hace algunos años. Al regresar a Irlanda para vivir en Jasmine Lodge, incluso antes de que nacieran las señoritas Trevor, la Tía se convirtió en una ermitaña. Las Trevor [Ethel y Elsie] apenas la toleran: la mantienen encerrada cuando hay visitas y la privan de atención médica. Cuando Ethel decide casarse con un oficial británico, comienza a recibir consejos de su postrada tía sobre los hombres y el cortejo. Por supuesto, el interés de Ethel es completamente egoísta, pero esta pobre y aparentemente inofensiva anciana también oculta un costado siniestro.

La mano enguantada es un buen ejemplo del enfoque humorístico de Elizabeth Bowen sobre lo sobrenatural. Las Trevor son mujeres hermosas y deseadas, pero el tiempo ha pasado y nunca han logrado obtener candidatos fiables. En apariencia, son aristócratas, pero en realidad se encuentran en absoluta decadencia económica, tal es así que poco a poco van saqueando las costosas pertenencias que la Tía trajo de la India: joyas, vestidos, accesorios. A grandes rasgos consiguen mantener las apariencias para el exterior, pero hay indicios de su decadencia. Cada noche, antes de salir, Ethel y Elsie «se limpian valientemente las yemas de los dedos» de sus guantes con bencina, un producto químico que desprende un olor desagradable.

La Tía sospecha que sus baúles están siendo saqueados por sus sobrinas, y a menudo se queja irónicamente de la presencia de «ratas en el ático». Eventualmente, Ethel se entera de que su principal candidato, un capitán de buena reputación, siente una particular aversión por el olor a bencina; de modo que decide realizar otra incursión a los baúles para conseguir unos guantes inmaculados. Esta expedición al ático es el clímax de la historia: la Tía ha muerto pero las dos sobrinas lo ignoran, y Ethel decide aprovechar la ocasión para asegurarse los guantes. Lamentablemente para ella, estos guantes blancos adquieren agencia propia y acaba siendo estrangulada.

La mano enguantada de Elizabeth Bowen apela al concepto de retorno de lo reprimido de Sigmund Freud a través de las dimensiones espectrales del tacto [ver: Lo olfativo, lo visual, lo auditivo y lo táctil en el Horror]

Las Trevor son el tema favorito de los chismes locales. Son huérfanas [como Elizabeth Bowen], y la Tía actúa como tutora legal [la autora también quedó a cargo de sus tías], pero evidentemente tiene poco control sobre sus acciones. De hecho, cuando la presencia de la Tía se vuelve problemática, Ethel y Elsie no vacilan en encerrarla en su dormitorio y prohibirle todo contacto con el mundo exterior. A lo largo de los años, las hermanas roban objetos valiosos del ajuar de la Tía, que está almacenado en siete grandes baúles en el ático, hasta que todo lo que queda son unos guantes de noche. Estos guantes, suponen las Trevor, deben estar guardados en el único baúl que no han logrado abrir ya que la Tía esconde las llaves debajo de su almohada.

Las Trevor son despiadadas, no sólo con la Tía, a quien descuidan, roban y maltratan, sino en su infatigable búsqueda de un buen partido. El retorno de lo reprimido, en parte, puede verse en el saqueo de la ropa almacenada en el ático. Las Trevor cortan y ajustan estos vestidos anticuados para convertirlos en piezas de actualidad. Esta fachada de opulencia funciona bastante bien, hasta que lo único que se interpone entre Ethel [la hermana mayor] y el matrimonio es un par de guantes decentes.

Cuando la Tía muere, probablemente por falta de atención médica, las Trevor se mienten a sí mismas diciendo que la vieja «dormita». En este contexto, Ethel finalmente logra acceder al único baúl que no han podido forzar. Sin embargo, los guantes que encuentra se convierten en un instrumento de la venganza de la tía:


«La punta inmaculada de un guante blanco apareció por un momento, como si estuviera explorando su salida, y luego se retiró.»


Las Trevor parecen sacadas de una novela de Jane Austen: son chicas jóvenes y hermosas, de buena familia [venida a menos], que asisten a fiestas aristocráticas y buscan pretendientes, pero debajo de estas actividades inocentes se encuentra el horror absurdo al que habitualmente recurre Elizabeth Bowen. Con tal de conseguir un par de guantes lo suficientemente inodoros como para no ahuyentar a un pretendiente, Ethel es capaz de cualquier cosa. Las Trevor matan a su tía al mantenerla encerrada y sin atención médica, no por venganza o maldad, sino para saquear impunemente sus pertenencias.

En la literatura gótica, la Casa es la representación del espacio más femenino de todos [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]. Las mujeres en los cuentos de Elizabeth Bowen se encuentran en este ámbito privado para enfrentarse con los fantasmas del pasado. En apariencia, adhieren a los ideales domésticos y sociales [en este caso, conseguir un esposo], y hacen TODO lo que está a su alcance para cumplir esas expectativas. Jasmine Lodge no es una Casa Embrujada, al menos no en términos tradicionales; más bien es un arquetipo del espacio femenino que se sincroniza con la perversidad de sus habitantes [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Lo absurdo, lo patético, siempre está presente en los relatos de Elizabeth Bowen. Ethel actúa despiadadamente contra su tía por algo tan patético como considerar que sus deberes femeninos fracasarán si no consigue la atención de Lord Fred. Su objetivo es socialmente aceptable, incluso esencial para no ser vista de reojo, pero los medios que emplea de algún modo activan a los espectros que rondan la Casa. En cierto modo, las Trevor están «embrujadas» por su sentido del deber, por sus creencias heredadas acerca de lo que debe ser una mujer.

El arquetipo de la Casa Embrujada siempre incluye a mujeres que resultan ser cómplices de preservar los valores y las buenas costumbres que se espera de sus habitantes. Ethel Trevor, quien vive en una «ciudad militar» que «se enorgullece de su historial romántico», ve el matrimonio como un objetivo por el que hay que luchar. Su percepción del mundo está formada por lo que le han enseñado: casarse o vivir en el oprobio. Sin embargo, Jasmine Lodge no es la Casa Embrujada tradicional, es decir, no es este espacio agitado por fantasmas patriarcales listos para castigar cualquier desviación de la norma, sino una manifestación de las luchas internas de las Trevor entre sus percepciones y sus expectativas.

La Casa Embrujada, donde las mujeres están domesticadas y desposeídas, es lo opuesto al concepto de Hogar; tanto es así que la mayoría de las historias de casas embrujadas están habitadas por mujeres infelices, atrapadas porque no han conseguido cumplir con las expectativas sociales. Pensemos en Eleanor Vance en la novela de Shirley Jackson: La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House), solterona y víctima de una madre abusiva [ver: La verdadera Entidad que se esconde Hill House]. En cierto sentido, la Casa Embrujada aísla y protege a estas mujeres del mundo exterior, pero también es un espacio agresivo. La Casa acepta a la solterona, a la viuda, a la indeseada, pero sólo como esposa, y exige de ella el máximo compromiso y devoción; y a medida que comienza su habitual despliegue de rarezas, precipita una crisis existencial en la protagonista.

Las Trevor son despiadadas, es cierto, pero en un contexto donde la sociedad también es despiadada con ellas. En este sentido, Jasmine Lodge es una representación espectral [y espacial] de la precariedad femenina de la época, los valores heredados, las prácticas imitadas, los ritos. Incapaz de proporcionar consuelo, la Casa Embrujada es la antítesis del ideal doméstico: es un espacio donde las mujeres están obsesionadas por sus defectos, a menudo materializados en figuras espectrales, como los guantes de la Tía. De hecho, podríamos pensar que toda Casa Embrujada es una extensión física de las tradiciones y obligaciones sociales, diseñada para «asustar» y, por lo tanto, mantener dentro a la mujer cuya vida ha sido moldeada por la creencia en el ideal doméstico [ver: Horror Doméstico]

Estas creencias forman parte de la estructura subyacente de La mano enguantada. Las hermanas Trevor son «altas y guapas», pero —añade Elizabeth Bowen— «en aquellos días ser una chica guapa era una vocación». En otras palabras, para formar parte del mercado matrimonial y cumplir, a cualquier precio, el dictamen de casarse, las Trevor invierten todas sus energías y recursos. Ahora bien, las Trevor son de una familia de buena reputación y estatus social alto [aunque actualmente en decadencia], de modo que su objetivo no es sólo casarse [podrían estar con cualquier hombre de menor estatus], sino más bien con quién y cuándo casarse. Su percepción de sí mismas como mujeres y futuras esposas es una visión heredada y disciplinada. En este contexto, la obsesión de Ethel por casarse y su desesperación por atraer a Lord Fred se manifiestan en su fijación en el par de guantes que más tarde le quitarán la vida.

Lo sobrenatural, en estas historias, es generalmente el eje donde las mujeres se enfrentan a sus propios demonios y se ven obligadas a superarlos o ser consumidas. La mano enguantada no aboga por el empoderamiento feminista, simplemente expone a dos mujeres consumidas por sus sistemas de creencias. Las Trevor no son víctimas pasivas; de hecho, parecen sentirse bastante cómodas torturando a la anciana.

Elizabeth Bowen regresa a la tradición gótica de utilizar objetos extraños que perturban y quiebran el sentido de realidad de las mujeres. Los guantes aparecen inicialmente como símbolo de un tipo de feminidad asociada con el matrimonio y las creencias heredadas sobre esta institución. No sólo son un medio para conseguir a Lord Fred, sino también restos del matrimonio de la señora Varley de Grey. La insistencia de Ethel [«el éxito era imperativo: debía tener guantes»] revela una creencia inquebrantable: poseer a Lord Fred es intrínseco a su identidad. Sin casarse, Ethel nunca estará completa.

Para añadirle un detalle extra de futilidad a todo el asunto, al final la Narradora nos dice que «los guantes habrían sido demasiado pequeños para ella». Después de todo, quizás no hay guantes animados con impulsos homicidas en esta historia, sino una chica que muere al darse cuenta que los guantes por los que ha matado le quedan chicos.

Es una posibilidad atractiva, pero no creo que tenga sustento si tomamos como referencia otros relatos de Elizabeth Bowen, donde lo sobrenatural no es producto de la imaginación ni una manifestación de un brote psicótico. Más bien, Elizabeth Bowen utiliza lo sobrenatural como una especie de desplazamiento de la realidad conocida que permite ver, a menudo con horror, otro ángulo, otra perspectiva de las cosas.

En este contexto, el encuentro con los guantes [en términos de desplazamiento de la realidad conocida] obliga a Ethel a observar oblicuamente sus creencias heredadas. Lo único que queda de esta nueva perspectiva adquirida son sus gritos: el grito de ayuda de Ethel, aunque no se escucha, se transmite en los «chillidos» de su hermana. Su muerte, como la de la mayoría de las mujeres de Elizabeth Bowen, es tan frustrante como ausente de cualquier forma de trascendencia. No hay grandes epifanías o revelaciones; y si las hay llegan demasiado tarde. Sólo queda este mundo de mujeres atrapadas en sus creencias heredadas, y el compromiso tenaz que ellas mismas asumen al tratar de perpetuarlas a cualquier costo.

Supongo que podría decirse que la dinámica entre las tres mujeres de Jasmine Lodge es una inversión del cuento de hadas, donde la madrastra no es la «malvada» que tortura a sus hijastras [la Tía, después de todo, es la tutora legal de las muchachas], sino una víctima de ellas [ver: El cuento de hadas y el plan para «civilizar» a las mujeres]. Más aún, el «objeto mágico» o «fuera de lugar», frecuente en los cuentos de hadas, toma en La mano enguantada un carácter siniestro. Es el objeto que desencadena los hechos dramáticos al final de la historia, y que además resulta ser demasiado pequeño para las hermanas Trevor, como lo es el zapato de cristal para las viles hermanastras de Cenicienta [ver: Cenicienta y el mito del zapato de cristal]




La mano enguantada.
Hand in Glove, Elizabeth Bowen (1899-1973)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Jasmine Lodge estaba situado en una ladera residencial con un bonito bosque en el sur de Irlanda, con vistas a un río y, mejor aún, a los tejados de una animada ciudad militar. Alrededor de 1904, que fue el período de florecimiento de las señoritas Trevor, las chicas no podrían haber tenido un hogar más propicio: el vecindario giraba alegremente en torno a los militares. Ethel y Elsie se llevaron toda la ventaja: ningún partido de béisbol, salto, picnic, tenis sobre césped, croquet o paseo en bote estaba completo sin ellas; en invierno, aunque no podían permitirse el lujo de cazar, iban en bicicleta a todas las competiciones y, en las noches heladas, con sus guitarras, asistían a las veladas vestidas con sus capas de piel.

Tenían una tía, una tal señora Varley de Grey, de soltera Elysia Trevor, una antigua belleza local. Fue arrastrada en su viudez a lo que había sido el escenario de sus primeros triunfos, y ocupó un dormitorio trasero en Jasmine Lodge. La señora Varley no había tenido suerte: su esposo, capitán de un regimiento de caballería de buena cuna, había llegado al extremo de volarse los sesos en la India, dejando atrás nada más deudas.

La señora Varley de Grey había regresado de la India con sólo siete grandes baúles repletos de elegantes prendas, y también había sufrido un shock. Esto había sucedido mientras Ethel y Elsie, cuyo padre se había casado tarde, aún no habían nacido; así que, hasta donde las chicas recordaban, su tía había sido el único inconveniente de Jasmine Lodge.

Sus padres las habían dejado huérfanas, un tanto desconsideradamente, al morir de escarlatina cuando Ethel acababa de salir y Elsie estaba a punto de hacerlo; por lo tanto, se quedaron sin una acompañante y, con su don para aprovechar todo de alguna manera, apoyaron a la tía para que pudiera desempeñar ese papel. Sólo cuando sus peculiaridades se hicieron demasiado marcadas sintieron que era necesario retirarla; para entonces se podía decir que todas las damas de los alrededores competían por el honor de acoger en sociedad a las solicitadas señoritas Trevor.

A partir de entonces, no se supo nada más de la señora Varley de Grey. («¡Oh, sólo está un poco indispuesta, pero nada importante!») Se quedaba arriba, en la parte de atrás: cuando las chicas daban una de sus pequeñas fiestas, o un par de oficiales venían de visita, la llave de su habitación giraba en la cerradura exterior.

Las chicas colgaban faroles chinos en las ventanas cubiertas de enredaderas y se sentaban a rasguear suavemente sus guitarras. No menos fascinante era su sentido del humor, acompañado de un atrevido destello de los ojos. Se las conocía como las inteligentes señoritas Trevor, no por ningún matiz de dogmatismo o erudición (no, cuando un caballero exclamaba: «¡Esas chicas tienen cerebro!», lo decía con total admiración), sino por sus habilidades, ingenio y agilidad.

Interpretaban papeles importantes en obras de teatro, animaban numerosos juegos de salón, eran traviesas imitadoras y cantaban a dúo. Sus dedos rivalizaban con su ingenio: hacían pantallas de lámparas, flores de papel crepé, pintorescos sombreros; y, sobre todo, variaban sus vestidos maravillosamente; nadie podía superarlas en ideas, cortes, recortes o ajustes. Una vez, sin dejar que nada se desperdiciara, habían remodelado el ajuar con los baúles de su tía, haciendo que los tristes tules y tarlatanes, rasos y tafetanes muaré parecieran recién llegados de París. Cosieron lentejuelas, plancharon volantes y revivieron muchos ramilletes o rosas de seda aplastadas. Hicieron esa tarea con cierta cautela, ya que todos los baúles estaban almacenados en el ático, justo encima de la habitación trasera.

Llevaban bien puesta la ropa. «¡Un broche en cualquiera de esas dos quedaría elegante!», declaraban las otras chicas. Lo único que les faltaba eran guantes de noche: tenían dos pares cada una, que se habían visto obligadas a comprar. No podían imaginar qué habría sido de los suntuosos vestidos de la señora Varley de Grey de esa época, y era una lástima. ¿Se habría olvidado los guantes en su apuro por llegar de la India? ¿O estaban allí, en ese único baúl al que las Trevor no pudieron acceder?

Todas las demás cerraduras habían cedido a tirones o ganzúas, o las hermanas habían encontrado llaves para encajarlas, o habían utilizado la caja de herramientas; pero esta última fortaleza las desafiaba. En ese triste y sucio saquito de seda, que la señora Varley de Grey siempre llevaba encima, se convencieron, guardaba las llaves operativas, junto con algunos anillos y broches de lujo, todos ellos esmeraldas, perlas y diamantes auténticos que, como sabían, habían sido vendidos hacía mucho tiempo. Esa contradicción por parte de su tía las irritaba, mientras que las alegrías hacían mella en sus guantes. Al llegar a casa, antes de salir, se limpiaban los dedos con gran compulsión. Por eso un largo tufo a bencina las perseguía mientras daban vueltas por el salón de baile.

Eran altas y guapas; pero en aquellos días ser una chica guapa era una vocación; muchos de los mejores matrimonios se habían arreglado con chicas así. Se comportaban de manera imponente, tenían buen busto y hombros, cinturas firmes y espaldas rectas. Sus rasgos eran llamativos, su coloración era alta; en la parte baja de sus frentes rebotaban oscuras matas de rizos. Ethel era, tal vez, la dominante, pero ambas chicas eran consideradas llenas de carácter.

¿Con quién, y más aun cuándo, pensaban casarse? Ya habían visto regimientos entrar y salir. En la zona se hacían apuestas muy altas. Los catalejos apuntaban a la llamativa entrada de Jasmine Lodge y cada nuevo caballero era observado. El único problema, según afirmaban sus promotores, era que las inteligentes Trevor estaban siempre tan rodeadas que no tenían un momento para darse la vuelta o elegir. O, de lo contrario, ¿podría ser posible que la admiración que despertaban Ethel y Elsie, y su lugar ahora institucional en la escena local, ahuyentara los sentimientos tiernos del pecho masculino?

Se llegó a sentir, y tal vez las propias chicas, que, después de demorarse tanto tiempo y de manera tan desconcertante, dependía de ellas dar (como su tía) un golpe de estado. La sociedad que rodeaba esta ciudad militar se había enorgullecido durante mucho tiempo de su historial romántico; verano e invierno, Cupido disparaba sus dardos. El paisaje exuberante, el olvido de todo lo demás generado por el clima húmedo, todo era propicio. Se podía suponer que los nombres de Ethel y Elsie ya se murmuraban en todas partes donde ondeaba la bandera del Reino Unido. Sin embargo, era hora de que decidieran.

Ethel tomó la decisión a finales de una primavera. Se enamoró del segundo hijo de un marqués inglés. Lord Fred había venido de visita, para pescar, a una mansión a unos kilómetros río abajo de Jasmine Lodge. Había aparecido por primera vez, con el resto de la fiesta, en uno de los bailes militares más espléndidos, y se sabía que era un hombre de ciudad. El brillo civil de sus quevedos, a la vez sereno y soberbio, instantáneamente se ganó, junto con su gran nombre, el corazón de Ethel.

Ella lo miró, y el público reunido, con aprobación, observó el momento. La verdad se vio de inmediato: Ethel, aunque tan condescendiente con sus encantos, no había estado destinada desde el principio a amar a un soldado; y aquí, después de un largo desgaste, apareció Lord Fred. Por su parte, respondió a sus atenciones con bastante gusto, aunque de una manera algo aturdida. Si no bailaba con ella tan a menudo, al menos la miraba.

Al día siguiente, en un picnic organizado junto al río, Ethel aceptó, pues ella había pasado la mañana anterior cortando y rematando una muselina que quedaba de la señora Varley de Grey, un estampado muy fresco con puntos de nomeolvides. La muselina no sobrevivió a la velada, porque cuando la luna debería haber salido, la lluvia entró a raudales en los botes. La jovialidad de Ethel se llevó todo por delante, y Lord Fred la envolvió con su chaqueta.

Al día siguiente, más lluvia y todo parecía aburrido. En Jasmine Lodge, las tumbonas de la terraza tuvieron que ser trasladadas desde el jardín, y las pequeñas habitaciones cerradas, con sus ventanas verdes y abundantes cachivaches, despedían un olor sofocante y resentido. La criada estaba fuera; Elsie estaba acostada con una migraña; así que Ethel tuvo que llevar el té a la señora Varley de Grey (la enferma le daba mucha importancia al té y sus manifestaciones, como el traqueteo de la puerta, los sollozos y los murmullos, solían resultar inquietantes si no aparecía).

Ethel, con una bandeja no especialmente delicada, entró en la habitación de atrás, que esa tarde estaba oscura por la vista de un bosque húmedo en la ladera. La tía, con el rostro envuelto en un chal de telaraña, estaba sentada en la cama como de costumbre. «¡Ajá!», exclamó de inmediato, entornando un ojo y mirando a Ethel con el otro brillo, «¿qué es todo esto que se está armando hoy?».

Ethel, mientras depositaba la comida sobre la cama, se encogió de hombros y dijo:

—Tengo prisa.

—Sin duda la tienes. La cuestión es: ¿lo atraparás?

—¡Oh, tómate el té! —espetó Ethel, ruborizándose.

La vieja desgraciada respondió chupando un terrón de azúcar mientras guiñaba el ojo a su sobrina. Luego observó:

—¡Podría contarte un par de cosas!

—Ya hemos tenido suficiente de tus invenciones, tía.

—¡Invenciones! —graznó la señora Varley de Grey—. ¿Y quién ha sido la inventora, me gustaría preguntar? ¿Quién es tan hábil con las tijeras y la aguja? ¿Quién ha estado cazando con mi ropa?

—¡Oh, qué mentira! —exclamó Ethel, levantando los ojos—. Esos viejos y mohosos bultos de cosas tuyas, ¿no se nos ocurriría a Elsie o a mí ponerles un dedo encima?

La señora Varley de Grey respondió, como hacía a veces, levantando la bandeja y arrojándola. Hoy sólo la vajilla usada corría peligro; y la joven, sin intentar recoger los restos, se quedó de pie, pensativa y escultural, con los brazos cruzados, mirando cómo se elevaba el vapor de la alfombra.

Ese día, el esfuerzo requerido parecía haber sido demasiado para la tía, que se desplomó sobre las almohadas con la cara ligeramente azulada.

—Ratas en el ático —murmuró—. ¡Las he oído, ratas en el ático! ¿Y dónde está mi té?

—Ya has tenido suficiente —dijo Ethel, volviéndose para salir de la habitación. Sin embargo, se detuvo para estudiar una fotografía en un elaborado marco de plata deslustrado—. Realmente un Adonis, pobre tío Harry. ¿Se enamoraron a primera vista, dices?

—Mi delicioso té —dijo la tía, comenzando a sollozar.

Cuando Ethel dejó la fotografía, se podía ver que sus ojos calculaban, su boca se endureció y una expresión reflexiva cubrió su frente. Una vez más se acercó a la cama y, mientras lo hacía, cambió de tono. Sugirió, en un tono encantador:

—¿Podrías decirme una cosa o dos... ?


El tiempo transcurría y, aunque Lord Fred siempre prometía, no conseguía llegar a Ethel. Lo que ganaba una hora parecía perderlo a la siguiente; por ejemplo, parecía que las cosas le iban mejor por las tardes, al aire libre, que en las funciones nocturnas más elegantes. Cuando ella se le echaba encima con todo el plumaje, Lord Fred parecía contraerse. ¿Sería que temía sus pasiones? Ella no lo creía así. ¿O acaso su tez no se iluminaba bien?

Cuando se trataba de bailar, llegaba tan tarde que su programa ya estaba ennegrecido con otros nombres, y él exhalaba un suspiro galante. Cuando salían a la pista juntos, la sujetaba a una distancia tal que, cuando ella quería dirigirse a él, tenía que gritar; se dijo a sí misma que debía ser el estilo londinense, pero, naturalmente, eso la irritaba. A la mañana siguiente, todo sería como antes, sin nadie tan asiduo como Lord Fred. Y lo que era peor, los días de su visita se estaban acabando; pronto volvería al corazón de la temporada londinense.

—¿Crees que alguna vez lo conseguirás, Ethel? —preguntó Elsie con una solicitud que le costó trabajo, y sin duda el vecindario también se lo preguntaba.

Evocó todas sus fascinaciones. Pero, ¿se necesitaba algo más para que funcionara?

Fue entonces cuando empezó a frecuentar a su tía.

En aquella pequeña y húmeda habitación trasera que daba a la colina, la orgullosa Ethel se humilló para descubrir el secreto. Las sesiones eran largas y concurridas. Elsie, desconcertada fuera de la puerta, oía la voz chiflada de su pariente que subía y bajaba, y a veces risas cómplices que helaban la sangre.

La señora Varley de Grey había vuelto a los días dorados. Sin embargo, siempre se interrumpía de repente, volvía a convertirse en súplicas, gemidos y respiración entrecortada. A pesar de que ella lo pedía constantemente, hacía años que no se permitía que ningún médico visitara a la señora Varley de Grey; las chicas no veían razón para ese gasto ni para las interferencias que podrían derivarse de ello. La aflicción de la tía, juraban, se limitaba a la cabeza; todo lo que necesitaba era tranquilidad, y eso le daban. Sin embargo, sabiendo cómo se extendían los chismes, no dejaban que ningún sirviente se acercara a ella durante más de un minuto o dos. Tenían mucho que soportar por el estado fétido de su habitación.

—¿No crees que la matarás, Ethel? —preguntó Elsie—. Estar siempre encima de ella, como lo haces ahora. ¿Puede ser saludable incitarla a hablar? ¿Qué es esto que ha surgido entre ustedes dos? Las dos se están volviendo bastante amigas.

Elsie simplemente lo comentó y pronto se olvidó; tenía sus propios problemas. Fue Ethel quien tuvo motivos para recordar esas palabras, pues, esa misma tarde, la tía gritó pidiendo lo que era imposible y, al verse frustrada, sufrió un ataque desconocido. Lo peor de todo fue que su mente se aclaró: se echó hacia atrás el chal, alzó su despeinada cabeza gris y miró a Ethel, la estudió sin pestañear, con una lúcida acumulación de años de odio.

—Eres una tonta —dijo con desprecio—. Vienes corriendo a mí para saber cómo atrapar a un hombre. ¿Podrías aprenderlo si fuera de la propia Venus? Espera a que te muestre la belleza. ¡Baja esos baúles!

—¡Ay, tía!

—Bájalas, te digo. Estoy a punto de vestirme.

—¡Oh, pero no puedo! Son pesadas.

—¿Pesadas? Llegaron pesadas. Pero ha habido ratas en el ático. ¡Te vi bajando las escaleras con mis vestidos!

—¡Oh, eso lo soñaste!

—Te vi por la rendija de la puerta. Déjame subir, entonces.

La tía apartó las sábanas y comenzó a levantarse.

—Veamos —dijo—, el trabajo de las ratas.

Se dispuso a tambalearse hacia la puerta.

—¡Oh, pero no estás en forma! —protestó Ethel.

—¿Y cuándo dijo eso un médico?

La tía tambaleó y Ethel la atrapó a tiempo. Sin delicadeza, la arrastró de vuelta a la cama.

La mente de Ethel estuvo dando vueltas porque esa noche era la noche de la que todo dependía. La última aparición local de Lord Fred iba a ser, como la primera, en un baile: mañana partiría a Londres. ¡Así que debía ser esa noche, en ese baile, o nunca!

¿Cómo era posible que Ethel se sintiera tan locamente segura del resultado? Era hora de empezar a peinarse, de preparar el vestido. ¡Oh, esa noche brillaría como nunca antes! Echó hacia atrás las sábanas sobre la indefensa figura, oyó las campanadas de un reloj y se dio la vuelta apresuradamente para irse.

—Estoy en paz contigo —dijo la voz detrás de ella.

Ethel, con un kimono y el pelo a medio arreglar, estaba en su habitación, frente al cajón de los guantes, cuando Elsie entró; había vuelto a casa después de un partido de tenis. Elsie actuó de manera extraña; fue inmediatamente al cajón y hundió la nariz en él.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Es cierto y horrible!

—¿Qué? —preguntó Ethel despreocupadamente.

—Ethel, querida, ¿te atreverías a decirme algo si te contara un rumor que oí hoy sobre Lord Fred?

Ethel se apartó de su hermana, tomó el peine caliente y aplicó más rizos a sus rizos naturales.

—Por supuesto, escúpelo —dijo.

—Desde la infancia a Lord Fred le da asco el olor a bencina.

—¿Quién dice eso?

—Se lo confesó a su anfitriona, que ahora lo está divulgando con malicia por todo el país.

Ethel se mordió el labio inferior y dejó el peine, mientras Elsie concluía con tristeza:

—Y tus guantes apestan, Ethel, como estoy segura de que apestan los míos.

Entonces Elsie pensó que sería mejor escabullirse.

Sin embargo, al cabo de un minuto estaba de vuelta, y una vez más con un aire aún más peculiar. Preguntó:

—¿En qué estado dejaste a la tía? Sonaba tan tranquila que me asomé, ¡y ahora no me gusta nada su aspecto!.

Ethel maldijo, pero consintió en echar un vistazo. Se quedó allí, en la habitación de atrás, con Elsie mordiéndose la uña del pulgar fuera de la puerta, durante lo que pareció un lapso de tiempo ominoso; cuando salió, parecía verdosa, pero mantenía la cabeza alta. Las miradas de las hermanas se cruzaron. Ethel dijo, fríamente:

—Dormita.

—¿Estás segura de que no está...?

—Te digo que dormita —dijo Ethel mirando a Elsie.

—Si ella no estuviera… —dijo con voz temblorosa la hermana más frágil—, piénsalo: ¡nunca llegaríamos al baile! Y un baile del que todo depende —terminó, con una mirada asustada pero conspiradora hacia Ethel.

—Tranquilízate. ¿No me has oído?

Mientras hablaba, Ethel, por costumbre, cerró la puerta de su difunta tía por fuera. El acto provocó que se oyera una especie de tintineo secreto desde el interior de su puño, y Elsie preguntó:

—¿Qué es eso que tienes?

—Sólo unas cuantas llaves y baratijas que me hizo guardar —respondió Ethel, dejando al descubierto la pequeña bolsa que había encontrado debajo de la almohada de la muerta—. Date prisa, Elsie, o nunca estarás vestida. ¿Te importaría usar mi peine, mientras está tan espléndidamente caliente?

Por fin, Ethel, sola, respiró hondo y, con un gesto de resolución, se ajustó bien la faja sobre el corsé. Sacó la llave de la bolsa y la miró, murmurando:

—¡Providencial!

Luego echó un vistazo hacia arriba, hacia donde estaban los áticos. El sol de finales de primavera se había puesto, pero un resplandor crepuscular, no muy distinto de la luz que arrojaba una linterna china, se deslizaba por el piso superior de Jasmine Lodge. El cese de todos esos crujidos, golpeteos, gemidos procedentes del interior de la habitación de la señora Varley de Grey, había creado un silencio desconocido y algo desconcertante.

Hasta que un tufo a pelo chamuscado no anunció que Elsie estaba bien ocupada, Ethel no se embarcó en la búsqueda que albergaba todas sus esperanzas. El éxito era imperativo: debía tener guantes.

Guantes, guantes...

En silencio, puso un pie en la escalera del ático.

Bajo la claraboya, tuvo que reprimir un grito, porque una rata (¡sí!) saltó hacia ella desde una sombrerera vacía; y el roedor le guiñó un ojo antes de salir disparado.

Ahora, Ethel y Elsie sabían con certeza que nunca había habido ratas en Jasmine Lodge. Sin embargo, continuó fortaleciéndose y abriéndose paso hacia el único baúl intacto.

Todo el resto del equipaje indio de la señora Varley de Grey miraba a Ethel bostezando, vacío, mostrando sus forros, formando una barricada alrededor del objeto de su búsqueda; ella empujó, tiró y arrojó, frunciendo el ceño mientras el polvo volaba hacia su cabello. Pero el último baúl, cuando estuvo a la vista y a su alcance, todavía tenía algo selecto y nupcial: en la parte superior, las iniciales «E. V. de G.» brillaban, luminosas de una manera aterradora por lo oscuro que estaba el ático.

Las sombras no sólo se multiplicaban en los rincones, sino que parecían abrirse paso a tientas. El silencio atravesaba el suelo desde la habitación de abajo y, lo peor, Ethel tenía la sensación de que la observaban los ojos fijos. Miró a un lado, a otro, hacia atrás, por encima del hombro. ¡Pero Lord Fred estaba en juego! Se arrodilló y se puso a trabajar con la llave.

Este baúl tenía dos cerraduras impecables, una a la izquierda y otra a la derecha. Ethel, después de tantear, abrió la primera; entonces, tenía tanta prisa por saber qué podía haber dentro que no pudo esperar y deslizó la mano por debajo de la esquina levantada. Sacó una punta de encaje de un valor incalculable de lo que debía ser un velo de novia y soltó una risa rápida.

¿No debía ser esto un presagio?

Tiró de nuevo, pero el material resistió, casi como si lo estuvieran agarrando desde el interior del baúl. Lo soltó y, o bien sus ojos la engañaron o el encaje comenzó a retirarse lentamente de nuevo, centímetro a centímetro. Lo más extraño fue que la punta inmaculada de un guante blanco apareció por un momento, como si estuviera explorando la salida, y luego se retiró.

El corazón de Ethel se detuvo, pero hizo girar la otra cerradura. ¿La estaba dominando un ataque de vértigo? Porque, mientras miraba, la tapa entera del baúl parecía abultarse hacia arriba, levantarse y tensarse, de modo que la « E. V. de G.» que estaba sobre ella se ondulaba.

Sin que la llave la tocara en su mano temblorosa, la segunda cerradura se abrió sola.

Retrocedió, mientras la tapa se levantaba por sí sola.

Debería haber huido. Pero, ¡oh, cómo ansiaba lo que estaba allí! Capa tras capa, envuelta en papel transparente, guantes blancos puros como la magnolia, que le llegaban hasta el codo, colocados en los pliegues inertes del velo.

«Lord Fred», pensó Ethel, «¡ahora estás a mi alcance!».

Ese fue su último pensamiento, y el alcance no iba a ser suyo.

De rodillas otra vez, sin aliento de lujuria y alegría, Ethel se arrojó hacia adelante sobre ese mar de blanco, arañando y agarrando. El guante que había visto antes, sin embargo, ahora estaba más listo para su propósito. Simplemente se abalanzó sobre los dedos de Ethel, como si se burlara de su codicia.

Con un destello nevado, el guante agarró el pelo de Ethel, se enredó en sus rizos negros y arrastró su cabeza hacia abajo. Ella comenzó a ahogarse entre las bolsitas y el pañuelo de papel; luego el guante se soltó, la arrojó hacia atrás y saltó hacia su cuello.

Era una maravilla que algo tan delicado pudiera ser tan fuerte. Tan grande, tan convulsiva fue la oleada de fuerza que, durante el estrangulamiento de Ethel, las costuras del guante se abrieron.

En cualquier caso, el guante habría sido demasiado pequeño para ella.

Los gritos de Elsie, en el umbral del ático, comenzaron sólo cuando todos los demás sonidos se habían apagado...

La chispa final de la otrora famosa astucia de las señoritas Trevor apareció cuando Elsie se liberó de esta incómoda situación. Porque, ¿quién iba a creer cómo Ethel llegó a su fin?

La reputación de las hermanas le sería muy útil a la sobreviviente. Al final, el asunto se silenció, es decir, todavía se habla de él incluso ahora. Ethel Trevor y la señora Varley de Grey fueron enterradas en la misma tumba, como todos entendieron que hubieran deseado. No se sabe qué conversación tuvo lugar bajo tierra.

Elizabeth Bowen (1899-1973)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Elizabeth Bowen.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Elizabeth Bowen: La mano enguantada (Hand in Glove), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Elizabeth Bowen: relatos.


Elizabeth Bowen: relatos.




Elizabeth Bowen —Elizabeth Dorothea Cole Bowen (1899 - 1973)— fue una escritora irlandesa más reconocida por un puñado de novelas [notables] que por sus cuentos, muchos de los cuales exploran lo sobrenatural desde una perspectiva afín a las obras de Shirley Jackson.

En esta sección de El Espejo Gótico iremos explorando algunos de los mejores cuentos de Elizabeth Bowen.




Relatos de Elizabeth Bowen.
  • La amante del demonio (The Demon Lover)
  • La mano enguantada (Hand in Glove)
  • Acebo verde (Green Holly)
  • Al norte (To the North)
  • Amigos y relaciones (Friends and Relations)
  • Amor (Love)
  • Ann Lee (Ann Lee)
  • El alma alegre (The Cheery Soul)
  • El bazar (The Bazaar)
  • El fragor del día (The Heat of the Day)
  • El gato salta (The Cat Jumps)
  • El hotel (The Hotel)
  • El manzano (The Apple Tree)
  • El reloj heredado (The Inherited Clock)
  • El salón trasero (The Back Drawing-Room)
  • El tercero sombrío (The Shadowy Third)
  • El tigre bueno (The Good Tiger)
  • El último autobús (The Last Bus)
  • El último septiembre (The Last September)
  • Emergencia en el ala gótica (Emergency in the Gothic Wing)
  • En casa para Navidad (Home for Christmas)
  • Encuentros (Encounters)
  • Estribo (Foothold)
  • Eva Trout (Eva Trout)
  • Hadas en el bautizo (Fairies at the Christening)
  • Historia de fantasmas (Ghost Story)
  • Juegos de Navidad (Christmas Games)
  • La confesión (The Claimant)
  • La desheredada (The Disinherited)
  • La muerte del corazón (The Death of the Heart)
  • La princesa poco romántica (The Unromantic Princess)
  • Las niñas pequeñas (The Little Girls)
  • La tormenta (The Storm)
  • Los felices campos otoñales (The Happy Autumn Fields)
  • María (Maria)
  • Mayo rosa (Pink May)
  • Mira todas esas rosas (Look at All Those Roses)
  • Misteriosa Kôr (Mysterious Kôr)
  • Muerte hermosa (Dead Mabelle)
  • Narración (Telling)
  • Sólo imagina... (Just Imagine...)
  • Un día en la oscuridad (A Day in the Dark)
  • Uniéndose a Charles (Joining Charles)
  • Un mundo de amor (A World of Love)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Elizabeth Bowen: relatos fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

El libro de los cuentos de fantasmas [escritos por mujeres]


El libro de los cuentos de fantasmas [escritos por mujeres]




El libro de los cuentos de fantasmas (The Book of Ghost Stories) es una antología que nos presenta los mejores relatos de fantasmas escritos por mujeres [ver: 10 mejores relatos de fantasmas escritos por mujeres]

>Desde el romanticismo y el gótico las mujeres han sido parte esencial del cuento de fantasmas. En gran medida, lo han redefinido en sus cimientos, logrando una cierta unicidad en todas las historias sobrenaturales. El rasgo femenino fundamental del relato de fantasmas, apreciable en mayor o menor medida en todos los cuentos clásicos, se vincula estrechamente con el aislamiento, la reclusión, residuos de una sociedad que clasifica a las damas como meros objetos de belleza de contenido incierto. Estos fantasmas, reflejo distorsionado del alma prisionera de la sociedad patriarcal, se rebelan casi siempre contra los paradigmas establecidos y nunca de un modo pacífico.





El libro de los cuentos de fantasmas.
The Book of Ghost Stories.
  • Donde su fuego nunca se apaga (Where Their Fire is Not Quenched, May Sinclair)
  • El símbolo (The Token, May Sinclair)
  • El sombrío tercer piso (The Shadowy Third, Ellen Glasgow)
  • La amante del demonio (The Devil's Lover, Elizabeth Bowen)
  • La boda de John Charrington (John Charrington's Wedding, Edith Nesbit)
  • La campanilla de la doncella (The Lady's Maid's Bell, Edith Wharton)
  • Los ojos (The Eyes, Edith Wharton)
  • Blanqueado (Whitewash, Rose Macaulay)
  • Control dual (Dual Control, Elizabeth Walter)
  • El accidente (The Accident, Marjorie Bowen)
  • El carro violeta (The Violet Car, Edith Nesbit)
  • El cuarto de espera (The Waiting Room, Phyllis Bottome)
  • El cuento de la niñera nocturna (The Night Nurse's Story, Edith Olivier)
  • El fantasma (The Ghost, Catherine Wells)
  • El fantasma amoroso (The Amorous Ghost, Enid Bagnold)
  • El fantasma del señor Tallent (Mr. Tallent´s Ghost, Mary Webb)
  • El gigante (Juggernaut, D.K. Broster)
  • El retorno (The Return, Marjory E. Lambe)
  • El salón de clase vacío (The Empty Schoolroom, Pamela Hansford Johnson)
  • El seguidor (The Follower, Cynthia Asquith)
  • La amante de negro (The Mistress on Black, Rosemary Timperley)
  • La cacerola embrujada (The Haunted Saucepan, Margery H. Lawrence)
  • La casa de muñecas (The Doll's House, Hester Gorst)
  • La dama del unicornio (Lady With Unicorn, Sara Maitland)
  • La persiana carmesí (The Crimson Blind, Henrietta D. Everett)
  • La voz de Dios (The Voice of God, Winifred Holtby)
  • Los felices campos de otoño (The Happy Autumn Fields, Elizabeth Bowen)
  • ¿No volverás? (Will Ye No Come Back Again?, Eleanor Scott)
  • Pobre chica (Poor Girl, Elizabeth Taylor)
  • Señorita De Mannering de Asham (Miss De Mannering of Asham, F. M. Mayor)
  • Sophy Mason regresa (Sophy Mason Comes Back, E. M. Delafield)
  • Torre rugiente (Roaring Tower, Stella Gibbons)
  • Tres millas arriba (Three Miles Up, Elizabeth Jane Howard)
  • Una experiencia curiosa (A Curious Experience, Norah Lofts)
  • Una mujer persistente (A Persistent Woman, Marjorie Bowen)




Antologías. I Relatos de fantasmas.


El análisis y resumen del libro: El libro de los cuentos de fantasmas (The Book of Ghost Stories) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

13 cuentos de terror de cementerios



13 cuentos de terror de cementerios.




Excelente colección de 13 cuentos de terror de cementerios, un escenario clásico que se repite en innumerables relatos de terror.

La antología [editada por Cynthia Asquith en 1931 y, con algunas mejoras y omisiones, reeditada en 1963] se titula: Cuando los cementerios bostezan (When Churchyards Yawn), publicado en 1931 y reeditado con .




Cuando los cementerios bostezan.
When Churchyards Yawn, 1931-1963
  • La puerta sin cerrojo (The Unbolted Door, Marie Belloc Lowndes)
  • Señora Lunt (Mrs. Lunt, Hugh Walpole)
  • Abriendo la puerta (Opening The Door, Arthur Machen)
  • Como en un cristal oscuro (As in a Glass Dimly, Shane Leslie)
  • Dios quiera que siga quieta (God Grante That She Lye Stille, Cynthia Asquith)
  • El cordón de tres dobleces (A Threefold Cord, Algernon Blackwood)
  • El cotillón (The Cotillion, L. P. Hartley)
  • El hombre que regresó (The Man Who Came Back, William Gerhari)
  • El manzano (The Apple Tree, Elizabeth Bowen)
  • El salón Buick (The Buick Saloon, Ann Bridge)
  • John Gladwin dice (John Gladwin Says, Oliver Onions)
  • Los cuernos del toro (The Horns of the Bull, W. S. Morrison)
  • Nuestros amigos emplumados (Our Feathered Friends, Philip MacDonald)
  • Un pequeño fantasma (A Little Ghost, Hugh Walpole)




Antologías. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del libro: Cuando los cementerios bostezan (When Churchyards Yawn) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La amante del demonio»: Elizabeth Bowen; relato y análisis.


«La amante del demonio»: Elizabeth Bowen; relato y análisis.




La amante del demonio (The Demon Lover) es un relato fantástico de la escritora irlandesa Elizabeth Bowen (1899-1973), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1941 de la revista The Listener, y lugo reeditado en la antología de 1945: La amante del demonio y otras historias (The Demon Lover and Other Stories).

La amante del demonio, uno de los grandes cuentos de Elizabeth Bowen, relata la extraña experiencia de la señora Drover, una mujer como cualquier otra que, en su juventud, se enamoró perdidamente de un caballero al que no volvió a ver.

Ya en el presente, casada y con hijos, la señora Drover atestigua el regreso de aquel viejo amante, cuya promesa está decidido a cumplir... a la manera del demonio.




La amante del demonio.
The Demon Lover, Elizabeth Bowen (1899-1973)

Hacia el ocaso del día que había pasado en Londres, la señora Drover se dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas quedeseaba llevarse. Unas eran de su propiedad, otras de su familia, que ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta, asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada humana observaba el regreso dela señora Drover. Colocándose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el interior.La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta.

La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja delo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio. Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.

Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta paraella. Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quiénse le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada nada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de quela atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:

«Querida Kathleen:»No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida. Hasta entonces, "K."

La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajolas huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego.

La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de su boca, pero a pesar de ello, podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila. Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, nopudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia lacama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas, mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.

-La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar...? Después de veinticinco años...»

La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajoun árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verle en aquellos momentos intensos jamás le hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia, en que vino de Francia, que ella sólo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartóun poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles, la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento, al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.

-¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.

Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:

—¿Tienes frío?—Te marchas tan lejos...—No tan lejos como crees.—No te comprendo.—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.—Pero aquello fueron suposiciones.—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar. Sólo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso.

Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las queera invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro. Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no sólo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado deconsuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes, porque éstos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia.

Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada, alverse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta sólo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse a una silla, cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta.

La casa vacía sellaba aquella noche, años y años de voces, costumbres ypasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero alabrirlos, la carta seguía encima de la cama. Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas, no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarle esperando al pie de las escaleras.

Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya. Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta. El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana, sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.

«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Le esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada...»

Tiró de un nudo que había atado mal. Volar...«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.» Pero se dio cuenta de que sí podía recordar. Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.

«No era yo misma, me decían todos entonces.»

Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.

«Dondequiera que esté esperándome, no le reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»

Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería asalvo con el taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente. No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.

La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía vivienda empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había sólo un taxi, pero parecía esperarla.

Sin mirar a suespalda, el chófer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta deque no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chófer de la suya propia. El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito.

Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles.

Elizabeth Bowen (1899-1973)




Relatos de Elizabeth Bowen. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Elizabeth Bowen: La amante del demonio (The Demon Lover) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «Christabel» de Samuel Coleridge.
Poema de Elizabeth Akers Allen.
Relato de Carl Jacobi.


Poema de Amy Lowell.
Poema de Dora Sigerson Shorter.
Poema de Thomas Lovell Beddoes.