«Los ojos»: Edith Wharton; relato y análisis


«Los ojos»: Edith Wharton; relato y análisis.




Los ojos (The Eyes) es un relato de terror de la escritora norteamericana Edith Wharton (1862-1937), publicado originalmente en la edición de junio de 1910 de la revista Scribner's Magazine, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: Cuentos de hombres y fantasmas (Tales of Men and Ghosts).

Los ojos, quizá uno de los cuentos de Edith Wharton más destacados, nos sitúa en una agradable reunión social, donde un grupo de cálidos burgueses discuten diversos temas. No obstante, la atmósfera de cordialidad se quiebra cuando uno de los asistentes empieza a narrar una experiencia personal sumamente perturbadora.

Si los ojos son las ventanas del alma, los narrados por aquel impávido burgués probablemente se abrían sobre una habitación desierta.

En cierta forma, Los ojos recupera la atmósfera cotidiana, casi frívola, de Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw), de Henry James, la cual se ve abruptamente desgarrada por la intrusión de lo sobrenatural. Edith Wharton también incluye un desenlace sorpresivo, acaso incierto, ambiguo, que de algún modo pone a prueba la imaginación del lector.




Los ojos.
The Eyes, Edith Wharton (1862-1937)

Nos había predispuesto para oír algo sobre fantasmas, aquella noche, tras una excelente cena en casa de nuestro viejo amigo Culwin, uno de los cuentos de Fred Murchard, que relataba una extraña visita personal.

Vista a través del humo de nuestros cigarros y el resplandor soñoliento de un fuego de carbón, la biblioteca de Cilwin, con sus paredes de roble y sus viejas encuadernaciones oscuras, proporcionaba una buena atmósfera a nuestras evocaciones; y como —tras el comienzo de Murchard— las únicas experiencias espectrales aceptables para nosotros eran las de primera mano, seguimos haciendo el inventario de nuestro grupo y exigiendo a cada miembro una contribución. Éramos ocho, y siete discurrimos de manera más o menos adecuada el modo de cumplir la condición impuesta.

A todos nos sorprendió descubrir que casi podíamos reunir una lista de impresiones sobrenaturales, pues ninguno de nosotros, aparte de Murchard y el joven Phil Frenham —cuya historia fue la más breve del lote—, solía enviar su alma a lo invisible. De modo que, en general, teníamos motivos de sobra para estar orgullosos de nuestras siete «aportaciones», y a ninguno se le había ocurrido esperar una octava de nuestro anfitrión.

Nuestro viejo amigo Mr. Andrew Culwin, que había permanecido aparte en su butaca, escuchando y parpadeando en medio de los círculos de humo, con la complaciente tolerancia de un ídolo sabio y antiguo, no era el tipo de hombre que suele verse favorecido con semejantes contactos, aunque tenía la suficiente imaginación como para gozar, sin envidia, de los superiores privilegios de sus invitados. Por edad y educación, pertenecía a la sólida tradición positivista, y su hábito de pensamiento se había formado en los tiempos de la lucha heroica entre la física y la metafísica. Pero había sido entonces y siempre esencialmente un espectador, un divertido y apartado observador de la inmensa, confusa diversidad del espectáculo de la vida, que de cuando en cuando abandonaba calladamente su butaca para sumergirse en alegres celebraciones en la parte de atrás de la casa, pero sin manifestar jamás, que nosotros supiéramos, el menor deseo de saltar a escena y hacer un número.

Entre sus coetáneos perduraba la vaga leyenda de que, en época remota, y en un clima romántico, había sido herido en un duelo; pero esta leyenda cuadraba tanto a lo que los jóvenes sabíamos de su carácter como la afirmación de mi madre de que en otro tiempo había sido «un hombrecito encantador de ojos preciosos» respondía a cualquier posible reconstrucción de su fisonomía.

—Jamás ha debido de parecer otra cosa que una gavilla de sarmientos —había dicho Murchard una vez de él.

—Un leño fosforescente, más bien —corrigió alguien.

Y reconocimos lo certera que era esta descripción de su pequeño cuerpo rechoncho, con el rojo parpadeo de sus ojos en una cara como de corteza manchada.

Siempre había disfrutado de un ocio que había cuidado y protegido, en vez de desperdiciarlo en vanas actividades. Había consagrado esas horas cuidadosamente defendidas al cultivo de una aguda inteligencia y de unos pocos hábitos meditadamente escogidos. Y ninguna de las tribulaciones comunes de la humana experiencia parecía haberse cruzado en su firmamento. A pesar de su desapasionada contemplación del Universo, no había elevado su opinión sobre ese espléndido experimento, y su estudio del género humano parecía haber llegado a la conclusión de que todos los hombres eran superfluos y que las mujeres eran necesarias sólo porque alguien tenía que encargarse de guisar. Sobre la importancia de este punto, sus convicciones eran absolutas, y la gastronomía era la única ciencia que él respetaba como un dogma. Hay que confesar que las pequeñas comidas que organizaba eran un sólido argumento a favor de esta tesis, además de una razón —aunque no la principal— para la fidelidad de sus amigos.

Mentalmente ejercía una hospitalidad menos seductora, aunque no menos estimulante. Su espíritu era como un foso o algún lugar abierto de reunión para el intercambio de ideas: un poco frío y expuesto, pero claro, amplio y ordenado: una especie de arboleda académica de la que han caído todas las hojas. A este paraje privilegiado solíamos acudir una docena de personas a ejercitar nuestros músculos y ensanchar nuestros pulmones; y, para prolongar lo más posible la tradición de lo que nos parecía una institución evanescente, añadíamos de cuando en cuando uno o dos neófitos a nuestra banda.

El joven Phil Prenham era el último y el más interesante de estos reclutados, y un buen ejemplo de la un tanto morbosa afirmación de Murchard, de que a nuestro viejo amigo le gustaban jugosos. Era cierto, efectivamente, que Culwin, a pesar de su sequedad, sentía especial debilidad por las cualidades líricas de la juventud. Como era demasiado buen epicúreo para estropear las flores del alma que él reunía para su jardín, su amistad no ejercía una influencia disgregadora: al contrario, obligaba a la idea joven a florecer con más vigor. Y en Phil Frenham tenía un buen sujeto de experimento.

El muchacho era realmente inteligente, y la salud de su naturaleza era como pura pasta bajo un delicado barniz. Culwin lo había sacado de la bruma tediosa de su familia y lo había elevado a un pico de Darién. Y la aventura no le había lastimado lo más mínimo. En efecto, la habilidad con que Culwin había logrado estimular su curiosidad sin privarla de la frescura del miedo me parecía una respuesta suficiente a la ogresca metáfora de Murchard. No había nada héctico en la floración de Frenham, y su viejo amigo no había puesto siquiera la punta de un dedo sobre las sagradas estupideces. No podía pedirse mejor prueba que el hecho de que Frenham respetara aún las de Culwin.

—Hay una vertiente en él que ustedes, amigos, no ven. ¡Yo creo en esa historia del duelo! —declaró, y la mismísima esencia de esta convicción debió de impulsarle, precisamente cuando nuestra pequeña tertulia se despedía ya, a moverse hacia nuestro anfitrión y pedirle en broma—: ¡Y ahora va a contarnos usted la historia de su fantasma!

La puerta de la calle se había cerrado ya, detrás de Murchard y los demás: sólo quedábamos Frenham y yo, y el viejo criado que presidía los destinos de Culwin, después de traer una nueva provisión de soda, recibió la orden lacónica de retirarse a dormir.

La sociabilidad de Culwin era flor nocturna, y nosotros sabíamos que él esperaba que el núcleo de su grupo se apretase en torno a él a partir de la medianoche. Pero la petición de Frenham parecía desconcertarle cómicamente, y se levantó de su butaca, en la que se había vuelto a sentar tras las despedidas en el vestíbulo.

—¿Mi fantasma? ¿Cree usted que soy lo bastante tonto como para permitirme el lujo de tener uno particular, cuando hay tantos y tan encantadores en los desvanes de mis amigos? Tome otro cigarro —dijo, volviéndose hacia mí con una carcajada.

Frenham rió también, apartando su alta y delgada figura de la chimenea y volviéndose hacia su bajito e hirsuto amigo.

—¡Oh! —dijo—, si alguna vez encontrase alguno que le gustara, sé que no le agradaría compartirlo.

Culwin se había dejado caer una vez más en su butaca, hundiendo su afelpada cabeza en el hueco de cuero gastado, y sus ojillos rebrillaban por encima de un nuevo cigarro.

—¿Gustarme? ¡Buen Dios! —gruñó.

—¡Ah, entonces lo tiene! —atacó Frenham en el mismo instante, dirigiéndome de soslayo una mirada de triunfo; pero Culwin se encogió como un gnomo entre sus cojines, ocultándose en una protectora nube de humo.

—¿De qué sirve negarlo? ¡Usted lo ha visto todo, de modo que, naturalmente, ha visto un fantasma! —insistió su joven amigo, hablándole intrépidamente a la nube—. ¡Y si no ha visto uno, entonces es que ha visto dos!

La forma del desafío pareció impresionar a nuestro anfitrión. Asomó la cabeza de entre la bruma con un raro movimiento de tortuga que a veces hacía, y parpadeó aprobatoriamente a Frenham.

—Efectivamente —nos soltó, con una aguda carcajada—. ¡He visto dos!

Fueron tan inesperadas las palabras que se hundieron más y más en un profundo silencio, mientras nosotros seguíamos mirándonos por encima de la cabeza de Culwin, y Culwin contemplaba sus fantasmas. Finalmente, Frenham, sin hablar, fue a dejarse caer en la butaca del otro lado de la chimenea y se inclinó hacia delante con atenta sonrisa.


¡Oh, naturalmente no parecen fantasmas! Un recopilador no los consideraría como tales. No dejen ustedes que alimente sus esperanzas. El único mérito reside en su fuerza numérica: el hecho excepcional de que sean dos. Pero frente a eso, me veo obligado a admitir que podría exorcizarlos en cualquier momento pidiéndole una receta a mi médico o unas gafas a mi oculista. Lo que ocurre es que nunca he sido capaz de decidir: si ir al médico o al oculista, si lo que me aqueja es una ilusión óptica o digestiva. Así que les he dejado que prosigan su interesante doble vida, aunque a veces hacen la mía sumamente incómoda.

Sí, incómoda; ¡y ya saben lo que detesto la incomodidad! Pero fue en parte por mi estúpido orgullo cuando empezó la cosa, por lo que no admití que me inquietaba el insignificante detalle de ver dos. Además no tenía razón alguna para suponer que estaba enfermo. A mi entender estaba simplemente aburrido, horriblemente aburrido. Pero formaba parte de mi aburrimiento —recuerdo— el sentirme excepcionalmente bien, y no sabía cómo diablos gastar mi energía sobrante. Había regresado de un largo viaje —a Sudamérica y a México— y me había quedado a pasar el invierno cerca de Nueva York, con una anciana tía mía que había conocido a Washington Irving y mantenido correspondencia con N. P. Willis. Vivía no lejos de Irvington, en una húmeda casa de campo, de estilo gótico, oculta entre los abetos, que parecía exactamente un emblema conmemorativo hecho con cabello.

El aspecto personal de mi tía estaba en consonancia con esta imagen, y su propio cabello —del que quedaba poco— podía haber sido sacrificado a la confección del emblema. Acababa de alcanzar el final de un año agitado, con considerables atrasos que satisfacer, monetarios y emocionales, y teóricamente parecía que la dulce hospitalidad de mi tía iba a ser tan beneficiosa para mis nervios como para mi bolsillo. Pero tan pronto como me sentí a salvo y protegido, mi energía comenzó a revivir. ¿Y cómo iba yo a emplearla en un emblema conmemorativo? En aquel entonces tenía la ilusoria teoría de que el esfuerzo intelectual sostenido podía absorber toda la actividad de un hombre; y decidí escribir un gran libro, he olvidado sobre qué. Mi tía, impresionada por mi proyecto, me cedió una biblioteca gótica, repleta de clásicos encuadernados en tela negra y daguerrotipos de desaparecidas celebridades; y me senté ante mi mesa dispuesto a conquistar un puesto entre ellas. Y para facilitarme la tarea, me prestó a una prima para que me copiase el manuscrito.

La prima era una chica agradable, y se me ocurrió que una chica agradable era exactamente lo que yo necesitaba para recobrar mi fe en la naturaleza humana y, sobre todo, en mí mismo. No era ni bonita ni inteligente —¡pobre Alice Nowell!—, pero me agradaba tener a mi lado a una mujer contenta de ser tan poco interesante, y quise averiguar el secreto de su alegría. Al hacerlo me comporté un tanto precipitadamente y me fui un poco. ¡Oh, sólo un momento! No es ninguna fatuidad el decirles esto, ya que la pobre muchacha no había visto nada más que primos en su vida.

Bueno, sentí haberlo hecho, naturalmente, y me atormenté lo indecible pensando en el modo de enmendarlo. Ella se quedaba en la casa, y una noche, después de irse a acostar mi tía, bajó a la biblioteca a buscar un libro que había dejado fuera de su sitio, como una sencilla heroína, y se me ocurrió de pronto que su pelo, aunque visiblemente espeso y bonito, sería exactamente igual que el de mi tía, cuando tuviese más edad. Me alegró observar esto, pues me resultaba más fácil decidir lo que debía hacer; y cuando hube encontrado el libro que ella no había perdido, le dije que me iba a Europa esa semana.

Europa estaba terriblemente lejos en aquellos tiempos, y Alice comprendió inmediatamente lo que yo quería decir. No reaccionó en absoluto como yo había esperado. Habría sido más fácil si lo hubiese hecho. Tomó el libro con fuerza y fue un momento a avivar la luz de la lámpara de mi mesa. Tenía una pantalla de cristal con hojas de parra y gotas de vidrio alrededor del borde, recuerdo. Luego regresó, me ofreció la mano y dijo: Adiós. Y al decirlo, me miró de frente y me besó. Jamás había sentido nada tan fresco, tímido y valeroso como un beso. Fue peor que un reproche, e hizo que me avergonzase de merecer un reproche suyo. Me dije a mí mismo:

—Me casaré con ella, y cuando muera mi tía, nos dejará esta casa, y yo me sentaré aquí, ante la mesa, y proseguiré mi obra; y Alice se sentará allí con su labor y me mirará como me mira ahora. Y la vida seguirá así durante muchos años.

La perspectiva me asustó un poco, pero en aquel momento nada me asustaba tanto como hacer algo que la ofendiese. Y diez minutos más tarde había puesto mi sello en su dedo y le había dado mi palabra de que cuando me marchase al extranjero se vendría conmigo. Se preguntarán por qué me extiendo en este incidente. Es porque la noche en que ocurrió fue la misma en que tuve por primera vez la extraña visión de la que les he hablado. Siendo en aquel entonces un apasionado creyente de la necesaria correlación entre causa y efecto, traté, naturalmente, de descubrir alguna clase de conexión entre lo que me acababa de ocurrir en la biblioteca de mi tía y lo que ocurrió unas horas después, esa misma noche; y así, la coincidencia entre los dos sucesos ha perdurado siempre en mi mente.

Me fui a acostar más bien con el corazón pesaroso, pues me sentía agobiado por el peso de la primera buena acción que hacía en mi vida conscientemente; y aunque era joven, me daba cuenta de la gravedad de mi situación. No crean por eso que hasta entonces había sido un instrumento de destrucción; simplemente era un joven inofensivo que había seguido sus inclinaciones, declinando toda colaboración con la Providencia. Ahora, de repente, me había propuesto defender el orden moral del mundo y me sentía como el cándido espectador que ha entregado su reloj de oro al mago y no sabe de qué modo se lo devolverán cuando el truco haya terminado. Sin embargo, una cierta complacencia en mi propia rectitud atemperaba mis temores, y me dije a mí mismo, mientras me desvestía, que cuando me acostumbrase a ser bueno probablemente no me pondría tan nervioso como ahora, al principio. Y cuando ya estaba en la cama, y había apagado mi vela, sentí que realmente era ya veterano en eso y, por lo que veía, no era muy distinto de hundirse en uno de los más mullidos colchones de lana de mi tía.

Cerré los ojos a esta imagen, y cuando los abrí debía ser bastante más tarde, pues mi habitación se había enfriado, y estaba intensamente silenciosa. Me despertó una rara sensación que todos conocemos: la sensación de que había algo en la habitación que no estaba cuando me quedé dormido. Me incorporé y miré atentamente en la oscuridad. La habitación estaba absolutamente en tinieblas y al principio no vi nada, pero gradualmente un vago resplandor a los pies de la cama se transformó en dos ojos que me miraban fijamente. No podía distinguir el rostro al que correspondían, pero mientras los miraba se fueron haciendo más y más distintos: tenían luz propia.

La impresión de sentirse observado de este modo no fue agradable ni mucho menos, y supongo que imaginarán que mi primer impulso fue saltar de la cama y abalanzarme sobre la figura invisible a la que correspondían aquellos ojos. Pero no fue así. Mi reacción fue sencillamente quedarme quieto. No puedo decir si esto se debió a la inmediata intuición de la dudosa naturaleza de la aparición, a la certeza de que si saltaba de mi cama me arrojaría sobre el vacío o simplemente al efecto paralizador de los mismos ojos. Eran los peores ojos que había visto jamás: unos ojos de hombre, ¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue que debía de ser espantosamente viejo.

Tenía las órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos párpados, sobre los globos de los ojos, colgaban como persianas con las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba un poco más que el otro, lo que daba un aire perverso a la mirada; y entre estos pliegues de carne de pestañas despobladas, los ojos mismos, pequeños discos vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros de playa atrapados por una estrella de mar.

Pero no era la edad de los ojos lo más desagradable. Lo que me ponía enfermo era su expresión de viciosa seguridad. No sé describir de otra manera la impresión de que parecían pertenecer a un hombre que había hecho muchísimo daño en su vida, pero que siempre se había mantenido dentro de los límites. No eran los ojos de un cobarde, sino de alguien demasiado hábil para correr riesgos; y mi garganta se atragantaba ante su mirada de baja astucia. Pero no era esto lo peor. Porque mientras seguimos observándonos el uno al otro, sorprendí en ellos un matiz de burla, y noté que era yo quien la motivaba.

Entonces me sentí movido por un impulso de rabia tal que me levanté de un salto y me abalancé contra la invisible figura. Pero, naturalmente, no había figura alguna allí y mis puños golpearon el vacío. Avergonzado y frío, busqué a tientas una cerilla y encendí las velas. La habitación estaba como de costumbre, como yo sabía que estaría; así que regresé a la cama y apagué las velas. Tan pronto como la habitación quedó a oscuras, los ojos volvieron a aparecer. Esta vez traté de explicar el fenómeno mediante principios científicos.

Al principio pensé que la ilusión podía deberse al resplandor de los últimos rescoldos de la chimenea, pero la chimenea estaba al otro extremo de mi cama y situada de tal modo que el fuego no podía reflejarse en el espejo de mi tocador, que era el único que había en la habitación. Luego se me ocurrió que podía deberse al reflejo de las brasas sobre algún trozo de madera barnizada o metal, y aunque no conseguí descubrir ningún objeto de este género en mi campo visual, me levanté otra vez, fui a tientas hasta el hogar y cubrí lo que quedaba del fuego. Pero tan pronto como estuve de nuevo en la cama, volvieron a aparecer los ojos a los pies.

Era una alucinación, entonces; la cosa era evidente. Pero el hecho de que no se debiesen a ninguna ilusión externa no los hacía más agradables. Pues si eran una proyección de mi conciencia interior, ¿qué diantre pasaba con ese órgano? Yo había ahondado lo bastante en el misterio de los estados patológicos psíquicos como para hacerme una idea de las condiciones en que una mente inquieta podía quedar expuesta a tales advertencias nocturnas. Pero no encajaban con mi presente caso. Jamás me había sentido tan normal, mental y físicamente. Y el único hecho excepcional de mi situación —el de haber asegurado la felicidad de una joven agradable— no parecía que fuese como para invocar espíritus impuros en torno a mi almohada. Pero allí estaban aquellos ojos mirándome aún.

Cerré los míos y traté de evocar la imagen de los de Alice Nowell. No eran unos ojos extraordinarios, pero eran sanos como el agua fresca, y si ella hubiese tenido más imaginación —o pestañas más largas— su expresión habría sido interesante. En cambio así no resultaban muy eficaces, y unos instantes después me di cuenta de que se habían transformado misteriosamente en los ojos de los pies de la cama. Y como aún me exasperaba más sentir su mirada sobre mis párpados cerrados que verlos, abrí los ojos otra vez y los clavé directamente en su odiosa mirada.

Así me pasé toda la noche. No puedo decirles cómo fue la noche aquella ni cuánto duró. ¿Han estado ustedes alguna vez en la cama, irremediablemente desvelados, y han intentado mantener los ojos cerrados sabiendo que si los abrían verían algo que temían o detestaban? Parece fácil, pero es endemoniadamente difícil. Aquellos ojos estaban suspendidos, ahondaban en mí. Sentí el vertige de l’abîme y sus rojos párpados eran el borde de un precipicio. Yo había conocido antes horas de nerviosismo: horas en que había sentido el viento del peligro en mi cuello, pero jamás había experimentado esta especie de tensión. No es que los ojos fuesen espantosos; carecían de la majestad de los poderes de las tinieblas.

Producían —¿cómo diría yo?— un efecto físico equivalente a un olor nauseabundo; su mirada dejaba una mancha como la del caracol. Y no veía yo qué tenían que ver conmigo, en definitiva. Así que miraba y miraba, tratando de averiguarlo. No sé qué efecto intentaban producir en mí. Lo que sí consiguieron fue que ordenara mi equipaje y me fuese al pueblo a la mañana siguiente, temprano. Dejé una nota a mi tía explicándole que me sentía mal y que había ido a ver al médico; y de hecho, me sentía tremendamente mal. La noche parecía haberme sorbido toda la sangre. Fui a casa de un amigo mío, me arrojé sobre una cama y dormí diez horas gloriosas.

Cuando desperté era la medianoche, y sentí un escalofrío al pensar en lo que podía aguardarme. Me incorporé, temblando, y miré hacia la oscuridad. Pero no había una sola ruptura en su bendita superficie. Después de comprobar que no estaban los ojos, me dejé caer de nuevo y me sumí en otro sueño profundo.

No le había dejado ninguna nota a Alice cuando huí, porque tenía intención de volver a la mañana siguiente. Pero a la mañana siguiente estaba demasiado agotado para moverme. A medida que transcurría el día, mi cansancio fue en aumento, en vez de disiparse como el agotamiento que produce una noche de insomnio: el efecto de los ojos parecía ser acumulativo y la idea de verlos otra vez se me hacía insufrible. Durante dos días luché contra mi miedo, y a la tercera noche hice acopio de valor y decidí regresar al día siguiente. Tan pronto como tomé esta resolución me sentí considerablemente más feliz, pues sabía que mi repentina desaparición y la extrañeza de no escribir debió de dejar muy apenada a la pobre Alice.

Me acosté tranquilizado y me quedé dormido enseguida. Pero me desperté a medianoche, y allí estaban los ojos.

Bueno, sencillamente no fui capaz de enfrentarme con ellos, y en vez de regresar a casa de mi tía, eché unas cuantas cosas en mi baúl y embarqué en el primer vapor que zarpaba para Inglaterra. Me encontraba tan tremendamente cansado cuando subí a bordo que me dirigí a rastras directamente a mi camarote y me pasé casi todo el viaje durmiendo. Y no pueden ustedes imaginar la dicha que supuso despertar de esas largas sesiones de dormir sin soñar nada y mirar sin temor hacia la oscuridad, sabiendo que no vería los ojos.

Pasé un año en el extranjero y luego me quedé otro. Y durante ese tiempo no se me aparecieron una sola vez. Ésa era razón suficiente para prolongar mi estancia, aun cuando hubiese estado en una isla desierta. Otra era, naturalmente, que había acabado por comprender claramente, al término del viaje, la completa imposibilidad de casarme con Alice Nowell. El hecho de haber tardado tanto en hacer este descubrimiento me fastidió y me hizo desear evitar explicaciones. La dicha de escapar a un tiempo de los ojos y de ese otro compromiso dio a mi libertad un aliciente extraordinario. Y cuanto más lo saboreaba, más me complacía su gusto.

Aquellos ojos habían hecho tal agujero en mi conciencia que durante mucho tiempo me siguió intrigando la naturaleza de la aparición, preguntándome si volvería. Después perdí este temor y sólo conservé la imagen precisa. Más tarde se me borró ésta también. El segundo año me instalé en Roma, donde me proponía, creo, escribir otro gran libro: una obra definitiva sobre las influencias etruscas en el arte italiano. En todo caso, encontré alguna clase de pretexto para alquilar un soleado apartamento en la Piazza di Spagna y fisgar por el Foro; y estando allí una mañana, se me acercó un joven encantador. Al verle a la luz cálida, delgado y flexible como un jacinto, podía haber descendido de un altar en ruinas… del de Antínoo, por ejemplo; pero venía de Nueva York, con una carta (nada menos) de Alice Nowell.

La carta —la primera que recibía de ella desde nuestra separación— consistía simplemente en unas líneas, presentándome a su joven primo, Gilbert Noyes, y pidiéndome que le ayudase. Al parecer, el pobre joven tenía talento y quería escribir; y como su obstinada familia insistía en que su caligrafía debía orientarse hacia lo comercial, Alice había intervenido para conseguirle unos meses de tregua, durante los cuales saldría al extranjero a pasar hambre y dar alguna prueba de su habilidad para mitigarla con la pluma. Las pintorescas condiciones de la prueba me chocaron al principio: me parecía tan concluyente como la ordalía medieval. Luego me conmovió el que me lo enviase a mí. Siempre había deseado prestarle a ella algún servicio que me justificase ante mis propios ojos más que ante los suyos; y aquí tenía una maravillosa ocasión.

Imagino que habrá que abolir el principio general de que los genios predestinados, por regla general, no se le aparecen a uno en el Foro, bajo un sol de primavera, como uno de sus dioses desterrados. En todo caso, el pobre Noyes no era un genio predestinado. Pero era hermoso de aspecto, y encantador como compañero. Tan pronto como empezamos a hablar de literatura se me cayó el alma a los pies. Conocía demasiado bien todos los síntomas: ¡la de cosas que tenía en él y fuera de él con las que chocaba! En fin, era una verdadera prueba. Siempre —puntualmente, invariablemente, con la inexorable precisión de una ley mecánica—, siempre era lo malo lo que le atraía.

Llegué a encontrar una cierta fascinación en decidir con antelación qué cosa mala exactamente iba a elegir; y conseguí una asombrosa habilidad en este juego. Lo peor es que su bêtise no era de las más evidentes. Las damas que le conocían en las tertulias y excursiones le tenían por intelectual; incluso en las cenas pasaba por un joven despierto. Yo, que le tenía bajo el microscopio, imaginaba a cada instante que podía desarrollar alguna especie de talento desmedrado, algo que él pudiera hacer funcionar y con que sentirse feliz; ¿y no era eso, al fin y al cabo, lo que a mí me preocupaba? Era tan encantador —seguía siendo tan encantador— que se ganaba toda mi caridad en defensa de este argumento; y durante los primeros meses, creí realmente que tenía posibilidades.

Esos meses fueron deliciosos. Noyes estaba constantemente conmigo, y cuanto más le veía más me gustaba. Su estupidez poseía una gracia natural, y tanta hermosura, en realidad, como sus pestañas. Y era tan alegre, afectuoso y feliz conmigo, que el decirle la verdad habría sido tan agradable como cortarle el cuello a un dócil animalito. Al principio solía preguntarme a mí mismo quién habría metido en esa cabeza radiante la odiosa ilusión de que tenía cerebro. Luego empecé a comprender que se trataba simplemente de un mimetismo protector, una astucia instintiva para alejarse de la vida de familia y del escritorio de la oficina.

No es que Gilbert —¡buen chico!— no creyese en sí mismo. Él estaba convencido de que su llamada era irresistible, mientras que para mí constituía la única gracia que no se daba en él; y un poco de dinero, un poco de ocio, un poco de placer, le habrían convertido en un haragán inofensivo. Desgraciadamente, sin embargo, no había esperanza de dinero; y ante la alternativa del escritorio de la oficina, no pudo posponer sus intentos en literatura. La materia prima resultó ser deplorable, y ahora me doy cuenta de que lo supe desde el principio. Sin embargo, el absurdo de decidir el futuro entero de un hombre en un primer intento, parecía justificar que contuviese mi veredicto, y quizá, incluso, que le animase un poco, en razón a que la planta humana necesita por lo general un poco de calor para florecer.

En cualquier caso, seguí ese principio, y lo llevé hasta el extremo de conseguir prolongar su periodo de prueba. Cuando me marché de Roma se vino conmigo, y pasamos un verano delicioso haraganeando entre Capri y Venecia. Yo me decía: Si tiene algo dentro le saldrá ahora, y le salió.

Nunca se mostró más encantador y encantado. Hubo momentos en nuestra peregrinación en que la belleza nacida del murmullo parecía realmente penetrar en su rostro; pero sólo para aflorar en una marea de la más pálida tinta.

Bueno, llegó el momento de cerrar la espita, y yo sabía que no podía hacerlo otra mano que la mía. Estábamos de vuelta en Roma, y le había llevado a vivir conmigo, ya que no quería dejarle solo en su pensión, cuando tuviese que afrontar la necesidad de renunciar a su ambición. Naturalmente, yo no había confiado solamente en mi propio juicio para decidir aconsejarle que dejara la literatura. Había enviado sus trabajos a diversas personas —editores y críticos—, y me los había devuelto siempre con la misma desalentadora falta de comentarios. En realidad, no había absolutamente nada que decir.

Confieso que jamás me sentí más miserable que el día en que resolví hablar claro con Gilbert. Estaba bien que me dijese a mí mismo que tenía el deber de hacer añicos las esperanzas del pobre muchacho. Pero me habría gustado saber qué acto de gratuita crueldad no podía justificarse con ese pretexto. Yo siempre he evitado usurpar las funciones de la Providencia; y cuando he tenido que hacerlo, he preferido decididamente que mi misión no fuese destructora. Además, en última instancia, ¿quién era yo para decidir, aun después de un año de prueba, si el pobre Gilbert tenía capacidad o no?

Cuanto más miraba el papel que yo había determinado desempeñar, menos me gustaba; y menos aún cuando Gilbert se sentó frente a mí, con la cabeza echada hacia atrás, a la luz de la lámpara, tal como Phil está ahora. Había estado hojeando su último manuscrito, y él sabía que su futuro dependía de mi veredicto, lo habíamos acordado así tácitamente. El manuscrito estaba entre los dos, sobre la mesa —una novela, su primera novela—; tendió la mano, la posó sobre él, y me miró con toda su vida puesta en la mirada. Me levanté y me aclaré la garganta, tratando de mantener los ojos apartados de su cara y fijos en el manuscrito.

—El hecho es, mi querido Gilbert —empecé.

Le vi volverse pálido, pero se levantó al instante y me miró de frente.

—¡Oh, vamos, no lo tomes así, muchacho! ¡Yo no soy tan terriblemente tajante!

Me puso las manos en los hombros, y se echó a reír por encima de mí, desde su altura, con una especie de alegría mortalmente herida que hundió el cuchillo en mi costado. Era demasiado hermosamente valeroso para que yo mantuviese ninguna clase de engaño sobre mi deber. Y de repente, pensé en el daño que haría a otros, al hacérselo a él: a mí primero, ya que enviarlo a casa significaba perderlo; pero más particularmente a la pobre Alice Nowell, a quien tanto ansiaba probarle mi buena fe y mi deseo de servirla. Verdaderamente parecía que era como fallarle dos veces al fracasar Gilbert.

Pero mi intuición era como uno de esos relámpagos fugaces que circundan el horizonte entero, y en el mismo instante vi que no me interesaba decirle la verdad. Me dije a mí mismo: Lo tendré para siempre; y hasta ahora no había visto a nadie, hombre o mujer, a quien yo estuviera completamente seguro de necesitar en esos términos. Bien, este impulso de vanidad me decidió. Me avergonzaba de ello, y para huir de él, di un salto que me depositó directamente en los brazos de Gilbert.

—¡Pero si está muy bien, estás equivocado! —exclamé.

Y mientras me abrazaba, y yo reía y me estremecía, tuve durante un minuto esa sensación de autocomplacencia que se supone sigue de cerca los pasos del justo. ¡Qué diablos, hacer feliz a la gente tiene sus encantos! Naturalmente, Gilbert se inclinaba por celebrar su emancipación de alguna manera espectacular; pero le dije que fuese a exteriorizar solo sus emociones, y yo me fui a la cama a dormir las mías. Mientras me desvestía, empecé a preguntarme qué sabor me dejarían. ¡Las más agradables no suelen durar! Sin embargo, no lo sentía, y me propuse vaciar la botella, aun cuando resultase una estupidez.

Después de acostarme permanecí largo rato sonriéndome ante el recuerdo de sus ojos, unos venturosos ojos, y luego me quedé dormido; y cuando desperté, la habitación estaba mortalmente fría, me incorporé de golpe, y allí estaban los otros ojos.

Hacía tres años que no los había visto, aunque había pensado tantas veces en ellos que llegué a creer que jamás me cogerían desprevenido otra vez. Ahora, con su roja mirada despectiva clavada en mí, me daba cuenta de que nunca había creído realmente que volverían, y que me hallaba tan indefenso ante ellos como siempre. Al igual que antes, había una especie de demente incoherencia en su aparición que los volvía horribles. ¿Qué diantre buscaban, para asediarme en un momento semejante? Yo había vivido más o menos descuidadamente en los años subsiguientes a su primera aparición, aunque mis peores indiscreciones no eran lo bastante oscuras como para suscitar el infernal resplandor de sus miradas inquisitivas; pero en este momento particular me encontraba realmente en lo que hubiera podido llamarse estado de gracia; y les aseguro que esto mismo venía a aumentar su horror.

Pero no puedo decir que fueran tan malvados como antes: eran peores. Peores exactamente en la misma medida en que había aprendido yo de la vida en ese intervalo; por todas las condenables implicaciones que mi experiencia dilatada leía en ellos. Ahora descubría cosas que no había visto antes; eran unos ojos que habían ido construyendo su bajeza a la manera del coral, partícula a partícula a base de infamias, lentamente acumuladas a lo largo de laboriosos años. Sí, comprendí que lo que los hacía tan perversos era que se habían ido modelando así, lentamente.

Allí estaban, suspendidos en la oscuridad, con sus hinchados párpados colgando sobre los pequeños globos aguanosos que giraban flácidos en sus órbitas, y una bola de carne formando una sombra fangosa debajo. Como su fija mirada se movía con mis movimientos, me dio una sensación de tácita complicidad, de un entendimiento profundamente oculto entre nosotros que era peor que el primer impacto provocado por su aparición. No es que yo los comprendiera; pero eran tan elocuentes que, algún día, llegaría a comprenderlos. Sí; decididamente, eso era lo peor; ésa era la sensación que se hacía más fuerte cada vez que volvían.

Pues adoptaron la costumbre de volver. Me recordaban a los vampiros con su apetencia de carne fresca; parecían mirar, codiciosos y malignos como hambrientos de una buena conciencia. Durante un mes siguieron viniendo noche tras noche a reclamar un bocado de la mía: desde que hice feliz a Gilbert, no consintieron ellos en aflojar sus colmillos. La coincidencia me hacía casi odiar al pobre chico, aunque comprendía que era algo meramente casual. Medité mucho sobre ello, pero no pude encontrar explicación alguna, a no ser la posibilidad de su asociación con Alice Nowell. Pero después me habían dejado en paz en el momento en que la abandoné, de modo que difícilmente podían ser los emisarios de una mujer despreciada, aunque uno hubiese sido capaz de imaginarse a la pobre Alice encomendando a semejantes espíritus que la vengasen.

Eso me dio que pensar, y empecé a preguntarme si me dejarían en paz, en caso de que abandonase a Gilbert. La tentación era insidiosa, y tuve que hacerme fuerte contra ella, ¡querido muchacho!, era demasiado encantador para sacrificarle a tales demonios. Así que, en definitiva, no llegué a averiguar nunca qué pretendían.


El fuego se desmoronó, produciendo una llamarada que alivió el nudoso rostro del narrador, bajo el pelo grisáceo. Hundido en el hueco del respaldo de su silla, permaneció un instante como una talla de piedra amarillenta con vetas rojas, y dos manchas esmaltadas en vez de ojos; luego las llamas se apagaron, y el fuego volvió a ser otra vez un difuso borrón rembrandtiano. Phil Frenham, sentado en una silla baja al otro lado de la chimenea, con un brazo largo apoyado en la mesa de atrás, una mano sosteniendo la nuca, y los ojos fijos en el rostro de su viejo amigo, no se había movido desde que había comenzado el relato. Siguió manteniendo su callada inmovilidad después de que Culwin hubo dejado de hablar, y fui yo quien, con una vaga sensación de desencanto ante la inesperada interrupción de la historia, pregunté finalmente:

—Pero ¿cuánto tiempo los estuvo viendo?

Culwin, tan sumergido en su butaca que parecía un montón de sus propias ropas vacías, se removió ligeramente, como sorprendido de mi pregunta. Parecía haberse medio olvidado de que había estado hablándonos.

—¿Cuánto tiempo? ¡Oh, durante todo aquel invierno intermitentemente! Fue infernal. Nunca llegué a habituarme. Cada vez me sentía más enfermo.

Frenham cambió de postura y, al hacerlo, su codo chocó contra un pequeño espejo de marco de bronce que había sobre la mesa de atrás. Se volvió y lo cambió ligeramente de ángulo; luego volvió a adoptar su anterior postura, con su oscura cabeza echada hacia atrás, sobre la palma levantada, y los ojos absortos en el rostro de Culwin. Había algo en su muda mirada que me desconcertaba, y como para desviar la atención, presioné con una nueva pregunta:

—¿Y nunca intentó sacrificar a Noyes?

—¡Oh, no! El hecho es que no tuve necesidad. Lo hizo él por mí, ¡pobre muchacho!

—¿Lo hizo por usted? ¿Qué quiere decir?

—Me cansó; agotaba a todo el mundo. Siguió derramando su deplorable parloteo, y pregonándolo de un lado a otro de la plaza; hasta que se convirtió en objeto de terror. Traté de apartarle de escribir; bueno, siempre con mucha dulzura, entiéndanme; empujándole entre personas agradables, dándole una posibilidad de que sintiese, de que llegase a tener conciencia de lo que realmente podía dar de sí. Yo había previsto esta solución desde el principio, estaba seguro de que, una vez apagados los primeros ardores de querer ser autor, encajaría en su sitio como un parásito encantador, y sería la clase de Querubín crónico para el que en las antiguas sociedades siempre había un sitio en la mesa, y un refugio entre las faldas de las damas. Le vi ocupar su sitio como el poeta: el poeta que no escribe. Ya conocen al tipo en todos los salones. No cuesta mucho vivir de ese modo; lo pensé bien, y me convencí de que con una pequeña ayuda, podría arreglárselas para unos años más; y entretanto se cansaría con seguridad. Y le vi casado con una viuda, más bien mayor, con una buena cocinera y una casa bien dirigida. Y vigilé, de hecho, a la viuda.

Entretanto, hice lo que pude por ayudar a la transición: le presté dinero para aliviar su conciencia, y le presenté preciosas mujeres que le hiciesen olvidar sus promesas. Pero nada valió: no tenía más que una idea en su hermosa y obstinada cabeza. Quería el laurel y no la rosa, y siguió repitiendo el axioma de Gautier, y siguió batiendo y limando su prosa insípida hasta desparramarla a lo largo de sabe Dios cuántos centenares de páginas. De cuando en cuando enviaba una tanda a un editor que, por supuesto, se la devolvía invariablemente.

Al principio no importaba; él creía que era un incomprendido. Adoptaba las actitudes del genio, y cada vez que regresaba a casa una obra, escribía otra que le hiciese compañía. Luego tuvo un arrebato de desesperación, y me acusó de haberle engañado, y sabe Dios de qué más. Entonces me enfadé, y le dije que era él quien se había engañado a sí mismo. Que había venido a mí decidido a escribir, y que yo había hecho lo posible por ayudarle. Ésa era toda mi ofensa, si bien lo había hecho por su prima, no por él.

Esto pareció darle en el punto vulnerable, y se quedó sin contestar un minuto. Luego dijo:

—Se me ha terminado el plazo, y el dinero también. ¿Qué crees que sería mejor que hiciese?

—Creo que lo mejor sería que no te portases como un asno —dije.

—¿Qué quieres decir con eso de portarme como un asno? —preguntó.

Tomé una carta de mi escritorio y se la tendí.

—Me refiero a rechazar este ofrecimiento de Mrs. Ellinger, para que seas su secretario con un salario de cinco mil dólares. Puede que signifique mucho más.

Largó una manotada con tal violencia que hizo saltar la carta de mis manos.

—¡Oh, sé de sobra lo que significa! —dijo, colorado hasta la raíz del cabello.

—¿Y cuál es la respuesta, si puede saberse? —pregunté.

No dio ninguna en ese momento, pero se dirigió lentamente hacia la puerta. Allí, con la mano en el quicio, se detuvo para decir casi en un susurro:

—Entonces, ¿crees de veras que mi material no es bueno?

Yo estaba cansado y exasperado, y me reí. No voy a defender mi risa. Fue de mal gusto. Pero debo alegar como atenuante que el muchacho era estúpido, y que yo había hecho lo posible por ayudarle. En serio que lo hice.

Salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente tras él. Esa tarde salí para Frasead, donde había prometido pasar el domingo con unos amigos. Me alegraba poder escapar de Gilbert, y de igual manera, como me enteré esa noche, escapé también de los ojos. Caí en el mismo sueño letárgico que me había sobrevenido antes de dejar de verlos; y cuando desperté a la mañana siguiente en mi apacible habitación sobre los acebos, sentí el absoluto cansancio y el profundo alivio que seguía siempre a ese sueño. Pasé dos noches bienaventuradas en Frasead, y cuando regresé a mis habitaciones de Roma me encontré con que Gilbert se había ido. ¡Oh!, no había sucedido nada trágico; el episodio no llegó jamás a eso. Simplemente, metió sus manuscritos en la maleta y regresó a América, con su familia, para volver al despacho de Wall Street. Dejó una nota decente en la que me contaba su decisión, y se comportó en todo, dadas las circunstancias, lo menos estúpidamente que puede comportarse un estúpido.


Culwin se interrumpió otra vez, y Frenham siguió inmóvil en su asiento, con el oscuro contorno de su joven cabeza reflejado en el espejo que había a su espalda.

—¿Y qué fue de Noyes después? —pregunté finalmente, todavía incómodo por una sensación de cosa inconclusa, por la necesidad de algún hilo que relacionase las dos líneas paralelas del relato.

Culwin encogió bruscamente los hombros.

—¡Oh!, no fue nada, porque él no era nada. No podía plantearse cuestión alguna de llegar a ser algo. Vegetó en una oficina, creo, y finalmente obtuvo una secretaría en un consulado y se casó tristemente en China. Le vi una vez en Hong-Kong, años después. Estaba gordo y sin afeitar. Me dijeron que bebía. No me reconoció.

—¿Y los ojos? —pregunté, después de otra pausa, que el silencio de Frenham hacía opresiva.

Culwin, acariciándose la barbilla, me miró meditabundo a través de las sombras.

—No los volví a ver después de mi última conversación con Gilbert. Sume usted dos y dos, si puede. Por mi parte, no he logrado encontrar la relación.

Se levantó, con las manos en los bolsillos, y se dirigió rápidamente a la mesa sobre la cual se habían servido las bebidas vivificantes.

—Deben ustedes estar sedientos después de un relato tan seco. Sírvanse algo. Tome usted, Phil... —se volvió hacia el fuego.

Frenham no contestó al hospitalario requerimiento de su anfitrión. Siguió sentado en su baja butaca sin moverse; pero cuando Culwin dio un paso hacia él, sus ojos se miraron largamente; tras lo cual el joven, volviéndose de pronto, arrojó los brazos sobre la mesa que tenía detrás, y hundió el rostro en ellos. Culwin, ante ese gesto inesperado, se quedó petrificado, al tiempo que se le encendía el rostro.

—Phil, ¿qué diantres le ocurre? ¿Le han asustado los ojos también a usted? Mi querido muchacho, mi querido compañero, ¡jamás había recibido tal tributo mi habilidad literaria, jamás!

Soltó una risita ante tal idea, y se detuvo en la alfombra delante de la chimenea, con las manos todavía en los bolsillos, contemplando la cabeza inclinada del joven. Luego, viendo que Frenham seguía sin contestar, dio un paso o dos hacia él.

—¡Vamos, anímese, mi querido Phil! Hace años que no los he visto. Al parecer, no he hecho nada últimamente lo suficientemente malo como para invocarlos desde el caos. A menos que mi presente evocación le haya hecho verlos a usted; ¡eso sería aún peor!

Su desenfadada apelación terminó en una risa nerviosa, y se acercó aún más, se inclinó sobre Frenham, posando sus manos gotosas sobre los hombros del joven.

—Pero, Phil, muchacho, ¿qué ocurre? ¿Por qué no me contesta? ¿Ha visto los ojos?

El rostro de Frenham estaba aún oculto, y desde donde yo estaba, detrás de Culwin, vi que éste, como en rechazo a esta inexplicable actitud, se apartó lentamente de su amigo. Al hacerlo, la luz de la lámpara de la mesa dio de lleno en su rostro congestionado, y capté su imagen en el espejo que Frenham tenía detrás.

Culwin la vio también. Se detuvo, encarado con el espejo, como si no reconociese como suyo el rostro reflejado en él. Pero mientras miraba, su expresión cambió gradualmente, y durante un apreciable espacio de tiempo, él y la imagen se contemplaron con una especie de odio creciente. Luego Culwin dejó los hombros de Frenham y dio un paso atrás. Frenham, con su rostro aún oculto, no se movió.


Edith Wharton (1862-1937)




Relatos góticos. I Relatos de Edith Wharton.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Edith Wharton: Los ojos (The Eyes), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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