«Donde su fuego nunca se apaga»: May Sinclair; relato y análisis.


«Donde su fuego nunca se apaga»: May Sinclair; relato y análisis.




«¿Morir? Ya hemos muerto. ¿No sabes qué es esto? ¿No sabes dónde estás?
Esto es la muerte. Estamos muertos, Harriott. ¡Estamos en el infierno!»



Donde su fuego nunca se apaga (Where Their Fire Is Not Quenched) es un relato fantástico de la escritora inglesa May Sinclair —seudónimo de Mary Amelia St. Clair (1863-1946)—, publicado originalmente en la edición de octubre de 1922 de la revista English Review, y luego reeditado en la antología de 1923: Historias siniestras (Uncanny Stories).

Donde su fuego nunca se apaga, uno de los cuentos de May Sinclair más celebrados, toma su evocativo título de Marcos 9:43:


«¿No os ha hablado de un lugar donde su gusano no muere y donde su fuego nunca se apaga


Naturalmente, este lugar «donde su fuego nunca se apaga» es el infierno; mejor dicho, una versión primitiva del infierno: el gehenna, que en los mitos hebreos funciona como un espacio liminal de purificación donde las personas pueden permanecer desde un año a la eternidad, dependiendo del castigo que deban purgar.

Donde su fuego nunca se apaga es un relato brillante, original, evidentemente trabajado y pulido con esmero. La mayoría de los relatos de May Sinclair son buenos, aunque a menudo siguen la misma premisa: un fantasma regresa para resolver algún asunto pendiente [al estilo de Edith Wharton], generalmente de índole sentimental, pero Donde su fuego nunca se apaga entra en una dimensión superior: incorpora un ángulo psicosexual y desarrolla una historia que se ajusta a las expectativas planteadas en el título de la colección. La palabra inglesa uncanny [«siniestro»] proviene del término alemán unheimliche, utilizado por Sigmund Freud cuatro años antes en su ensayo: Lo Siniestro (Das Unheimliche) [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]. Es probable que May Sinclair eligiera deliberadamente el título para conectar con el texto de Freud, dado su interés en el psicoanálisis. Sin embargo, la relación entre lo sobrenatural y lo sexual no está para nada oculta en Donde su fuego nunca se apaga. [ver: Lo Siniestro en la ficción]

May Sinclair relata la historia de Harriott, una mujer que pierde una oportunidad temprana en el amor. La relación con George Waring no prospera debido a la oposición del padre de Harriott, y ella continúa su vida sin nuevos amores hasta que, después de la muerte de su padre, comienza una aventura con un hombre casado, Oscar.

Harriott y Oscar viven este affair con todas las precauciones, hasta que se torna insoportablemente tedioso. En una ocasión pasan quince días juntos en el Hotel Saint Pierre, en París, y la aventura se prolonga indefinidamente. Harriott se obliga a creer que se siente miserable porque «su amor era más puro y más espiritual» que el de Oscar; pero en realidad sabe que está muerta de aburrimiento. El propio Oscar siente el mismo tedio por ella. Cuando debaten sobre la posibilidad de formalizar, ambos coinciden que «el matrimonio sería como volver a vivir en el Hotel Saint Pierre, pero sin posibilidad de escapar».

Afortunadamente, Oscar muere, y Harriott se vuelca a la fe, y probablemente a otra relación ilícita, esta vez por un sacerdote. El resto de la historia es surrealista. Harriott muere y, en el más allá, debe revivir la tediosa compañía de Oscar. En este ámbito sin tiempo lineal, Harriott intenta escapar a los lugares que recuerda: una iglesia, su pueblo, su casa de la infancia, su jardín, su madre, pero cada esquina que toma, cada habitación, cada calle, se reorganizan para convertirse en el Hotel Saint Pierre. Una y otra vez, Harriott y Oscar se ven obligados a volver al escenario de su relación sin amor:


«Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para escapar, mientras podamos ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos encerrados en esta habitación, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí para siempre.»


Harriott está muerta, y nosotros, con ella, nos adentramos en este más allá donde todos sus escenarios, traídos del recuerdo de la protagonista, convergen en la habitación del Hotel Saint Pierre. Como afirma Oscar Wade, por si no lo estábamos entendiendo, es el infierno. Sin embargo, es una versión fascinante del infierno, con menos fuego y azufre que insoportables repeticiones.

Las exploraciones del infierno son recurrentes en la literatura gótica desde sus inicios, como los submundos que presenciamos en Vathek de William Beckford, que no es el peor rostro que el infierno tiene para ofrecer. La versión de May Sinclair es quizás la más inquietante de todas. Es una trampa forjada por la persona en la que te has convertido. Harriott Leigh está está perdida en sus propios recuerdos, el tiempo se convierte en espacio mientras ella deambula por su historia, pero cada camino la lleva de vuelta a la sórdida habitación de hotel:


«Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Apenas recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio.»


Tanto ella como Oscar [aunque este puede ser simplemente una ilusión necesaria en el infierno personal de Harriott] están atrapados en la habitación. No pueden escapar. Harriott puede remontarse brevemente a otros recuerdos, pero no lo suficiente, porque [como afirma Oscar] no sólo el pasado afecta el futuro, sino que el el porvenir transforma el pasado. Harriott «no se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí». Incluso al remontarse a su primera infancia, al olor de su madre, nuestra protagonista regresa al peor sitio que puede imaginar.


«Yaceremos aquí, juntos, por los siglos de los siglos, tan unidos que ni siquiera Dios podrá separarnos. Seremos una sola carne y un solo espíritu, un solo pecado repetido por los siglos de los siglos, el espíritu aborreciendo a la carne, la carne aborreciendo al espíritu; tú y yo aborreciéndonos mutuamente.»


Es fácil perderse en el marco moral de la historia de esta mujer condenada por dejar pasar un gran amor, luego idealizarlo, y finalmente explorar una relación clandestina. Sin embargo, todo esto es superficial. Lo interesante de Donde su fuego nunca se apaga es esta idea subyacente de quedar atrapado en la peor versión de ti mismo, en aquella parte de tu vida que, como Harriott, no estarías dispuesto a admitir ni a confesar ni siquiera en el momento de tu muerte. Pero May Sinclair va todavía más lejos: en este infierno, la persona que nunca quisiste ser es la persona que siempre has sido.

Harriott está atrapada en el momento de su vida en el que renunció a la esperanza de algo mejor. Está atrapada en su propio odio hacia sí misma y con un hombre que también está atrapado, tan víctima de la compulsión de su infierno compartido como ella. Por mucho que lo intente, nunca podrá escapar de quien teme haber sido siempre.

Donde su fuego nunca se apaga es una historia sumamente inquietante. Si uno puede imaginar al Cielo como un sitio de absoluta felicidad y realización, el infierno de May Sinclair presenta a una mujer condenada a continuar una relación sin amor por toda la eternidad. Creo que aquí podemos encontrar una versión alternativa del vínculo entre Catherine Earnshaw y Heathcliff [Cumbres borrascosas, Emily Brontë]. Es interesante que Donde su fuego nunca se apaga sugiera que ser almas gemelas no es necesariamente algo positivo; Puede significar que dos personas en una relación destructiva estén destinadas a volver a estar juntas una y otra vez, antes y después de la muerte.

Debido a su interés en el psicoanálisis, pero sobre todo a una poderosa intuición de la psique humana, los relatos de May Sinclair se encuentran en un nivel de sofisticación muy por encima de la media de otros grandes autores del género. Donde su fuego nunca se apaga se encuentra en el contexto de los otros seis cuentos de Uncanny Stories que cubren una temática similar [la muerte, el más allá] desde otras perspectivas. La vida que evoca May Sinclair es incierta, cosas terribles suceden sin justificación, y los planes cuidadosamente trazados de sus protagonistas nunca funcionan como esperan. En Donde su fuego nunca se apaga tenemos a esta pareja condenada a repetir su romance sin amor por toda la eternidad. En La intercesora (The Intercessor), una niña es abandonada por su madre y lleva su anhelo de reencuentro más allá de la tumba. Ambas historias hunden sus raíces en el distanciamiento emocional de May Sinclair con respecto a su propia madre.

La línea temporal de Donde su fuego nunca se apaga sigue a Harriott Leigh sigue desde los 16 años hasta su muerte a los 52. Su primer amor ha muerto, el segundo ha elegido a otra mujer, y ella llena los siguientes años con una relación vacía con un hombre casado, Oscar Wade [¿se trata de un eco Oscar Wilde o solo una coincidencia?]. La relación finalmente se apaga, él muere poco después. y Harriott encuentra la religión como diaconisa, lo cual no le impide experimentar atracción por el sacerdote, probablemente debido a su semejanza física con su primer amor. Ya muerta, Harriott es privada del gran anhelo común en el más allá: reencontrarnos con nuestros seres queridos. En lugar de encontrarse con las personas importantes en su vida, como su padre, Oscar ocupa todos esos lugares. No se necesita un castigo físico para hacer que una situación sea intolerable, incluso una situación insulsa lo será si persiste el tiempo suficiente.

Desde muy pequeña, May Sinclair experimentó eventos extraños recurrentes que denominó «destellos de realidad», que más adelante en su vida, con el descubrimiento de la obra de Sigmund Freud, asoció con el funcionamiento del inconsciente. Sus relatos registran las diferentes instancias de esa búsqueda espiritual: el cristianismo, luego el misticismo oriental, la parapsicología [formó parte de la Sociedad para la Investigación Psíquica] y la psicología, en particular los textos de Carl Jung y Sigmund Freud. Tal vez debido a este trasfondo los fantasmas de May Sinclair son tan... humanos. No regresan para vengarse o castigar a los vivos, sino para darnos un vistazo sobre cómo funciona la otra vida, atravesada por un tormento personal que el propio difunto debe comprender y resolver. De una manera diametralmente opuesta a M.R. James, este tormento trata principalmente sobre el amor y la culpa [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

Para May Sinclair, el pasado era una herida. Temía no poder escapar de él, pero también le fascinaba. De ahí su interés por los horrores hereditarios, el inconsciente y lo sobrenatural. Sin embargo, en su opinión, la inmanencia del futuro también puede emanciparnos del pasado, y esta es la clave de por qué la experiencia sobrenatural le resultaba tan atractiva: podía sacar al yo del cuerpo y, por lo tanto, de los traumas pasados. En este contexto, los fantasmas simplemente están atrapados en su propio dolor, y obligados a volver a experimentar el sufrimiento de su vida. Son incapaces de olvidar el yo y el mundo después de morir; por eso Harriott y Oscar terminan en la otra vida en el hotel donde solían reunirse para sus indiscreciones vacías e insatisfactorias.




Donde su fuego nunca se apaga.
Where Their Fire Is Not Quenched, May Sinclair (1863-1946)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido, Harriott Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco. Bajo el saúco en flor la esperaba el teniente de marina George Waring. Años después, cuando pensaba en George Waring, Harriott volvía a sentir el dulce y cálido olor de la flor de saúco, y cuando olía esas flores volvía a ver a George Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos oliva.

Waring le había pedido que se casaran y ella había consentido. Pero su padre se oponía y ella había ido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente.

—Dice que somos demasiado jóvenes.

—¿Cuánto quiere que esperemos?

—Tres años.

—¡Tres años para casarnos! ¡Estaremos muertos!

Lo abrazó para consolarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía sofocando sus lágrimas.

—En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.

Pero no regresó. Murió en un naufragio en el Mediterráneo. Harriott ya no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin George.

Harriott Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera.

Se preguntaba por qué lo recibía hoy si ayer lo había rechazado. No debería verlo. Le había explicado todo claramente, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo.

Oscar respondió indignado:

—No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para cuidar las apariencias.

—Y para cuidar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, vete.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. No debemos vernos.

Oscar se había alejado, vencido. Lo veía ampliando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. ¿Por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho.

Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso cauto, sus anchas espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, rojizo, se erizaba sobre el labio superior. Sus pequeños ojos brillaban, pardos, ansiosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de George Waring…

Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.

—Harriott, usted me dijo que yo podía venir —parecía que quería echarle toda la responsabilidad—. Espero que me hayas perdonado.

—Sí, Oscar. Te he perdonado.

Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.

La llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas.

Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.

Harriott no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade porque no la atraía, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había renunciado a él.

Cenaron varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas de contornos dorados, los pilares blancos, las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja. Cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriott sabía en qué pensaba. Alzaba los pesados párpados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a terminar todo. Pensaba en George Waring y en su propia vida desilusionada. No lo había elegido, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir.

Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante por una empinada escalera con alfombra roja hasta la puerta del segundo piso.

De vez en cuando repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.

Oscar se declaraba feliz. Harriott dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo en Oscar la repelía; pero, como era su amante, no podía admitirlo.

Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos.

—No me gusta que nos veamos de un modo tan fugaz. Deberíamos vivir juntos; es lo más razonable —dijo Oscar.

Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriott.

En un hotel de la Rue de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados.

Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente, suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriott estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo que el Hotel Saint Pierre era horrible.

Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación continua.

Trató de creer que estaba deprimida porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía que había llorado de aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no se soportaban.

Al fin de la segunda semana empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.

En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo que les había impuesto París, quisieron convencerse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos. Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.

Después de la enfermedad, la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión permanente.

Sobrevino la ruptura.

Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriott. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriott se decía que, con Oscar muerto, él estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que, en vida, hubiera deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudante del Reverendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María en Maida Vale.

Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su principal exaltación sobrevenía cuando Clemente Farmer, el flaco y austero vicario, parecido a George Waring, subía al pulpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.

—¿Estás lista? —preguntó.

—Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme.

Clemente Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.

—Ahora no tendrás miedo.

—No tengo miedo del más allá. Supongo que una se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.

—La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos.

—Será en mi confesión.

—¿Te sientes capaz de confesarse? Después le daré la extremaunción y quedarás pensando en Dios.

Recordó su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de Oscar? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible. No era necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados que confesar. Hizo una cuidadosa selección:

—Me sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres queridos.

Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le sujetara la mano para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó murmurar:

—Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la dicha.

Harriott permaneció unas horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia cuyos detalles no podía definir, pero que tenían alguna relación con el cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años.

Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser.

Luego, de repente, el cuarto empezó a alejarse, a partirse en zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en todas direcciones, se cruzaban y cubrían con una mezcla de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte hasta perderse de vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio entre gris y amarillento, con una gran torre. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró.

Había vuelto a un espacio-tiempo definido, había recuperado una parte limitada de memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.

Sabía para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave hasta el asiento habitual debajo del pulpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró tranquilamente hasta que se abrió y apareció Clemente Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde ella estaba arrodillada y la esperó en la puerta porque tenía algo que decirle.

Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces se retiró un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.

Las luces de las naves laterales iban apagándose una por una. Si no escapaba quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un altar. Cuando se dio vuelta, Oscar Wade ya no estaba.

Entonces recordó que Oscar Wade estaba muerto. Lo que había visto no era Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre de él para siempre…

Cuando salió al atrio vio que la calle había cambiado. No era la que recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rué de Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó el sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecha a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños innumerables que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el horror del lugar.

Ya no recordaba la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.

Pero había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro pasillo, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguió el número: 107. Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder. Atrás de la puerta estaba Oscar Wade, esperándola. Oyó sus pasos mesurados que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la arrojó a la calle.

Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Apenas recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio. Ahora pensaba: si tan sólo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió.

Caminaba por un camino blanco, entre campos y colinas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana era el de su padre. Levantó la sábana. Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la inocencia de la muerte. Lo miró, fascinada, con implacable felicidad. Oscar estaba muerto. Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada.

La cara muerta le daba miedo. Al cubrirla notó un ligero movimiento. Levantó la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y unos dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror.

El cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y correr. Se detuvo en el portón sin saber qué camino tomar. A la derecha, el puente y el camino la llevarían a la Rue de Rivoli y a los abominables pasillos del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino cruzaba la aldea.

Si pudiera retroceder estaría segura, fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven; sabía adonde encontrarlo; cruzó la aldea corriendo, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su niñez.

Estas cosas parecían insustanciales, como tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se dislocaban, flotaban lejos de ella, y en lugar del camino real y los muros del parque vio una calle de Londres de sucias fachadas blancas, y en lugar del portón la puerta giratoria del restaurante Schubler.

Entró. La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. Una servilleta le tapaba la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la servilleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor del vino.

—Sabía que vendrías.

Comió y bebió en silencio, postergando el abominable momento final. Al fin se levantaron y se acercaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la habitación, con los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la chimenea con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé tras el biombo.

Se movieron por la habitación, girando como fieras enjauladas, incómodos, enemigos, evitándose.

—Es inútil que escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.

—Pero terminó. Terminó para siempre.

—No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.

—No, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

—¿Recordar? ¿Crees que te tocaría si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo.

—No. Me voy ahora mismo.

—No puedes. La puerta está cerrada con llave.

—Oscar, ¿por qué la cerraste?

—Siempre lo hacíamos, ¿recuerdas?

Ella fue hasta la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos.

—Es inútil, Harriott. Si sales tendrás que volver. Podrás postergarlo una hora o dos, pero, ¿qué es eso en la inmortalidad?

—Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos.

Se sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como figuras de una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se arrastraban en contra.

De repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el terror.

Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su memoria fue limpia y joven. Caminaba por la senda en el campo, hasta donde la esperaba George Waring. Llegó. El hombre que la esperaba era Oscar Wade.

—Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen a mí, me encontrarás en cada vuelta, yo estoy en todos tus recuerdos.

—Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de George Waring? ¿Tú?

—Porque tomé su lugar.

—Mi amor por ellos fue inocente.

—Tu amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir podría afectar al pasado?

—Me iré, lejos.

—Esta vez iré contigo.

El cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.

Luego bajo sus pies hubo pavimento y lo cubría una recova: iban juntos por la Rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban hacia lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable aburrimiento de su inmortalidad.

—¿Hasta cuándo? —dijo ella—. La vida no continúa para siempre. Moriremos.

—¿Morir? Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, Harriott, estamos en el Infierno.

—Sí, no puede haber nada peor.

—Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para escapar, mientras podamos ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos encerrados en esta habitación, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí, para siempre.

—¿Por qué? ¿Por qué? —gritó ella.

—Porque eso es todo lo que nos queda.

La oscuridad borró la habitación. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para romperlos. Era una niña. Se dijo que ahora estaba a salvo. Tan lejos había retrocedido que de nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped con un estanque circular rodeado de flores. Peces rojizos nadaban en el agua. Al fondo del cantero había un huerto; allí iba a estar su madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada más allá.

Sólo estaba el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era diferente aquí; algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón de hierro. La empujó y estuvo en el último corredor del Hotel Saint Pierre.

May Sinclair (1863-1946)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de May Sinclair.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de May Sinclair: Donde su fuego nunca se apaga (Where Their Fire Is Not Quenched), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Leí este cuento en la Antología de la literatura fantástica, de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo.
Disiento en un aspecto del análisis. Harriot no deja pasar su gran amor. Les arrebatado. Primero, por la oposición de su padre, que le exige esperar. Y luego por la muerte de George Waring, en el mar.
Y repentinamente, su padre muere, dejándola sola.
En ese momento, encuentra una relación que no la hace feliz, que la desespera. Es para preguntarse el porqué de Harriot para seguir con Oscar Wade.
Otra pregunta es ¿cuál es la falta de Harriot para recibir el tedio como castigo eterno? No veo maldad en eso.Y no es algo superficial.
Sí que puede ser inquietante que un acto trivial, que exaspera. Pero no veo el motivo de que ambos sean condenados a compartir la eternidad.

Gracias por la traducción.

Anónimo dijo...

Sebastian: Me ha encantado este cuento y me siento muy identificada con la protagonista. Es un infierno estar con alguien que no quieres. Tras el fallecimiento y su castigo estar con un hombre

Anónimo dijo...

Con alguien que no amas es realmente insoportable. Saludos,Edna



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