Lovecraft contra los finales de mierda


Lovecraft contra los finales de mierda.




¿Cuántas veces nos ha sucedido, como lectores y espectadores, haber recorrido un relato exquisitamente inquietante, una novela aterradora, una película que nos hizo sentir incómodos desde la primera escena, para llegar eventualmente a un final que solo puede calificarse como «de mierda»?

Frente a esto hay dos reacciones posibles:

a- Toda la obra queda empañada por ese final. Uno se siente como si una amante nos hubiese estimulado hábilmente en una de las áreas más sensibles, la imaginación, para luego redondear esa experiencia de forma torpe y atropellada.

b- Perfecto, el final fue una cagada, pero el recorrido fue interesante.

La mayoría de las historias fantásticas parten de una concepción clásica, no importa cuán vanduardista sea el autor: al principio no ocurre nada, absolutamente nada. Una especie de calma banal rodea a los personajes. Entonces, poco a poco, empiezan a suceder incidentes casi insignificantes, pequeñas coincidencias o señales. La delgada película que recubre a la realidad se agrieta. Cosas extrañas empiezan a vislumbrarse, hasta que lo inquietante —o lo siniestro, diría Sigmund Freud (ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror)— hace su gran entrada.

Es importante mencionar que esta receta ha producido resultados impresionantes. Un ejemplo fundamental es Richard Matheson, quien además se complace en redondear esa realidad trivial con escenarios que se destacan por su banalidad, como supermercados, estaciones de servicio, oficinas, a menudo descritas de forma prosaica, casi burocrática.

H.P. Lovecraft se sitúa en las antípodas de esta forma de abordar el Horror y lo Fantástico (ver: Cómo funciona el Horror, y por qué pocos autores saben utilizarlo). En sus historias no hay ninguna banalidad que pueda agrietarse, y mucho menos incidentes insignificantes al principio. Nada de eso le interesa al maestro de Providence. Sencillamente no parece estar dispuesto a dedicarle veinte páginas —o una, por tal caso— a la descripción de un entorno cotidiano con el que podamos relacionarnos.

Es curioso que la literatura seria, en todo caso, no reconozca este desapego de Lovecraft por la concepción clásica de lo Fantástico; porque para él es más importante documentar toda clase de ritos blasfemos, incuso la anatomía de híbridos anfibiohumanoides, que la vida cotidiana.

En este juego de contrases, tomemos el primer párrafo de uno de los mejores cuentos de Richard Matheson: Botón, botón (Button, Button).


El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer. Después de haber puesto un trozo de cordero en el horno, se sentó y abrió el paquete. Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a un pequeño arco de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.


Ahora comparemos a Matheson con el inicio de La llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu).


A mi entender, el mayor favor que nos ha concedido el cielo es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todo lo que encierra. Vivimos en un islote de plácida ignorancia en el seno de los oscuros océanos del infinito, y no estamos destinados a emprender largos viajes. Las ciencias, cada una de las cuales apunta a una dirección concreta, no nos han hecho demasiado daño hasta el presente; pero llegará un día en que la síntesis de esos conocimientos disociados nos descubrirá terroríficas perspectivas sobre la realidad y el terrible lugar que ocupamos en ella: entonces esa revelación nos volverá locos, a menos que huyamos de esa claridad funesta para refugiarnos en la paz de una nueva edad de tinieblas.


Lo primero que salta a la vista es que Lovecraft no esconde las cartas. Su tono anuncia de qué va la historia en el primer párrafo. No hay nada banal, nada cotidiano, con lo que podamos relacionarnos. Lovecraft no trata de seducirnos. Nos asalta.

Richard Matheson, por otro lado, abre el juego con algo de cotidianeidad, para luego arrojarnos el asombro en el rostro. Claramente seduce al lector, lo invita a seguir adelante. Pocos lectores aficionados al género consiguen dejar el relato sin saber para qué sirve el bendito botón.

En cierto modo, Lovecraft parece escribir para sus fanáticos, cuando en realidad no los tenía. De hecho, su público lo encontrará después de su muerte. Aun así, Lovecraft abre como si ya lo conociéramos, como un amigo que se sienta a nuestra mesa sin necesidad de largas introducciones.

La lenta progresión del relato fantástico tradicional tiene mucha mejor prensa (ver: Lo Fantástico y la paradoja del Materialismo en la ficción). De algún modo parece más seria, más profunda. La multiplicación de pequeños incidentes —como recibir una misteriosa caja con un botón— sin dudas hace cosquillas en la imaginación del lector, pero no lo satisface. Algo se pone en marcha ahí, y uno quiere saber más, quiere saberlo todo (ver: El placer estético del Horror).

Siempre es peligroso estimular de este modo la imaginación del lector. Una vez que se despierta esa voracidad, resulta insaciable, como si uno quedara atrapado en un bucle de excitación que nunca llega a un clímax satisfactorio. Pensemos, por ejemplo, en algunas historias de Stephen King, que a veces se toma cientos de páginas de laboriosa preparación (ver: Lovecraft - King: dos miradas sobre la Oscuridad). Cuando finalmente nos revela el horror final, seguramente quedaremos decepcionados. Solo si el diablo en persona saltara de las páginas y nos mordiera el culo podríamos sentirnos satisfechos.

Esperábamos algo peor.

Esto no es una crítica, por el contrario, le reconocemos a Stephen King una gran honestidad intelectual (ver: Stephen King en los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft). Si un sujeto nos lleva de paseo por quinientas páginas, y a veces más, es justo que nos muestre algo al final, aunque inevitablemente termine siendo insatisfactorio.

Richard Matheson suele evitar el peligro de los finales de mierda mediante un brusco cambio de dirección en las últimas páginas, introduciendo una nueva dimensión filosófica, casi siempre aguda, de manera tal que todo lo que hemos leído hasta entonces queda bañado por una luz diferente.

Por su parte, Lovecraft se mueve con soltura en relatos que le permitan poner en marcha todos sus recursos. El final le interesa muy poco. El principio, nada. Ningún cuento de Lovecraft tiene un final realmente. Ninguno se cierra sobre sí mismo. Cada uno es parte de un mosaico demasiado brillante, u oscuro, como para mirarlo en su totalidad. El relato siguiente sencillamente recoge la ansiedad del lector en el mismo punto en que lo dejó, y lo alimenta con nuevas y desagradables texturas.

Lovecraft no brinda concesiones. Ataca al lector directamente, y este puede resistirse o huir despavorido. Da lo mismo.

Me he preguntado a menudo si la mayoría de los hombres se toma el tiempo de reflexionar sobre el temible significado de algunos sueños, y del oscuro mundo al que pertenecen. No cabe duda de que nuestras visiones nocturnas son, en su mayor parte, un débil reflejo de lo que nos ha ocurrido durante la vigilia (mal que le pese a Freud, con su simbolismo pueril); no obstante, hay otras cuyo carácter irreal no permite interpretación banal alguna, cuyo efecto perturbador y alarmante sugiere la posibilidad de breves destellos de una esfera de existencia separada de ésta por una barrera casi infranqueable.


Así comienza Más allá del muro del sueño (Beyond the Wall of Sleep), una apertura armoniosa, es cierto, pero sin demasiada aclimatación, sin juego previo, digamos. En otras ocasiones, Lovecraft prefiere mayor brutalidad, como en En el ser en el umbral (The Thing in the Doorstep).


Es cierto que le he metido a mi mejor amigo seis balas en la cabeza, y sin embargo espero demostrar con el presente relato que no soy su asesino.


O como en La sombra fuera del tiempo (The Shadow Out of Time):


Después de veintidós años de pesadillas, aferrándome tan sólo a la convicción de que algunas de mis impresiones fueron puramente imaginarias, no me atrevo a garantizar la veracidad de lo que creo haber descubierto en Australia la noche del 17 al 18 de julio de 1935. Tengo buenos motivos para abrigar la esperanza de que mi aventura pertenezca al terreno de la alucinación; no obstante, estuvo impregnada de un realismo tan espantoso, que a veces toda esperanza me parece imposible.


Lo más sorprendente de Lovecraft, al menos para mí, es que consiga mantener el mismo nivel exaltación de sus primeros párrafos a lo largo de sus relatos. La historia sobrevive a ese ataque inicial, pero sus personajes no. Ese es, quizás, el mayor defecto de su metodología, porque sus personajes habitualmente se toman una eternidad en pasar de la ignorancia al conocimiento, y uno se pregunta por qué han tardado tanto en comprender la naturaleza del horror que los amenaza, evidentemente, desde la primera página.

Lovecraft, entonces, odia los finales, los buenos y los de mierda, y por lo tanto los omite. El final lovecraftiano es el preludio del siguiente inicio, simplemente eso. No hay cierre. Nada se resuelve. Cthulhu sigue soñando en R'lyeh.

¿Es esa una forma legítima de proceder con el lector?

Definitivamente sí. La vida prescinde de los grandes finales, a tal punto que la muerte a veces llega inconvenientemente a mitad de la historia.



Taller gótico. I H.P. Lovecraft.


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El artículo: Lovecraft contra los finales de mierda fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

8 comentarios:

C O dijo...

Excelente artículo, gracias por anunciarlo en Twitter. Me recordaste que tengo que limpiar seriamente mi lista de Seguidos y volver a lo importante ¿Tendrás alguna recomendación twitteril con temas relacionados con tu blog?

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Creo que no es decisiva la técnica que se usa, sino como se usa.
Esos escritores mencionados han escrito magistrales historias.

Sebastian Beringheli dijo...

No realmente. Solo uso Twitter para difundir el material del blog.

Demiurgo: en efecto, tres grandes maestros dentro de sus respectivos cotos de caza.

Poky999 dijo...

Me encanta este blog. Espero que salgan más versiones de estos artículos.

Unknown dijo...

Creo que el tema de los mitos..han llevado a lovecraft a escribir en una forma de crónica. O terminaba en manual de puras descripciones y poco desarrollo

Warlord dijo...

Mejor dicho imposible, como siempre se aprecia tu trabajo y análisis

Roco dijo...

Una final de mierda a una historia interesante es la secuela de El bebe de Rosemary de Ira Levin. Por si quieren un ejemplo.

Excelente blog!!

Angel Grave dijo...

Excelente apología a los malos y buenos finales, sin duda Lovecraft era un maestro en su arte.



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Poema de Hannah Cowley.
Relato de Thomas Mann.
Apertura [y cierre] de Hill House.

Los finales de Lovecraft.
Poema de Wallace Stevens.
Relato de Algernon Blackwood.