«Cuando yo era una bruja»: Charlotte Perkins Gilman; relato y análisis.


«Cuando yo era una bruja»: Charlotte Perkins Gilman; relato y análisis.




Cuando yo era una bruja (When I Was a Witch) es un relato fantástico de la escritora norteamericana Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), publicado originalmente en la edición de mayo de 1910 de la revista The Forerunner.

Cuando yo era una bruja, uno de los mejores cuentos de Charlotte Perkins Gilman, relata la historia de una mujer que descubre que sus deseos pueden hacerse realidad, incluso cambiar la sociedad en general. El problema con el cumplimiento ilimitado de deseos es saber qué desear sin que se produzcan consecuencias desagradables.

La Narradora comienza aclarando su incomprensión del pacto unilateral que hizo con Satanás; de otro modo hubiese podido seguir siendo Bruja. En cualquier caso, su conversión se produjo la medianoche de un 30 de octubre, en la terraza de su edificio, después de un día urbano lleno de vicisitudes miserables: perros y gatos que le quitaron el sueño, calor, un huevo semi-podrido para el desayuno, periódicos engañosos, un taxi que la ignora, un guarda del subterráneo que le cierra la puerta en la cara y, una vez a bordo, el manoseo de los hombres y los peligrosos sombreros de las mujeres con sus bordes filosos. Después de un día como este, el techo del edificio al menos le ofrece un poco de fresco y soledad...

Pero la Narradora no está sola. Hay un gato. Un gato negro, hambriento y en pésimo estado, que aparece detrás de una chimenea y maúlla lastimosamente. La Narradora ve pasar un carruaje en la calle, su conductor azota a su caballo exhausto. Ella desea en voz alta, con todo su corazón, que cualquiera que lastime a un caballo sienta su dolor mientras el animal sale ileso. El conductor vuelve a azotar al caballo y grita él mismo. La Narradora no hace la conexión de inmediato, pero el gato negro se frota contra su falda y vuelve a maullar. La Narradora lamenta cuántos gatos sin hogar sufren en las ciudades. Sin embargo, más tarde esa noche despierta por los aullidos de los felinos y desea que todos los gatos de la ciudad estén «cómodamente muertos».

A la mañana siguiente su hermana le sirve otro huevo pasado. La Narradora maldice a todos los proveedores de alimentos a probar sus propios productos, a sentir su sobreprecio como lo hacen los pobres y a sentir cómo éstos últimos los odian. De camino al trabajo, se da cuenta de que la gente abusa de sus caballos, solo para sufrir ellos mismos. Cuando un conductor la pasa de largo, ella desea que él sienta el golpe y retroceda para dejarla subir con una disculpa. ¡Y lo mismo a cualquier otro conductor que haga esa jugarreta! El suyo, por supuesto, retrocede y se disculpa, frotándose la mejilla.

La Narradora se sienta frente a una mujer adinerada, vestida de forma llamativa, con un perrito faldero sobre las rodillas. ¡Pobre criatura endogámica! La Narradora desea que todos esos perros miserables mueran de una vez. El perro de la mujer adinerada deja caer la cabeza y muere. Más tarde, los periódicos vespertinos describen una repentina enfermedad que está matando a los gatos y perros. Pronto, una «nueva ola de sentimiento humano» eleva el estatus de los caballos, y la gente comienza a reemplazarlos por vehículos motorizados.

La Narradora empieza a entender que debe usar su poder con cuidado. Sus principios fundamentales son: no atacar a nadie que no pueda evitar lo que hace y hacer que el castigo se ajuste al crimen. Hace una lista de sus «preciados rencores». Empresarios corruptos y/o inescrupulosos y autoridades negligentes sienten su justa ira. Las reformas proliferan. Cuando las religiones intentan atribuirse el mérito, maldice a sus líderes con el impulso irresistible de decirles a sus seguidores lo que realmente piensan de ellos. Maldice a los loros para que hagan lo mismo con sus dueños, y a sus dueños a cuidar y mimar a los loros de todos modos. Los periódicos deben imprimir todas sus mentiras, errores, publicidades engañosas, notas sensacionalistas, en diferentes colore para que el lector identifique cada cual. La gente se da cuenta de que ha estado viviendo en la irracionalidad. Conocer los hechos mejora todos los aspectos de la sociedad.

La Narradora ha disfrutado viendo los resultados, pero la condición de las mujeres sigue siendo un punto doloroso para ella. ¿Deben ser juguetes caros o esclavas ingratas? ¿No pueden darse cuenta del verdadero poder de la feminidad, de ser madres amorosas y afectuosas para todos, de elegir y criar solo a los mejores hombres? Con todas sus fuerzas, la Narradora desea esta iluminación femenina universal... y no sucede nada.

Ese deseo no corresponde a las brujas: se necesita magia blanca para llevarlo a cabo. Intentarlo la ha despojado de su poder y ha deshecho todas las mejoras que había logrado. ¡Si solo hubiera deseado la permanencia de sus «adorables castigos»!


Charlotte Perkins Gilman [conocida por El empapelado amarillo (The Yellow Wallpaper) y la novela Herland] fue una feminista que aspiraba a la utopía, es decir, a la reforma social. La Narradora de Cuando yo era una bruja siente que el comportamiento de las mujeres en la sociedad es «como ver arcángeles jugando con pajas, o caballos reales usados como caballitos de balancín», pero al mismo tiempo castiga a ciertas mujeres, como las que usan esos anchos sombreros, sin reparar en cómo son incentivadas para usarlos. Además, la historia presenta algunos elementos bastante crudos, incluidos los matices racistas, el abuso animal y la muerte de animales. La Narradora se conmueve por el sufrimiento de los caballos, pero no vacila en exterminar a todos los perros y gatos.

Cuando yo era una bruja se siente como un grito de desahogo por todas esas pequeñas estupideces cotidianas con las que tenemos que lidiar en la vida urbana, cosas que en sí mismas no son suficientente graves, pero cuya acumulación se torna insoportable. Uno no suele obtener la simpatía del lector matando perros y gatos, pero creo que Charlotte Perkins Gilman intenta decir que la adquicisión de estos deseos, esta magia negra, de algún modo sacan a la superficie todos los impulsos reprimidos de la Narradora.

Hay muchas historias sobre los peligros de obtener el cumplimiento de deseos, desde Las mil y una noches hasta La pata del mono (The Monkey's Paw) de W.W. Jacobs; sin embargo, Charlotte Perkins Gilman invierte el patrón habitual: en Cuando yo era una bruja solo funcionan los deseos egoístas y dañinos. Y funcionan según lo previsto: sin reacciones negativas ni efectos adversos contra el deseante, sin torcer el significado de sus palabras para darle una lección. Nuestra Bruja no sufre consecuencias, excepto cuando pide un deseo «bueno». Esto rompe «los términos de ese contrato unilateral con Satanás».

Este último deseo incumplido es donde podemos reconocer a Charlotte Perkins Gilman: es un deseo de empoderamiento femenino que deja al resto de la historia bajo una luz diferente. Desde el principio, la Narradora rastrea su amargura hasta el punto en que se supone que no debe estar amargada. Después de todo, las mujeres son los «ángeles del hogar»; no desean la muerte de simpáticos animales domésticos. ¿Acaso es una Bruja aquella mujer que simplemente no se ajusta a las normas? La bruja de Shirley Jackson [La bruja (The Witch)] sugiere que son algo más: no solo es Bruja la mujer que busca romper las normas sociales, sino la que trata de romperlas para hacer daño. Si estás teniendo un día de mierda, la tentación de causar el daño puede ser alta [ver: Puérpera, loca y poseída: análisis de «El empapelado amarillo»]

La Narradora asume que hay un pacto satánico involucrado, pero en realidad nunca se confirma. Hay un gato negro, es cierto. Y el deseo que rompe el hechizo es el primero que no trata de hacer daño. Ciertamente hay personas que se sentirían agraviadas si, de repente, las mujeres se empoderaran por completo; pero el deseo no se centra en su descontento. Por otro lado, la Narradora desea que los periódicos digan la verdad y resalten sus mentiras para que sean evidentes. Esto no parece muy satánico; de hecho, obligar a los medios de comunicación a decir la verdad, sin importar sus intereses empresariales, es algo bueno. En ese caso, el «contrato unilateral con Satanás» debería haberse roto. Pero no se rompe, porque algo más está pasando aquí; y no tengo idea de qué se trata. Tal vez algún lector de El Espejo Gótico pueda aportar algo.

Uno no puede sentir otra cosa que simpatía por el Satanás de Cuando yo era una bruja. En el techo, la Narradora esta hirviendo de frustración, arde por hacer mejoras en la sociedad, corregir errores y, lo más importante, castigar a los culpables. Esto último es crucial. Cuando Satanás olfatea a una posible seguidora, rápidamente organiza una prueba. La forma en que la Narradora responda al conductor que azota al caballo determinará su elegibilidad. Ella podría haber deseado que el conductor detuviera su mano antes del golpe; en cambio, desea de todo corazón que el dolor que el inflige repercuta en sí mismo.


«Debo tener cuidado —me dije—; mucho cuidado, y, sobre todas las cosas, adecuar el castigo al delito.»


La Narradora quiere ser una bruja buena y justa, pero sus prejuicios la desvían. Acariciada por el gato negro siente una oleada de compasión por todos los pobres felinos que sufren en la ciudad. Un par de horas más tarde, el aullido de los gatos en la noche la irrita tanto que desea que todos caigan muertos. Y mueren, seguidos por todos esos perritos falderos, vestidos y sobrealimentados, que las mujeres adineradas cargan como si fuesen cachorros humanos...

La Narradora descubre que no puede usar su magia para realizar tareas simples, como rellenar tinteros. Esos resultados serían neutrales, mundanos, no respaldados por rencores. En definitiva, ella ha establecido buenas reglas: «no lastimar a nadie que no pueda evitar lo que está haciendo y que el castigo se ajuste al crimen»; pero no puede seguirlas consistentemente. La magia negra no permite tal pureza ética. Además, cuando la Narradora empieza a notar que sus reformas funcionan y las cosas están yendo bastante bien, se olvida de estar enojada. Esto nos lleva a la ironía suprema:

Una vez que la Narradora deja de estar enojada, es decir, una vez que consigue el espacio emocional para alejarse de los deseos punitivos, puede comenzar a imaginar la emancipación de las mujeres de sus distracciones cosméticas, una emancipación que les permitirá abrazar «su poder real, su dignidad real, sus responsabilidades reales en el mundo». En lugar del enojo, es la esperanza lo que vierte en su deseo. Esto no solo le arrebata sus poderes, sino que revierte las reformas hechas; por lo tanto, la esperanza, la magia blanca, vuelve a sumir a la sociedad en el caos. Emplear el castigo de acuerdo a sus desagrados personales y, de hecho, disfrutarlo, independientemente de cómo el mundo la haya moldeado para tener este enfoque del poder, deja a la Narradora como un agente inadecuado para el ejercicio de la magia blanca. De hecho, transforma a la magia blanca en un agente del mal.




Cuando yo era una bruja.
When I Was a Witch, Charlotte Perkins Gilman (1860-1935)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Si hubiera entendido los términos de ese contrato unilateral con Satanás, el Tiempo de las Brujas habría durado más, puedes estar seguro de eso. Pero, ¿cómo iba a saberlo? Simplemente sucedió, y nunca ha vuelto a suceder, aunque he intentado los mismos preliminares en la medida en que pude controlarlos.

La cosa empezó de repente, una medianoche de octubre, el 30, para ser exactos. Hacía calor, mucho calor, todo el día, y la noche era sofocante y atronadora; sin aire y toda la casa hervía con esa actividad imprudente que siempre parece mover el radiador de vapor cuando no se lo necesita. Yo estaba en un estado de ira a fuego lento, lo suficientemente caliente, incluso sin el clima y el radiador, y subí al techo para refrescarme. Un apartamento en el último piso tiene esa ventaja, entre otras: ¡puedes dar un paseo sin la mediación de un ascensorista!

Hay suficientes cosas en Nueva York para perder los estribos, y en este día en particular parecían suceder todas a la vez. La noche anterior, perros y gatos habían roto mi descanso, por supuesto. Mi periódico de la mañana era más mentiroso que de costumbre; y el periódico matutino de mi vecino, más visible que el mío cuando iba al centro de la ciudad, era más lascivo que de costumbre. Mi crema no era crema, mi huevo era una reliquia del pasado. Mis servilletas «nuevas» se estaban agotando.

Siendo mujer, se supone que no debo maldecir; pero cuando el motorista hizo caso omiso de mi simple señal y sonrió mientras pasaba de largo; cuando el guardia del subterráneo esperó hasta que estaba a punto de subir y luego me cerró la puerta en la cara, permaneciendo detrás de ella tranquilamente durante algunos minutos antes de que sonara la campana para ordenar su cierre, deseé maldecir como un arriero.

Por la noche era peor. ¡La forma en que la gente se toca entre la multitud! El guarda que empaca a la gente o la saca de un tirón, los hombres que fuman y escupen, con o sin ley, las mujeres cuyos sombreros con ruedas de carreta con bordes aserrados, plumas que se agitan y alfileres mortales, se suman a la comodidad de una. Bueno, como dije, estaba de muy mal humor y subí al techo para refrescarme. Pesadas nubes negras colgaban en lo alto, y los relámpagos parpadeaban amenazantes aquí y allá. Un gato negro, hambriento, salió sigilosamente de detrás de una chimenea y maulló lastimosamente. ¡Pobre cosa! La habían escaldado.

La calle estaba tranquila para ser Nueva York. Me incliné un poco y miré arriba y abajo los largos paralelos de luces titilantes. Se acercó un coche retrasado, el caballo estaba tan cansado que apenas podía mantener la cabeza erguida. Entonces el conductor, con una habilidad nacida de la práctica, arrojó su látigo y lo curvó bajo el vientre de la pobre bestia con un tajo punzante que me hizo estremecer. El caballo también se estremeció, pobre miserable, y tintineaba su arnés con un esfuerzo al trote.

Me incliné sobre el parapeto y observé a ese hombre con un espíritu de mala voluntad absoluta.

—Deseo —dije lentamente, y lo deseé con todo mi corazón—, que cada persona que golpee o lastime a un caballo innecesariamente sienta el dolor produce, ¡y que el caballo no lo sienta!

Me hizo bien decirlo, pero nunca esperé ningún resultado. Vi que el hombre blandía de nuevo su gran látigo. Lo vi levantar las manos, lo escuché gritar, pero nunca pensé cuál era el problema, incluso entonces.

El gato negro y delgado, tímido pero confiado, se frotaba contra mi falda y maullaba.

—Pobre gatito —dije—; pobre gatito. ¡Es una vergüenza! —Y pensé con ternura en todos los miles de gatos hambrientos y perseguidos que apestan y sufren en una gran ciudad.

Más tarde, cuando traté de dormir, y a través de la quietud se alzaron los estridentes chillidos de algunos de estos mismos sufrientes, mi piedad se enfrió.

—¿Qué imbécil tendría un gato en una ciudad? —murmuré, enojada.

Otro grito, una pausa, un grito continuo y ensordecedor.

—¡Ojalá —exclamé—, que todos los gatos de la ciudad estuvieran cómodamente muertos!

Se hizo un silencio repentino y, con el tiempo, me quedé dormida.

Las cosas fueron bastante bien a la mañana siguiente, hasta que probé otro huevo. También eran huevos caros.

—¡No puedo evitarlo! —dijo mi hermana, que cuida la casa.

—Sé que no puedes —admití—. Pero alguien podría evitarlo. ¡Ojalá las personas responsables tuvieran que comerse sus huevos viejos y nunca obtener uno bueno hasta que vendieran los buenos!

—Dejarían de comer huevos, eso es todo —dijo mi hermana—, y comerían carne.

—¡Déjalos comer carne! —dije, imprudentemente—. ¡La carne es tan mala como los huevos! ¡Hace tanto tiempo que no comimos un pollo fresco y limpio que he olvidado cómo saben!

—Es el almacenamiento en frío—dijo mi hermana.

Ella es una especie pacífica; yo no.

—¡Sí, almacenamiento en frío! —rompí—. Debería ser una bendición: superar la escasez, igualar los suministros y bajar los precios. ¿Qué hace? ¡Acapara el mercado, sube los precios durante todo el año y arruina toda la comida!

Mi ira aumentó.

—¡Si hubiera alguna forma de llegar a ellos! —lloré—. La ley no los toca. ¡Tienen que ser maldecidos de alguna manera! ¡Me gustaría hacerlo! Ojalá toda la multitud que se beneficia de este vicioso negocio pudiera probar su carne en mal estado, su pescado viejo, su leche rancia, lo que sea que comieran. ¡Sí, y que sientan los precios como nosotros!

—No podrían sentirlo; son ricos —dijo mi hermana.

—Lo sé —admití, malhumorada—. No hay forma de llegar a ellos. Pero me gustaría poder. ¡Y desearía que supieran cómo la gente los odia, que sintieran eso también hasta que se enmendaran!

Cuando me fui a mi oficina vi algo gracioso. Un hombre que conducía un carro de basura tomó su caballo por los frenos y tiró y tiró brutalmente. Me asombró verlo llevarse las manos a la mandíbula con un gemido, mientras el caballo se lamía filosóficamente y lo miraba.

El hombre pareció resentirse por su expresión y lo golpeó en la cabeza, solo para frotarse la nuca y maldecir asombrado, mirando a su alrededor para ver quién lo había golpeado. El caballo avanzó un paso, estirando un hocico hambriento hacia un cubo de basura coronado con hojas de col, y el hombre, recuperando su sentido de la propiedad, lo maldijo y lo pateó en las costillas. Esa vez tuvo que sentarse, poniéndose pálido y débil. Observé con creciente asombro y deleite.

Un carro del mercado venía traqueteando por la calle con un joven rufián de rostro fresco para su tarea matutina. Recogió los extremos de las riendas y las descargó sobre el lomo del caballo con un sonoro golpe. El caballo no se dio cuenta de esto en absoluto, pero el joven sí. ¡Gritó!

Llegué a un lugar donde muchos hombres estaban acarreando tierra y piedra triturada. Un extraño silencio y paz se cernían sobre la escena donde usualmente el sonido de los latigazos y la vista de brutales golpes me hacían pasar apresuradamente. Los hombres hablaban un poco entre ellos y parecían estar intercambiando notas. Era demasiado bueno para ser cierto. Miré y me maravillé, esperando mi carro.

Llegó corriendo alegremente. No estaba lleno.

No muy lejos había uno que no había visto al observar los caballos; no había otro cerca de él en la parte trasera. Sin embargo, la autoridad de rostro tosco que lo dirigía pasó alegremente sin detenerse, aunque yo estaba casi en la vía y agitaba mi paraguas. Un sofoco de rabia subió a mi rostro.

—Ojalá sintieras el golpe que te mereces —dije con saña—. Ojalá tuvieras que parar, volver aquí, abrir la puerta y disculparte. Ojalá eso les sucediera a todos ustedes, cada vez que hacen ese truco.

Para mi infinito asombro, ese coche se detuvo y retrocedió hasta que la puerta principal estuvo frente a mí. El motorista la abrió. llevándose la mano a la mejilla.

—¡Disculpe, señora! —dijo.

Entré, aturdida, abrumada. ¿Podría ser? ¿Podría ser posible que lo que deseaba se hiciera realidad? La idea me tranquilizó, pero la descarté con una sonrisa desdeñosa.

—¡No hay tal suerte! —dije.

Frente a mí estaba sentada una persona en enaguas. Era de un tipo que detesto particularmente. No hay un cuerpo real de huesos y músculos, sino los contornos de salchichas agrupadas. Complaciente, vestida de forma llamativa, con una peluca pesada y andrajosa, con talco y perfume y flores y joyas... y un perro. Un pobre, miserable, pequeño, artificial perro, vivo, pero sólo en virtud de la insolencia humana; no una criatura real que Dios hizo. ¡Y el perro tenía ropa puesta y un collar! ¡Su chaqueta entallada tenía un bolsillo y un pañuelo! Parecía enfermo e infeliz.

Medité sobre su lamentable posición, y la de todos los demás pobres prisioneros encadenados que llevaban vidas antinaturales de celibato forzado, privados de la luz del sol, del aire fresco, del uso de sus extremidades; llevados a intervalos establecidos por sirvientes reacios para profanar nuestras calles; sobrealimentados, poco ejercitados, nerviosos y poco saludables.

—¡Y decimos que los amamos! —dije amargamente para mí misma—. Con razón ladran, aúllan y se vuelven locos. ¡Con razón tienen casi tantas enfermedades como nosotros! Desearía… —aquí el pensamiento que había descartado me golpeó de nuevo—. ¡Ojalá todos los perros infelices de las ciudades murieran de una vez!

Observé al pequeño inválido de ojos tristes al otro lado del coche. Dejó caer la cabeza y murió. Ella nunca lo notó hasta que se bajó; entonces hizo bastante alboroto.

Los periódicos de la tarde estaban llenos de todo esto. Al parecer, alguna pestilencia repentina había golpeado tanto a perros como a gatos. Los titulares llamaron la atención, las letras grandes y las columnas se llenaron de las quejas de quienes habían perdido a sus «mascotas», de los trabajos repentinos de la junta de salud y de las entrevistas con los médicos.

Durante todo el día, mientras realizaba la rutina de la oficina, la extraña sensación de este nuevo poder luchó con la razón y el sentido común. Incluso probé algunos «deseos» furtivos, a modo de prueba: deseé que la papelera se cayera, que el tintero se llenara solo; pero no lo hicieron.

Deseché la idea como una tontería, hasta que vi esos periódicos y escuché a la gente contar historias peores. Una cosa decidí de inmediato: no decírselo a nadie.

—Nadie me creería si lo hiciera —me dije a mí misma—. Y no les daré la oportunidad. De todos modos, me he enfocado en perros y gatos... y en caballos.

Mientras observaba a los caballos en el trabajo esa tarde, y pensaba en todos sus sufrimientos desconocidos por los establos abarrotados de la ciudad, el mal aire y la comida insuficiente, y por la tensión desgastante de los pavimentos en clima húmedo y helado, decidí intentarlo de nuevo con los caballos.

—Deseo —dije lenta y cuidadosamente, pero con una intensidad fija de propósitos—, que cada dueño de caballo, cuidador, arrendador, conductor o jinete, pueda sentir lo que siente el caballo cuando sufre en nuestras manos. Que lo sienta aguda y constantemente hasta que el caso esté reparado.

No pude verificar este intento durante algún tiempo; pero el efecto fue tan general que pronto se habló mucho de él; y esta «nueva ola de sentimiento humano» pronto elevó el estatus de los caballos en nuestra ciudad. También disminuyeron sus números. La gente empezó a preferir los camiones de motor, lo cual era algo muy bueno.

Ahora me sentía bastante segura, y guardé mi seguridad para mí misma. También comencé a hacer una lista de mis acariciados rencores, con una fina sensación de poder y placer.

—Debo tener cuidado —me dije—; mucho cuidado, y, sobre todas las cosas, adecuar el castigo al delito.

Lo siguiente que me vino a la mente fue la aglomeración del metro; tanto las personas que se amontonan porque tienen que hacerlo, como las personas que las producen.

—No debo castigar a nadie por lo que no puede evitar —reflexioné—. Pero cuando es pura mezquindad…

Entonces pensé en los accionistas remotos, en los directores más inmediatos, en los funcionarios dolorosamente prominentes y en los empleados insolentes, y me puse manos a la obra.

—También podría hacer un buen trabajo mientras esto dure —me dije—. Es toda una responsabilidad, pero muy divertida.

Y deseaba que todas las personas responsables del estado de nuestros subterráneos se vieran misteriosamente obligadas a subir y bajar de ellos continuamente durante las horas pico. Este experimento lo observé con gran interés, pero pude ver poca diferencia. Había algunas personas mejor vestidas entre la multitud, eso era todo. Así que llegué a la conclusión de que el público en general era el principal culpable y llevaba su castigo diario sin saberlo.

Para los guardias insolentes y los vendedores de boletos estafadores que te dan cambio corto, muy lentamente, cuando estás bailando en un pie y tu tren está allí, simplemente deseaba que pudieran sentir el dolor que sus a víctimas les gustaría infligirles.

Luego deseé cosas similares para todo tipo de corporaciones y funcionarios. Funcionó. Funcionó asombrosamente. Hubo un súbito avivamiento en todo el país. Los huesos secos traquetearon y se incorporaron. Las juntas directivas, que ya tenían suficientes problemas, se vieron agravadas por innumerables comunicaciones de accionistas repentinamente sensibles.

En los molinos, las casas de moneda y los ferrocarriles, las cosas empezaron a mejorar. El país zumbó. Los diarios engordaron. Las iglesias se levantaron y se atribuyeron el mérito. Yo estaba indignada por esto; y, después de una breve consideración, deseé que cada ministro predicara a su congregación exactamente lo que creía y lo que pensaba de ellos.

Asistí a seis servicios el domingo siguiente, de unos diez minutos cada uno, durante dos sesiones. Fue de lo más divertido. Inmediatamente se vaciaron mil púlpitos, se rellenaron, se volvieron a vaciar, y así sucesivamente, semana tras semana. La gente empezó a ir a la iglesia; pero hubo cierta indignación. Siempre habían supuesto que los ministros los tenían en mayor consideración de lo que ahora parecía ser el caso.

Uno de mis rencores más antiguos era contra la gente de los coches cama; y ahora comencé a considerarlos. Cuántas veces había sonreído y soportado, junto con otros miles, sometiéndome impotente. Este es el ferrocarril, un transporte público, y tienes que usarlo. Usted paga por su transporte una buena suma redonda. Pero si desea permanecer en el coche cama durante el día, le cobran otros dos dólares y medio por el privilegio de sentarse allí, mientras que pagó por un asiento cuando compró su boleto. Ese asiento ahora se vende a otra persona, ¡vendido dos veces!

Cinco pesos por veinticuatro horas en un espacio de seis pies por tres por tres de noche y un asiento de día; veinticuatro de estos privilegios en un carro –$120 por día por el alquiler del carro– y los pasajeros a pagar al portero, además. Eso genera $44,800 al año.

Los coches cama son caros de construir, dicen. También lo son los hoteles; pero no cobran a esa tasa. Ahora, ¿qué podría hacer para desquitarme? Nada podría devolver los dólares a los millones de bolsillos; pero este hermoso proceso podría detenerse ahora. ¡Así que deseé que todas las personas que se beneficiaron de esta actuación sintieran una vergüenza tan aguda que hicieran pública confesión y disculpa y, como restitución parcial, ofrecieran su riqueza para promover la causa de los ferrocarriles libres!

Entonces me acordé de los loros. Fue una suerte, porque mi ira se encendió de nuevo. Fue realmente genial, ya que traté de determinar la responsabilidad y ajustar las sanciones. ¡Pero loros! ¡Cualquier persona que quiera tener un loro debe irse a vivir a una isla sola con su conversador preferido!

Había un loro enorme y graznante justo enfrente mío que sumaba sus gritos ásperos y sin sentido a los males más necesarios de otros ruidos. También tenía una tía con un loro. Era una persona rica, ostentosa, que había sido hija única y heredó su dinero. El tío Joseph odiaba al pájaro, pero eso no supuso ninguna diferencia para la tía Mathilda.

No me caía bien esta tía, y no quería visitarla, no fuera que pensara que me estaba fijando en su dinero; pero después de haber deseado este deseo, llamé a la hora fijada para que mi maldición obrara; y funcionó con creces. Allí estaba sentado el pobre tío Joe, más delgado y manso que nunca; y mi tía, como una ciruela demasiado madura, bastante complaciente.

—¡Déjame salir! —dijo Polly de repente—. ¡Déjame salir a dar un paseo!

—¡Qué cosa inteligente! —dijo tía Mathilda—. Nunca dijo eso antes.

Ella lo dejó salir. Luego se subió a la araña y se sentó entre los prismas, bastante seguro.

—¡Qué vieja cerda eres, Mathilda! —dijo el loro.

Ella se puso de pie, naturalmente.

—Nacida como una cerda, entrenado como una cerda, ¡un cerda por naturaleza y educación! —dijo el loro—. Nadie te aguantaría, excepto por tu dinero; a menos que sea este sufrido esposo tuyo. ¡No lo haría, si no tuviera la paciencia de Job!

—¡Cierra ese pico! —gritó tía Mathilda—. ¡Baja de ahí! ¡Ven aquí!

Polly ladeó la cabeza e hizo tintinear los prismas.

—¡Siéntate, Mathilda! —dijo alegremente—. Tienes que escuchar. Eres gorda, fea y egoísta. Eres una molestia para todos los que te rodean. Tienes que alimentarme y cuidarme mejor que nunca, y tienes que escucharme cuando hablo. ¡Cerda!

Visité a otra persona con un loro al día siguiente. Puso un paño sobre su jaula cuando entré.

—¡Llévatelo! —dijo Polly.

Ella se lo quitó.

—¿No quieres pasar a la otra habitación? —me preguntó, nerviosa.

—¡Mejor quédate aquí! —dijo su mascota—. ¡Siéntate quieta, siéntate quieta!

Ella se quedó quieta.

—Tu cabello es mayormente postizo —dijo el loro—. Y tus dientes... y tus contornos. Comes demasiado. Eres una vaga. Deberías hacer ejercicio. ¡Mejor discúlpate con esta señora por murmurar! Tienes que escuchar.

El comercio de loros cayó desde ese día; dicen que no hay mercado para ellos. Pero las personas que criaban loros los mantienen todavía: los loros viven mucho tiempo.

Los aburridos eran una clase de delincuentes contra los que había sentido una enemistad eterna. Ahora me froté las manos y comencé con ellos con este simple deseo: que cada persona a la que aburrieran les dijera la pura verdad.

Hay un hombre a quien tengo especialmente en mente. Fue excluido de un club agradable, pero continúa yendo allí. Él no es miembro, simplemente va y nadie hace nada. Fue muy divertido después de esto. Apareció esa misma noche en una reunión y casi todos los presentes le preguntaron cómo había llegado allí.

—No eres miembro, lo sabes —dijeron—. ¿Por qué te metes? A nadie le gustas.

Algunos fueron más indulgentes.

—¿Por qué no aprendes a ser más considerado y haces verdaderos amigos? —dijeron—. Consigue amigos que disfruten de tus visitas, que de hecho son una molestia pública.

Desapareció de ese club.

Empecé a sentirme muy arrogante. En el negocio de alimentos ya había una marcada mejoría; y en el transporte. El alboroto de la reforma se hacía cada día más fuerte, impulsada por los sufrimientos desconocidos de todos los aprovechados por la iniquidad.

Los periódicos prosperaron con todo esto; y mientras observaba las protestas en voz alta de mi abominación favorita, el periodismo, tuve una idea brillante, literalmente.

A la mañana siguiente llegué temprano al centro de la ciudad y observé cómo los hombres abrían sus periódicos. Mi abominación fue vergonzosamente popular, y nunca tanto como esta mañana. En la parte superior estaba impreso en letras doradas:

Toda mentira intencional, en adv., editorial, noticias, o cualquier otra columna; escarlata.
Todo asunto malicioso, carmesí.
Todos los errores por descuido o ignorancia, rosa.
Todo por el interés del propietario, verde oscuro.
Todo mero cebo: vender el periódico, verde brillante.
Toda la publicidad, primaria o secundaria, marrón.
Todo asunto sensacionalista y lascivo, amarillo.
Toda la hipocresía contratada, púrpura.
Buena diversión, instrucción y entretenimiento, azul.
Noticias verdaderas y necesarias y editoriales honestas, impresión ordinaria.

Los periódicos fueron comprados como pan caliente durante algunos días; pero el negocio real cayó muy pronto. Lo habrían detenido todo si hubieran podido; pero los papeles parecían estar bien cuando salían de la imprenta. El esquema de color se encendía solo para el lector de buena fe.

Dejé que esto funcionara durante una semana, para inmensa alegría de todos los demás periódicos; y luego lo hice con ellos, todos a la vez. La lectura del periódico se volvió muy emocionante por un tiempo, pero el comercio se desvaneció. Incluso los editores no podían seguir alimentando un mercado como ese. Los impresos en azul y ordinarios crecieron de columna en columna y de página en página. Algunas publicaciones pequeñas, sin duda, pero refrescantes, comenzaron a aparecer solo en azul y negro.

Esto me mantuvo interesada y feliz durante bastante tiempo; tanto que me olvidé por completo de enfadarme por otras cosas. Hubo tal cambio en todo tipo de negocios solo siguiendo la mera impresión de la verdad en los periódicos. Empezó a parecer como si hubiéramos vivido en una especie de delirio, sin saber realmente los hechos acerca de nada. Tan pronto como supimos los hechos comenzamos a comportarnos de manera muy diferente, por supuesto.

Lo que realmente puso fin a todo mi disfrute fueron las mujeres. Siendo mujer, estaba naturalmente interesada en ellas y podía ver algunas cosas más claramente que los hombres. Vi su poder real, su dignidad real, su responsabilidad real en el mundo. La forma en que se visten y se comportan solía ponerme bastante frenética. Era como ver arcángeles jugando con pajas, o caballos reales usados como caballitos de balancín. Así que decidí ir tras ellas.

¡Cómo gestionarlo! ¡Qué golpear primero! Sus sombreros, sus sombreros feos, estúpidos, escandalosos, en eso es en lo que una piensa primero. Su ropa tonta y cara, sus abalorios y joyas, su infantilismo codicioso, la mayoría de las mujeres provistas por hombres ricos.

Entonces pensé en todas las demás mujeres, las verdaderas, la gran mayoría, haciendo pacientemente el trabajo de sirvientas sin siquiera un salario de sirvienta, y descuidando los deberes más nobles de la maternidad en favor del servicio de la casa; el poder más grande de la tierra, ciego, encadenado, ignorante. Pensé en lo que podrían hacer en comparación con lo que hacían, y mi corazón se hinchó con algo que estaba lejos de la ira.

Entonces deseé, con todas mis fuerzas, que las mujeres, todas las mujeres, pudieran por fin realizar la Feminidad; su poder y orgullo y lugar en la vida; para que puedan ver su deber como madres del mundo: amar y cuidar a todos los vivos; para que puedan ver su suciedad a los hombres: elegir solo lo mejor, y luego dar a luz y criar mejores; ¡para que puedan ver su deber como seres humanos, y salir directamente a la vida plena, al trabajo y a la felicidad!

Me detuve, sin aliento, con los ojos brillantes. Esperé, temblando, a que sucedieran cosas.

No pasó nada.

Verás, esta magia que había caído sobre mí era magia negra, y yo había deseado la blanca.

No funcionó en absoluto y, lo que es peor, detuvo todas las otras cosas que funcionaban tan bien.

¡Oh, si se me hubiera ocurrido desear la permanencia de aquellos hermosos castigos! ¡Si tan solo hubiera hecho más mientras podía hacerlo, si hubiera apreciado la mitad de mis privilegios cuando yo era una bruja!

Charlotte Perkins Gilman (1860-1935)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Charlotte Perkins Gilman.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Charlotte Perkins Gilman: Cuando yo era una bruja (When I Was a Witch), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

luis dijo...

Hola Sebastián,espero estés bien a pesar del calor,el relato es exelente y engañoso,juega desde el principio con un pacto satánico que en realidad nunca se nos confirma,eso es interesante,la falta de confirmación, normalmente algo da a entender a la protagonista y al lector que esto es cierto,pero en este caso nada,no hay huellas de carnero ardiendo en el piso,no hay olor a azufre,una risa maquiavelica que la narradora escucha después de perder los poderes,exepto perderlos ella no sufre ninguna consecuencia,cómo bien lo aclaras en el resumen,yo creo y es mi humilde opinión que el relato describe un proceso mental parecido al de la creación de un tulpa,ella está tan enojada,resentida,cansada,de una sociedad de abusadores que no miran por el bien ajeno,que reúne esa rabia y frustración y lo proyecta a la realidad,en este caso no es bruja por un pacto o por conjuros o pociones,es bruja por un poder mental que se desata, por esto no pude rellenar de tinta un frasco,ella no está enojada con el frasco o la tinta,por este motivo falla la invocación,y por este motivo falla en la parte femenina,hay que notar que la autora inteligentemente formula el deseo hacia las mujeres,que ellas despierten y se den cuenta de su propio potencial,pero la narradora está tranquila y esperanzada,no furibunda y enojada con las mujeres,no sé trata de que los deseos causen bien o mal,lo importante es desde donde lo formula la protagonista,los periódicos por ejemplo causan bien no mal,pero ella lo formula al deseo desde su enojo e indignación,desde ya a un placer leer estos relatos y artículos tan interesantes,me quedo larga la carta,espero todo valla bien,un abrazo.Aclaro que esto no lo escribí con chatgpt,eso sí es satánico,una herramienta que le saca la inventiva al ser humano,así trabaja el mal en nuestros tiempos.

Sebastian Beringheli dijo...

Gracias por el saludo, Luis. Ufff... con calor creo que nada puede estar completamente bien.

Me parece interesantísima la idea del Tulpa. Funcionaría como una entidad autónoma, pero incapaz de seguir realizar ningún acto contrario a la fuerza que la creo en primer lugar. Compro la teoría.

Confío en que eres 100% humano.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Me parece que el ChatGPT se merece algún relato de terror, escrito por humanos.

Es curioso que esta bruja huya de los estereotipos a tan extremo, siendo una de las víctimas un gato negro.
Coincido en que el poder que llegó a tener funciona con la furia, que demuestra tener. Y castigando a otros, no premiándolos.
Por eso falló tanto, como para perder el poder, con ese deseo para las mujeres. Tal vez debió desear castigos para los hombres que se oponen a esos objetivos de las mueres. Pero nadie le explicó como usar su poder.

Me gusta la idea del tulpa.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.