«El templo del Faraón Negro»: Robert Bloch; relato y análisis.


«El templo del Faraón Negro»: Robert Bloch; relato y análisis.




El templo del Faraón Negro (Fane of the Black Pharaoh) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1937 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en varias antologías; entre ellas: Misterios del gusano (Mysteries of the Worm) y El Ciclo de Nyarlathotep (The Nyarlathotep Cycle).

El templo del Faraón Negro, uno de los cuentos de Robert Bloch menos conocidos, relata la historia del descubrimiento de la mítica tumba de Nephren-Ka, un faraón proscrito, borrado de los registros históricos, quien eliminó la adoración a los tradicionales dioses egipcios e instauró el culto sangriento de Nyarlathotep [ver: El nido de Nyarlathotep]

SPOILERS:

El templo del Faraón Negro narra la historia del Capitán Carteret, un oficial militar retirado que sirvió en Egipto durante la guerra [presumiblemente la Primera Guerra Mundial, dada la fecha de publicación del relato], cuyo nombre recuerda intencionalmente a Howard Carter [descubridor de la tumba de Tutankamón]. La historia comienza cuando un misterioso egipcio [genérico y anónimo] se acerca a Carteret en medio de la noche, afirmando que su «hermandad» ha descubierto la ubicación del legendario del templo-tumba de Nephren-Ka, «faraón de una dinastía desconocida» que renunció a los dioses egipcios e instauró el culto a Nyarlathotep [ver: Relatos de terror de momias]

Los brutales sacrificios implementados por Nephren-Ka provocaron una revuelta, y se dice que el infame Faraón Negro fue destronado. Su sucesor destruyó todos los vestigios del reinado anterior. Se demolieron los templos e ídolos de Nyarlathotep y se expulsaron a todos sus sacerdotes. Robert Bloch parece estar basándose en Akhenatón, el faraón que intentó introducir el monoteísmo en Egipto y cuyo nombre y obras se borraron después de su muerte. En cualquier caso, Carteret inicialmente no cree en las noticias que trae el egipcio. Incluso después de aceptar una invitación a conocer la tumba de Nephren-Ka, sospecha una trampa. Se pregunta por qué, si esta «hermandad» conserva la memoria de Nephren-Ka, tal como afirma el egipcio, no entran ellos mismos en el templo. La respuesta es conveniente: una profecía.

La hermandad ha preservado las profecías de Nephren-Ka, concedidas a él por Nyarlathotep; y entre ellas se encuentra una que habla de Carteret entrando en la tumba y aprendiendo sus secretos. Aunque sigue manteniendo su escepticismo, la curiosidad del Carteret lo supera y, tal como lo anuncia la profecía, accede a entrar en el templo-tumba. No hace falta decir que el templo no tiene nada bueno en su interior, al menos no para Carteret.

Es interesante mencionar que, dentro del ámbito del relato pulp. el arqueólogo promedio solía ser retratado como una especie de científico aventurero. En El templo del Faraón Negro, Carteret palidece tan pronto como entra en la tumba de Nephren-Ka, y con muy buenas razones. La estupidez y la ambición personal lo han llevado a lo que evidentemente es una trampa. Sin embargo, supongo que la falta de lucidez de Carteret podría atribuirse al mesmerismo o control psíquico al que se hace referencia en la primera entrevista [se nos informa que el egipcio «asumió el total dominio psíquico de la situación»]. El destino de Carteret parece inevitable, pero Robert Bloch se toma su tiempo para llegar hasta ahí, tanto es así que el lector vacila. ¡Tal vez no lleguemos a una conclusión predecible después de todo! Pero, lamentablemente, todo termina como habíamos pensado: la profecía incluía el asesinato ritual de Carteret, y éste no hace mucho para evitarlo. Una parte de mí esperaba algún giro inprevisto, como Carteret asesinando al sacerdote de Nephren-Ka y de algún modo revirtiendo la profecía del Faraón Negro.

Apropiadamente para un relato publicado pocos meses después de la muerte de H.P. Lovecraft, El templo del Faraón Negro recoge y elabora algunas pistas dejadas por el flaco de Providence en El morador de las tinieblas (The Haunter of the Dark) sobre el Faraón Negro: Nephren-Ka [ver: «El Morador de las Tinieblas»: Lovecraft y el miedo a la pobrezaEl morador de las tinieblas es una historia meritoria por derecho propio, pero, en este caso, hay que mencionar que su protagonista, que no sobrevive a los eventos descritos, es un joven escritor llamado Robert Blake, quien es en realidad el propio Robert Bloch [ver: Ciclo Robert Blake: el día que H.P. Lovecraft y Robert Bloch se mataron mutuamente]. La muerte de Lovecraft en 1937 supuso un gran impacto para Robert Bloch, quien más tarde afirmaría que «una parte de mí murió con él».

Si bien fue uno de los discípulos preferidos de Lovecraft, Robert Bloch generalmente imprime su propio sello en sus relatos de los Mitos de Cthulhu. En El templo del Faraón Negro, por ejemplo, emplea el escenario, la tradición y los mitos egipcios para ir en una dirección diferente a la de Lovecraft, y creo que la historia es eficaz en ese aspecto. Aparte de Nyarlathotep, no hay elementos explícitamente egipcios utilizados por Lovecraft en los Mitos de Cthulhu. Su Bajo las pirámides (Under the Pyramids), escrito por encargo para Harry Houdini, por supuesto, está lleno de elementos de la tradición egipcia, pero no es una historia de los Mitos [ver: La conexión Lovecraft-Houdini]. En El templo del Faraón Negro, en cambio, Robert Bloch utiliza todos los recursos egipcios del manual y los combina eficazmente con una gran cantidad de elementos de los Mitos de Cthulhu, como el Necronomicón, Nyarlathotep, y el De Vermis Mysteriis [ver: De Vermis Misteriis, la biología extradimensional de los Mitos]

Una curiosidad cronológica: Lovecraft hizo que Nyarlathotep se levantara «de la oscuridad de veintisiete siglos», colocándolo así alrededor del año 800 a. C. En términos egipcios, eso es bastante tarde, unos trescientos años después del final del Imperio Nuevo. Todos los faraones de renombre [como Keops, Akhenatón y Ramsés II] reinaron mucho antes. Con toda su fascinación por las civilizaciones prehistóricas y el conocimiento antiguo, uno podría suponer que Lovecraft y Robert Bloch habrían preferido un faraón del amanecer, no del atardecer, del Antiguo Egipto.

Otra inconsistencia tiene que ver con el espacio físico de este templo-tumba de Nephren-Ka. Según se nos dice, antes de morir escribió en las paredes interiores todos los hechos importantes de la historia de Egipto, una especie de rigurosa profecía pictórica. Bien, también podríamos hacer algunas conjeturas sobre el tamaño que debería tener la tumba para tener paredes que muestren todos los eventos significativos hasta 1937, aunque es lícito suponer que las profecías van aún más allá.

Nephren-Ka [también conocido como el Faraón Negro] tiene algo de historia en los Mitos de Cthulhu. Fue un gobernante del Antiguo Egipto, cuyo nombre figura en las páginas del Necronomicón, quien entró en contacto con Nyarlathotep. Sin embargo, poco se sabe sobre él. Algunos sostienen que podría haber sido el último faraón de la Tercera Dinastía. Según la leyenda, Nephren-Ka era un poderoso hechicero y nigromante. Hizo un pacto con Nyarlathotep en la ciudad perdida de Irem y, a su regreso, revivió la adoración de ese dios en Egipto [algunos incluso lo consideraban un avatar de Nyarlathotep; de hecho, Faraón Negro es un epíteto tanto de Nephren-Ka como de Nyarlathotep] y gobernó como faraón. Durante su reinado florecieron los sacerdocios de Bast, Anubis y Sebek, a quienes el Faraón Negro veía simplemente como representaciones locales de antiguas entidades extradimensionales [ver: Seres Interdimensionales en los Mitos de Cthulhu]. También se le atribuye el descubrimiento del Trapezoedro Brillante.

Estos cambios en la tradición religiosa, así como el creciente número de sacrificios humanos, generaron descontento en la población, y poco después el pueblo de Egipto se rebeló. Al final, Sneferu, el fundador de la IV Dinastía [quien habría recibido ayuda de la diosa Isis], prevaleció sobre el Faraón Negro. Nephren-Ka se dirigió hacia la costa para escapar, pero las fuerzas enemigas lo aislaron. Sin embargo, en algún lugar cerca de lo que actualmente es El Cairo, el Faraón Negro y sus sacerdotes desaparecieron. Se ocultaron en una bóveda subterránea secreta. Desconcertado, Sneferu declaró muerto al Faraón Negro y eliminó el nombre de Nephren-Ka de todos los registros y monumentos.

En las profundidades de su templo-tumba, Nephren-Ka sacrificó cien víctimas a Nyarlathotep. A cambio de esta ofrenda, Nyarlathotep le otorgó el don de la profecía. Nephren-Ka pasó sus últimos días dibujando el futuro en las paredes de su tumba. La VI Dinastía vio el surgimiento de la reina Nitocris, quien revivió el culto a Nyarlathotep. Algunos dicen que otro [o tal vez el mismo] Nephren-Ka apareció al final de esa dinastía como hijo de Nitocris y Nyarlathotep. Sin embargo, no hay información sobre su reinado. Durante la Dinastía XVIII, Amenhotep IV encontró los restos de Nephren-Ka e invocó mágicamente al mago muerto. Nephren-Ka influyó sobre el joven faraón, convenciéndolo de transformar la religión tradicional en la adoración disfrazada de sus propios dioses. Nephren-Ka pronto se dio cuenta de que el momento de su resurgimiento no era el adecuado y regresó a su tumba, dejando que el reinado de Amenhotep IV cayera por su propio peso.

Nadie sabe qué pasó con los sacerdotes restantes del Faraón Negro. Algunos sostienen que emigraron al sur, otros que viajaron a Gran Bretaña, y una tercera opinión sostiene que permanecieron en Egipto practicando su culto en secreto. La tumba de Nephren-Ka también sigue siendo un misterio. Se ha sugerido que siete mil años después de su muerte, el Faraón Negro resucitará.




El templo del Faraón Negro.
Fane of the Black Pharaoh, Robert Bloch (1917-1994)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


—¡MENTIROSO! —dijo el capitán Carteret.

De frente a la luz de la lámpara, sonrió. El hombre moreno no se movió.

—Ese es un epíteto duro, effendi.

El hombre moreno frunció el ceño. El capitán Carteret contempló su semblante desgarrado como la medianoche.

—Uno merecido, creo —observó—. Considera los hechos. Llegas a mi puerta a medianoche, sin ser invitado y sin conocerte. Me cuentas una larga historia sobre bóvedas secretas debajo de El Cairo, y luego voluntariamente te ofreces a llevarme allí.

—Eso es correcto —asintió el árabe, suavemente. Se encontró con la mirada del erudito capitán con calma.

—¿Por qué debería creerte? —prosiguió Carteret—. Si tu historia es cierta, y posees un secreto tan manifiestamente absurdo, ¿por qué acudirías a mí? ¿Por qué no reclamar la gloria del descubrimiento tú mismo?

—Te lo dije, effendi —dijo el árabe—. Eso va en contra de la ley de nuestra hermandad. No está escrito que deba hacerlo. Y sabiendo de tu interés en estas cosas, vine a ofrecerte el privilegio.

—Viniste a obtener mi información; sin duda eso es lo que quieres decir —replicó el capitán ácidamente—. Ustedes, mendigos, tienen algunas formas endiabladamente inteligentes de obtener información clandestina, ¿no es así? Hasta donde yo sé, están aquí para averiguar cuánto he aprendido, para que ustedes y sus fanáticos matones puedan apuñalarme si sé demasiado.

—¡Ah! —el extraño oscuro de repente se inclinó hacia adelante y miró a la cara del hombre blanco—. Entonces admites que lo que te digo no es del todo extraño, ¿ya sabes algo de este lugar?

—Supongamos que si —dijo el capitán sin pestañear—. Eso no prueba que seas una guía filantrópica de lo que estoy buscando. Lo más probable es que quieras bombearme, como dije, luego deshacerte de mí y obtener los bienes para ti. No, tu historia es demasiado delgada. Ni siquiera me has dicho tu nombre.

—¿Mi nombre? —el árabe sonrió—. Eso no importa. Lo que importa es tu desconfianza hacia mí. Pero, dado que finalmente admitiste que sabes sobre la cripta de Nephren-Ka, tal vez pueda mostrarte algo que pueda probar mi propio conocimiento.

Metió una mano delgada debajo de su túnica y sacó un curioso objeto de metal negro y sin brillo. Lo arrojó casualmente sobre la mesa, de modo que quedó en un abanico de luz de lámpara. El capitán Carteret se inclinó hacia adelante y miró detenidamente la extraña cosa metálica. Su rostro delgado, generalmente pálido, ahora brillaba con una emoción no disimulada. Agarró el objeto negro con dedos temblorosos.

—¡El Sello de Nephren-Ka! —susurró. Cuando levantó los ojos hacia los inescrutables árabes una vez más, brillaron con una mezcla de incredulidad y creencia—. Es verdad, entonces, lo que dices —respiró el capitán—. Solo podrías obtener esto del Lugar Secreto; el Lugar de los Monos Ciegos donde Nephren-Ka une los hilos de la verdad.

—Entonces tú también has leído el Necronomicón. Carteret parecía atónito—. Pero solo hay seis versiones completas, y pensé que la más cercana estaba en el Museo Británico.

La sonrisa del árabe se amplió.

—Mi compatriota, Alhazred, dejó muchos legados entre su propia gente —dijo en voz baja—. Hay sabiduría disponible para todos los que saben dónde buscarla.

Por un momento hubo silencio en la habitación. Carteret miró fijamente al Sello negro, y el árabe lo escrutó a su vez. Los pensamientos de ambos estaban muy lejos. Por fin, el anciano blanco, delgado, levantó la vista con una rápida mueca de determinación.

—Creo en tu historia —dijo—. Guíame.

El árabe, con un satisfecho encogimiento de hombros, se sentó, espontáneamente, al lado de su anfitrión. A partir de ese momento asumió el completo dominio psíquico de la situación.

—Primero, debes decirme lo que sabes —ordenó—. Entonces revelaré el resto.

Carteret, inconsciente del dominio del otro, obedeció. Le contó su historia al extraño de una manera abstracta, mientras sus ojos nunca se desviaron del críptico amuleto negro sobre la mesa. Era casi como si estuviera hipnotizado por el extraño talismán. El árabe no dijo nada, aunque había un alegre regodeo en sus ojos fanáticos.

Carteret habló de su juventud; de su servicio en tiempos de guerra en Egipto y posterior estación en Mesopotamia. Fue aquí donde el capitán se interesó por primera vez en la arqueología y los sombríos reinos de lo oculto que la rodean. Desde el vasto desierto de Arabia habían llegado historias intrigantes tan antiguas como el tiempo; fábulas furtivas de la mística Irem, ciudad del antiguo terror, y las leyendas perdidas de imperios desaparecidos. Había hablado con los derviches soñadores cuyas visiones de hachís revelaron secretos de días olvidados, y había explorado ciertas tumbas y madrigueras supuestamente habitadas por ghouls en las ruinas de un Damasco más antiguo de lo que la historia registrada conoce.

Con el tiempo, su jubilación lo había llevado a Egipto. Aquí, en El Cairo, había acceso a conocimientos aún más secretos. Egipto, tierra de espeluznantes maldiciones y reyes perdidos, siempre ha albergado locos mitos en sus sombras milenarias. Carteret había aprendido de sacerdotes y faraones; de oráculos antiguos, esfinges olvidadas, pirámides fabulosas, tumbas titánicas. La civilización no era más que una superficie de telaraña sobre el rostro durmiente del Misterio Eterno. Aquí, bajo las sombras inescrutables de las pirámides, los viejos dioses todavía acechaban en las viejas costumbres. Los fantasmas de Set, Ra, Osiris y Bubastis acechaban en los caminos del desierto; Horus, Isis y Sebek todavía moraban en las ruinas de Tebas y Menfis, o en las tumbas desmoronadas debajo del Valle de los Reyes.

En ninguna parte había sobrevivido el pasado como en el Egipto eterno. Con cada momia, los egiptólogos descubrían una maldición; la resolución de cada antiguo secreto simplemente descubría un enigma más profundo y desconcertante. ¿Quién construyó los pilones de los templos? ¿Por qué los antiguos reyes erigieron las pirámides? ¿Cómo hacían tales maravillas? ¿Seguían siendo potentes sus maldiciones? ¿Dónde desaparecieron los sacerdotes de Egipto?

Estas y otras mil preguntas sin respuesta intrigaron la mente del Capitán Carteret. En su nuevo ocio, leía y estudiaba, hablaba con científicos y sabios. Siempre la búsqueda del conocimiento primitivo lo atrajo hacia bordes más oscuros; sólo podía saciar su alma sedienta con secretos más extraños y descubrimientos más peligrosos.

Muchas de las autoridades de renombre que conocía estaban abiertas en su opinión de que no era bueno que los entrometidos hurgaran demasiado bajo la superficie. Las maldiciones se habían hecho realidad con desconcertante prontitud, y las profecías se habían cumplido con creces. No era bueno profanar los santuarios de los antiguos dioses oscuros que aún moraban en la tierra. Pero el terrible atractivo de lo olvidado y lo prohibido era un virus palpitante en la sangre de Carteret. Cuando escuchó la leyenda de Nephren-Ka, naturalmente investigó.

Nephren-Ka, según el conocimiento autorizado, era simplemente una figura mítica. Se suponía que había sido un faraón de una dinastía desconocida, un sacerdotal usurpador del trono. Las fábulas más comunes sitúan su reinado en tiempos casi bíblicos. Se decía que había sido el último y más grande de ese culto egipcio de sacerdotes-hechiceros que durante un tiempo transformó la religión reconocida en algo oscuro y terrible. Este culto, dirigido por los archi-hierofantes de Bubastis, Anubis y Sebek, veía a sus dioses como los representantes de los Seres Ocultos reales: monstruosos hombres-bestia que se arrastraron por la Tierra en los días primitivos. Rindieron culto al Anciano, conocido en el mito como Nyarlathotep, el Mensajero Poderoso. Se decía que esta abominable deidad confería poderes de hechicero al recibir sacrificios humanos; y mientras los malvados sacerdotes reinaban, transformaron temporalmente la religión de Egipto en un caos sangriento. Con la antropomancia y la necrofilia buscaban terribles bendiciones de sus demonios.

La historia cuenta que Nephren-Ka, en el trono, renunció a toda religión excepto a la de Nyarlathotep. Buscó el poder de la profecía y construyó templos para el Simio Ciego de la Verdad. Sus sacrificios absolutamente atroces finalmente provocaron una revuelta, y se dice que el infame faraón finalmente fue destronado. Según este relato, el nuevo gobernante y su pueblo destruyeron inmediatamente todos los vestigios del reinado anterior, demolieron todos los templos e ídolos de Nyarlathotep y expulsaron a los malvados sacerdotes que prostituyeron su fe a los carnívoros Bubastis, Anubis y Sebek. Luego se enmendó el Libro de los Muertos para eliminar todas las referencias al faraón Nephren-Ka y sus cultos malditos.

Así, argumenta la leyenda, la fe furtiva se perdió para la historia respetable. En cuanto al propio Nephren-Ka, se da un relato extraño de su final.

Corría la historia de que el faraón destronado huyó a un lugar adyacente a lo que ahora es la ciudad moderna de El Cairo. Aquí tenía la intención de embarcarse con sus seguidores restantes hacia una «isla hacia el oeste». Los historiadores creen que esta isla era Gran Bretaña, donde se asentaron algunos de los sacerdotes que huían de Bubastis.

Pero el Faraón fue atacado y rodeado, su escape, bloqueado. Fue entonces cuando construyó una tumba subterránea secreta, en la que hizo que él y sus seguidores fueran enterrados vivos. Con él, en esta vivisepultura, tomó todo su tesoro y secretos mágicos, para que nada quedara para que sus enemigos aprovecharan. Sus devotos restantes idearon tan hábilmente esta cripta secreta que los atacantes nunca pudieron descubrir el lugar de descanso del Faraón Negro.

Así descansa la leyenda. Según la moneda común, la fábula fue transmitida por los pocos sacerdotes que quedaron en la superficie para sellar el lugar secreto; se creía que ellos y sus descendientes habían perpetuado la historia y la antigua fe del mal.

Siguiendo esta historia tan insólita, Carteret se adentró en los viejos tomos de la época. Durante un viaje a Londres, tuvo la suerte de que se le permitiera inspeccionar el Necronomicón arcaico y profano de Abdul Alhazred. Uno de sus amigos influyentes en el Ministerio del Interior, al enterarse de su interés, logró obtener para él una parte del malvado y blasfemo De Vermis My steriis de Ludvig Prinn, conocido más familiarmente por los estudiantes de arcanos recónditos como Misterios del Gusano. Aquí, en ese capítulo muy discutido sobre el mito oriental titulado Rituales sarracenos, Carteret encontró elaboraciones aún más concretas del cuento de Nephren-Ka.

Prinn, que se asoció con los videntes y profetas medievales de la época sarracena en Egipto, dio mucha importancia a las insinuaciones susurradas de los nigromantes y adeptos alejandrinos. Conocían la historia de Nephren-Ka y se referían a él como el Faraón Negro.

El relato de Prinn sobre la muerte del faraón era mucho más elaborado. Afirmó que la tumba secreta yacía directamente debajo de El Cairo mismo. Insinuó la supervivencia del culto en los cuentos populares; habló de un grupo renegado de descendientes cuyos antepasados sacerdotales habían enterrado vivos al resto. Se decía que perpetuaban la mala fe y actuaban como guardianes del Nephren-Ka muerto y sus hermanos enterrados, para que algún intruso no descubriera y violara su lugar de descanso. Después del ciclo regular de siete mil años, el Faraón Negro y su banda se levantarían una vez más y restaurarían la oscura gloria de la antigua fe.

La cripta en sí, si hemos de creer a Prinn, era un lugar de lo más insólito. Los sirvientes y esclavos de Nephren-Ka le habían construido un poderoso sepulcro, y las madrigueras estaban llenas del rico tesoro de su reinado. Todas las imágenes sagradas estaban allí, y los libros enjoyados de sabiduría esotérica reposaban dentro.

De manera más peculiar, el relato se detuvo en la búsqueda de Nephren-Ka de la Verdad y el Poder de la Profecía. Se dijo que antes de morir en la oscuridad conjuró la imagen terrenal de Nyarlathotep en un gigantesco sacrificio final; y que el dios le concedió sus deseos. Nephren-Ka se había parado ante las imágenes del Mono Ciego de la Verdad y había recibido el don de la adivinación sobre los cuerpos ensangrentados de cien víctimas voluntarias. Entonces, como en una pesadilla, Prinn cuenta que el Faraón sepultado vagó entre sus compañeros muertos e inscribió en las paredes retorcidas de su tumba los secretos del futuro. En imágenes e ideografías, escribió la historia de los días venideros, deleitándose en el conocimiento omnisciente hasta el final. Garabateó los destinos de los reyes venideros; pintó los triunfos y las condenaciones de los imperios no nacidos.

Entonces, cuando la oscuridad de la muerte envolvió su vista y la parálisis le arrancó el cepillo de los dedos, se retiró en paz a su sarcófago y allí murió.

Esto dijo Ludvig Prinn, el que se asoció con antiguos videntes. Nephren-Ka yacía en sus madrigueras enterradas, custodiado por el culto sacerdotal que aún sobrevivía en la Tierra, y además protegido por encantamientos en su tumba. Había cumplido sus deseos al final: había conocido la Verdad y había escrito la tradición del futuro en las paredes ensombrecidas de su propia catacumba.

Carteret había leído todo esto con emociones encontradas. ¡Cómo le gustaría encontrar esa tumba, si es que existiera! ¡Revolucionaría la antropología, la etnología!

Por supuesto, la leyenda tenía sus puntos absurdos. Carteret, a pesar de toda su investigación, no era supersticioso. No creía las tonterías falsas sobre Nyarlathotep o el culto sacerdotal. Esa parte sobre el don de la profecía era pura tontería.

Tales cosas eran comunes. Hubo muchos sabios que intentaron demostrar que las pirámides, en su construcción geométrica, eran profecías arqueológicas y arquitectónicas de los días venideros. Con habilidad elaborada y convincente, intentaron mostrar que, interpretadas simbólicamente, las grandes tumbas contenían la clave de la historia, que alegóricamente predecían la Edad Media, el Renacimiento, la Gran Guerra.

Esto, creía Carteret, era basura. Y la noción completamente absurda de que un fanático moribundo había sido dotado con poder profético y garabateado la historia futura del mundo en su tumba como un último gesto antes de la muerte, era imposible de tragar.

Sin embargo, a pesar de su actitud escéptica, el capitán Carteret quería encontrar la tumba, si es que existía. Había regresado a Egipto con esa intención, y de inmediato se puso a trabajar. Hasta ahora tenía una serie de pistas. Si la maquinaria de su investigación no colapsaba, era solo cuestión de días antes de que descubriera la entrada real al lugar mismo. Luego tenía la intención de obtener la ayuda gubernamental adecuada y hacer público su descubrimiento a todos.

Esto es lo que le dijo al árabe silencioso que había salido de la noche con una extraña propuesta y una extraña credencial: el sello del Faraón Negro, Nephren-Ka.

Cuando Carteret terminó su resumen, miró interrogativamente al extraño moreno.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Sígueme —dijo el otro, cortésmente—. Te llevaré al lugar que buscas.

—¿Ahora? —jadeó Carteret.

El otro asintió.

—Pero, ¡es demasiado repentino! Quiero decir, todo el mosaico es como un sueño. Sales de la noche, espontáneo y desconocido, me muestras el Sello y amablemente me ofreces concederme mis deseos. ¿Por qué? No tiene sentido.

—Esto tiene sentido.

El árabe señaló el Sello negro.

—Sí —admitió Carteret—. Pero, ¿cómo puedo confiar en ti? ¿Por qué debo irme ahora? ¿No sería más prudente esperar y obtener el apoyo de las autoridades correspondientes? ¿No habrá necesidad de excavar? ¿No hay instrumentos necesarios?

—No.

El otro abrió las palmas de las manos hacia arriba.

—Mira —la sospecha de Carteret se cristalizó en su tono cortante—. ¿Cómo sé que esto no es una trampa? ¿Por qué deberías venir a mí de esta manera? ¿Quién diablos eres?

—Paciencia —el moreno sonrió—. Te lo explicaré todo. He escuchado tus relatos de la leyenda con gran interés, y aunque tus hechos son claros, tu propia visión de ellos está equivocada. La leyenda de la que te has enterado es verdadera, toda. Nephren-Ka escribió el futuro en las paredes de su tumba cuando murió, poseía el poder de la adivinación, y los sacerdotes que lo enterraron formaron un culto que sobrevivió.

—¿Sí? —Carteret quedó impresionado a pesar de sí mismo.

—Yo soy uno de esos sacerdotes.

Las palabras se clavaron como espadas en el cerebro del hombre blanco.

—No pareces tan sorprendido. Es la verdad. Soy un descendiente del culto original de Nephren-Ka, uno de esos iniciados internos que han mantenido viva la leyenda. Adoro el Poder que recibió el Faraón Negro, y adoro al dios Nyarlathotep, quien le otorgó ese poder. Para nosotros, los creyentes, la verdad más sagrada se encuentra en los jeroglíficos inscritos por el faraón dotado divinamente antes de morir. Es por nuestra creencia que te he buscado. Porque dentro de la cripta secreta del Faraón Negro está escrito en las paredes del futuro que descenderás allí.

—¿Quieres decir —jadeó Carteret— que esas imágenes me muestran descubriendo el lugar?

—Si —asintió el hombre oscuro—. Es por eso que vine a ti espontáneamente. Vendrás conmigo y cumplirás la profecía esta noche, como está escrito.

—¿Y si no voy? —dijo el Capitán Carteret—. ¿Qué pasa con tu profecía entonces?

El árabe sonrió.

—Vendrás —dijo—. Tú lo sabes.

Carteret se dio cuenta de que era así. Nada podría mantenerlo alejado de este asombroso descubrimiento. Un pensamiento lo golpeó:

—Si esta pared realmente registra los detalles del futuro —comenzó—, quizás puedas contarme un poco sobre mi propia historia venidera. ¿Este descubrimiento me hará famoso? ¿Regresaré nuevamente al lugar? ¿Está escrito que sea yo quien saque a la luz el secreto de Nephren-Ka?

El hombre oscuro parecía serio.

—Eso no lo sé —admitió—. Me olvidé de decirte algo sobre los Muros de la Verdad. Mi antepasado, el primero que descendió al lugar secreto después de haber sido sellado, el primero que vio la obra de la profecía, hizo una cosa necesaria. Considerando que tal sabiduría no para los mortales menores, cubrió piadosamente las paredes con un tapiz. Así nadie podría mirar el futuro demasiado lejos. A medida que pasaba el tiempo, el tapiz se retiraba para seguir el ritmo de los acontecimientos reales de la historia, y siempre han coincidido con el jeroglíficos. A través de los siglos, siempre ha sido el deber de un sacerdote descender a la tumba secreta cada día y retirar el tapiz para revelar los eventos del día siguiente. Durante mi vida, esa es mi misión. Mis compañeros dedican su tiempo a los necesarios ritos de adoración en lugares ocultos. Yo solo desciendo diariamente por el pasadizo oculto y descorro la cortina de los Muros de la Verdad. Cuando muera, otro tomará mi lugar. No nos preocupamos minuciosamente por cada evento individual; simplemente aquellos que afectan la historia y el destino de Egipto mismo. Hoy, amigo mío, se reveló que debes descender y entrar en el lugar de tu deseo. No puedo decir lo que te depara el mañana, hasta que se corra el telón una vez más.

Carteret suspiró.

—Entonces supongo que no tengo otra opción.

Su entusiasmo estaba mal disimulado. El hombre oscuro observó esto de inmediato y sonrió con cinismo mientras se dirigía a la puerta.

—Sígueme —ordenó.

Aquel paseo por las calles iluminadas por la luna de El Cairo se desdibujó en un sueño caótico. Su guía lo condujo a laberintos de sombras amenazantes; deambularon por los barrios nativos y atravesaron un laberinto de callejones y vías públicas desconocidas. Carteret caminó mecánicamente tras los talones del extraño moreno, sus pensamientos ávidos por el gran triunfo que se avecinaba.

Apenas notó su paso por un patio lúgubre; cuando su compañero se detuvo frente a un pozo antiguo y presionó un nicho que revelaba el pasaje debajo, lo siguió como algo natural. De alguna parte el árabe había sacado una linterna. Su débil haz casi rebotó en la oscuridad del túnel de tinta.

Juntos descendieron mil escalones hacia la eterna oscuridad debajo. Como un ciego, Carteret tropezó hacia las profundidades de tres mil años.

Entraron en el templo-tumba de Nephren-Ka. A través de las puertas de plata pasó el sacerdote, seguido por su aturdido compañero. Carteret se encontró en una amplia cámara, cuyas paredes con nichos estaban cubiertas de sarcófagos.

—Tienen las momias de los sacerdotes y sirvientes enterrados —explicó su guía.

Extraños eran los casos de momias de los seguidores de Nephren-Ka, no como los conocidos por la egiptología. Las cubiertas talladas no tenían características convencionales reconocidas como era la costumbre habitual; en cambio, presentaban los rostros extraños y sonrientes de demonios y criaturas de fábula. Los ojos enjoyados miraban burlonamente desde los rostros negros de las gárgolas engendradas en la pesadilla de un escultor. Desde todos los lados de la habitación esos ojos brillaban a través de las sombras; inmutables, omniscientes en este pequeño mundo de los muertos.

Carteret se agitó con inquietud. Ojos esmeralda de muerte, ojos rubí de malevolencia, orbes amarillos de burla; en todas partes lo confrontaron. Se alegró cuando su guía lo condujo al final, de modo que los incongruentes rayos de la linterna brillaron en la entrada más allá. Un momento después su alivio se disipó al ver un nuevo horror frente a él en la puerta interior.

Dos figuras gigantescas se arrastraban allí, guardando ambos lados de la entrada: dos monstruosas figuras trogloditas. Eran grandes gorilas; simios enormes tallados en piedra negra. Estaban de cara a la puerta, en cuclillas sobre poderosas ancas, con sus enormes y peludos brazos levantados en señal de amenaza. Sus rostros relucientes estaban brutalmente vivos; sonreían con los colmillos al descubierto, con un júbilo idiota. Y estaban ciegos, sin ojos.

Había una terrible alegoría en estas figuras que Carteret conocía muy bien. Los simios ciegos eran el Destino personificado; un destino descomunal y sin mente cuyos estúpidos y ciegos manoseos pisoteaban los sueños de los hombres y alteraban sus vidas. Así controlaban la realidad.

Estos eran los Monos Ciegos de la Verdad, según la antigua leyenda; los símbolos de los antiguos dioses adorados por Nephren-Ka.

Carteret pensó una vez más en los mitos y se estremeció. Si las historias eran ciertas, Nephren-Ka había ofrecido ese poderoso sacrificio final sobre el obsceno regazo de estos ídolos malvados; los ofreció a Nyarlathotep, y enterró a los muertos en los sarcófagos colocados aquí en los nichos. Luego había ido a su propio sepulcro interior.

El guía avanzó impasible más allá de las figuras amenazantes. Carteret, disimulando su consternación, comenzó a seguirlo. Por un momento, sus pies se negaron a cruzar ese umbral espantosamente custodiado hacia la habitación del otro lado. Miró hacia arriba, a los rostros sin ojos que miraban con lascivia desde alturas vertiginosas, con la sensación de que caminaba en reinos de pura pesadilla. Pero los enormes brazos le hicieron señas; los rostros ciegos se convulsionaron en una sonrisa de invitación burlona.

Las leyendas eran ciertas. La tumba existió. ¿No sería mejor dar marcha atrás ahora, buscar ayuda y regresar de nuevo a este lugar? Además, ¿qué terror insospechado no podría esconderse en los reinos más allá? ¿Qué horror engendrado en las sombras negras del sepulcro secreto de Nephren-Ka podía estar acechando? Su racionalidad lo instó a llamar al extraño sacerdote y retirarse a un lugar seguro. Pero la voz de la razón no era más que un susurro silencioso y sobrecogido en las inquietantes madrigueras del pasado. Este era un reino de sombras antiguas donde gobernaba el mal antiguo. Aquí lo increíble era real, y había una poderosa fascinación en el miedo mismo.

Carteret sabía que debía continuar; la curiosidad, la codicia, el ansia de conocimientos ocultos, todo lo impulsaba. Y los Monos Ciegos sonrieron en señal de desafío u orden.

El sacerdote entró en la tercera cámara, seguido de Carteret. Cruzando el umbral, se sumergió en un abismo de irrealidad.

La habitación estaba iluminada por braseros; su brillo bañó la enorme madriguera con una luminosidad ardiente. El Capitán Carteret, con la cabeza tambaleándose por el calor y las miasmas mefíticas del lugar, pudo ver toda la extensión de esta increíble caverna.

Aparentemente interminable, un vasto corredor se extendía en una pendiente descendente hacia la tierra más allá: un vasto corredor, completamente yermo, excepto por los parpadeantes braseros rojos a lo largo de las paredes. Sus reflejos llameantes proyectaban sombras grotescas que brillaban con una vida antinatural. Carteret sintió como si estuviera contemplando la entrada al mítico inframundo de la tradición egipcia.

—Aquí estamos —dijo su guía en voz baja.

El sonido inesperado de una voz humana fue sorprendente. Por alguna razón, eso asustó a Carteret más de lo que quería admitir; había caído en una vaga aceptación de estas escenas como parte de un sueño fantástico. Ahora, la claridad concreta de una palabra hablada solo confirmó una realidad inquietante.

Sí, aquí estaban, en el lugar de la leyenda, el lugar conocido por Alhazred, Prinn y todos los indagadores oscuros en la historia impía. La historia de Nephren-Ka era cierta y, de ser así, ¿qué pasaba con el resto de las declaraciones de este extraño sacerdote? ¿Qué hay de los Muros de la Verdad, en los que el Faraón Negro había grabado el futuro, había predicho el advenimiento del propio Carteret en el lugar secreto?

Como en respuesta a estos susurros internos, el guía sonrió.

—Vamos, capitán Carteret, ¿no desea examinar más de cerca las paredes?

El capitán no quiso examinar las paredes. No lo hizo. Si existieran confirmarían el espantoso horror que les dio ser. Si existieran significaría que toda la leyenda del mal era real; que Nephren-Ka, Faraón Negro de Egipto, había hecho sacrificios a los temibles dioses oscuros, y que estos habían respondido a su oración. El capitán Carteret no deseaba creer en abominaciones tan blasfemas como Nyarlathotep.

—¿Dónde está la tumba del mismísimo Nephren-Ka? —preguntó—. ¿Dónde están el tesoro y los libros antiguos?

El guía extendió un delgado dedo índice.

—Al final de este pasillo —exclamó.

Mirando hacia la infinidad de paredes iluminadas, Carteret realmente imaginó que sus ojos podían detectar un borrón oscuro de objetos en la penumbra.

—Vamos —dijo.

El guía se encogió de hombros. Se volvió y sus pies se movieron sobre el polvo aterciopelado.

Carteret lo siguió, como drogado.

—Los muros —pensó—. No debo mirar los muros. Los Muros de la Verdad. El Faraón Negro vendió su alma a Nyarlathotep y recibió el don de la profecía. Antes de morir aquí, escribió el futuro de Egipto en los muros. No debo mirar. No debo saber.

Luces rojas brillaban a ambos lados. Paso tras paso, luz tras luz. Resplandor, penumbra, resplandor, penumbra, resplandor.

Las luces llamaban, seducían, atraían.

—Míranos —ordenaban—. Mira, atrévete a verlo todo.

Carteret siguió a su conductor silencioso.

—¡Mira! —destellaban las luces.

Los ojos de Carteret se pusieron vidriosos. Su cabeza latía. El brillo de las luces era fascinante; hipnotizaron con su encanto.

—¡Mira!

¿Este gran salón nunca terminaría? No; había miles de pies por recorrer.

—¡Mira! —desafiaban las luces saltarinas.

Ojos de serpiente roja en la oscuridad subterránea; ojos tentadores, portadores de conocimiento negro.

—¡Mira! ¡Sabiduría! ¡Conoce! —parpadeaban las luces.

Ardieron en el cerebro de Carteret. ¿Por qué no mirar? ¿Por qué miedo? ¿Por qué? Su mente aturdida repitió la pregunta. Cada siguiente llamarada de fuego debilitó la pregunta.

Por fin, Carteret miró.

Pasaron minutos locos antes de que pudiera hablar. Luego murmuró con una voz audible solo para él.

—Cierto —susurró—. Todo cierto.

Observó el imponente muro a su izquierda iluminado por un resplandor rojo. Era un interminable tapiz tallado en piedra. El dibujo era tosco, en blanco y negro, pero asustaba. No se trataba de una ordinaria escritura pictórica egipcia; no estaba en el estilo fantástico y simbólico de los jeroglíficos. Esa era la parte terrible: Nephren-Ka era realista. Sus hombres parecían hombres, sus edificios eran edificios. Aquí no había nada más que una representación de la cruda realidad, y era terrible de ver.

Porque en el punto donde Carteret reunió por primera vez el valor suficiente para mirar, se quedó mirando un cuadro inconfundible que involucraba a cruzados y sarracenos.

¡Cruzados del siglo XIII, pero Nephren-Ka era polvo durante casi dos mil años!

Las imágenes eran pequeñas, pero vívidas y claras; parecían fluir sin esfuerzo en la pared, una escena mezclándose con otra como si hubieran sido dibujadas en una continuidad ininterrumpida. Era como si el artista no se hubiera detenido ni una sola vez durante su obra; como si hubiera procedido incansablemente a cubrir este gigantesco salón en un solo esfuerzo sobrenatural.

Eso era todo: ¡un solo esfuerzo sobrenatural!

Carteret no podía dudar. Era imposible creer que estos dibujos fueran inventados por algún grupo de artistas. Era el trabajo de un solo hombre. Y su horrible consistencia, la representación calculada de las fases más vitales e importantes de la historia egipcia no podría haber sido establecida en un orden tan preciso sino por una autoridad histórica o un profeta. Nephren-Ka había recibido el don de la profecía. Entonces...

Mientras reflexionaba con creciente temor, Carteret y su guía prosiguieron. Ahora que había mirado, una fascinación medusiana mantuvo los ojos del hombre en la pared. Figuras en llamas miraban con lascivia desde todos los lados.

Vio el surgimiento del Imperio Mameluco, miró a los déspotas y los tiranos del Este. No todo lo que vio le era familiar, pues la historia tiene sus páginas olvidadas. Además, las escenas cambiaban y variaban en casi cada paso, y era bastante confuso. Había una imagen intercalada con un motivo de la corte de Alejandría que representaba una catacumba debajo de la ciudad. Allí estaban reunidos varios hombres vestidos con túnicas que guardaban una curiosa similitud con el guía de Carteret. Estaban conversando con un hombre alto, de barba blanca, cuya figura toscamente dibujada parecía exudar un aura misteriosa de poder negro y siniestro.

—Ludvig Prinn —dijo el guía, en voz baja, notando la mirada de Carteret—. Se mezcló con nuestros sacerdotes, ¿sabes?

Por alguna razón, la representación de este vidente casi legendario conmovió a Carteret más profundamente que cualquier otro terror revelado hasta entonces. La inclusión casual del infame hechicero en la procesión de la historia real insinuaba cosas espantosas.

Sin embargo, con una especie de anhelo angustioso, sus ojos continuaron escudriñando las paredes mientras avanzaban hacia el extremo aún indeterminado de la larga cámara iluminada con luz roja en la que estaba enterrado Nephren-Ka. El guía —sacerdote, ahora, porque Carteret ya no dudaba— avanzó con suavidad, pero lanzó miradas furtivas al hombre blanco mientras abría el camino.

El Capitán Carteret caminó a través de un sueño. Sólo los muros eran reales: los Muros de la Verdad. Vio a los Otomanos levantarse y florecer, miró batallas olvidadas y reyes no recordados. A menudo se repetía en la secuencia una escena que representaba a los sacerdotes del propio culto furtivo de Nephren-Ka. Se les mostraba en medio del inquietante entorno de catacumbas y tumbas, ocupados en asuntos desagradables y placeres repugnantes. La cámara-película del tiempo avanzaba; el capitán Carteret y su compañero siguieron caminando. Las paredes contaban su historia.

Había una pequeña división que representaba a los sacerdotes conduciendo a un hombre con traje isabelino a través de lo que parecía ser una pirámide. Fue espeluznante ver al hombre con sus mejores galas retratado en medio de las ruinas del antiguo Egipto, y fue realmente terrible mirar, como un observador invisible, cuando un sacerdote sigiloso apuñaló al inglés en la espalda mientras se inclinaba sobre una momia.

Lo que impresionó a Carteret fue la infinidad de detalles en cada fragmento representado. Las facciones de todos los hombres eran casi fotográficamente exactas; el dibujo, aunque tosco, era realista. Incluso el mobiliario y el fondo de cada escena eran correctos. No había duda de la autenticidad de todo ello, ni de la veracidad implícita. Pero, lo que era peor, no cabía duda de que esta obra no podía haberla hecho ningún artista normal, por erudito que fuera, a menos que lo hubiera visto todo.

Nephren-Ka lo había visto todo en una visión profética, después de su sacrificio a Nyarlathotep.

Carteret miraba verdades inspiradas por un demonio.

Una y otra vez, hasta el fanático en llamas de adoración y muerte al final del salón, la historia progresó mientras caminaba. Ahora estaba mirando un período de la tradición egipcia que era casi contemporáneo. Apareció la figura de Napoleón.

La batalla de Abukir, la matanza de las pirámides, la caída de los jinetes mamelucos, la entrada a El Cairo.

Una vez más, una catacumba con sacerdotes. Y tres figuras, hombres blancos, ataviados con ropajes militares franceses de la época. Los sacerdotes los conducían a una sala roja. Los franceses fueron sorprendidos, vencidos, masacrados.

Era vagamente familiar. Carteret recordaba lo que sabía del encargo de Napoleón; había designado sabios y científicos para investigar las tumbas y pirámides. Se había descubierto la piedra de Rosetta y otras cosas. Era muy probable que los tres hombres mostrados se hubieran topado con un misterio que los sacerdotes de Nephren-Ka no querían que se revelara. Por lo tanto, habían sido atraídos a la muerte como lo mostraban las paredes. Era bastante familiar, pero había otra familiaridad que Carteret no podía ubicar.

Siguieron adelante, y los años se precipitaron en el panorama. Los turcos, los ingleses, Gordon, el saqueo de las pirámides, la Guerra Mundial. Y de vez en cuando, una imagen de los sacerdotes de Nephren-Ka y un extraño hombre blanco en alguna catacumba o bóveda. Siempre el hombre blanco moría. Todo era familiar.

Carteret miró hacia arriba y vio que él y el sacerdote estaban muy cerca de la oscuridad al final del gran salón de fuego. Sólo cien pasos más. El sacerdote, con la cara oculta en su albornoz, le hacía señas para que continuara.

Carteret miró la pared. Las imágenes estaban casi terminadas. Pero no, justo delante había una gran cortina de terciopelo carmesí en una rejilla del techo que se perdía en la oscuridad y reapareció de las sombras en el lado opuesto de la habitación.

—El futuro —explicó su guía.

Y el capitán Carteret recordó que el sacerdote le había contado cómo cada día descorría un poco la cortina para que el futuro se revelara siempre con un día de antelación. Recordó algo más y miró apresuradamente la última sección visible del Muro de la Verdad junto a la cortina. Jadeó.

¡Eso era cierto! ¡Casi como si se mirara en un espejo en miniatura, se encontró mirándose a sí mismo a la cara!

Línea por línea, rasgo por rasgo, postura por postura, él y el sacerdote de Nephren-Ka aparecían de pie, juntos, en esta cámara roja tal como estaban ahora.

La cámara roja. Familiaridad. El hombre isabelino con los sacerdotes de Nephren-Ka estaban en una catacumba cuando el hombre fue asesinado. Los científicos franceses estaban en una cámara roja cuando murieron. Otros egiptólogos posteriores habían sido mostrados en una cámara roja con los sacerdotes, y ellos también habían sido asesinados. ¡La cámara roja! ¡No familiaridad sino similitud! ¡Habían estado en esta cámara! Y ahora estaba aquí, con un sacerdote de Nephren-Ka. Los otros habían muerto porque sabían demasiado. ¿Demasiado sobre qué?

Una terrible sospecha comenzó a transformarse en una horrible realidad. Los sacerdotes de Nephren-Ka protegieron a los suyos. Esta tumba de sus líderes muertos era también su santuario, su templo. Cuando los intrusos tropezaron con el secreto, los atrajeron aquí y los mataron para que otros no aprendieran demasiado.

¿No había venido de la misma manera?

El sacerdote permaneció en silencio mientras contemplaba el Muro de la Verdad.

—Medianoche —dijo en voz baja—. Debo correr la cortina para revelar un día más antes de continuar. Usted expresó un deseo, capitán Carteret, de ver qué le depara el futuro. Ahora ese deseo le será concedido.

Con un amplio gesto echó la cortina hacia atrás a lo largo de la pared, solo un pie. Luego se movió rápidamente.

Una mano saltó del albornoz. Un cuchillo reluciente brilló en el aire, sacando fuego rojo de las lámparas, luego se hundió en la espalda de Carteret, sacando sangre aún más roja.

Con un solo gemido, el hombre blanco cayó. En sus ojos había una mirada de supremo horror, no nacido sólo de la muerte. Pues mientras caía, el Capitán Carteret leyó su futuro en los Muros de la Verdad, y confirmó una locura que no podía ser.

Cuando el Capitán Carteret murió, miró la imagen y se vio siendo acuchillado por el sacerdote de Nephren-Ka.

El sacerdote desapareció de la tumba silenciosa, justo cuando el último parpadeo de los ojos moribundos le mostró a Carteret la imagen de un cuerpo blanco e inmóvil, su cuerpo, que yacía muerto ante el Muro de la Verdad.

Robert Bloch (1917-1994)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Robert Bloch: El templo del Faraón Negro (Fane of the Black Pharaoh), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

Daniel Milano dijo...

Y pensar que en algún lugar de su correspondencia, Lovecraft se refiere al autor de esta joyita como "el chico Bloch"...

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Está bien logrado el horror cósmico, como el clima que va anunciando que era una trampa mortal, aunque el deseo de ver el futuro le fue concedido.
Y el relato confirma mi opinión de que el gran personaje, como el más temible, es Nyarlathotep. A diferencia de otros, no está atrapado y se mezcla entre los humanos, con temibles intenciones.

Daniel Milano dijo...

Coincido, Demiurgo.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.