«El extranjero del Kurdistán»: E. Hoffmann Price; relato y análisis.
El extranjero del Kurdistán (The Stranger from Kurdistan) es un relato de terror del escritor norteamericano E. Hoffmann Price (1898-1988), publicado originalmente en la edición de julio de 1925 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1967: Extraños portales (Strange Gateways).
El extranjero del Kurdistán, uno de los mejores cuentos de E. Hoffmann Price, relata la historia de un misterioso forastero que observa subrepticiamente una misa negra celebrada por los yazidíes, quien finalmente se revela como algo más que un mendigo.
SPOILERS.
El extranjero del Kurdistán de E. Hoffmann Price fue uno de los relatos que suscitó mayor controversia entre los lectores de Weird Tales. Originalmente, la historia presentaba un diálogo entre Cristo y Satanás, pero luego fue corregida. En la versión publicada, el extranjero que observa la abominable parodia de la misa cristiana es nada menos que Satanás, vestido humildemente, quien irrumpe en la ceremonia para negar a sus devotos. Weird Tales recibió muchas críticas por publicar este relato, y algunos lectores lo consideraron una blasfemia, pero también resultó ser muy popular y estimado por otros autores. De hecho, H.P. Lovecraft consideraba que El extranjero del Kurdistán era un cuento especialmente poderoso, y Farnsworth Wright, editor de Weird Tales, lo contaba entre las mejores historias publicadas en la revista.
Weird Tales, así como otras revistas pulp de la época, contienen muchas historias protagonizadas por demonios, incluso por Satanás y Lucifer; ciertamente más de las que vale la pena mencionar, aunque algunas se destacan. El extranjero del Kurdistán es una de ellas. Aquí, E. Hoffmann Price presenta un punto de vista completamente original: el diablo, en su forma yazidí como Melek Taus, se presenta de incógnito en una misa negra celebrada por sus devotos, y los rechaza, afirmando que aquellos ritos que pretenden homenajearlo al blasfemar a Cristo en realidad lo ofenden. El Nazareno, para el diablo, es un oponente digno al que se debe respetar.
En realidad, los yazidíes no eran adoradores del diablo. Adoraban a Melek Taus, un ángel que puede verse como una versión alternativa de Satanás. No obstante, durante muchos años fueron etiquetados como adoradores del demonio por los otomanos, siendo estos la fuente de la cual obtuvieron toda su información los ocultistas occidentales, como Helena Blavatsky, quienes luego serían consultados frecuentemente por los escritores pulp.
El extranjero del Kurdistán de E. Hoffmann Price serviría de inspiración, por ejemplo, para los yezidíes del Kurdistán mencionados por H.P. Lovecraft en El horror de Red Hook (The Horror at Red Hook) como una raza perversa y adoradora del diablo. Sin embargo, este pueblo ya había sido retratado del mismo modo por Robert W. Chambers en Los asesinos de almas (The Slayer of Souls); y posteriormente podemos encontrar el mismo concepto en No caven mi tumba (Dig Me No Grave), de Robert E. Howard.
El extranjero del Kurdistán de E. Hoffmann Price es un relato notable. Evita los lugares comunes en la utilización de la figura del demonio hasta ese entonces y, en cambio, lo sitúa bajo una luz completamente novedosa. Casi cien años después de su publicación uno puede entender perfectamente porqué causó tanta controversia en su época.
El extranjero del Kurdistán.
The Stranger from Kurdistan, E. Hoffmann Price (1898-1988)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Usted afirma que la demonolatría dejó de existir al final de la Edad Media, que el culto al diablo está extinto... No, no hablo de los yazidíes de Kurdistán, que afirman que el Maligno es tan digno de adoración como Dios, ya que, en virtud de la dualidad de todas las cosas, el bien no podría existir sin su antítesis, el mal; hablo más bien de un culto al diablo que existe hoy, en este siglo XX, en la Europa cristiana civilizada; secreto, escondido, sin embargo, bastante real; un culto basado en una perversión sacrílega del ritual de la iglesia... ¿Cómo lo sé? Eso está al margen de la pregunta; baste decir que sé lo que sé.
Tan alta era la torre de Semaxii que parecía acariciar las mismas estrellas; tan profundamente arraigados estaban sus cimientos que había más de su gran masa debajo de la tierra que arriba. Bañada por la luz de la luna estaba su cresta; envuelta en siete velos de oscuridad estaba su pesada base. Tan vieja como las pirámides era este gran montón de granito que tomó su nombre de la ciudad en ruinas, de igual antigüedad, que se extendía a sus pies.
Una forma oscura se acercó, avanzando velozmente a través de las ruinas empapadas de penumbra, una oscuridad entre las sombras, un fantasma que se movía con siniestra certeza.
De repente, la sombra se detuvo y, en su inmovilidad, se convirtió en parte de la oscuridad circundante. Otras formas menores pasaron, deslizándose silenciosamente hacia la cavernosa entrada de Semaxii, desapareciendo en sus oscuras profundidades. Y todos desconocían la forma que los había mirado desde su posición ventajosa.
Una nube se partió. Un rayo de luz de luna se abrió paso a través de las sombras cimerias, disolviéndolas, salvo una, la más oscura; y esta sombra más oscura se reveló como la forma alta de un hombre envuelto en una capa negra y con un sombrero alto de seda.
Otra grieta en las nubes; más luz, que ahora revelaba tanto los rasgos como la forma del extraño sombrío; rasgos altivos con nariz como el pico de un ave de rapiña; el ojo frío y despiadado de un ídolo azteca; labios delgados, caídos a la sombra de una sonrisa cínica; un hombre implacable en la victoria y magnífico en la derrota.
—Los necios se han reunido para pagar tributo a su necedad; setenta y siete de ellos que esta noche adorarán a su amo y señor. ¡Y con qué ritos! Hace mucho que no he presenciado algo así…
Hizo una pausa en sus reflexiones para contar los golpes de una campana cuyo sonido se deslizaba suavemente a través del yermo.
—Poco queda de mi última noche; sin embargo, déjame usarla bien.
Dicho esto, se arropó con su capa y se dirigió rápidamente a la entrada de la torre.
—¡Alto! —espetó una voz desde la puerta de entrada.
El rayo de una antorcha mordió la oscuridad y cayó de lleno sobre el rostro del extraño.
—Detente y da la señal.
—¿Quién soy yo para dar, o tú para recibir? —respondió el extraño, como si entonara un encantamiento o recitara una fórmula.
—Entra.
Y así, el extraño pasó la guardia exterior del santuario demoníaco, el lugar santísimo donde Satanás recibía el homenaje de sus vasallos. Más allá de la guardia estaba el extraño, pero lejos del santuario donde se celebraba la Misa Negra, donde se adoraba al Señor del Mundo con ritos blasfemos.
Mil escalones de granito helado, serpenteando en interminable sucesión como los anillos de una vasta lombriz de tierra, conducían a los cimientos de la torre. Y a intervalos, guardianes encapuchados detenían al extraño y le exigían la contraseña, y cada uno por turno, al recibirla, se encogía ante la mirada dura e inescrutable del extraño.
Descendió hasta los mismos sótanos de la tierra; y luego se detuvo ante una puerta custodiada por dos figuras enmascaradas vestidas de bermellón. De nuevo hubo un intercambio de señas, tras lo cual las dos figuras se inclinaron mientras la puerta se abría para dejarlo entrar al santuario abovedado donde el diablo esa noche sería invocado.
El extraño se quitó el sombrero de copa, luego, después de una cortés reverencia a la asamblea, caminó por el pasillo y se sentó en uno de los taburetes de bronce que se colocaron, fila tras fila, como los bancos de una capilla. Una vez sentado, miró a su alrededor, haciendo un balance de lo que le rodeaba.
El altar negro que tenía ante él, con su crucifijo con un Cristo horriblemente caricaturizado, no recibió más que una mirada pasajera; tampoco le prestó atención a las paredes y al techo abovedado cuyas tallas grotescamente obscenas le miraban lascivamente a través del aire acre y cargado de humo como las fantasías distorsionadas de un cerebro pervertido. Al parecer, tampoco se fijó en el acólito que estaba recortando las velas negras del altar, ni pareció extrañarse de que el suelo bajo sus pies estuviera salpicado de azufre en polvo. Fue la compañía misma la que estudió, observando con interés a los viejos y jóvenes sibaritas, hombres y mujeres, los setenta y siete que se habían reunido para adorar a Satanás, su amo y señor.
En general, los setenta y siete eran personas de riqueza y distinción, quienes, habiendo probado y superado todos los campos del esfuerzo y logro humanos, habían buscado emociones en la inmundicia y degradación de los ritos medievales del culto al diablo; libertinos cuyos hastiados apetitos buscaban saciarse en las orgías que seguían a la celebración de la Misa Negra; ateos que, considerando el ateísmo pasivo como una forma inadecuada de rebelión, encontraron expresión en un ritual cuyo sacrilegio satisfizo sus deseos iconoclastas.
Los asistentes se abrieron paso entre los setenta y siete, ofreciéndoles vasos de vino y pequeñas pastillas de color ámbar. Estas últimos los devotos las tragaban o las disolvían en su vino.
El extraño se volvió hacia el iniciado que ocupaba el taburete a su lado.
—Dime, hermano, la naturaleza de los ritos que se celebrarán esta noche.
El iniciado lo miró fijamente mientras sorbía su vino.
—¿Qué quieres decir?
—Soy un extranjero —dijo el extraño con suavidad—, y me imaginaba que el ritual aquí puede ser diferente al de mi tierra natal. Debo confesar —continuó—, que estoy perplejo al ver un altar y un crucifijo en este santuario dedicado a la adoración del Maligno.
El iniciado lo miró asombrado.
—Debe ser un rito curioso el de tu tierra. ¿No sabéis que tenemos un sacerdote que celebra la misa, y luego…?
—¿Un sacerdote? —interrumpió el extraño—. ¿La misa? Por qué…
—Si no un sacerdote, si no una misa, ¿cómo podría el archienemigo encarnarse en el pan que nosotros, los adoradores de Satanás, profanamos y contaminamos como tributo a nuestro señor y maestro? Seguramente usted debe ser un extranjero de alguna tierra pagana para no saber que solo un sacerdote ordenado de la iglesia puede hacer que se produzca el milagro de la transubstanciación. Pero dime, ¿quién eres tú?
—Te sorprendería saber quién soy —respondió el extraño, sonriendo enigmáticamente.
Entonces, antes de que el iniciado pudiera continuar con sus preguntas, un gong sonó, débilmente, más como el silbido de una serpiente que como el sonido metálico del bronce; un panel de la bóveda se abrió, dejando paso al bulto deforme y vestido de bermellón del sacerdote. Lo seguían nueve acólitos, igualmente vestidos y portando incensarios humeantes. Mientras marchaban lentamente por el pasillo, alzaron la voz en un cántico estridente. Los setenta y siete cayeron de rodillas, con la cabeza gacha.
El sumo sacerdote se detuvo ante el altar, se inclinó solemnemente, luego, con los gestos y frases habituales, siguió el ritual de la misa, y los acólitos arrodillados respondieron en latín. Luego descendió al escalón inferior del altar y comenzó su invocación de Satanás.
—Oriflama de iniquidad, tú que guías nuestros pasos y nos das la fuerza y el valor para resistir, recibe nuestras peticiones y acepta nuestra alabanza; Señor del Mundo, escucha las oraciones de tus siervos; Padre del Orgullo, defiéndenos de las hipocresías, Maestro, tus fieles servidores te imploran que bendigas sus iniquidades que destruyen el alma y la conciencia; poder, gloria y riquezas te suplican, Rey de los Desheredados, Hijo que lucha con el Padre inexorable: todo esto te pido, y más, Maestro de los Engaños, Amo del Crimen, Señor del Vicio y del Pecado Monumental, Satanás, tú a quien adoramos, Dios justo.
El sumo sacerdote se levantó, miró hacia el altar y el crucifijo con su Cristo caricaturizado, y con acentos agudos y malignos gritó sus blasfemias:
—Y tú, en mi oficio de sacerdote, te obligo a descender a esta hostia, a encarnarte en este pan, Jesús, ladrón de cariño. ¡Escucha! Desde el día en que la virgen te dio a luz, no cumpliste tus promesas; ¡Los siglos han llorado esperándote, dios mudo y fugitivo! Tú ibas a redimir a la humanidad, y has fracasado; aparecías en gloria y dormías; Tú que ibas a interceder por nosotros ante el Padre, has fallado en tu misión, para que no se turbe tu sueño eterno. ¡Te has olvidado de los pobres a quienes les has predicado! ¡Tú que te has atrevido a castigar en virtud de leyes inauditas, martillamos tus uñas, colocamos tu corona de espinas, sacamos sangre de nuevo de tus heridas! ¡Y esto podemos hacer, y esto lo haremos, al violar el reposo de tu cuerpo, profanador de vicios magníficos, nazareno maldito, rey ocioso, dios perezoso!
—Amén —fue la respuesta ronca de los setenta y siete a través del aire sofocante y cargado de incienso.
El sacerdote, habiendo vuelto a subir los escalones del altar, se volvió y con su mano izquierda bendijo a los adoradores de Satanás. Luego, de cara al Crucificado, en tono solemne pero burlón pronunció:
—Hoc est enim corpus meum.
Al oír estas palabras, los setenta y siete, enloquecidos por el vino y las pastillas de color ámbar, así como por la locura sacrílega de la ceremonia, se arrastraron sobre el suelo salpicado de azafrán, aullando y gimiendo, abrumados por un frenesí demoníaco. El sacerdote agarró el pan consagrado, escupió sobre él, lo sometió a indignidades innombrables, lo rompió en pedazos y lo ofreció a los adoradores de Satanás, que se acercaron sigilosamente para recibir esta burla de la comunión.
El primero de ese loco grupo de adoradores del diablo se puso de rodillas y estaba a punto de recibir su porción cuando se produjo una sorprendente interrupción.
—¡Tontos, cesen con esta burla!
Era la voz del extraño, una voz cuya arrogante nota de mando, resonando a través de esa capilla abovedada como el querido y frío repique de la destrucción, silenció a los devotos frenéticos, de modo que no se oyó ni un suspiro. Los acólitos estaban paralizados ante el altar. Solo el sumo sacerdote retuvo el control de sí mismo; pero incluso él se sintió momentáneamente avergonzado, encogiéndose ante los ojos llameantes y feroces del extraño.
Sin embargo, el sacerdote se recuperó rápidamente.
—¿Quién eres tú —gruñó—, para interrumpir el sacrificio?
Los setenta y siete, aunque todavía sin habla, se habían recuperado de la completa parálisis que habían sufrido sus facultades. Vieron al extraño enfrentarse al sumo sacerdote en los escalones del altar; oyeron su voz, en respuesta, rica, sonora, majestuosa:
—¿Tú, el sumo sacerdote de Satanás, me preguntas quién soy? Soy Ahrimán, a quien temían los persas; soy Malik Taus, el pavo real blanco al que los hombres adoran en el lejano Kurdistán; soy Lucifer, la estrella de la mañana; soy ese Satanás a quien invocaste. He aquí, he regresado en forma mortal para enfrentar y desafiar a mi adversario.
Señaló al Cristo y luego continuó:
—Y un adversario digno es. Tampoco pienses que ese simulacro es el Cristo que he jurado derrocar. ¡Tontos! Bestias, ¿creen que me están sirviendo al burlarse de un enemigo que me ha mantenido a raya en estos incontables siglos? ¿Creen que me servirán con esta farsa? Esta misma misa que habéis celebrado, aunque burlándose de Él y desafiándolo, reconoce su divinidad; y aunque en broma, lo han aceptado al tomar este pan como su cuerpo. ¿Me están sirviendo a mí, vuestro Señor y amo?
—¡Impostor! —chilló el sumo sacerdote, su estaba rostro distorsionado por la rabia—. ¡Impostor! ¿Acaso dices ser Satanás?
Ese grito agudo sacó a los setenta y siete de su inercia, los despertó de nuevo en su frenesí. Balbuceando y aullando, se pusieron de pie de un salto y se acercaron al extraño.
Pero en ese instante un manto de fuego elemental, la llama roja y cegadora de mil soles, envolvió la forma de Satanás, y de ella sonó la misma voz clara y fría:
—¡Necios! ¡Locos! Los repudio y niego por completo.
Una vez más, en las ruinas al pie de la Torre de Semaxii estaba el extraño, Satanás, tal como se había revelado a sus seguidores. Parecía estar solo, pero hablaba, como si tuviera a alguien frente a él.
—Nazareno —dijo—, en ese día en que te desafié a luchar por el imperio del mundo, fui un tonto y no supe de lo que hablaba.
Hizo una pausa, bajó los ojos por un momento, como para descansarlos de la tensión de mirar un resplandor terrible e intolerable, luego continuó:
—A ti te crucificaron; a mí me habrían hecho pedazos. A ambos nos han negado. Me pregunto de quién es la mayor locura, la tuya al buscar redimir a la humanidad, o la mía por tratar de convertirla.
Y con estas palabras Satanás se volvió, su cabeza altiva se inclinó y desapareció entre las ruinas.
E. Hoffmann Price (1898-1988)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de E. Hoffmann Price.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de E. Hoffmann Price: El extranjero del Kurdistán (The Stranger from Kurdistan), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Muy original e inteligente relato.
Al que el spoiler no le quita fuerza.
Gran cuento, Sebastián. Gracias por su elección y traducción. Hoffmann Price fue un escritor notable de veras. Basta leer este relato o 'La muchacha de Samarcanda'. Del último toma R. E. Howard unas líneas para epigrafiar uno de sus mejores textos. Las tres grandes plumas de Weird Tales -Lovecraft, Howard y Smith- lo veneraban. Fue una suerte de puente entre ellos, que no llegaron a conocerse. Autor injustamente olvidado. La figura de Melek Taus merece un lugar en las charlas sobre demonolatría sostenidas por Durtal, D'Hermies y Carhaix en 'Allá lejos', la novela santanista de J.-K. Huysmans.
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