«No caven mi tumba»: Robert E. Howard; relato y análisis.
No caven mi tumba (Dig Me No Grave) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado originalmente en la edición de febrero de 1937 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1963: El hombre oscuro y otros relatos (The Dark Man and Others).
No caven mi tumba, uno de los grandes cuentos de Robert E. Howard, relata la historia de John Conrad y el profesor Kirawan, dos hombre que resuelven pasar la noche en la casa de John Grimlan, un afamado y temido ocultista que acaba de morir recientemente en circunstancias poco claras, y quien ha dejado una serie de misteriosas instrucciones que ambos se proponen seguir.
La biblioteca, naturalmente, es la habitación más peligrosa de esta casa embrujada; repleta de murciélagos, velas, corrientes de aire frío y, quizás lo más inquietante, un cadáver sobre la mesa de la biblioteca. Allí, los visitantes leen las peculiares instrucciones dejadas por Grimlan, donde refiere la disposición de sus restos terrenales.
No caven mi tumba pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft, y contiene una gran cantidad de referencias a este ciclo, como la presencia de Yog-Sothoth, Kathulos (Cthulhu), Yuggoth, y los Antiguos.
Si bien no se trata de una secuela, No caven mi tumba comparte algunos personajes con otros relato de Robert E. Howard: Los hijos de la noche (The Children of the Night), donde el profesor Kirawan y John Conrad encabezan una animada tertulia que recuerda las hazañas de una antigua raza de humanos que logró vencer a los reptilianos.
Lo más interesante de estos dos relatos, a los que podemos sumar: El pueblo de la oscuridad (People of the Dark) y La gente pequeña (The Little People), es que en ellos se percibe la intención de Robert E. Howard de crear una línea alternativa para los Mitos de Cthulhu, donde los reptilianos ocupan un lugar preponderante como la gran raza antigua que luchó contra los seres humanos para propagar sus rasgos genéticos y, de este modo, perpetuar sus odiosas prácticas religiosas en las generaciones posteriores.
No caven mi tumba.
Dig Me No Grave, Robert E. Howard (1906-1936)
El estruendo reverberó por toda la casa. Me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, vi el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad.
—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.
—¡Por supuesto!
Salté de la cama mientras le oí entrar por la puerta principal y subir las escaleras. Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.
—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.
—No tenía idea de que estuviera enfermo.
—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?
Asentí.
Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.
—… algún rasgo hereditario —estaba diciendo Conrad—. El viejo John sin duda heredó alguna debilidad innata provocada por una enfermedad repugnante, que debió de legarle algún antepasado remoto. Esas cosas ocurren a veces. O si no… bueno, ya sabes que al viejo John le gustaba curiosear en las zonas misteriosas del mundo, y vagabundeó por todo Oriente en sus días de juventud. Es muy posible que le infectara algún mal ignoto durante sus viajes. Todavía hay muchas enfermedades sin clasificar.
—Pero —dije yo— no me has dicho la razón de esta repentina visita a una hora tan intempestiva.
Mi amigo pareció algo confuso.
—Bueno, la cuestión es que John Grimlan murió solo, sin compañía de nadie. Rehusó recibir cualquier clase de ayuda médica, y en sus últimos momentos, cuando era evidente que estaba muriendo, y yo estaba dispuesto a ir a buscar ayuda a su pesar, lanzó tal aullido y tal chillido que no pude negarme a sus apasionadas súplicas. He visto morir a hombres —añadió, secándose el sudor de la frente—, pero la muerte de John Grimlan fue la más espantosa que haya visto jamás.
—¿Sufrió mucho?
—Parecía estar soportando un enorme sufrimiento físico, pero quedaba casi eclipsado por alguna especie de monstruoso padecimiento mental o psíquico. El miedo de sus ojos dilatados y sus gritos superaba cualquier terror material concebible. Te digo, Kirowan, que el temor de Grimlan era mayor y más profundo que el miedo habitual que muestra un hombre que haya llevado una vida malvada.
Me agité incómodo. Las oscuras alusiones que había encerradas en esta afirmación hicieron que un escalofrío de aprensión indescriptible recorriera mi espalda.
—Sé que la gente de la región siempre afirmó que en su juventud había vendido el alma al Diablo, y que sus repentinos ataques epilépticos sólo eran un signo visible del poder del Enemigo sobre él; pero esas habladurías son absurdas, por supuesto, y propias de la Edad Media. Todos sabemos que la vida de John Grimlan fue especialmente malvada, incluso hasta sus últimos días. Con razón era detestado y temido por todo el mundo, pues nunca oí decir que realizara un solo acto bueno. Tú eras su único amigo.
—Y fue una extraña amistad —dijo Conrad—. Me sentí atraído hacia él debido a sus extraordinarios poderes, pues a pesar de su naturaleza bestial John Grimlan era un hombre de gran educación, un hombre de amplia cultura. Había indagado profundamente en los estudios ocultos, y así fue como le conocí; pues, como bien sabes, yo mismo siempre me he sentido muy interesado por esos campos de estudio.
»Pero, en esto como en todas las otras cosas, Grimlan era maligno y perverso. Había ignorado el lado blanco de lo oculto y se había sumergido en sus fases más oscuras y macabras, en el culto del diablo, el vudú. Su conocimiento de estas artes y ciencias abyectas era inmenso y atroz. Y oírle hablar de sus investigaciones y experimentos era conocer el mismo horror y repulsión que puede inspirar un reptil venenoso. Pues no había honduras en las que no se hubiera sumergido, y había cosas a las que sólo hacía leves alusiones, incluso delante de mí.
»Te digo, Kirowan, que es fácil reírse de las historias de lo desconocido, cuando uno está en buena compañía bajo la brillante luz del sol, pero si hubieras estado sentado a horas inverosímiles en la extravagante y silenciosa biblioteca de John Grimlan y hubieras contemplado los antiguos y mohosos volúmenes y escuchado sus espeluznantes palabras como yo, la lengua se te habría quedado reseca en el paladar con horror puro, como le pasó a la mía, y lo sobrenatural te habría parecido muy real… como me lo pareció a mí.
—¡Pero en nombre de Dios! —exclamé, pues la tensión se estaba volviendo insoportable—, déjate de rodeos y dime qué quieres de mí.
—Quiero que me acompañes a casa de John Grimlan y me ayudes a cumplir sus extravagantes instrucciones respecto a su cadáver.
Yo no tenía afición por la aventura, pero me vestí apresuradamente, estremecido por un escalofrío fugaz de premonición.
Una vez vestido, seguí a Conrad fuera de la casa y por el camino silencioso que conducía hasta la morada de John Grimlan. El camino ascendía la colina, y todo el tiempo, al mirar hacia arriba y hacia delante, podía ver la enorme y macabra casa apostada como un pájaro maligno sobre la cima de la colina, recostándose contra las estrellas. Hacia el oeste palpitaba una única y pálida mancha roja, donde la luna joven acababa de desaparecer de la vista más allá de las bajas colinas negras. La noche entera parecía llena de una maldad amenazadora, y el roce persistente de unas alas de murciélago en algún lugar por encima de nosotros provocó que mis tensos nervios dieran sacudidas. Para ahogar el rápido golpeteo de mi propio corazón, dije:
—¿Compartes la creencia de tantos otros de que John Grimlan estaba loco?
Avanzamos varios pasos antes de que Conrad respondiera, aparentemente con una extraña reticencia.
—Excepto por un único incidente, diría que jamás hubo un hombre más cuerdo. Pero una noche, en su estudio, pareció romper repentinamente todos los límites de la razón.
«Había disertado durante horas sobre su tema favorito, la magia negra, cuando repentinamente gritó, mientras su cara se iluminaba con un extraño resplandor atroz:
«—¿Por qué te cuento estas niñerías? —dijo Grimlan entonces—. Estos rituales vudú, estos sacrificios, serpientes emplumadas, machos cabríos sin cuernos, los cultos del leopardo. ¡Son polvo que se lleva el viento! ¡Heces del auténtico Desconocido! ¡Son meros ecos del Abismo! Podría contarte cosas que harían añicos tu insignificante cerebro. Podría susurrar a tu oído nombres que te secarían como hierba quemada. ¿Qué sabes de Yog-Sothoth, de Kathulos y las ciudades hundidas? Ninguno de estos nombres aparece ni siquiera incluido en tus mitologías. ¡Ni en tus sueños has atisbado las negras murallas ciclópeas de Koth, o has temblado bajo los vientos nocivos que soplan procedentes de Yuggoth! Pero no puedo esperar que tu cerebro soporte lo que el mío contiene. Si fueras tan viejo como yo… si hubieras visto, como yo he visto, reinos desmoronarse y generaciones perecer…
«Claramente el viejo estaba desvariando, su cara violentamente iluminada apenas conservaba una apariencia humana, y de pronto, notando mi evidente perplejidad, estalló en una horrible carcajada:
«—¡Dios! —gritó con una voz y un acento que me resultaron desconocidos—, me temo que te he asustado, y por cierto que no es de extrañar, siendo tú como eres un salvaje desnudo en lo tocante a las artes de la vida. Crees que soy viejo, ¿eh? Bueno, patán boquiabierto, te morirías al instante si te dijera cuántas generaciones del hombre he conocido.
«Pero en ese momento me dominó tal horror que huí de él como si fuera una víbora, y su risa aguda y diabólica me siguió cuando salí de la casa sombría. Unos días después recibí una carta disculpándose por sus modales y achacándolos con franqueza, con demasiada franqueza, a las drogas. No le creí, pero, tras ciertos titubeos, reanudé nuestras relaciones.
—Parece una auténtica locura —musité.
—Sí —admitió Conrad, dubitativo—. Pero… Kirowan, ¿has visto alguna vez a alguien que conociera a John Grimlan en su juventud?
Agité la cabeza.
—Me he tomado muchas molestias para indagar sobre él discretamente —dijo Conrad—. Ha vivido aquí durante veinte años, con excepción de sus misteriosas ausencias, a veces de varios meses seguidos. Los aldeanos más viejos recuerdan claramente cuando llegó por vez primera y ocupó la casa de la colina, y todos dicen que en los años transcurridos no ha parecido envejecer de forma perceptible. Cuando llegó aquí tenía el mismo aspecto que tiene ahora… o que tenía hasta el momento de su muerte… con la apariencia de un hombre de unos cincuenta años. Conocí al viejo Von Boehnk en Viena, y me dijo que él había conocido a Grimlan cuando era un jovencito que estudiaba en Berlín, cincuenta años antes, y expresó su asombro al saber que el viejo seguía vivo; pues dijo que en aquella época Grimlan aparentaba cincuenta años de edad.
Lancé una exclamación incrédula, al ver hacia dónde apuntaba la conversación.
—¡Tonterías! El profesor Von Boehnk tiene más de ochenta años, y está expuesto a los errores de la edad. Ha confundido a este hombre con otro.
Pero, mientras hablaba, mi piel se tensaba de forma desagradable y el vello de mi nuca se erizaba.
—Bueno —dijo Conrad encogiéndose de hombros—, ya hemos llegado a la casa.
La enorme estructura se erguía amenazadoramente ante nosotros, y al alcanzar la puerta principal, un viento errante gimió a través de los árboles cercanos y me asusté tontamente al volver a oír el batir fantasmal de las alas de murciélago. Conrad introdujo una gran llave en la antigua cerradura, y al entrar, una ráfaga fría nos barrió como un aliento salido de una tumba, húmeda y fría. Sentí un escalofrío.
Nos abrimos paso a tientas a través de un vestíbulo negro hasta llegar a un estudio, donde Conrad encendió una vela, pues en la casa no había lámparas de gas ni eléctricas. Miré a mi alrededor, temiendo lo que pudiera revelar la luz, pero la habitación, atestada de tapices y muebles extravagantes, estaba vacía excepto por nosotros dos.
—¿Dónde está? —pregunté con un susurro ronco emitido por una garganta reseca.
—Arriba —contestó Conrad con voz grave, revelando que el silencio y el misterio de la casa también le habían sobrecogido—. Arriba, en la biblioteca donde murió.
Eché un vistazo involuntario hacia arriba. En algún lugar sobre nuestra cabeza, el solitario amo de esta casa macabra estaba tumbado en su silencioso sueño final, la cara blanca detenida en una máscara sonriente de la muerte. El pánico me dominó y luché por recuperar el control. Al fin y al cabo, era solamente un cuerpo que ya no podía hacer daño a nadie. Este argumento sonó hueco en mi cabeza como las palabras de un niño asustado que intenta reafirmarse.
Me volví a Conrad. Se había sacado de un bolsillo interior un sobre amarillento por la edad.
—Esto —dijo, extrayendo del sobre varias páginas de pergamino amarillento, escrito con letra apretada— es la última voluntad de John Grimlan, aunque sólo Dios sabe cuántos años hace que fue escrito. Me lo dio hace diez años, inmediatamente después de regresar de Mongolia. Fue poco después de aquello cuando sufrió su primer ataque.
»Me dio este sobre, sellado, y me hizo jurar que lo escondería con cuidado, y que no lo abriría hasta que hubiera muerto, momento en que tendría que leer su contenido y seguir las instrucciones de manera precisa. Aún más, me hizo jurar que dijera lo que dijese o hiciera después de darme el sobre, seguiría adelante en el cumplimiento de sus primeras órdenes. Pues —había dicho con una temible sonrisa— la carne es débil, pero yo soy un hombre de palabra, y aunque en un momento de debilidad pudiera desear retractarme, como creo que podría ocurrir, ahora ya es demasiado tarde. Puede que nunca lo entiendas, pero tienes que hacer lo que te he dicho.
—¿Y bien?
—Y bien —Conrad volvió a secarse la frente—, esta noche, mientras se retorcía en sus estertores finales, sus aullidos indistinguibles se mezclaron con frenéticas advertencias en las que me decía que le llevara el sobre y lo destruyera ante sus ojos. Mientras gimoteaba de aquella manera, consiguió incorporarse sobre los codos y, con los ojos abiertos y el pelo erizado en la cabeza, me gritó de una forma capaz de helar la sangre en las venas. Me chillaba que destruyera el sobre, que no lo abriera; y una vez aulló, en su delirio, que hiciera pedazos su cuerpo y que desperdigase los trozos a los cuatros vientos.
Una incontrolable exclamación de horror escapó de mis labios resecos.
—Por último —prosiguió Conrad—, cedí. Al recordar sus órdenes de diez años antes, al principio me mantuve firme, pero al fin, a medida que sus berridos se volvían insoportablemente desesperados, me volví para ir a buscar el sobre, aunque eso significaba dejarle solo. Pero al volverme, con una última convulsión en la que una espuma salpicada de sangre manó de sus labios resecos, la vida escapó de su cuerpo retorcido.
Manoseó torpemente el manuscrito.
—Voy a cumplir mi promesa. Las instrucciones que aquí se dan parecen fantásticas y puede que sean el capricho de una mente desordenada, pero le di mi palabra. En resumen, consisten en que sitúe su cadáver sobre la gran mesa de ébano de su biblioteca, con siete velas negras ardiendo a su alrededor. Las puertas y las ventanas tienen que estar firmemente cerradas y aseguradas. Entonces, en la oscuridad que precede al alba, tengo que leer el encantamiento o hechizo que se contiene en un sobre sellado más pequeño que está dentro del primero, y que aún no he abierto.
—¿Y eso es todo? —exclamé— ¿No hay ninguna instrucción respecto a cómo disponer de su fortuna, sus propiedades… o su cadáver?
—Nada. En su testamento, que he visto en otro lugar, deja sus propiedades y su fortuna a cierto caballero oriental a quien se llama en el documento. Malik Tous.
—¿Qué? —exclamé, temblando en lo más hondo de mi alma—. ¡Conrad, esto es una locura detrás de otra! Malik Tous… ¡Dios mío! ¡Ningún hombre mortal ha recibido jamás semejante nombre! Ese es el título del execrable dios adorado por los misteriosos yezidís, los del Monte Alamout el Maldito, cuyas Ocho Torres de hojalata se yerguen en los misteriosos desiertos de la Asia profunda. Su símbolo idólatra es el pavo de hojalata. Dicen que es la esencia del mal de todo el universo, el Príncipe de las Tinieblas, Ahrimán , la antigua Serpiente, el mismo Satanás. ¿Y tú dices que Grimlan nombra a este demonio mítico en su testamento?
—Es cierto —la garganta de Conrad se había quedado seca—. Y mira, ha garabateado una extraña frase en la esquina de su pergamino. No caven mi tumba; no la necesitaré.
Una vez más un escalofrío recorrió mi espalda.
—En nombre de Dios —exclamé en una especie de frenesí—, vamos a terminar de una vez por todas con este increíble asunto.
—Me parece que un trago podría venirnos bien —respondió Conrad, humedeciéndose los labios—. Creo haber visto a Grimlan sacar vino de este armario.
Se inclinó hasta la puerta de un armario de caoba muy decorado, y lo abrió no sin cierta dificultad.
—Aquí no hay vino —dijo decepcionado—, ¿pero qué es esto?
Sacó un pergamino, polvoriento, amarillento y medio cubierto de telarañas. Ante mis sentidos nerviosamente excitados, todo lo que había en aquella casa tétrica parecía impregnado de un significado y una importancia misteriosos, y me incliné sobre su hombro mientras lo desenrollaba.
—Es un título de nobleza —dijo—, una crónica de nacimientos, muertes y demás semejante a las que solían llevar las antiguas familias, en el siglo XVI y antes.
—¿A qué nombre está? —pregunté.
Miró con el ceño fruncido los pálidos garabatos, esforzándose por distinguir la letra arcaica y difuminada.
—G-r-y-m… ya lo tengo… Grymlann, por supuesto. Es el registro de la familia del viejo John: los Grymlann de Toad’s-health Manor, Suffolk. Qué nombre tan extravagante para una finca. Mira la última entrada.
La leímos juntos.
—John Grymlann, nacido el 10 de marzo de 1630.
Ambos lanzamos una exclamación. Bajo esta entrada estaba recién escrito, con una letra extraña y garabateada:
—Muerto el 10 de marzo de 1930.
Debajo había un sello de cera negra, estampado con un extraño dibujo, parecido a un pavo con la cola extendida.
Conrad me miró demudado, todo el color de la cara perdido. Yo me revolví con la cólera engendrada por el miedo.
—¡Es un fraude orquestado por un loco! —grité—. Ha preparado la escena con tanto detalle que quienes lo han llevado a cabo se han excedido. Sean quienes sean, han acumulado tantos efectos increíbles que acaban por anularse. Se trata de un drama de ilusiones muy estúpido y muy simple.
Mientras hablaba, un sudor gélido se había adueñado de mi cuerpo, y me agité como si tuviera fiebre. Con un gesto mudo, Conrad se volvió hacia las escaleras, llevándose una gran vela de una mesa de caoba.
—Imagino que se daba por supuesto —susurró— que debería cumplir con esta espeluznante tarea yo solo; pero no tuve suficiente coraje moral para hacerlo, y ahora me alegro de que así fuera.
Un horror inmóvil pesaba sobre la casa silenciosa mientras subíamos las escaleras. Una leve brisa se deslizó desde algún sitio e hizo agitarse los pesados colgantes de terciopelo, y visualicé sigilosos dedos afilados apartando los tapices, para clavar resplandecientes ojos rojos sobre nosotros. Me pareció oír las inconfundibles pisadas de pies monstruosos en algún lugar más arriba, pero debió de ser el palpitar desbocado de mi propio corazón.
Las escaleras desembocaban en un amplio pasillo oscuro, en el cual nuestra débil vela proyectaba un leve resplandor que apenas nos iluminaba las pálidas caras y que hacía que las sombras pareciesen más oscuras por comparación. Nos detuvimos ante una puerta pesada, y oí cómo Conrad tomaba aliento con la intensidad propia de un hombre que se prepara física o mentalmente para algo. Apreté involuntariamente los puños hasta que las uñas se me clavaron en las palmas; entonces Conrad abrió la puerta de golpe.
Un grito agudo escapó de sus labios. La vela resbaló de sus dedos flácidos y se apagó. La biblioteca de John Grimlan estaba llena de luz, aunque la casa entera estaba en tinieblas cuando entramos. Esta luz procedía de siete velas negras situadas a intervalos regulares alrededor de la gran mesa de ébano. Ahora, enfrentado a la misteriosa iluminación y a la visión de la cosa que había sobre la mesa, mi determinación estuvo a punto de venirse abajo. John Grimlan había sido desagradable en vida; en la muerte era repugnante.
Sí, era repugnante a pesar de que su rostro estaba piadosamente cubierto con la misma y singular túnica de seda que, tejida con fantásticos dibujos de pájaros, cubría su cuerpo entero excepto las retorcidas manos semejantes a garras y los pies desnudos y marchitos.
Un sonido ahogado brotó de Conrad.
—¡Dios mío! —susurró—, ¿qué es esto? ¡Dejé su cuerpo sobre la mesa y puse las velas alrededor, pero no las encendí, ni tampoco le puse esa túnica sobre el cuerpo! Y llevaba unas zapatillas de andar por casa cuando me marché...
Se interrumpió repentinamente. No estábamos solos en la cámara funeraria.
Al principio no le habíamos visto, ya que estaba sentado en un gran sillón en un extremo apartado de un rincón, de manera que parecía parte de las sombras proyectadas por los pesados tapices. Cuando mis ojos cayeron sobre él, un escalofrío violento me conmovió y un sentimiento semejante a la náusea removió el fondo de mi estómago. Mi primera impresión fue la de sentir unos ojos amarillos y oblicuos que nos miraban sin pestañear. Entonces el hombre se levantó e hizo una profunda reverencia, y vimos que era oriental. Ahora, cuando intento representarlo con claridad en mi mente, no consigo rescatar ninguna imagen nítida de él. Sólo recuerdo los ojos desgarradores y la túnica amarilla y fantástica que llevaba.
Devolvimos su saludo mecánicamente, y él habló con voz grave y refinada.
—¡Caballeros, les suplico que me disculpen! Me he tomado la libertad de encender las velas. Continuemos ahora con los asuntos relativos a nuestro mutuo amigo.
Hizo un leve gesto hacia el bulto silencioso que había sobre la mesa. Conrad asintió, evidentemente incapaz de hablar. El pensamiento relampagueó en nuestras mentes al mismo tiempo; este hombre también había recibido un sobre sellado… ¿pero cómo había llegado tan rápidamente a casa de Grimlan? Apenas llevaba dos horas muerto, y por lo que sabíamos, nadie más que nosotros conocía su fallecimiento. ¿Y cómo había entrado en la casa cerrada con llave?
Todo el asunto era grotesco e irreal en grado extremo. Ni siquiera nos presentamos ni preguntamos al desconocido cuál era su nombre. Tomó el mando de una manera natural, y estábamos tan sometidos al hechizo del horror y la ilusión que nos movíamos como envueltos en una bruma, obedeciendo involuntariamente sus sugerencias, que nos daba en tono grave y respetuoso.
Acabé en pie al lado izquierdo de la mesa, mirando por encima de su macabra carga a Conrad. El oriental estaba en pie con los brazos cruzados y la cabeza inclinada a la cabecera de la mesa, y en aquel momento no me pareció extraño que él estuviera en pie allí, en vez de Conrad, que era quien tenía que leer lo que había escrito Grimlan. Mi mirada se desviaba hacia la figura bordada con seda negra que había en el pecho de la túnica del desconocido, una curiosa figura que se asemejaba en parte a la de un pavo y en parte a la de un murciélago, o un dragón volador. Observé con sorpresa que el mismo dibujo estaba bordado en la túnica que cubría el cadáver.
Habíamos echado la llave a la puerta, y también habíamos cerrado las ventanas. Conrad, con mano temblorosa, abrió el sobre interior y desplegó los pergaminos que contenía. Estas hojas parecían mucho más antiguas que las que contenían las instrucciones dejadas a Conrad en el sobre mayor. Empezó a leer con una voz monótona que tuvo un efecto hipnótico sobre mí; de manera que a veces las velas se apagaban ante mi mirada y la habitación y sus ocupantes ondulaban extraños y monstruosos, velados y distorsionados como una alucinación. La mayor parte de lo que leyó era una cháchara indistinguible; no significaba nada; pero su mero sonido y su estilo arcaico me llenaron de un horror intolerable.
—Por el contrato registrado en otro lugar, yo, John Grymlann, juro por el Nombre del Sin Nombre mantener la fe inquebrantable. Por lo tanto, escribo ahora con sangre las palabras que me han sido transmitidas en esta cámara macabra y silenciosa en la ciudad muerta de Koth, donde ningún hombre mortal excepto yo ha podido llegar. Estas mismas palabras las escribo ahora yo mismo para que sean leídas sobre mi cuerpo en el momento destinado, de manera que se cumpla mi parte del trato, que acepté por mi libre voluntad y conocimiento, en perfecto estado de lucidez mental y a la edad de cincuenta años en este año del Señor de 1680. Aquí empieza el encantamiento: Antes de que existiera el hombre, existieron los Antiguos, e incluso su señor habitó entre las sombras en las cuales si un hombre ponía el pie podría no regresar sobre sus pasos.
Las palabras se mezclaron con una cháchara bárbara cuando Conrad tropezó con un idioma desconocido, una lengua que sugería remotamente el fenicio, pero que se estremecía con el matiz de una espantosa antigüedad que excedía a la de cualquier lengua del mundo que pudiera recordarse. Una de las velas tembló y se apagó. Hice un gesto para volver a encenderla, pero un movimiento del oriental silencioso me detuvo. Sus ojos me abrasaron, y luego volvieron a dirigirse a la figura inmóvil de la mesa.
El manuscrito había regresado a su inglés arcaico.
—… Y el mortal que alcance las ciudadelas negras de Koth y hable con el Señor Oscuro cuyo rostro está escondido, a cambio de un precio podrá obtener aquello que más desee, riquezas y conocimientos que excedan lo conmensurable y vida más allá de la duración mortal en hasta doscientos y cincuenta años.
Una vez más la voz de Conrad derivó hacia guturales desconocidas. Se apagó otra vela.
—… Que los mortales no titubeen cuando se aproxime la hora del pago y los fuegos del Infierno rodeen su esencia en señal de que hay que ajustar las cuentas. Pues el Príncipe de las Tinieblas siempre se cobra sus deudas al final, y no se le puede engañar. Lo que hayas prometido, eso habrás de entregar...
Al oír la primera sílaba del bárbaro párrafo, una fría mano de terror apretó mi garganta. Mis frenéticos ojos se dirigieron a las velas y no me sorprendió ver cómo se apagaba otra. Pero no había rastro de ninguna ráfaga que agitase las pesadas colgaduras negras. La voz de Conrad osciló; se llevó la mano a la garganta, callándose momentáneamente. Los ojos del oriental no se alteraron.
—… Entre los hijos del hombre se deslizan sombras extrañas eternamente. Los hombres ven las huellas de las garras pero no los pies que las dejan. Sobre las almas de los hombres se extienden grandes alas negras. Sólo hay un Amo Negro, aunque los hombres le llaman Satanás y Belcebú y Apoleón y Arriman y Malik Tous…
Tinieblas de horror me rodearon. Apenas percibía la voz de Conrad que seguía sonando monocorde, tanto en inglés como en aquella otra lengua espantosa cuyo horrible sentido apenas me atrevía a imaginar. Y con el miedo desnudo aferrándome el corazón, vi cómo las velas se apagaban, una tras otra. Y con cada una, a medida que la penumbra se oscurecía a nuestro alrededor, mi pavor crecía. No podía hablar, no podía moverme; mis ojos dilatados estaban fijos con torturada intensidad en la vela restante.
El silencioso oriental a la cabecera de la fantasmal mesa formaba parte de mi miedo. No se había movido ni hablado, pero bajo sus párpados caídos, sus ojos ardían con su triunfo diabólico; sabía que bajo su apariencia inescrutable, se regocijaba infernalmente, ¿pero por qué?
Sabía que en el momento en que, al extinguirse la última vela, la habitación quedara sumida en la oscuridad más absoluta, alguna cosa abominable e indescriptible tendría lugar. Conrad estaba llegando al final. Su voz se elevó para alcanzar el clímax en un crescendo.
—Ahora se aproxima el momento del pago. Los cuervos vuelan. Los murciélagos baten sus alas en el cielo. Hay calaveras en las estrellas. El alma y el cuerpo han sido prometidos y serán entregados. No de regreso al polvo ni a los elementos de los que brota la vida…
La vela tembló ligeramente. Intenté gritar, pero mi boca se abrió en un gemido sin sonido. Intenté huir, pero permanecí paralizado, incapaz incluso de cerrar los ojos.
—… el abismo se abre y hay que pagar la deuda. La luz flaquea, las sombras crecen. No hay más dios que el mal; no hay más vida que la oscuridad; no hay más esperanza que la condena…
Un gruñido hueco resonó en la habitación. ¡Parecía proceder de la cosa cubierta con la túnica que había encima de la mesa! La túnica se agitó convulsivamente.
—¡Oh alas de la negra oscuridad!
Me sobresalté violentamente; un leve crujido sonó en las sombras crecientes. ¿El agitar de las oscuras colgaduras? Parecían alas gigantescas frotándose.
—¡Oh, ojos rojos de las sombras! ¡Lo que se ha prometido, lo que está escrito en sangre, se ha cumplido! ¡La luz está envuelta en la oscuridad! ¡Koth!
La última vela se apagó repentinamente y un escalofriante grito inhumano que no surgió de mis labios ni de los de Conrad estalló de forma intolerable. El horror me bañó como una ola negra y gélida; en la ciega oscuridad me oí gritar terriblemente. Entonces, con un remolino y una gran ráfaga de aire, algo barrió la habitación, haciendo volar las colgaduras y estrellando las sillas y las mesas contra el suelo. Durante un instante, un hedor insoportable nos abrasó las narices, una risita grave y repugnante se burló de nosotros en la oscuridad; después el silencio cayó como una mortaja.
No sé cómo, Conrad encontró una vela y la encendió. El débil resplandor nos reveló la habitación en un desorden terrible, nos mostró los rostros fantasmales de ambos, y nos enseñó la mesa de ébano… ¡vacía!
Las puertas y las ventanas estaban tan cerradas como antes, pero el oriental se había ido, y también el cadáver de John Grimlan.
Gritando como hombres condenados derribamos la puerta y bajamos frenéticamente por la escalera, donde la oscuridad pareció aferrarse a nosotros con firmes dedos negros. Mientras llegábamos tambaleándonos al vestíbulo inferior, un horripilante resplandor atravesó la oscuridad y el olor de la madera ardiendo nos llenó las narices.
La puerta de la calle resistió un momento nuestro frenético asalto, y luego cedió y nos arrojamos a la luz de las estrellas en el exterior. Detrás de nosotros las llamas estallaron con un rugido mientras corríamos colina abajo. Conrad miró por encima del hombro, se detuvo repentinamente, se giró y agitó los brazos como un loco, y gritó:
—¡Vendió el alma y el cuerpo a Malik Tous, que es Satanás, hace doscientos cincuenta años! ¡Esta era la noche del pago… y Dios mío… mira! ¡Mira! ¡El Enemigo ha reclamado lo suyo!
Miré, paralizado por el terror. Las llamas habían envuelto la casa entera con devastadora rapidez, y ahora la enorme construcción se recortaba contra el cielo sombrío como un infierno carmesí. Y por encima flotaba una gigantesca sombra negra parecida a la de un murciélago monstruoso, y de su oscura zarpa colgaba una pequeña cosa blanca, parecida al cuerpo de un hombre, que pendía inerte. Entonces, mientras gritábamos horrorizados, desapareció y nuestra aturdida mirada sólo encontró las paredes temblorosas y el tejado ardiente que se desmoronaba sobre las llamas con un rugido estremecedor.
Robert E. Howard (1906-1936)
Relatos góticos. I Relatos de Robert E. Howard.
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El análisis y resumen del cuento de Robert E. Howard: No caven mi tumba (Dig Me No Grave), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
3 comentarios:
Un relato estupendo que atrapa desde el inicio.
Terrorífico y atrapante.
Excelente relato.
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