«El horror de Red Hook»: H.P. Lovecraft; relato y análisis.


«El horror de Red Hook»: H.P. Lovecraft; relato y análisis.




El horror de Red Hook (The Horror at Red Hook) es un relato de terror del escritor norteamericano H.P. Lovecraft (1890-1937), publicado originalmente en la edición de enero de 1927 de la revista Weird Tales, y luego reeditao por Arkham House en la antología de 1939: El extraño y otros (The Outsider and Others).

El propio H.P. Lovecraft nos da una pista sobre el El horror de Red Hook en una carta a Clark Ashton Smith, en donde expone algunas de sus ideas menos progresistas:


[«La idea de que la magia negra existe secretamente hoy en día, o que diabólicos ritos antiguos persisten en la oscuridad, es algo que he usado y que volveré a usar. Cuando leas mi nuevo cuento: El horror de Red Hook, verás que hago uso de la idea en relación con las pandillas de jóvenes holgazanes y los rebaños extranjeros de aspecto maligno que se ven por todas partes en Nueva York.»]


Lovecraft se había mudado a Nueva York para casarse con Sonia Greene en 1924 [ver: Lovecraft y Sonia: una historia de amor], y el contraste entre su Providence natal con la pluriculturalidad de la gran ciudad del norte le produjeron un fuerte impacto negativo. Tanto en El horror de Red Hook como en Él (He), escritos en el mismo período, pueden apreciarse los aspectos más xenófobos de su obra. En este sentido El horror de Red Hook es uno de los pocos relatos de Lovecraft que se desarrollan en un ambiente urbano.

El horror de Red Hook presenta al detective Malone, quien, tras un incidente, desarrolló una terrible fobia a los edificios. No se trata de un relato de detectives propiamente dicho, sino una especie de crónica sobre los barrios bajos y sus gángsters y pandilleros. No obstante, El horror de Red Hook también se vincula con los Mitos de Cthulhu, aunque no a través de criaturas ancestrales y libros prohibidos, sino mediante el destino trágico de su protagonista, cuyas huellas dentales son encontradas en otra historia: El ser en el umbral (The Thing in the Doorstep) [ver: Lovecraft y la ansiedad de género: análisis de «El ser en el umbral»]

Otro nexo entre El horror de Red Hook y los Mitos de Cthulhu es la casa en donde vive Robert Suydam, ubicada en Martense Street, la misma que es ocupada por ghouls en El horror oculto (The Lurking Fear) [ver: La degeneración de la familia Martense: análisis de «El horror oculto»]




El horror de Red Hook.
The Horror at Red Hook, H.P. Lovecraft (1890-1937)

«Hay sacramentos tanto del mal como del bien en torno nuestro; y vivimos y nos movemos, a mi juicio, en un mundo desconocido, en un lugar donde hay cavernas y sombras y moradores del crepúsculo. Es posible que el hombre pueda a veces retroceder en el sendero de la evolución, .y creo que hay un saber terrible que no ha muerto todavía» [Arthur Machen]


I

No hace muchas semanas, en la esquina de una calle del pueblo de Pascoag, Rhode Island, un peatón alto, de constitución fuerte y aspecto saludable, dio mucho que hablar a causa de su singular comportamiento. Al parecer, había bajado por la carretera de Chepachet, y al llegar a la parte más densa había torcido a la izquierda, por la calle principal, donde varios bloques de modestos establecimientos dan cierta impresión de núcleo urbano. Al llegar allí, y sin causa aparente, manifestó su singular comportamiento: miró un segundo de forma extraña hacia el más alto de los edificios, y luego, profiriendo alaridos aterrados e histéricos, inició una frenética carrera que concluyó cuando tropezó y cayó en el cruce siguiente.

Unas manos solicitas le recogieron y le sacudieron el polvo, descubriéndose entonces que estaba consciente, físicamente ileso, y claramente repuesto de su repentino ataque de nervios. Murmuró unas avergonzadas explicaciones sobre cierta tensión que había soportado, se encaminó con la cabeza gacha hacia la carretera de Chepachet y emprendió el regreso sin volver la vista atrás ni una sola vez. Encontraron extraño que le sucediera a un hombre tan corpulento, robusto y de aspecto tan normal un percance semejante; extrañeza que no disminuyó al oír los comentarios de uno de los mirones, que le habla reconocido como el huésped de un conocido lechero de las afueras de Chepachet.

Resultó ser un detective de la policía de Nueva York llamado Thomas F. Malone, el cual se encontraba disfrutando de un largo permiso, para someterse a tratamiento médico, tras un trabajo excepcionalmente arduo en un espantoso caso local de dramáticas consecuencias. Varios edificios de ladrillo se habían derrumbado durante una redada en la que él había participado, y hubo algo en la mortandad general, entre detenidos y compañeros suyos, que le habla horrorizado de manera especial. A causa de ello, habla adquirido un horror agudo y anómalo a todo edificio que se pareciese siquiera remotamente a los que se habían derrumbado, de manera que al final los psiquiatras le prohibieron contemplar cualquier edificio de ese tipo durante algún tiempo. Un médico de la policía que tenía familia en Chepachet sugirió que dicha aldea, formada por casas coloniales de madera, podía ser un lugar ideal para su convalecencia psíquica, y allí se habla retirado el paciente, prometiendo no aventurarse a andar por calles con fachadas de ladrillo de las grandes poblaciones hasta que le aconsejase debidamente el especialista de Woonsocket, con quien le habían puesto en contacto...

Este paseo hasta Pascoag con idea de comprar revistas había sido un error, y el paciente había pagado su desobediencia con un susto, algunas contusiones y una humillación.

Esto era cuanto sabían los chismosos de Chepachet y de Pascoag; y eso era, también, lo que los doctos especialistas creían. Pero al principio Malone había contado a los especialistas mucho más; aunque dejó de contarles nada al ver la absoluta incredulidad que reflejaban sus semblantes. A partir de entonces guardó silencio, y no protestó en absoluto cuando todos coincidieron en afirmar que había sido el derrumbamiento de los ruinosos edificios de ladrillo del sector de Red Hook, de Brooklyn, y la muerte consiguiente de muchos esforzados oficiales, lo que había ocasionado su desequilibrio nervioso. Había trabajado demasiado, dijeron, en la limpieza de aquellos nidos de desorden y de violencia; algunos detalles fueron horrorosos a todas luces, y la inesperada tragedia había supuesto la gota que colmaba el vaso.

Esta era una explicación simple que todo el mundo podía entender; y como Malone no era un simple, comprendió que era preferible dejarlo así. Hablar a unas gentes sin imaginación de un horror que escapaba a toda concepción humana —de un horror que se cobijaba en casas y en edificios y en Ciudades invadidas por el cáncer y la lepra de una maldad venida de otros mundos— habría sido invitarles a que le encerrasen en una celda acolchada, en vez de permitirle un descanso temporal; y Malone era un hombre con sentido común, a pesar de su misticismo. Tenía la aguda visión del celta para las cosas preternaturales y ocultas, y el ojo vivo del lógico para lo que en apariencia era convincente, amalgama que le había llevado muy lejos en los cuarenta y dos años de su vida y le había colocado en extraños lugares para un hombre que se había formado en la Universidad de Dublín y había nacido en una villa georgiana próxima a Phoenix Park.

Y ahora, al repasar las cosas que habla visto y sentido y comprendido, Malone se alegró de no haber confiado a nadie algo que era capaz de convertir a un intrépido luchador en un neurótico tembloroso, las viejas barriadas de ladrillo y las oleadas de rostros cetrinos y huidizos en algo pesadillesco y prodigiosamente siniestro. No sería ésta la primera vez que sus sentimientos se quedaran sin interpretación, pues ¿acaso no era su mismo acto de sumergirse en el abismo políglota del hampa neoyorquina un fenómeno que escapaba a toda explicación razonable? ¿Qué podía contarles a las gentes prosaicas sobre las antiguas brujerías y las grotescas maravillas discernibles para unos ojos sensibles en este caldero inmundo donde las más diversas heces de épocas malsanas mezclaban su ponzoña y perpetuaban sus obscenos terrores?

El había visto la llama verde e infernal de secreto prodigio en esa confusión estridente y evasiva de avidez exterior y de interna blasfemia, y había sonreído con desprecio cuando los neoyorquinos que le conocían se burlaban de sus experimentos en su labor policial. Se habían mostrado muy graciosos y cínicos, y se habían reído de su búsqueda fantástica de misterios incognoscibles, asegurándole que en estos tiempos no habla en Nueva York más que bajeza y vulgaridad. Uno de ellos le había apostado bastante dinero a que —pese a las numerosas cosas emocionantes que había publicado en la Dublin Review— no era capaz de escribir siquiera un relato verdaderamente interesante sobre la vida de los bajos fondos de Nueva York; y ahora, al reflexionar sobre ello, se daba cuenta de la ironía cósmica que había justificado las palabras proféticas al refutar secretamente su frívolo significado. El horror, como vio al fin, no podía ser objeto de relato; pues como el libro que cita la autoridad alemana de Poe, es lasst sich nicht lesen, «no consiente en ser leído».


II

Para Malone, la existencia producía siempre una sensación latente misterio. De joven había percibido la oculta belleza, el éxtasis de las cosas, y había sido poeta, pero la pobreza y el sufrimiento y el exilio le habían hecho volver la mirada en direcciones más tenebrosas, y se había estremecido ante la maldad del mundo que le rodeaba. La vida diaria se había vuelto para él una fantasmagoría de sombras macabras; brillante y descocada unas veces, ocultando la corrupción con el mejor estilo de Beardsley, y, otras, sugiriendo terrores tras las formas y los objetos más corrientes, como las obras sutiles y menos llamativas de Gustavo Doré. A menudo consideraba misericordioso que la mayoría de las personas inteligentes se mofaran de los misterios más recónditos, pues, argüía, si las mentes superiores entraran alguna vez en comunicación plena con los secretos guardados por antiguos cultos inferiores, no tardarían las anormalidades no sólo en destruir el mundo, sino en amenazar la misma integridad del universo.

Estas reflexiones eran morbosas, evidentemente, pero su agudo sentido de la lógica y su profundo humor las equilibraban de manera saludable. Malone se conformaba con que sus ideas se quedaran en visiones semivislumbradas y prohibidas para poder jugar con ellas con ligereza. La historia llegó sólo cuando el deber le colocó ante una revelación infernal demasiado repentina e intensa para poder soslayarla.

Hacía algún tiempo que le habían destinado a la comisaría de Butler Street, de Brooklyn, cuando tuvo noticia del caso de Red Hook.

Red Hook es un laberinto de híbrida miseria próximo al barrio marinero frente a la Isla del Gobernador, con suicidas carreteras que ascienden de los muelles a un terreno elevado donde los deteriorados tramos de Clinto Street y Court Street conducen al Ayuntamiento. Sus casas son en su mayoría de ladrillo, construidas durante el segundo cuarto del siglo XIX, y algunos de los callejones y travesías más oscuros tienen sabor antiguo y seductor que la literatura convencional nos inclina a calificar de «dickensiano». La población es una mescolanza y un enigma irremediables: en ella chocan entre sí componentes sirios, españoles, italianos y negros, a no mucha distancia de los cinturones escadinavo y americano. Es una babel de ruidos e inmundicia que profiere extraños gritos al contestar a las mansas olas oleaginosas que lamen los sucios espigones y a las monstruosas letanías que compone el órgano de los silbidos portuarios. Aquí imperaba hace tiempo un cuadro mucho más brillante, cuando los marineros de ojos daros pululaban por las calles inferiores, y unos hogares con más personalidad y gusto bordeaban la colina.

Aún pueden descubrirse vestigios de su antiguo esplendor en las formas elegantes de los grandes edificios, las airosas iglesias, y los testimonios de un arte y un pasado originales en pequeños detalles diseminados aquí y allá: un gastado tramo de escaleras, una puerta deteriorada, un par de carcomidas columnas decorativas, o un trozo de lo que en otro tiempo fuera espacio verde, con la barandilla torcida y herrumbrosa. En general, las casas componen bloques homogéneos, y, de cuando en cuando, se eleva una cúpula con múltiples ventanas para recordar los tiempos en que las familias de los capitanes y los armadores vigilaban el mar.

Un centenar de dialectos blasfemos asaltaban el cielo desde esta mescolanza de podredumbre material y espiritual. Hordas de merodeadores deambulaban gritando y cantando por callejones y calles; unas manos furtivas, de tarde en tarde, apagaban de pronto la luz y corrían las cortinas, y unos rostros oscuros, marcados por el pecado desaparecían de la ventana al sorprenderlos el visitante. Los policías desesperan de imponer algún orden, y tratan de levantar barreras a fin de proteger el mundo exterior del contagio. Al ruido metálico de la patrulla responde una especie de silencio espectral, y los detenidos que se llevan jamás se muestran comunicativos. Los delitos evidentes son tan variados como los dialectos locales, y abarcan desde el contrabando de ron y la entrada clandestina de extranjeros, pasando por los diversos grados de depravación y oscuro vicio, hasta el asesinato y la mutilación en sus formas más horrendas.

El hecho de que estos delitos visibles no sean más frecuentes no es ninguna honra para el vecindario, a menos que la capacidad de ocultación sea un arte digno de honra. Entra más gente en Red Hook de la que sale —al menos, de la que sale por tierra—, y los causantes de ello son los menos locuaces con toda probabilidad.

Malone encontró en este estado de cosas un vago hedor y secretos más terribles que cuantos pecados denunciaban los ciudadanos y deploraban los sacerdotes y filántropos. Sabía, como persona en que una gran imaginación se unía a conocimientos científicos, que la gente moderna que vive al margen de la ley tiende misteriosamente a repetir las pautas instintivas más oscuras de salvajismo primitivo y cuasi simiesco en su vida diaria y en sus observaciones rituales; y con un estremecimiento de antropólogo, habla visto a menudo desfilar procesiones, acompañadas de cánticos y blasfemias, de jóvenes de ojos turbios y rostros picados de viruela que desfilaban durante las primeras horas de la madrugada. Constantemente se veían grupos de estos jóvenes; unas veces, mirando de soslayo en las esquinas de las calles; otras, en los portales, tocando misteriosamente instrumentos musicales de escasa calidad; otras, sumidos en un embotamiento anonadante, enfrascados en conversaciones indecentes alrededor de una mesa de algún restaurante próximo a Borough Hall, o hablando en voz baja junto a un taxi desvencijado ante el pórtico solemne de algún caserón viejo y ruinoso con los postigos cerrados.

Le fascinaban y le producían escalofríos, más de lo que se atrevía a confesar a sus compañeros de cuerpo, porque le parecía ver en ellos una especie de hilo monstruoso de secreta continuidad, una pauta diabólica, misteriosa y antigua que estaba más allá y por debajo de las acciones, costumbres y guaridas investigadas con concienzudo cuidado técnico por la policía. Eran sin duda, intuía él, herederos de alguna tradición espantosa y primordial, partícipes de cultos y ritos degradados y fragmentarios, más viejos que la humanidad. Lo sugería su coherencia y su precisión, y lo revelaban los indicios de un orden subyacente bajo el sórdido desorden. No en vano había leído tratados como El culto de la brujería en Europe Occidental de Margaret Murray y sabía que había pervivido hasta los últimos años, entre los campesinos y las gentes furtivas, un tipo horrible y clandestino de reuniones y orgías que provenía de tenebrosas religiones anteriores al mundo ario, y que aparecían en las leyendas populares como misas negras y aquelarres. No creía en absoluto que hubiesen desaparecido por completo estos vestigios infernales de magia asiático-turania y de cultos de la fertilidad, y se preguntaba a menudo cuánto más antiguos y negros serían algunos de ellos de lo que se contaba en realidad.


III

Fue el caso de Robert Suydam el que introdujo a Malone en el asunto de Red Hook.

Suydam era un hombre solitario y culto que pertenecía a una antigua familia holandesa; cantó desde el principio con los medios justos para vivir con independencia, y habitaba la amplia pero mal conservada mansión que su abuelo había construido en Flatbush cuando dicho pueblo era poco más que un agradable conjunto de casas de estilo colonial alzadas en torno al templo de la Iglesia Reformada, cubierto de hiedra, con su campanario y su cementerio cercado con valla de hierro y poblado de lápidas con nombres holandeses. En su casa solitaria de Martense Street, en medio de un jardín de árboles venerables, Suydam había leído y meditado durante seis décadas, excepto un período en que embarcó, una generación antes, rumbo al viejo continente; donde permaneció durante ocho años. No podía permitirse tener criados, admitía pocas visitas en su absoluta soledad, evitaba amistades íntimas y recibía a sus escasos conocidos en una de las tres habitaciones de la planta baja que él mismo mantenía en orden, una inmensa estancia con estanterías que llegaban basta el techo, sólidamente atestadas de libros pesados, rotos, arcaicos y de aspecto vagamente repugnante. El crecimiento del pueblo y su absorción final por el distrito de Brooklyn no había significado nada para Suydam, quien a su vez había ido significando menos para el pueblo.

La gente mayor aún le señalaba por la calle, pero para la mayoría de la población más joven era tan sólo un tipo raro, corpulento y viejo, cuyo cabello blanco y desgreñado, barba hirsuta, traje negro reluciente y bastón con puño de oro, le valían una mirada divertida y nada más.

Malone no le conoció de vista hasta que el deber le hizo intervenir en el caso, pero había oído decir que era una verdadera autoridad en supersticiones medievales, y una vez había querido echar una ojeada a un opúsculo suyo, ya agotado, sobre la cábala y la leyenda de Fausto, opúsculo que un amigo suyo había citado de memoria.

Suydam se convirtió en un «caso» cuando sus lejanos y únicos parientes trataron de obtener un dictamen judicial sobre su salud mental. La decisión de estos parientes había parecido repentina al mundo exterior, pero en realidad la tomaron sólo tras una prolongada observación y penosas discusiones. Se basaba en ciertos cambios extraños que habían apreciado en su forma de hablar y en sus hábitos, así como en extravagantes referencias a prodigios inminentes y en sus inexplicables visitas a los vecindarios de Brooklyn de mala reputación. Con los años se había ido volviendo más descuidado en su persona, hasta convertirse en un auténtico pordiosero; y los avergonzados amigos le veían a veces por las estaciones del Metro, o haraganeando en los bancos de los alrededores de Borough Hall, conversando con desconocidos de piel oscura y cara tenebrosa. Cuando hablaba, era para farfullar cosas sobre ciertos poderes ilimitados que casi tenía bajo su control, y repetir con furtivas miradas de inteligencia palabras o nombres místicos como «Sefirot», «Asmodeo» y «Samaél».

El dictamen judicial declaró que estaba consumiendo sus rentas y malgastando su peculio en la compra de extraños volúmenes, importados de Londres y de París, y en el mantenimiento de un sótano miserable en el distrito de Red Hook, donde pasaba casi todas las noches recibiendo extrañas delegaciones de gentes extranjeras, broncas y heterogéneas, y dirigiendo al parecer cierta clase de ritos ceremoniales tras las verdes y discretas persianas. Los detectives a quienes se asignó su vigilancia informaron haber oído desde el exterior extraños gritos y cánticos y ruidos de saltos, durante esos ritos nocturnos, y se estremecían ante su éxtasis y abandono, pese a las vulgares orgías que solían celebrarse en ese sector embrutecido.

Sin embargo, cuando llegó a conocerse la noticia, Suydam se las arregló para seguir en libertad. Ante el juez, su actitud. fue cortés y razonable, y admitió sin reservas la rareza de conducta y extravagancia de lenguaje en que había caído a causa de su excesiva entrega al estudio y a la investigación. Se había consagrado, dijo, a la investigación de ciertos aspectos de las tradiciones europeas que requerían el más estrecho contacto con grupos extranjeros, y el conocimiento de sus canciones y sus danzas populares. La idea de que una ruin sociedad secreta le estaba devorando, como sugerían sus parientes, era evidentemente absurda; demostraba lo poco que comprendían su obra. Tras el triunfo de sus serenas explicaciones, se le dejó en libertad, y fueron retirados los detectives contratados por los Suydam, Corlear y Van Brunt con resignado disgusto.

Fue por entonces cuando se hizo cargo del caso un grupo formado por inspectores federales y policías, Malone entre ellos. La policía había seguido con interés el caso de Suydam, y había sido llamada en muchas ocasiones para que ayudase a los detectives privados. Durante este trabajo se puso de manifiesto que entre los nuevos amigos de Suydam se encontraban los más negros y depravados criminales que pululaban por los tenebrosos callejones de Red Hook, y que al menos una tercera parte de ellos eran reincidentes en casos de robo, disturbios e introducción ilegal de inmigrantes. En efecto, no sería exagerado decir que el círculo particular del viejo erudito coincidía casi cabalmente con la peor de las camarillas organizadas que ayudaban desde tierra a pasar clandestinamente a cierta hez incalificable de asiáticos tan sabiamente devueltos por Ellis Island. En los tugurios rebosantes de Parker Place —rebautizada posteriormente— donde Suydam tenía el sótano, se había formado una inusitada colonia de gentes extrañas de ojos rasgados que utilizaban el alfabeto árabe, aunque era rechazada manifiestamente por la gran mayoría de sirios que vivían en Atlantic Avenue y sus proximidades.

Todos podían ser deportados por falta de documentación, pero los mecanismos legales funcionaban con lentitud, y no se puede remover Red Hook a menos que la publicidad obligue a las autoridades a tomar tal medida.

Estos seres acudían a una derruida iglesia de piedra, utilizada los viernes como sala de baile, la cual alzaba sus contrafuertes góticos cerca de la parte más sórdida del barrio marinero. Teóricamente era católica, pero los sacerdotes de todo Brooklyn negaban al lugar toda categoría y autenticidad, y los policías coincidían con ellos cuando escuchaban el rumor que salía de ella por la noche. Malone creía oír a veces, cuando la iglesia permanecía vacía y sin luces, las notas bajas y desafinadas de un órgano secreto y terrible como si brotasen de las profundidades del subsuelo; en cuanto a los demás observadores, les amedrentaban los chillidos y golpes de tambor con que acompañaban los servicios religiosos. Al ser interrogado, Suydam dijo que creía que el ritual era un residuo de cristianismo nestoriano teñido de chamanismo del Tíbet. La mayoría de estas gentes, según él, era de origen mongólico y procedía de alguna región próxima al Kurdistán, y Malone no pudo evitar el pensar que el Kurdistán es el país de los yezidíes, últimos supervivientes de los adoradores persas del diablo.

Fuera como fuese, el revuelo de la investigación de Suydam confirmó que estos recién clandestinos acudían a Red Hook en número vez mayor, entraban por el país gracias a alguna, apiración no detectada por los oficiales de aduanas ni por la policía portuaria, invadían Parker Place y se extendían rápidamente por la colina, siendo acogidos con fraternidad por los variopintos residentes de la zona. Sus figuras achaparradas y sus fisonomías característicamente bizcas, combinadas de manera grotesca con ropas llamativamente americanas, aparecían cada vez con más frecuencia entre los maleantes y pistoleros nómadas del sector de Borough Hall; hasta que por último se juzgó necesario efectuar un censo de todos ellos, averiguar cuáles eran sus recursos y ocupaciones y ver la forma de cercarles y entregarles a las autoridades de inmigración. Malone fue asignado para esta misión por acuerdo de las fuerzas federales y locales, y cuando empezó la criba de Red Hook, percibió que se encontraba al borde mismo de unos terrores indecibles, con la figura andrajosa y descuidada de Robert Suydam como principal enemigo y adversario.


IV

Los métodos de la policía son diversos e ingeniosos. Malone, valiéndose de discretos paseos, cuidadosas conversaciones casuales, calculados ofrecimientos de licor y discretas entrevistas con asustados prisioneros, se enteró de bastantes detalles sueltos sobre ese movimiento que había adoptado un cariz tan amenazador. En efecto, los recién llegados eran kurdos, aunque hablaban un dialecto oscuro y desconcertante en cuanto a su exacta filología. Los que trabajaban lo hacían en su mayor parte como cargadores de muelle, o eran buhoneros sin licencia, aunque a menudo servían en restaurantes griegos y atendían en los kioskos de periódicos de las esquinas.

La mayoría, sin embargo, carecía de un medio visible de subsistencia, y tenía que ver, evidentemente, con actividades del hampa, de las cuales el contrabando y el tráfico ilegal de licores eran las menos inconfesables. Casi todos habían llegado en buques de vapor y habían sido desembarcados durante noches sin luna en botes de remo que después se metían furtivamente por debajo de cierto muelle y seguían por un canal oculto, hasta un remanso subterráneo situado debajo de cierta casa. Malone no consiguió localizar el muelle, ni el canal, ni la casa, ya que la memoria de sus informadores era terriblemente confusa, en tanto que su lenguaje era en parte incomprensible aun para los intérpretes más capaces; tampoco pudo obtener ningún dato coherente sobre las razones de su importación sistemática. Se mostraron reservados respecto al lugar del que venían, y en ningún momento les pudo coger lo bastante desprevenidos como para revelar qué agentes les habían buscado y dirigido.

En efecto, manifestaron algo así como un tremendo pavor cuando se les preguntó por los motivos de su presencia allí. Los maleantes de otras razas se mostraron igualmente reservados, y lo más que se pudo inferir fue que un dios o gran sacerdote les había prometido poderes inauditos y glorias y gobiernos sobrenaturales en una tierra extraña.

La asistencia de los recién llegados y antiguos delincuentes a las rigurosamente vigiladas reuniones nocturnas de Suydam era muy asidua, y la policía no tardó en enterarse de que el antiguo solitario había alquilado pisos adicionales para acomodar a aquellos invitados que estaban al tanto de sus consignas, llegando a adquirir finalmente tres edificios enteros y albergando de forma permanente a muchos de estos misteriosos compañeros. Ahora pasaba poco tiempo en su casa de Flatbush, adonde iba sólo para llevarse o devolver libros; y su expresión y actitud habían alcanzado un impresionante grado de extravío. Malone fue a verle un par de veces, pero las dos fue rechazado con brusquedad. No sabía nada, dijo, de complots ni de conjuras misteriosas; no tenía idea de cómo habían entrado los kurdos ni de qué pretendían. Su ocupación era estudiar con serena tranquilidad el folklore de todos los inmigrantes del distrito, asunto en el que la policía no tenía por qué meterse. Malone expresó su admiración por su viejo folleto sobre la cábala y otros mitos; pero el ablandamiento del anciano fue sólo momentáneo.

Consideró aquello una intrusión, y despidió a su visitante sin contemplaciones; Malone se retiró disgustado, y acudió a otros canales de información.

Nunca sabremos qué habría descubierto Malone si hubiese podido trabajar con continuidad en el caso. Pero un conflicto estúpido entre las autoridades locales y las federales hizo que se suspendiesen las investigaciones durante meses, en el curso de los cuales el detective se ocupó de otras misiones. Pero en ningún momento perdió interés, ni dejó de asombrarle lo que empezaba a sucederle a Robert Suydam. Coincidiendo con una ola de secuestros y desapariciones que conmocionó a Nueva York, el descuidado erudito empezó a experimentar una metamorfosis tan asombrosa como absurda. Un día le vieron por las proximidades de Borough Hall con el rostro afeitado, peinado y con un traje pulcro y de buen gusto; y en adelante, cada día se observaba en él cierta oscura mejoría.

Mantenía constantemente su nueva actitud remilgada, a la que vino a sumarse un inusitado fulgor en los ojos y una vivacidad en el habla; y poco a poco empezó a perder la corpulencia que durante tanto tiempo le había deformado. Ahora era frecuente que se le atribuyese menos edad de la que tenía; adquirió elasticidad en su modo de andar y firmeza en el porte, en consonancia con su nueva vida, y su cabello mostró un curioso oscurecimiento que no daba la impresión de deberse al tinte. Unos meses después empezó a vestir de manera cada vez menos conservadora, y finalmente asombró a sus nuevos amigos al restaurar y decorar de nuevo su mansión de Flatbush, que abrió en una serie de recepciones a las que invitó a cuantas amistades recordaba, dispensando una especial acogida a sus parientes olvidados que poco antes habían tratado de internarle.

Unos asistieron por curiosidad y otros por obligación, pero todos se sintieron súbitamente encantados ante la gracia y donaire de que hacía gala el antiguo ermitaño. Este declaró que habla terminado casi toda la labor que se había asignado, y que puesto que acababa de heredar cierta propiedad de un amigo europeo semiolvidado, iba a pasar el resto de sus días en una segunda y más brillante juventud, cosa que hacían posible el desahogo económico, el cuidado y una estudiada dieta. Cada vez se le veía menos por Red Hook, y cada vez se movía más en la sociedad en la que habla nacido. La policía observó que los maleantes solían reunirse ahora en la vieja iglesia-sala de baile, en vez de acudir al sótano de Parker Place, aunque éste y sus recientes anexos seguían rebosantes de vida pestilente.

Entonces se produjeron dos acontecimientos bastante inconexos, aunque de enorme interés para el caso, tal como Malone lo concebía. Uno fue el anuncio discreto, aparecido en el Eagle, de los esponsales de Robert Suydam con la señorita Cornelia Gerritsen de Bayside, joven de excelente posición y pariente lejana de su viejo prometido; el otro fue una redada efectuada por la policía en la iglesia-sala de baile, al recibir aviso de que había sido vista fugazmente, en una ventana del sótano, la cara de un niño secuestrado. Malone había participado en esa redada y, una vez dentro, había examinado el lugar con todo detenimiento. No encontraron a nadie —en realidad, el edificio estaba completamente desierto cuando llegaron—, pero su sensibilidad celta se sintió vagamente turbada ante muchas de las cosas que descubrió en el interior. Había tablas con pinturas sumamente desagradables, tablas que representaban rostros sagrados con expresiones singularmente sardónicas y mundanas, los cuales adoptaban a veces gestos libertinos que incluso una sensibilidad profana decorosa apenas podía aprobar.

Tampoco le agradó la inscripción griega muro, encima del púlpito: era una antigua fórmula mágica con la que ya se había tropezado en sus tiempos de estudiante, en Dublin, y que, traducida, decía literalmente:

«¡Oh amiga y compañera de la noche, tú que te solazas en el ladrido del perro y en la sangre derramada, que vagas entre las sombras de las tumbas y ansías la sangre y traes el terror a los mortales, Gorgo, Mormo, luna de mil caras, mira con ojos favorables nuestros sacrificios!»

Se estremeció al leer esto, y recordó vagamente las notas desafinadas y bajas de un órgano que había imaginado oír algunas noches como si salieran de debajo de la iglesia.

Y otra vez se estremeció al observar herrumbre en el borde de un cuenco metálico que había sobre el altar, y se detuvo nervioso cuando su olfato percibió un hedor espantoso y extraño procedente de algún lugar cercano. Le obsesionaba el recuerdo de los acordes de órgano, y registró el sótano con especial atención antes e marcharse. El lugar le resultaba detestable; sin embargo, ¿qué eran las pinturas e inscripciones blasfemas, aparte de meras groserías perpetradas por gentes ignorantes?

Por la época en que se había fijado la boda de Suydam, la epidemia de secuestros se había convertido en un escándalo periodístico general. La mayoría de las víctimas eran niños de las clases sociales más bajas, pero el creciente número de desapariciones había suscitado un sentimiento de furia de lo más violento. Los diarios reclamaban la intervención de la policía, y una vez más la comisaría de Butler Street envió a sus hombres a Red Hook en busca de pistas, descubrimientos y criminales. Malone se alegró de ponerse otra vez en acción, y se enorgulleció de tomar parte en la redada llevada a cabo en una de las casas que tenía Suydam en Parker Place. No encontraron a ninguno de los niños secuestrados, a pesar de lo que se contaba sobre gritos, y a pesar de la venda roja recogida en el patio, pero las pinturas y las brutales inscripciones que manchaban las paredes desnudas de la mayoría de las habitaciones, y el primitivo laboratorio químico del ático, convencieron al detective de que estaba sobre la pista de algo tremendo.

Las pinturas eran espantosas: monstruos horribles de todas las formas y tamaños, y parodias de siluetas humanas imposibles de describir. Las frases estaban escritas en rojo, en caracteres árabes, griegos, latinos y hebreos. Malone no pudo leer muchas de ellas, aunque lo que consiguió descifrar resultó ser portentoso y cabalístico. Una frase, frecuentemente repetida en una especie de griego hebraizado del período helenístico, sugería las más terribles evocaciones del demonio de la decadencia alejandrina:

EL.HELOYM.SOTHER.EMMANUEL.SABAOTH.
AGLA.TETRAGRAMMAT0N.AGYROS.OTHEOS.
ISCHYROS.ATHANATOS. IEHOVA. VA.ADONAI.
SADAY.H0MOVSION.MESSIAS.ESCHEREHEYE.

Por todas partes aparecían círculos y pentáculos que hablaban sin lugar a dudas de las extrañas creencias y aspiraciones de aquellos que vivían allí de manera tan sórdida. En el sótano, sin embargo, encontró lo más extraño de todo: una pila de lingotes de oro, cuidadosamente cubierta con un trozo de arpillera; en sus brillantes superficies ostentaban los mismos horribles jeroglíficos que adornaban las paredes. Durante la redada, la policía chocó tan sólo con la resistencia pasiva de los bizcos orientales que salían como enjambres de todas las puertas. Viendo que no había nada más de importancia, tuvieron que dejarlo todo como estaba. No obstante, el comisario del distrito envió una nota a Suydam ordenándole que vigilase estrechamente a sus inquilinos y protegidos, en vista del creciente clamor público.


V

En junio tuvo lugar la boda, que causó gran sensación. En Flatbush reinaba la animación hacia las doce del mediodía, y una multitud de automóviles adornados con gallardetes llenaban las calles próximas a la iglesia holandesa donde habían instalado un toldo que, iba de la puerta a la calzada. Ningún acontecimiento local superó a las nupcias Suydam-Gerritsen en tono y categoría, y el grupo que dio escolta a la novia y al novio hasta el muelle de la Cunard fue, si no el más elegante, sí al menos una sólida página de la alta sociedad. A las cinco se intercambiaron los saludos, agitando la mano en señal de adiós, y el pesado transatlántico se apartó del largo espigón, giró la proa lentamente hacia el mar, soltó amarras y enfiló hacia las aguas anchurosas que le llevarían a las maravillas del vicio mundo. Era de noche cuando se despejó la cubierta, y los pasajeros rezagados contemplaron las estrellas que parpadeaban por encima de un océano no contaminado.

No se sabe si fue el carguero o el grito lo que primero llamó la atención. Probablemente fueron ambas cosas a la vez; pero de nada sirve hacer suposiciones. El grito brotó del camarote de Suydam, y quizá habría podido contar cosas cosas espantosas el marinero que derribó la puerta si no se le hubiera trastornado el juicio en ese mismo instante; el caso es que empezó a gritar más aún que las primeras víctimas, y echó a correr estúpidamente por el barco hasta que le cogieron y le encadenaron. El médico de a bordo, que entró en el camarote unos momentos más tarde y encendió las luces, no enloqueció, pero no dijo a nadie lo que vio hasta algún tiempo después, cuan- do trabó correspondencia con Malone, ya en Chepachet. Fue asesinato —estrangulación—; pero no hace falta decir que las huellas que aparecieron en el cuello de la señora Suydam no podían proceder de las manos de su esposo ni de ningún ser humano, y que la inscripción que fluctuó en el blanco mamparo unos instantes en caracteres rolos, consignada después de memoria, parece que correspondía nada menos que a las pavorosas letras caldeas de la palabra «LILITH».

No hace falta mencionar estas. cosas porque desaparecieron rápidamente; en cuanto a Suydam, se pudo impedir al menos que entraran los demás en el camarote, hasta saber qué pensar. El médico ha asegurado claramente a Malone que no llegó a ver aquello, justo antes de encender él las luces, percibió la portilla abierta y cegada unos segundos por cierta fosforescencia, y durante un instante pareció resonar en la oscuridad del exterior algo así como una risa infernal y contenida; pero la realidad es que no vio nada. Como prueba, el doctor aduce el hecho de que conservó la cordura.

Luego, el carguero acaparó la atención de todos. Arrió un bote, y una horda de insolentes rufianes de tez oscura, vestidos con uniforme de oficial, invadió la cubierta del buque y detuvo temporalmente el barco de la Cunard. Querían a Suydam, tanto si estaba vivo como si no. Tenían noticia de su viaje, y por ciertas razones estaban seguros de que moriría. La cubierta del capitán era casi un pandemónium; durante unos momentos, entre el informe del doctor sobre la escena del camarote y las peticiones de los hombres del carguero, ni el más prudente y concienzudo de los navegantes supo qué hacer. De repente, el que dirigía a los marinos visitantes; un árabe de boca detestablemente negroide, sacó un papel sucio y arrugado y se lo tendió al capitán. Estaba firmado por Robert Suydam, y contenía este extraño mensaje:

«En caso de que muera o me ocurra algún accidente súbito o inexplicable, ruego que mi cuerpo sea confiado sin preguntas al portador de esta nota y a sus acompañantes. Para mí, y quizá para usted, todo depende del absoluto cumplimiento de esta petición. Más tarde sabrá por qué..., no me defraude ahora. Robert SUYDAM.»

El capitán y el doctor se miraron mutuamente, y el segundo susurró algo al primero.

Finalmente asintieron impotentes, y les llevaron al camarote de Suydam. El doctor hizo que el capitán desviase la mirada al abrir la puerta y dejar paso a los extraños marineros, y no respiró hasta que salieron con su cargamento, tras permanecer largo rato preparándolo. Lo sacaron envuelto en una sábana de la litera, y el doctor se alegró de que no se viera demasiado su silueta. De alguna forma, los hombres arriaron el bulto, por un costado, hasta cubierta de su barco, y se lo llevaron sin destaparlo. El barco de la Cunard reemprendió el viaje, y el doctor y el que se encargaba a bordo de las funciones funerarias trataron de llevar a cabo en el camarote de Suydam los últimos servicios que pudieron. Una vez más, el médico se vio obligado a guardar silencio hasta la mendacidad, dado el horror de lo ocurrido. Cuando el encargado de los servicios funerarios preguntó por qué le había extraído toda la sangre al cuerpo de la señora Suydam, omitió decir que él no lo había hecho, ni señaló los huecos de las botellas que faltaban en el estante, ni mencionó el olor del lavabo que delataba la forma precipitada con que las habían vaciado de su contenido original. Los bolsillos de aquellos hombres —si es que eran hombres—. abultaban bastante en el momento en que abandonaron el barco. Dos horas más tarde, el mundo, conocía por la radio cuanto debía saber sobre el horrible caso.


VI

Esa misma tarde de junio, sin haber oído noticia alguna de lo ocurrido en altamar, Malone andaba desesperadamente ocupado por los callejones de Red Hook. Una súbita conmoción pareció estremecer el ambiente, y, como informados por un rumor de algo singular, los vecinos se arracimaron alrededor de la iglesia-sala de baile y las casas de Parker Place. Acababan de desaparecer tres niños —noruegos, de ojos azules, de las calles próximas a Gowanus—, y corrió la voz de que se estaba congregando una multitud de robustos vikingos de aquel sector. Malone llevaba semanas insistiendo sobre la necesidad de efectuar una limpieza general; finalmente, movidos por condiciones más evidentes al sentido común que las conjeturas de un soñador dublinés, accedieron a asestar un golpe definitivo. La inquietud y amenaza de esa tarde fue el factor decisivo, y poco antes de las doce de la noche un destacamento, reclutado en tres comisarías con el fin de llevar a efecto la redada, descendió hacia Parker Place y sus alrededores. Derribaron puertas, detuvieron a cuantos encontraron allí y abrieron las habitaciones iluminadas con velas, obligándolas a vomitar multitudes increíbles y heterogéneas de extranjeros vestidos con atuendos llamativos, mitras y demás ornamentos inexplicables. Mucho fue lo que se perdió en la refriega, ya que arrojaron los objetos apresuradamente a unos pozos insospechados que delataban los olores que ellos pretendían camuflar quemando a toda prisa acres inciensos. Pero había salpicaduras de sangre por todas partes; y Malone se estremeció al ver en el altar un pebetero del que aún salía humo.

Quería estar en varios sitios a la vez, y decidió inspeccionar el sótano de Suydam sólo cuando un mensajero le dijo que la derruida iglesia-sala de baile estaba completamente vacía. Pensó que quizá hubiera en el piso alguna clave sobre el rito del que el erudito de lo oculto se había convertido en alma y líder; registró con auténtica expectación las mohosas habitaciones, notó su vago olor a carroña, y examinó los libros curiosos, instrumentos, lingotes de oro y botellas con tapón de cristal, todo ello esparcido de cualquier manera. Se le cruzó por entre las piernas un gato flaco de color blanco y negro que le hizo tropezar, volcando una cubeta medio llena de un liquido rojo.

La impresión fue tremenda; hasta hoy, Malone no esté seguro de lo que vio, pero todavía se representa en sueños a ese gato escabulléndose, con ciertas monstruosas alteraciones y particularidades. Luego llegó a la puerta del sótano, la vio cerrada con llave, y buscó algo con qué derribarla. Encontró cerca un pesado banco, y su sólido asiento fue más que suficiente para hacer saltar los antiguos cuarterones. Sonó un crujido, y cedió toda la puerta... pero empujada desde el otro lado, de donde brotó el tumultuoso aullido de un viento frío como el hielo y cargado de todos los hedores del pozo inmenso, el cual adquirió una fuerza succionante que no parecía provenir de la tierra ni del cielo, y que, enroscándose como un ser vivo en torno al paralizado detective, le arrastró por la abertura y lo precipitó a insondables espacios poblados de susurros y gemidos y risotadas de burla.

Por supuesto, fue un sueño. Todos los especialistas se lo han dicho, y él no puede probar lo contrario. Desde luego, preferiría que fuese así, porque entonces la visión de los míseros barrios de ladrillo y los rostros oscuros de los extranjeros no le consumirían el alma de ese modo. Pero en aquellos momentos todo fue espantosamente real, y nada puede borrarle el recuerdo de esas criptas tenebrosas; esas arcadas titánicas y esas infernales figuras semiformadas y gigantescas que avanzaban en silencio llevando entre sus garras seres semidevorados cuyos fragmentos, vivos aún, gritaban pidiendo misericordia o reían demencialmente. Olores de incienso y de corrupción se mezclaban en nauseabundo concierto, y el aire negro hervía de bultos brumosos, semivisibles, de informes seres elementales dotados de ojos. En alguna parte, un agua negra y pegajosa lamía espigones de ónice, y, una de las veces, se oyó el tintineo estremecido de unas campanillas estridentes que saludaban a la risa loca y sofocada de una entidad desnuda y fosforescente que surgió a la superficie, salió a la orilla y se encaramó a lo alto de un pedestal tallado en oro que había en el fondo, y se puso en cuclillas mirando de soslayo.

Unas galerías de ilimitada oscuridad parecían dispersarse en todas direcciones, hasta el punto de que podía imaginar que aquello era la raíz de un contagio destinado a contaminar y tragarse ciudades enteras y a sumergir incluso naciones enteras en una fetidez de híbrida pestilencia. Aquí se había introducido el pecado cósmico, y, supurando ritos impíos, había iniciado una marcha burlesca de muerte que iba a corrompernos a todos y convertirnos en fungosas anormalidades, demasiado horrendas para encontrar descanso en las sepulturas. Aquí tenía Satanás su corte babilónica, y los miembros leprosos de la fosforescente Lilith eran lavados en sangre de niños inmaculados. Incubos y súcubos aullaban alabanzas a Hécate, y unos becerros-luna acéfalos mugían a la Magna Mater. Saltaban las cabras al son de unas flautas delgadas y odiosas y un grupo de egipanes perseguía incansablemente por las rocas a unos faunos deformes con aspecto de sapos hinchados. No estaban ausentes Moloch ni Ashtaroth, pues en esta quintaesencia de toda condenación habían quedado suprimidos los límites de la conciencia, y la fantasía del hombre abarcaba perspectivas de todos los reinos del horror y de todas las dimensiones prohibidas que el mal podía originar.

El mundo y la Naturaleza estaban irremediablemente desamparados ante tales asaltos procedentes de abiertos pozos de noche, y ningún signo ni plegaria era capaz de contener el desbordante Walpurgis de horror que se había producido cuando un sabio, en posesión de la odiosa llave, había tropezado con una horda cargada con el arca cerrada y repleta de saber demoníaco.

De repente, un rayo de luz física traspasó todas estas fantasmagorías, y Malone oyó rumor de remos en medio de unos seres de blasfemia que debieran estar muertos.

Surgió a la vista un bote con un farol en la proa, se dirigió velozmente hacia una argolla de hierro que habla en el muelle de piedra cubierto de lino, y vomitó a varios hombres oscuros cargados con un bulto envuelto en una sábana. Lo llevaron a la entidad desnuda y fosforescente agazapada en lo alto del dorado y esculpido pedestal, y la entidad rió y manoseó el bulto de la sábana. A continuación desenvolvieron y pusieron de pie, ante el pedestal, el cadáver gangrenoso de un viejo corpulento de barba incipiente y blancos cabellos desordenados. La entidad fosforescente rió otra vez, y los hombres se sacaron unas botellas de los bolsillos y le ungieron los pies con un líquido rojo; luego entregaron las botellas a la entidad para que bebiese de ellas.

De repente, de un callejón abovedado que se perdía a lo lejos llegaron las notas demoníacas y jadeantes de un órgano blasfemo, ahogando y anulando con sus bajos sonidos desafinados y sardónicos las risas infernales. Un instante después, todas las entidades que habla allí quedaron como electrizadas. Y agrupándose al punto en una procesión ceremonial, la horda de pesadilla se alejó solemnemente al encuentro de la música: cabras, sátiros y egipanes, íncubos, súcubos y lémures, sapos deformes, seres elementales aulladores y perrunos y huéspedes mudos de las tinieblas, guiados todos por la abominable entidad fosforescente que había ocupado el trono dorado, y que ahora avanzaba insolente portando en brazos el cadáver de ojos vidriosos del corpulento anciano. Los hombres extraños y oscuros danzaban detrás, y toda la columna saltaba y brincaba con furia dionisíaca. Malone dio unos pasos tras ellos, confuso y delirante, sin saber si estaba en este o en otro mundo. Luego dio media vuelta, vaciló y se desplomó sobre la piedra fría y húmeda, jadeante y tembloroso, mientras el órgano demoníaco seguía desafinando, y los aullidos, la percusión de los tambores y el tintineo de la loca procesión se hacia cada vez más débil.

Tenía vaga conciencia de cánticos horrendos y espantosos graznidos a lo lejos. De cuando en cuando le llegaba un gemido o gañido de devoción ceremonial a través de la bóveda tenebrosa, hasta que por último entonaron la pavorosa fórmula mágica griega cuyo texto habla leído encima del púlpito de la iglesia-sala de baile.

«¡Oh amiga y compañera de la noche, tú que te solazas en el ladrido del perro (aquí estalló un aullido horrendo) y en la sangre derramada (ruidos atroces); que vagas entre las sombras de las tumbas (aquí brotó un suspiro sibilante), y ansías la sangre y traes el terror a los mortales (gritos breves y agudos de miles de gargantas), Gorgo (repetido en respuesta), Mormo (repetido en éxtasis), luna de mil caras (suspiros y notas de flauta), mira con ojos favorables nuestros sacrificios!»

Al concluir la salmodia, se elevó un grito general, y unos ruidos sibilantes casi ahogaron las notas ominosas y bajas del órgano desafinado. Luego brotó un jadeo como de muchas gargantas, y una babel de ladridos y expresiones quejumbrosas: «¡Lilith, Gran Lilith, contempla al Esposo!» Más gritos, clamor exultante, y el ruido claro de pisadas de una figura que corría. Las pisadas se acercaron, y Malone se incorporó, apoyándose en un codo, para mirar.

La claridad de la cripta, que últimamente había disminuido, aumentó ahora ligeramente, y, en esa luz demoníaca, apareció la forma fugaz de algo que no era posible que pudiese huir, ni sentir, ni respirar: el cadáver gangrenoso de ojos vidriosos del anciano corpulento, ahora sin que le sostuviesen, animado por algún sortilegio infernal del rito que acababa de concluir. Tras él venía la entidad desnuda y fosforescente del esculpido pedestal, y más atrás resollaban los hombres oscuros y toda la pavorosa tripulación de repugnancias dotadas de sensibilidad. El cadáver iba sacando ventaja a sus perseguidores, y corría con un fin deliberado, forzando cada uno de sus músculos putrefactos a fin de llegar al áureo pedestal, cuya necromántica importancia era inmensa al parecer. Un momento después habla alcanzado su objetivo, mientras que la multitud que le seguía continuaba corriendo con frenética rapidez. Pero fue demasiado tarde; porque el cadáver de ojos desorbitados que fuera Robert Suydam había logrado su objetivo y su victoria en un esfuerzo final que le desgarró los tendones, provocando el desmoronamiento de su cuerpo nauseabundo.

El impulso había sido tremendo, pero su fuerza resistió hasta el final; y mientras caía convertido en una pústula fangosa de corrupción, el pedestal se tambaleó, se volcó y finalmente se precipitó desde su base de ónice a las espesas aguas, despidiendo un último destello de oro tallado al hundirse pesadamente en los negros abismos del Tártaro inferior. En ese instante se disipó también toda la escena de horror ante los ojos de Malone, quien se desmayó en medio de un estallido atronador que pareció borrar todo el maligno universo.


VII

Al sueño de Malone, vivido todo él antes de enterarse de la muerte de Suydam y de su transbordo en alta mar, vinieron a añadirse ciertos incidentes reales del caso; aunque ésa no es razón para que nadie lo crea. Los tres edificios viejos de Parker Place, sin duda minados de corrupción desde hacía tiempo en su forma más insidiosa, se derrumbaron sin causa visible cuando estaban dentro la mitad de los policías y gran parte de los prisioneros, y, de ambos grupos, el más numeroso murió instantáneamente. Sólo se salvaron muchas vidas en los sótanos y bodegas, y Malone tuvo la suerte de encontrarse en lo más bajo de la casa de Robert Suydam. Porque estaba efectivamente allí, cosa que nadie está dispuesto a negar. Le encontraron inconsciente en el borde de un estanque negrísimo, con un espantoso revoltijo de huesos y de putrefacción —que, por las operaciones dentales, identificarosa como el cadáver de Suydam— a unos pasos de él.

El caso era sencillo, ya que era allí adonde conducía el canal subterráneo de los contrabandistas: los hombres que habían recogido a Suydam del barco le habían traído a casa. A éstos no se les llegó a encontrar, o, al menos, no se les llegó a identificar; en cuanto al médico de a bordo, no le satisfacen las explicaciones simplistas de la policía.

Suydam era, evidentemente, el jefe de unas vastas operaciones de contrabando de hombres, ya que el que llegaba hasta su casa no era sino uno de los varios canales subterráneos y túneles de la vecindad. Había un túnel que conducía de su casa a una cripta situada bajo la iglesia-sala de baile, cripta a la que se llegaba desde la iglesia sólo a través de un estrecho pasadizo que había en la pared norte, y en cuyas cámaras se descubrieron cosas terribles y singulares. Allí estaba el órgano desafinado, en una inmensa capilla abovedada, con bancos de madera y un altar extrañamente decorado. En las paredes se alineaban pequeñas celdas, en diecisiete de las cuales —resulta espantoso relatarlo— encontraron prisioneros, encadenados aisladamente y en estado de completa idiocia, entre ellos cuatro madres con niños pequeños de aspecto inquietantemente extraño. Dichos niños murieron al ser sacados a la luz, circunstancia que los doctores consideraron una suerte. Aparte de Malone, ninguno de los que los examinaron recordó la oscura pregunta del viejo Del Río: An sint unquam daemones incubi et succubae, et an ex tali congressu proles nascia queat?

Antes de cegarlos, dragaron enteramente los canales, de los que sacaron una enorme cantidad de huesos de todos los tamaños, aserrados y triturados. Evidentemente, se habla llegado a la raíz de la epidemia de secuestros, aunque, de acuerdo con las pistas legales, sólo se pudo relacionar a dos de los detenidos supervivientes con el caso.

Dichos hombres se encuentran ahora en prisión, ya que no se ha podido determinar de forma convincente su complicidad en los asesinatos mismos. No se pudo sacar a la luz el pedestal o trono de oro esculpido, tan frecuentemente citado por Malone como de gran importancia ocultista, aunque se comprobó que, en la parte del canal situada debajo de la casa de Suydam, las aguas formaban un pozo demasiado profundo y no fue posible dragarla. La condenaron y cegaron con cemento al hacer los sótanos de los nuevos edificios, pero Malone especula a menudo sobre lo que hay debajo. La policía, satisfecha de haber desarticulado una peligrosa banda de maníacos traficantes de inmigrantes, dejaron a los kurdos no convictos en manos de las autoridades federales, si bien antes de ser deportados se descubrió de manera concluyente que pertenecían a la secta yezidí de los adoradores del diablo. El carguero y su tripulación siguen siendo un misterio, aunque íos escépticos detectives están dispuestos a enfrentarse con ellos, una vez más, en la lucha por impedir el paso de alijos y el contrabando de ron.

Malone considera que estos detectives dan muestras de una visión lamentablemente miope con su falta de asombro ante la miríada de detalles inexplicables y la sugestiva oscuridad de todo el caso; no obstante, critica igualmente a los periódicos que sólo vieron en él un morboso sensacionalismo, y se recrearon en lo que no era sino un sádico culto secundario, cuando podían haber denunciado un horror procedente del mismo corazón del universo. Pero le alegra poder descansar tranquilo en Chepachet, sosegando su sistema nervioso y pidiendo que el tiempo vaya trasladando poco a poco su terrible experiencia del reino de la realidad presente al de la pintoresca y semimítica lejanía.

Robert Suydam descansa junto a su esposa en el cementerio de Greenwood. No se celebró ningún funeral sobre sus huesos extrañamente rescatados, y los parientes se sienten aliviados por el rápido olvido en que ha caído el caso. Desde luego, ninguna prueba legal ha confirmado la conexión del erudito con los horrores de Red Hook, ya que su muerte se anticipó a la encuesta que habría tenido que soportar. Tampoco se habla de su propio fin, y los Suydam confían en que la posteridad le recuerde sólo como el afable anacoreta que se dedicaba al estudio de la magia y el folklore.

En cuanto a Red Hook, sigue como siempre. Suydam llegó y se fue; apareció un terror, y se disipó a continuación; pero el espíritu malvado de lo tenebroso y lo sórdido sigue latente entre los mestizos que habitan en los viejos edificios de ladrillo, y las bandas de haraganes siguen desfilando, sin que se sepa con qué objeto, por delante de las ventanas donde aparecen y desaparecen inexplicablemente luces y caras retorcidas. El horror secular es una hidra de mil cabezas, y los cultos tenebrosos tienen sus raíces en blasfemias más profundas que el pozo de Demócrito. Triunfa el alma de la bestia, omnipresente, y las legiones de jóvenes de ojos turbios y picados de viruela que deambulan por Red Hook siguen maldiciendo y cantando y aullando, mientras desfilan de abismo en abismo, sin que nadie sepa de dónde vienen ni hacia dónde van, empujados por leyes ciegas de la biología que jamás entenderán. Como antes, entra en Red Hook más gente de la que sale por tierra, y corren ya rumores de que vuelve a haber nuevos canales bajo tierra que conducen a ciertos centros de tráfico de licor y de cosas menos confesables.

La iglesia-sala de baile está dedicada ahora casi siempre al baile, y se han visto rostros extraños en sus ventanas por la noche. Recientemente, un policía expresó el convencimiento de que la cripta cegada ha sido excavada otra vez con fines nada fáciles de explicar. ¿Quiénes somos nosotros para combatir venenos más antiguos que la historia y que la humanidad? Los simios danzaban en Asia ante esos horrores, y el cáncer medra y se extiende en esas filas ruinosas de edificios de ladrillo donde se oculta lo clandestino.

No se estremece Malone sin motivos, pues sólo el otro día un oficial oyó casualmente a una vieja de tez oscura que enseñaba a un chiquillo una salmodia a la sombra de un patio. Prestó atención, y le pareció muy extraño oiría repetir una y otra vez:

«¡Oh amiga y compañera de la noche, tú que te solazas en el ladrido del perro y en la sangre derramada, que vagas entre las sombras de las tumbas, y ansías la sangre y traes el terror a los mortales, Gorgo, Mormo, luna de mil caras, mira con oros favorables nuestros sacrificios!»

H.P. Lovecraft (1890-1937)




Relatos de Lovecraft. I Relatos góticos.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de H.P. Lovecraft: El horror de Red Hook (The Horror at Red Hook) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Warlord dijo...

Maravillosamente oscuro, gracias por el relato



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.