Si veinte años después...

Algunos acontecimientos perduran en el tiempo, a veces deformados por malos ejercicios de la memoria y otros como raras joyas que se resisten al deterioro. Pero hay una tercera clase de recuerdos, un poco hijo de la fortuna y un poco del azar, que en ocasiones recibe del presente una especie de transfusión que recupera sus colores, sus texturas, sus fragancias.

Los recuerdos se construyen con un material frágil pero flexible, capaz de resistir las peores tempestades. Se equivoca quien juzga que toda memoria es falsa, pues los instantes que archivamos se conservan intactos en regiones inaccesibles de la mente; es nuestra interpretación posterior la que los vuelve inciertos, difusos, como vistos a través de una niebla.

Si no hay énfasis en una despedida es porque sus protagonistas ya conocen de antemano los trucos del dramaturgo. Despedirse es una contingencia. Reecontrarse es admitir un grado de inmortalidad en nosotros.

En esto reflexionaba un tipo sin nombre aguardando sobre la demora de un andén, seguro de que no todos los hombros se vuelven fugitivos, sino que algunos retornan, intocables y persistentes, como esos sueños que con el tiempo se vuelven concétricos.

El tren anunció su llegada. Todos subieron. Él no. Una sombra lejana salió del vientre de aquel gusano metálico y comenzó a avanzar hacia él. Su ansiedad lo hizo salirle al paso, acortar la distancia entre ambos porque el tiempo es una criatura voraz.

Un beso atropellado. Una caricia que se proyecta y retorna con la pulsión de una serpiente demasiado oficiosa. La noche fresca clavada en la piel, acaso disimulando otros temblores propios de la cercanía. Caminar. Buscar escondites, refugios. Abrazarse. Ser cómplices.

Veinte años después una plaza cualquiera recuperó sus antiguos colores, aunque de hecho no era la misma ni lo será nunca; tampoco los dos que se sentaron en un viejo banco sin respaldo y comenzaron a hablar como si el lapso que los había separado tuviese el sabor de un instante.

Aelfwine.



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