«El Guardián del Libro»: Henry Hasse; relato y análisis.
El Guardián del Libro (The Guardian of the Book) es un relato de terror del escritor norteamericano Henry Hasse (1913-1977), publicado originalmente en la edición de marzo de 1937 de la revista Weird Tales.
El Guardián del Libro, tal vez uno de los mejores cuentos de Henry Hasse, relata la historia de un aficionado al horror y el ocultismo, quien encuentra una librería sumamente extraña, atendida por un librero aun más extraño todavía, quien asegura poseer, entre otros libros prohibidos: el Necronomicón, El libro de Eibon, el Rey de amarillo, los Cultos sin Nombre, y un Libro todavía más peligroso, el origen de todos aquellos volúmenes malditos.
SPOILERS.
El Guardián del Libro pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. Henry Hasse intenta aquí desarrollar el origen de todos los libros apócrifos de los Mitos de Cthulhu, del cual el Necronomicón y los demás serían apenas pálidos reflejos. En este sentido, el Libro tiene un Guardián —en este caso, el librero, un hombrecito de aspecto curioso, casi extraterreno—; y todo aquel que se atreva a leer sus páginas malditas está obligado a continuar su custodia hasta que un nuevo incauto sea seducido por la curiosidad.
El Guardián del Libro de Henry Hasse presenta una verdadera catarata de referencias a los Mitos de Cthulhu; desde Abdul Alhazred a Nyarlathotep, Hastur, Cthulhu, los Sabuesos de Tindalos, Tsathoggua y Yog-Sothoth, entre otros menos importantes, como B'Moth (ver: El azote de B'Moth). El hilo conductor entre todas estas referencias es confuso, pero intentaremos explicarlo.
El Libro fue escrito en el planeta Vhoorl, situado en la vigésima tercera nebulosa —donde sea que eso quede—. Su autor es Kathulhn, un estudiante de matemáticas que logró trascender las barreras de este universo y acceder a la dimensión de los Primigenios (ver: Seres Interdimensionales en los Mitos de Cthulhu). De ese viaje extradimensional, Kathulhn obtuvo una revelación aterradora: hay seres tan superiores a la vida biológica que ni siquiera han reparado en nosotros, salvo como entretenimiento, enviando señales e inspiración a ciertos autores para dejar traslucir su existencia. En este contexto, el Libro es parte de esa broma cósmica.
Ahora bien, Kathulhn decide escribir esta revelación y así nace el Libro, y la maldición atada a él. Por cierto, el propio Kathulhn es nada menos que Cthulhu —¡una versión antropomorfizada!—, y Vhoorl, en este contexto, es su lugar de nacimiento, algo que insinúa Henry Akeley en El que susurra en la oscuridad (The Whisperer in Darkness).
El Guardián del Libro de Henry Hasse es un relato que comienza bien, con una premisa muy interesante: un libro que contiene todo el conocimiento oculto, pero cuya lectura tiene un precio: convertirse en su guardián durante siglos, o eones, hasta que un nuevo incauto sea seducido por sus conocimientos. La tarea no es sencilla, ya que hay otras fuerzas actuando en el cosmos, contrarias a los Primigenios, para que ese conocimiento no se disperse impunemente.
A medida que avanzamos en El Guardián del Libro vamos encontrando algunas dificultades, sobre todo las interpretaciones poco ortodoxas de Henry Hasse en relación a los Mitos, y su posible pasado. No obstante, no deja de ser un relato interesante.
El Guardián del Libro.
The Guardian of the Book, Henry Hasse (1913-1977)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
I
Siempre estoy atento a las librerías de segunda mano. Y, como mi negocio me lleva a todas partes de la ciudad, no pocas veces he entrado en esos lugares para pasar una extraña media hora buscando entre estantes y montones de volúmenes mohosos, a menudo para salir alegremente con algún artículo particular de cualquiera de mis variados pasatiempos e intereses.
Esa noche de febrero en particular me apresuraba a regresar a casa y, al cruzar una avenida estrecha en las afueras del distrito mayorista, me detuve con una emoción placentera. A poca distancia de la esquina había visto una de esas antiguas librerías, una que estaba seguro de no haber visitado nunca antes: un almacén de estructura estrecha escondido entre dos edificios de ladrillo.
No tenía planes especiales para la noche; ya estaba oscureciendo, hacía frío y la nieve empezaba a caer. Entré en el refugio que había llamado mi atención tan oportunamente.
El lugar estaba tenuemente iluminado, y pronto me descubrí parado en medio de una profusión de libros que reposaban en los estantes y en el piso por igual. No había nadie en la parte delantera de la tienda, pero de una habitación trasera llegó un traqueteo de cacerolas; así que supuse que se estaba celebrando una cena. En silencio, miré a mi alrededor, y debí haberme olvidado del tiempo; porque muy de repente me llegó una vocecita chillona cerca del oído:
—¿Busca algún libro en especial?
Sobresaltado, me di la vuelta.
A mi lado, mirándome a la cara, estaba el hombrecito más extraño que jamás había visto. Decir que era diminuto sería la verdad literal, porque no podría haber tenido mucho más de cuatro pies. Su piel era tersa y de un color que sólo podría describirse como gris pizarra; además, su cabeza era completamente calva. ¡No quedaba ni el más mínimo vestigio de una ceja! En toda mi vida nunca había visto nada ni la mitad de negro que esos ojos que miraron fijamente a los míos cuando volvió a preguntar:
—¿Busca algún libro en especial?
Me reí con inquietud.
—Me asustaste —le dije—. Bueno, no, nada en particular. Solo estoy mirando. Pensé que tal vez podría encontrar algo para llevarme a casa esta noche.
No habló; sólo hizo una leve reverencia y me indicó que siguiera adelante. Mientras me movía entre la mezcla de libros, me di cuenta de que los ojos del hombrecillo seguían todos mis movimientos; y aunque su expresión no había cambiado, pensé que me estaba mirando con algo parecido a un sentimiento de diversión.
Mis ojos se movieron sobre los títulos, sin perder ninguno, porque hay ciertos libros que siempre busco, por muy remotas que sean mis posibilidades de encontrar alguno de ellos. Pero ahora, mientras examinaba los libros sobre mí, vi que no había ningún orden de disposición: ficción, biografía, ciencia, historia, religión, técnica; todos estaban confusamente entremezclados.
Durante quizás cinco minutos más busqué, antes de dejarlo como una tarea desesperada. El hombrecillo no se había movido y ahora sonreía, no con antipatía.
—Me temo, señor, que nunca encontrará lo que está buscando.
Me había puesto algo impaciente, así que dije con franqueza:
—Estoy de acuerdo contigo allí. Nunca vi un desastre como este.
—Oh, me acabo de mudar aquí —explicó, todavía sonriendo—, y no he tenido mucho tiempo para poner las cosas en el orden correcto.
Dije que lo entendía, y que pasaría más tarde. Me dirigí hacia la puerta.
Puso una mano en mi brazo.
—Espere. Usted malinterpretó lo que quería decir cuando le dije que nunca encontraría lo que buscaba. No me refería al desorden de mis libros.
Simplemente levanté las cejas y él continuó:
—Espero que no se sorprenda demasiado, doctor Wycherly, cuando le asegure que soy muy consciente de que hay ciertos libros remotos que daría mucho por poseer, o incluso por leer. ¿No los hay? Y por remotos que sean estos libros, por remotas que sean sus posibilidades de encontrarlos, abriga la esperanza de que tal vez algún día pueda llegar a poseer uno de ellos. ¿No es verdad?
En mi asombro, respondí a sus dos preguntas a la vez, sin apenas saber que hablaba:
—Sí; de hecho tiene razón.
Su cabeza calva se balanceó benignamente y señaló con la mano las pilas de libros al azar que nos rodeaban.
—¿Y estos? —enfatizó con esa voz estridente—. ¡Son basura! ¡No son nada! No encontrarás allí lo que buscas.
Me asombró su vehemencia.
—Probablemente no —murmuré vagamente—. Pero usted, hace un momento, mencionó mi nombre y no sabía que me conocía. ¿Le importaría explicarme?
—Ah, sí, está desconcertado, por supuesto. Se está preguntando cómo llegué a saber su nombre. Eso, señor, es completamente intrascendente. Más aún, se pregunta cómo es posible que yo conozca ese secreto deseo suyo, el deseo de leer detenidamente esos llamados libros prohibidos que hablan de las cosas impensables del mal, los libros que son, ahora, inaccesibles. Basta decir, por el momento, que no puedo evitar conocer sus indagaciones sobre el tema de lo extraño y lo terrible, porque... bueno, porque es imperativo para mí que lo sepa; por lo tanto, lo sé.
»Pero creo que estará de acuerdo en que su búsqueda de tales libros es bastante desesperada. Las diversas versiones del Necronomicón de Alhazred, La atmósfera de Flammarion, Los Cultos sin Nombre de Von Junzt, La magia y las artes negras de Kane, El libro de Eibon y el misterioso Rey de amarillo, que, si es que existen, debe trascenderlas. Ninguno de estos libros encontrará en una librería. Incluso los pocos que se sabe que existen están bajo llave. Por supuesto que hay otras fuentes menores, pero ni siquiera son fáciles de conseguir. Por ejemplo, probablemente tuvo dificultades para localizar esa edición posterior de los Los cultos sin nombre que ahora tiene en su poder; y criminalmente expurgado como está, imagino que lo encuentra muy insatisfactorio.
—¡Sí! —admití sin aliento.
Me sorprendió haberme encontrado con una persona que poseía una familiaridad tan evidente con esta literatura de investigación.
—La versión que tengo de Los cultos sin nombre —continué explicando—, es la edición relativamente reciente de 1909, y es extremadamente pueril. Me gustaría muchísimo conseguir uno de los originales; publicado en Alemania, creo, a principios del siglo dieciocho.
—¿Y qué tal el Necronomicón? —dijo—, el más temible y más insinuado de todos los libros prohibidos. ¿Daría mucho por echarle un vistazo?
—Eso —sonreí—, está incluso más allá de mis más entrañables esperanzas.
—¿Y si le dijera que tengo aquí, en esta misma tienda, el Necronomicón original?
No moví una pestaña.
—No lo ha hecho —dije positivamente.
No me miró, sino más allá de mí.
—Es cierto, no lo he hecho —dijo al fin—. Pensé que consideraría esa afirmación como un absurdo.
Suspiró y luego prosiguió un poco apresuradamente:
—Y, sin embargo, me pregunto si puede imaginar un absurdo aún mayor: un libro aún más terrible que el temido Necronomicón, un libro tan ominoso que hace que el Necronomicón parezca tan dócil como… como...
—¿Como un libro de cocina? —dije jocosamente, porque el hombre diminuto se había vuelto casi solemne ahora.
—Sí. Un libro que cuenta cosas que el árabe loco nunca soñó en sus pesadillas más salvajes; de hecho, un libro que ni siquiera es de esta Tierra; un libro que se remonta al principio y más allá del principio; que proviene de las mentes mismas de las cosas que engendraron todas las cosas.
Lo miré con una sospecha repentina, luego sonreí cínicamente.
—¿Está tratando de decirme que no tiene el Necronomicón pero sí un libro como el que acaba de describir?
Sus ojos sostuvieron los míos por un momento, y solo por ese momento hubo un brillo en ellos.
—¿Me permitiría enseñárselo? —dijo.
—¡Sí, por supuesto!
—Muy bien. Espere aquí un momento.
Esperé, con bastante inquietud, y por primera vez reflexioné sobre el aspecto extraordinario de la situación. De repente recordé una historia que había leído, algo sobre un hombre que había entrado en una vieja librería y se había sumergido en una serie de extrañas aventuras, algo que ver con vampiros. Me molestó que esta historia saltara a mi mente esta vez en particular, pero sonreí ante la idea de que me sucediera algo adverso; este hombrecito de color pizarra era una persona bastante peculiar en verdad, pero no se ajustaba a mi concepción de vampiro.
Regresó en ese momento, llevando un libro inmenso, casi la mitad de grande que él.
—Debe comprender —dijo—, que lo que le voy a decir no debe tomarse con escepticismo. Es importante que sepa ciertas cosas sobre este libro —lo abrazó con fuerza— que le parecerán increíbles. Primero, debe saber que no me pertenece, ni tampoco a nadie en esta Tierra: esa es la primera cosa increíble en la que debe creer. Si tuviera que decirle verdaderamente a quién pertenece, tendría que decir: al cosmos y a todas las edades que fueron, son y serán. Es el libro más maldito del universo, y si no fuera por él, yo... pero no, no se lo diré ahora. Solo diré que soy su guardián, el guardián actual, y que nunca podría imaginar los terribles tránsitos de tiempo y espacio que he debido soportar.
¿Puedes culparme por retroceder un poco y acercarme a la puerta? ¿Puedes culparme por querer alejarme de allí? Había una sospecha creciente en mi mente de que este hombre estaba loco, y ahora lo sabía. Pero dije, precisamente porque no sabía qué más decir:
—¿Quieres venderme este libro?
Me miró con más atención.
—No se podría comprar con toda la riqueza de este o cualquier otro planeta. No, simplemente quiero que lo lea. De hecho, estoy muy ansioso por que lo lea. Puede llevárselo a su casa si lo desea. Verá, soy consciente de que, a pesar de su escepticismo, le consume la curiosidad.
Él estaba en lo correcto. Sin embargo, ¿por qué vacilé? Había algo muy extraño en todo aquello, algo que no aparecía en la superficie, algo sutil y casi aterrador. Hasta ahora había insinuado muchas cosas, pero no me había dicho exactamente nada. Estaba demasiado dispuesto a dejarme llevarme el libro, y algo me dijo que si estaba tan ansioso por que lo leyera, lo mejor sería no hacerlo.
—No, gracias —murmuré, y no traté de ocultar un escalofrío cuando me di la vuelta.
Ya había tenido suficiente. Sus ojos eran demasiado negros. Pero parecía haber anticipado mi negativa y en la puerta volvió a agarrarme del brazo.
—También puede saber —dijo—, que si no hubiera venido aquí, tarde o temprano el libro le habría atraído hacia él. Sabiendo lo que sé de usted y sus estudios ocultistas, se deduce que es lógico que se le confíe este volumen. Me doy cuenta de que solo he insinuado cosas y no le he dicho nada, pero ahora no puedo hacer más que eso. Debe leer el libro; entonces lo entenderá.
Con la mano en la puerta, dudé un fatídico momento. En ese instante, el libro salió de debajo de su brazo y lo apretó contra mí con mucha ansiedad, medio empujándome por la puerta hacia el crepúsculo de la noche que se acercaba; y ahí estaba yo con ese pesado volumen en mis manos, desconcertado, medio enojado, pero con la sensación de que por fin estaba en posesión de algo trascendental. Con una media sonrisa y un encogimiento de hombros, me volví hacia casa.
II
Mis esperanzas estaban más que fundadas, como pronto comprobé en la privacidad de mis habitaciones. El libro era enorme, del tamaño de un gran libro de contabilidad, y muy grueso, con las cubiertas bordeadas de metal. La encuadernación era de una tela negra descolorida que no me resultaba familiar, y las páginas amarillentas demostraron también ser de una textura extraña y resistente. Las páginas estaban cubiertas de extraños símbolos angulares, largos, estrechos y perpendiculares. Busqué una palabra clave, o símbolo clave, pero no había ninguno; así que miré las páginas, preguntándome cómo iba a descifrarlas.
Y entonces sucedió algo extraño, que iba a ser solo el primero de muchos eventos extraños esa noche. Mientras miraba esas desconcertantes páginas, creí ver que uno de los símbolos se movía, muy levemente; y mientras miraba fijamente la página, me di cuenta de que los símbolos se movían de hecho mientras mis ojos recorrían las líneas, reorganizándose, retorciéndose como serpientes diminutas. Y con este extraño movimiento ya no me pregunté el significado de esos símbolos, porque de repente se volvieron claros, vívidos y significativos, y se imprimieron en mi conciencia. Supe que de hecho me había topado con algo grandioso.
El libro parecía exudar un aura invisible de maldad que al principio me puso nervioso y luego me complació, y decidí no perder tiempo en sumergirme en mi tarea.
Sentado en un extremo de la mesa de la biblioteca, extendí el libro frente a mí y acerqué una lámpara. Así que, reconfortado por un fuego a mi derecha, pasé a la primera página y comencé el documento más fantástico que he leído en mi vida; sin embargo, como consecuencia de lo que sucedió, no puedo estar seguro de mi cordura.
Pero aquí está, casi palabra por palabra, como lo recuerdo tan claramente:
PREFACIO AL LIBRO MÁS MALDITO EN ESTE COSMOS
Quien posea este libro debe ser advertido, y este Prefacio es para cumplir ese propósito. El poseedor de este libro debería ser prudente Y huir de él, pero no lo hará. Su curiosidad ya está despertada, y leyendo incluso estas pocas palabras de advertencia no se verá disuadido de seguir leyendo. Se enredará en él, se convertirá en parte de la Trama, y aprenderá demasiado tarde que sólo le queda una dolorosa alternativa de escape.
Tal es lo condenable de todo esto.
Sepa, entonces, quien lea esto, que yo, Tlaviir de Vhoorl, suscribo por la presente la historia y el origen del Libro, para que todo tipo de hombres en todos los tiempos venideros puedan considerar cuidadosamente antes de sucumbir a la curiosidad. No tuve tal advertencia; y debido a mi locura, estoy destinado a ser el primer guardián. Yo mismo no sé, todavía, lo que eso puede presagiar; porque, por más que lo intente, no puedo olvidar a mi amiga Kathulhn, quien sin saberlo lanzó esta horrible broma de los dioses, y el destino que fue suyo.
Kathulhn siempre había sido una especie de rompecabezas para todos los que lo conocieron, excepto, quizás, para mí. Incluso de niño había profesado un asombro insaciable por esos profundos misterios del tiempo y el espacio que los sabios de Vhoorl decían que no eran para que un simple hombre los conociera.
Kathulhn no podía entender por qué debería ser así.
Crecimos juntos y entramos juntos en la universidad, y allí Kathulhn se convirtió en un ávido estudiante de ciencias, particularmente de las matemáticas complejas, tal es así que asombraba constantemente a sus profesores.
Salimos juntos de la universidad, yo para entrar en el negocio de mi padre, y Kathulhn, que obtuvo una cátedra auxiliar, para continuar con algunos de sus estudios.
Nunca podré entender por qué confió en mí, a menos que fuera porque escuché sus teorías con verdadera seriedad. Me fascinaron algunas de sus líneas de pensamiento. Sin embargo, no puedo dejar de admitir que a veces sonaba bastante salvaje.
—Aquí estamos —decía con vehemencia —, diminutas motas sobre la superficie del planeta Vhoorl, en las profundidades de la nebulosa vigésimo tercera. Los grandes científicos nos han dicho tanto en cuanto a nuestra ubicación actual. Pero, ¿qué pasa con nuestro destino? Aquí tenemos nuestro planeta giratorio, nuestro sistema giratorio, nuestra nebulosa a la deriva, solo una entre las millones que forman parte de eso que llamamos el universo, o un universo, deberíamos decir, porque es solo una partícula moviéndose entre otras partículas. ¿Hacia dónde? ¿Cuál es su destino, y con qué propósito?
»Nunca lo sabremos; ¿Debemos permanecer siempre encadenados a este pequeño planeta miserable? No lo creo, Tlaviir. El hombre en un millón de años puede dominar las estrellas. Pero eso no vendrá en mi tiempo; y no puedo esperar. Además, mi codicia es mayor que el mero dominio de las estrellas. Mira, Tlaviir: supongamos que uno pudiera descubrir una manera de proyectarse, no hacia las estrellas, sino más allá, fuera del globo cósmico, alcanzar un punto completamente exterior... y desde allí observar el funcionamiento del polvo cósmico en el fluido del tiempo. Después de todo, no hay tiempo, ¿verdad? ¿Acaso no deben ser el espacio y el tiempo una misma cosa, coexistentes y correlativos, uno con el otro? Proyectarse a uno mismo completamente fuera de estos rangos, ¿no sería la realización de nuestra inmortalidad? Creo que hay una manera.
No pude digerir del todo este fantástico razonamiento, pero no negué la posible verdad de sus teorías. Había varios libros antiguos a los que hacía referencia con frecuencia, y creo que fueron estos libros los que hicieron que su teorización tomara en ocasiones un tono tangencial:
—¿Qué hay de esas supersticiones, Tlaviir, que nos han llegado de los antiguos que habitaron Vhoorl hace eones? ¿Y por qué debemos llamarlas supersticiones y mitos? ¿Por qué debe el hombre burlarse de lo que no puede comprender? Es lógico que estas historias tuvieran una razón: mi lectura de ciertos manuscritos antiguos me ha convencido de ello. ¿Quién sabe? Tal vez los dedos que tanteaban desde fuera alcanzaron a Vhoorl hace siglos, dando lugar a esos cuentos que sabemos muy bien que no pudieron haber nacido de la mera imaginación. Por eso, Tlaviir, a veces pienso que puedo equivocarme al buscar la salida; tal vez sería mejor que el hombre no lo intentara: podría aprender cosas que es mejor no saber.
Pero estas últimas reflexiones suyas aparecían raras veces. Más a menudo me mostraba fajos de papel cubiertos de cálculos y otros llenos de dibujos geométricos, ángulos y curvas como nunca antes había visto. ¡Algunas de los cuales parecían tan diabólicamente distorsionadas que saltaban del papel hacia mí! Cuando intentaba explicar su cálculo, nunca fui capaz de seguir su razonamiento más allá de cierto punto, aunque el entusiasmo de sus explicaciones hacían que todo pareciera bastante lógico.
Hasta donde pude comprender, existe un número casi infinito de dimensiones espaciales, algunas de las cuales inciden en la nuestra y podrían usarse como catapultas si se pudiera penetrar el límite invisible y tenue entre nuestro espacio y estos hiperespacios. Nunca había dado mucho crédito a ninguna dimensión más allá de las tres familiares, pero Kathulhn parecía muy seguro.
—Debe haber una forma, Tlaviir. Lo he comprobado más allá de toda duda. Y ahora estoy seguro de que estoy trabajando hacia la solución correcta. La encontraré en poco tiempo.
Y la encontró, de hecho, y fue más lejos de lo que cualquier mortal ha ido o volverá a ir jamás; aunque no podría haberlo sabido en ese momento.
Fue poco después de mi última conversación con él que desapareció, sin rastro ni razón: fue dado por muerto, y ni siquiera yo, en quien había confiado todas sus esperanzas, sospeché que volvería a verlo. Pero lo hice.
Veinte largos años después, Kathulhn regresó tan repentinamente como se había ido; vino directo a mí. Lo maravilloso es que no parecía un día más viejo que la última vez que lo vi. Pero los años habían caído pesadamente sobre mí y Kathulhn parecía conmocionado por el cambio.
Me contó su historia.
—Lo logré, Tlaviir. Sabía que estaba en el camino correcto con mi cálculo, pero podría haber sido en vano si no hubiera interpretado cierto pasaje de uno de esos libros antiguos; era una especie de encantamiento, la esencia misma del mal, que abrió la puerta en correlación con mi cálculo dimensional. No puedo revelarte el significado de este encantamiento. Debí haber advertido que lo que estaba haciendo no era bueno. Sin embargo, me atreví. Ya había ido demasiado lejos para dar marcha atrás.
»Seguí adelante, sintiéndome un poco tonto quizás, solo esperando, pero sin saber que esta era la combinación que había buscado durante tanto tiempo. Por un momento pareció que no había pasado nada y, sin embargo, fui consciente de un cambio. Algo le había pasado a mi visión; las cosas estaban borrosas, pero emergían rápidamente a una mezcla grotesca de ángulos y planos imposibles.
»Pero antes de que esta visión pudiera volverse del todo definida, fui sacudido hacia afuera, Tlaviir; más allá de la curvatura del espacio, hacia el espacio más allá del espacio donde incluso la luz vuelve sobre sí misma debido a la inexistencia del tiempo. Todo cesó: vista y sonido, tiempo y dimensión. Solo me quedaba una conciencia, pero una conciencia infinitamente más aguda que la mera conciencia física. ¡Yo… yo era Mente!
»En cuanto a Ellos, ahora lo sé, Tlaviir, son tal como temía. No deben ser imaginados como Seres, Cosas o algo familiar para nosotros; ninguna palabra es adecuada. ¡Son fuerzas del Mal puro, la fuente de todo el mal que alguna vez fue, es y será! A veces llegan. Hay un propósito.
La mano de Kathulhn me rozó la frente.
—Hay mucho, muchísimo, Tlaviir. No todo está tan claro como antes. ¡Pero estoy empezando a recordar! Creo que esas entidades del Mal se divirtieron conmigo, Tlaviir, con una especie de humor que ahora no puedo comprender. Ahora me doy cuenta de que, si lo hubieran deseado, podrían haber pronunciado una palabra que me habría aniquilado. ¡Bastaba que lo hubieran deseado! En cambio, me mantuvieron entre ellos. Había algo, algo extraño en su diversión.
»¿Te acuerdas de cierta conversación, hace mucho tiempo, Tlaviir, en la que dije que nuestro universo no era más que una partícula entre otras partículas, que se alejaba rápidamente a algún lugar, hacia algún destino, con algún... propósito? ¿Recuerdas también que dije que quizás era mejor que el hombre no supiera ciertas cosas?
»He aprendido mucho, Tlaviir, cosas que ahora desearía no saber. Cosas monstruosas. De dónde vino el Cosmos... y por qué... y cuál es su destino final, no uno agradable. Lo más horrible de todo es que estoy empezando a recordar... ritos... realizados por esos Malignos... ritos que involucran al Cosmos de la manera más diabólica...
»Ni siquiera podía asombrarme de mi presencia ahí fuera. Todo era Mente y Mente era todo. Parecería que yo era grande entre Ellos, voluntariamente uno de Ellos, asistiendo en algunos de esos ritos colosales, participando de Su malvada alegría. Pero al mismo tiempo, por alguna circunstancia inexplicable e inconcebible, parecía que yo era distante e insignificante, un espectador de una pequeña parte del todo. Parecía que me mezclé allí entre ellos durante incontables milenios, pero de nuevo me pareció la fracción más pequeña de lo que llamamos tiempo.
»Pero ahora sé que simplemente jugaron conmigo un rato, como un niño juega y luego se cansa de un juguete nuevo. Me empujaron hacia atrás, Tlaviir, y aquí estoy de nuevo en Vhoorl. Al principio pensé que había despertado de un muy mal sueño, pero no tardé en descubrir que Vhoorl había viajado veinte años por su camino destinado durante esos muchos milenios, o esos pocos segundos, que yo estaba en ese lugar atemporal.
—¿Y volverás de nuevo? —le pregunté con entusiasmo, porque por su misma sinceridad creía su historia.
—No puedo, incluso si quisiera. Ni ningún mortal puede hacerlo de nuevo. Han cerrado la ruta ahora para siempre, y está bien. Para Ellos, como he dicho, no fui más que un momento de diversión, pero no demasiado insignificante, tal es así que me dieron una advertencia: si alguna vez le diera a conocer a otro mortal el más mínimo de los secretos que había aprendido, o si mencionaba cualquier parte o propósito de los espantosos ritos que había visto celebrados, mi alma se rompería en millones de fragmentos y estos fragmentos torturados se esparcirían por todo el Cosmos. Por eso, Tlaviir, no me atrevo a decirte más. Cada vez me inundan más recuerdos, pero no me atrevo a hablar de ellos.
Desde ese día, ni Kathulhn ni yo volvimos a mencionar su estadía afuera. Durante mucho tiempo no pude olvidar las cosas que me había insinuado. ¡Qué terrible debe haber sido lo que no se atrevió a contar!
Pasaron varios años y todo el asunto se convirtió en un mito en mi mente. Pero no así con Kathulhn, era fácil de ver. Los veinte años que lo habían ignorado ahora extendieron sus dedos malignos y le pasaron factura. La irritación, el descontento, las inquietudes, las cavilaciones de la mente, todo sirvió para cambiarlo lamentablemente.
Entonces vino a verme, un día, y sacó a relucir el pensamiento que se había apoderado de él. No podía, dijo, permanecer en silencio por más tiempo. Estaba harto del tanteo ciego de los hombres en busca de conocimiento. Estaba en su poder darles las respuestas a los secretos cósmicos que habían buscado durante años, y otras cosas, además, que nunca habían adivinado. Y, por terribles que fueran esos secretos, el hombre debería saberlo todo. Los pensamientos y los recuerdos que se agolpaban en el cerebro torturado de Kathulhn gritaban por una salida, y solo había un recurso: había decidido escribir la historia de su aventura afuera, contar todas las cosas que había experimentado y aprendido.
En cuanto a la advertencia que le habían dado las Entidades, bueno, habían pasado años, razonó Kathulhn, y seguramente debían de haberlo olvidado; éramos insignificantes y contaban con universos enteros a su disposición. No objeté. Como Kathulhn, pensé que cualquier advertencia habría prescrito.
Así comenzó…
Nunca podré olvidar esa noche en que la perdición descendió sobre la ciudad de Bhuulm. Había salido de la ciudad pocas horas antes, acompañando a una de mis caravanas hasta la cercana ciudad vecina, cuyo acceso conducía a través de un tortuoso pasaje en la cordillera circundante. La travesía se hizo sin contratiempos y, una vez cumplido mi negocio, me apresuraba a regresar a casa, solo, y ya estaba en las montañas cuando esa extraña oscuridad descendió de manera tan misteriosa y prematura. Poco después, vi la larga y lívida voluta de luz que salió parpadeando del espacio, dudar un momento y luego desaparecer de la vista directamente frente a mí.
Espoleé apresuradamente hacia adelante, ya con una sensación de desastre.
Cuando finalmente atravesé el pasadizo y vi la ciudad, la voluta de luz se había ido y todo estaba en silencio con una quietud que parecía chillar de agonía a las pálidas estrellas que miraban con temor hacia abajo. Entré en la ciudad y me encontré con una persona que se arrastraba por la calle, y cuando me incliné para ayudarla, pareció no verme, pero gritó, una y otra vez, algo sobre la forma que había venido deslizándose. Entonces cayó en una locura babeante, y lo dejé allí tirado y pasé al corazón de la ciudad.
No pasó mucho tiempo antes de que se apoderara de mí un horror total e impío. Toda la población se había vuelto no solo balbuceante, loca, sino completamente ciega. Algunos yacían inmóviles en las calles, en un misericordioso olvido; otros todavía se retorcían y articulaban ininteligiblemente lo que había descendido para volar sus mentes y su vista, y otros andaban lastimosamente a tientas, aturdidos y lloriqueando.
Corrí a la casa de mi amigo Kathulhn, pero ya sabía que era demasiado tarde. Encontré lo que esperaba: estaba muerto. Pero su cuerpo, mientras lo contemplaba, era apenas reconocible como el que yo había conocido. Estaba completamente cubierto de diminutas perforaciones azules, horriblemente sugerentes. Sus miembros estaban deformados y rotos. Le habían arrancado los ojos de las órbitas y en su rostro se abrían dos grandes agujeros de los que manaba algo. Y sus labios se retrajeron en una sonrisa tan congelada y exagerada que me di la vuelta rápidamente.
Esparcidas en profusión había páginas sueltas en las que reconocí la excelente caligrafía de mi amigo. Bien sabía yo qué era ese escrito y qué presagiaba; y en un repentino y loco frenesí lo recogí, metí las páginas en mi ropa y hui de allí con espanto.
Crucé los tres grandes océanos de Vhoorl y, después de muchos contratiempos, llegué al aborrecido continente de Dluuhg. Ascendí las tortuosas Montañas Interiores y descendí a las tierras bajas plagadas de esas criaturas que supuestamente habían desaparecido de la faz de Vhoorl hace eones. Lentamente, sin descanso, avancé por mi peligroso camino; y finalmente, medio muerto de dolor y fatiga, alcancé mi objetivo; la ciudad mítica de una secta sacerdotal misteriosa y fanática, tan apartada que sólo los rumores más auténticos de su existencia llegaron a los reinos exteriores de Vhoorl.
Me acogieron y me atendieron las heridas; pues todos son bienvenidos y no se cuestiona a ninguno que logre llegar hasta allí.
Así fue que, en la quietud de mi alojamiento temporal en esa ciudad profundamente escondida, me atreví finalmente a ahondar en los forros secretos de mi ropa y sacar esas páginas que Kathulhn había escrito antes de que la perdición cayera sobre él. Organizándolos, vi que a Kathulhn se le había permitido terminar su tratado. Y de alguna manera este hecho era más perturbador que si lo hubieran asesinado antes de que pudiera terminar.
Trémulo, comencé a leer y de inmediato quedé absorto. Pero en poco tiempo me encontré con los primeros indicios de Kathulhn sobre los horrores cósmicos que se iban a revelar y comencé a vacilar. Leí unas cuantas páginas más… me horroricé. Entonces me desanimé, habría dejado de leer, habría destruido esas páginas para siempre, pero descubrí, para mi indecible horror, que no podía. Una fuerza que no era mía me obligó a seguir leyendo. Todas las cosas a mi alrededor dejaron de existir... ya no estaba atado a Vhoorl sino que me sentí atraído, sensual, si no corporalmente, por esas locas páginas...
Hasta bien entrada la noche y en las horas de la mañana, con la mente dando vueltas, y el alma retrocediendo, examiné esas páginas reveladoras que se movían implacable hacia una inmensidad final y culminante que congeló mi cerebro.
Se avecinaba un sombrío amanecer cuando terminé ese terrible tratado y grité maldiciones sobre todos los dioses que existían, ¡porque entonces lo supe! ¡Tonto de mí! ¡Qué tontería haber pensado que el diminuto globo de Vhoorl o toda la esfera cósmica en sí podría contener algún lugar donde esconderse de Ellos! ¡Qué tontería no haber destruido esas páginas por completo, sin leerlas! Pero fue demasiado tarde. Había sucumbido a ese archienemigo mortal y avaro, la curiosidad. ¡Había leído, y estaba condenado!
Y ahora, como en respuesta a mis imprecaciones, llegó una risa burlona de diversión, como si viniera de lejos, y luego más cerca, cabalgando por el viento estelar, débil y clara... una sibilancia peculiar y un movimiento como si cada átomo individual de Vhoorl se hubiese desviado infinitesimalmente de su camino... sentí frío intenso... una especie de resplandor lívido que estalló de repente, llenando toda la habitación a mi alrededor... y luego…
Creo que traté de gritar, pero cada intento subsiguiente subía hasta cierto punto en mi garganta y se detenía. ¿Cómo puedo transmitir el horror conmovedor de ese momento en el que, de la nada, surgió una cosa, una especie de masa informe y retorcida, verdosa y fluorescente, tangible y sensible, indescriptible porque cambiaba constantemente, y se desvanecía en los bordes como si fuera una proyección que llega desde algún otro espacio o dimensión? En ese momento recordé las palabras que Kathulhn me había dicho: ¡Porque sé, Tlaviir, que pueden entrar! Supe con qué tipo de cosas me enfrentaba... supe que esta era la forma que había descendido sobre la ciudad de Bhuulm para destruir toda inteligencia.
Sabía que debía gritar para salvar mi mente; intenté una y otra vez pero no pude; y luego, cuando cerré los ojos contra su brillo cegador y sentí que mi mente se alejaba lentamente, pareció emanar de la cosa un resplandor que tocó mi cerebro con una frescura reconfortante. La primera ola gélida de horror pasó sobre mí y me dejó tranquilo con esa absoluta impasibilidad nacida de la desesperanza.
Así fue que allí, en el frío amanecer de esa ciudad sin nombre, escuché el pronunciamiento del destino que iba a ser mío.
Digo escuché pero no hubo sonido. La cosa era policromática, con una interacción de colores, muchos de los cuales estaba seguro eran ajenos a este universo. Y con cada centelleante cambio de color, el pensamiento se enviaba pulsando a mi cerebro.
El destino reservado para mí (la cosa centelleó) no era ser como el de Kathulhn, ni el de esos otros desdichados en la ciudad de Bhuulm; porque yo era la nota clave en la que basaban su broma. Hasta que la persona a quien conocía como Kathulhn no había encontrado el camino, no habían sospechado siquiera la existencia de tales animales en las diminutas esferas. Observando de cerca, entonces, descubrieron que muchas de las esferas abundaban de tales criaturas, y se divirtieron con la colosal insolencia de estos. Sondeando la mente de Kathulhn, descubrieron que era su curiosidad inherente lo que le había hecho buscar las respuestas a los secretos galácticos y, finalmente, encontrar el camino. Descubrieron que este fenómeno de curiosidad o aspiración era una cualidad inherente, universal, a estos animales. Además, era una cualidad del bien a la que Ellos se oponían.
Entonces fue cuando concibieron su broma final.
Devolvieron a Kathulhn a Vhoorl con esa terrible advertencia que casi me había susurrado. Para Ellos, que eran atemporales y, por lo tanto, omnipresentes, los fenómenos que Kathulhn conocía como pasado y futuro eran uno.
¡Habían previsto que Kathulhn no haría caso de esa advertencia!
Y (la cosa siguió) conociendo bien mi destino, conociendo que yo tendría la oportunidad de destruir esas páginas, estaba previsto, de hecho, predestinado, que las leyera. Y ahora esas páginas nunca serían destruidas. Las encuadernaría bien, en un libro que sería imperecedero a través de los siglos, y sobre ese libro lanzarían una maldición para esperar a cualquiera que se atreviera a leerlo. Y como estimulante de este gigantesco esquema de los Exteriores, concebido por Ellos para Su propia diversión, debo comenzar el Libro con una advertencia para todos los hombres. Entonces, quien ignore la advertencia, continuando la lectura, no podría haber marcha atrás; se vería obligado a seguir leyendo hasta el final, y sobre él recaería la maldición. Solo cuando alguien así se hubiera atrevido, yo sería libre.
En cuanto a la maldición (la cosa continuó) y mi destino inmediato, era indeterminado. Quizás me llevarían allí. Cosas como la aspiración, la emoción y la mente en relación con las motas diminutas que acababan de descubrir en las esferas, habían despertado un interés pasajero y los experimentos serían entretenidos.
Tal diabolismo solo esas Entidades podrían concebir. La cosa se ha ido ahora, mientras yo, Tlaviir, concluyo este prefacio de advertencia; pero siento que he escrito estas palabras bajo una vigilancia constante. Desde infinitamente lejos me parece escuchar gritos de júbilo desatados. ¿O es solo mi imaginación? Pero no: ahora muy cerca de mi oído, mientras escribo estas últimas palabras, llega esa risa penetrante y portentosa para recordarme que esto que escribo, todo, es sólo una parte de Su preconcebido plan.
***
El libro estaba allí, abierto de par en par, plano sobre la mesa delante de mí. Así había terminado el Prefacio, en la página de la izquierda; la otra estaba en blanco, y había muchas páginas siguientes.
Durante mucho tiempo me quedé sentado en la absoluta quietud de la habitación, reflexionando, lleno de asombro por lo que acababa de leer, preguntándome qué malvados secretos podrían revelarse en las páginas siguientes. Incluso las cosas insinuadas en el Prefacio eran bastante sugerentes. Recordé con un sobresalto lo ansioso que había estado ese hombre diminuto de que yo leyera el Libro, y me pregunté si, de hecho, la maldición me sería transferida si me atrevía a pasar la página y seguir leyendo.
De repente recobré el sentido, con una pequeña risa.
—¡Disparates! —dije en voz alta a la habitación—. ¿En qué estoy pensando? ¡Cosas como ésas no pueden ser!
Mi mano se extendió para pasar la página.
El leño de la chimenea se partió bruscamente. Me levanté para reabastecer el fuego, notando al hacerlo que el reloj de la repisa de la chimenea marcaba veinte minutos para la medianoche. Por primera vez fui consciente del frío que se había apoderado de la habitación.
Cuando me aparté de mi tarea, vi a ese hombre diminuto de la librería parado muy silenciosamente junto a la mesa.
III
Ahora, según todas las reglas del decoro, debería haberme sorprendido o asustado, pero en ese momento no sentí ninguna de esas cosas. Al menos debí haberle preguntado cómo supo mi dirección, o cómo se las arregló para entrar en mi habitación, ¡cuya puerta muy sólida había cerrado con llave!... pero en ese momento, cuando me volví y lo miré, él sólo parecía pensar en lo apropiado que era todo esto... que debería estar allí, tan oportunamente. Oh, yo sabía, por supuesto, que todo esto no era más que un sueño, ¡sabía que por eso era tan ilógico!
El hombrecillo habló primero, en respuesta, por así decirlo, a la primera pregunta que estaba a punto de plantear.
—No, no soy ese Tlaviir cuya advertencia acaba de leer —dijo con una monotonía que sugería un infinito cansancio de repetición—. El hecho es que es posible que nunca sepamos cuántos eones hace que comenzó esta cosa diabólica; esa misma parte del cosmos donde el Libro tuvo su origen puede haber pasado al olvido hace mucho tiempo. Pero, a pesar de todo eso, yo tampoco soy de tu mundo. Fue hace mucho tiempo, en mi propio planeta, cuya misma ubicación he olvidado, que el Libro me llegó de la misma manera que a ti, traído por una persona extraña que no era de mi propio planeta, y que había atravesado las edades y los espacios exteriores con el Libro. Yo era un ávido estudiante de las criaturas ancestrales, vagamente insinuadas, que se suponía que habitaron mi mundo. Así como usted leyó, yo también leí, con entusiasmo. Y así como usted ahora duda, consternado al pensar en la inmensidad de lo que podría ser, yo también lo dudé. Como ahora vacila ante el Libro, yo también vacilé. Pero al final…
Hice un gesto con impaciencia ante la idea que estaba tratando de sugerirme. Cualquiera que fuese el tipo de engaño, era una tontería. Es cierto que siempre había sido una persona imaginativa, mi biblioteca consistía en la literatura más extraña jamás escrita, pero siempre en lo profundo de mi mente estaba el conocimiento seguro y cómodo de que era literatura y nada más. Pero ahora, pedirme que crea que sobre este Libro se ha colocado una maldición para ser transferida a quien lo leyera, que había venido aquí a través del espacio y a través de las edades desde algún planeta alienígena, traído aquí por este hombre que decía que no era de este mundo, eso era demasiado. Fue demasiado. Ésa es la materia de la que está hecha la ficción.
Pensando así, una vez más me acerqué al Libro. Pero, ¡gracias a Dios!, mi mano retrocedió horrorizada cuando esos símbolos extraños y retorcidos en la página abierta se encontraron con mis ojos con un significado que hizo que mi mente volviera a una apariencia de razón: ¡porque vi que esos símbolos no eran, no podían ser, de esta Tierra!
De repente me sentí temblando cuando toda mi seguridad se desvaneció en un instante, temblando cuando mi mente tensa de repente sintió cosas acechando, fuera de la vista y el sonido, pero muy cerca.
El hombre diminuto había observado mis movimientos con intensa expectativa y entusiasmo, y cuando mi mano retrocedió, todo su ser denotaba decepción y derrota. Pero esto fue solo por un instante, y luego él, también, pareció sentir una presencia invisible cerca. Se quedó quieto, muy quieto, con la cabeza erguida como si escuchara algo que no podía oír, algo que no estaba destinado a oír. Por un momento permaneció así antes de hablar de nuevo; y ahora su voz, mientras continuaba, era una vez más cansada y triste:
—Sí, había persistido en creer que todo esto era una especie de engaño, pero ahora, al igual que todos los demás, sabe lo contrario. Se deleita en ahondar en lo extraño y lo terrible, y esperaba que fuera usted, pero siempre ha sido así.
—En el planeta más lejano de su sistema solar, el que ustedes llaman Plutón, encontré a un habitante que, como usted, estaba intensamente interesado en las antiguas y espantosas supersticiones de su planeta. También leyó el Prefacio que usted acaba de leer; él también vacilaba con esa terrible incertidumbre, pero su valor le falló y huyó de mí y del Libro como hubiera huido de una plaga. Entonces supe que una vez más había fallado, que todavía no podía librarme de la maldición. ¡Pero ha pasado tanto tiempo, y en ninguna parte puedo escapar de esas torturas de mente y alma que me infligen a Su voluntad! Porque es de Ellos que obtengo la inmunidad a los terrores del espacio exterior, y ese hasta ahora insospechado Poder de las tinieblas que trasciende con mucho el poder de la luz, por el cual estoy capacitado para atravesar el espacio entre planetas y entre galaxias. ¡Pero ni un solo momento, ni un solo pensamiento es mío!
»¡No puedes conocer el horror de eso! A veces, en medio de la noche, proyectan una Forma blasfema sobre mí, cuya boca desdentada se abre y se cierra en un sonido obsceno. Se sienta en mi pecho para realizar un rito grotesco durante el cual mi propia identidad se pierde en el batir de la confusión caótica. y mi mente se tambalea en medio de la estruendosa monodía de las estrellas, hacia ese abismo sin límites más allá del borde curvo más externo del espacio cósmico, donde habitan en la contemplación de una monstruosa catástrofe; es más, es más que una contemplación, ha comenzado. Daría la bienvenida a la locura, ¡pero ni siquiera me dejarán volverme loco!
Su voz, normalmente fina y estridente, había alcanzado un chillido penetrante.
—Pero —dije al fin en una especie de triunfo—, si estás tan ansioso por que lea este Libro, estas mismas cosas que me dices frustran tu propósito, si toda esta locura no es un sueño, que creo es.
Casi se tambaleó cuando se llevó la mano a la cabeza.
—Eso es porque no conoces la maligna astucia de Quienes concibieron este complot. ¡Mis propios pensamientos, las palabras que hablo, vienen de Ellos! ¡Soy de Ellos!
Hizo una pausa casi imperceptible durante la cual nuevamente pareció escuchar lo que yo no podía, y continuó:
—Considérelo bien. El Libro revela secretos que pueden ser suyos, conocimiento con el que apenas se ha atrevido a soñar, pues ni siquiera ha pensado en conectar al Kathulhn que he mencionado en el Prefacio con ese Kthulhu con tentáculos, condenado a la Tierra hace eones a través del planeta Saturno, al que había huido previamente desde las profundidades más allá de su sistema solar. Podrá saber de dónde vino el oscuro y repugnante Tsathoqquah, y por qué otras obscenidades de leyendas subhumanas insinuadas en su Necronomicón y otros libros prohibidos: N'hyarlothatep, y Hastur, y el abominable Mi-Go; el temible y omnisciente Yok-Zothoth, el pesado y proboscidiano Chaugnar Faugn, y Beh-Moth el Devorador. Conversarás con El Que Susurra en la Oscuridad. Conocerás el significado del Eso Que Se Arrastra en las Estrellas y contemplarás a los Cazadores del Más Allá. Aprenderás la fuente misma de esos Sabuesos de Tindalos que habitan en un universo nebular y caótico en el borde mismo del espacio, y que están aliados con los Exteriores. Conocerás todas estas cosas, con las que estás vagamente familiarizado a través de tu lecturas, y mucho más. En las páginas del Libro, que van más allá del principio, se revelan secretos que los vuelos más salvajes de tu imaginación no pueden comenzar a comprender. Tu mente, ahora algo tan insignificante, se expandirá para abarcar todo ese arcano infinito de la materia, y puedes aprender de qué manera todo el cosmos fue arrojado por un pensamiento maligno en la mente de una cosa monstruosa en la oscuridad. Verás que este cosmos que consideramos infinito no es más que un átomo en Su infinito, y verás la espantosa posición de nuestro cosmos en ese infinito más grande, y los ritos obscenos en los que juega un papel integral. Conocerás las historias de soles y nebulosas, y tuyo será el poder de transposición corporal entre planetas, o incluso entre galaxias tan remotas que su luz aún no ha llegado a la Tierra.
¿Cómo puedo describir esos instantes? Su voz chillona continuaba implacablemente, el Libro yacía abierto sobre la mesa entre nosotros, las llamas en la chimenea arrojaban sombras parpadeantes sobre la habitación. Me quedé allí, rígidamente erguido, con una mano sobre la mesa, y la mente dando vueltas, tratando de captar la gran magnitud de estas cosas que me estaba diciendo y tratando de sopesar, una contra la otra, lo que me atrevía a creer y lo que temía creer.
Y todo el tiempo que estuvo hablando su cabeza estuvo en esa posición que me hizo pensar que estaba escuchando. ¿Escuchando qué?
Y su mirada mientras hablaba no estaba en mí, sino sobre mi hombro en la repisa de la chimenea donde descansaba el reloj. Una vez, mientras él hablaba, había deslizado mi mano hacia adelante sobre la mesa, lentamente, hasta casi tocar el Libro, pero un cambio casi imperceptible en el timbre de su voz me hizo retirar la mano. Y a lo largo de sus frases divagantes, ya sea por el efecto desconcertante de sus palabras en mi cerebro o no, nunca lo sabré, me pareció sentir cada vez más claramente la presencia de esas fuerzas invisibles que acechaban, y ellas también, parecían estar esperando.
Ya no hablaba. No sabía cuándo exactamente había dejado de hablar. Solo sabía que ya no escuchaba su voz, sino algo más, algo, no sabía qué. No estábamos solos en esa habitación, eso supe, y que el momento aún no había llegado, pero estaba cerca. De modo que escuché lo que no podía oír del todo y miré de nuevo, fascinado, el Libro que yacía sobre la mesa entre nosotros.
Él vio esa fascinación en mí.
—Lea —susurró con fervor, inclinándose hacia mí—. Sabe usted que quiere leerlo. Lea.
Sí, quería leer. Cada vez más, ese hecho se me imponía. ¿Qué hombre cuerdo podría creer que este Libro tenía conexiones tan amenazantes como él había insinuado? Pero ya no estaba seguro de que fuese un hombre cuerdo. Si creía en esta historia, seguramente no estaba cuerdo; si no creía, ¿por qué vacilaba entonces?
De nuevo su susurro:
—Lea.
Su tono casi implorante me hizo retroceder horrorizado del Libro. Pero la fascinación no me había abandonado, y no pude pronunciar el enfático ¡no! que había subido a mi lengua. En cambio, miré rápidamente, un poco salvajemente, alrededor de la habitación, en las esquinas, en cualquier lugar excepto en los ojos de ese hombrecito; porque de repente supe que hacerlo sería fatal.
Esas fuerzas invisibles parecían llenar la habitación ahora. Podía sentir un tumulto definido, una especie de ir y venir, débiles sonidos de furia como de una hostilidad entre dos grupos opuestos; una confusión creciente pero invisible de la que yo era el centro. Me vino a la mente el pensamiento de que no había un hombrecillo gris ni un Libro, y que todos los sucesos aparentes de la noche no eran más que una pesadilla de la que pronto despertaría. Pero no, ahí estaba yo, de pie en mi biblioteca, junto a la mesa, con ese hombrecillo absurdo frente a mí y ese tumulto creciente e invisible a mi alrededor. ¿Podría uno pensar así en las pesadillas?, me preguntaba. Probablemente no, y por lo tanto esto no era una pesadilla.
Cerca de esta cadena ilógica de pensamiento vino otro, con una rapidez tan aterradora que supe que no se había originado en mi propia mente; fue uno de esos pensamientos surgidos de la nada. Era simplemente el conocimiento intransigente de que todo esto era real, sin engaño, sin farsa, pero que me enfrentaba a la cosa más estupenda que jamás había llegado a esta Tierra, y debía conquistarla o ser conquistada. También supe, con una repentina y salvaje esperanza, que no estaría solo en mi lucha. Esas fuerzas que se acercaban cada vez más a mí estaban allí con un propósito, presagiaban algo a mi favor.
Me volví entonces con parsimonia y me enfrenté al hombre diminuto. No se pronunció una palabra cuando mis ojos se encontraron con los suyos, negros y sin fondo.
¡Yo estaba perdido! Demasiado tarde lo supe. Todo a mi alrededor se desvaneció a medida que esos ojos crecieron, se expandieron, se convirtieron en dos enormes piscinas de espacio negro e ilimitado más allá de toda imaginación. Me había atrapado. Con un instinto débil luché contra esos ojos que parecían atraerme… pero ya no había ojos... mis pies ya no estaban en el suelo... estaba flotando serenamente en algún lugar a un millón de millas en ese espacio negro ... plácidamente... pero no, ya no estaba flotando; un empujón me había devuelto. Mis pies estaban de nuevo en el suelo y me quedé pegado a la mesa. Pero algo, una parte de mí, aún parecía moverse en contra de mi propia voluntad. ¡Eso fue divertido! Quería reírme. Era mi mano la que ya no formaba parte de mí, la que se arrastraba, se deslizaba como una serpiente sinuosa por la suave superficie de la mesa... ¡hacia el Libro!
Sí, lo recordé entonces, de una forma vaga. Había un Libro sobre la mesa, un Libro abierto y esperando, un Libro que por alguna terrible razón no debía tocar. ¿Cuál era esa razón? Poco a poco la recordé. Había un hombrecito raro con ojos muy negros que me había contado un hecho terrible sobre el Libro. Había querido que leyera... tocarlo significaría que debería leer... y leer... sin volver atrás...
¡Ah, cuán plenamente se me escapó entonces la comprensión, a través de mi creciente pánico, mientras buscaba en vano detener la mano que se deslizaba por la mesa como un Judas que traicionaría a su maestro! ¡Cómo aumentó esa confusión agitada sobre mí, de advertencia, barriendo a mi alrededor en una ola ondulante como si Ellos también supieran algo del pánico que estaba sobre mí! ¡Cómo se cerraron a mi alrededor, esas fuerzas invisibles, desde atrás, desde todos los lados, decididas, como si quisieran empujarme hacia lejos de la mesa, lejos de la amenaza del Libro! Casi escuché pequeñas voces de advertencia, casi sentí dedos tirando de los míos, y por un momento pensé que comprendía. Estas fuerzas, reuniéndose valientemente a mi alrededor, ¿habían sucumbido alguna vez al Libro, en épocas pasadas, innumerables seres de todas partes del universo, vinieron ahora a alinearse conmigo contra las fuerzas del Libro?
Puede que haya adivinado algo de la verdad, nunca lo sabré. Tampoco sabré con qué tremendo esfuerzo finalmente me arrojé lejos de esa mesa. No lo recuerdo. Solo sé que finalmente me apoyé en el respaldo de mi silla, temblando de cuerpo y débil de mente. Sabía que la tensión de ese terrible momento había desaparecido y que las fuerzas que se habían reunido a mi alrededor estaban una vez más en silencio, esperando. Que esto no era más que un respiro temporal en la batalla, lo sabía bien, y también que mi cerebro exhausto no podría soportar otro asalto de ese tipo.
A media docena de pies de distancia, el Libro yacía boca arriba sobre la mesa, una cosa amenazadora y burlona. Frente a él, ese hombre diminuto todavía estaba en el mismo lugar donde lo había visto por primera vez en la habitación; en esos ojos negros había ahora un brillo, un brillo de odio por las fuerzas que habían luchado conmigo contra él, aquellas que él debía haber sabido que vendrían. ¡Me pregunté cuántas veces lo habían derrotado! ¿Cada uno de ellos había sido un guardián del Libro como lo era ahora? Si alguna vez ganaba la liberación del Libro, ¿uniría a su vez sus fuerzas con los que lucharon contra él? ¿Alguna vez se volverían lo suficientemente fuertes como para derrotar a los Externos que habían concebido todo este complot?
No debía desperdiciar mis fuerzas en dudar, sino prepararme para el asalto que seguramente vendría. En un repentino destello de iluminación supe que debía aguantar, solo un poco más, aguantar hasta las doce en punto. ¡Por eso había mirado el reloj sobre la repisa de la chimenea, por encima de mi hombro! Estaba muy cerca de la hora ahora, y si podía aguantar, mantenerme alejado de esa mesa, evitar esos ojos…
¡Pero qué vano pensamiento! En ese mismo instante, la enorme negrura flotante de esos ojos volvió a atraparme con tenacidad feroz, nuevamente me arrastró hacia arriba y más allá de todos los soles y estrellas, hacia esa vasta oscuridad que acuna el universo. Yo era como un hombre que se ahoga y en unos breves segundos ve desplegarse todo su pasado; pero vi en cambio mi futuro, un futuro de oscuro de tortura en medio de las vagas formas. ¡Incluso mientras flotaba serenamente en esa terrible oscuridad, podía ver esas formas, esos Exteriores, indescriptiblemente repulsivos a pesar de su vaguedad, mirando más allá de mí con malicioso regocijo ante algún drama que se representaba para ellos como lo había sido muchas veces antes! Y esta vez yo era parte de ese drama.
Sin embargo, parecía haber otra parte de mí, lejana y sin importancia, una parte de mí que trataba de hacerme ver que esta oscuridad era una ilusión, no la realidad. ¡Qué tonto! ¡Qué inútil! Ahora esa otra parte de mí estaba tratando de recordar algo que había parecido importante hace mucho tiempo, algo que tenía que ver con… pero no… era inútil…
¡Espera! ¿No se había estremecido repentinamente aquella oscuridad que me rodeaba, como el agua cuya superficie se altera? ¡De nuevo! ¡Ahora estoy desapareciendo, retrocediendo! ¿No había rozado algo mi mejilla en ese momento? ¿Fue un susurro en mi oído? Una serie de susurros ahora, ansiosos, urgentes…
La negrura a mi alrededor retrocedió rápidamente, se disolvió en dos charcos de ébano que huyeron muy lejos en el espacio, volviéndose cada vez más diminutos, hasta que se detuvieron para mirarme. Con un shock, estaba una vez más de regreso en la habitación familiar, sentí el piso debajo de mí, me paré cerca de la mesa y estaba mirando las piscinas gemelas de ébano que eran los ojos del hombre diminuto. ¡Pero en esos ojos ahora había algo de consternación y angustia! ¡Consternación en esos ojos!
Como antes, sin voluntad propia, mi mano se deslizaba suavemente sobre la mesa hacia el Libro. Como antes, ese surgimiento de fuerzas invisibles me rodeaba, pero ahora no había confusión, ni prisa, ni pánico; en cambio, hubo una especie de júbilo invisible y palpitaciones de triunfo. Pero aun así esas vocecillas revolotearon junto a mi oído, débiles y no del todo escuchadas, pero parecían urgirme en algo que no podía captar del todo.
Debía intentar estar preparado para lo que veniese.
¡Mi mano tocó el Libro! Se movió sobre la página abierta.
¡Ahora! ¡Actúa ahora, actúa, actúa!
La mano que antes había tratado de traicionarme, ahora actuó en un instante. Tomé el Libro y lo arrojé directamente al fuego ardiente detrás de mí.
Inmediatamente sentí la alegría salvaje del triunfo, pero esto duró solo un momento, y luego todo quedó en silencio otra vez. Esas fuerzas, o seres, o lo que fueran, habían triunfado una vez más, y ahora habían regresado al reino del que habían venido.
Pero ahora que miro hacia atrás, todo parece una pesadilla y no puedo estar seguro de lo que sucedió. Ni siquiera estoy seguro de si esas palabras ¡Actúa ahora, actúa! fueron susurradas en mi oído, o si salieron gritando de mi propia garganta en la tensión del momento. No estoy seguro de si alguna fuerza completamente externa me hizo agarrar y arrojar el Libro, o si fue una acción puramente refleja de mi parte.
En cuanto a ese hombre diminuto más allá de la mesa, ni siquiera saltó para interceptarlo. No se movió. Parecía volverse aún más pequeño. Sus ojos estaban una vez más muy negros, pero de alguna manera lamentables, ni siquiera reflejaban el fuego. Durante unos segundos se quedó allí, con el mismo aspecto de la tristeza infinita y desesperanza absoluta. Luego, muy lentamente, se acercó a la chimenea y extendió una mano delgada, o eso me pareció a mí, hacia las mismas llamas, y de esas llamas sacó el Libro, cuyas páginas como pergamino antiguo ni siquiera se habían chamuscado.
De lo que sucedió después, dudo en escribir; porque no puedo estar seguro de cuánto fue real y cuánto una alucinación. En mi caída al suelo debí haberme golpeado la cabeza bastante fuerte, porque estuve varios días al cuidado de un médico que por un tiempo temió por mi cordura.
Como dije, el hombre diminuto había sacado el Libro de las llamas. Estoy seguro de que no se dijo nada. Pero lo siguiente que sucedió fue un sonido, y fue un sonido de risa diabólica, tan portentoso que espero no volver a escuchar nunca más. Parecía venir de muy lejos pero acercándose cada vez más a la habitación. Luego vino un resplandor cegador de luz. Eso suena trillado, de alguna manera, pero era exactamente eso: cegador. No conozco una palabra más fuerte. Y es en este punto que no estoy seguro: es posible que me haya caído y golpeado la cabeza justo después de ese resplandor de luz, o es posible que realmente haya visto lo que describiré a continuación. Me inclino por esto último.
Cuán a menudo he leído historias en las que el autor, tratando de describir algo particularmente espantoso, dice algo así como está más allá del poder de mi pluma, o palabras en ese sentido. ¡Y cuántas veces me he burlado de ese recurso! Pero nunca volveré a burlarme. ¡Allí, ante mí, estaba lo indescriptible en la realidad!
Sin embargo, haré un débil intento. Lo que vi debe haber sido lo mismo que Tlaviir describió en el Prefacio del Libro. En un momento estuvo ahí. Supongo que el resplandor de la luz se produjo en ese intervalo. Pero ahí estaba.
Ahora puedo mirar hacia atrás con una especie de humor sombrío.
Era bastante grande y parecía sobresalir de algún otro espacio o dimensión. No era un brazo, ni una cara, ni un tentáculo, ni una extremidad de ningún tipo, nada más que una parte, y no quisiera decir qué parte. Era de todos los colores y, al mismo tiempo, incoloro; de todas las formas y sin forma, por la sencilla razón de que cambiaba de color y forma muy rápida y continuamente, desapareciendo siempre en los bordes, sin tocar el suelo de la habitación.
Más que eso no puedo decir. Lo había contemplado durante unos segundos, cuando de repente todo se puso negro y ya no sentí el suelo debajo de mí en absoluto. Pero justo antes de que mi mente se deslizara por completo hacia el abismo, escuché una Palabra monstruosa, un Nombre, chilló con esa voz estridente que pertenecía al hombre diminuto con el Libro... y una vez más ese Nombre gritó de agonía, estridente, débil, flotando hacia abajo a lo largo del camino de las estrellas, más débil... más débil...
Lo primero que hice al levantarme de la cama fue hacer otra visita a esa librería.
Al acercarme al edificio de estructura estrecha, me asaltó un aire de absoluta desolación. Probé la puerta, pero estaba cerrada, y mirando por una ventana mugrienta vi los libros amontonados al azar en el piso y en los estantes, todo cubierto de polvo. Eso fue peculiar. Una curiosa aprensión se apoderó de mí. Estaba seguro de que esta era la librería adecuada; no podía haber ninguna duda.
Tuve considerables dificultades para averiguar quién era el dueño, pero finalmente lo localicé, un hombre alto, de huesos crudos y bastante descuidado.
—Oh —dijo, en respuesta a mi pregunta—, ¿te refieres al lugar de la Sexta Avenida? Sí, soy dueño, solía tener una librería allí; mal negocio, así que lo cerré, todo hace seis meses, creo. Podría intentarlo de nuevo en algún momento... No, nunca he abierto el lugar desde... Sí, claro, claro que estoy seguro... ¿Qué? ¿Un hombre de cuatro pies de altura con piel gris y sin cejas? ¡Diablos, no!
Me miró como si pensara que estaba loco, así que no lo presioné. De todos modos, no estaba de ánimo para leer el Necronomicón.
Henry Hasse (1913-1977)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Henry Hasse.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Henry Hasse: El Guardián del Libro (The Guardian of the Book), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Maravilloso relato y excelente autor; me identifico mucho con la librería en distrito mayorista.
Es un relato muy interesante, desde la presentación del librero que bien podría ser un gris del Moderno culto ovni,hasta el detalle de un matemático descubriendo el camino al espacio entre espacios, todo muy coherente con los mitos, es cierto que al final decae un poco, pero igual disfrutable, un saludo.
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