«La Cosa con pezuñas»: Robert E. Howard; relato y análisis.
La Cosa con pezuñas (The Hoofed Thing) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado de manera póstuma en la revista Weirdbook Three durante 1970 —con el título: Usurpar la noche (Usurp the Night)—, y desde entonces recogido en varias antologías; entre ellas: El hombre oscuro y otros relatos (The Dark Man and Others).
La Cosa con pezuñas, sin dudas entre los cuentos de Robert E. Howard menos conocidos, pertenece además a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft, y narra la historia inquietante de un vecindario, en apariencia, normal, y la misteriosa desaparición de gatos, perros, y finalmente de seres humanos.
Quizás lo más interesante de La Cosa con pezuñas sea la interacción entre el Multiverso de Lovecraft con las ideas del propio Robert E. Howard. La primera parte del relato es la más lovecraftiana: carece de diálogos y se centra en la figura de un misterioso anticuario. Además, aparece uno de los libros apócrifos de los Mitos de Cthulhu: el Unaussprechlichen Kulten (Cultos sin Nombre), del tristemente célebre Von Junzt.
El narrador de La Cosa con pezuñas es Michael Strang, cuya novia, Marjory, ha perdido a su gato. Para consolarla, Michael le regala un cachorro de bulldog, con tanta mala fortuna que ahora son los perros quienes comienzan a desaparecer misteriosamente en el vecindario, y luego algunos niños, un vagabundo, y, desde luego, la propia Marjory.
En este punto Michael sospecha lo mismo que ya saben los lectores: las desapariciones de mascotas, niños, vagabundos y novias están relacionadas con el anciano excéntrico que vive en una casa en ruinas al final de la calle: el señor Stark, un sujeto culto, encantador, quien posee una mascota en el piso de arriba que nadie ha visto, y cuyas pezuñas al caminar resuenan en la planta baja.
La Cosa con pezuñas se asemeja a El horror de Dunwich (The Dunwich Horror), así como el señor Stark a Zechariah Whateley, el villano patriarca del cuento de Lovecraft. No obstante, la mascota del señor Stark no es un engendro de Yog-Sothoth, sino más bien un inconcebible ser interdimensional atraído hacia nuestro universo mediante el saber arcano de libros prohibidos que nadie debería siquiera consultar.
Aquí La Cosa con pezuñas abandona por completo el tono lovecraftiano. Robert E. Howard se va de Dunwich y regresa a Cimeria, hogar de Conan, y a la Atlantis de Kull, haciendo que el protagonista utilice una vieja espada, que ha estado en la familia durante siglos, para enfrentarse a la bestia que acecha en el primer piso de la casa de Stark.
La Cosa con pezuñas.
The Hoofed Thing, Robert E. Howard (1906-1936)
Marjory lloraba la pérdida de Bozo, su gato maltés, que no había regresado tras su habitual ronda nocturna. Se había desatado recientemente una peculiar epidemia de desapariciones de gatos en el vecindario, y Marjory estaba desconsolada. Nunca pude soportar verla llorar, así que salí en busca de la mascota extraviada, aunque con pocas esperanzas de encontrarla.
Saliendo del jardín de la casa de los Ash, crucé varias parcelas libres cubiertas de hierba crecida y maleza y llegué a la última casa del otro lado de la calle, un edificio ruinoso construido sobre un terreno irregular y que había sido ocupado recientemente, aunque sin restaurarlo, por un tal Stark, un oriental solitario y retraído. Mirando la vieja casa destartalada alzándose entre grandes robles y retirada unos cien metros aproximadamente de la calle, se me ocurrió que el señor Stark podría quizás arrojar algo de luz a este misterio.
Entré por la desvencijada verja de hierro oxidado y recorrí el agrietado camino, apreciando el abandono general del lugar. Poco se sabía sobre su propietario y, aunque habíamos sido vecinos durante más de seis meses, no había tenido oportunidad de verlo de cerca. Se rumoreaba que vivía solo, incluso sin servidumbre, a pesar de estar lisiado. Un estudioso excéntrico de naturaleza taciturna y con suficiente dinero como para satisfacer sus caprichos, ésa era la opinión general.
El amplio porche, parcialmente cubierto de hiedra, recorría toda la fachada de la casa y continuaba por los laterales. Cuando me disponía a levantar la anticuada aldaba de la puerta, oí el sonido de unos pasos vacilantes y arrastrados, y al girarme me encontré mirando de frente al propietario de la casa, que se había acercado cojeando por una de las esquinas del porche.
Su aspecto era extraordinario, a pesar de su discapacidad. El rostro era el de un asceta y pensador, de frente alta y magnífica, espesas cejas negras que casi se juntaban, y sobre sombrías ojeras unos profundos ojos negros penetrantes y magnéticos. Tenía una fina nariz de arco alto, aguileña como el pico de un ave de presa; los labios eran delgados y de expresión firme, y el mentón era enorme y prominente, casi brutal en su determinación innegociable. No era un hombre alto, aunque hubiera estado erguido, pero su corto y grueso cuello combinado con su enorme espalda apuntaba a la existencia de una fuerza que no concordaba con su postura corporal. Y es que se movía lentamente, con aparente dificultad, apoyándose en la muleta, y pude ver que levantaba una pierna de forma curiosa, y en el pie llevaba un calzado como el que usan los tullidos.
Me miraba con expresión de curiosidad.
—Buenos días, señor Stark —dije—, lamento molestarle. Soy Michael Strang. Vivo en la última casa al otro lado de la calle. Tan sólo pasé para preguntarle si había visto un gato maltés grande recientemente.
Su mirada me intimidó.
—¿Y qué le hace pensar que yo podría saber algo sobre ese gato? —preguntó con voz profunda.
—Nada —confesé, sintiéndome bastante estúpido—. Pero es el gato de mi novia y está desolada por haberlo perdido. Como usted es su vecino más cercano al otro lado de la calle, pensé que podría haber una remota posibilidad de que hubiera visto al animal.
—Entiendo —sonrió amablemente—. No, lo siento, no puedo ayudarle. Oí algunos gatos aullando entre los árboles ayer noche… de hecho, los oí demasiado claramente, ya que me había dado uno de mis ataques de insomnio, pero no he visto el gato que menciona usted. Lamento la pérdida. ¿Quiere pasar?
Estaba bastante intrigado por conocer más acerca de mi vecino, así que acepté su invitación, y me guió hasta un estudio con olor a tabaco y a piel de libros. Curioseé los volúmenes de unas estanterías que llegaban hasta el techo, pero no tuve ocasión de examinar sus títulos, ya que mi anfitrión resultó ser sorprendentemente locuaz. Parecía feliz por mi presencia, y yo sabía que tenía pocas o ninguna visita. Me pareció un hombre de una enorme cultura, un conversador elegante y un solícito anfitrión. Sacó whisky y soda de un armario con puertas de lo que parecía plata maciza, y mientras bebíamos hablamos de distintos temas desde perspectivas sumamente interesantes.
Al saber por uno de sus comentarios al azar que yo estaba profundamente interesado en las investigaciones antropológicas del catedrático Hendryk Brooler, comentó el tema ampliamente y matizó alguno de los puntos en los que yo vacilaba. Fascinado por la evidente erudición del hombre, pasó casi una hora antes de que pudiera marcharme, aunque me sentí extremadamente culpable al pensar en la pobre Marjory, que esperaba noticias del desaparecido Bozo.
Me dispuse a irme, prometiéndole volver pronto, y mientras salía por la puerta principal se me ocurrió que después de todo no había averiguado nada en absoluto sobre mi anfitrión. El había mantenido cuidadosamente la conversación en términos impersonales. También concluí que, aunque no supiese nada de Bozo, la presencia de un gato en la casa podría serle de utilidad. En varias ocasiones pude oír mientras charlábamos el trasiego de algo que se movía en el piso de arriba, aunque, pensándolo mejor, el ruido no se asemejaba especialmente al movimiento de roedores. Había sonado más como un pequeño ternero o corderillo, u otro tipo de cría de animal de pezuña, trotando en el piso de arriba.
Tras una exploración exhaustiva del vecindario que no reveló rastro alguno del desaparecido Bozo, regresé apesadumbrado junto a Marjory, llevando conmigo para consolarla un bulldog de andares de pato, con patas combas y cara de gárgola, y con un corazón tan fiel como jamás haya latido en el pecho de un can. Marjory lloró por la desaparición del gato y bautizó a su nuevo vasallo con el nombre de Bozo en homenaje a la mascota desaparecida, y la dejé retozando con él en el jardín como si tuviera diez años en lugar de veinte.
El recuerdo de mi conversación con el señor Stark permaneció muy vivido en mi mente y volví a visitarlo a la semana siguiente. De nuevo quedé impresionado por sus profundos y variados conocimientos. Llevé la conversación a propósito hacia múltiples y nuevos campos de conocimiento, y en cada tema él demostraba ser experto en la materia, siendo capaz incluso de profundizar en cada una de ellas más de lo que jamás hubiera oído antes a nadie. Ciencia, arte, economía, filosofía, estaba igualmente versado en todas ellas. A pesar de estar absorbido por el discurso de su conversación, esperaba oír de nuevo el curioso ruido que ya había oído en mi anterior visita, y no me defraudó.
En esta ocasión el golpeteo sonaba más fuerte que antes, y llegué a la conclusión de que la desconocida mascota debía de estar creciendo. Quizás, pensé, la guardara en la casa para evitar que tuviera el mismo destino que los gatos desaparecidos, y como sabía que la casa no tenía bodega o sótano, era normal que la dejase en el ático. Siendo un hombre solitario y sin amigos, era probable que sintiera un gran afecto por su mascota, fuera la que fuera. Hablamos largo y tendido hasta bien entrada la noche y, efectivamente, el amanecer ya se divisaba cuando me obligué a marcharme. Como la vez anterior, me animó encarecidamente a que repitiera la visita en breve. Se disculpó por no poder devolverme la visita, y explicó que su enfermedad le impedía hacer mucho más que cojear por su jardín y hacer un poco de ejercicio a primera hora de la mañana antes de que el día se tornara más caluroso.
Le prometí que regresaría pronto. A pesar de mis deseos de hacerlo, el trabajo me impidió ir durante varias semanas, en las cuales llegó a mis oídos uno de aquellos pequeños misterios del vecindario que ocasionalmente surgían con un suceso concreto y que normalmente morían sin haber sido resueltos. Los perros, que hasta el momento habían estado a salvo del desconocido aniquilador de gatos, comenzaron a desaparecer de igual manera, dejando a los dueños totalmente consternados.
Marjory me recogió en su pequeño descapotable a las afueras de la ciudad y desde el primer momento supe que estaba afectada por algo que le había ocurrido. Bozo, su compañero fiel, me sonrió como un dragoncillo y me lamió jovialmente con su larga y húmeda lengua.
—Alguien intentó llevarse a Bozo ayer noche, Michael —dijo ella, con sus oscuros y profundos ojos sombríos de inquietud e indignación—. Seguro que se trata de la horrible bestia que ha estado llevándose las mascotas de la gente.
Me dio los detalles y parecía que Bozo había resultado demasiado difícil de manejar para el misterioso merodeador. La familia oyó un repentino alboroto en la noche: el bullicio de una pelea salvaje, mezclado con el enloquecedor rugido del perro. Salieron todos hacia allá y llegaron hasta la caseta de Bozo, pero demasiado tarde para atrapar al visitante, del que pudieron oír con toda claridad sus pasos alejándose. El perro tiraba de la cadena, con los ojos brillantes y el pelo erizado, enfrentándose al desafío con un ladrido profundo. Pero ni rastro del atacante.
Evidentemente había desistido y había escapado escalando el alto muro del jardín. Supongo que el incidente debió de hacer a Bozo aún más desconfiado de los extraños, porque tan sólo unas horas después, a la mañana siguiente, tuve que rescatar al señor Stark de él. Como he dicho, la casa de Stark era la última al otro lado de la calle. De hecho, era la última casa de toda la calle, ya que se alzaba a unos trescientos metros de distancia en la esquina más alejada del amplio terreno de césped y árboles. En la esquina opuesta que daba a la calle frente al hogar de los Ash, se alzaba un bosquecillo de pequeños árboles en una de las parcelas libres. Mientras cruzaba este bosquecillo oí un repentino alboroto; la voz de un hombre pidiendo ayuda a gritos y el fiero gruñido de un perro.
Lanzándome a través del follaje vi un perro enorme que saltaba hacia una figura que colgaba de las ramas más bajas de uno de los árboles. Se trataba de Bozo, y el hombre no era otro que el señor Stark, quien, a pesar de su invalidez, había logrado escalar el árbol justo fuera del alcance de las fauces del perro. Horrorizado y atónito, me abalancé al rescate, aparté a Bozo de su víctima potencial con cierta dificultad y lo envié malhumorado hacia casa. Me apresuré para ayudar al señor Stark a bajarse del árbol, que nada más tocar el suelo se desplomó.
Sin embargo, no encontré ninguna herida en su cuerpo, y él, entre jadeos y sin aliento, me aseguró que estaba bastante bien excepto por la conmoción y el cansancio. Me dijo que estaba descansando a la sombra del bosquecillo, ya que se encontraba agotado por la larga caminata que había dado alrededor de su hacienda, cuando de repente el perro apareció y le atacó. Me disculpé profusamente por Bozo, y le aseguré que no volvería a pasar. Le ayudé a llegar hasta su estudio, donde se tumbó en un diván y bebió un whisky con soda que yo mismo le preparé con los ingredientes del armario lacado. Fue muy comprensivo con lo sucedido, me aseguró que nadie había salido herido y atribuyó el ataque al hecho de que él era un extraño para el perro.
Pero súbitamente, mientras me hablaba, volví a oír el repiqueteo de pezuñas en el piso de arriba, y me sobresalté; el sonido era mucho más pesado que antes, aunque también más amortiguado. Era como el sonido que haría un potrillo al moverse sobre una alfombra. Mi curiosidad había aumentado de tal forma que difícilmente iba a poder seguir evitando preguntarle por el origen de aquel ruido, pero, como es natural, me abstuve y, considerando que el señor Stark necesitaba descanso y tranquilidad, me fui tan pronto como él se hubo acomodado.
Fue una semana más tarde cuando tuvo lugar el primero de los espeluznantes misterios. De nuevo fue una desaparición sin explicación alguna, pero en esta ocasión no se trataba de un gato o un perro. Era un niño de tres años que había sido visto por última vez jugando en una parcela cerca de su propio patio justo antes de la puesta de sol, y a quien ningún mortal había vuelto a ver. No es necesario decir que la alarma se extendió por toda la ciudad. Algunos habían creído ver un significado malévolo tras la desaparición de los animales, y ahora esto apuntaba indiscutiblemente a una mano siniestra que actuaba en la oscuridad.
La policía hizo una batida por la ciudad y el campo, pero no se encontró ni rastro del niño desaparecido, y antes de que pasaran quince días, cuatro más habían desaparecido en distintas partes de la ciudad. Sus familias no recibieron ninguna misiva exigiendo un rescate, ni había el menor indicio de algún enemigo oculto con ansias de venganza. El silencio simplemente abrió sus fauces y engulló a las víctimas cerrándose de nuevo inmutable. Los ciudadanos histéricos suplicaron ayuda a las autoridades civiles en vano, ya que éstas habían hecho todo lo que estaba en sus manos y se veían tan impotentes ante la situación como ellos.
Se habló de pedir al gobernador que enviara soldados para patrullar la ciudad, y los hombres comenzaron a ir armados y a regresar a toda prisa con sus familias mucho antes de la caída de la noche. Oscuros rumores sobre causas sobrenaturales comenzaron a extenderse, y la gente comentaba con lúgubres presentimientos que ningún mortal podría estar robando niños y quedar oculto e impune. Pero no era ningún misterio que las abducciones continuaran. Sencillamente, resultaba imposible patrullar cada centímetro de la gran ciudad y mantener vigilados a todos los niños en todo momento. Jugaban en parques solitarios y se quedaban en las calles después de anochecer, a pesar de las advertencias y órdenes municipales, y corrían de regreso a casa a través de la creciente oscuridad.
No era nada sobrenatural que el secuestrador misterioso, escondido en las sombras, alargase el brazo entre árboles o matorrales de un parque o jardín de infancia y se llevase a cualquier niño rezagado de sus compañeros de juegos. Incluso en las calles solitarias y los callejones poco iluminados podía ocurrir. Lo horrible no era tanto el método que empleaba, sino el mismo hecho de que fueran secuestrados.
No parecía existir ninguna razón lógica o normal detrás de todo ello. Un aura de miedo flotaba sobre la ciudad como una mortaja, y a través de esta mortaja se filtraba una gélida oleada de terror estremecedor. En uno de los parques más retirados a las afueras de la ciudad, los dos jóvenes miembros de una pareja se quedaron petrificados al escuchar un horrible grito procedente de un oscuro grupo de árboles, y sin atreverse a moverse siquiera, pudieron ver salir una figura encorvada y tenebrosa que transportaba a sus espaldas el inconfundible bulto del cuerpo de un hombre.
La horrible visión se desvaneció entre los árboles, y los jóvenes, enloquecidos por el terror, corrieron hacia su automóvil y condujeron a toda velocidad en pos de las luces de la ciudad. Relataron temblorosos lo sucedido al jefe de policía y enseguida un cordón de patrulleros recorrió todo el parque. Pero ya era demasiado tarde; el desconocido asesino había logrado escapar. En el bosquecillo se encontró un viejo y humilde sombrero, arrugado y manchado de sangre, y uno de los agentes lo reconoció como el sombrero que llevaba un vagabundo que había recogido el día anterior y que más tarde había sido liberado. El desgraciado debía de estar durmiendo en el parque cuando encontró su terrible destino.
Pero no se encontró ninguna otra pista. En el duro suelo y la espesa maleza no se encontraron pisadas, y el misterio aumentó. Y ahora el miedo que impregnaba toda la ciudad creció hasta una intensidad insoportable.
Me acordaba con frecuencia del señor Stark, que vivía solo y tullido en aquel sombrío y viejo caserón, prácticamente aislado. Me preocupaba por él con frecuencia e hice el propósito de pasarme por su casa casi todos los días para asegurarme de que estaba a salvo. Estas visitas eran breves. El señor Stark parecía preocupado y, aunque se comportaba de forma bastante afable, me pareció mejor no inmiscuirme demasiado. En efecto, no entré en su casa durante todo este periodo, ya que invariablemente lo encontraba cojeando por el jardín o tumbado en una hamaca entre dos grandes robles. O bien su enfermedad le perturbaba más de lo habitual, o el terrible misterio que se cernía sobre la ciudad le había afectado. Parecía cansado la mayoría del tiempo, y tenía profundas ojeras bajo los ojos, como si padeciese tensión nerviosa o agotamiento físico.
Unos días después de la desaparición del vagabundo, las autoridades de la ciudad advirtieron a todos los ciudadanos de que se mantuvieran en guardia, porque, basándose en los recientes acontecimientos, se temía que el asesino desconocido volviera a actuar en breve, posiblemente esa misma noche. La policía había casi duplicado el número habitual de efectivos, y una veintena de ciudadanos fueron nombrados ayudantes del sheriff. Hombres con el rostro adusto patrullaban las calles fuertemente armados, y cuando caía la noche una tensión sofocante cubría la ciudad. Fue poco después de que anocheciera cuando sonó el teléfono. Era Stark.
—Me preguntaba si le importaría venir —dijo, y su voz sonó bastante apesadumbrada—. La puerta de mi armario se ha atrancado y no puedo abrirla. No le habría molestado, pero es demasiado tarde para llamar a un cerrajero, y todas las tiendas están cerradas. La medicación para dormir está en el armario, y si no la tomo pasaré una noche terrible: siento todos los síntomas de un ataque de insomnio.
—Iré enseguida —prometí.
Llegué a su puerta a paso ligero, y él me recibió hecho un mar de disculpas.
—Lamento terriblemente haberle causado todos estos inconvenientes —dijo—, pero no tengo la fuerza física para forzar la puerta, y sin mi medicación estaría dando vueltas toda la noche.
No había suministro eléctrico en la casa, pero varias velas grandes sobre la mesa alumbraban lo suficiente. Me incliné ante el armario lacado y comencé a forcejear con la puerta. Ya he mencionado la placa de plata de la que parecía estar hecha dicha puerta. Mientras intentaba abrirla observé la placa, tan pulida que reflejaba objetos como si fuera un espejo. Y de repente se me heló la sangre en las venas. Por encima de mi hombro vi reflejado el rostro de John Stark, desconocido y horriblemente distorsionado. Sostenía una maza en una mano, que alzó mientras se acercaba a mí con sigilo. Me levanté bruscamente, girándome para mirarle de frente. Su semblante era más inescrutable que nunca, a excepción del gesto de ligera sorpresa ante mi repentino movimiento. Me alargó el mazo.
—Quizás esto le sirva —sugirió.
Lo tomé sin pronunciar ni una sola palabra, manteniendo la mirada fija en él, y, propinando un golpe terrorífico, literalmente reventé la puerta del armario. Sus ojos se abrieron con expresión de asombro y durante unos instantes nos miramos sin hablar. Había una tensión eléctrica en el aire y, sobre mi cabeza, volví a oír pisotones de pezuñas. Y un extraño escalofrío, como un terror desconocido, me embargó… ¡y es que podría haber jurado que lo que se movía por las estancias del piso de arriba no debía de ser más pequeño que un caballo!
Lancé el mazo a un lado, me giré sin decir ni una palabra y salí a toda prisa de la casa; tampoco respiré totalmente tranquilo hasta que llegué a mi propia biblioteca. Allí me senté para reflexionar; mi mente era un caótico remolino. ¿Me había comportado como un estúpido? ¿No había sido esa expresión de malignas intenciones en el rostro de John Stark cuando se acercaba sigilosamente a mí una mera distorsión del reflejo? ¿Me había gastado una mala pasada mi imaginación? O, y aquí oscuros miedos me susurraban en lo más profundo de mi cerebro, ¿había sido ese reflejo en la placa de plata lo que me había salvado la vida? ¿Era John Stark un demente? Me estremecí ante un terrible pensamiento. ¿Era él el responsable de los deleznables crímenes recientes?
La hipótesis no se sostenía. ¿Qué motivos podría tener un refinado y viejo erudito? De nuevo mis temores me susurraron que podría haber un motivo, me susurraron escalofriantes suposiciones acerca de un siniestro laboratorio en el que un científico demente llevaba a cabo terribles experimentos con especímenes humanos. Luego me reí de mí mismo. Incluso suponiendo que John Stark fuera un loco, los crímenes recientes precisaban de unas condiciones físicas fuera del alcance del lisiado. Sólo un hombre con una fuerza y una agilidad sobrehumanas podría llevarse sin ruido a sus presas. Ciertamente, ningún lisiado podría hacerlo, y me correspondía entonces volver a casa de Stark y disculparme por mi estúpido comportamiento.
Y en ese preciso instante un súbito pensamiento me golpeó como un jarro de agua helada, algo que en el momento en que se produjo había causado una fuerte impresión en mi subconsciente, pero que no había registrado conscientemente; y es que cuando me giré para encarar a John Stark frente al armario lacado, él estaba de pie totalmente erguido, sin su muleta.
Sacudiendo la cabeza y totalmente perplejo, aparté de mi mente la idea y, tomando un libro, me dispuse a leer. El volumen, seleccionado al azar, no era el más apropiado para aliviar mi mente de las sombras que me acechaban. Era una edición de Düsseldorf extremadamente rara de la obra de Von Junzt, Cultos sin nombre, llamado también el Libro Negro, no porque estuviera encuadernado en tapa negra y con cierre de hierro, sino por sus oscuros contenidos. Abrí el libro al azar y comencé a leer distraídamente el capítulo dedicado a la invocación de demonios procedentes del Vacío.
Más que nunca percibí la profunda y siniestra sabiduría que había tras las increíbles afirmaciones del autor, mientras leía sobre mundos desconocidos y sacrílegas dimensiones que, según Von Junzt, latían terrorífica y borrosamente percibidas en nuestro universo, y sobre los blasfemos habitantes de aquellos Mundos del Más Allá, lo cuales, sostiene el autor, en ocasiones traspasan violentamente el Velo gracias a los encantamientos de algún maligno hechicero, para aniquilar las mentes y saciarse con la sangre de los hombres.
Me quedé adormilado mientras leía, y me desperté con un frío temor recubriendo mi alma como una nube. Había soñado intermitentemente, y en mis sueños había oído a Marjory llamándome débilmente, como si lo hiciera a través de terribles y neblinosos abismos, y en su voz detecté un miedo estremecedor, como si estuviera siendo amenazada por algún tipo de horror más allá de la comprensión humana. Al despertar me encontré temblando febrilmente y con el cuerpo empapado de sudor frío como en una pesadilla. Levanté el teléfono y llamé a casa de los Ash. La señora Ash respondió y le pedí que me pusiera con Marjory. Su voz me llegaba desde el otro lado de la línea matizada con cierta ansiedad.
—Pero, Michael, ¡Marjory lleva fuera desde hace más de una hora! La oí hablando por teléfono y luego me dijo que tú habías quedado con ella junto al bosquecillo que hace esquina con el jardín del señor Stark, para ir a dar una vuelta. Me pareció extraño que no vinieses tú a casa, como sueles hacer, y no me gustó la idea de que ella saliera sola, pero supuse que tú estarías al corriente, ya sabes, Michael, siempre hemos depositado tanta fe en ti, así que la dejé marchar. ¿Tú no crees que algo...?
—¡Oh, no! —reí, pero mi risa sonaba hueca y tenía la garganta seca—. No ha pasado nada, señora Ash. La llevaré de regreso a casa inmediatamente.
Al colgar el teléfono, oí un ruido al otro lado de la puerta, un rasgueo acompañado de un lloriqueo apenas perceptible. Tales nimiedades pueden llegar a causar un miedo desconocido en ciertas ocasiones. Se me pusieron los pelos de punta y la lengua se me quedó pegada en el paladar. Esperando ver no sabía qué, abrí la puerta de par en par. Un grito se me escapó de los labios cuando una figura polvorienta y manchada de sangre entró renqueante y tropezó con mis piernas. Era Bozo, el perro de Marjory.
Era evidente que había sido brutalmente apaleado. Tenía una oreja cortada, el pellejo magullado y heridas abiertas en una docena de sitios. Me mordió el bajo del pantalón y tiró de mí hacia la puerta, dejando escapar un profundo gruñido. Con la mente sumida en un infierno de furia, me dispuse a seguirlo. Se me pasó por la cabeza llevarme un arma, y en el mismo instante recordé que le había prestado mi revólver a un amigo que temía andar desarmado por las calles de noche. Posé la vista en una enorme espada de hoja ancha que colgaba de la pared. Había sido una posesión de la familia durante ocho siglos y había derramado sangre en más de una batalla desde la primera vez que pendió del cinto de un antepasado en las Cruzadas.
La saqué de la vaina donde había permanecido durante más de cien años y el frío acero azul brilló inmaculado bajo la luz. Luego acompañé al perro, que seguía gruñendo, y nos adentramos ambos en la noche. Corría vacilante, pero muy rápido, y me resultó difícil seguirle el paso. Iba en la dirección que mi intuición me decía que iría... hacia la casa de John Stark.
Nos acercamos a la esquina de los terrenos de Stark, agarré a Bozo por el collar y lo retuve cuando intentó salir corriendo hacia el muro derruido. No me hizo falta saber más. John Stark era el demonio encarnado que había extendido la nube de terror sobre la ciudad. Entonces comprendí su plan: una llamada telefónica atrayendo a su víctima. Yo había caído en su trampa, pero el azar intervino a tiempo. De modo que eligió a la chica... no debía de ser muy difícil imitar mi voz. Maníaco homicida o sabio loco, fuera lo que fuese, sabía que en algún rincón de aquella lúgubre casa estaba Marjory, cautiva o cadáver. Y no iba a permitir que Stark tuviera la ocasión de abatirme a disparos si iba a por él a pecho descubierto.
Una negra ira se apoderó de mí, estimulando la pericia que normalmente la pasión extrema aumenta. Iba a entrar en aquella casa e iba a separar la cabeza de John Stark de su cuerpo con la espada que en tiempos pasados había cercenado los cuellos de sarracenos, piratas y traidores.
Ordené a Bozo que se mantuviera detrás de mí, y me separé de la calle para avanzar rápidamente y con precaución por la pared lateral hasta llegar a la parte trasera de la casa. Al este, un brillo entre los árboles me advirtió de que la luna estaba saliendo, y deseé estar dentro de la casa antes de que la luz pudiera delatarme. Escalé la pared derruida, y con Bozo siguiéndome como una sombra crucé el prado, manteniéndome bajo la sombra de los árboles. El silencio atenazaba la casa cuando entré por el porche trasero, empuñando en alto la espada. Bozo husmeó la puerta y gimió con un gruñido profundo. Me agaché, en espera de que algo sucediera. No sabía qué peligro merodeaba en aquel misterioso y sombrío edificio, o si me estaba enfrentando a un lunático o a una banda de asesinos.
No lo atribuyo al coraje, sino más bien a la negra ira que se había apoderado de mi cerebro y había borrado todo temor por mi integridad. Probé a abrir con cuidado la puerta exterior de un lateral. No estaba muy familiarizado con la casa, pero creía que la puerta daba a un cuarto trastero. Estaba cerrado por dentro. Introduje la punta de la espada entre la puerta y el vano e hice palanca, con cautela pero con fuerza. Era imposible que la antigua hoja de la espada se rompiese, forjada mediante olvidadas técnicas, y si empujaba con todas mis fuerzas, que no eran pocas, tendría que ceder. Se trataba de una cerradura vieja. Con un crujido y un estallido que pareció horriblemente ruidoso en medio de tanta quietud, la puerta cedió.
Agucé la vista en la profunda oscuridad y entré. Bozo pasó junto a mí en silencio y desapareció en la penumbra. Reinaba un silencio sepulcral; luego sonó el tintineo de una cadena que hizo que me invadiera un frío gélido por todo el cuerpo. Me tambaleé, con los cabellos erizados y la espada en alto; y entonces escuché el sonido amortiguado de una mujer sollozando.
Me aventuré a encender una cerilla. La llama iluminó la enorme y polvorienta habitación, atestada de todo tipo de basura indescriptible; y reveló una forma lastimera y femenina hecha un ovillo en una esquina. Era Marjory y Bozo gemía y le lamía la cara. No había rastro de Stark, y la otra puerta del trastero que daba al interior estaba cerrada. Avancé hacia ella rápidamente y corrí el viejo cerrojo. Luego encendí un trozo de vela que encontré sobre la mesa y me dirigí rápidamente hacia Marjory. Stark podía atacarnos inesperadamente si entraba por la puerta exterior, pero confiaba en que Bozo nos avisaría si se acercaba por allí. El perro no mostraba ningún signo de nerviosismo o ira que indicase la presencia de algún enemigo al acecho, pero intermitentemente miraba inquieto hacia el techo y dejaba escapar un gruñido.
Marjory estaba amordazada y tenía las manos atadas a la espalda. Una pequeña cadena alrededor de su delgada cintura la sujetaba a una pesada argolla en la pared, pero la llave estaba en el cerrojo. La liberé en unos segundos y la abracé convulsivamente, temblando febrilmente. Sus oscuros ojos abiertos miraron a los míos sin verme, con una expresión de horror que me conmocionó el alma y heló mi sangre con un extraño y siniestro presentimiento.
—¡Marjory! —dije entre jadeos—. ¿Qué ha ocurrido, en nombre de Dios? No tengas miedo. Nada te hará daño. ¡No me mires así! ¡Por todos los cielos, pequeña!
—¡Escucha! —susurró ella temblorosa—. ¡El ruido... el espeluznante ruido de las pezuñas!
Alcé la cabeza de un respingo, y Bozo, con los pelos erizados, se encogió con una mirada de profundo terror en los ojos. Sobre nuestras cabezas sonaba el pesado andar de unas pezuñas. Pero ahora los pisotones eran gigantescos, elefantinos. Toda la casa temblaba con su impacto. Una mano helada me recorrió la espalda.
—¿Qué es, por todos los santos? —susurré.
Ella se apretujó más contra mí.
—¡No lo sé! ¡No me atrevo a imaginármelo! ¡Debemos irnos! ¡Debemos huir! Esa Cosa bajará para atraparnos. La he estado escuchando durante horas...
—¿Dónde está Stark? —murmuré.
—¡Arriba! —Marjory se estremeció—. Te lo contaré todo rápidamente, y luego debemos correr. Pensé que tu voz sonaba extraña, pero vine para encontrarme contigo, o eso pensaba. Me traje a Bozo porque temía salir sola en la oscuridad. Luego, cuando estaba bajo la sombra del bosquecillo, algo se abalanzó sobre mí. Bozo rugió y saltó, pero él lo golpeó con un pesado palo y lo volvió a golpear una y otra vez hasta dejarlo tendido retorciéndose sobre el polvo. Todo el tiempo intenté pelear y gritar, pero la criatura me había agarrado por la garganta con una enorme mano de gorila, y estaba medio ahogada. Luego me echó sobre su hombro y me llevó a través del bosquecillo y el muro de entrada a la propiedad de Stark. Yo estaba medio inconsciente, y no fue hasta que me trajo a esta habitación cuando pude ver que se trataba de John Stark. Pero no cojeaba y se movía con la agilidad de un gran simio. Iba vestido con ropa negra muy ajustada que se fundía tan bien con la oscuridad como para hacerle casi invisible.
»Cuando le supliqué que se apiadara de mí, se limitó a amordazarme y atarme las manos. Luego me encadenó a la pared, pero dejó la llave en el cerrojo, como si tuviera la intención de venir a buscarme en breve. Creo que estaba como loco… y atemorizado, también. Tenía un brillo sobrenatural en los ojos, y las manos le temblaban como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico.
»—Te preguntarás por qué te he traído aquí —dijo—. Te lo diré, porque ya da lo mismo lo que puedas saber, ¡puesto que en una hora estarás más allá de todo conocimiento! Mañana los periódicos anunciarán con titulares que el misterioso secuestrador ha vuelto a actuar, ¡bajo las mismísimas narices de la policía! Pues bien, pronto tendrán que preocuparse por algo más que una ocasional desaparición, me temo. Una personalidad más débil que la mía podría perfectamente sentir cierta vanidad al haber sido más listo que las autoridades, como yo lo he sido, pero ha sido tan fácil evitar a los muy estúpidos. Mi orgullo se alimenta de cosas más grandes. Lo planeé bien. Cuando di vida a la cosa, sabía que iba a necesitar comida, mucha comida. Ese es el motivo por el que me trasladé aquí, un lugar donde no me conocía nadie y podía fingir cojera y debilidad, yo, que tengo la fuerza de un gigante en mis músculos. Nadie ha sospechado de mí, si exceptuamos a Michael Strang. Esta noche percibí la duda en su mirada, tenía que haberle dejado fuera de combate cuando se volvió para mirarme; debería haber aprovechado la ocasión y haberle retado a un combate mortal, por muy fuerte que sea...
»No lo entiendes. Puedo ver en tu mirada que no lo entiendes. Pero intentaré que lo entiendas. Los hombres piensan que poseo una honda cultura, y poco sospechan cuán profundo es realmente mi conocimiento. He ido más lejos que cualquier hombre en las artes y las ciencias. Comprendí que eran meros entretenimientos para mentes miserables. Yo fui más allá. Experimenté con lo oculto como otros hombres experimentan con la ciencia. Descubrí que mediante ciertas artes negras y antiguas un hombre sabio podía descorrer el Velo que separa los universos y traer seres sacrílegos al plano terrestre. Me dispuse a investigar para probar esta tesis. Podrías preguntarme ¿por qué? ¿Por qué hace cualquier científico experimentos? Tu cerebro se resecaría y se desintegraría si te describiese los encantamientos y hechizos y extraños preparativos con los que logré atraer del Vacío una cosa sollozante, rabiosa y descarnada.
»No fue fácil. Durante meses trabajé y estudié, adentrándome profundamente en las enseñanzas de libros blasfemos y manuscritos mohosos. Andando a tientas por los cegadores y oscuros abismos del espacio exterior en los que había proyectado mi voluntad incorpórea, primero sentí la existencia y la presencia de seres sacrilegios, y me empeñé en establecer contacto con ellos. Conseguí atraer a uno, al menos, a este universo material. Durante bastante tiempo tan sólo podía sentirlo tocando las oscuras fronteras de mi propia conciencia. Más tarde, mediante siniestros sacrificios y rituales ancestrales, le hice cruzar los abismos. Al principio era tan sólo una enorme sombra antropomórfica dibujada sobre una pared. Contemplé su progresión desde la nada hasta la forma y el ser de esta esfera material. Vi sus ojos brillando en la sombra y los átomos de su sustancia ultraterrena girando mientras la criatura mutaba y se tornaba más clara y pequeña, y al encogerse se cristalizó y se transformó en la materia que conocemos.
»Y allí en el suelo, delante de mí, yacía aquel ser gimiente, chillón y desnudo procedente del Abismo; y cuando vi su naturaleza, incluso yo empalidecí y casi me falló la voluntad. Al principio no era más grande que un sapo. Pero lo alimenté cuidadosamente, sabiendo que sólo se desarrollaría con sangre fresca. En un primer momento lo alimenté con moscas y arañas, insectos a los que drenaba la sangre, entre otras cosas. Creció poco a poco, al principio, pero creció. Entonces aumenté su dieta. Le proporcioné ratones, ratas, conejos; luego gatos. Finalmente ya ni un perro adulto era suficiente comida para aquella Cosa.
»Presentí dónde acabaría todo esto, pero estaba determinado a no detenerme. En ese momento, por primera vez un escalofrío de terror sacudió mi alma. La Cosa comenzó a crecer y a expandirse asombrosamente tras consumir sangre humana. Empecé a temerla. Ya no la miraba con orgullo, ni me deleitaba viendo cómo se comía la presa que había cazado para ella. Supe que había caído en mi propia trampa. Cuando se veía privada incluso temporalmente de su alimento, la Cosa se volvía más violenta conmigo. Me demandaba su comida con mayor frecuencia, y me vi forzado a recurrir a acciones desesperadas para obtenerla.
»Esta noche tu amante escapó por los pelos del destino que ahora ha recaído sobre ti. No tengo nada en contra de Michael Strang. La necesidad es un cruel tirano. No voy a disfrutar ofreciéndote vivo al monstruo, mientras te retuerces de horror. Pero no tengo elección. Para salvarme yo, debo continuar saciándolo con sangre humana, no quiero ser su presa. Quizás te preguntes por qué no destruyo aquello que creé. Es una pregunta que me hago a mí mismo. No me atrevo a intentarlo. Y dudo que manos humanas puedan acabar con ese monstruo. Mi mente ya no me pertenece. Yo, que en un tiempo fui el amo, me he convertido en un humilde esclavo que le proporciona alimento. Su terrible inteligencia no humana me ha arrebatado la fuerza de voluntad y me ha esclavizado. Ocurra lo que ocurra, ¡debo seguir alimentándolo!
»Podría seguir creciendo hasta reventar su prisión y salir a la caza esclavizando y destruyendo a la gente. Cada vez que se ha alimentado últimamente, ha crecido muchísimo en altura y contorno. Podría no haber límite para su crecimiento. Pero no me atrevo a negarle la comida que reclama.
»En ese momento, Stark pegó un respingo cuando la casa tembló por los impactos de unos pesados pasos en algún lugar del piso de arriba. Empalideció: ¡Se ha despertado y tiene hambre! —susurró—. Iré a atenderle. ¡A decirle que es demasiado pronto para ser alimentado!.
Marjory hundió su rostro entre las manos y un temblor sacudió su esbelta figura.
—Se oyó un grito espeluznante —sollozó—, y luego el silencio, a excepción de un abominable sonido de desgarros y crujidos, ¡y el retumbar de los pisotones de las terribles pezuñas! Me quedé aquí tendida durante lo que me pareció un siglo. Entonces oí a un perro gimiendo y arañando en la puerta que da al exterior y supe que Bozo se había recuperado y me había seguido hasta aquí, pero no podía llamarlo, y se marchó… y me quedé aquí sola… escuchando… escuchando… Me estremecí como si un viento gélido se abatiera sobre mí desde el espacio exterior. Y me levanté, blandiendo la ancestral espada con más fuerza. Marjory se levantó de un salto y me abrazó con una fuerza compulsiva. ¡Oh, Michael, vámonos!
—¡Espera! —estaba poseído por un impulso ineludible—. Antes de irme debo averiguar qué es lo que se esconde en las habitaciones de arriba.
Marjory gritó y me sujetó frenéticamente.
—¡No, no, Michael! ¡Oh, Dios mío, no sabes lo que dices! Es algo terrible, que no pertenece a este planeta… ¡un espantoso ser del espacio exterior! Las armas humanas no pueden abatirlo. No… No, hazlo por mí, Michael, ¡no sacrifiques tu vida!
Sacudí la cabeza.
—No se trata de heroísmo, Marjory, ni de mera curiosidad. ¿No habló Stark de que la cosa podría escapar de su prisión? No. Debo enfrentarme a esa cosa ahora, cuando aún está arrinconada en esta casa.
—Pero ¿qué puedes hacer con tu arma? —gimió ella retorciéndose las manos.
—No lo sé —respondí—, pero lo que sí sé es que esa sed demoníaca no puede ser más fuerte que el odio humano, y que combatiré con esta espada, que en la Antigüedad segó la vida de brujas y hechiceros, de vampiros y hombres lobo, contra las mismísimas legiones del Infierno. ¡Vete! ¡Llévate al perro y corre a casa tan rápido como puedas!
Y, a pesar de sus protestas y súplicas, logré separarme de sus brazos, que se aferraban a mí, y la empujé suavemente hacia la puerta, cerrándola ante su lamento desesperado. Luego tomé la vela y me dirigí rápidamente hacia el pasillo al que daba el trastero. La escalera estaba a oscuras e intimidaba, parecía un negro pozo de sombras. De repente una débil ráfaga de viento apagó la vela que tenía en la mano y, rebuscando en los bolsillos, comprobé que ya no me quedaban cerillas para volver a encenderla. Pero la luna brillaba tenuemente a través de las pequeñas ventanas junto al techo, y a su débil luz subí con gesto ceñudo las oscuras escaleras, arrastrado irresistiblemente por algo más fuerte que el miedo y con la espada de mis antepasados guerreros firme en mi mano.
En todo momento retumbaban sobre mi cabeza las pezuñas colosales de un lado a otro de la estancia, y con cada golpe la sangre se me helaba en las venas y el gélido sudor se congelaba sobre mi piel húmeda. Sabía que ningún pie terrestre podía producir aquel ruido. Todas las difusas sombras de un horror más allá del miedo ancestral me embargaban y me susurraban desde el fondo de mi mente, todas las formas fantasmales que merodean en el subconsciente se alzaron titánicas y terribles, todos los recuerdos vagos de terrores prehistóricos de mi raza se despertaron acechándome. Cada reverberación de aquellos pesados pasos provocaba, en las adormecidas profundidades de mi alma, terribles y neblinosas formas de vaga reminiscencia. Pero seguí adelante.
La puerta en la que culminaban las escaleras estaba equipada con una cerradura con pestillo, evidentemente tanto por dentro como por fuera, porque después de que descorriera el pestillo exterior, el enorme portal permaneció firmemente cerrado. Y dentro pude escuchar los pasos elefantinos. Con toda la furia que pude reunir para evitar que mi determinación diera paso a alaridos de negro pánico, alcé mi espada y rompí las jambas de la puerta con tres golpes poderosos. Finalmente entré atravesando la puerta astillada.
Todo el espacio del piso superior consistía en una sola estancia, ahora débilmente iluminada por la luz de la luna que se colaba a través de ventanas protegidas con robustos barrotes. El lugar era vasto y espectral, con columnas de luz de luna y océanos flotantes de sombras. Y entonces un grito involuntario e inhumano explotó en mis secos labios. Delante de mí se alzaba el Horror. La luna iluminaba levemente una forma de pesadilla y locura. Con el doble de altura que un hombre, la silueta en general no difería demasiado de la de un ser humano; pero las gigantescas patas acababan en enormes pezuñas y, en lugar de brazos, una docena de tentáculos se retorcían como serpientes alrededor de su gran torso hinchado.
Su color era de una tonalidad de reptil moteado y leproso, y el culmen del horror se produjo cuando giró sus babeantes y laxas mandíbulas cubiertas de sangre hacia mí y posó sus brillantes ojos de un millón de facetas que centelleaban como lenguas de fuego. No había nada de humano en aquella cabeza puntiaguda y deformada; y que Dios me ayude, pero tampoco había nada de animal en ella, según lo que conocemos los humanos de los animales. Apartando los ojos de aquella terrorífica cabeza para conservar la cordura, fui consciente de otro horror, intolerable por sus inconfundibles implicaciones. Entre las gigantescas pezuñas yacían los fragmentos desmembrados y desgarrados de un cuerpo humano, y una columna de luz de luna alumbraba la cabeza decapitada con una mirada de terror congelada: la cabeza de John Stark.
El miedo puede llegar a ser de tal intensidad que termina por derrotarse a sí mismo. En ese momento me quedé petrificado, y en medio de la confusión y con la horrible criatura avanzando pesadamente hacia mí, mi miedo fue sustituido por una ráfaga roja de furia desatada. Alzando la espada, me abalancé hacia el monstruo y la hoja silbante cercenó la mitad de sus tentáculos, que cayeron al suelo retorciéndose como serpientes. Con un espeluznante y agudo alarido, el monstruo saltó a gran altura por encima de mi cabeza y cayó con terrible fuerza. El impacto de aquellas aterradoras pezuñas me destrozó el brazo en alto como si fuera una cerilla y me lanzó al suelo. Y, con un estremecedor rugido triunfal, el monstruo saltó desplomándose de nuevo sobre mí en una siniestra danza de la muerte que hizo que todo el edificio crujiera y se balanceara sobre sus cimientos.
De alguna manera, en esta ocasión logré esquivarlo girando a un lado, y escapé por los pelos de aquellas atronadoras pezuñas, que de otro modo me hubieran convertido en pulpa roja. Rodando hacia un lado, me puse en pie con un único pensamiento en la mente: al haber sido atraído desde el amorfo vacío y haberse materializado en sustancia concreta, el demonio era vulnerable a las armas materiales. Con la mano sana empuñé la espada que había sido bendecida desde tiempos inmemoriales, la alcé contra los poderes de la oscuridad y una oleada roja de ansia bélica se apoderó de mí. El monstruo se volvió pesadamente hacia mí y, bramando con un grito de guerra, salté volteando la enorme espada en el aire, acompañándola con la fuerza de todos los músculos de mi cuerpo en acción.
Y, atravesando directamente la inestable masa viscosa, lo cercené en dos, de forma que el horrible torso cayó a un lado y las gigantescas piernas al otro. Sin embargo, la criatura no estaba muerta; se retorcía dirigiendo hacia mí sus repugnantes tentáculos, alzando la espantosa cabeza en la que ardían sus ojos inmundos y con la lengua bífida escupiéndome veneno. Alcé la espada y golpeé una y otra vez, despedazando a la monstruosidad, y cada uno de los pedazos se retorcía y enroscaba como si gozara de vida propia hasta que terminé de partir la cabeza en varios pedazos. A continuación vi que los fragmentos esparcidos cambiaban de forma y sustancia. Parecía no haber huesos en el cuerpo de aquella cosa. Excepto por las enormes y duras pezuñas, y los colmillos similares a los de un cocodrilo, era asquerosamente obesa y viscosa, como un sapo o una araña.
Y entonces, mientras la miraba, vi los trozos derretidos en un apestoso y viscoso fluido negro que manaba de lo que antes fue John Stark. Y en aquella marea oscura los fragmentos de carne y hueso del monstruo se desintegraron y disolvieron, como la sal se derrite en el agua, perdieron el color y se evaporaron. Se transformó en una aborrecible charca negra que se arremolinaba y movía en el centro de la habitación, mostrando un millón de facetas y reflejos de luz, como los ojos ardientes de una miríada de enormes arañas. Entonces me di la vuelta y huí al piso de abajo.
Al pie de las escaleras tropecé con un bulto blando, y un gemido familiar me trajo de regreso de los laberintos del terror inefable en los que había entrado. Marjory no me había obedecido; había regresado a aquella casa del horror. Estaba tendida inconsciente a mis pies, y Bozo permanecía lealmente a su lado. Sí, señores, no tengo ninguna duda de que si yo hubiera perdido la siniestra batalla, Bozo habría sacrificado su vida para salvar a su dueña cuando el monstruo bajara arrastrándose por las escaleras. Con un sollozo de terror recogí a Marjory, abrazando su cuerpo inerte contra el mío; pero entonces Bozo se encogió y gruñó, mirando hacia arriba, a las escaleras iluminadas por la luna. Y por esas escaleras vi el negro y brillante líquido derramándose lentamente.
Huí de esa casa como si huyera del Infierno, pero me detuve en el viejo trastero el tiempo suficiente para pasar rápidamente la mano sobre la superficie de la mesa donde antes había encontrado las velas. Había varias cerillas quemadas y esparcidas por la mesa, pero encontré una sin usar. La encendí a toda prisa y la lancé a una pila de papeles polvorientos que había junto a la pared. La madera estaba vieja y seca; prendió rápidamente y ardió con fiereza. Y mientras la observaba arder, junto a Marjory y Bozo, tan sólo yo supe lo que la gente que en ese momento se despertaba en la ciudad no podía ni tan siquiera sospechar: que el horror que había flotado por la ciudad y el campo se desvanecía entre aquellas llamas... y deseé fervientemente que fuera para siempre.
Robert E. Howard (1906-1936)
Relatos góticos. I Relatos de Robert E. Howard.
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El análisis y resumen del cuento de Robert E. Howard: La Cosa con pezuñas (The Hoofed Thing), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
3 comentarios:
Que cuento tan magistral, digno de ser adaptado al cine o como capitulo de una serie.
Terror y algo de épica, con la espada.
No entiendo por que este relato esta en la categoría de hombres lobo, si no tiene nada que ver, solo se hace una breve mención a los licántropos, pero nada mas.
Sencillamente magnifico, me uno, digno de Netflix, sin inclusion.
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