«Señora Lunt»: Hugh Walpole; relato y análisis.


«Señora Lunt»: Hugh Walpole; relato y análisis.




Señora Lunt (Mrs. Lunt) es un relato de fantasmas del escritor británico Hugh Walpole (1884-1941), publicado originalmnte en la antología de 1926 [editada por Cynthia Asquith]: El libro de los fantasmas (The Ghost Book). Posteriormente sería reeditado en varias colecciones clásicas del género, entre ellas: Historias de fantasmas (Ghost Stories); 65 grandes cuentos de lo sobrenatural (65 Great Tales of the Supernatural); Marea del horror (A Tide Of Terror); El libro del horror de H.P. Lovecraft (H.P. Lovecraft’s Book Of Horror) y Cuando los cementerios bostezan (When Churchyards Yawn).

Señora Lunt, uno de los grandes cuentos de Hugh Walpole, relata la historia de un joven escritor, llamado Runciman, que pasa un fin de semana en la vieja mansión victoriana de su mecenas, el señor Lunt, el cual está siendo acosado por el fantasma de su esposa [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

SPOILERS.

Es fácil entender por qué H.P. Lovecraft consideraba a Señora Lunt como uno de los mejores relatos de fantasmas de la literatura británica. Hugh Walpole [perteneciente a la misma familia que el fundador de la literatura gótica, Horace Walpole, autor de El castillo de Otranto (The Castle of Otranto)] construye hábilmente esta breve historia espeluznante donde lo que sucede es casi anecdótico, y donde la atmósfera y la ambientación lo son todo.

El narrador de la historia es Runciman, un novelista, que visita a otro escritor, Robert Lunt, a petición de éste tras la muerte de su esposa. Aunque los dos hombres nunca se han visto personalmente [la relación hasta ese momento había sido epistolar], Runciman comienza a idealizar la amistad potencial de Lunt y está entusiasmado con la oportunidad de conocer a un autor bien establecido. Por supuesto, las cosas no salen según lo planeado. Tras un primer encuentro en una antigua mansión, Lunt comienza a comportarse de manera extraña, errática, sobre todo cuando Runciman le comenta que ha conocido a su ama de llaves, una mujer silenciosa que se presentó en sus habitaciones. Lunt, sin aliento, afirma que no hay ninguna mujer en la casa.

Muchos de los relatos de Hugh Walpole tienen una corriente subyacente de tristeza, incluso de añoranza. Probablemente esto tenga que ver con el hecho de que era homosexual [hablaremos sobre eso más adelante] en una época en la que serlo era ilegal en Gran Bretaña, y este parece ser el conflicto que ondula bajo la superficie de Señora Lunt: la represión forzada [y necesaria para sobrevivir socialmente] de Hugh Walpole [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado: la identidad de género en el Horror]

La expectativa de Runciman de conocer a un hombre mayor y venerable [el señor Lunt], el intrigante contacto físico entre ambos, la vulnerabilidad que los subyuga, agregan una intrigante profundidad a la historia al resonar con la propia vida de Hugh Walpole. Hay poderosos y sorprendentes momentos de genuina ternura entre Runciman y Lunt:


[«Allí nos sentamos, yo en una silla cercana a la suya, tomados de la mano, como una pareja de enamorados; pero en verdad éramos dos hombres aterrorizados, temerosos de lo que venía»]


De algún modo, Hugh Walpole logró evitar la censura y la condena pública al hacer que Runciman rechace estos sentimientos por Lunt, pero sobre todo debido a la atmósfera opresiva y terrorífica de Señora Lunt, la cual devora cualquier otro aspecto, incluso uno tan polémico para la época como el amor entre dos hombres. Sin embargo, aún en esa ambientación terrorífica, que emplea de forma eficaz todos los recursos del relato de fantasmas, Hugh Walpole añade otra dimensión a la fisicalidad de la historia al poner hábilmente el acento en lo sensorial, no tanto en lo que realmente sucede. El olfato, el tacto, el oído, son mucho más importantes aquí que la aparición fantasmal de la Señora Lunt [ver: Lo olfativo, lo visual, lo auditivo y lo táctil en el Horror]

Si tuviésemos que resumir brutalmente el argumento de Señora Lunt, debiéramos decir que se trata de la historia de la venganza del espíritu de una mujer asesinada por su marido, siendo testigo el narrador, Runciman. Sin embargo, lo mejor sucede bajo la superficie, en los rincones oscuros, en las insinuaciones [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Muchos de los relatos de Hugh Walpole son claramente autobiográficos, y Señora Lunt no es la excepción. En sus historias, el protagonista [o narrador] es a menudo un escritor que ansía o busca un tutor, un modelo a seguir, generalmente un hombre mayor. Por supuesto, lo sobrenatural está explícito, pero lo más interesante siempre es la trama de sutilezas y complejidades psicológicas que acompañan este tipo de relaciones, no solo entre dos hombres, sino entre dos hombres que además son escritores. Ya en el primer párrafo de Señora Lunt, Hugh Walpole nos permite echar un vistazo a este conflicto:


[«¿Crees en fantasmas? —tuve que hacerle esta pregunta tan trivial más porque era un hombre difícil para pasar una hora con él que por cualquier otra razón. ¿Conoces sus libros?: El corredor, El olmo, Cristal, A la luz de las velas. Es uno de esos hombres constantes en esta época de inmensa superproducción de libros, hombres que publican su novela cada otoño, que despiertan en ciertos críticos el aprecio y el elogio, que tienen un público reducido y fiel, y que cuando te encuentras con ellos tienen poco que decir. Suelen ser tímidos y nerviosos, pesimistas y alejados de la vida cotidiana. Tales hombres hacen un buen trabajo, ganan muy poco, y quizás cincuenta años después de su muerte son redescubiertos por algún crítico inquisitivo y se convierten en una especie de culto con una nueva generación»]


Esa ansiedad insinuada sobre el mérito literario se vuelve aún más evidente en El Tarn (The Tarn), donde dos escritores se conocen desde su juventud, pero mientras uno, Foster, se ha convertido en un escritor célebre, el otro, Fenwick, ha caído en la oscuridad. Hugh Walpole cuenta la historia desde el punto de vista de Fenwick, investigando un odio que se ha enquistado en él durante muchas décadas, desde que la novela de Foster se llevó la gloria que debería haber pertenecido [en opinión de Fenwick] a su propia obra maestra. Sin embargo, en las orillas de este lago, la venganza está al alcance de la mano.

El aislamiento entre dos hombres con sentimientos conflictivos también está presente en Señora Lunt, aunque no hay animosidad mutua. Aquí, la que busca vengarse es la señora Lunt, asesinada por su esposo un año antes. Como fantasma hay que decir que la señora Lunt es muy discreta. Hace un par de apariciones fugaces, y al final asesina a su marido [aunque los médicos aseguran que falleció a causa de un paro cardíaco] [ver: El ABC de las historias de fantasmas]. Lo más interesante de la historia, insisto, es la ambientación y la relación entre estos dos hombres, la cual resuena en la sucesión de relaciones intensas [pero discretas] que Hugh Walpole mantuvo con otros hombres. De hecho, esta búsqueda de Runciman de un hombre mayor que lo guíe en su carrera literaria es, literalmente, la historia de Hugh Walpole.

Hugh Walpole entabló una entrañable amistad con A.C. Benson [hermano de E.F. Benson], quien declinó gentilmente sus avances. En cambio, lo puso en contacto con Henry James a fines de 1908. Siguió una frondosa correspondencia y, en febrero de 1909, Henry James invitó a Hugh Walpole a almorzar en un club de Londres. Desarrollaron una estrecha amistad, descrita por el biógrafo de Henry James, Leon Edel, como una relación de padre e hijo en algunos aspectos, «pero no en todos». Al parecer, Henry James se sintió atraído por el joven Hugh Walpole, y lo apuntaló en sus primeros esfuerzos literarios. Según Somerset Maugham [y no hay razones para pensar que miente], Hugh Walpole le hizo una propuesta sentimental a Henry James, quien «estaba demasiado inhibido para responder». Sin embargo, en su correspondencia, la devoción del anciano por su joven protegido se expresaba «en términos extravagantes» [ver: ¡Este hombre me pertenece!]

Hay que decir que Hugh Walpole eventualmente encontró a este «amigo perfecto», un policía casado, con quien se instaló en el Distrito de los Lagos. Habiendo buscado ansiosamente, en su juventud, el apoyo de autores ya establecidos, en sus últimos años Hugh Walpole fue un generoso mecenas de muchos escritores jóvenes. Su riquísima vida demandaría un estudio mucho más profundo, pero a modo de ejemplo baste decir que, entre otras cosas, visitó el frente de Polonia, recuperando muertos y heridos del campo de batalla; y en un festival de música en la ciudad de Bayreuth, Alemania, compartió una cena con Adolf Hitler [recientemente liberado de prisión], por quien aseguró haber experimentado una mezcla de atracción y desprecio.




Señora Lunt.
Mrs. Lunt, Hugh Walpole (1884-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


I

—¿Crees en fantasmas? —le pregunté a Runciman.

Tuve que hacerle esta pregunta tan trivial más porque era un hombre difícil para pasar una hora con él que por cualquier otra razón. ¿Conoces sus libros? Tal vez, o más probablemente no: El corredor, El olmo, Cristal y A la luz de las velas. Es uno de esos hombrecillos bastante constantes en esta época de inmensa superproducción de libros, hombres que publican cada otoño su novela, que despiertan en ciertos críticos el aprecio y el elogio, que tienen un público reducido y fiel , que cuando te encuentras con ellos tienen poco que decir. Suelen ser tímidos y nerviosos, pesimistas y alejados de la vida cotidiana.

Tales hombres hacen un buen trabajo, ganan muy poco en su época, y quizás cincuenta años después de su muerte son redescubiertos por algún crítico inquisitivo y se convierten en una especie de culto con una nueva generación.

Le hice esa pregunta a Runciman porque, por alguna razón que desconozco, lo había invitado a cenar en mi apartamento y ahora me enfrentaba a una larga velada llena de la más aburrida de todas las conversaciones, una charla que muere cada dos minutos y tiene que ser revivida. con grandes esfuerzos.

Siendo yo mismo un crítico, y habiendo elogiado en muchas ocasiones el trabajo de Runciman, se mostró más nervioso y tímido conmigo que si lo hubiera destrozado. Era ese tipo de hombre. Pero mi pregunta fue afortunada: lo despertó instantáneamente, su cuerpo largo y huesudo se llenó de una nueva energía, sus ojos se clavaron en una rica y excitante reminiscencia, habló sin pausa y tuve cuidado de no interrumpirlo.

Ciertamente me contó una de las historias más asombrosas que jamás haya escuchado. Si era cierta o no, por supuesto, no puedo decirlo: estas historias de fantasmas son casi siempre de segunda o tercera mano. En cualquier caso, tuve la fortuna de obtener la mía de su fuente.

Además, Runciman no era un mentiroso: era demasiado serio para eso. Él mismo admitió que no estaba seguro, a esa distancia de tiempo, si la cosa se había distorsionado con el paso de los años. Sin embargo, aquí está como él la contó.

***


Fue hace unos quince años —dijo—. Fui a Cornualles para quedarme con Robert Lunt. ¿Recuerdas su nombre? No, supongo que no. Escribió varias novelas; algunas de esas cosas mitad y mitad que no son del todo novelas, ni del todo poemas, más bien místicas y pintorescas. El regreso de De la Mare es un buen ejemplo de este tipo de cosas.

Había reseñado en alguna parte su último libro, y lo había hecho favorablemente. Recibí de él una carta realmente conmovedora que mostraba que el hombre estaba sediento de elogios y, supuse, de compañía. Vivía en Cornualles, en algún lugar de la costa, y su esposa había muerto hacía un año; dijo que estaba bastante solo allí, y que me invitaba a pasar la Navidad con él; esperaba que yo no estuviera comprometido ni pensara en esta invitación como una impertinencia.

Bueno, yo no estaba comprometido. Si Lunt estaba solo, yo también; si Lunt era un fracaso, yo también.

Me conmovió, como ya he dicho, su carta, y acepté su invitación. Mientras bajaba en el tren a Penzance, me pregunté qué clase de hombre sería. Nunca había visto ninguna fotografía de él; no era el tipo de autor cuya imagen publican los periódicos. Debía de tener, supuse, más o menos mi edad, tal vez un poco más. Sé que cuando estamos solos, algunos de nosotros imaginamos que un amigo aparecerá en algún lugar, ese amigo ideal que comprenderá todos nuestros sentimientos, que nos dará afecto sin ser sentimental, que se interesará por nuestros asuntos sin ser impertinente, sí, el tipo de amigo que uno nunca encuentra.

Me imagino que me volví muy romántico con Lunt antes de llegar a Penzance. Hablábamos, él y yo, de todas aquellas cuestiones literarias que en ese momento me parecían absorbentes; tal vez permaneceríamos juntos a menudo e incluso viajaríamos al extranjero en esos pequeños viajes que se vuelven tan rápidamente melancólicos cuando uno está solo, y tan deliciosos cuando uno tiene un compañero perfecto. Me lo imaginaba sobrio, delicado y refinado, con una especie de melancolía. Ambos, hasta ahora, habíamos fracasado en nuestras carreras, pero tal vez juntos haríamos grandes cosas.

Cuando llegué a Penzance estaba casi oscuro, y la nieve, amenazada todo el día por un cielo colgante, había comenzado a caer suave y tímidamente. Me había dicho en su carta que un coche estaría esperándome en la estación para llevarme a su casa; y allí lo encontré: un divertido y viejo carruaje curtido por la intemperie con un divertido conductor viejo y curtido por la intemperie.

A esta distancia de tiempo, mi imaginación puede haber creado muchas cosas, pero imagino que desde el momento en que subí a ese carruaje, me asaltó una vaga sugerencia de miedo y aprensión. Tuve un impulso absurdo de bajarme y tomar el tren nocturno de regreso a Londres, una acción que habría sido muy impropia, ya que siempre tuve una especie de determinación obstinada de llevar a cabo cualquier cosa que había empezado.

De todos modos, me sentía incómodo en ese coche. Recuerdo que tenía un olor desagradable y mohoso, como a paja húmeda y huevos duros, y parecía encerrarme tan estrechamente como si estuviera decidido a que no saliera nunca más. Hacía mucho frío. Tuve más frío durante ese viaje que nunca antes o después. Era ese frío penetrante que parece perforar tu cerebro, de modo que no podía pensar con claridad, sino solo desear una y otra vez no haber ido.

Por supuesto, no pude ver nada, solo sentí la sacudida sobre el camino irregular. Parecíamos abrirnos paso a través de senderos oscuros, porque podía sentir las ramas colgantes de los árboles golpeando contra la cabina, como si estuvieran tratando de darme un mensaje urgente.

Bueno, no debo darle más importancia de lo que permiten los hechos, y no debo ver en esto el significado de los acontecimientos que siguieron. Sólo sé que a medida que avanzaba me volví más y más desdichado: desdichado por el frío de mi cuerpo, los recelos de mi imaginación, la soledad general de mi caso.

Por fin nos detuvimos. El viejo espantapájaros que era el cochero se bajó lentamente, entre muchos jadeos y suspiros, se acercó a la puerta del coche y, con gran dificultad e irritante lentitud, la abrió. Salí y descubrí que la nieve caía ahora muy pesadamente, y que el camino estaba iluminado con su suave y misterioso resplandor. Ante mí había una sombra jorobada y desgarbada: la casa que me iba a recibir.

No pude discernir mucho más en esa oscuridad, sino que me quedé allí, temblando, mientras el anciano tocaba el timbre de la puerta con una especie de energía frenética, como si estuviera ansioso por deshacerse de todo el trabajo lo más rápido posible y volver a casa. Por fin, después de lo que pareció un tiempo interminable, la puerta se abrió y un anciano, que podría haber sido el propio hermano del conductor, asomó la cabeza.

Los dos ancianos hablaron entre sí, y por fin me permitieron salir del frío penetrante.

Ahora bien, esto, lo sé, no es imaginación. Nunca, en ningún período de mi vida, he odiado a primera vista con tanta fuerza ninguna morada en la que haya entrado como lo hice con esa casa. No hubo nada especialmente desagradable en mi primera visión del salón. Era un lugar grande y oscuro, iluminado por dos lámparas tenues, frío y triste; pero no tuve ninguna impresión particular de él porque inmediatamente me condujeron a lo largo de un pasillo y luego me introdujeron en una habitación que, según vi, era tan cálida y cómoda como el vestíbulo había sido oscuro y lúgubre.

De hecho, estaba tan ansiosamente complacido con el gran fuego que me acerqué a él de inmediato, sin notar, en el primer momento, la presencia de mi anfitrión; y cuando lo vi no podía creer que fuera él. Te he dicho la clase de hombre que esperaba; pero, en lugar del artista ralo y sensible, encontré frente a mí a un hombre corpulento, de más de seis pies, me imagino, tan ancho de hombros como alto, dando evidencia de una gran fuerza muscular. La parte inferior de su cara estaba oculta por una barba negra y puntiaguda.

Pero si me quedé asombrado al verlo, me asombré doblemente cuando habló. Su voz era fina y aflautada, como la de una anciana, y los pequeños gestos nerviosos que hacía con las manos eran aún más femeninos que su voz. Se acercó a mí, tomó mi mano entre las suyas y la sostuvo como si nunca fuera a soltarla. Por la noche se disculpó por esto.

—Me alegré tanto de verte —dijo—. No podía creer que realmente vinieras; eres el primer visitante de mi propia especie que he tenido aquí en mucho tiempo. Me avergonzaba, de hecho, de invitarte, pero tenía que aprovechar la oportunidad. Significa mucho para mí.

Su entusiasmo, de hecho, tenía algo de inquietante; algo patético también. Me condujo a través de extraños pasajes, viejos y desmoronados. Las tablas crujían debajo de nosotros a cada paso, subiendo unas escaleras oscuras. De las paredes colgaban fotografías descoloridas. Me hizo pasar a mi habitación con un gesto agitado y despreciativo, como si esperara que, nada más verla, me diera la vuelta y saliera corriendo. No me gustaba más de lo que me gustaba el resto de la casa; pero eso no era culpa de mi anfitrión. Había hecho todo lo posible por mí: había un gran fuego llameando en la chimenea, una botella caliente, una gran cama con dosel, y el anciano que había abierto la puerta para mí ya estaba sacando mi ropa y guardándola.

El nerviosismo de Lunt era casi sentimental. Puso sus dos manos sobre mis hombros y dijo, suplicante:

—Si supieras lo que significa para mí tenerte aquí, las conversaciones que tendremos. Bueno, bueno, debo dejarte. Baja y únete a mí, ¿quieres?, tan pronto como puedas.

Fue entonces, cuando me quedé solo en mi habitación, que tuve mi segundo impulso de huir.

Cuatro velas en viejos candelabros de plata ardían intensamente, y éstas, con el fuego llameante, daban mucha luz. Sin embargo, la habitación estaba algo oscura, como si la invadiera un leve humo, y recuerdo que me acerqué a una de las viejas ventanas y la abrí un momento como si me sintiera sofocado. Dos cosas me hicieron cerrarla rápidamente. Uno fue el intenso frío que, con un revoloteo de nieve, entró en la habitación; el otro era el bramido del mar, bastante ensordecedor, que parecía lanzarse contra mi cara como si quisiera derribarme.

Cerré rápidamente la ventana, me di la vuelta y vi a una anciana de pie junto a la puerta. Ahora bien, el interés de toda historia de este tipo depende de su verosimilitud. Por supuesto, para que mi relato sea convincente, debería poder demostrar que vi a esa anciana; pero no puedo. Sólo puedo insistir en mi bastante triste reputación de probidad. Sabes que soy abstemio, y siempre lo he sido, y, la evidencia más importante de todas, no esperaba ver a una anciana. Sin embargo, no tenía la menor duda en el mundo de que era una anciana a quien veía.

Podemos pensar en sombras, ropa colgada en la parte posterior de la puerta y todo lo demás. Lo sé. No tengo teorías sobre esta historia, no soy espiritista, no sé si creo en nada en especial, excepto en la belleza de las cosas bellas. Diremos, si quieren, que me pareció ver a una anciana, y que mi fantasía fue tan fuerte que puedo darles un relato bastante detallado de su apariencia. Llevaba un vestido de seda negra y en el pecho un broche de oro grande y feo; tenía el pelo negro, peinado hacia atrás desde la frente y con raya al medio; llevaba un collar de algo blanco; su rostro era uno de los más perversos, malignos y furtivos que he visto en mi vida, de un color muy blanco. Estaba lo suficientemente arrugada, pero alguna vez pudo haber sido bastante hermosa. Se quedó allí en silencio, con las manos a los costados. Pensé que era una especie de ama de llaves.

—Tengo todo lo que necesito, gracias —le dije—. ¡Qué espléndido fuego!

Me giré por un momento hacia ella, y cuando miré hacia atrás, ya no estaba. No pensé en esto, por supuesto, pero acerqué una vieja silla cubierta con un tapiz verde descolorido y pensé que leería un poco antes de reunirme con mi anfitrión. El hecho era que yo no tenía mucha intención de reunirme con él. Ya había decidido que buscaría alguna excusa para volver a Londres lo antes posible.

No puedo decir por qué no me caía bien, excepto que yo mismo era muy reservado y tenía, como muchos ingleses, una gran desconfianza hacia las demostraciones, especialmente de otro hombre. No me había importado la forma en que había puesto sus manos sobre mis hombros, y sentí que tal vez no sería capaz de estar a la altura de toda su ansiosa emoción por mí.

Me senté en mi silla y tomé mi libro, pero no había estado leyendo por más de dos minutos cuando fui consciente de un olor muy desagradable. Ahora, hay todo tipo de olores, saludables y de otro tipo, pero creo que el más desagradable es ese tipo de olor frío que proviene de la combinación de malas condiciones sanitarias y habitaciones mal ventiladas; a veces lo encuentras en pequeñas posadas de campo y en decrépitos alojamientos de ciudad. Este olor era tan definido que casi podía localizarlo; venía de cerca de la puerta.

Me levanté, me acerqué a la puerta y en seguida fue como si me acercara a alguien que, si me perdonan la descortesía, no estaba acostumbrado a tomar demasiados baños. Retrocedí como si hubiera estado allí una persona real. Entonces, de repente, el olor desapareció, la habitación estaba fresca y vi, para mi sorpresa, que una de las ventanas se había abierto y que la nieve entraba de nuevo. La cerré y bajé.

La noche que siguió fue bastante extraña. Mi anfitrión no era en sí mismo un hombre desagradable; hizo todo lo posible para complacerme. Tenía una cultura fina y un amplio conocimiento de libros y cosas. Se puso bastante alegre a medida que avanzaba la noche; me dio una buena cena en un pequeño y divertido comedor adornado con admirables grabados. Nos atendió el sirviente —un anciano con una larga barba blanca— y, curiosamente, fue de él de quien recobré por primera vez mi aprensión anterior. Acababa de poner el postre en la mesa, había dispuesto mi plato frente a mí, cuando lo vi dar un respingo y mirar hacia la puerta. Esto atrajo mi atención porque su mano, al tocar el plato, de repente tembló. Mis ojos lo siguieron, pero no pude ver nada. Estaba perfectamente claro que tenía miedo de algo, y entonces (puede, por supuesto, muy fácilmente haber sido una ilusión) percibí una vez más ese olor extraño e insalubre.

Olvidé esto otra vez cuando ambos nos sentamos frente a un espléndido fuego en la biblioteca. Lunt tenía una excelente colección de libros, y era un placer para él, como lo es para todos los coleccionistas, tener a alguien que realmente pudiera apreciarlos. Estábamos mirando un libro tras otro y hablando ansiosamente sobre algunos de los primeros novelistas ingleses menores —Bage, Godwin, Henry Mackenzie, la señora Shelley, Mat Lewis y otros— cuando una vez más puso sus brazos alrededor de mis hombros. Toda mi vida me ha disgustado ser tocado por ciertas personas. Supongo que todos nos sentimos así. Es una de esas cosas inexplicables; y esto me disgustó tanto que me alejé abruptamente.

Al instante se transformó en un hombre de rabia furiosa e incontrolable; Pensé que me iba a pegar. Se quedó allí, temblando, las palabras saliendo de su boca de forma incoherente, como si estuviera loco y no supiera lo que estaba diciendo. Me acusó de insultarlo, de abusar de su hospitalidad, de echarle en cara su bondad, y de mil otras ridiculeces; y no puedo decirles lo extraño que era escuchar todo esto saliendo con esa voz aguda y aflautada como si fuera de una mujer agitada, y sin embargo ver con los propios ojos esa estructura grande y musculosa, esos hombros inmensos y esa cara barbuda.

No dije nada. Soy, físicamente, un cobarde. Me desagrada, por encima de cualquier otra cosa en el mundo, cualquier tipo de pelea. Por fin dije:

—Lo siento mucho. No quise decir nada. Por favor, perdóname —y luego me di la vuelta rápidamente para salir de la habitación.

Inmediatamente cambió de nuevo; ahora estaba casi llorando. Me imploró que no me fuera; dijo que era su temperamento miserable, pero que era tan miserable e infeliz, y que había estado solo y desolado durante tanto tiempo, que apenas sabía lo que estaba haciendo. Me rogó que le diera otra oportunidad, y si tan solo escuchara su historia, tal vez sería más paciente con él.

Inmediatamente cambié en mis sentimientos. Lo sentí mucho por él. Vi que era un hombre al límite de sus nervios, y que realmente necesitaba algo de ayuda y simpatía. Le puse la mano en el hombro para tranquilizarlo y demostrarle que no tenía malicia, y sentí que su gran cuerpo se estremecía de pies a cabeza.

Nos sentamos de nuevo y de una manera extraña y divagante me contó su historia.

Más por tener algún tipo de compañía que por un impulso de pasión, se había casado unos quince años antes con la hija de un clérigo vecino. No habían tenido una vida muy feliz juntos, y al final, me dijo con toda franqueza, la había odiado. Había sido mala, autoritaria y de mente estrecha; había sido, confesó, nada más que un alivio para él cuando, hace apenas un año, ella había muerto repentinamente de un paro cardíaco.

Había pensado entonces que las cosas irían mejor, pero no fue así; nada había ido bien desde entonces. No había podido trabajar, muchos de sus amigos dejaron de visitarlo, encontró difícil conseguir sirvientes, estaba desesperadamente solo, dormía mal, por eso su temperamento estaba tan terriblemente nervioso. No tenía a nadie en la casa con él excepto al anciano, que era, afortunadamente, un excelente cocinero, y un muchacho, el nieto del anciano.

—Oh, pensé —dije—, que esa excelente comida de esta noche fue preparada por su ama de llaves.

—¿Mi ama de llaves? —respondió—. No hay ninguna mujer en la casa.

—Pero una vino a mi habitación —respondí—, esta noche, una anciana con un vestido de seda negro.

—Te equivocas —respondió con la voz más extraña, como si estuviera ejerciendo toda la fuerza que poseía para mantenerse tranquilo y controlado.

—Estoy seguro de que la vi —respondí—. No puede haber ningún error.

Y se la describí.

—Te equivocas —repitió—. Te digo que no hay ninguna mujer en la casa.

Lo tranquilicé para que no se produjera otro estallido de ira. Luego siguió el tipo más extraño de apelación. Urgentemente, como si su propia vida dependiera de ello, me rogó que me quedara con él por unos días. Dio a entender, aunque no dijo nada definitivo, que estaba en un gran problema, que si me quedaba unos días todo iría bien, que si alguna vez en toda mi vida había tenido la oportunidad de hacer una acción amable, esta era una. Nunca lo olvidaría si lo hacía.

Habló con una voz de angustia tan urgente que lo consolé como si fuera un niño, prometiéndole que me quedaría, estrechándole la mano como si fuera una especie de juramento solemne entre nosotros.


II

Estoy seguro de que deseará que le cuente este incidente tal como ocurrió, y si la catástrofe final parece ocurrir, por así decirlo, accidentalmente, solo puedo decirle que así fue como sucedió. Es desde entonces que he tratado de sumar dos más dos, y que en total no suman cuatro, supongo, como las verdaderas historias de fantasmas.

Lo cierto es que después de ese episodio tan extraño una muy buena noche. Dormí el sueño de los justos, acogedor y tibio, en mi cama con dosel, con el murmullo del mar más allá de las ventanas. La mañana siguiente fue alegre, el sol brillaba sobre la nieve y la nieve brillaba hacia el sol como si estuvieran contentos de verse. Pasé una mañana muy agradable mirando los libros de Lunt, hablando con él y escribiendo una o dos cartas. Debo decir que, después de todo, el hombre me gustaba.

Su apelación a mí la noche anterior me había conmovido. Su nerviosismo seguía ahí, y la constante sensación de aprensión, pero parecía estar poniendo la mejor cara, haciendo todo lo posible para tranquilizarme, para inducirme a quedarme, supongo, y darle un poco de esa compañía que tanto necesitaba. Me atrevo a decir que si no hubiera estado tan ocupado con los libros, no habría sido tan feliz. Había un silencio espeluznante en esa casa si uno alguna vez se detenía a escuchar; y una vez, recuerdo, sentado en la vieja cómoda escribiendo una carta, levanté la cabeza y miré hacia arriba, y sorprendí a Lunt mirándome como si se preguntara si había oído o notado algo. Y entonces yo también escuché, y me pareció como si alguien estuviera al otro lado de la puerta de la biblioteca con la mano levantada para tocar; una idea extraña, sin nada que la sustente, pero podría haber jurado que si hubiera ido a la puerta y la hubiera abierto de repente, alguien habría estado allí.

Sin embargo, estaba bastante alegre y, después del almuerzo, bastante feliz. Lunt me preguntó si me gustaría dar un paseo y le dije que sí. Partimos sobre la nieve crujiente hacia el mar. No recuerdo de qué hablamos; parecíamos estar bastante cómodos el uno con el otro. Cruzamos los campos, miramos hacia el mar, suave como la seda, y volvimos. Recuerdo que estaba tan alegre que de repente parecía tener una visión feliz de todas mis perspectivas. Empecé a confiarle a Lunt, hablándole de mis pequeños planes, de mis esperanzas para el libro que entonces estaba escribiendo, e incluso comencé a sugerirle tímidamente que tal vez deberíamos hacer algo juntos; que lo que ambos necesitábamos era un amigo. Sé que estaba hablando, que habíamos cruzado una callecita del pueblo y torciendo por el camino hacia la oscura avenida de árboles que conducía a su casa, cuando de repente se produjo el cambio.

Lo primero que noté fue que no me escuchaba; su mirada estaba fija más allá de mí, en el mismo corazón del grupo de árboles negros que bordeaban el paisaje plateado. Yo también miré, y mi corazón dio un brinco. Allí estaba, de pie justo frente a los árboles, como si nos estuviera esperando, la anciana que había visto en mi habitación la noche anterior.

Me detuve.

—¡Ahí está ella! —dije—. Esa es la anciana de la que estaba hablando, la anciana que vino a mi habitación.

Puso una mano sobre mi hombro.

—No hay nada allí —dijo—. ¿No ves que es una sombra? ¿Qué te pasa? ¿No ves que no hay nada?

Di un paso adelante, y no había nada.

Hasta el día de hoy no podría decirte si fue una alucinación o no. Sólo puedo decir que, desde ese momento, la tarde pareció oscurecerse.

Cuando entramos en la avenida de árboles, en silencio y apresurados como si alguien estuviera detrás de nosotros, el crepúsculo parecía haber caído y apenas podía ver mi camino. Llegamos a la casa sin aliento. Se apresuró a su estudio como si yo no estuviera con él, pero lo seguí y, cerrando la puerta detrás de mí, dije, con toda la fuerza que tenía a mi disposición:

—¿Qué sucede? ¿Qué es lo que te preocupa? ¡Tienes que decírmelo! ¿Cómo puedo ayudarte si no lo haces?

Y él respondió con una voz tan extraña que parecía como si se hubiera vuelto loco:

—¡Te digo que no hay nada! ¿No puedes creerme cuando te digo que no hay nada en absoluto? Estoy muy bien. ¡Ay, Dios mío!, ¡Dios mío! ¡No me dejes!. Este es el día, la misma noche, dijo ella… pero no hice nada, te lo digo. Yo no hice nada, es sólo su maldad bestial.

Se interrumpió. Todavía sostenía mi brazo con su mano. Hizo movimientos extraños, secándose la frente como si estuviera empapada de sudor, casi suplicándome. Luego, de repente enojado de nuevo, suplicó una vez más, como si le hubiera negado lo único que quería.

Vi que realmente no estaba lejos de la locura, y yo mismo comencé a tener un terror repentino de esta casa húmeda y oscura, de este hombre grande y tembloroso, y de algo más que era peor que ellos. Pero me compadecí de él.

Le hice sentarse en el sillón junto al fuego, que ahora se había reducido a unos cuantos carbones rojos y resplandecientes. Dejé que me estrechara contra él con su brazo y agarrara mi mano. Repetí, tan silenciosamente como pude:

—Pero dime, no tengas miedo, sea lo que sea que hayas hecho. Dime qué te da miedo, y entonces podremos enfrentarlo juntos.

—¡Miedo! ¡Miedo! —dijo; y luego, con un gran esfuerzo que no pude dejar de admirar, reunió todo su control—. Estoy loco —dijo—, por la soledad y la depresión. Mi esposa murió hace exactamente un año, en esta misma noche. Nos odiábamos. Antes de morir, entre jadeos me dijo que volvería. En parte por eso te pedí que vinieras, para tener a alguien aquí, cualquiera, y has sido muy amable, más de lo que tenía derecho a esperar. Debes pensar que estoy loco, pero te ruego que no me abandones.

Prometí que no lo haría.

Lo calmé lo mejor que pude. Nos sentamos allí, no sé cuánto tiempo, a través de la creciente oscuridad; ninguno de nosotros se movió, el fuego se extinguió y la habitación se iluminó con un extraño resplandor que provenía del paisaje nevado más allá de las ventanas sin cortinas.

Ridículo, ahora que miro hacia atrás. Allí nos sentamos, yo en una silla cercana a la suya, tomados de la mano, como una pareja de enamorados; pero, en realidad, éramos dos hombres aterrorizados, temerosos de lo que se avecinaba, e incapaces de hacer nada para enfrentarlo.

Creo que esa fue quizás la parte más extraña de todo; una especie de parálisis que se apoderó de mí. ¿Qué habría hecho usted o cualquier otra persona? ¿Llamar al anciano, bajar a la posada del pueblo, buscar al médico local? No pude hacer nada más que ver el brillo de la nieve moverse como agua temblorosa alrededor de los muebles y escuchar, a través del silencio apremiante, el débil ulular de un búho en el bosque.


III

Curiosamente, no puedo recordar nada, por mucho que lo intento, entre esa extraña vigilia y el momento en que yo mismo, despertado de un breve sueño, me senté en la cama y vi a Lunt de pie dentro de mi habitación, sosteniendo una vela. Llevaba un camisón y se veía enorme a la luz de las velas, su barba negra caía intensamente sobre la tela blanca. Se acercó muy silenciosamente a mi cama, la vela arrojaba sombras parpadeantes por la habitación. Cuando habló, lo hizo en voz baja y apagada, casi un susurro.

—¿Vendrás? —preguntó, mirándome como si no me conociera—, ¿Sólo por media hora? Soy infeliz sin alguien, muy infeliz.

Luego miró por encima del hombro, sostuvo la vela en lo alto de su cabeza y miró fijamente cada parte de la habitación.

Pude ver que algo le había sucedido, que había dado otro paso hacia el país del Miedo, un paso que lo había alejado de mí y de todos los demás seres humanos. Susurró:

—Cuando vengas, camina con cuidado, no quiero que nadie nos escuche.

Hice lo que pude. Me levanté de la cama, me puse la bata y las pantuflas y traté de persuadirlo para que se quedara conmigo. El fuego estaba casi apagado, pero le dije que lo encenderíamos de nuevo, y que nos sentaríamos allí y esperaríamos la mañana; pero no, repetía una y otra vez:

—Es mejor en mi cuarto, estamos a salvo allí.

—¿A salvo de qué? —pregunté, haciendo que me mirara—. ¡Lunt, despierta! Estás sonámbulo. No hay nada que temer. No hay nadie más que nosotros. Quédate aquí y hablemos. Acaba con esta tontería.

Pero él no respondió; sólo me hizo avanzar por el pasillo oscuro, y luego se volvió hacia su habitación, haciéndome señas para que lo siguiera. Se metió en la cama y se sentó con las manos sobre las rodillas, mirando a la puerta, y de vez en cuando temblando. La única luz en la habitación era la de la vela, que ahora estaba a punto de apagarse, y el único sonido era el ronroneo del mar.

Parecía importarle poco que yo estuviera allí. No me miró, sino sólo a la puerta, y cuando le hablé no me contestó ni pareció oír lo que le había dicho. Me senté al lado de la cama y, para romper el silencio, hablé de cualquier cosa, de nada, y estaba cayendo, creo, en un sopor confuso, cuando escuché su voz.

—La maté. Se lo merecía; nunca fue una buena esposa para mí, no desde el principio. No debería haberme irritado como lo hizo. Ella sabía cuál era mi temperamento. Sin embargo, ella tenía uno peor que el mío. No puede tocarme, soy tan fuerte como ella.

Y fue entonces, tan claramente como ahora puedo recordar, que su voz se convirtió en una especie de susurro suave, como si estuviera casi contento de que sus temores se hubieran confirmado.

—¡Ella está allí!

No puedo describirte cómo ese susurro hizo correr el miedo a través de mi cuerpo como si fuera agua.

No podía ver nada, la vela estaba ardiendo alto en los últimos momentos de su vida, no podía ver nada; pero Lunt gritó de repente, con un grito agudo como un animal torturado en agonía:

—¡Aléjala de mí, aléjala de mí, aléjala, aléjala!

Me atrapó, sus manos se clavaron en mis hombros; luego, con un efecto espantoso de músculos contraídos, como si el rigor lo hubiera atrapado y retenido, sus brazos cayeron lentamente, volvió a deslizarse sobre la cama como si alguien lo empujara, sus manos cayeron contra las sábanas, todo su cuerpo se sacudió con un esfuerzo convulsivo.

No vi nada.

En mis fosas nasales estaba el mismo olor fétido que había sentido la noche anterior.

Corrí a la puerta, la abrí, grité por el largo pasillo una y otra vez, y pronto el anciano llegó corriendo. Lo envié a buscar al médico. Pero no pude regresar a la habitación, sino que me quedé allí, escuchando sin escuchar nada excepto el susurro del mar, el fuerte tictac del reloj del vestíbulo.

Abrí la ventana al final del pasillo; el mar se precipitaba con su rugido; unas campanas dieron la hora. Luego, por fin, dándome coraje, me volví hacia la habitación…

***


—¿Bien? —pregunté mientras Runciman hacía una pausa—. Él estaba muerto, por supuesto.

—Muerto, dijo después el médico, de insuficiencia cardíaca.

—¿Qué sucedió luego? —pregunté.

—Eso es todo —Runciman hizo una pausa—. No sé si se puede llamar siquiera una historia de fantasmas. Mi idea de la anciana puede haber sido toda una alucinación. Ni siquiera sé si su esposa era así cuando estaba viva. Ella pudo haber sido grande y gorda. Lunt murió con la conciencia sucia.

—Sí, así parece.

—Lo único —añadió finalmente Runciman, después de una larga pausa— es que en el cuerpo de Lunt había marcas, especialmente en el cuello, algunas en el pecho, como de dedos presionando, rasguños y marcas de un azul apagado. Es posible que, en su terror, se haya asfixiado con sus propias manos.

—Sí.

—De todos modos —Runciman se estremeció—, no me gusta Cornualles, un condado bestial. Allí pasan cosas raras, hay algo en el aire…

—Eso he oído —respondí.

Hugh Walpole (1884-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Hugh Walpole.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hugh Walpole: Señora Lunt (Mrs. Lunt), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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