«Lukundoo»: Edward Lucas White; relato y análisis.


«Lukundoo»: Edward Lucas White; relato y análisis.




Lukundoo (Lukundoo) es un relato de terror del escritor norteamericano Edward Lucas White (1866-1934), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1925 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1927: Lukundoo y otros relatos (Lukundoo and Other Stories). Posteriormente aparecería en otras colecciones, como Grandes cuentos de lo sobrenatural (Great Tales Of The Supernatural, 1944) y El libro del horror de H.P. Lovecraft (H.P. Lovecraft’s Book Of Horror, 1933), entre otros.

Lukundoo, uno de los mejores cuentos de Edward Lucas White, relata la historia de Ralph Stone, un aventurero británico en África que es maldecido por un brujo local, haciendo que unas espantosas protuberancias, como diminutas cabezas humanas capaces de hablar, supuren dolorsamente por su piel [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

SPOILERS.

Lukundoo, escrito en 1907, es quizás la más escalofriante de todas las historias de maldiciones africanas. Edward Lucas White, que afirmaba que las ideas detrás de sus relatos le llegaban en sueños y pesadillas, al principio nos sitúa en la acogedora atmósfera de una reunión de caballeros. Allí, un sujeto llamado Singleton relata la historia de Ralph Stone, un cazador británico en las profundidades de la selvas africanas, quien aparentemente ha deshonrado a un médico brujo local, provocando una terrible maldición. Cuando lo encuentran, el narrador cree que Stone sufre de carbuncos, pero este se rehúsa a ser tratado. En cambio, los arranca utilizando su navaja, cortando «hasta el nivel de la carne».

Los camaradas de Stone lo oyen hablar con dos voces distintas, una de las cuales responde a la otra. Cuando Singleton y los demás escuchan esto, irrumpen en la tienda de Stone y encuentran una visión espantosa: una diminuta cabeza humana [«que maullaba y chillaba»] se ha abierto paso a través de la piel. Singleton, el narrador, se la corta con una navaja, pero al día siguiente la hinchazón ha comenzado de nuevo y aparece otra cabeza, «murmurando y farfullando», como una especie de tumor consciente. Estoico, Stone ruega que le permitan morir en paz [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

A pesar de su falta de ambigüedad y, en consecuencia, de cualquier pretensión artística, Lukundoo de Edward Lucas White es un relato verdaderamente escalofriante. Las cientos de pústulas que erupcionan por todo el cuerpo de Stone son, en sí mismas, un elemento desagradable; sin embargo, esto es solo el principio, porque a medida que se desarrollan queda claro que cada una de ellas es en realidad una especie de homúnculo: un pequeño ser consciente que emerge desde la carne del explorador. No importa cuántos de estos espantosos seres sean decapitados, hay demasiados, se reproducen a un ritmo alarmante, y algunos de ellos crecen en áreas de la espalda que Stone no puede alcanzar. La única opción del explorador es el suicidio.

A propósito del destino de Ralph Stone, vale la pena mencionar que el 30 de marzo de 1934, siete años después de la muerte de su esposa, Agnes Gerry, Edward Lucas White se suicidó en su casa de Baltimore.

Hay algo extraño y original en la ficción de Edward Lucas White, algo inquietante, visceral, físico, que se destaca de la predecible secuencia de espantos de finales de la era victoriana. Lukundoo es un viaje crudo, sin ambigüedades, probablemente porque el relato pretender ser una simple transcripción de una pesadilla del autor. Al parecer, Edward Lucas White era un hombre que experimentaba pesadillas muy vívidas y desagradables, y que intentaba exorcizar el efecto de estas inquietantes imágenes escribiéndolas. Dicho esto, cualquiera haya sido la pesadilla que inspiró a Lukundoo, esta seguramente se produjo luego de que Edward Lucas White leyera: Pollock y el hombre de Porroh (Pollock and the Porroh Man, 1897), de H.G. Wells [quien, como Rudyard Kipling, era un corresponsal ocasional de Edward Lucas White]; la cual narra la historia de un arrogante viajero británico en Sierra Leona que es maldecido por un brujo tribal.

Ambas historias son fundamentalmente relatos de venganza, y en ambas encontramos a las víctimas abrumadas por el remordimiento y perdiendo finalmente la voluntad de vivir. Uno podría pensar que, en Lukundoo, Stone podría sentirse atormentado por el trato brutal que seguramente les ha dispensado a los nativos africanos, sin embargo, su remordimiento es de índole personal, e involucra a una mujer; de hecho, los humúnculos que supuran por su piel no hacen ninguna referencia racial, sino que apuntan a esta promesa incumplida a una mujer como punto de apoyo para que la maldición haya tenido efecto. En cualquier caso, hay una diferencia importante entre las dos historias. H.G. Wells deja el asunto sin resolver. No sabemos si la maldición de Pollock es real o está solo en su mente, mientras que Edward Lucas White no deja lugar a la ambigüedad, y además amplía el esquema más simple de la trama del cuento de Wells: la maldición infligida a un hombre blanco por un hechicero africano [ver: Zombis: la clase baja en la sociedad de los monstruos]

Lukundoo es una historia directa, manifiestamente sobrenatural, y que al final subvierte algunas de las expectativas que fue construyendo. Es un producto de otra época, y esto se observa en la idea de que Stone no es una víctima al azar. La maldición del brujo solo consiguió arraigarse debido a las propias fallas morales de Stone. En efecto, las horribles cabecitas que van emergiendo de la piel de Stone lo acusan de haber incumplido una promesa [en este caso, sentimental], destruyéndolo desde adentro, literalmente consumiéndolo. En cualquier caso, parece un castigo desproporcionado para cualquiera de los pecados que haya cometido Stone [ver: Tulpas, Seres Interdimensionales y una teoría sobre el Horror]

Las historias de maldiciones africanas aparecieron por primera vez en la literatura británica y estadounidense cuando algunos periodistas y misioneros trajeron los primeros informes sobre los horrores del comercio del caucho en el Congo. En este contexto, la historia más influyente es Lukundoo de Edward Lucas White, que además de entregarnos una historia escalofriante también nos permite observar algunas implicaciones sociológicas y raciales sumamente interesantes. Por otro lado, esta idea de que el remordimiento de Ralph Stone es, en cierta medida, la causa de la aparición de esas locuaces protuberancias que se abren paso por su piel, no solo es innovadora, sino afín al concepto [real o no] de que ciertas enfermedades pueden tener una base emocional. En mi caso, al menos [y lo he intentado sin éxito], me gustaría poder escuchar lo que un tumor tiene para decirme [ver: Toda materia es sensible: nosotros también somos IA]

A propósito, hay un eco distintivo de Lukundoo en el relato de Henry S. Whitehead: Los labios (The Lips, 1929) [que esperamos traducir próximamente en El Espejo Gótico], donde se habla de una invocación ritual [l'kundu] que se desata en barco de esclavos, y que produce pequeñas y horribles bocas [con labios y dientes] abriéndose en la piel de los tratantes.




Lukundoo.
Lukundoo, Edward Lucas White (1866-1934)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


—Es lógico —dijo Twombly— que un hombre deba aceptar la evidencia que le presentan sus propios ojos, y cuando los ojos y los oídos están de acuerdo, no puede haber duda. Tiene que creer lo que ha visto y oído.

—No siempre —intervino Singleton en voz baja.

Todos se volvieron hacia Singleton. Twombly estaba de pie sobre la alfombra, de espaldas a la chimenea, con las piernas abiertas y su habitual aire de dominar la habitación. Singleton, como de costumbre, estaba acurrucado lo más posible en un rincón. Pero cuando Singleton habló, giramos hacia él con esa espontaneidad halagadora de silencio expectante que invita a la expresión.

—Estaba pensando —dijo después de un intervalo— en algo que vi y escuché en África.

Ahora bien, si había imposible era que Singleton dijera algo definitivo sobre sus experiencias en África. Al igual que con el alpinista de la historia, que sólo podía decir que subió y bajó, la suma de las revelaciones de Singleton se resumía a que había estado allí y se fue. Sus palabras llamaron nuestra atención de inmediato. Twombly se desvaneció de la alfombra de la chimenea, pero ninguno de nosotros recordaba haberlo visto irse. La habitación se reajustó, se centró en Singleton, y hubo un encendido rápido y furtivo de puros nuevos. Singleton también encendió uno, pero se apagó de inmediato y nunca volvió a encenderlo.


I

Estábamos en el Gran Bosque, explorando en busca de pigmeos. Van Rieten tenía la teoría de que los enanos encontrados por Stanley y otros eran un mero mestizaje entre negros comunes y pigmeos reales. Esperaba descubrir una raza de hombres de un metro de altura como máximo, o menos. No habíamos encontrado ningún rastro de tales seres. Los nativos eran pocos; las presas eran escasas y el bosque era profundo y húmedo.

Éramos la única novedad en el país, ningún nativo que conocimos había visto a un hombre blanco antes, la mayoría nunca había oído hablar de hombres blancos. De repente, una tarde, llegó a nuestro campamento un inglés, y él también estaba bastante agotado. No habíamos oído ningún rumor sobre él; pero él, en cambio, no solo había oído hablar de nosotros, sino que había realizado una increíble marcha de cinco días para encontrarnos. Su guía y dos porteadores estaban casi tan cansados como él. A pesar de que estaba hecho jirones y llevaba cinco días sin afeitarse, se podía ver que era naturalmente pulcro, el tipo de hombre que se afeita todos los días.

Era pequeño, pero enjuto. Su rostro era del tipo británico al que se ha desterrado con tanto cuidado la emoción que un extranjero puede pensar que era incapaz de sentir ningún tipo de sentimiento; el tipo de rostro que, si es que tiene alguna expresión, expresa principalmente la resolución de recorrer el mundo con decoro, sin entrometerse ni molestar a nadie.

Su nombre era Etcham. Se presentó con modestia y comió con nosotros con tanta parsimonia que nunca hubiéramos sospechado que sólo había comido tres veces en cinco días. Después de comer y encender su pipa nos dijo por qué había venido.

—Mi jefe…

Habló en voz baja, en un tono suave y uniforme, pero pude ver pequeñas gotas de sudor rezumando por su labio superior debajo de su rechoncho bigote, y había un cosquilleo de emoción reprimida en su tono, una velada ansiedad en sus ojos, una palpitación interior en su comportamiento que me conmovió de inmediato. Van Rieten no tenía ningún sentimiento en él; si estaba conmovido, no lo demostró. Pero escuchó. Eso me sorprendió. Él era el hombre que se negaba de inmediato. Pero escuchó las vacilantes y tímidas insinuaciones de Etcham. Incluso hizo preguntas.

—¿Quién es tu jefe?

—Stone —balbuceó Etcham.

Eso nos electrizó a los dos.

—¿Ralph Stone?

Etcham asintió.

Durante unos minutos, Van Rieten y yo guardamos silencio. Van Rieten nunca lo había visto, pero yo había sido un compañero de clase de Stone, y Van Rieten y yo habíamos hablado de él durante muchas fogatas. Habíamos oído hablar de él dos años antes, al sur de Luebo en el país de Balunda; al parecer, había estado luchando con un médico brujo de Balunda que terminó con la completa confusión del hechicero y la humillación de su tribu ante Stone. Incluso habían roto el silbato del fetiche y le habían dado a Stone los pedazos. Había sido como el triunfo de Elías sobre los profetas de Baal, solo que más real para los Balunda.

Habíamos pensado que Stone estaba lejos, si es que todavía estaba en África, y aquí apareció delante de nosotros y probablemente anticipándose a nuestra búsqueda.


II

La mención de Stone nos trajo toda su tentadora historia, sus fascinantes padres, su trágica muerte; el brillo de sus días universitarios; el deslumbramiento de sus millones; la promesa de su juventud; su amplia notoriedad, su fama; su romántica fuga con la meteórica autora cuya repentina cascada de ficción la había convertido en un nombre tan grande y tan joven; el espantoso escándalo de la demanda por incumplimiento que siguió; la devoción de su novia a pesar de todo; su repentina pelea después de que todo terminó; su divorcio; el anuncio demasiado publicitado de su próximo matrimonio; su matrimonio precipitado con su esposa divorciada; su segunda pelea y su segundo divorcio; su salida de su tierra natal; su advenimiento al continente oscuro.

La sensación de todo esto se apoderó de mí y creo que Van Rieten también lo sintió mientras se sentaba en silencio. Luego preguntó:

—¿Dónde está Werner?

—Muerto —dijo Etcham—. Murió antes de que yo me uniera a Stone.

—¿No estabas con Stone en Luebo?

—No —dijo Etcham—, me reuní con él en Stanley Falls.

—¿Quién está con él? —preguntó Van Rieten.

—Solo sus sirvientes de Zanzíbar y los porteadores —respondió Etcham.

—¿Qué tipo de portadores? —preguntó Van Rieten.

—Hombres Mang-Battu —respondió Etcham simplemente.

Eso nos impresionó mucho, tanto a Van Rieten como a mí. Confirmó la reputación de Stone como un líder notable. Hasta ese momento, nadie había podido utilizar a los Mang-Battu como portadores fuera de su propio país, o mantenerlos durante expediciones largas o difíciles.

—¿Estuviste mucho tiempo entre los Mang-Battu? —fue la siguiente pregunta de Van Rieten.

—Algunas semanas —dijo Etcham—. Stone estaba interesado en ellos. Estudió su lengua y manejaba un vocabulario bastante amplio de sus palabras y frases. Tenía la teoría de que eran una rama de los Balunda y encontró confirmación en sus costumbres.

—¿De qué viven allí? —preguntó Van Rieten.

—Caza, sobre todo —ceceó Etcham.

—¿Cuánto tiempo lleva Stone en reposo?

—Más de un mes —respondió Etcham.

—¡Y has estado cazando para el campamento! —exclamó Van Rieten.

El rostro de Etcham, quemado y desollado como estaba, mostró un rubor.

—Fallé algunos tiros fáciles —admitió con pesar—. No me he sentido bien.

—¿Qué le pasa a su jefe? —preguntó Van Rieten.

—Algo como carbuncos —respondió Etcham.

—Debería poder superar uno o dos carbuncos —declaró Van Rieten.

—No son carbuncos en realidad —explicó Etcham—. Ni uno ni dos. Ha tenido docenas, a veces cinco a la vez. Si hubieran sido ántrax, habría muerto hace mucho tiempo. Pero en algunos aspectos no son tan malos, aunque en otros son peores.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Van Rieten.

—Bueno —vaciló Etcham—, no parecen inflamarse tan profundamente como los carbuncos, ni ser tan dolorosos, ni causar tanta fiebre. Pero luego parecen ser parte de una enfermedad que afecta la mente. Me dejó ayudarlo a vestirse al primero, pero los otros síntomas los ha escondido con más cuidado, de mí y de los hombres. Se queda en su tienda cuando se hinchan y no me deja cambiar los vendajes ni estar con él en absoluto.

—¿Tienen muchos apósitos? —preguntó Van Rieten.

—Tenemos algunos —dijo Etcham dubitativo—. Pero él no los usará; lava los vendajes y los usa una y otra vez.

—¿Cómo está tratando las hinchazones? —preguntó Van Rieten.

—Los corta hasta el nivel de la carne con su navaja.

—¿Qué?

Etcham no respondió, pero lo miró fijamente a los ojos.

—Te ruego que me disculpes —se apresuró a decir Van Rieten—. Me asustaste. No pueden ser carbuncos. Habría estado muerto hace mucho tiempo.

—Pensé que habías dicho que no eran carbuncos —ceceó Etcham.

—¡Pero el hombre debe estar loco! —exclamó Van Rieten.

—Así es —dijo Etcham—. Está más allá de mi consejo o control.

—¿A cuántos ha tratado de esa manera? —preguntó Van Rieten.

—Dos, que yo sepa —dijo Etcham.

—¿Dos?

Etcham se sonrojó de nuevo.

—Lo vi —confesó—, a través de una grieta en la choza. Me sentí impelido a vigilarlo.

—¿Y lo viste hacer eso dos veces?

—Supongo —dijo Etcham— que hizo lo mismo con todos los demás.

—¿Cuántos ha tenido? —preguntó Van Rieten.

—Docenas —ceceó Etcham.

—¿Come? —preguntó Van Rieten.

—Como un lobo —dijo Etcham—. Más que dos portadores.

—¿Puede caminar? —preguntó Van Rieten.

—Se arrastra un poco, gimiendo —dijo Etcham simplemente.

—¿Fiebre? —rumió Van Rieten.

—Suficiente, y a veces demasiado —declaró Etcham.

—¿Ha estado delirando?

—Sólo dos veces —respondió Etcham—. Una cuando se rompió la primera hinchazón, y otra vez más tarde. Entonces no dejaría que nadie se le acercara. Pero pudimos escucharlo hablar de manera constante, y asustó a los nativos. Hamed Burghash dijo que estaba hablando de Balunda. Conozco muy poco a Balunda. No aprendo idiomas fácilmente. Stone aprendió más Mang-Battu en una semana de lo que yo podría haber aprendido en un año. Pero me pareció escuchar palabras como las de Mang-Battu. De todos modos, los portadores de Mang-Battu estaban asustados.

—¿Asustados? —repitió Van Rieten, inquisitivamente.

—También lo estaban los hombres de Zanzíbar, incluso Hamed Burghash, y yo también —dijo Etcham—, sólo que por una razón diferente. Hablaba a dos voces.

—A dos voces —reflexionó Van Rieten.

—Sí —dijo Etcham, más emocionado—. A dos voces, como una conversación. Una era la suya, la otra era una voz pequeña, tenue y balbuceante como nada de lo que hubiese escuchado jamás. Me pareció distinguir, entre los sonidos que hacía la voz profunda, algo así como palabras de Mang-Battu que conocía, como nedru, metebaba y nedo, sus términos para «cabeza», «hombro», «muslo» y tal vez kudra y nekere («hablar» y «silbar»); y entre los ruidos de la voz estridente, matomipa, angunzi y kamomami («matar», «muerte» y «odio»). Hamed Burghash dijo que también escuchó esas palabras. Conocía a Mang-Battu mucho mejor que yo.

—¿Qué dijeron los portadores? —preguntó Van Rieten.

—Dijeron, ¡Lukundoo, Lukundoo! —respondió Etcham. No conocía esa palabra; Hamed Burghash dijo que era la palabra Mang-Battu para «leopardo».

—Es Mang-Battu para «brujería» —dijo Van Rieten.

—No me extraña que pensaran eso —dijo Etcham—. Escuchar esas dos voces bastaba con hacer creer en la hechicería.

—¿Una voz respondiendo a la otra? —preguntó Van Rieten superficialmente.

El rostro de Etcham se puso gris bajo su bronceado.

—A veces, ambas a la vez —respondió con voz ronca.

—¡Ambas a la vez!

—A los hombres también les sonó así —dijo Etcham—. Y eso no fue todo.

Se detuvo y nos miró con impotencia por un momento.

—¿Podría un hombre hablar y silbar al mismo tiempo? —preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—Podíamos escuchar a Stone hablando, su gran voz de barítono retumbando, y a través de todo eso pudimos escuchar un silbido agudo y estridente, el sonido más extraño y jadeante. Ya sabes, no importa cuán estridente pueda silbar un hombre adulto, la nota tiene una calidad diferente del silbido de un niño, una mujer o una niña. Suenan más agudos, de alguna manera. Bueno, si puedes imaginarte a la niña más pequeña silbando, ese silbido era así, solo que aún más penetrante, y sonaba directamente a través de los tonos graves de Stone.

—Imagino que intentaron atenderlo, ayudarlo —dijo Van Rieten.

—No es dado a las amenazas —dijo Etcham—, pero nos amenazó, no con volubilidad, ni como un hombre enfermo, sino en silencio y con firmeza, que si alguno de nosotros se le acercaba mientras estaba en ese estado, ese hombre moriría. Y no fueron tanto sus palabras como sus modales los que nos impresionaron. Era como un monarca al mando de la privacidad respetada en un lecho de muerte. Uno simplemente no podía transgredir.

—Ya veo —dijo Van Rieten brevemente.

—Pensé que tal vez… —dijo Etcham, impotente.

Su afecto absorbente por Stone, su verdadero amor por él, brillaba a través de su envoltura de entrenamiento convencional. La adoración de Stone era claramente su pasión principal. Como muchos hombres competentes, Van Rieten tenía una veta de duro egoísmo en él. Entonces salió a la superficie.

El hombre probablemente estaba más allá de cualquier ayuda. Desviar nuestra marcha en un viaje de siete días completos (felicitó a Etcham por sus poderes de marcha) podría arruinar nuestra expedición por completo.


III

Van Rieten tenía la lógica de su lado. Etcham se sentó junto a él, disculpándose como un estudiante de cuarto curso ante un director. Van Rieten dijo:

—Iré tras los pigmeos, arriesgando mi vida. Después de eso, intentaré ayudar a Stone.

—Quizás, entonces, esto te interese —dijo Etcham, muy tranquilamente.

Sacó dos objetos del bolsillo y se los entregó a Van Rieten. Eran redondos, más grandes que ciruelas y más pequeños que melocotones, aproximadamente del tamaño adecuado para encerrarlos en una mano promedio. Eran negros y, al principio, no vi lo que eran.

—¡Pigmeos! —exclamó Van Rieten—. ¡Pigmeos! ¡No tendrían ni dos pies de altura! ¿Quiere decir que son cabezas de adultos?

—No afirmo nada —respondió Etcham de manera uniforme—. Puedes verlo por ti mismo.

Van Rieten me pasó una de las cabezas. El sol se estaba poniendo y la examiné de cerca. Era una cabeza seca, perfectamente conservada y la carne era tan dura como la carne de vacuno argentino. Un trozo de vértebra sobresalía donde los músculos del cuello desaparecido se habían arrugado en pliegues. El mentón diminuto era afilado en una mandíbula saliente, los diminutos dientes blancos e incluso entre los labios retraídos, la nariz diminuta era plana, la frente pequeña retrocedía, había grupos insignificantes de lana atrofiada en el cráneo liliputiense. No había nada infantil o juvenil en la cabeza, más bien estaba madura hasta la senilidad.

—¿De dónde viene esto? —preguntó Van Rieten.

—No lo sé —respondió Etcham—. Los encontré entre los efectos de Stone mientras buscaba medicinas o drogas o cualquier cosa que pudiera ayudarlo. No sé de dónde los sacó. Pero juro que no los tenía cuando entramos en este distrito.

—¿Estás seguro? —preguntó Van Rieten, con los ojos muy abiertos y fijos en los de Etcham.

—Muy seguro —ceceo Etcham.

—Pero, ¿cómo pudo conseguirlos sin tu conocimiento? —objetó Van Rieten.

—A veces estábamos separados diez días seguidos, cazando —dijo Etcham—. Stone no es un hombre que habla demasiado. No me dio cuenta de sus actos y Hamed Burghash mantiene la lengua quieta y controla con fuerza a los hombres.

—¿Ha examinado estas cabezas? —preguntó Van Rieten.

—Superficialmente —dijo Etcham.

Van Rieten sacó su cuaderno. Era un tipo metódico. Arrancó una hoja, la dobló y la dividió en tres partes iguales. Me dio una y otra a Etcham.

—Solo para poner a prueba mis impresiones —dijo—, quiero que cada uno de nosotros escriba por separado lo que más le recuerdan estos jefes. Entonces quiero comparar los escritos.

Le entregué un lápiz a Etcham y él escribió. Luego me lo devolvió y escribí.

—Lee los tres —dijo Van Rieten, entregándome su pieza.

Van Rieten había escrito:

—Un viejo médico brujo de Balunda.

Etcham había escrito:

—Un viejo fetiche Mang-Battu.

Yo escribí:

—Un viejo mago de Katongo.

—¡Ahí! —exclamó Van Rieten—. ¡Mira eso! No hay nada de Wagabi o Batwa o Wambuttu o Wabotu en estas cabezas. Tampoco nada pigmeo.

—Lo pensé mucho —dijo Etcham.

—¿Y dices que no los tenía antes?

—Con certeza, no —afirmó Etcham.

—Vale la pena hacer un seguimiento —dijo Van Rieten—. Iré contigo. Y, en primer lugar, haré todo lo posible para salvar a Stone.

Extendió la mano y Etcham la apretó en silencio. Estaba agradecido.


IV

Nada más que la fiebre de solicitud de Etcham podría haberlo llevado por la pista en cinco días. Le tomó ocho días volver sobre sus pasos con pleno conocimiento de ello. No podríamos haberlo hecho en siete, y Etcham nos instó, con una furia reprimida de ansiedad, no una mera fiebre del deber hacia su jefe, sino un verdadero ardor de devoción, un brillo de adoración personal por Stone que quemaba bajo su seco exterior convencional.

Encontramos a Stone bien cuidado. Etcham se había encargado de hacer un buen cerco de espinas altas alrededor del campamento, las cabañas estaban bien construidas y la de Stone era tan buena como lo permitían sus recursos. La reputación de Hamed Burghash no era exagerada. Tenía en él la formación de un sultán. Había mantenido juntos a los Mang-Battu, ningún hombre se había escapado y los había mantenido en orden. También fue un hábil enfermero y un fiel sirviente.

Los otros dos hombres de Zanzíbar habían realizado una caza digna de crédito. Aunque todos tenían hambre, el campamento estaba lejos de morir de inanición.

Stone estaba en un catre de lona y había una especie de taburete plegable junto a él. Tenía una botella de agua y algunos viales y el reloj de Stone, también su navaja en su estuche.

Stone estaba limpio y no demacrado, pero estaba muy aturdido; era incapaz de mandar o resistir a nadie. No pareció vernos entrar ni saber que estábamos allí.

Debería haberlo reconocido en cualquier lugar. Pero su estilo y gracia juveniles se habían desvanecido por completo, por supuesto. Su cabeza era aún más leonina; su cabello todavía era abundante, amarillo y ondulado; la barba rubia, tupida y tersa que se había dejado crecer durante su enfermedad no se alteró. Todavía era grande, de torso ancho. Sus ojos estaban apagados y balbuceaba meras sílabas sin sentido, no palabras.

Etcham ayudó a Van Rieten a descubrirlo y examinarlo. Estaba en buena forma para un hombre postrado tanto tiempo.

No tenía cicatrices excepto en las rodillas, los hombros y el pecho. En cada rodilla y por encima de ella tenía una veintena de cicatrices redondeadas y una docena o más en cada hombro, todas al frente. Dos o tres estaban abiertas y cuatro o cinco apenas cicatrizaron. No tenía hinchazones frescas excepto dos, una a cada lado, en los músculos pectorales, la de la izquierda estaba más arriba y más lejos que la otra. No parecían forúnculos o ántrax, sino como si algo duro y desafilado estuviera siendo empujado hacia arriba a través de la piel.

—No debería sangrarlas —dijo Van Rieten, y Etcham asintió.

Hicieron que Stone se sintiera lo más cómodo posible y, justo antes del atardecer, volvimos a mirarlo. Estaba acostado de espaldas, y su pecho parecía grande y macizo todavía, pero yacía como en un estupor. Dejamos a Etcham con él y fuimos a la siguiente cabaña, que Etcham nos había entregado. Los ruidos de la jungla no eran diferentes allí que en cualquier otro lugar durante los últimos meses, y pronto me quedé profundamente dormido.


V

En algún momento en la oscuridad total me encontré despierto y escuchando. Podía escuchar dos voces, una de Stone, la otra sibilante y jadeante. Conocí la voz de Stone. La otra no se parecía a nada de lo que recordaba. Tenía menos volumen que el llanto de un bebé recién nacido, pero un insistente poder de carga, como el chillido de un insecto. Escuché a Van Rieten respirar cerca de mí en la oscuridad. Se dio cuenta de que yo también estaba escuchando. Como Etcham, conocía poco de Balunda, pero pude distinguir una palabra o dos. Las voces se alternaron con intervalos de silencio entre ellas.

Entonces, de repente, ambas sonaron a la vez y rápido, el bajo barítono de Stone, pleno como si estuviera en perfecto estado de salud, y ese falsete increíblemente estridente, ambos parloteando a la vez como las voces de dos personas que se pelean y tratan de hablarse entre sí.

—No puedo soportar esto —dijo Van Rieten—. Echémosle un vistazo.

Tenía una de esas linternas eléctricas cilíndricas. Lo buscó a tientas, tocó el botón y me hizo señas para que lo acompañara. Fuera de la cabaña, me indicó que me quedara quieto e instintivamente apagó la luz, como si ver dificultara la escucha.

Excepto por un tenue resplandor de las brasas del fuego de los portadores, estábamos en completa oscuridad, la luz de las pequeñas estrellas luchaba a través de los árboles, el río no hacía más que un leve murmullo. Podíamos escuchar las dos voces juntas y luego, de repente, la voz chirriante se transformó en un silbido cortante, indescriptiblemente cortante, continuando a través del torrente de gruñidos de palabras de Stone.

—¡Dios! —exclamó Van Rieten.

De repente, encendió la luz.

Encontramos a Etcham completamente dormido, exhausto por su larga ansiedad y los esfuerzos de su fenomenal marcha, relajado ahora que su carga, en cierto sentido, había pasado de sus hombros a los de Van Rieten. Ni siquiera la luz en su rostro lo despertó.

El silbido había cesado y las dos voces ahora sonaban juntas. Ambas venían del catre de Stone, donde el rayo blanco concentrado lo mostraba acostado tal como lo habíamos dejado, excepto que se había echado los brazos por encima de la cabeza y se había arrancado las mantas y vendas del pecho.

La hinchazón de su pecho derecho se había disipado. Van Rieten apuntó la línea central de la luz hacia él y lo vimos claramente.

De su carne, crecida de ella, sobresalía una cabeza, una cabeza como las muestras secas que nos había mostrado Etcham, como si fuera una miniatura de la cabeza de un fetiche Balunda. Era negra, negra brillante como la piel africana más negra; hizo rodar el blanco de sus ojos malvados y diminutos y mostró sus dientes microscópicos entre labios repulsivamente negroides. Tenía lana crujiente en su cráneo, se volvía malignamente de un lado a otro y chillaba incesantemente en ese inconcebible falsete. Stone balbuceó entrecortadamente contra su golpeteo.

Van Rieten se apartó de Stone y despertó a Etcham con cierta dificultad. Cuando lo logró, lo vio todo, Etcham lo miró fijamente y no dijo una palabra.

—¿Lo viste cortar las dos hinchazones? —preguntó Van Rieten.

Etcham asintió, ahogado.

—¿Sangra mucho? —preguntó Van Rieten.

—Muy poco —respondió Etcham.

—Sujeta sus brazos —le dijo Van Rieten a Etcham.

Tomó la navaja de Stone y me entregó la luz. Stone no mostró señales de ver la luz o de saber que estábamos allí. Pero la cabecita maulló y chilló.

La mano de Van Rieten era firme, y el movimiento de la navaja era uniforme y certero. Stone sangró sorprendentemente poco y Van Rieten vendó la herida como si hubiera sido un hematoma o un rasguño.

Stone había dejado de hablar en el instante en que cortaron la cabeza excrecente. Van Rieten me quitó la luz. Tomando una pistola, escudriñó el suelo junto al catre y bajó la culata una y dos veces, con saña. Regresamos a nuestra cabaña, pero dudo que haya dormido.


VI

Al día siguiente, cerca del mediodía, a plena luz del día, escuchamos las dos voces desde la cabaña de Stone. Encontramos que Etcham se quedó dormido a su cargo. La hinchazón de la izquierda había desaparecido, y otra cabeza estaba allí murmurando y farfullando. Etcham se despertó y los tres nos quedamos mirándonos. Stone intervino vocablos roncos en el tintineante gorgoteo del enunciado del presagio.

Van Rieten dio un paso adelante, tomó la navaja de Stone y se arrodilló junto al catre. La atomía de una cabeza le chilló un gruñido jadeante. Entonces, de repente, Stone habló en inglés.

—¿Qué haces tú con mi navaja?

Van Rieten retrocedió y se puso de pie.

Los ojos de Stone ahora estaban claros y brillantes, deambulaban por la cabaña.

—El fin —dijo—. Reconozco el final. Me parece ver a Etcham, como en la vida. ¡Pero Singleton! ¡Ah, Singleton! ¡Los fantasmas de mi niñez vienen a verme pasar! ¡Y tú, extraño espectro de la barba negra, y mi navaja! ¡Todos vosotros!

—No soy un fantasma, Stone —logré decir—. Estoy vivo. También lo están Etcham y Van Rieten. Estamos aquí para ayudarte.

—¡Van Rieten! —exclamó—. Mi trabajo pasa a manos de un mejor hombre. Que la suerte te acompañe.

Van Rieten se acercó a él.

—Quédate quieto un momento, viejo —dijo con dulzura—. Será sólo una punzada.

—Me he quedado quieto durante muchas punzadas —respondió Stone con bastante claridad—. Déjame morir a mi manera. Puedes cortar diez, cien, mil cabezas, pero no puedes cortar ni remover la maldición. Lo que está empapado en el hueso no saldrá de la carne, como tampoco lo que se crió allí. Déjame. Promételo.

Su voz tenía todo el antiguo tono autoritario de su niñez e influyó en Van Rieten como siempre había influido en todo el mundo.

—Lo prometo —dijo Van Rieten.

Los ojos de Stone se nublaron de nuevo.

Luego, los tres nos sentamos alrededor de Stone y observamos cómo ese espantoso y balbuceante prodigio surgía de su carne: aparecieron dos horribles bracitos negros y alargados. Las uñas infinitesimales eran perfectas, la mancha rosada en la palma era horriblemente natural. Estos brazos gesticularon y el derecho se dirigió hacia la barba rubia de Stone.

—No puedo soportar esto —exclamó Van Rieten y volvió a tomar la navaja.

Al instante, los ojos de Stone se abrieron, duros y brillantes.

—¿Romperás tu palabra? —pronunció lentamente.

—¡Nunca! Pero debemos ayudarte —jadeó Van Rieten.

—Estoy más allá de toda ayuda y de todo dolor —dijo Stone—. Esta es mi hora. Esta maldición no ha sido puesta sobre mí; surgió de mí, como este horror aquí. Me voy.

Cerró los ojos y nos quedamos indefensos mientras la figura adherida soltaba frases estridentes. Al cabo de un momento, Stone volvió a hablar.

—¿Hablas todas las lenguas? —preguntó espesamente.

Y el homúnculo emergente respondió en repentino inglés:

—Sí, en verdad —dijo, sacando su lengua microscópica, retorciendo sus labios y moviendo su cabeza de lado a lado.

Podíamos ver las costillas filiformes de sus exiguos flancos agitarse como si la cosa respirara.

—¿Ella me ha perdonado? —preguntó Stone, casi ahogado.

—No mientras el musgo cuelgue de los cipreses —chilló la cabeza—. No mientras las estrellas brillen en el lago Pontchartrain.

Y entonces, Stone, con un solo movimiento, se tiró de costado. Al instante siguiente, estaba muerto.

***


Cuando la voz de Singleton cesó, la habitación se calló durante un rato. Podíamos oírnos respirar. Twombly, el falto de tacto, rompió el silencio.

—Supongo —dijo—, que cortó el homúnculo y lo trajo a casa en alcohol.

Singleton le miró con semblante severo.

—Enterramos a Stone —dijo— sin mutilarlo.

—Pero —dijo el inconcebible Twombly—, todo es increíble.

Singleton se puso rígido.

—No esperaba que lo creyeras —dijo—. Comencé diciendo que, aunque lo escuché y lo vi todo, cuando miro hacia atrás, no puedo creerlo.

Edward Lucas White (1866-1934)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Edward Lucas White.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Edward Lucas White: Lukundoo (Lukundoo), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Daniel Milano dijo...

Como "Amina", todo un 'weird tale' este "Lukundoo". White es un autor donde parecen cruzarse el Rider Haggard de "Ayesha" y "Las minas del rey Salomón" con el Conrad de "El corazón de las tinieblas". Y a mi juicio, nada tiene que envidiar a esos dos notables europeos. ¡Qué escondido estaba, al menos para mí!
Estoy indagando un poco, y veo que tiene un par de prometedoras novelas sobre la Roma antigua y que se interesó en la historia del Paraguay de comienzos del XIX y llegó a escribir sobre el Doctor Francia. Habrá que ver qué hizo con tamaños temas. Sigo envidiando su vara de zahorí, Sebastián: no deja de sorprenderme con sus hallazgos. Como siempre, impecable su nota introductoria. ¡Gracias!

Sebastian Beringheli dijo...

En efecto, Daniel, White parece haberse interesado mucho en la historia del Paraguay. No leí sus novelas históricas, pero si llegás a echarles el ojo, serán bievenidos tus comentarios y observaciones. Abrazo.



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