«El piso de arriba»: M. Humphreys; relato y análisis


«El piso de arriba»: M. Humphreys; relato y análisis.




El piso de arriba (The Floor Above) es un relato de terror del escritor norteamericano M. Humphreys (¿?), publicado en la edición de mayo de 1923 de la revista Weird Tales.

El piso de arriba, único cuento de M. Humphreys, relata la historia de un hombre que recibe una inesperada carta de un viejo amigo, Arthur Baker, a quien se lo daba por muerto desde hacía diez años y que ahora asegura estar delicado de salud. Arthur invita al narrador a pasar una temporada en su vieja casa: una mansión oscura, misteriosa, y con algunas curiosidades arquitectónicas inquietantes.

Al llegar a la casa, el narrador queda impactado por el estado de decrepitud de su amigo, quien además parece no estar del todo conectado con la realidad. A medida que pasan los días descubrimos que la única forma de llegar al piso de arriba —desde donde se oyen toda clase de ruidos extraños, e incluso pasos en medio de la noche— es mediante una escalera oculta en el cuarto de huéspedes.

SPOILERS adelante.

El piso de arriba de M. Humphreys analiza de la posibilidad de que ciertas conformaciones arquitectónicas puedan dar lugar a la preservación del espíritu más allá de la muerte. No es exactamente una casa embrujada, sino más bien un lugar cuya disposición y diseño han permitido que Arthur prolongue su existencia más allá de sus límites naturales; no de forma gratificante, por cierto, sino más bien como una especie de prisión. Su espíritu está preso en la casa (ver: Casas Embrujadas vs. Casas Malditas).

Si las casas son una metáfora de la psique, si cada nivel representa un sustrato de nuestra mente, el primer piso de la casa de Arthur Baker podría representar algo así como una versión particularmente horrorosa del inconsciente. Por otro lado, también podemos pensar en ese primer piso es como un vientre, un estómago, que digiere lentamente a los antiguos ocupantes de la casa.

El piso de arriba de M. Humphreys parece incluso desafiar nuestra idea de que el horror siempre viene desde el sótano, es decir, que la naturaleza del mal, al menos en la ficción, es fundamentalmente subterránea (ver: Lo Subterráneo en la ficción). Aquí, en cambio, el horror está en el piso de arriba, que en cierto modo funciona como una inversión del arquetipo del sótano.

La idea de que una casa pueda convertirse en una especie de tumba capaz de preservar, a la fuerza, al espíritu de sus ocupantes, presagia al Cuarto Rojo de La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House), de Shirley Jackson, capaz de alimentarse progresivamente a sus inquilinos (ver: La verdadera Entidad que se esconde Hill House).

El piso de arriba es un relato de enorme sutileza, que funciona a la perfección dentro de su propuesta, y con un giro del final —completamente inesperado para el lector de 1923— ejecutado con una macabra precisión. Todos estos rasgos seguramente influyeron para que H.P. Lovecraft lo considerara a El piso de arriba como uno de los mejores relatos publicados en Weird Tales.




El piso de arriba.
The Floor Above, M. Humphreys.

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)

17 DE SEPTIEMBRE de 1922:

Me senté a desayunar esta mañana con buen apetito. El calor parecía haber terminado y soplaba un viento fresco desde mi jardín, donde los crisantemos ya estaban brotando. La luz del sol entró en la habitación y cayó agradablemente sobre el rostro ancho de la señora O'Brien mientras traía los huevos y el café. Para un viejo soltero, supuestamente solitario, el mundo me parecía un lugar bastante bueno. Estaba untando mantequilla a mi tercer tostada cuando apareció nuevamente la ama de llaves, esta vez con el correo.

Miré descuidadamente las tres o cuatro cartas al lado de mi plato. Una de ellos tenía una caligrafía extrañamente familiar. La miré por un minuto, luego la abrí con un emoción. Las lágrimas casi saltaron de mis ojos. No había ninguna duda al respecto: ¡era la letra de Arthur Barker! Temblorosa y algo cambiada, sin duda, pero habían pasado diez años desde que vi a Arthur por última vez, desde su misteriosa desaparición.

Durante diez años no he tenido noticias suyas. Su gente no sabe más que yo qué ha sido de él, y hace mucho tiempo lo dimos por muerto. Simplemente desapareció sin dejar rastro. También creo que, con él, desaparecieron los últimos fragmentos de mi juventud. Porque Arthur era mi amigo más querido en ese momento feliz. Éramos compañeros en todo. Y ahora, después de diez años de silencio, me estaba escribiendo.

El sobre tenía el sello postal de Baltimore. Casi a regañadientes, porque temía lo que podría contener, pasé el dedo por debajo de la solapa y lo abrí. Contenía una sola hoja de papel:

«Querido Tom: viejo amigo, ¿puedes venir a verme por unos días? Me temo que no estoy del todo bien. Arthur».

Garabateada en la parte inferior estaba la dirección, calle 536 N. Marathon. A menudo he visitado Baltimore, pero no recuerdo una calle con ese nombre.

Por supuesto que iré, pensé, y también pensé en lo extraño de aquella carta, tras diez años de silencio. Iré mañana por la tarde, me dije.

18 DE SEPTIEMBRE.

La señora O'Brien ha empacado mis dos maletas, y todo está listo para mi partida. Hace diez minutos le entregué las llaves y se fue llorando. Ella ha estado extraña todo el día, y yo, un tanto perplejo, porque algo curioso ocurrió esta mañana. Se trataba de la carta de Arthur. Ayer, cuando terminé de leerla, la llevé a mi escritorio y la coloqué en un pequeño compartimento junto con otra papelería personal. Recuerdo claramente que estaba en la parte superior, con una tarjeta de mi hermana. Esta mañana fui a buscarla, pero ya no estaba.

Estaba la tarjeta de mi hermana, exactamente donde la había visto, pero la carta de Arthur había desaparecido por completo. Le di la vuelta a todo, luego llamé a la señora O'Brien y ambos buscamos, pero en vano. La señora O'Brien, a pesar de todo lo que pude decir, sintió que sospechaba de ella. Absurdo, naturalmente. Pero, ¿qué pudo haber pasado? Afortunadamente recuerdo la dirección.

19 DE SEPTIEMBRE.

He llegado. He visto a Arthur. Incluso ahora está en la habitación de al lado y se supone que debo estar preparándome para la cama. Pero algo me dice que no dormiré esta noche. Estoy extrañamente confundido, aunque no hay sombra de excusa para mi emoción. Debería alegrarme de haber encontrado a mi amigo otra vez. Y, sin embargo...

Llegué a Baltimore esta mañana a las once en punto. El día era cálido y hermoso, y me quedé fuera de la estación unos minutos antes de llamar a un taxi. El conductor parecía estar familiarizado con la dirección que le di.

Mientras me acercaba a mi destino, comencé a sentir ansiedad y miedo. Pero el viaje duró más de lo que esperaba: la calle Marathon parecía estar ubicada en los suburbios de la ciudad. Finalmente llegamos a una calle polvorienta, pavimentada solo en parches, con tilos y álamos a los costados. Las hojas caídas crujieron bajo los neumáticos. El sol de septiembre golpeó con intensidad. El taxi se detuvo frente a una casa en medio de una cuadra que no contaba con más de seis viviendas. A cada lado de la casa había un terreno baldío, situado al fondo de un patio largo y estrecho lleno de árboles.

Le pagué al conductor, abrí la puerta y entré. Los árboles eran tan gruesos que no me permitieron tener una buena vista de la casa hasta que estuve a mitad de camino. Tenía tres pisos de altura, construida de ladrillo, en bastante buen estado, solitaria y de aspecto desértico. Las cortinas estaban cerradas en todas las ventanas con la excepción de dos, una de las primeras, en el segundo piso. No había señales de vida en ningún lado, ni un gato ni una botella de leche para romper la monotonía de las hojas que alfombraban el porche. Superando mi sensación de inquietud, decididamente coloqué mi maleta en el porche, alcancé el timbre anticuado y di un tirón enérgico. Se escuchó un repique sorprendente.

—Adelante —dijo una voz en el interior.

Desde el interior se oyó un sonido extraño, como si alguien viniera lentamente por el pasillo. Se giró el pomo y se abrió la puerta. Vi ante mí a una anciana arrugada, marchita, apoyada en una muleta una muleta.

—¿El señor Barker vive aquí? —Ella asintió, mirándome de manera curiosa, pero no hizo ningún otro ademán—. Bueno, he venido a verlo —le dije—. Soy un amigo suyo. Envió por mí.

Ante eso se apartó un poco.

—Está arriba —dijo con una voz quebrada que era poco más que un susurro.

—Está bien —respondí.

—Por la escalera —dijo la voz—. La puerta al final del pasillo.

Subí la fría y oscura escalera, pasé por el corto pasillo en la parte superior y me paré frente a una puerta cerrada. Golpee.

—Adelante —era la voz de Arthur, claramente; y, sin embargo, no parecía suya.

Abrí la puerta y vi a Arthur sentado en un sofá, con los hombros encorvados y los ojos levantados. No puedo decir lo mucho que había cambiado. Según recordaba, era de estatura mediana, propenso a cierta corpulencia, y de rostro rojizo y ojos grises. Seguía siendo robusto, pero había perdido su color y sus ojos se habían embotado.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —pregunté, cuando terminaron los primeros saludos.

—Aquí —respondió.

—¿En esta casa? Pero, ¿por qué no escribiste? —parecía estar haciendo un gran esfuerzo por hablar.

—¿Para qué? No suponía que a alguien le interesaría.

Tal vez fue mi imaginación, pero no podía librarme de la idea de que los pálidos ojos de Arthur, fijos tenazmente en mi rostro, estaban tratando de decirme algo, algo muy diferente de lo que decían sus labios.

Me sentí embotado. Aunque las persianas estaban abiertas, la habitación estaba casi a oscuras por las ramas de los árboles que presionaban contra la ventana. Arthur no me había dado la mano, aunque parecía preocupado por saber cómo hacerme sentir bienvenido. Sin embargo, de una cosa estaba seguro: me necesitaba y quería que lo supiera.

Mientras tomaba una silla, miré alrededor. Era una habitación típica de una casa de hospedaje, papel tapiz de flores de tamaño mediano, esteras gastadas, grietas indescriptibles, un lavabo en una esquina, una cajonera en otra, una mesa en el centro, dos o tres sillas y el sofá que evidentemente sirvió a Arthur como cama. Pero hacía frío, extrañamente frío para un día tan cálido.

Los ojos de Arthur se movieron inquietos hacia mi maleta. Hizo un esfuerzo por ponerse de pie.

—El cuarto de visitas está aquí a la vuelta —dijo.

—No, espera —protesté—. Hablemos de ti primero. ¿Qué te ocurre?

—He estado enfermo.

—¿Has visto a un médico? Si no, conseguiré uno.

Ante esto, hizo el primer signo de animación.

—No, Tom, no lo hagas. Los médicos no pueden ayudarme ahora. Además, los odio. Tengo miedo de ellos.

Su voz se apagó, y me compadecí de su agitación. Decidí dejar el tema del médico por el momento.

—Como prefieras —dije.

Sin más preámbulos, lo seguí a mi habitación, que colindaba con la suya y estaba casi igual. Pero había dos ventanas, una a cada lado, que daban a los lotes vacíos. Consecuentemente, había más luz, por lo que estaba agradecido En un rincón lejano noté una puerta, fuertemente cerrada.

—Hay una habitación más —dijo Arthur, mientras depositaba mis pertenencias—. Una que te guste. Pero tendremos llegar a ella pasando por el baño.

Caminando a tientas por el baño mohoso, en el que parpadeaba un pequeño chorro de gas, entramos en una cámara grande, casi lujosa. Era una biblioteca, bien amueblada, alfombrada y rodeada de estantes repletos de libros. Salvo por la opacidad y la mala luz, era perfecta. Mientras me movía, Arthur me siguió con sus ojos.

—Hay algunos trabajos raros sobre botánica.

Ya los había descubierto, un conjunto de libros que habían capturado mi atención. No pude contener mi alegría.

—Tom no se aburrirá por aquí...

A pesar de mi preocupación, agudicé los oídos. En esa voz monótona no había simpatía por mi alegría.

Cuando hube satisfecho mi curiosidad, volvimos a la sala delantera y Arthur se arrojó, o más bien se desplomó, sobre el sofá. Eran casi las cinco y estaba bastante oscuro. Mientras encendía el gas, escuché un sonido, proveniente desde abajo, de alguien golpeando la pared.

—Esa es la anciana —explicó Arthur—. Ella prepara la comidas, pero es demasiado coja como para pedirle mucho más —Hizo un débil intento de levantarse, pero vi que estaba agotado.

—No te muevas —le advertí—. Traeré tu comida esta noche.

Para mi sorpresa, la cena me pareció apetitosa y bien preparada. A pesar de que no me gustaba el aspecto de la anciana, comí con gusto. Arthur apenas se llevó unas cucharadas de sopa a sus labios y distraídamente comió uno o dos bocados más. Inmediatamente después de llevarme los platos se envolvió en una bata rojiza, se echó sobre el sofá y me pidió que apagara el gas. Cuando cumplí con su pedido, nuevamente escuché su débil voz preguntando si tenía todo lo que necesitaba.

—Todo —le aseguré, y luego hubo un silencio ininterrumpido.

Fui a mi habitación, finalmente, y cerré la puerta. Y aquí estoy, sentado, inquieto, entre las dos ventanas traseras que miran a los lotes vacíos. Desempaqué mi ropa y probé la cama. Es muy incómoda, pero no puedo retirarme así nomás. Creo que no apagaré la luz esta noche. Hay algo inquietante en la forma en que las hojas secas golpean los cristales. Y mi corazón está triste cuando pienso en Arthur.

Lo encontré, por fin, pero ya no es mi viejo amigo. ¿Por qué fija sus ojos pálidos tan extrañamente en mi cara? ¿Qué quiere decirme?

Pero estos son pensamientos mórbidos. Los sacaré de mi cabeza. Me iré a la cama y descansaré bien. Mañana despertaré encontrando todo bien y como debe ser.

26 DE SEPTIEMBRE.

He estado aquí una semana hoy, y me he establecido en esta extraña existencia como si nunca hubiera conocido a otra. El día después de mi llegada descubrí que el tercer volumen de la serie botánica se publicó en latín, por lo cual me propuse traducirlo. Es un trabajo absorbente, y cuando me siento en una de las sillas junto a la mesa de la biblioteca, las horas vuelan rápido.

Por el bien de la salud, me obligo a caminar algunas millas todos los días. He tratado de convencer a Arthur para que haga lo mismo, pero él, que solía ser tan activo, ahora se niega a moverse de la casa. No es de extrañar entonces que su piel haya tomado un tinte casi azulado. Porque es un hecho que su tez y las sombras alrededor de sus ojos y sienes son decididamente azules.

Cada vez que entro en su habitación, él está acostado. Dice que lee, pero no lo hace. No parece sufrir ningún dolor, porque nunca se queja. Después de varios intentos ineficaces de obtener ayuda médica para él, he dejado de mencionar el tema. Siento que su problema es más mental que físico.

28 DE SEPTIEMBRE.

Un día lluvioso. Ha estado lloviendo desde el amanecer. Como no podía salir a caminar, pasé la mañana organizando una limpieza general de la casa. ¡Era hora! Polvo y suciedad por todas partes. El cuarto de baño, que no tiene ventana y está iluminado por gas, estaba bastante lleno de insectos y cucarachas. Por supuesto, no entré en la habitación de Arthur, pero no escuché ningún sonido mientras barría y sacudía el polvo afuera.

Hice una buena cena y me instalé en la biblioteca. La lluvia caía constantemente y había hecho tanto frío que decidí encender un fuego más tarde. Pero una vez que reuní mis cuadernos, olvidé el frío. Recuerdo que estaba leyendo sobre el Aster Tripolium, una variedad que rara vez se encuentra en este país. Pasando una página, me encontré con un espécimen de esta misma variedad: seco, prensado y pegado al margen. Arriba, con la letra de Arthur, leí lo siguiente: 27 de septiembre de 1912.

Me estaba inclinando para examinarlo cuando sentí un vago miedo. Me pareció que había alguien en la habitación y que me estaba mirando. Sin embargo, no había oído abrir la puerta ni había visto entrar a nadie. Me di vuelta bruscamente y vi a Arthur, envuelto en su bata marrón rojizo, de pie. Estaba sonriendo, sonriendo por primera vez desde mi llegada, y sus ojos apagados brillaban. Pero no me gustó esa sonrisa. A pesar de mí mismo, me aparté de él.

—Creció en el patio delantero debajo de un tilo. Lo encontré ayer.

—¡Ayer! —grité, con los nervios de punta—. ¡Dios mío! ¡Mira! ¡Fue hace diez años!

La sonrisa desapareció de su rostro.

—Hace diez años —repitió con voz ronca—. Diez años atrás.

Y con la mano presionada contra su frente, salió de la habitación aun murmurando: ¡Hace diez años!

En cuanto a mí, este tonto incidente me ha acechado y me ha impedido hacer un trabajo satisfactorio. 27 de septiembre... Es cierto, eso también fue ayer, hace diez años.

1 DE OCTUBRE.

La una en punto. Ha sido una mañana alegre, con el sol brillando intensamente y un toque de escarcha en el aire. Ayer hice un excelente día de trabajo en la biblioteca. El primer correo de esta mañana fue una carta de la señora O'Brien. Dice que los crisantemos están en plena floración. La última vez que corrí fue un día antes de que se fueran.

Cuando encendí un cigarro después del desayuno, miré a Arthur y me sorprendió un cambio en él. Porque ha cambiado, no hay dudas. Me pregunto si mi presencia no le ha hecho bien. A mi llegada, parecía sin energía, o casi, pero ahora se está animando. Deambula por la habitación continuamente y, a veces, muestra una disposición a hablar. Sí, estoy seguro de que está mejor.

1 a.m.
Salgo a caminar ahora, y me siento convencido que dentro de una semana lograré que él me acompañe.

Cinco en punto. Amanece. ¡Oh Dios! ¿Qué me ha pasado? ¿Soy el mismo hombre que salió de su casa hace tres horas? ¿Qué ha pasado.

Caminé espléndidamente y me dirigía a casa con un fino resplandor. Pero cuando doblé la esquina y vi la casa, fue como si mirara la muerte misma. Apenas podía arrastrarme por las escaleras, y cuando miré en la habitación de arriba y vi al hombre encorvado en el sofá, con los ojos fijos en mi rostro, pude haber gritado como una mujer. Quería volar, salir corriendo al aire frío y correr, ¡correr y nunca volver! Pero me controlé, forcé a mis pies a llevarme a mi habitación.

Hay un peso de desesperanza en mi corazón. La oscuridad avanza, tragándose todo, pero no tengo fuego para encender el gas. Ahora hay un parpadeo en la sala delantera. Soy un tonto; debo reponerme. Arthur se está levantando y, abajo, puedo escuchar los golpes que anuncian la comida.

Es un pensamiento extraño el que viene a mí ahora, pero también es extraño que no lo haya notado antes. Estamos a punto de sentarnos a comer. Arthur no comerá prácticamente nada porque no tiene apetito. Sin embargo, sigue siendo robusto. No puede ser una grasa saludable, pero aun así me parece que un hombre que come tan poco como él se convertiría en un esqueleto vivo.

5 DE OCTUBRE.

Positivamente, debo ver a un médico o pronto tendré un colapso nervioso. Estoy actuando como un niño. Anoche perdí el control y jugué al cobarde. Me había acostado temprano, cansado después de un arduo día de trabajo. Estaba lloviendo de nuevo, y mientras estaba acostado en la cama vi los pequeños riachuelos que caían por los cristales. Arrullado por el suspiro del viento entre las hojas, me quedé dormido.

Desperté (cuánto tiempo después no lo puedo decir) para sentir una mano fría sobre mi brazo. Por un momento me quedé paralizado de terror. Hubiera llorado en voz alta, pero no tenía voz. Por fin logré sentarme y quitarme la mano de encima. Alcancé los fósforos y encendí el gas. Fue Arthur quien se paró junto a mi cama. Arthur, envuelto en su eterna bata de color marrón rojizo. Él estaba emocionado. Su cara azul tenía un tinte amarillo, y sus ojos brillaban a la luz.

—¡Escucha! —susurró.

Escuché, pero no oí nada.

—¿No lo oyes? —jadeó, y señaló hacia arriba.

—¿Arriba? —tartamudeé—. ¿Hay alguien arriba?

Agudicé mis oídos, y por fin me pareció oír un sonido furtivo, como el ligero golpeteo de pasos.

—Debe ser alguien caminando por allí —sugerí.

Ante estas palabras Arthur pareció ponerse rígido. La emoción desapareció de su rostro.

—¡No! —gritó con una voz aguda, áspera—. ¡No! No hay nadie caminando por allí.

Y huyó a su habitación.

Durante mucho tiempo permanecí temblando, temeroso de moverme. Pero, al final, temiendo por Arthur, me levanté y me arrastré hasta su puerta. Estaba acostado en el sofá, con la cara a la luz de la luna, aparentemente dormido.

6 DE OCTUBRE.

Hoy tuve una conversación con Arthur. Ayer no pude hablar de lo que sucedió la noche anterior, pero era necesario aclarar estas tonterías.

Estábamos en la biblioteca Un fuego ardía, y Arthur tenía los pies sobre el guardabarros. Las sandalias que usa, por cierto, son tan objetables para mí como su bata. Son sandalias de fieltro, viejas y deshilachadas alrededor de los bordes, como si hubieran sido roídas por las ratas. No puedo imaginar por qué no consigue un nuevo par.

—Dime una cosa —comencé abruptamente—, ¿eres dueño de esta casa?

El asintió.

—¿No alquilas ningún cuarto?

—Abajo, a la señora Harlan.

—¿Y arriba?

Vaciló, luego sacudió la cabeza.

—No, es un inconveniente. Solo hay una forma peculiar de subir las escaleras.

Me llamó la atención esto.

—¡Por Dios! tienes razón. ¿Dónde está la escalera?

Me miró a los ojos.

—¿No recuerdas haber visto una puerta cerrada en una esquina de tu habitación? La escalera corre desde esa puerta.

Lo recordaba, y de alguna manera el recuerdo me hizo sentir incómodo. No dije nada más y decidí no referirme a lo que había sucedido esa noche. Se me ocurrió que Arthur podría haber estado caminando dormido.

8 DE OCTUBRE.

Cuando salí a caminar el martes visité a la doctora Lorraine, que es una vieja amiga. Expresó cierta sorpresa por mi condición depresiva, y me prescribió una receta. Estoy planeando irme a casa la próxima semana. ¡Qué agradable será caminar en mi jardín y escuchar a la señora O'Brien cantando en la cocina!

9 DE OCTUBRE.

Quizás sea mejor posponer mi viaje. Casualmente se lo mencioné a Arthur esta mañana. Estaba acostado en el sofá, pero cuando hablé de irse, se incorporó tan rápido como un rayo. Sus ojos brillaban.

—¡No, Tom, no te vayas! —había terror en su voz. El tono de súplica me retorció el corazón.

—Has estado solo diez años —protesté—. Y ahora…

—No es eso —dijo—. Pero si te vas, nunca volverás.

—¿Esa es toda la fe que tienes en mí?

—Tengo fe —Tom—. Pero si vas, nunca volverás.

Decidí que debía seguir los caprichos de un hombre enfermo.

—Está bien. No me iré. Al menos por un tiempo.

12 de OCTUBRE.

¿Qué es lo que se cierne sobre esta casa como una nube? Porque ya no puedo negar que hay algo, algo indescriptiblemente opresivo. Parece impregnar todo el vecindario.

¿Están vacías todas las casas en esta manzana? Si no, ¿por qué nunca veo niños jugando en la calle? ¿Por qué los transeúntes son tan raros? ¿Por qué, cuando desde la ventana delantera vislumbro uno, apresura el paso?

Me siento triste otra vez. Sé que necesito un cambio, y esta mañana le dije a Arthur que definitivamente me iba. Para mi sorpresa, no hizo ninguna objeción. De hecho, murmuró una palabra de asentimiento y sonrió… del mismo modo en que sonrió en la biblioteca, aquella mañana, cuando señaló el Aster Tripolium. No me gusta esa sonrisa. De todos modos, está resuelto. Me iré la próxima semana, el jueves 19.

13 de OCTUBRE.

Anoche tuve un sueño extraño. ¿O acaso no fue un sueño? Fue extremadamente vívido. Todo el día lo he estado repasando una y otra vez. En mi sueño pensé que estaba acostado en mi cama. La luna brillaba intensamente en la habitación, de modo que cada mueble se destacaba claramente. La mesa es tan baja que, cuando estoy acostado de espaldas, con la cabeza en alto sobre la almohada, puedo verme completamente en el espejo. En el reflejo vi la puerta cerrada en el rincón más alejado de la habitación. Traté de mantener mi mente fuera de eso, pensar en otra cosa, pero la puerta atrajo mis ojos como un imán.

Me pareció que había alguien en la habitación, una figura vaga que no podía reconocer. Se acercó a la puerta y manipuló los cerrojos. Trató de arrancarlos, pero fue en vano. Luego se volvió y me mostró su rostro agonizante. Era Arthur. Reconocí su bata marrón rojiza.

Me senté en la cama y lloré, pero él ya no estaba. Corrí a su habitación, y allí estaba él, tendido a la luz de la luna, dormido. Debe haber sido un sueño.

16 DE OCTUBRE.

Estamos teniendo un clima de verano ahora, casi agobiantemente cálido. He estado deambulando todo el día, incapaz de acomodarme a nada. Esta mañana me sentí tan solo que cuando tomé el desayuno, traté de entablar una conversación con la señora Harlan.

Hasta ahora la he encontrado tan solemne y poco comunicativa como la Esfinge, pero cuando esa mañana retiró las bandejas sus arrugas se convirtieron en una sonrisa. En ese momento sentí que ella se parecía a Arthur. ¿Era su sonrisa o la expresión de sus ojos? ¿Ella también tiene algo que decirme?

—¿No te sientes un poco sola aquí? —le pregunté con simpatía.

Ella sacudió su cabeza.

—No, señor, ya estoy acostumbrada. Pero no podría soportarlo en ningún otro lado.

—¿Y esperas seguir viviendo aquí el resto de tu vida?

—Puede que no sea mucho tiempo, señor —dijo, y sonrió de nuevo.

Sus palabras eran bastante simples, pero la forma en que me miraba cuando las pronunciaba parecía darles un doble significado. Ella se retiró, y yo le escribí a la señora O'Brien para que me esperara temprano en la mañana del día 19.

18 DE OCTUBRE. 10 a.m.

Voy a tomar el tren de las doce esta noche. Gracias a Dios, tuve la resolución de escapar. Creo que otra semana de esta vida me volvería loco. Y tal vez Arthur tenga razón, tal vez nunca vuelva.

Me pregunto si me he vuelto tan débil como para abandonarlo cuando más me necesita. No lo sé. Ya no me reconozco. Pero, por supuesto, volveré. Nunca podría perdonarme si lo abandono en su peor momento.

En cuanto a Arthur, cuando regrese, tengo la intención de hacer algo más por él. Haré que mi médico lo vea, contra su voluntad si eso es necesario. Aire fresco, limpiar el lugar, un buen médico, esto es lo que necesita. ¿Pero cuál es su enfermedad? ¿Es la influencia de esta casa la que ha caído sobre él como una plaga? Uno podría imaginarlo, ya que está teniendo el mismo efecto sobre mí.

Sí, he llegado a ese punto donde ya no duermo. Por la noche me quedo despierto y trato de mantener mis ojos fuera del espejo al otro lado de la habitación. Pero al final siempre me encuentro mirándolo, mirando la puerta con los cerrojos pesados. Anhelo levantarme de la cama y retirar los tornillos. Arthur debe estar dormido ahora...

Me temo que la separación será dolorosa para él. Me iré de aquí a las once para darme tiempo.

¡Qué lento pasa el día! ¡La noche nunca volverá!

19 DE OCTUBRE.

¡Lo sabía! ¡Lo sentí todo el tiempo! ¿No he vivido en esta casa durante un mes? ¿No he visto lo que he visto?

Eran las diez en punto. Estaba esperando impaciente la última hora. Me había sentado en una mecedora junto a la cama, con la maleta a mi lado, de espaldas al espejo. La lluvia ya no caía. Debo haberme quedado dormido.

Pero, de repente, estaba completamente despierto. Mi corazón latía furiosamente. Algo me había tocado. Me puse de pie de un salto y, volviéndome bruscamente, mis ojos se posaron en el espejo. En él vi la puerta como la había visto la otra noche, y la figura volvió a tantear el cerrojo, pero no había nada allí.

Me dije a mí mismo que estaba soñando de nuevo, que Arthur estaba dormido en su cama. Pero temblé cuando abrí la puerta de su habitación y miré adentro. La habitación estaba vacía. La cama ni siquiera estaba arrugada.

Encendiendo un fósforo, me abrí paso a tientas por el baño hacia la biblioteca.

La luna había salido de detrás de una nube y ahora caída, con un resplandor plateado, a través de las ventanas, pero Arthur no estaba. Tropecé nuevamente en mi habitación. La luna también lo bañaba todo estaba allí... y la puerta, la puerta de la esquina, estaba entreabierta. El cerrojo había sido abierto. En la oscuridad pude distinguir un tramo de escalones que subían.

Ya no podía dudar. Encendiendo otro fósforo, subí la negra escalera. Cuando llegué a la cima me encontré en la oscuridad total, porque las persianas estaban bien cerradas. Al darme cuenta de que la habitación era probablemente un duplicado de la de abajo, fui tanteando a lo largo de la pared hasta que llegué a la lámpara de gas. Por un momento la llama parpadeó, luego ardió brillante y clara.

¡Oh Dios! ¿Qué fue lo que vi? Una mesa, llena de polvo, y algo envuelto en una bata de color marrón rojizo, que descansaba con los codos apoyados sobre ella.

¿Cuánto tiempo estuvo el cuerpo sentado allí? ¿Cuántos miles de días y noches habían pasado para pudrir la carne de ese modo?

Sus dedos lívidos todavía sostenían un lápiz. Delante había una hoja de papel, amarilla por paso del tiempo. Con dedos temblorosos aparté el polvo. El texto estaba fechado el 19 de octubre de 1912. Decía:

«Querido Tom: viejo amigo, ¿puedes venir a verme por unos días? Me temo que no estoy del todo bien. Arthur».

M. Humphreys.

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos pulp.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de M. Humphreys: El piso de arriba (The Floor Above), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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