«Claro de luna»: Seabury Quinn; relato y análisis


«Claro de luna»: Seabury Quinn; relato y análisis.




Claro de luna (Clair de Lune) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Seabury Quinn (1889-1969), publicado en la edición de noviembre de 1947 de la revista Weird Tales.

Claro de luna, uno de los más conocidos cuentos de Seabury Quinn, pertenece al ciclo de relatos pulp de Jules De Grandin, aquel detective paranormal dedicado a resolver casos que desafían a la razón.

En esta ocasión, Jules De Grandin debe emplear toda su experiencia como detective de lo oculto para resolver un caso estremecedor, el cual involucra una serie de ataques que dejan a sus víctimas literalmente vacías de sangre. Todo apunta a una misteriosa mujer, Madelon Leroy, quien al parecer es una vampiresa.

Claro de luna se asemeja —por momentos, demasiado— al argumento de Carmilla (Carmilla), de Sheridan Le Fanu, que a su vez también es protagonizado por otro detective que investiga lo sobrenatural: el doctor Martin Hesselius.




Claro de luna.
Clair de Lune, Seabury Quinn (1889-1969)

De Grandin, mi amigo, se volvió hacia mí, enarcando las cejas y con los labios redondeados, como si se dispusiera a emitir un silbido.

—¿Comment? —preguntó—. ¿Qué decía usted?

Sonreí.

—Usted me comprende perfectamente —repuse—. Le decía que de no saber yo que es un misógino empedernido pensaría que está considerando en estos momentos la posibilidad de tener un affaire con esa muier. No ha apartado un intante los ojos de ella desde que nos instalamos aquí.

Sus pequeños y azules ojos se animaron. Retorcióse las puntas de su diminuto y rubio bigote, recordándome su gesto los movimientos de un gato tras una comida especialmente sabrosa.

—Bien, lo cierto es que ella me interesa.

—Es lo que deduje.

—¿No es acaso une bonne bouchée, merecedora del interés de cualquier hombre?

—Es verdad —admití—. Resulta una mujer exquisita. Sin embargo, su forma de observarla...

—¡Oh! ¡El doctor Trowbridge! ¡El doctor De Grandin! —La señorita Templeton, la patrona del establecimiento, eterna promotora de buenos momentos, cruzó la terraza, dirigiéndose a nosotros—: ¡Estoy emocionada!

—¿De veras, mademoiselle? —El doctor De Granjin se puso en pie, acogiéndola con una sonrisa particularmente cordial—. Me intriga usted. ¿Y cuál es la causa de su emoción?

—¡Se trata de Madelon Leroy! ¡Va a asistir a nuestro baile de esta noche! ¿Sabe usted? Se ha mostrado tan terriblemente solitaria desde su llegada aquí. Decía que había elegido la costa para descansar y que no quería ver a nadie. Pero se ha aplacado.

—Esto, por supuesto, es muy interesante —dijo mi amigo, interrumpiéndola—. Desde luego, puede usted contar con nuestra asistencia a la velada, mademoiselle.

Mientras Dot Templeton danzaba de un sitio para otro, haciendo saber a otros huéspedes la buena nueva, él consultó su reloj.

¡Mon Dieu!, amigo Trowbridge —exclamó—. Es casi la una y todavía no hemos almorzado. Vámonos a toda prisa al comedor. Estoy medio muerto de hambre. Me siento desfallecido, verdaderamente.

Dos mesas más allá de nosotros, junto a una ventana, por la que entraba la fresca brisa del océano, Madelon Leroy hacía los honores al almuerzo indiferente, casi despreciativa, ante las miradas de que era objeto continuamente. Era, corno Jules De Grandin había señalado, merecedora de la atención de cualquiera. Su actuación en el Claro de Luna de Eric Maxwell, había llevado a la crítica al delirio. No solamente había sido elogiado su talento como actriz, sino también su exquisita belleza de heroína de cuento de hadas, su delicada fragilidad, que hacía pensar en algo ultraterreno.

Cuando después de su resonante y prolongado triunfo en Broadway se negó a considerar siquiera las ofertas más tentadoras de Hollywood se desencadenó una tormenta de publicidad que puso a los agentes teatrales en estados delirantes. A muchos dibujantes y pintores se les permitió que esbozaran retratos suyos, pero ella se negó con firmeza a ser fotografiada, y con objeto de burlar a los reporteros y otros fanáticos de la cámara siempre que aparecía en público lo hacía envuelta en velos y telas, como una odalisca o una monja. Las representaciones de Claro de Luna fueron suspendidas hacia el verano. Su misteriosa estrella descansaba junto al mar cuando Jules De Grandin y yo nos hospedamos en el Adlon.

Disimuladamente, utilizando el menú como pantalla, la estudié. De Grandin no se molestaba en fingir, mirándola como sólo un francés sabe mirar a una mujer para no llegar a ofenderla. Era una hermosa mujer, de piel casi transparente, de dorados cabellos, que dibujaban una especie de halo glorioso en torno a su menuda cabeza; los ojos eran grandes, de suave mirar y de un tono azul cerúleo. Tenía su persona la fragilidad del hada, casi angélica; el cuello poseía una graciosa curvatura; su perfil resultaba perfecto. Aunque no era pequeña realmente, lo parecía, por su esbeltez, por su justa corpulencia. Sus movimientos eran suaves, casi lentos. Perfilada contra la ventana, parecía una princesa de cuento de hadas.

Une belle créature, n'est-ce-pas? —comentó De Grandin cuando hizo acto de presencia el camarero para tomar nota de lo que queríamos comer.

Con esto, mi amigo se desentendió de la joven. Las mujeres eran para él las flores que embellecían el sendero de la existencia, pero la comida, y la bebida, Mon Dieu!, como hubiera dicho él: ¡sin estas dos cosas la vida resultaba imposible!

La señorita Leroy llamó la atención de todos durante la recepción que precedió al baile aquella noche. Si había parecido cautivadora en las discretas sombras del comedor, o en la terraza del hotel, o al emerger de las aguas embutida en su blanco traje de baño de satín, atractiva como una náyade, aquella noche se hallaba en condiciones de provocar el delirio en sus admiradores. Más que nunca, parecía ahora un ser de otro mundo. Su vestido, de, género de punto, se ceñía fielmente a su cuerpo, careciendo de mangas. Eran apreciables todas sus curvas, que componían una figura impecable, por sus proporciones. El vestido se le ajustaba al talle mediante un cordón que terminaba en dos tiras rematadas con borlas. De vez en cuando, al andar, podían verse las plateadas sandalias que calzaban sus lindos y desnudos pies. Había recogido sus dorados cabellos en un moño suelto, del que pendía una estrecha cinta blanca. En el brazo izquierdo, por encima del codo, lucía un ancho brazalete de oro labrado con motivos griegos. No llevaba más joyas ni ornamentos.

En tales condiciones, aquella mujer debía resultar forzosamente encantadora, atractiva, incluso. Pero existía algo vagamente repelente en su persona. Tal vez fuera su lenta y más bien condescendiente sonrisa, en la que no se advertía el menor indicio de cordialidad, de humana simpatía; quizá se tratara de la rara expresión de sus ojos... Eran ojos de persona experimentada, cansada, más bien triste, como si desde el momento en que se abrieran a la luz hubieran visto en los seres humanos una raza nada agradable, como si los hombres hubieran sido algo que no valía la pena mirar dos veces. Podía ser, sí, que todo residiera en sus ojos, los cuales, pese a los trabajos de los expertos en el terreno de la belleza, presentaban en sus comisuras una tupida red de arrugas; de otro lado, los párpados habían sido tratados con un producto débilmente verdoso que los hacía brillar un tanto siniestramente. Desde luego, aquellos no eran los párpados de una mujer de veinte años, ni siquiera de treinta y tantos.

—Doctor Trowbridge —Ella extendió una mano pequeña como la de una niña, de rosadas uñas, frágil como un iris blanco—, Doctor De Grandin.

El francés hizo sonar sus tacones al cuadrarse ante ella.

—Enchanté, mademoiselle —el hombre se inclinó sobre la mano, acercándosela a los labios—. Je suis très heureux de vous voir! Me siento encantado de verla.

Cuando De Grandin se irguió, él y Madelon Leroy se miraron a los ojos directamente, y aunque en sus rostros no se movió nada, algo vago, intangible como el aire, perceptible sin embarao como un escalofrío, pareció formarse alrededor de los mismos, igual que una envoltura de frío vapor. Por unos instantes se calibraron mutuamente, cautos como unos practicantes de la esgrima, o unos boxeadores que tantean sus fuerzas. Tuve la impresión de que eran como dos productos químicos que aguardaran solamente la adición de un agente catalítico para explotar, provocando una devastadora detonación. Luego, fue presentado el siguiente invitado y nosotros nos apartamos. Sentí lo mismo que si nos hubiéramos visto inmersos en la temperatura normal del verano, procedentes de un frigorífico puesto al máximo de su rendimiento.

—¿Qué...?

Le llegada de Mazie Schaeffer me impidió acabar de formular la pregunta, apenas iniciada.

—¡Oh, doctor Trowbridge! ¿Verdad que es adorable? —inquirió Mazie—. Es la más bella, la actriz más maravillosa del mundo. No hay nadie como ella, Yo he oído hablar a papá y a Mumsie de Maude Adams, de Sara Bernhardt, de la Duse, pero Madelon Leroy las supera a todas. ¿La recuerdan ustedes en la última escena de Claro de Luna, cuando dice adiós a su amante en la puerta del convento, quedándose plantada simplemente allí, a la luz de la luna, sin pronunciar una sola palabra? No necesita realmente decir nada, ya que el espectador ve, ve palpablemente su corazón destrozado.

De Grandin dispensó a Mazie una cordial sonrisa.

—Tal vez sea debido todo, mademoiselle, a que ha dispuesto de mucho tiempo para perfeccionar su arte.

Mazie respondió inmediatamente, alzando su chillona voz:

—¿Cómo puede usted decir eso? ¡Si es una niña! ¡Es casi una criatura! Yo cumplo veintiún años en agosto y apuesto lo que usted quiera a que le llevo dos. No se trata de cosa del tiempo, doctor De Grandin, ni siquiera de talento. En ella es que hay genio, un genio extraordinario. De estas mujeres sólo se da una en cada generación.

El pequeño francés estudió a la joven atentamente.

—¿Has llegado a conocerla, quizá?

—¿Que si la he conocido? —Las manos de Mazie fueron instintivamente hacia su pecho, como si hubiera querido contener los latidos de un tumultuoso corazón—. ¡Oh, sí! Fue muy amable conmigo. Me invitó a visitar su suite mañana, para tomar el té juntas.

—¿Tan pronto? —explotó De Grandin—. ¿Es verdad lo que dices, jovencita?

—¡Pues claro que es verdad! ¿No le parece maravilloso? Todavía me lo parece más por el hecho de ocurrirme a mí. Sí. Es terriblemente maravilloso.

—Ahora te has expresado correctamente —manifestó él con un gesto de asentimiento—. Terriblemente maravilloso, es cierto. Bon soir, mademoiselle.

Cuando hubimos dejado atrás el atestado salón, pasando a la amplia y fresca terraza, le pregunté:

—Bueno, ¿qué significa todo esto?

—También yo quisiera saberlo —respondió mi amigo, sombrío.

—¡Por el amor de Dios, De Grandin! No sea usted tan condenadamente misterioso. Yo sé que existe algo entre usted y esa mujer. Lo percibí cuando se saludaron. ¿Qué es lo que...?

—También yo quisiera saberlo —repitió él—. Una cosa es sospechar algo y otra muy distinta saber. Y yo no abrigo más que una leve sospecha. Si le dijera qué es lo que en estos momentos atormenta mi mente, me expondría a cometer una grave injusticia contra un ser inocente. Au contraire, si me mantengo en silencio podría causar un daño grave, irreparable, a otra persona. No sé qué hacer.

Consulté mi reloj.

—¿Por qué no nos vamos a la cama? Son más de las once y emprendemos el regreso mañana por la mañana. Es nuestra última oportunidad de lograr una noche entera de descanso, sin desagradables interrupciones, sin pacientes que nos saquen del lecho a horas intempestivas.

—Aquí no hay bebés que tengamos que ayudar a nacer, ni ancianos que se deciden a abandonar el mundo. Es decir: seguramente —manifestó De Grandin, con una burlona sonrisa—. Sí, creo que está usted en lo cierto. Disolvamos nuestras preocupaciones en el sueño.

A la mañana siguiente, cuando precedidos por dos botones que llevaban nuestro equipaje nos disponíamos a abandonar el hotel, yo me eché a un lado con el fin de dejar paso a dos mujeres que se encaminaban a la playa. Era la primera de mediana edad, hallándose en posesión de una larga y afilada nariz, pequeños ojos y una piel morena. En sus negros cabellos se observaban ya muchas canas; llevaba el clásico gorro blanco almidonado de las doncellas. Vestía de uniforme, de tela oscura, con puños y un delantal blancos. Sobre el brazo derecho se había echado una enorme y esponjosa toalla de baño. A mí me pareció una mujer de aspecto imponente, que debía de haber conocido mejores días.

Detrás de ella, cubierta como una mujer árabe, con telas blancas, avanzaba una figura más pequeña, que calzaba chanclos de playa. Los dedos de una de sus manos asomaban al tomar un pliegue de la holgada prenda. Observé que eran de rojizas yemas, con unas uñas largas y afiladas, extremadamente finas. Pude captar fugazmente el rostro de su dueña. Se trataba de Madelon Leroy. Pero aquella cara se hallaba tan alterada que apenas guardaba semejanza con la del radiante ser de la noche anterior.

Era una faz aquella tan pálida como la luz de la luna de marzo; las delicadas y pequeñas depresiones bajo los pómulos se habían acentuado hasta dar al rostro una expresión desagradable. Sus labios, un poco separados, parecían haberse marchitado; sus ojos daban la impresión de haberse hecho más grandes, pero ahora estaban exageradamente hundidos en la cara. La cara tenía una expresión anhelante, pero con un tono impersonal. Lo único que no había cambiado en ella era la gracia de sus movimientos. Caminaba con toda naturalidad, sin que el paso revalera el menor esfuerzo, moviendo sus lisas caderas ligeramente.

¡Grand Dieu! —oí murmurar a De Grandin. Al pasar ante él la mujer, De Grandin se inclinó en una leve reverenda, llevándose la mano al ala del sombrero—. ¡Mademoiselle!

Ella pasó como si De Grandin no se hubiera encontrado allí. Sus cavernosos ojos se fijaron en la playa, sobre cuyas arenas unas suaves olas dejaban encajes de espumas.

—¡Santo Dios! —exclamé a mi vez cuando avanzábamos ya hacia el coche que nos esperaba—. Parece haber envejecido veinte años o más. ¿Qué piensa usted de eso?

De Grandin me miró, muy serio.

—No sé a qué atenerme, amigo Trowbridge. Anoche concebí unas sospechas; hoy las veo casi confirmadas. Es posible que mañana pueda estar al tanto de todo con exactitud. Ahora bien, mañana podría ser demasiado tarde.

—¿A qué se está usted refiriendo? —inquirí—. ¿Qué significa este misterio?

Plus ça change, plus c'est la même chose. ¿Recuerda usted esta cita? —contraatacó él.

Permanecí en actitud reflexiva un momento.

—¿No es eso lo que Voltaire dijo acerca de la historia? Cuanto más cambia, más viene a ser la misma.

—En efecto —asintió mi interlocutor—. Y nunca dijo una verdad de mayor calibre. Una vez más, la historia se repite. Nadie puede afirmar con qué trágicas consecuencias.

—¿Trágicas consecuencias? ¿Para quién?

On ne sait pas —De Grandin se encogió de hombros—. ¿Quién puede decir dónde descargará su furia el rayo, amigo mío?

Hacía cosa de una semana que habíamos regresado de la costa. Me disponía a dar por terminada mi jornada de trabajo cierto día cuando sonó el timbre del teléfono.

—Sam: soy Jane Schaeffer —dijo la turbada voz de mi comunicante—. ¿Podrías venir inmediatamente?

—¿Qué ocurre?

El día había sido muy caluroso y cansado, y Nora McGinnis había preparado para mí un plato de ternera con salsa agridulce. No tenía el menor deseo de efectuar un desplazamiento de más de tres kilómetros, perdiéndome el cóctel de la noche y la sabrosa cena.

—Se trata de Mazie. Al parecer, se encuentra peor.

—¿Peor? —repetí—. A mí se me antojó que estaba perfectamente cuando la vi en la costa. Tenía la viveza de los grillos.

—A su regreso a casa no podía hallarse mejor. Pero luego ha empezado a comportarse de una manera muy extraña, debilitándose día por día. No sé si será algo de pecho, o una leucemia.

—Bueno, tómatelo con calma. No se puede estar bailando todas las noches hasta las tres de la madrugada, jugando además al tenis por la tarde, sin perder algo. Dale a modo de cena una tostada y una taza de té, métela en la cama y me la traes a la consulta por la mañana.

—¿Quieres escucharme, Sam Trowbridge? Mi hija se está muriendo, la tengo en la cama, y todo lo que me dices es que le dé una tostada y una raza de té. Vas a hacerme el favor de meterte en seguida en tu coche. Te esperamos.

—Bueno, de acuerdo —contesté para aplacar a mi comunicante—. Que guarde cama y...

—Pero, ¿no te he dicho que la tengo en la cama? No se ha levantado en todo el día. Está demasiado débil.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —inquirí, bastante irrazonablemente—. Estaré ahí en seguida.

—¿Qué sucede, mon vieux? —De Grandin apareció en la puerta de la consulta, llevando una coctelera en las manos—. No me diga que se va. Los martinis tienen ahora el grado de frialdad preciso.

—Hay que aplazar eso —repuse entristecido—. Acaba de llamarme Jane Schaeffer para decirme que Mazie no se encuentra nada bien. Está tan débil que esta mañana no pudo levantarse.

¡Feu noir du diable! ¡Fuego negro de Satanás! ¿Me está usted hablando de aquella jovencita que fue seleccionada como víctima? ¡Morbleu! Debiera haberlo comprendido.

—¿Qué significa eso? —le interrumpí con viveza—. ¿Que es lo que sabe usted?

—Yo no sé nada. Absolutamente nada. Pero si lo que tengo buenas razones para sospechar es cierto. ¡Vamos! Volemos para poder ayudarla. ¿La cena? ¡Al diablo la cena! Tenemos cosas más importantes en qué pensar ahora.

Su madre no había exagerado al hablar del estado en que se encontraba Mazie. La hallamos en estado prácticamente comatoso, con unas profundas concavidades bajo los pómulos, con unas ojeras terribles. Tenía los ojos como de fiebre, brillantes, pero la mano que tomé entre las mías parecía estar muerta. Recurrí a mi termómetro y vi que apenas llegaba a los veintisiete grados. Su pulso era débil, latiendo a menos de setenta pulsaciones por minuto. Echó la cabeza a un lado cuando me dejé caer sobre una silla, junto a la cama. La sonrisa que me ofreció era una bnrda imitación de la suya de siempre, eternamente contagiosa. En ésta de ahora no existía ningún destello de alegría.

—¿Qué sucede aquí? —pregunté, notando que la epidermis de sus manos estaba reseca, áspera, endurecida—. ¿Qué le han estado haciendo a mi niña?

Los párpados se abrieron perezosamente y ella pronunció unas palabras, en un tono de voz tan débil que no pude entender nada.

—¿Cómo has dicho, pequeña?

—De... dejadme ir... Tengo que irme... Debo hacerlo... —musitó la chica—. Ella estará esperándome... me necesita...

—¿Está delirando?

De Grandin hizo un movimiento denegatorio de cabeza.

—No lo creo así, mi amigo. Está débil, en efecto, muy débil, pero no ha perdido el conocimiento. ¿Qué síntomas aprecia en ella?

—Si no la hubiéramos visto fuerte y bien alimentada sólo dos semanas atrás, yo diría que es víctima de una evidente desnutrición. He tenido ocasión de asistir a casos como éste después de la primera guerra mundial, cuando servia con las unidades belgas de auxilio.

—Su saber y experiencia no le han abandonado, amigo mío. La chica está desnutrida, en efecto, y nosotros le prescribiríamos nuez vómica, de seguir el consejo de alguien, pero primero procuraremos darle carne, una buena taza de té, y a continuación un huevo y leche con un poco de coñac.

—Pero, ¿cómo ha llegado a tal estado de desnutrición?

—Sí, desde luego. Es lo que tendremos que averiguar.

Cuando bajábamos las escaleras, Jane Schaeffer preguntó:

—¿Qué le ocurre? ¿Habrá contraído alguna infección durante su estancia en la costa?

De Grandin apretó los labios, tomándose la barbilla entre el pulgar y el índice.

—Es posible, madame. ¿Cuánto tiempo lleva así?

—Casi desde el día de su regreso. En la costa conoció a Madelon Leroy, la actriz, que convirtió en seguida en su ídolo. Se pasaba todo el día prácticamente con la señorita Leroy. Creo que el segundo o tercer día fue a verla a sus habitaciones, regresando a casa casi exhausta y yéndose derecha a la cama. A la mañana siguiente se sentía muy débil. Se levantó hacia el mediodía, comió algo y se fue en busca de Madelon Leroy de nuevo. Por la noche, a la vuelta, no podía tenerse en pie. Su debilidad, a partir de entonces, ha ido en aumento.

De Grandin escrutó atentamente el rostro de Jane.

—Nos ha dicho usted que la chica tiene un apetito excelente.

—¿Excelente? ¡Soberbio! ¿No cree usted que podría ser una solitaria, algún parásito que...?

Mi amigo asintió, pensativo,

—Verdaderamente, cabe tal posibilidad, madame.

A continuación, preguntó con toda naturalidad, como si la cosa no tuviera importancia:

—¿Dónde vive en la actualidad la señorita Leroy? ¿Usted lo sabe?

—Tomó una suite en el Zachary Taylor. No me explico por qué prefirió esto a Nueva York.

—Quizás haya alguien que lo sepa, madame Schaeffer. Bien. Muy bien. Así pues, se instaló en el Hotel Taylor y...

—Y Mizie ha ido a verla allí día tras día.

Très bon. Uno comprende, en parte, al menos. La enfermedad de su hija no es desesperada, pero resulta mucho más seria de lo que al principio nos figurábamos. La enviaremos al Sanatorio Sidewell en seguida, donde hará reposo absoluto, vigilada constantemente por una enfermera. Bajo ningún concepto dirá usted a nadie dónde se se encuentra, madame. Y no tendrá visitantes de ninguna clase. Ninguno. ¿Me ha comprendido?

—Sí, señor, pero...

—¿Pero qué?

—La señorita Leroy ha llamado hoy dos veces, sintiéndose al parecer muy afectada cuando le dije que Mazie no había podido levantarse. Si viniera a verla...

—He dicho que nada de visitantes, madame. Es una orden, hágase cargo.

—Espero que sepa usted lo que está haciendo —gruñí cuando dejamos la casa de los Schaeffer—. No encuentro desacertado su diagnóstico, ni el tratamiento, pero, ¿ a qué viene tanto misterio? Si usted sabe algo...

—No se trata de que yo me empeñe en crear en este caso un ambiente de misterio —declaró De Grandin—. Es que me confieso un hombre ignorante. Soy como un hombre ciego que estuviese siendo objeto de las travesuras de unos chicos traviesos. Extiendo las manos en un sentido y otro, pero no acierto a asir nada. ¿Usted se acuerda de que hace poco estuvimos refiriéndonos a la frecuencia con que la historia se repite?

—Sí, la misma mañana en que abandonamos aquel lugar de la costa.

—En efecto. Ahora escúcheme atentamente, amigo mío. Lo que voy a decirle puede ser que no tenga sentido, pero podría ocurrir también lo contrario. Considere esto: Hace algunos años, más de los que a mí me gustaría que hubieran pasado, asistí a una representación en el Théâtre Français, donde actuaba una mujer llamada Madelon Larue. Era la gran atracción de París porque en un época muy distinta de la que vivimos se atrevía a practicar la danza au naturelle. Era muy bella, parbleu! No se podía decir que era una Venus o una Minerva. Se asemejaba más a Hebe, o a Clitie. Su aire juvenil, ingenuo, purificaba su desnudez. Suscitaba, en fin, más admiración que pasión. Como veraneaba cerca de Narbonne aquel año, fui a visitarle para, entre otras cosas, participar de su excelente Château Neuf. Le dije que había estado viendo a la Larue y se quedó desconcertado.

»¿Por qué razón? Porque, al parecer, en los días del Segundo Imperio había habido una actriz que era también la atracción máxima de París, una tal Madelon Larose. También ésta bailaba à découvert ante la dorada juventud que rodeaba al tercer Napoleón. Mi abuelo se prendó de ella en seguida. Me habló de su frágil y aniñada belleza, que encendía los corazones y los cerebros de los hombres. Al final de aquella conversación llegué a la conclusión de que Madelon Larose y Madelon Larue tenían que ser madre e hija, o bien la misma persona.

»No cabía otra alternativa. ¡Ah! Pero mi abuelo me contó algo más. He de decir que por el hecho de ser un experto en medicina legal se hallaba relacionado con la policía. Esta Madelon Larose, la de la frágil y aniñada belleza, empezó a envejecer de repente. En el espacio de sólo un mes se hizo diez o veinte años más vieja. A los dos meses era una anciana tan débil que no podía salir al escenario. Y yo le pregunto a usted ahora: ¿qué cree que pasó?

—Se retiraría —sugerí irónicamente.

—Nada de eso. Contrató los servicios de una secretaria y dama de compañía, una joven bretona rebosante de salud, y escúcheme con atención, por favor, al cabo de dos meses la chica había muerto, de inanición, al parecer, y Madelon Larue se dedicaba una vez más a bailar sans chemise para regocijo de los jóvenes de París.

»Se produjo un escándalo, naturalmente. La policía y la Sûreté llevaron a cabo algunas investigaciones. Pero al final de ellas no se averiguó nada en concreto. La secretaria había sido una moza fuerte, de saludable aspecto. Y había fallecido, por lo visto, de inanición. Larose, que había estado al borde de la desaparición, se veía más joven, fuerte y atractiva que nunca. En eso quedó todo. Nadie puede basar una actuación judicial en tales hechos. En fin, la chica fue enterrada decentemente en el cementerio del Père Lachaise, y Larose, por sugerencia de la policía, se trasladó a Italia.

»¿Qué hizo en este país? Cualquiera puede suponérselo. Ahora, emparejemos mi historia. Yo había visto actuar a la Larue en 1905. Cinco años más tarde, siendo yo miembro de la Faculté de Médicine Légale, me enteré de que se hallaba afligida por una extraña enfermedad, una dolencia que la hacía envejecer diez años en una semana; a las dos semanas ya no se halló en condiciones de presentarse en el escenario. ¿Qué pasó? Yo se lo explicaré.

»La mujer contrató los servicios de una masseuse, una joven fuerte, de excelente salud, en posesión de un físico robusto. A las dos semanas falleció, de inanición, al parecer. La Larue se rejuveneció de nuevo, quedando ya que no como una rosa sí como un lirio. Fui designado ayudante del juge d'instruction que se ocupó del caso. Llevamos a cabo detenidas investigaciones. ¡Oh, sí! ¿Y qué descubrimos en fin de cuentas? Solamente esto: la chica había sido una persona fuerte, de gran salud. Había muerto, al parecer, de inanición. La Larue había estado a punto de disolverse a consecuencia de una extraña enfermedad, una dolencia sin nombre, Ahora era joven, fuerte y atractiva como antes.

»Nadie puede basar un proceso criminal en eso. En fin, la pobre masseuse fue recientemente enterrada en Saint Supplice, y la Lame, por sugerencia de la policía, se trasladó a Buenos Aires. ¿Qué hizo alli? Cualquiera puede suponérselo.

»Veamos ahora qué es lo que tenemos. Ello no constituirá una prueba, pero podemos hablar de unos hechos: Larose, Larue, Leroy. Estos nombres son bastante similares. Una Madelon Larose qúe está a punto de morir, aparentemente, a causa de una rara enfermedad —de vejez, quizás—, establece contacto con una joven y recupera la salud y. por lo visto, la juventud, en tanto que la otra persona fallece, seca como una naranja chupada. Esto ocurre en 1867. Una generación más tarde, una mujer llamada Madelon Larue, que se acomoda a la descripción de la Larose perfectamente, se ve afectada por la misma dolencia, y recupera la salud, como le había pasado a la Larose, dejando a su espalda los restos de lo que había sido una joven fuerte, vigorosa, con la que había estado asociada. Esto sucede en 1910. Ahora, en nuestra época, una mujer llamada Madelon Leroy...

—Pero todo esto es una cosa totalmente fantástica —objeté—. Usted se limita a formular suposiciones. ¿Cómo identifica a Madelon Leroy con esas dos?

—Siga escuchándome, amigo mío —dijo De Grandin—. Usted se acordará, seguramente, de que nada más entrar la Leroy en nuestro campo de observación me sentí interesado.

—Ciertamente. No apartaba los ojos de ella.

Précisement. Porque en el momento en que la tuve delante me pregunté: ¿Dónde has visto tú esa cara antes, Jules De Grandin? Me contesté en seguida: No trates de engañarte. Sabes muy bien dónde la viste por primera vez. Se trata de Madelon Larue, la misma mujer que te causó tanta impresión cuando la viste bailar nu comme la main en el Théâtre Français en tus buenos tiempos. Volviste a verla, con todo su encanto y belleza, cuando llevabas a cabo indagaciones sobre la muerte de su joven y robusta masseuse.

»Sí que me acuerdo, me dije. ¿Y qué hace esta encantadora dama aquí hoy, al parecer con los mismos años que en 1905, o en 1910? Tú te has hecho mayor, tus amigos han envejecido. ¿Es que ella constituye una excepción de la regla general? ¿Va a estar siempre lozana, fresca, indiferente al paso del tiempo como la luz de la luna? La lógica más elemental te dice, Jules, que esto no puede ser, que esto se aparta de la norma que rige la vida de los seres vivos, continué considerando. Bueno, ¿y qué ocurre después? Hay una gran velada. Mademoiselle Leroy se enfrenta con su público. Nos vemos, nos miramos a los ojos, nos reconocemos mutuamente. En mí, ella ve al juez causante de algunas situaciones embarazosas años atrás. En ella, yo veo... ¿qué puedo decir? De todos modos, nos reconocemos, y ninguno de los dos nos sentimos felices con tal reconocimiento mutuo. No, desde luego que no.

Al día siguiente, por la tarde, fuimos al sanatorio para ver a Mazie. La encontramos más mejorada, pero todavía muy débil e inquieta.

—¿Cuándo voy a salir de aquí? —inquirió la joven—. Por favor, tengo un compromiso al que no quiero faltar, y me encuentro ya tan repuesta.

—Precisamente, mademoiselle —contestó De Grandin—. Estás mucho mejor, en efecto, Y no tardarás en recuperarte por completo. Para ello bastará con que tu organismo se empape de alimento comme une éponge.

—Pero...

—¿Pero qué? —inquirió De Grandin, enarcando las cejas expresivamente—. Explícate.

—Se trata de Madelon Leroy, señor. Yo estaba ayudándola.

—No lo dudo ni por un momento —manifestó mi amigo, asintiendo—. ¿En qué forma?

—Dice que mi juventud y mis energías le dan fuerzas para seguir. Está realmente al borde de una crisis, ¿sabe usted? Asegura que mis visitas le confortan, que suponen mucho para ella.

La severa mirada que sorprendió en el doctor De Grandin hizo guardar silencio a la muchacha momentáneamente.

—¿Qué ocurre, doctor? —inquirió luego.

—Escúcheme, Mazie, ¿Qué pasaba en el curso de tus visitas a la suite de esa dama, en el hotel?

—Nada, nada en realidad, Madelon. ¿Me permite que la llame así? Madelon se encuentra tan fatigada que apenas habla. No he visto nunca unas negligées más bonitas que las suyas. Luego, tomamos el té. Ella se acurruca entre mis brazos, como si fuera una niña. A veces sonríe en su sueño. Parece entonces un ángel.

—¿Y tú disfrutas con esta amistad?

—¡Oh, sí! ¡Mucho! Nunca había vivido una cosa tan maravillosa.

De Grandin sonrió al incorporarse.

—Bien. Dentro de unos años, esto constituirá para ti un feliz recuerdo, estoy convencido de ello. Entretanto, si te vas recuperando como hasta ahora, dentro de unos días...

—Pero, ¿y Madelon?

—Iremos a verla y se lo explicaremos todo. Sí. No faltaba más!

—¿Lo hará usted así, doctor? ¡Es usted muy bueno!

Mazie despidió a De Grandin con una sonrisa y se acomodó en el lecho para entregarse al sueño.

—La doncella de la señorita Leroy ha llamado tres veces hoy —nos explicó Jane Schaeffer, cuando nos detuvimos en su casa unos minutos, de regreso del sanatorio—. Parece ser que aquélla se encuentra enferma y siente unos deseos enormes de ver a Mazie.

—Ya me lo imagino —contestó De Grandin, secamente.

—Da la impresión de sentir un gran afecto por mi hija. Le conté finalmente lo que habían dicho ustedes, diciéndole dónde paraba ahora Mazie.

—¿Hizo usted eso? —inquirió De Grandin, como tragando saliva.

—¿Qué hay de malo en ello? Me figuré que...

—Ha cometido usted un error, madame. Recordará que le dijimos que la chica no podía recibir visitas. Vamos a poner remedio a la cosa, con la mayor rapidez posible, pero si a su hija le ocurre algo suya será la culpa. Bon jour, madame.

De Grandin hizo sonar sus tacones al mismo tiempo que hacía una fría reverencia.

—Vámonos, amigo Trowbridge. Tenemos cosas por hacer, cosas que no admiten el menor aplazamiento.

Una vez en la calle, explotó como un petardo.

Nom d'un chat de nom d'un chien de nom d'un coq! Uno puede intentar defenderse ante los enemigos mal intencionados; en cambio, frente a la ingenuidad o la ignorancia no se puede hacer nada generalmente. Vamos, amigo mío. La rapidez viene a ser aquí ahora lo más esencial.

—¿A dónde tenemos que ir? —pregunté al poner en marcha el motor del coche.

—¡Al sanatorio! Si no nos damos prisa puede ser que lleguemos demasiado tarde.

El azul con que se ofrecían a la vista las distantes Montañas Oranges había perdido intensidad a causa de la calina de la tarde veraniega. La cinta de asfalto de la carretera se alargaba interminablemente a nuestras espaldas.

—¡Más de prisa, más de prisa! —dijo De Grandin, apremiante—. Tenemos que correr todo lo que podamos, amigo Trowbridge.

Unos minutos después teníamos a la vista un gran automóvil negro, muy elegante. Los ojillos de De Grandin escrutaron atentamente el vehículo.

—¡Es el de ella! —exclamé—. Tenemos que adelantarle.

Pisé a fondo el acelerador y la aguja indicadora de la velocidad se inclinó un poco hacia la derecha. Ochenta, ochenta y cinco, noventa. Con cada revolución de las ruedas se aminoraba la distancia que nos separaba del otro vehículo. El conductor del otro automóvil debía de habernos visto en el espejo retrovisor del coche. O quizá estaba pendiente de nosotros su pasajera. El caso es que también aceleró, despegándose, desvaneciéndose en una curva a los pocos minutos, entre un remolino de polvo y de humo de su tubo de escape.

Par la barbe d'un porc vert! —exclamó De Grandin—. ¡Se nos escapa!

Un enervante chirrido de frenos, seguido de un golpe sordo, le hizo callar. Al doblar por fin la curva se nos ofreció a la vista el gran sedán negro volcado a un lado de la carretera, con las ruedas girando al aire alocadamente; tenía el parabrisas y los cristales de las ventanillas destrozados. Del capó del motor salía una columna de humo.

¡Triomphe! —exclamó mi amigo, al tiempo que se apeaba, nada más detener yo nuestro coche, para echar a correr en dirección al automóvil siniestrado—. ¡Ya la tenemos en nuestras manos, Trowbridge!

El chófer se habla quedado detrás del volante. Hallábase inconsciente, pero no sangraba. En los asientos posteriores había dos mujeres: una muy fornida, en la que reconocí a la doncella de la señorita Leroy; envuelta en velos, hasta el punto de parecer un fantasma gris, vi a Madelon Leroy, una figura muy diminuta al lado de su criada.

—Cuide de ese hombre, amigo Trowbridge —me ordenó De Grandin, cuando ya había dejado caer la mano sobre el tirador de una de las puertas traseras—. Yo me ocuparé de sacar de ahí a esas mujeres.

Haciendo acopio de fuerzas, extrajo del coche a la doncella, desmayada, depositándola en un lugar seguro. Después, concentró su atención en Madelon Leroy. Yo me las había arreglado para dejar al chófer junto a la carretera. Segundos después, surgió una llamarada del sedán siniestrado. El depósito de gasolina estalló como si hubiera sido una bomba, saliendo proyectados en todas direcciones numerosos trozos de vidrio.

—¡De buena nos hemos librado! —exclamó, jadeante, abandonando el árbol cuyo tronco utilizara como parapeto—. Si tardamos unos momentos más en llegar esta gente hubiera ardido con el coche.

De Grandin asintió, un tanto absorto.

—Si usted se queda aquí con ellos yo intentaré localizar un teléfono para llamar a una ambulancia. Estas personas necesitan cuidados inmediatos, especialmente mademoiselle Leroy. ¿Tiene usted influencia en el Mercy Hospital?

—¿Que si tengo...? No le entiendo, De Grandin.

—Quiero que se ocupe de que estas personas queden instaladas en habitaciones independientes. Si es así, todos saldremos ganando con ello.

Nos sentamos junto a la cama de ella, en el Mercy Hospital. El chófer y la doncella ocupaban sendas habitaciones. A Madelon Leroy le había sido asignada una «suite» en el último piso. El sol se acercaba al ocaso, convertido en una especie de balón carmesí, flotando en un mar rosado; una leve brisa jugaba incansablemente con las blancas cortinas de la ventana. De no haber conocido su identidad, ninguno de nosotros habría dicho que la mujer que se encontraba en aquella cama era la atractiva, la deslumbrante Madelon Leroy.

Su faz aparecía lívida, casi gris, de un gris verdoso; a través de la piel se adivinaban las líneas de su cráneo. Tenía las sienes hundidas, como los ojos; la nariz se había hundido extrañamente también, acortándose, haciendo más saliente la mandíbula y los arcos superciliares. Unas venitas azules acentuaban la extrema palidez de las mejillas, dando al rostro una apariencia de objeto de cera; las orejas eran casi transparentes; los labios se habían resecado, replegándose sobre los dientes, como si la mujer se esforzara para hacerse con un poco de aire.

—Mazie —murmuró, en un débil susurro—: ¿dónde estás, querida? Ven. Ha llegado la hora de nuestra siesta. Tómame en tus brazos, querida; apriétame contra tu frente y juvenil cuerpo.

De Grandin se incorporó, inclinándose sobre el lecho, mirándola no como un médico mira siempre a un paciente que sufre, sino con la frialdad del ejecutor que estudia a la persona condenada.

—Larose, Larue, Leroy... como quiera usted llamarse. Ha llegado por fin a la meta de su viaje por la vida. Ya no dispone de víctimas que puedan renovar su pseudojuventud. Llegó un día al mundo (Dios sabe cuantos años hace de eso) y ha sonado para usted la hora de irse.

La mujer volvió hacia él los ojos, unos ojos sombríos, sin el menor brillo. En su marchita faz fue apareciendo trabajosamente una expresión elocuente: le había reconocido.

—¡Usted! —exclamó en voz muy baja, delatadora de un gran pánico—. Por fin me has encontrado. Tú, mi enemigo.

Tu parles, ma vielle —replicó De Grandin, con naturalidad—. Tú lo has dicho. Te he encontrado por fin. No me fue posible materialmente evitar que absorbieras la vida de aquella desgraciada persona en 1910; tampoco pude interponerme entre tú y la joven de los días de Napoleón III. Pero esta vez estoy aquí, sí. Todo queda atrás ya; el fin se aproxima.

—Ten piedad de mí —rogó ella, temblorosa—. Ten piedad de mí, hombre cruel. Yo soy una artista, una gran actriz. Mi arte hace felices a millares de seres. Durante años, he llevado un poco de alegría a los que vivían tristes o atribulados. Compáreme con otras mujeres. ¿Qué representan a mi lado las campesinas, las hijas de los comerciantes, las de la burguesía? Yo soy Claro de Luna, la luz de la luna reflejándose en unas aguas remansadas; la dulce promesa del amor todavía no logrado.

—Yo creo que la luna se está poniendo, mademoiselle —dijo De Grandin, interrumpiéndola secamente—. Si desea los auxilios de un sacerdote...

¡Nigaud, bête, sot! —susurró ella—. ¡Estúpido! ¡Necio! ¡Hijo de padres imbéciles! No necesito a mi lado a ningún sacerdote, no quiero que me hablen de arrepentimientos ni de redenciones. Lo que sí deseo es recuperar mi juventud y mi belleza. Haz venir aquí a una muchacha limpia, joven, llena de salud.

Ella se interrumpió al ver una dura mirada en los ojos de De Grandin. Apenas tenía fuerzas ya para insultarle. Pero de sus labios salieron todavía epítetos que habrían hecho enrojecer de vergüenza a una comadre de los muelles de Marsella. De Grandin encajó aquel discurso con serenidad. Ni sonreía ni se mostraba irritado. Había en él una aire de indiferencia total, como si en aquellos instantes se hubiese hallado en un laboratorio, observando en el microscopio un nuevo y curioso espécimen.

—Eres una bestia, un perro, un cerdo —siguió diciendo la mujer—. Desciendes de apestosos camellos. Eres un hijo bastardo de una gata callejera y de un demonio de los infiernos.

Los médicos estamos habituados al espectáculo de la muerte. Al principio de nuestra carrera, ésta nos causa siempre una gran impresión; luego, nos acostumbramos. Sin embargo, en aquel caso, no pudé evitar un escalofrío, al observar el cambio que se estaba operando a mi vista. La azulada blancura de su piel tomó un tinte verdoso; todo parecía indicar que los microorganismos de la putrefactión operaban ya en ella; el rostro de la mujer se pobló de arrugas que eran como las grietas que se abren en el hielo; el tono rubio de sus cabellos se trocó en un tono amarillento sin brillo; las manos que asomaban por encima de las sábanas parecían las garras de un animal muerto y disecado. La cabeza de la mujer se incorporó un instante sobre la almohada; los ojos estaban enrojecidos y carecían de vida. Bruscamente, se quedó sentada en el lecho, doblándose en seguida por la cintura como una burda muñeca rota; las manos buscaron su propio pecho, agitado por una tos estértórica. Luego, cayó sobre su espalda, quedándose inmóvil.

No se oía nada, absolutamente nada en la habitación mortuoria. Ningún sonido llegaba hasta allí por las abiertas ventanas. El mundo parecía haberse paralizado con la quietud de la puesta del sol. Nora McGinnis habíase superado aquella noche. La cena que nos ofreció habría representado la máxima satisfaeción para un buen gourmet. Su ternera en salsa agridulce fue un regalo para nuestros paladares; lo mismo que sus pastelillos, sus quesos, su melocotón y la compota de ciruela. De Grandin apuró con delectación su taza de café; luego, sonrió como un querubín; a continuación aspiró el aroma de su Chartreuse vert con los ojos entreabiertos.

—¡Oh, no, amigo mío! —me dijo—. No puedo ofrecerle una explicación adecuada. Esto es como la electricidad: nos beneficiamos de sus efectos a cada paso, pero nada sabemos en cuanto a sus orígenes. Ya le dije que la reconocí nada más verla. Pero no acertaba a tomar en serio mis sospechas. Para esto, tuvo que reconocerme ella. Luego, me di cuenta de que nos enfrentábamos con algo maligno, con algo que rebasaba la experiencia cotidiana, aunque no se tratara de nada sobrenatural. Ella fue una especie de vampiro, un vampiro diferente de los tradicionales. El vampiro normal posee vida en su muerte. Ella permaneció enteramente viva. Seguiría así mientras encontrara en su camino víctimas frescas. De una manera u otra, Dios sabe cómo, adquirió la habilidad de absorber la vitalidad, la fuerza de las mujeres jóvenes y vigorosas, tomando de ellas todo lo que podían darle, dejándolas virtualmente vacías, hasta tal punto que sus víctimas perecían a consecuencia de su extrema debilidad, mientras que la actriz estrenaba una nueva juventud, gozando de un renovado vigor.

De Grandin hizo una pausa para encender un puro, añadiendo a continuación:

—Usted sabe que se admite generalmente que cuando un niño duerme con una persona de edad, o inválida, aquél cede su vitalidad a su compañero de lecho. En el Libro de los Reyes leemos que David, rey de Israel, al llegar a la edad madura, encontrándose muy debil, era reforzado por tal procedimiento. Ella se valía de un proceso similar, pero mucho más acentuado.

»En 1867 necesitó sesenta días para pasar de una juventud aparente a la edad avanzada. En 1910, el proceso duró dos semanas o diez días; este verano, se nos presentó joven por la mañana y al día siguiente era una anciana o mujer de edad madura, al menos. ¿Cuántas veces renovó su juventud y su vida valiéndose de jóvenes amigas? No lo sabemos. Estuvo en Italia y en América del Sur. Sólo Dios sabe qué otras partes del mundo visitó. Hay, no obstante, una cosa que parece ser cierta: con cada renovación de su juventud se tornaba más débil. Incidentalmente, habría llegado así al momento de la transformación casi repentina, a un instante en el que no hubiera dispuesto de tiempo para encontrar una víctima a la que chupar, por así decirlo, su vitalidad.

»Mazie había sido escogida como víctima esta vez, y de no haber estado nosotros donde estuvimos, creo que tendríamos otra tumba en el cementerio, gracias a la cual mademoiselle Leroy proseguiría sus actuaciones teatrales. Sí, sin duda. ¿Desea usted saber algo más? —inquirió De Grandin, al ver que yo no formulaba ningún comentario.

—Hay una o dos cosas que me desconciertan —respondí—. En primer lugar, quisiera saber si existe alguna relación entre su poca corriente habilidad para rejuvenerse a expensas de otras personas y su negativa a verse fotografiada. ¿Cree usted acaso que pudiera comportarse así, por otra parte, persiguiendo un efecto publicitario?

De Grandin consideró mi pregunta durante unos instantes, replicando luego:

—No, no es eso. Sucede que el objetivo de la cámara fotográfica es más detallista que nuestros ojos. Un buen maquillaje puede engañar al ojo humano; las lentes de la cámara, en cambio, van más allá, mostrando todas las imperfecciones, por menudas que sean. Por esta razón, seguramente, no quería que le hiciesen fotografías. ¿Se hace usted cargo?

Asentí.

—Otra cosa. Usted dijo en una ocasión a Mazie que estaba seguro de que el episodio de su amistad con la Leroy constituiría un bonito recuerdo en su vida. Usted ya sabía entonces a qué atenerse con respecto al proceder de la mujer, es decir, sabía que se valía de las jóvenes para, sin la menor piedad.

—Pues sí, es verdad que estaba entonces ya al cabo de la calle. Mazie se había relacionado con una extraña y bella actriz; la adoraba con el ardor que solamente pueden sentir las jóvenes por una mujer mayor y más mundana. De haberle dicho la verdad, se habría negado a creerme, y además yo habría atentado contra el ideal que su mente se había forjado. Es mejor que siga conservándolo, que se mantenga en una feliz ignorancia acerca de la verdadera condición de la persona que consideró amiga, respetando su recuerdo para siempre. ¿Por qué privarle de algo bello cuando guardando silencio, simplemente, podemos ayudarla a conservar un grato recuerdo?
Una vez más, hice un gesto afirmativo.

—Resulta difícil de creer todo esto, pese a haber sido testigo de ello —confesé—. Estoy dispuesto a aceptar su tesis, pero se me antojó algo cruel dejarla morir de aquel modo, aunque...

—Créame, amigo mío —dijo De Grandin, interrumpiéndome—. Ella no era una mujer realmente auténtica. ¿No recuerda lo que dijo de sí misma antes de morir? Manifestó que era un claro de luna, carente por completo de edad y de pasiones. El suyo era un egotismo llevado a ilógicas conclusiones; tratábase de un ser cuyo egoísmo iba más allá de otros pensamientos y propósitos. Era una rara, una extraña cosa, sin sentido acerca del bien o del mal, de la justicia o la injusticia, como un fauno o un hada, o cualquier otra grotesca criatura salida de un viejo libro de magia.

De Grandin apuró hasta la última gota del licor que había en su copa, alargándome ésta, ya vacía.

—Yo repito, si es usted tan amable, amigo mío.

Seabury Quinn (1889-1869)




Relatos góticos. I Relatos de Seabury Quinn.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Seabury Quinn: Claro de luna (Clair de Lune), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Existe alguna forma de que puedan traducir las frases que están en frases?



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