«La casa embrujada»: Thomas Hood; poema y análisis.
«Sobre todo se cernía la sombra de un miedo,
una sensación de misterio que intimidaba al espíritu
y decía, tan claro como un susurro en el oído:
el lugar está embrujado.»
una sensación de misterio que intimidaba al espíritu
y decía, tan claro como un susurro en el oído:
el lugar está embrujado.»
La casa embrujada (The Haunted House) es un poema gótico del escritor inglés Thomas Hood (1799-1845), publicado originalmente en la edición de enero de 1944 de la revista Hood's Magazine and Comic Miscellany.
La casa embrujada, uno de los mejores poemas de Thomas Hood, es una pieza extensa dividida en tres partes. Hoy en El Espejo Gótico compartiremos la traducción al español y el análisis de la sección que, a nuestro juicio, es la más interesante por su fuerte asociación con la literatura gótica.
La casa embrujada es una obra maestra. Pertenece a un orden elevado, si no al más elevado de la poesía gótica. Edgar Allan Poe lo consideró como la contribución más significativa de Thomas Hood al género, y con muy buenos argumentos.
Thomas Hood es un maestro en la ambientación gótica, en el caso de este poema, de una casa embrujada recubierta por una sensación de muerte, decadencia, amenaza y misterio. Si una de las condiciones esenciales de este tipo de espacios encantados es la posesión de una historia macabra, oculta, un pasado traumático que de algún modo se manifiesta en el presente, la Casa Embrujada de Thomas Hood cumple a rajatabla con este precepto.
Lúgubre es la casa del dolor,
donde caen lágrimas mientras dobla la campana,
con todas las oscuras solemnidades que muestran
que la Muerte está en la morada.
Muy, nuy tétrica es la habitación
donde el Amor, el Amor doméstico, ya no anida,
sino que, herido por el golpe común del destino,
el cadáver yace sobre los caballetes.
Pero la casa de la aflicción, el coche fúnebre, la negra mortaja,
el estrecho hogar del mortal difunto,
nunca lucieron tan lúgubres como ese Salón Fantasmal,
con su portal desierto.
donde caen lágrimas mientras dobla la campana,
con todas las oscuras solemnidades que muestran
que la Muerte está en la morada.
Muy, nuy tétrica es la habitación
donde el Amor, el Amor doméstico, ya no anida,
sino que, herido por el golpe común del destino,
el cadáver yace sobre los caballetes.
Pero la casa de la aflicción, el coche fúnebre, la negra mortaja,
el estrecho hogar del mortal difunto,
nunca lucieron tan lúgubres como ese Salón Fantasmal,
con su portal desierto.
Uno de los aspectos más interesantes de La casa embrujada es la perspectiva del Orador del poema, que suena como un explorador recorriendo un territorio inhóspito. Su minuciosa descripción del lugar funciona como una especie de tratado sobre la fauna de las antiguas mansiones abandonadas. Tenemos arañas, murciélagos, búhos, hormigas, polillas, escarabajos, crisálidas, un ciempiés arrastrándose por el umbral, gusanos durmiendo en las sábanas, incluso cochinillas [woodlouse], pequeños crustáceos terrestres que se alimentan de materia orgánica en descomposición. La presencia de estos necrófagos implica que han subsistido en la Casa alimentándose de un cadáver:
El ciempiés se arrastraba por el umbral,
la telaraña colgaba en una maraña laberíntica,
y en su sábana sinuosa el gusano dormía
en cada ángulo y rincón.
El ojo de la cerradura albergó a la tijereta y a sus crías,
las hormigas de los escalones tenían antigua posesión
y marcharon en busca de su alimento diurno
en tranquila procesión.
Tan imperturbable como la célula prensil
de una polilla o un gusano, o el tejido de una araña,
pues nunca un pie pisó ese umbral,
para entrar o salir.
Sobre todo se cernía la sombra de un miedo,
una sensación de misterio que intimidaba al espíritu
y decía, tan claro como un susurro en el oído:
el lugar está embrujado.
la telaraña colgaba en una maraña laberíntica,
y en su sábana sinuosa el gusano dormía
en cada ángulo y rincón.
El ojo de la cerradura albergó a la tijereta y a sus crías,
las hormigas de los escalones tenían antigua posesión
y marcharon en busca de su alimento diurno
en tranquila procesión.
Tan imperturbable como la célula prensil
de una polilla o un gusano, o el tejido de una araña,
pues nunca un pie pisó ese umbral,
para entrar o salir.
Sobre todo se cernía la sombra de un miedo,
una sensación de misterio que intimidaba al espíritu
y decía, tan claro como un susurro en el oído:
el lugar está embrujado.
La casa embrujada es un poema que resiste la prueba del tiempo debido a su carácter visual. El estilo es antiguo, pero las imágenes que evoca se impregnan con claridad en la imaginación del lector. Uno realmente puede acompañar al Orador en cada paso que da por la Casa [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]
Thomas Hood parece menos interesado en explorar el tema de la muerte que el del olvido. Mientras el Orador explora la Casa, encuentra signos de las personas que alguna vez vivieron allí. Evidentemente fueron personas de la nobleza, guerreros, con sus «banderas» y «estandartes». El Orador aprovecha estos símbolos de fuerza para reflexionar sobre el paso del tiempo y cómo estas personas que alguna vez se sintieron poderosas han sido barridas hacia el olvido.
El poema empieza con una descripción de una casa abandonada que, se dice, está embrujada. El Orador menciona que los habitantes etéreos de la Casa son «fantasmas» y «espectros» que «revolotean y se deslizan»; y alude a ellos como «prisioneros» que están «condenados a quedarse». En la primera sección [que no hemos traducido], Thomas Hood sugiere que los fantasmas no sólo están atrapados en la casa, sino en el tiempo. Están «congelados en el pasado» y «atormentados por viejos recuerdos». Todo esto se asemeja mucho a nociones más modernas sobre la naturaleza de las casas embrujadas, de los fenómenos poltergeist, etc [ver: ¿Energía Residual o entidades inteligentes?]
Thomas Hood añade otra capa de complejidad a la permanencia de estos espíritus. Además de estar atrapados en la Casa y en el Pasado [«condenados a rondar para siempre»], también están atrapados en sus propias emociones. El Orador los describe como «torturados por el remordimiento» y «atormentados por el dolor», como si fueran víctimas de un ciclo que se renueva constantemente [ver: ¿Los fantasmas saben que están muertos?]
A pesar de todo esto, los fantasmas de La casa embrujada no son hostiles con el Orador; de hecho, no pueden serlo, ya que están atrapados en su propio tiempo, ensimismados en sus propias emociones. Por eso el Orador los llama «inofensivos», desafiando la visión tradicional sobre estos habitantes espectrales. Los fantasmas de Thomas Hood simplemente habitan la Casa, tristes y melancólicos, pero no coexisten con el presente [ver: ¿Fantasmas o deslizamientos de tiempo?]. En ningún momento se insinúa que sean capaces de percibir al Orador mientras explora la Casa. El hecho de que sean «inofensivos» modifica la actitud del lector; cambia la narrativa tradicional de los fantasmas como seres agresivos y vengativos y nos mueve hacia la empatía.
La casa embrujada es un poema brillante; en parte, debido a que no conduce a ninguna parte, no cuenta ninguna historia, no posee narrativa ni rastros de metafísica sensacionalista: es pura atmósfera. Y es a través de esa ambientación [simple y sin discordancias] que Thomas Hood despliega todo su genio. En cada detalle, en cada observación del Orador, hay una pieza del rompecabezas.
En 1829, Thomas Hood dejó la ciudad de Londres para vivir en el campo, primero en Winchmore Hill y luego en Lake House. Aquí, se cree, encontró inspiración para este poema. La casa en la que se instaló estaba parcialmente en ruinas pero aún conservaba signos de su esplendor pasado. Al parecer, Thomas Hood disfrutaba escribir en el salón principal, cubierto de paneles pintados, debajo de los cuales las ratas se asomaban al anochecer. «Un lugar muy bonito —escribió Thomas Hood en una de sus cartas—, o lo fue en sus viejos tiempos, pero algo le pasa ahora; el lugar está maldito».
La casa embrujada.
The Haunted House, Thomas Hood (1799-1845)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Lúgubre es la casa del dolor,
donde caen lágrimas mientras dobla la campana,
con todas las oscuras solemnidades que muestran
que la Muerte está en la morada.
Muy, nuy tétrica es la habitación
donde el Amor, el Amor doméstico, ya no anida,
sino que, herido por el golpe común del destino,
el cadáver yace sobre los caballetes.
Pero la casa de la aflicción, el coche fúnebre, la negra mortaja,
el estrecho hogar del mortal difunto,
nunca lucieron tan lúgubres como ese Salón Fantasmal,
con su portal desierto.
El ciempiés se arrastraba por el umbral,
la telaraña colgaba en una maraña laberíntica,
y en su sábana sinuosa el gusano dormía
en cada ángulo y rincón.
El ojo de la cerradura albergó a la tijereta y a sus crías,
las hormigas de los escalones tenían antigua posesión
y marcharon en busca de su alimento diurno
en tranquila procesión.
Tan imperturbable como la célula prensil
de una polilla o un gusano, o el tejido de una araña,
pues nunca un pie pisó ese umbral,
para entrar o salir.
Sobre todo se cernía la sombra de un miedo,
una sensación de misterio que intimidaba al espíritu
y decía, tan claro como un susurro en el oído:
el lugar está embrujado.
Sin embargo, la puerta que empujé (o eso soñé)
se abrió lenta, muy lentamente, con las bisagras chirriando
con oxidada elocuencia,
parecía que el propio Tiempo estaba hablando.
Pero el Tiempo enmudecía en aquella vieja mansión,
o dejaba su relato a los estandartes heráldicos
que colgaban de las paredes corroídas
y hablaban de hombres y costumbres de antaño.
Aquellas banderas destrozadas, con la puerta abierta,
parecían recordar la vieja ola de batalla,
mientras los fragmentos caídos bailaban sobre el suelo
como hojas muertas en diciembre.
Los asustados murciélagos volaron, pájaro tras pájaro,
el búho chillón comenzó a revolotear
y parecía burlarse del grito
que había oído de alguna víctima moribunda.
Un quejido resonó desde el techo de vigas,
y subió por las escaleras, más y más lejos,
hasta que en alguna lejana cámara resonante
cesó su historia de asesinato.
Mientras tanto, la armadura oxidada se sacudía,
el estandarte se estremecía y la banderola deshilachada;
todas cosas que el horrible tenor del sonido
reconocía con un temblor.
Las astas donde colgaban el casco y el cinturón
se movieron como la tempestad agita las ramas del bosque,
o como el ciervo tiembla cuando siente
al sabueso en sus ancas.
La ventana vibró en su marco desmoronado,
y a través de sus muchos resquicios de miseria
llegaban gemidos dolorosos y suspiros huecos,
como los de la disolución.
El gusano cayó y se hizo una bola,
tocado por algún impulso oculto o mecánico;
y escarabajos sin nombre corrieron
a lo largo de la pared en universal pánico.
La sutil araña que, desde arriba, se cernía
como una espía sobre la culpa y el error humano,
giró de pronto y por su fino hilo
corrió con ágil espanto.
Las propias manchas y grietas en la pared,
asumiendo solemnes y terribles rasgos,
insinuaban alguna tragedia en ese viejo salón
encerrada en jeroglíficos.
Alguna historia que, acaso, pudiera resolver la duda,
el por qué, entre aquellas banderas opacas y lívidas,
brillaba tan siniestramente vívida
la bandera de la mano ensangrentada.
Alguna clave para ese atractivo inescrutable
que sacudía el propio cuerpo de la Naturaleza,
y que cada nervio y fibra sintieran un temblor
parecido a un escalofrío.
Porque sobre todo colgaba una nube de miedo,
una sensación de misterio que intimidaba al espíritu
y decía, tan claro como un susurro en el oído:
¡el lugar está embrujado!
Indicios proféticos llenaban el alma de pavor,
pero apuntaban a una entrada sombría,
mientras una secreta inspiración decía:
«¡Esa cámara es fantasmal!»
Al otro lado de la puerta no se balanceaba
ninguna telaraña, ningún fleco polvoriento,
ninguna sedosa crisálida o capullo blanco
en sus rincones y bisagras.
La araña evitó la habitación prohibida, la polilla,
el escarabajo y la mosca fueron desterrados
y cuando el rayo de sol cayó a través de la penumbra,
incluso el mosquito desapareció.
Un solitario haz de luz se posaba sobre una cama,
como si apuntara con terrible precisión,
para mostrar la Mano Ensangrentada,
en rojo ardiente, bordada en la cortina.
Oh, very gloomy is the house of woe,
Where tears are falling while the bell is knelling,
With all the dark solemnities that show
That Death is in the dwelling!
Oh, very, very dreary is the room
Where Love, domestic Love, no longer nestles,
But smitten by the common stroke of doom,
The corpse lies on the trestles!
But house of woe, and hearse, and sable pall,
The narrow home of the departed mortal,
Ne’er looked so gloomy as that Ghostly Hall,
With its deserted portal!
The centipede along the threshold crept,
The cobweb hung across in mazy tangle,
And in its winding sheet the maggot slept
At every nook and angle.
The keyhole lodged the earwig and her brood,
The emmets of the steps has old possession,
And marched in search of their diurnal food
In undisturbed procession.
As undisturbed as the prehensile cell
Of moth or maggot, or the spider’s tissue,
For never foot upon that threshold fell,
To enter or to issue.
O’er all there hung the shadow of a fear,
A sense of mystery the spirit daunted,
And said, as plain as whisper in the ear,
The place is haunted.
Howbeit, the door I pushed—or so I dreamed--
Which slowly, slowly gaped, the hinges creaking
With such a rusty eloquence, it seemed
That Time himself was speaking.
But Time was dumb within that mansion old,
Or left his tale to the heraldic banners
That hung from the corroded walls, and told
Of former men and manners.
Those tattered flags, that with the opened door,
Seemed the old wave of battle to remember,
While fallen fragments danced upon the floor
Like dead leaves in December.
The startled bats flew out, bird after bird,
The screech-owl overhead began to flutter,
And seemed to mock the cry that she had heard
Some dying victim utter!
A shriek that echoed from the joisted roof,
And up the stair, and further still and further,
Till in some ringing chamber far aloof
In ceased its tale of murther!
Meanwhile the rusty armor rattled round,
The banner shuddered, and the ragged streamer;
All things the horrid tenor of the sound
Acknowledged with a tremor.
The antlers where the helmet hung, and belt,
Stirred as the tempest stirs the forest branches,
Or as the stag had trembled when he felt
The bloodhound at his haunches.
The window jingled in its crumbled frame,
And through its many gaps of destitution
Dolorous moans and hollow sighings came,
Like those of dissolution.
The wood-louse dropped, and rolled into a ball,
Touched by some impulse occult or mechanic;
And nameless beetles ran along the wall
In universal panic.
The subtle spider, that, from overhead,
Hung like a spy on human guilt and error,
Suddenly turned, and up its slender thread
Ran with a nimble terror.
The very stains and fractures on the wall,
Assuming features solemn and terrific,
Hinted some tragedy of that old hall,
Locked up in hieroglyphic.
Some tale that might, perchance, have solved the doubt,
Wherefore, among those flags so dull and livid,
The banner of the bloody hand shone out
So ominously vivid.
Some key to that inscrutable appeal
Which made the very frame of Nature quiver,
And every thrilling nerve and fiber feel
So ague-like a shiver.
For over all there hung a cloud of fear,
A sense of mystery the spirit daunted,
And said, as plain as whisper in the ear,
The place is haunted!
Prophetic hints that filled the soul with dread,
But through one gloomy entrance pointing mostly,
The while some secret inspiration said,
“That chamber is the ghostly!”
Across the door no gossamer festoon
Swung pendulous, --no web, no dusty fringes,
No silky chrysalis or white cocoon,
About its nooks and hinges.
The spider shunned the interdicted room,
The moth, the beetle, and the fly were banished,
And when the sunbeam fell athwart the gloom,
The very midge had vanished.
One lonely ray that glanced upon a bed,
As if with awful aim direct and certain,
To show the Bloody Hand, in burning red,
Embroidered on the curtain.
Thomas Hood (1799-1845)
Where tears are falling while the bell is knelling,
With all the dark solemnities that show
That Death is in the dwelling!
Oh, very, very dreary is the room
Where Love, domestic Love, no longer nestles,
But smitten by the common stroke of doom,
The corpse lies on the trestles!
But house of woe, and hearse, and sable pall,
The narrow home of the departed mortal,
Ne’er looked so gloomy as that Ghostly Hall,
With its deserted portal!
The centipede along the threshold crept,
The cobweb hung across in mazy tangle,
And in its winding sheet the maggot slept
At every nook and angle.
The keyhole lodged the earwig and her brood,
The emmets of the steps has old possession,
And marched in search of their diurnal food
In undisturbed procession.
As undisturbed as the prehensile cell
Of moth or maggot, or the spider’s tissue,
For never foot upon that threshold fell,
To enter or to issue.
O’er all there hung the shadow of a fear,
A sense of mystery the spirit daunted,
And said, as plain as whisper in the ear,
The place is haunted.
Howbeit, the door I pushed—or so I dreamed--
Which slowly, slowly gaped, the hinges creaking
With such a rusty eloquence, it seemed
That Time himself was speaking.
But Time was dumb within that mansion old,
Or left his tale to the heraldic banners
That hung from the corroded walls, and told
Of former men and manners.
Those tattered flags, that with the opened door,
Seemed the old wave of battle to remember,
While fallen fragments danced upon the floor
Like dead leaves in December.
The startled bats flew out, bird after bird,
The screech-owl overhead began to flutter,
And seemed to mock the cry that she had heard
Some dying victim utter!
A shriek that echoed from the joisted roof,
And up the stair, and further still and further,
Till in some ringing chamber far aloof
In ceased its tale of murther!
Meanwhile the rusty armor rattled round,
The banner shuddered, and the ragged streamer;
All things the horrid tenor of the sound
Acknowledged with a tremor.
The antlers where the helmet hung, and belt,
Stirred as the tempest stirs the forest branches,
Or as the stag had trembled when he felt
The bloodhound at his haunches.
The window jingled in its crumbled frame,
And through its many gaps of destitution
Dolorous moans and hollow sighings came,
Like those of dissolution.
The wood-louse dropped, and rolled into a ball,
Touched by some impulse occult or mechanic;
And nameless beetles ran along the wall
In universal panic.
The subtle spider, that, from overhead,
Hung like a spy on human guilt and error,
Suddenly turned, and up its slender thread
Ran with a nimble terror.
The very stains and fractures on the wall,
Assuming features solemn and terrific,
Hinted some tragedy of that old hall,
Locked up in hieroglyphic.
Some tale that might, perchance, have solved the doubt,
Wherefore, among those flags so dull and livid,
The banner of the bloody hand shone out
So ominously vivid.
Some key to that inscrutable appeal
Which made the very frame of Nature quiver,
And every thrilling nerve and fiber feel
So ague-like a shiver.
For over all there hung a cloud of fear,
A sense of mystery the spirit daunted,
And said, as plain as whisper in the ear,
The place is haunted!
Prophetic hints that filled the soul with dread,
But through one gloomy entrance pointing mostly,
The while some secret inspiration said,
“That chamber is the ghostly!”
Across the door no gossamer festoon
Swung pendulous, --no web, no dusty fringes,
No silky chrysalis or white cocoon,
About its nooks and hinges.
The spider shunned the interdicted room,
The moth, the beetle, and the fly were banished,
And when the sunbeam fell athwart the gloom,
The very midge had vanished.
One lonely ray that glanced upon a bed,
As if with awful aim direct and certain,
To show the Bloody Hand, in burning red,
Embroidered on the curtain.
Thomas Hood (1799-1845)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Poemas góticos. I Poemas de Thomas Hood.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Thomas Hood: La casa embrujada (The Haunted House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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