«El dormitorio del pasillo»: Mary Wilkins Freeman; relato y análisis.


«El dormitorio del pasillo»: Mary Wilkins Freeman; relato y análisis.




«De pronto, sin previo aviso, mis manos tocaron seres vivos,
seres con apariencia de hombres y mujeres.»



El dormitorio del pasillo (The Hall Bedroom) es un relato fantástico de la escritora norteamericana Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930), publicado en la antología de 1905: Clásicos del cuento corto (Short Story Classics).

El dormitorio del pasillo, uno de los mejores cuentos de Mary Wilkins Freeman, relata la historia de una habitación muy peculiar, situada en una pensión, donde sus últimos huéspedes han desaparecido sin dejar rastros.

El cuento abre con la declaración de la señora Jennings, recientemente viuda. Considera que no puede llevar adelante la farmacia familiar sin la formación correspondiente, y decide vender el negocio. Sin embargo, la señora Jennings posee un agudo sentido comercial y alquila una pensión en el 240 de Pleasant Street. Su primer huésped [ya hay otros viviendo en la casa] es el señor Wheatscroft. No es un hombre adinerado; sólo puede alquilar el dormitorio del pasillo, que es más pequeño y económico.

Wheatscroft solicita que se retire el único cuadro que hay en la habitación, aunque le parece bien ejecutado. La señora Jennings se rehúsa, argumentando que esto revelará una desagradanle decoloración en la pared. «Sus objeciones eran razonables y suficientes», dice Wheatscroft, abriendo una serie de anotaciones que conforman su diario personal.

A lo largo de las entradas del diario, se nos informa que Wheatscroft posee una salud delicada, lo cual lo obliga a tomar una medicación cara y a restringir su dieta. Siente que su «vida se extiende de la manera más monótona», y que parece condenado a morir en una habitación de mala muerte. Cuando comienzan sus «alucinaciones», sus sentidos no responden a los estímulos normales. En medio de la noche, se incorpora de la cama y empieza a caminar distancias inusualmente largas sin tocar ningún objeto, a pesar de estar dentro de la pequeña habitación del pasillo. De algún modo, Wheatscroft parece desplazarse a otras dimensiones y luego regresar a su realidad base [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

Después de descubrir que dos huéspedes han desaparecido anteriormente en el dormitorio, Wheatscroft realiza un último desplazamiendo extradimensional:


«De pronto, sin previo aviso, mis manos tocaron seres vivos, seres con apariencia de hombres y mujeres, criaturas palpables con atuendos palpables. Podía sentir la suave textura sedosa de sus prendas, pareciendo envolverme en redes adheridas como telarañas. Estaba entre una multitud de estas personas, fueran lo que fueran y quienes fueran, pero, curiosamente, sin ver a ninguno, tuve una fuerte sensación de reconocimiento al pasar entre ellos. De vez en cuando, una mano que conocía se cerraba suavemente sobre la mía; una vez, un brazo me rodeó. Entonces comencé a sentirme suavemente arrastrado por esta multitud.»


A la mañana siguiente se descubre que Wheatscroft ha desaparecido, y nunca más se lo vuelve a ver. Durante la investigación policial se quita el cuadro de la pared y se descubre un acceso a una habitación adyacente.

Realmente no sabemos si el dormitorio del pasillo se abre hacia otra dimensión, pero definitivamente constituye un canal a una realidad donde los efectos sensoriales preceden a las causas. Por ejemplo, los olores y los sonidos primero aparecen en la mente y luego son traducidos en fragancias y audiciones [ver: Lo olfativo, lo visual, lo auditivo y lo táctil en el Horror]

El tipo de pensión donde se desarrolla la historia era común en el siglo XIX. Por lo general, ofrecían una habitación, comida y algunos servicios adicionales, que dependían de la casa y el precio. Los dueños de las casas de huéspedes intentaban aprovechar al máximo el espacio disponible, a veces dividiendo las habitaciones más grandes para aumentar el número de huéspedes. La habitación del pasillo, a menudo oscura, sin acceso a la luz exterior, era el último cuarto al final de un pasillo [de por sí el más pequeño del piso]; en realidad, la mitad de ese cuarto. Este tipo de habitaciones, especialmente en los pisos superiores, solían ser las más baratas, y el hecho de que el nuestro protagonista la ocupara sugiere mucho sobre su situación financiera. La otra «mitad» de la estrecha habitación que ocupa el narrador también es interesante. Tal vez fue parte de las remodelaciones que convirtieron una casa residencial en una pensión.

Mary Wilkins Freeman deja muchas preguntas abiertas: ¿adónde fueron las otras víctimas? ¿Qué tiene que ver el cuadro en todo esto? ¿Por qué el narrador desapareció la última noche y no antes? ¿Su permanencia en esta dimensión durante varias noches se debió a la exigua luz proporcionada por sus fósforos? ¿Qué significan los símbolos encontrados en la otra mitad del dormitorio?

Lo que distingue El dormitorio del pasillo de otros relatos del género es la naturaleza del fenómeno central, que queda abierto a la interpretación. Lo único claro es que las experiencias del narrador podrían resumirse en un aumento de sus percepciones sensoriales, pero esto no necesariamente implica el acceso a rebuscados pliegues dimensionales [aunque creo que ése es el caso] sino a un aumento o mejora de los sentidos tradicionales dentro del dormitorio del pasillo. No hay una respuesta sencilla al misterio, pero la otra mitad del cuarto es sugerente. A pesar de estar en un pueblito de Nueva Inglaterra, no tenemos símbolos arcanos al final, sino un muro cubierto con lo que parecen ser fórmulas matemáticas imposibles.

Hay detalles que feminizan a George C. Wheatcroft, el narrador de esta historia, aunque esto es difícil de percibir en nuestros días. Sin dudas debió resaltar para el lector de 1905. En primer lugar, Wheatcroft es soltero [a pesar de sus 36 años], físicamente débil, y se encuentra viviendo en uno de los lugares más indeseables de una pensión, el sitio destinado a lo más bajo en términos económicos. No quiero insinuar que el narrador sea homosexual, sino que su posición parece reflejar a la mujer de principios del siglo XX. Está atrapado en un espacio doméstico pequeño, claustrofóbico, que además de limitado resulta engañoso. De hecho, la ubicación y su absoluta falta de comodidades son de las primeras cosas que Wheatcroft anota en su diario y, como sucede con muchos de los personajes de Mary Wilkins Freeman, su entorno es coherente con su propia identidad y personalidad [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

Esta restricción espacial [el dormitorio del pasillo], incluso física [podríamos decir que Wheatcroft está atrapado en su cuerpo enfermizo], se hace más evidente cuando empieza a surgir lo extraño. Al despertarse en medio de la noche para tomar su medicina, el señor Wheatcroft descubre que su pequeño dormitorio se ha ampliado en la oscuridad y, mientras camina hacia su tocador, se encuentra en un mundo nuevo, sin límites espaciales, donde sus sentidos se agudizan y la experiencia del cuerpo lo abarca todo [«puro deleite, un éxtasis de sentido sublimado»]. La experiencia es sumamente placentera, sin embargo, el narrador cree que debe estar en peligro. Es como una rata de laboratorio a la que se le ha permitido salir de su laberinto, y retrocede aterrorizada ante la amenaza de una realidad más amplia que la experimentada hasta entonces.

El dormitorio del pasillo no es primer cuento de Mary Wilkins Freeman que se centra, incluso se obsesiona, en una casa cuya modestia parece excluir la posibilidad de lo sobrenatural. Estas no son opulentas mansiones abandonadas con una larga historia de tragedia y degeneración familiar, sino, como en el caso de este relato, pensiones y casas de la clase trabajadora. No parece mucho, pero este cambio de dirección hacia los espacios domésticos como escenarios, o incluso como agentes de lo sobrenatural, abrió nuevas posibilidades para el relato gótico centrado en casas embrujadas; aunque aquí, de hecho, el dormitorio representa el fracaso de la domesticidad porque ofrece la posibilidad de escapar de lo doméstico. De todos modos, hacerlo significa entrar en «ninguna parte», un espacio liminal difícil siguiera de imaginar [ver: Horror Doméstico]

Otra pensión memorable en los relatos de Mary Wilkins Freeman se encuentra en La cámara sudoeste (The Southwest Chamber). Si bien son historias distintas, en ambas tenemos a una casera que se ha visto obligada a administrar una pensión después de la muerte de su esposo. Tanto las hermanas Gills como la señora Jennings administran casas exitosas, excepto por una habitación problemática que, al final, lo arruina todo. Las dos historias terminan de la misma manera: las caseras se ven obligadas a vender sus casas y mudarse, sin tener una idea clara de cómo van a ganarse la vida. En el gótico tradicional no existe la amenaza del desalojo, de ser un «sin techo» o un homeless. Por decrépito que sea el castillo de Drácula, el Conde nunca deberá preocuparse por la posibilidad de terminar en la calle [de hecho, compra propiedades en Londres como si fueran caramelos]. Los inquilinos en las pensiones de Mary Wilkins Freeman, por definición, no tienen hogar, e incluso las señoras que regentean las pensiones dependen de los alquileres para no convertirse ellas mismas en personas sin hogar.

En definitiva, El dormitorio del pasillo y La cámara sudoeste tratan sobre espacios domésticos [tradicionalmente femeninos] cuyas fronteras son demasiado... permeables, haciendo que incluso las facetas más comunes de la domesticidad se vuelvan incontrolables. El clímax de este motivo se encuentra en el relato de Madeline Yale Wynne: La pequeña habitación (The Little Room), un cuartito que está, a veces, y otras nunca existió [ver: El cuartito de Schrödinger]




El dormitorio del pasillo.
The Hall Bedroom, Mary E. Wilkins Freeman (1852-130)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Mi nombre es Elizabeth Jennings. Soy una mujer muy respetable. Puedo llamarme una dama, porque en mi juventud gocé de ventajas. Fui bien educada y me gradué en un seminario para señoritas. También me casé bien. Mi marido era el más elegante de todos los comerciantes, un boticario. Su tienda estaba en la esquina de la calle principal de Rockton, la ciudad donde nací y donde viví hasta la muerte de mi marido.

Mis padres murieron cuando yo llevaba poco tiempo casada, así que me quedé completamente sola en el mundo. No era competente para llevar adelante el negocio de la farmacia por mi cuenta, porque no tenía conocimientos de drogas y me aterrorizaba administrar venenos en lugar de medicinas. Por lo tanto, me vi obligada a vender con un sacrificio considerable, y las ganancias, unos cinco mil dólares, eran todo lo que tenía en el mundo.

Los ingresos no eran suficientes para mantenerme con ningún tipo de comodidad, y vi que debía ganar dinero de alguna manera. Al principio pensé en dar clases, pero ya no era joven y los métodos habían cambiado desde mis días de estudiante. Solo se me ocurría una cosa: aceptar inquilinos. Pero en Rockton existían las mismas objeciones a ese negocio que a la enseñanza. Mi marido había alquilado una casa con varios dormitorios y yo puse un anuncio, pero nadie se presentó. Al final, mi dinero se estaba agotando y me desesperé. Empaqué mis muebles, alquilé una casa grande en esta ciudad y me mudé aquí.

Fue una aventura que conllevaba muchos riesgos. En primer lugar, el alquiler era exorbitante, y después era completamente desconocida. Sin embargo, soy una persona de considerable ingenio, con poder inventivo y mucha iniciativa cuando la ocasión apremia. Puse un anuncio de una manera muy original, aunque en realidad eso me costó el último centavo, es decir, el último centavo de mi dinero disponible, y me vi obligada a recurrir a mi capital para comprar mis primeros materiales, algo que había decidido no hacer bajo ningún concepto.

Pero el gran riesgo tuvo su recompensa, pues dos días después de que apareciera mi anuncio en el periódico, ya tenía varias candidatas. En dos semanas, mi pensión estaba bien establecida, tuve mucho éxito, y este habría sido ininterrumpido de no haber sido por los misteriosos y desconcertantes sucesos que voy a relatar.

Ahora me veo obligada a dejar la casa y alquilar otra. Algunos de mis antiguos huéspedes me acompañan, otros, con el nerviosismo más irracional, se niegan a seguir asociándose de cualquier manera, aunque sea indirectamente, con los terribles y extraños sucesos que tengo que relatar. Queda por ver si mi mala suerte en esta casa me seguirá en otra, y si toda mi prosperidad en la vida quedará ensombrecida para siempre por el misterio del dormitorio del vestíbulo.

En lugar de contar la extraña historia yo misma, presentaré el diario del señor George H. Wheatcroft. Les mostraré las partes a partir del 18 de enero del año en curso, la fecha en que se instaló conmigo. Aquí está:


18 de enero de 1883. Aquí estoy, instalado en mi nueva pensión. Tengo, como corresponde a mis humildes medios, el dormitorio del vestíbulo, incluso el dormitorio en el vestíbulo en el tercer piso. Toda mi vida he oído hablar de estos dormitorios, los he visto, he estado en ellos, pero nunca hasta ahora, cuando realmente estoy instalado en uno, comprendí lo ignominioso y a la vez tan intransigente que es un dormitorio en el vestíbulo. Prueba la ignominia de quien lo habita. Ningún hombre de treinta y seis años (mi edad) se alojaría en un dormitorio así, a menos que él mismo fuera ignominioso, al menos comparativamente hablando.

Por este medio se demuestra de manera incontrovertible que me he quedado muy atrás en la carrera. No veo ninguna razón por la que no deba vivir en este dormitorio durante el resto de mi vida, es decir, si tengo dinero suficiente para pagar a la casera, y eso parece probable, ya que mis pequeños fondos están invertidos con tanta seguridad como si fuera un huérfano a cargo de una columna de un santuario.

Después de que me robaron los objetos de valor, cerré con mucho cuidado la puerta del establo. Experimenté la repulsión que tarde o temprano llega al alma aventurera que no vive nada más que derrotas y la llamada mala suerte. Me he ido al extremo opuesto. He perdido en todo: he perdido en el amor, he perdido en el dinero, he perdido en la lucha por el ascenso, he perdido en salud y fuerza. Ahora estoy instalado en un dormitorio para vivir de mis pequeños ingresos y recuperar mi salud con suaves brebajes de las aguas minerales de aquí, si es posible; si no, viviré aquí sin salud (pues la mía no es una enfermedad necesariamente fatal) hasta que la Providencia me saque de mi dormitorio.

No hay ningún lugar más que otro en el que me gustaría vivir. No hay motivo suficiente para llevarme lejos, aunque las aguas minerales no me hagan ningún bien. Así que estoy aquí y me quedaré en el dormitorio del pasillo. La casera es cortés y hasta amable, tan amable como puede serlo una mujer que tiene que mantener su pobre ojo femenino sobre la principal oportunidad. La lucha por el dinero siempre hiere la fina fibra de una mujer; ella es demasiado fina para hacerlo; por naturaleza no pertenece a los buscadores de oro, y por eso la rebaja; se lanza desde las alturas a arañar, raspar y cavar. Pero a menudo no puede evitarlo, pobrecita, y su deterioro por ello es perdonable. La casera es todo lo que puede ser, teniendo en cuenta la carga de las circunstancias adversas, y la mesa es buena, incluso a conciencia. Me parece que es lo bastante tonta como para esforzarse por dar a los huéspedes lo que vale su dinero, teniendo en cuenta la inevitable oportunidad principal. Sin embargo, eso es de menor importancia para mí, ya que mi dieta es restringida.

Es curioso lo molesto que puede resultar una restricción en la dieta incluso para un hombre que se ha considerado algo indiferente a los placeres gastronómicos. Hoy había pudin para cenar, que no pude probar, pero que ansiaba. Fue sólo porque no se parecía a ningún otro pudin, y tenía un significado mental y espiritual. Me pareció, sin duda caprichosamente, que probarlo podría proporcionarme una nueva sensación y, en consecuencia, una nueva perspectiva. Las cosas triviales pueden llevar a grandes resultados: ¿por qué no iba a obtener una nueva perspectiva por medio de un pudin?

La vida aquí se extiende ante mí de la manera más monótona, y siento ganas de aferrarme a alivios, aunque sea paradójicamente, ya que me he establecido con la mayor aquiescencia. Sin embargo, uno no puede superar y cambiar radicalmente su naturaleza. Ahora que me miro críticamente y busco la clave de todo mi ser y de mis acciones, siempre he sido consciente de un deseo desmesurado de lo nuevo, de lo inédito, de la amplitud de horizontes más lejanos, de los mares más allá de los mares, del pensamiento más allá del pensamiento. Esta característica ha sido la causa principal de todas mis desgracias.

Tengo alma de explorador, y en nueve de cada diez casos esto conduce a la destrucción. Si hubiera tenido capital y empuje suficiente, habría sido uno de los buscadores del Polo Norte. He sido un estudioso de la astronomía. He estudiado botánica con avidez y he soñado con nueva flora en partes inexploradas del mundo, y lo mismo con la vida animal y la geología. He anhelado riquezas para descubrir el poder y el sentido de posesión de los ricos. He anhelado amor para descubrir las posibilidades de las emociones. Anhelaba todo lo que la mente humana pudiera concebir como deseable para el hombre, no tanto por fines puramente egoístas, sino por una sed insaciable de conocimiento de una tendencia universal. Pero tengo limitaciones, no entiendo muy bien de qué naturaleza se trata, porque, ¿qué mortal ha comprendido jamás sus propias limitaciones, puesto que el conocimiento de ellas impediría su existencia?

Todo esto ha impedido mi progreso en cierta medida. Por eso, miradme en mi dormitorio del pasillo, instalado por fin en un surco del destino tan profundo que he perdido de vista incluso mis horizontes.

Justo ahora, mientras escribo aquí, mi horizonte a la izquierda, es decir, mi horizonte físico, es una pared cubierta de papel barato. Es un dibujo indeterminado en blanco y dorado. Hay colgadas algunas fotografías mías, y en el gran espacio de la pared junto a la cama hay un gran óleo que pertenece a mi casera. Tiene un marco dorado macizo y deslustrado y, curiosamente, el cuadro en sí es bastante bueno. No tengo ni idea de quién pudo haber sido el artista. Se trata de un paisaje convencional, de moda desde hace cincuenta años, que se reproduce con tanto cariño en cromos (el río serpenteante con la barquita ocupada por una pareja de enamorados, la casita enclavada entre árboles en la orilla derecha, la suave pendiente de las colinas y la torre de la iglesia al fondo), pero aun así está bien hecho. Me da la impresión de un artista sin la más mínima originalidad en el diseño, pero sí mucha técnica.

Pero por alguna razón inexplicable, el cuadro me inquieta. Me descubro mirándolo cuando no quiero hacerlo. Parece atraer mi atención como un rostro atento en la habitación. Pediré a la señora Jennings que lo retire. Colgaré en su lugar algunas fotografías que tengo en un baúl.

26 de enero. No escribo regularmente en mi diario. Nunca lo he hecho. No veo razón alguna para que deba hacerlo. No veo razón alguna para que alguien tenga el más mínimo sentido del deber en un asunto como éste. Algunos días no tengo nada que me interese lo suficiente como para escribir, otros me siento demasiado enfermo o demasiado indolente. Durante cuatro días no he escrito, por una mezcla de las tres razones. Hoy tengo ganas de hacerlo y algo que escribir. Además, me siento mejor. Tal vez las aguas me estén beneficiando, o el cambio de aire. O tal vez sea algo más sutil.

Es posible que mi mente haya captado algo nuevo, un descubrimiento que hace que reaccione sobre mi cuerpo debilitado y sirva como estimulante. Todo lo que sé es que me siento claramente mejor y soy consciente de un profundo interés en hacerlo, lo que últimamente me resulta extraño. He sido más bien indiferente y a veces me he preguntado si esa no sería la causa, más bien que el resultado, de mi estado de salud.

Me han puesto tantas trabas que he caído en un estado de inercia. Me apoyo con bastante comodidad en mis obstáculos. Después de todo, lo peor del dolor siempre está en la lucha. Si te rindes, es más agradable que de otra manera. Si uno no diera patadas, las picaduras no importarían en lo más mínimo. Sin embargo, por alguna razón, durante los últimos días, parece que he despertado de mi estado de quietud. Significa problemas futuros para mí, sin duda, pero mientras tanto no lo lamento.

Comenzó con el cuadro, el gran óleo. Fui a ver a la señora Jennings ayer, y ella, para mi sorpresa (porque pensé que era un asunto que se podía arreglar fácilmente), se opuso a que lo quitaran. Sus razones fueron dos; ambas simples, ambas suficientes, especialmente porque, después de todo, yo no tenía un deseo muy fuerte de ninguna de las dos cosas. Parece que el cuadro no le pertenece. Estaba colgado aquí cuando alquiló la casa. Dice que si lo quitan quedará expuesta una decoloración muy grande y fea del papel de la pared. El propietario, un hombre mayor, está de viaje al extranjero, la agente es brusca y sólo ha estado en la casa por muy poco tiempo. Entonces significaría un triste trastorno en mi habitación, lo cual me molestaría.

También dice que no hay lugar en la casa donde pueda guardar el cuadro, y no hay un espacio libre en otra habitación para uno tan grande. Así que dejé el cuadro allí. En realidad, cuando me puse a pensarlo, era irrelevante después de todo. Pero saqué mis fotografías del baúl y las colgué alrededor del cuadro grande. La pared está casi completamente cubierta. Las colgué ayer por la tarde, y anoche repetí una extraña experiencia que he tenido en algún grado todas las noches desde que estoy aquí, pero no estaba seguro de si merecía el nombre de experiencia, sino que era más bien uno de esos sueños en los que uno sueña que está despierto. Pero anoche volvió a suceder, y ahora lo sé. Hay algo muy singular en esta habitación. Estoy muy interesado. Escribiré para futuras referencias los eventos de anoche. En cuanto a los de las noches anteriores desde que duermo en esta habitación, diré simplemente que han sido de naturaleza similar, pero, por así decirlo, sólo las etapas preliminares, el prólogo de lo que sucedió anoche.

No dependo de las aguas minerales como único remedio para mi enfermedad, que a veces es de naturaleza aguda y, de hecho, me amenaza con un sufrimiento considerable a menos que pueda controlarla con medicamentos. Diré que la medicina que uso no es de la clase comúnmente conocida como droga. Es imposible que se la pueda considerar responsable de lo que estoy a punto de transcribir. Mi mente anoche y todas las noches desde que duermo en esta habitación estaba en un estado absolutamente normal.

Tomo esta medicina, prescrita por el especialista a cuyo cargo estaba antes de venir aquí, regularmente cada cuatro horas mientras estoy despierto. Como nunca duermo bien, se deduce que puedo tomar cualquier medicina durante la noche sin inconvenientes con la misma regularidad que durante el día. Por lo tanto, tengo la costumbre de colocar mi botella y mi cuchara en un lugar donde pueda poner mi mano sobre ellas fácilmente sin encender el gas. Desde que estoy en esta habitación, he colocado la botella sobre mi tocador, en el lado de la habitación opuesto a la cama. He hecho esto en lugar de colocarlo más cerca, ya que una vez empujé la botella y derramé la mayor parte del contenido, y no me resulta fácil volver a comprarla, ya que es cara. Por lo tanto, la puse a salvo sobre la cómoda, y, de hecho, eso está a sólo tres o cuatro pasos de mi cama. Anoche me desperté como de costumbre, y sabía, como me había quedado dormido alrededor de las once, que debían ser alrededor de las tres. Me despierto con una regularidad casi similar a la de un reloj.

Había dormido inusualmente bien y sin sueños, y me desperté con una sensación de frescor a la que no estoy acostumbrado. Inmediatamente me levanté de la cama y comencé a caminar por la habitación en dirección a mi cómoda, sobre la que había dejado mi frasco de medicina y mi cuchara.

Para mi total asombro, los pasos que hasta ahora habían bastado para llevarme a través de mi habitación no fueron suficientes. Avancé varios pasos y mis manos extendidas no tocaron nada. Me detuve y seguí adelante. Estaba seguro de que iba en línea recta y, aunque no fuera así, sabía que era imposible avanzar en cualquier dirección en mi pequeño apartamento sin chocar con una pared o un mueble. Seguí caminando vacilante, como he visto a la gente en el escenario: un paso, luego un largo titubeo, luego un paso resbaladizo. Mantuve las manos extendidas; no tocaron nada. Me detuve nuevamente. No tenía el menor sentimiento de miedo o consternación. Era más bien la estupefacción misma de la sorpresa. «¿Cómo es posible?», parecía atronar en mis oídos. «¿Qué es esto?».

La habitación estaba a oscuras. No se veía ningún destello, como suele ocurrir incluso en las llamadas habitaciones oscuras, en las paredes, los marcos de los cuadros, los espejos o los objetos blancos. Era una absoluta penumbra. La casa se encontraba en una zona tranquila de la ciudad. Había muchos árboles alrededor; las farolas eléctricas de la calle se apagaban a medianoche; no había luna y el cielo estaba nublado. No podía distinguir mi única ventana, lo que me pareció extraño, incluso en una noche tan oscura.

Finalmente cambié mi plan de movimiento y giré, según pude calcular, en ángulo recto. Ahora, pensé, si continuaba, llegaría pronto a mi escritorio debajo de la ventana; o, si iba en la dirección opuesta, a la puerta del vestíbulo. No llegué a ninguna de las dos. Digo la pura verdad cuando afirmo que comencé a contar mis pasos cuidadosamente, y atravesé un espacio libre de muebles de al menos veinte pies por treinta: un apartamento muy grande. Y mientras caminaba, me daba cuenta de que mis pies descalzos presionaban algo que me producía sensaciones como nunca antes había experimentado. Hasta donde puedo expresarlo, era como si mis pies presionaran algo tan elástico como el aire o el agua, que en este caso no cedía a mi peso.

Me producía una curiosa sensación de flotabilidad y estimulación. Al mismo tiempo, esa superficie, si es que superficie es el nombre correcto, que pisaba, me resultaba fresca a los pies, con la frescura del vapor o de la fluidez, que parecía superponerse a las plantas. Finalmente, me detuve; mi sorpresa se estaba convirtiendo por fin en una medida de consternación. «¿Dónde estoy?», pensé. «¿Qué voy a hacer?». Las historias que había oído sobre viajeros que eran sacados de sus camas y conducidos a lugares extraños y peligrosos, las historias de la Inquisición de la Edad Media, pasaron por mi cerebro.

Yo sabía desde el principio que, para un hombre que se había acostado en un dormitorio común y corriente de un pueblecito muy común, esas suposiciones eran sumamente ridículas, pero es difícil para la mente humana comprender algo que no sea una explicación humana de los fenómenos. Casi cualquier cosa parecía entonces, y parece ahora, más racional que una explicación que rozara lo sobrenatural, tal como entendemos lo sobrenatural.

Por fin, grité, aunque en voz baja: «¿Qué significa esto?». Dije en voz muy alta: «¿Dónde estoy? ¿Quién está aquí? ¿Quién está haciendo esto? Te digo que no toleraré esas tonterías. Habla, si hay alguien aquí». Pero todo quedó en silencio de muerte. De repente, una luz brilló a través del travesaño abierto de mi puerta. Alguien me había oído: un hombre que vive en la habitación de al lado, un hombre decente, que también estaba allí por motivos de salud. Abrió el gas del pasillo y me llamó. «¿Qué pasa?», preguntó con voz agitada y temblorosa. Es un tipo nervioso.

En cuanto la luz atravesó mi ventana, vi que estaba en mi dormitorio habitual. Podía ver todo con total claridad: mi cama, mi escritorio, mi tocador, mi silla, mi pequeño lavabo, mi ropa colgada en una hilera de perchas, el viejo cuadro de la pared. El cuadro brillaba con singular claridad a la luz del espejo. El río parecía realmente correr y ondular, y el barco se deslizaba con la corriente. Lo miré fascinado mientras respondía a la voz ansiosa:

—No pasa nada —dije—. ¿Por qué?

—Creí oírte hablar —dijo el hombre de afuera—. Pensé que tal vez estabas enfermo.

—No —respondí—. Estoy bien. Estaba tratando de encontrar mi medicina en la oscuridad, eso es todo. Puedo ver ahora que has encendido el gas.

—¿No te pasa nada?

—No; lamento haberte molestado. Buenas noches.

—Buenas noches.

Entonces oí que la puerta del hombre se cerraba tras un minuto de pausa. Evidentemente no estaba del todo satisfecho. Di un trago a mi frasco de medicinas y me metí en la cama. Había dejado encendido el gas del pasillo. No volví a dormirme durante algún tiempo. Justo antes de que lo hiciera, alguien, probablemente la señora Jennings, salió al pasillo y apagó el gas. Esta mañana, cuando me desperté, todo estaba como de costumbre en mi habitación. Me pregunto si tendré una experiencia similar esta noche.

27 de enero. Escribiré en mi diario todos los días hasta que esto llegue a un resultado definitivo.

Anoche mi extraña experiencia se profundizó, como algo me dice que seguirá sucediendo. Me acosté bastante temprano, a las diez y media. Tomé la precaución de colocar junto a mi cama, sobre una silla, una caja de fósforos, para no encontrarme en el dilema de la noche anterior.

Tomé mi medicina al acostarme. Eso me hizo despertar a las dos y media. Tuve sin duda tres horas de sueño profundo y sin sueños cuando desperté. Me quedé unos minutos dudando si encender o no un fósforo para alumbrarme el camino hacia el tocador, donde estaba mi frasco de medicina. Dudé, no porque tuviera la menor sensación de miedo, sino por el mismo encogimiento ante un shock nervioso que a veces lleva a uno a temer sumergirse en un baño helado. Me pareció mucho más fácil encender el fósforo y cruzar el pasillo hasta mi tocador, tomar mi dosis y luego regresar tranquilamente a mi cama, que arriesgarme a dar tumbos en un limbo desconocido, ya fuera de la fantasía o de la realidad.

Al final, sin embargo, el espíritu de aventura, que siempre ha sido tan dominante para mí, venció. Me levanté. Tomé la caja de fósforos y comencé, como lo concebí, el camino directo hacia mi tocador, a unos cinco pies de mi cama. Como antes, viajé y viajé y no lo alcancé. Avancé con las manos extendidas, a tientas, colocando cautelosamente un pie delante del otro, pero no toqué nada excepto la superficie indefinida e innombrable que mis pies pisaban. De repente, sin embargo, me di cuenta de algo. Uno de mis sentidos fue saludado con imperiosidad, y fue, curiosamente, mi sentido del olfato, pero de una manera hasta entonces desconocida. Parecía como si el olor hubiera llegado primero a mi mente.

Invertí el proceso habitual, que es, según entiendo, así: el olor, cuando te encuentra, golpea primero el nervio olfativo, que transmite la inteligencia al cerebro. Es como si, por decirlo groseramente, mi nariz encontrara una rosa, y luego el nervio perteneciente al sentido le dijera a mi cerebro: «Aquí hay una rosa». Esta vez mi cerebro dijo: «Aquí hay una rosa», y mi sentido la reconoció. Digo rosa, pero no era una rosa, es decir, no era la fragancia de ninguna rosa que yo hubiera conocido jamás. Era, sin duda, el olor de una flor, y la rosa era quizá la que más se le parecía.

Mi mente lo comprendió primero con lo que parecía un salto de éxtasis. «¿Qué es este deleite?», me pregunté. Y entonces la fragancia embelesadora hirió mi sentido. La inhalé y pareció alimentar mis pensamientos, satisfaciendo un hambre hasta entonces desconocida. Luego di un paso más y apareció otra fragancia, que comparo con lirios a falta de algo mejor, y luego violetas, luego reseda. No puedo describir la experiencia, pero fue un deleite puro, un éxtasis de sentido sublimado. Busqué más y más lejos, y siempre en nuevas oleadas de fragancia. Parecía estar vadeando a la altura del pecho entre macizos de flores del Paraíso, pero en todo momento no toqué nada con mis manos a tientas.

Por fin, un vértigo repentino, como de hartazgo, me invadió. Comprendí que podía estar en algún peligro desconocido. Tenía mucho miedo. Encendí un fósforo y me encontré en mi dormitorio del pasillo, a medio camino entre mi cama y mi tocador. Tomé mi dosis de medicina y me fui a la cama. Al cabo de un rato me quedé dormido y no me desperté hasta la mañana siguiente.

28 de enero. Anoche no tomé mi dosis habitual de medicina. En estos días de nuevos remedios y misteriosos resultados sobre ciertos organismos, se me ocurrió preguntarme si, después de todo, la droga podría tener algo que ver con mi extraña experiencia.

No tomé mi medicina. Dejé el frasco, como de costumbre, sobre mi tocador, ya que temía que si interrumpía la secuencia habitual de asuntos no me despertaría. Dejé mi caja de fósforos en la silla junto a la cama.

Me quedé dormido alrededor de las once y cuarto, y me desperté cuando el reloj dio las dos, un poco antes de lo que era mi costumbre. Esta vez no dudé. Me levanté de inmediato, tomé mi caja de fósforos y continué como antes. Caminé lo que me pareció un gran espacio sin chocar con nada. Seguí buscando las maravillosas fragancias de la noche anterior, pero no volvieron. En cambio, me di cuenta de que estaba saboreando algo, un bocado de dulzura hasta entonces desconocido y, como en el caso del olor, el orden habitual pareció invertirse y fue como si lo hubiera saboreado primero en mi conciencia mental.

Luego la dulzura se deslizó bajo mi lengua. Pensé involuntariamente en «Más dulce que la miel o el panal» de las Escrituras. Pensé en el maná del Antiguo Testamento. Un contenido inefable, como el de un hambre satisfecha, se apoderó de mí. Di un paso más y un nuevo sabor se apoderó de mi paladar. Y así sucesivamente. Nunca fue empalagoso, aunque de una dulzura tan intensa que casi picaba. Era la fusión de un sentido material con uno espiritual. Me dije a mí mismo: «He vivido mi vida y siempre he pasado hambre hasta ahora». Podía sentir que mi cerebro actuaba rápidamente bajo la influencia de este alimento celestial como bajo un estimulante. Entonces, de repente, repetí la experiencia de la noche anterior. Me mareé y un miedo y un encogimiento indefinidos se apoderaron de mí. Encendí mi cerilla de seguridad y volví a mi dormitorio del pasillo. Volví a la cama y pronto me quedé dormido. No tomé mi medicina. Estoy decidido a no hacerlo más. Me siento mucho mejor.

29 de enero. Anoche fui a la cama como de costumbre. Me dormí alrededor de las once y me desperté a la una y media. Oí la campanada de la media hora; me despierto cada vez más temprano. No había tomado mi medicina, aunque estaba en el tocador como de costumbre. Volví a tomar mi caja de fósforos y comencé a cruzar la habitación. Como siempre, atravesé espacios extraños, pero esta noche, como parece que sucederá cada noche, mi experiencia fue diferente.

Anoche no olí ni saboreé, pero oí... ¡Dios mío, oí! El primer sonido del que fui consciente fue uno como el murmullo de un río que se acerca y se aleja constantemente, y parecía venir de la pared detrás de mi cama donde cuelga el viejo cuadro. Nada en la naturaleza, excepto un río, da esa impresión de avanzar y retroceder a la vez. No podía equivocarme. El murmullo de las olas seguía, siempre seguía, y cada vez más lejos moría. Entonces oí por encima del murmullo del río una canción en una lengua desconocida, pero que entendí; la comprensión estaba en mi cerebro, sin palabras para interpretarla. La canción tenía que ver conmigo, pero conmigo en futuros desconocidos para los que no tenía imágenes de comparación en el pasado; sin embargo, una especie de éxtasis, como de una profecía de felicidad, llenaba toda mi conciencia. La canción nunca cesaba, pero a medida que avanzaba, entraba en nuevas ondas sonoras. Se oía el repique de campanas que podrían haber sido hechas de cristal y que podrían haber llamado a las puertas del cielo. Había música de instrumentos extraños, grandes armonías atravesadas de vez en cuando por pequeños susurros como de amor, y todo eso me llenaba de la certeza de un futuro de felicidad.

Me sentí como el centro de una poderosa orquesta que se hacía cada vez más profunda y más intensa, hasta que me pareció que me elevaban suave pero poderosamente sobre las olas del sonido, como sobre las olas del mar. Entonces, de nuevo, el terror y el impulso de huir a mis propios escenarios familiares se apoderaron de mí. Encendí mi fósforo y volví a mi dormitorio del vestíbulo. No sé cómo dormí después de tantos prodigios, pero lo hice sin soñar hasta el amanecer de esta mañana.

30 de enero. Ayer oí algo relacionado con mi dormitorio del pasillo que me afectó de manera extraña. No puedo decir si me intimidó, me llenó del horror o, más bien, despertó en mayor grado mi espíritu de aventura y descubrimiento. Estaba en el Cure, sentado en la terraza bebiendo distraídamente mi agua mineral, cuando alguien pronunció mi nombre.

—¿Señor Wheatcroft? —dijo la voz cortésmente, interrogativamente, un poco disculpándose, como para prever un posible error en mi identidad.

Me volví y vi a un caballero al que reconocí de inmediato. Rara vez olvido nombres o rostros. Era un tal señor Addison, a quien había visto bastante hacía tres años en un pequeño hotel de verano en las montañas. Era uno de esos conocidos pasajeros que significan poco en un sentido u otro. Pero ahora, en mi estado débil y sin amigos, la visión de un rostro que brilla con un grato recuerdo es bastante agradecida. Me sentí claramente feliz de ver al hombre. Se sentó a mi lado. También tomó un vaso de agua. Su salud, aunque no tan mala como la mía, deja mucho que desear.

Addison había estado a menudo en esta ciudad. De hecho, había vivido aquí en una época. Había permanecido en el Cure durante tres años, tomando las aguas a diario. Por lo tanto, sabe todo lo que hay que saber sobre la ciudad, que no es muy grande. Me preguntó dónde me alojaba y, cuando le dije la calle, preguntó con cierta excitación el número. Cuando le dije el número, que es el 240, se sobresaltó manifiestamente y, tras una rápida mirada hacia mí, bebió un sorbo de agua en silencio durante un momento. Era tan evidente que había revelado algún conocimiento ulterior con respecto a mi residencia que le pregunté.

—¿Qué sabe usted sobre el 240 de Pleasant Street? —dije.

—Oh, nada —respondió evasivamente, mientras bebía un sorbo de agua.

Al cabo de un rato, sin embargo, me preguntó, en lo que evidentemente intentó sonar como algo casual, qué habitación ocupaba.

—Una vez viví unas semanas en el 240 de Pleasant Street —dijo—. Esa casa siempre fue una pensión, supongo.

—Estuvo vacía durante un período de años antes de que el actual ocupante la alquilara, creo —comenté. Luego respondí a su pregunta—. Tengo el dormitorio del pasillo en el tercer piso —dije—. El espacio es bastante reducido, pero lo suficientemente cómodo.

El señor Addison había mostrado tal consternación ante mi respuesta que insistí en mis preguntas sobre la causa, y al final cedió y me dijo lo que sabía. Había dudado porque no quería mostrar lo que yo podría considerar una superstición poco viril, así como porque no quería influir en mí más allá de lo que justificaban los hechos del caso.

—Bien, le diré, Wheatcroft —dijo—. Brevemente, todo lo que sé es esto: la última vez que oí hablar de 240 Pleasant Street, no estaba alquilado debido a un crimen que, se supone, tuvo lugar allí, aunque nunca se demostró nada. Hubo dos desapariciones, y —en cada caso— de un ocupante del dormitorio del vestíbulo.

»La primera desaparición fue la de una muchacha muy hermosa que había venido aquí por salud y se decía que era víctima de una profunda melancolía, inducida por una decepción amorosa. Obtuvo alojamiento en el 240 y ocupó el dormitorio del pasillo unas dos semanas; Una mañana, desapareció, como si se hubiera desvanecido en el aire. Se comunicó con sus parientes (no tenía muchos, ni tampoco amigos, la pobre muchacha) y se hizo una búsqueda exhaustiva, pero lo último que supe de ella nunca apareció. Hubo dos o tres arrestos, pero nunca se llegó a nada.

»La segunda desaparición tuvo lugar cuando yo estaba en la casa: un joven muy bueno que había trabajado demasiado en la universidad. Tuvo que pagar su propio pasaje. Se había enfermado, tenía gripe, y eso y el exceso de trabajo casi acabaron con él. Vino aquí para descansar y recuperarse durante un mes. Había estado en esa habitación unas dos semanas, un poco menos, cuando una mañana no estaba allí. Entonces se armó un gran alboroto. Parece que había dejado caer algunas insinuaciones en el sentido de que había algo extraño en la habitación, pero, por supuesto, a la policía no le dio mucha importancia. Hicieron arrestos pero nunca lo encontraron, y los arrestados fueron puestos en libertad, aunque algunos de ellos probablemente siguen bajo sospecha hasta el día de hoy. Luego cerraron la pensión. Hace seis años nadie se hubiera alojado allí, y mucho menos ocupado ese dormitorio del pasillo, pero ahora supongo que ha llegado gente nueva y la historia ha desaparecido. Me atrevo a decir que su casera no me agradecerá que la haya revivido.

Le aseguré que no me importaría en absoluto. Me miró fijamente y me preguntó sin rodeos si había visto algo extraño o inusual en la habitación. Le contesté, para no mentir, con una objeción: que no había visto nada extraño en la habitación.

Siento que eso sucederá a su debido tiempo.

Anoche no vi, ni oí, ni olí, ni probé, pero sentí. Anoche, después de haber comenzado de nuevo mi exploración de, Dios sabe qué, no había dado un paso cuando toqué algo. Mi primera sensación fue de decepción. «Es el tocador, y ya estoy en el final», pensé. Pero pronto descubrí que no era el viejo tocador lo que tocaba, sino algo tallado, hasta donde pude descubrir con mis inexpertos dedos, con cosas aladas. Ciertamente había largas curvas agudas de alas que parecían superponerse a un arabesco de hojas y flores. No sé qué era el objeto que toqué. Puede haber sido un cofre.

Puede parecer que estoy exagerando cuando digo que de alguna manera falló o superó en algún aspecto misterioso la forma de cualquier cosa que haya tocado antes. No sé de qué material era. Era tan suave como el marfil, pero no se sentía como marfil; había una calidez singular en él, como si hubiera estado mucho tiempo bajo la luz del sol. Continué y encontré otros objetos que me inclino a pensar que eran piezas de mobiliario de moda y posiblemente de usos desconocidos para mí, y alrededor de todos ellos estaba el extraño misterio de la forma. Por fin llegué a lo que evidentemente era una ventana abierta de gran superficie. Sentí claramente un viento suave y cálido, pero con una frescura cristalina, soplar en mi cara. No era la ventana de mi dormitorio del pasillo, que yo sepa. Al mirar hacia afuera, no pude ver nada. Solo sentí el viento soplando en mi cara.

De pronto, sin previo aviso, mis manos, que tanteaban hacia la derecha y hacia la izquierda, tocaron seres vivos, seres con apariencia de hombres y mujeres, criaturas palpables con atuendos palpables. Podía sentir la suave textura sedosa de sus prendas que me rodeaban, pareciendo envolverme en redes adheridas como telarañas. Estaba entre una multitud de estas personas, fueran lo que fueran y quienes fueran, pero, curiosamente, sin ver a ninguno de ellos, tuve una fuerte sensación de reconocimiento al pasar entre ellos. De vez en cuando, una mano que conocía se cerraba suavemente sobre la mía; una vez, un brazo me rodeó. Entonces comencé a sentirme suavemente arrastrado por esta multitud; sus prendas flotantes parecían envolverme y nuevamente un terror repentino me invadió. Encendí mi fósforo y regresé a mi dormitorio del pasillo. Me pregunto si no sería mejor mantener el gas encendido esta noche. Me pregunto si será posible que esto esté yendo demasiado lejos. Me pregunto qué habrá sido de esas otras personas, el hombre y la mujer que ocupaban esta habitación. Me pregunto si sería mejor no quedarme donde estoy.

31 de enero. Anoche vi... vi más de lo que puedo describir, más de lo que es lícito describir. Algo que la naturaleza ha ocultado correctamente me ha sido revelado, pero no me corresponde a mí revelar demasiado de su secreto. Esto es lo que diré: puertas y ventanas se abren hacia dentro y hacia fuera, y el exterior que conocemos no es más que un vestíbulo. Y hay un río; hay algo extraño en esa imagen. Hay un río por el que uno podría navegar. Fluía en silencio, porque esta noche sólo podía ver. Vi que tenía razón al pensar que reconocía a algunas de las personas con las que me encontré la noche anterior, aunque algunas me resultaban extrañas. Es cierto que la muchacha que desapareció del dormitorio del vestíbulo era muy hermosa. Todo lo que vi anoche fue muy hermoso para mi único sentido que podía captarlo. Me pregunto qué sería todo si todos mis sentidos juntos pudieran captarlo. Me pregunto si sería mejor no dejar el gas encendido esta noche. Me pregunto si...


Con esto termina el diario que el señor Wheatcroft dejó en el dormitorio del pasillo. A la mañana siguiente de la última anotación ya no estaba. Su amigo, el señor Addison, vino aquí y se hizo una búsqueda. Incluso derribaron la pared detrás del cuadro y encontraron algo bastante extraño para una casa que había sido utilizada como pensión, donde uno pensaría que ninguna habitación se hubiera dejado sin usar. Encontraron otra habitación, una larga y estrecha, del largo del dormitorio del vestíbulo, pero más estrecha, apenas más pequeña que un armario.

No había ventana ni puerta, y todo lo que había dentro era una hoja de papel cubierta de números, como si alguien hubiera estado haciendo cálculos. Hablaron mucho de esos números e intentaron hacer creer que la quinta dimensión, sea lo que sea, estaba probada, pero luego dijeron que no habían probado nada. Intentaron hacer creer que alguien había asesinado al pobre señor Wheatcroft y escondido el cuerpo, y arrestaron al pobre señor Addison, pero no pudieron encontrar nada en su contra. Demostraron que estuvo en el Cure toda la noche y que no pudo haberlo hecho. No saben qué fue del señor Wheatcroft, y ahora dicen que desaparecieron dos más de esa misma habitación antes de que yo alquilara la casa.

El agente vino y prometió poner la nueva habitación que descubrieron en el dormitorio del pasillo y tener todo nuevo, empapelado y pintado. Se llevó el cuadro; la gente insinuó que había algo extraño en eso, no sé qué. Parecía bastante inocente, supongo que lo quemó. Dijo que si me quedaba, él arreglaría todo con el propietario, que todo el mundo dice que es un hombre muy extraño, así que no tendría que pagar mucho o nada de alquiler. Le dije que yo no tenía miedo de nada, aunque no quería poner a nadie en ese dormitorio del pasillo sin contárselo todo; pero mis huéspedes se irían, y sabía que no podría conseguir más. Le dije que hubiera preferido tener un fantasma normal y corriente en lugar de lo que parecía ser una forma de salir de la casa a ninguna parte y no volver nunca más. Me mudé y, como dije antes, todavía está por ver si mi mala suerte me sigue hasta esta casa o no. De todos modos, no tiene dormitorio en el pasillo.

Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Wilkins Freeman.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Mary Wilkins Freeman: El dormitorio del pasillo (The Hall Bedroom), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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