«Las sombras»: Henry S. Whitehead; relato y análisis


«Las sombras»: Henry S. Whitehead; relato y análisis.




Las sombras (The Shadows) es un relato de terror del escritor norteamericano Henry S. Whitehead (1882-1932), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1927 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1944: Jumbee y otros relatos de vudú (Jumbee and Other Uncanny Tales).

Las sombras, probablemente uno de los cuentos de Henry S. Whitehead menos conocidos, relata la historia del señor Stewart, un hombre perfectamente racional que, noche tras noche, observa cómo su habitación es ocupada por seres fantasmales, como si estuvieran grabados o superpuestos sobre la realidad objetiva, mientras repiten un crimen cometido muchos años atrás.

SPOILERS.

Las sombras de Henry S. Whitehead no es una historia particularmente aterradora, pero sí llena de suspenso e inquietud. Puede haber sido la intención del autor mantener un tono ligero, ya que los aspectos sobrenaturales de la historia parecen fuera de contexto para la época, casi adelantados a su tiempo. Esencialmente el narrador es testigo de la aparición de Gente Sombra (Shaow People), o al menos una versión local, mientras repiten de forma cíclica un crimen cometido muchos años antes, como si de algún modo este hubiese quedado impreso en el lugar (ver: ¿Energía Residual o entidades inteligentes?). Curiosamente, el narrador no parece afectado por esos sucesos, sino más bien estimulado en su curiosidad.

Es interesante que algunas de las fuentes en materia sobrenatural que menciona el narrador sean John Silence, el detective psíquico de Algernon BlackwoodElliot O'Donnell [un escritor que, en su tiempo libre, se dedicaba a cazar fantasmas], y William Hope Hodgson. De hecho, el temperamento aplomado del narrador de Las sombras parece inspirado Carnacki.

Las sombras gira en torno a una cosa con cabeza de pez, al parecer, un dios aborigen adorado y temido por los habitantes originales de la isla, una monstruosidad mitad hombre, mitad pez. La mención de una estatuilla que representa a esta entidad seguramente recuerda a H.P. Lovecraft, quien de hecho era amigo cercado del autor. Henry S. Whitehead alude a la aparición de este dios-pez en varias culturas alrededor del mundo, tal como lo hace Lovecraft para los miembros de su panteón de Antiguos (ver: Lovecraft y el culto secreto de los Antiguos). Si bien este es un detalle significativo, no podemos decir que Las sombras pertenezca a los Mitos de Cthulhu.

Nadie parece querer brindarle al narrador detalles de cómo murió el anterior dueño de su casa, el Viejo Morris. Tanto el señor Bonesteel como el señor Despard, caballeros muy respetables, guardan silencio sobre lo que aparentemente fue un asunto sórdido. Sin embargo, una excéntrica anciana criolla, la señora Heidenklang, le proporciona a Stewart una útil historia de fondo y algunos comentarios antropológicos pertinentes. Sus observaciones sugieren la supervivencia de antiguas prácticas ocultas con las que el Viejo Morris pudo haberse involucrado. Gran parte de Las sombras es un repaso de las investigaciones de Stewart, quien aparentemente solo busca una explicación racional para las sombras recurrentes que frecuentan su habitación cada noche (ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo familiar se vuelve extraño)

El segundo aspecto más interesante de Las sombras de Henry S. Whitehead es el narrador, el señor Stewart, cuya mentalidad es una mezcla de filosofía materialista y fe calvinista tradicional. Aplica la razón a lo que observa, que es la superposición gradual de ciertas imágenes del pasado sobre el presente. Toma notas, realiza bocetos regularmente a medida que la visión se vuelve más nítida. En cierto sentido, Stewart le infunde energía al extraño efecto óptico simplemente prestándole atención. No está claro por qué, pero no parece tener miedo del fenómeno, a pesar de que su observación exige una total oscuridad; al menos hasta el final, donde se desmaya oportunamente al ver que la Sombra, este dios-pez, asesinó al Viejo Morris, probablemente cobrando una deuda impaga en términos espirituales, y que ahora algo comienza a moverse junto a la cama (ver: Gente Sombra, el Horla, y el portal interdimensional de Maupassant).

Pero lo más interesante de Las sombras de Henry S. Whitehead es, precisamente, esta entidad similar a la Gente Sombra, aunque de fisonomía más bien híbrida, y la forma en que los espantosos sucesos del pasado, el asesinato del Viejo Morris, de algún modo han quedado grabados en aquella habitación (ver: ¿Los fantasmas son «grabaciones» impresas en la realidad?)




Las sombras.
The Shadows, Henry S. Whitehead (1882-1932)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


No empecé a ver las sombras hasta que viví en la casa del viejo Morris durante más de una semana. Morris, muerto y desaparecido durante muchos años, había sido el descendiente de un colono irlandés en Santa Cruz, de una familia que había llegado a la isla cuando los daneses, al no colonizar sus ricos acres, los abrieron a los colonos a mediados del siglo XVIII, la mayoría, hijos menores de la nobleza irlandesa, escocesa e inglesa que habían tomado haciendas azucareras y habían comenzado esa vida de señorío que duró un siglo, y que declinó después de la abolición de la esclavitud y la recompensa alemana por el azúcar de remolacha había iniciado el largo proceso de comercialización de las Indias Occidentales. La juventud del señor Morris transcurrió en las islas francesas.

Las sombras eran al principio tan vagas que las atribuí por completo a la leve debilidad que comenzó a afectar mis ojos en la primera infancia y que, aunque nunca interfirió materialmente con el disfrute de la vida en general, me había obligado al uso de anteojos para leer o escribir. Mi primera experiencia con ellas fue alrededor de la una de la mañana. Había estado en una fiesta de caballeros en la finca de la familia Hacker: Emerald, ubicada a tres millas de Christiansted, la ciudad del norte, construida en el sitio de la antigua ciudad francesa abandonada de Bassin.

Había llegado a casa de la fiesta y me estaba desnudando en mi habitación, que es una de las dos habitaciones del lado oeste de la casa que se encuentra en el borde del antiguo mercado dominical. Estos dos dormitorios se abren a la plaza del mercado, y yo los había elegido, a pesar de su poca ventilación, debido al espacio exterior. Me gusta mirar los árboles por la mañana temprano, siempre que sea posible, y el antiguo mercado se ve ensombrecido por el follaje de árboles de caoba centenarios y algunos otaheites nudosos.

Casi había terminado de desvestirme, había notado que mi criado había bajado y abrochado adecuadamente el mosquitero, y había entrado en el otro dormitorio para abrir las persianas para que pudiera recibir la mayor cantidad posible de brisa nocturna circulando por la casa. Me estaba quitando la bata cuando se hizo evidente la primera percepción débil de lo que he llamado las sombras. Estaba muy oscuro, justo después de apagar la luz eléctrica. De hecho, tuve que palpar la entrada. En esto experimenté algunas dificultades, y mis ojos no se habían adaptado completamente a la tenue luz de las estrellas que se filtraba a través de las persianas cuando atravesé la puerta y me dirigí a tientas hacia la gran cama con dosel de caoba.

Vi el poste más cercano alzarse ante mí, más cerca de lo que esperaba. Extendí mi mano pero no toqué nada. Con sorpresa, miré a través de la luz ligeramente creciente, mientras mis ojos se adaptaban al cambio repentino.

Sí, seguramente, estaba la esquina de la cama justo enfrente de mi cara. A estas alturas mis ojos estaban lo suficientemente sintonizados con la luz del exterior para ver un poco más claro. Me quedé perplejo. La cama no estaba donde se suponía que estaba. ¿Qué podría haber ocurrido? Que los sirvientes hubieran movido mi cama sin órdenes de hacerlo era increíble. Además, me había desvestido, a plena luz eléctrica en esa habitación, no hace más de unos minutos, y entonces la cama estaba exactamente donde había estado desde que la moví a esa habitación una semana antes. Pateé, suavemente, delante de mí con un pie en pantuflas, contra el lugar donde parecía estar el poste de la cama, y mi pie no encontró resistencia.

Me acerqué a la luz de mi propia habitación y apreté el botón. En el repentino resplandor, todo volvió a la normalidad. Allí estaba mi cama, y aquí, en sus lugares habituales, estaban alineadas las sillas, el armario pulido (no usamos armarios convencionales en las Indias Occidentales), el tocador de caoba, incluso mi ropa, que había colgado sobre un silla donde la encontraría mi criada Albertina por la mañana.

Negué con la cabeza. La luz y la sombra en estas islas parecen, de alguna manera, diferentes de lo que son en casa en los Estados Unidos. Los trucos que juegan son trucos diferentes.

Apagué la luz de nuevo y, en la oscuridad me arrastré por debajo del borde suelto del mosquitero y lo metí debajo del colchón de ese lado, ajusté las almohadas y las sábanas y me instalé para descansar. Incluso para un hombre moderado estas fiestas de caballeros a veces son bastante agotadoras. Cerré los ojos y me quedé dormido antes de que pudiera poner en palabras estas últimas ideas.

En la mañana desapareció el recuerdo de la experiencia la noche anterior. Salté de la cama y me metí en la ducha a las seis y media, porque le había prometido a O'Brien, capitán de la Infantería de Marina de los Estados Unidos, que saldría con él al campo de tiro de La Grande Princesse esa mañana. con él. Me gusta O'Brien y no me interesa la eficacia de los marines del tío Sam, pero mi principal objetivo era vigilar a los pelícanos. Allí, en la gloriosa playa de Estate Grande Princesse («Gran Princesa» como la llaman los negros), una colonia de pelícanos tiene su hogar, y es una fuente interminable de diversión para mí verlos pescar. Un pelícano caribeño es probablemente el aviador más elegante que tenemos en estas latitudes.

Mientras el capitán hablaba con uno de sus lugartenientes y media docena de hombres alistados que había acampado allí, me deslicé hasta la playa para observar a los pelícanos. Tres o cuatro de ellos describían curvas y giros de complejidad indescriptible y gracia perfecta sobre el agua del arrecife. Se detenían en seco en el aire, se doblaban como una navaja, volvían la cabeza hacia abajo, sus grandes picos embolsados se extendían como la punta de una lanza cruel, y caía en picada, emergiendo un instante después con un pez en el pico.

Me quedé allí demasiado tiempo para mis ojos y cuando llegué a casa me puse un par de gafas de sol que guardo para tales emergencias.

El lado este de la casa estaba sombreado contra la luz del sol de la mañana, y en esta doble sombra miré para ver que mis ojos se aclaraban. Las visión borrosa, producto del sol, persistió de esa manera molesta y recurrente, casi desapareciendo y luego regresando dentro de los fluidos del ojo mismo. Tan persistente era la sensación de incomodidad que decidí mantener los ojos cerrados durante un tiempo considerable y ver si eso les permitiría recuperarse. Fue muy molesto. Por eso llamé a Albertina.

—Albertina —le dije, cuando había llegado a la puerta—, por favor entra en mi dormitorio y cierra bien las celosías.

—Ah, sí, señor —respondió la obediente Albertina, y la oí cerrar las persianas.

Le di las gracias y me dirigí con los ojos medio cerrados al dormitorio, que, aún no invadido por la luz del sol de la tarde, ofrecía una apariencia de profundo crepúsculo. Me acosté, boca abajo, con una almohada debajo de la cara y mis ojos enterrados en la oscuridad.

Muy gradualmente me fui recuperando. Levanté la cabeza y, cuando abrí los ojos en la penumbra, allí estaba, con un contorno tenue en la esquina opuesta de la habitación, lejos de la pared exterior en el lado de la plaza del mercado, el enorme armazón de la cama danesa que había notado vagamente la noche anterior.

Fue la sensación más curiosa, mirar esa cama en la penumbra de la habitación. Me acordé de esos cuentos cuatridimensionales que son tan populares hoy en día, porque la cama estaba, espacialmente, en mi gran escritorio, ¡y lo curioso fue que pude ver el escritorio al mismo tiempo! Me froté los ojos, un poco imprudentemente. Entonces miré fijamente a la gran cama, y se volvió borrosa, se oscureció y desapareció de mi vista.

Una vez más me sentí perplejo, me acerqué a donde parecía estar y caminé a través de ella, ya no era perceptible para mi visión ahora restaurada. Salí al pasillo y medité en este extraño fenómeno. No pude explicarlo. Lo de la noche anterior no tenía nada que ver con el licor bebido en mi pequeño chapuzón social, y lo de ahora… No tenía ninguna duda razonable de que se trataba de un problema de visión defectuosa. Sin embargo, me habían examinado los ojos en Nueva York tres meses antes, y el oculista me había asegurado que no había indicios visibles de deterioro. De hecho, el doctor Jusserand había dicho en ese momento que mis ojos estaban más fuertes que cuando los examinó seis meses antes.

Quizás esta convicción de que todo se debía a mi propia deficiencia física, explica el hecho de que no me sintiera… perturbado por lo que vi o pensé que vi. Enfréntese al materialista más completo con un fantasma, y actuará precisamente como cualquier otra persona; como cualquier ser humano normal que cree en el mundo material como signo exterior y visible de algo que lo anima. ¡Todos los seres humanos normales, creo, son sacramentalistas!

Por esta razón pude pensar con claridad sobre el fenómeno. Mi mente no estaba nublada ni confundida por el miedo y sus conocidos efectos fisiológicos. Puedo, con bastante facilidad, registrar lo que vi en el transcurso de los próximos días. La cama era más clara para mi visión y aprensión de lo que había estado. Parecía haber aumentado su visibilidad; en una especie de substancialidad, si es que existe tal palabra! Parecía más material que antes, menos sombría.

Miré alrededor de la habitación y vi otros muebles: un enorme escritorio de caoba anticuado con cabezas de hombres talladas en los nudillos de las patas delanteras, a la moda danesa. Me dicen que hay tallados similares en el museo de Copenhague.

Aquella noche, cuando estaba listo para retirarme, y había abierto una vez más las persianas del dormitorio delantero y había apagado la luz. Busqué, dadas las circunstancias, los contornos de esos muebles fantasmales. Ahora eran mucho más claros. Los estudié con un cierto sentido de desapego científico. Incluso entonces me resultó evidente que ninguna debilidad en los ojos podría explicar razonablemente la presencia de un conjunto bien definido de muebles de caoba en una habitación ya amueblada con muebles reales.

Pero ya me había acostumbrado lo suficiente para poder examinarlo todo sin ese elemento siempre inquietante del miedo: la extrañeza. Miré el armazón de la cama y las sillas, el gran escritorio y un armario fantasmal, enorme y curiosamente tallado, estudiando sus contornos, notando sus posiciones relativas. Fue en esa ocasión que se me ocurrió que sería de interés hacer algún tipo de dibujo de ellos. Después de eso, busqué con más atención, fijando los detalles en mi mente, y luego fui al pasillo, tomé papel y lápiz y me puse manos a la obra.

Fue un trabajo duro, este de reproducir algo que yo sabía muy bien que era una especie de aparición. Por supuesto, no podría hacer una comparación directa. Quiero decir que era imposible mirar mi dibujo y luego mirar los muebles. Siempre hubo un intervalo necesario entre los dos procesos. Persistí durante varias noches, e incluso tuve la costumbre de entrar en mi dormitorio en la oscuridad de la noche, mirar lo que había allí y luego intentar reproducirlo. Después de cinco o seis días, tenía un plano justo, con considerable detalle, de la disposición de este extraño mobiliario en mi dormitorio, un plano o dibujo que sería reconocible si hubiera alguien vivo que recordara tal disposición.

Será evidente que una historia había estado creciendo en mi mente, o, al menos, que había llegado a algún tipo de convicción de que lo que vi era una reproducción de algo que alguna vez existió con el mismo detalle y orden preciso.

En la séptima noche se produjo una interrupción.

Para entonces ya había terminado mi trabajo bastante bien. Había dibujado la habitación como se vería con esos muebles, y había repasado todo con tinta china, con mucho cuidado. Como dibujo, la cosa estaba terminada hasta donde me lo permitía mi indiferente habilidad de dibujante.

Esa séptima noche, estaba mirando el aspecto de la habitación, los escrúpulos que la inquietud de la situación podrían haber producido se redujeron a casi nada en parte por mi interés, en parte por haberme acostumbrado. Esta noche estaba haciendo una comparación lo más cuidadosa posible entre mi trabajo recordado en papel y la apariencia detallada de la habitación. A estas alturas, los muebles se destacaban claramente, con una especie de luz propia que solo puedo comparar aproximadamente con la fosforescencia. No era del todo eso, pero se acerca a lo que quiero decir. Supongo que el aspecto de la habitación era algo así como lo que ve un gato cuando arquea la espalda —como ha señalado Algernon Blackwood, en John Silence— y se frota contra las piernas imaginarias de algún personaje enteramente invisible para el hombre, que se pregunta ociosamente qué se ha apoderado de su mascota.

Estaba, como digo, estudiando los detalles. No pude encontrar que había omitido nada sobresaliente. El detalle también estaba bastante claro ahora. No había contornos borrosos como había habido en las primeras noches. Mi propio mobiliario material, por así decirlo, se había hundido de nuevo en la invisibilidad, lo cual era bastante sensato, ya que había puesto la habitación en una oscuridad tan casi perfecta como pude, y no había luna que interfiriera esas noches.

Lo había recorrido con la mirada, de arriba abajo por las patas retorcidas del gran escritorio, a lo largo de la ornamentación tallada de la parte superior del armario, a lo largo de las líneas de las sillas, y había regresado a la cama. Fue en este punto de mi revisión cuando obtuve lo que debo describir como el primer impacto de toda la experiencia.

Algo se movió junto a la cama.

Miré con atención, forzando la vista para captar lo que podría ser. Había sido algo voluminoso, un objeto de movimiento lento, en el lado más alejado de la cama, borroso, un poco como los contornos originales se habían borrado al comienzo de mi experiencia de la semana. Los ahora fuertes y claros contornos de la cama, y lo que podría describir como su sustancia etérea, se interpusieron entre la cosa y yo. Además, la visión de la masa que se movía lentamente se oscureció aún más por un mosquitero fantasmal, que había sido uno de los últimos detalles en entrar en el alcance de mi extraña visión nocturna.

Esos pliegues del mosquitero se movieron ante mis ojos.

¡Alguien, casi podría imaginarse, se estaba metiendo en esa cama!

Me senté, petrificado. Esto fue demasiado para mí. Podía sentir los pequeños escalofríos subir y bajar por mi columna. Me picaba el cuero cabelludo. Puse mis manos sobre mis rodillas y apreté con fuerza. Respiré hondo varias veces. Alloverish es una antigua expresión de Nueva Inglaterra, una vez muy utilizada por las solteronas, creo, residentes en esa sección intelectual de los Estados Unidos. Cualquiera que sea la connotación precisa del término, así me sentí. Podía sentir la sensación reactiva, quiero decir, de esa parte particular de toda la experiencia, en cada parte de mi ser, ¡cuerpo, mente y alma! Fue... paralizante.

Levanté una mano que temblaba violentamente, apenas podía controlarla, y los dedos, cuando tocaron el botón de goma dura, se sintieron entumecidos, y encendí la luz del dormitorio, y pasé los siguientes diez minutos recuperándome.

Esa noche, cuando llegué a retirarme, temí lo que pudiera llegar a mi visión cuando apagara la luz. Esto, sin embargo, logré razonar conmigo mismo. Utilicé varios argumentos: hasta el momento no había ocurrido nada que me molestara o lastimara; si esto fuera una experiencia acumulativa, si algo me fuera revelado por este proceso deliberado de lenta materialización, entonces bien podría ser para algún propósito bueno y útil.

¡Podría ser, en cierto sentido, el agente de la Providencia! Si fuera de otra manera; si era la obra maligna de algún espíritu desencarnado, o algo por el estilo, bueno, todos los domingos desde mi niñez, en la iglesia, había recitado el Credo, y así admití, junto con el clero y el resto de la congregación, que Dios nuestro Padre había creado todas las cosas, ¡visibles e invisibles! Si fuera esta parte de Su creación en acción, para cualquier propósito, entonces Él era más fuerte que ellos. Dije una breve oración antes de apagar la luz y puse mi confianza en Él.

Apagué la luz y, ya más claro, vi lo que debía de ser el Viejo Morris, metiéndose en la cama.

Había entrevistado al viejo señor Bonesteel, el topógrafo del gobierno, un caballero de mucha experiencia, un antillano nacido en esta isla. El señor Bonesteel, en respuesta a mis cautelosas preguntas, había dicho que recordaba bien al viejo Morris, en su propia y remota juventud. Su descripción de ese personaje y la de la aparición coincidieron. Este, sin duda, era el Viejo Morris. Que era alguien, era evidente. De alguna manera, me sentí bastante aliviado al darme cuenta de que era él. Sabía algo sobre este personaje. El señor Bonesteel me había dado una buena descripción y muchas anécdotas, con bastante libertad.

De hecho, se había mostrado más reticente, cauteloso, cuando lo presioné para que me diera detalles sobre el final de Morris. Investigaciones tan casuales como las que había hecho en otras ocasiones por interés natural en la persona cuyo nombre todavía se aferraba a mi casa sesenta años o más desde que había vivido en ella, nunca me habían llevado a ninguna parte. Solo había recopilado lo que corroboró el relato más amplio del señor Bonesteel: que Morris había sido excéntrico, que había sido extraordinariamente acomodado, que organizaba grandes fiestas ocasionales que, contrariamente a la costumbre de la hospitalaria isla de St. Croix, siempre debían llegar a una conclusión mucho antes de la medianoche. ¡Vaya, había una historia de Old Morris casi literalmente deshaciéndose de unos pocos invitados reacios de estas fiestas, circunstancia de la que dependían varias de las divertidas anécdotas de ese excéntrico personaje!

El Viejo Morris no siempre había vivido en St. Croix. Pasó su juventud en Martinica, en la entonces pequeña y menos importante ciudad de Fort-de-France. Eso, por supuesto, fue muchos años antes de que tuviera lugar la terrible calamidad de la destrucción de St. Pierre, por la erupción del monte. Pelee. El Viejo Morris, que llegó a St. Croix a una edad madura, cuarenta y cinco años más o menos, ya había sido considerado un hombre rico. No se había dedicado a ningún negocio. No era plantador, ni tendero, no tenía profesión. Dónde produjo su riqueza fue uno de los misterios locales. Su edad, al parecer, era la otra.

—Supongo —había dicho el señor Bonesteel—, que Morris estaba más cerca de los ciento noventa cuando murió. Yo era un niño de unos ocho años en ese momento. Cumpliré setenta el próximo mes de agosto. Eso, verán, sería hace unos sesenta y dos años, alrededor de 1861, o más o menos cuando comenzaba la Guerra Civil. Ahora, mi padre me ha dicho que murió cuando yo tenía diecinueve años, ¡y que el Viejo Morris tenía exactamente el mismo aspecto que cuando era niño! Extraordinario, solía decir la gente negra.

El señor Bonesteel se quedó en silencio, y sus ojos tenían la mirada oscura y lejana de un anciano.

—La gente negra tiene creencias muy extrañas, señor Bonesteel —dije, tratando de incitarlo—. He oído hablar de muchas de ellas y me interesan mucho.

El señor Bonesteel volvió sus suaves ojos azules hacia mí, pensativo.

—Debe pasar por mi casa uno de estos días, señor Stewart —dijo con suavidad—. ¡Tengo un ron añejo que me encantaría que probara, señor! No hay mucho de eso en la isla estos días, desde que el Tío Sam nos liberó sus leyes de prohibición en 1922.

—Muchas gracias, señor Bonesteel —contesté—. Aprovecharé la primera ocasión para hacerlo, señor; no es que me guste especialmente el ron, excepto una cucharada en una taza de té, o en salsa de pudín, tal vez; pero el placer de su compañía, señor, es siempre un aliciente.

El señor Bonesteel se inclinó ante mí con gravedad y yo le devolví la reverencia desde donde estaba sentado en su espaciosa oficina en la Casa de Gobierno.

—¿Se opondría a mencionar cuál era esa creencia, señor?

Una expresión un poco dolorida reemplazó la mirada de hospitalidad de mi viejo amigo.

—¡Todo eso es una tontería! —dijo él, con algo así como aspereza. Me miró contemplativamente—. No es que crea en tales cosas, debe entenderlo. Aun así, un hombre ve muchas cosas en estas islas, en toda su vida, ya sabe.

El señor Bonesteel miró con aprensión a su alrededor, como reacio a que uno de sus empleados escuchara lo que estaba a punto de decir, y se inclinó hacia mí desde su silla, bajando la voz a un susurro.

—Se dice que Morris, allá en Martinica, se metió con cosas extrañas. Ofendió a los Zombi, algo por el estilo. Se dice también que Morris puso algún tipo de condición. ¡Oh, todo es muy vago, y probablemente falso! Ya sabe, me refiero a que iba a tener una larga vida y todo el dinero que quisiera, y después… En fin, señor Stewart, pregúntele a alguien, en algún momento, sobre la muerte de Morris.

Ni una palabra más sobre Viejo Morris podría sacar del señor Bonesteel.

Pero, por supuesto, los indicios me habían excitado. Probé con Despard, que vive en el otro extremo de la isla, un hombre educado en la Sorbona. Se rumorea que lo conoce todo la isla y sus asuntos extraños. Pero sucedió lo mismo con él, que es un tipo de persona completamente diferente; más joven, para empezar, que mi viejo amigo el topógrafo del gobierno.

El señor Despard sonrió, una especie de sonrisa irónica.

—¡Viejo Morris! —dijo, pensativo, y se detuvo—. ¿Por qué desea rescatar un asunto tan antiguo como la muerte del Viejo Morris?

Lo noté un poco desconcertado. El señor Despard había sido perfectamente cortés, como siempre lo es, pero, de alguna manera, no esperaba tal intervención de su parte.

—Vaya —dije—, me resultaría difícil decírselo con precisión, señor Despard. No es que sea reacio a ser franco ante una investigación. No sabía que había algo importante sobre ese asunto. Póngalo a la mera curiosidad, si quiere, y responda o no, como quiera, señor.

Tal vez me sentí un poco molesto. Percibía una obstrucción meticulosa en mi camino. ¿Qué podría haber en tal caso para esta reticencia formal? Si se trataba de una historia jumbee, no tenía ninguna importancia. De lo contrario, Despard podría considerarme una persona de discreción razonable. Quizás Despard era algún pariente del Viejo Morris, y había algo un poco extraño en su muerte. Eso también podría explicar la reticencia del señor Bonesteel.

—Por cierto —pregunté—, ¿podría hacerle otra pregunta, señor Despard?

—Ciertamente, señor Stewart.

—No deseo impresionarle como alguien indebidamente curioso, pero, ¿usted y el señor Bonesteel están relacionados de alguna manera?

—No señor. No estamos relacionados de ninguna manera.

—Gracias, señor Despard —dije, haciendo una reverencia según la moda establecida aquí por los daneses.

No había encontrado nada sobre la muerte de Viejo Morris.

Entré a ver la señora Heidenklang, una anciana bien establecida, y una reliquia de otros tiempos. No tenía la intención de mencionarle al Viejo Morris, sino obtener alguna información sobre los Zombi, si eso fuera posible.

Encontré a la anciana rodeada de sus volados y encajes, en uno de sus buenos días. ¡Su salud ha sido precaria durante veinte años! No fue difícil hacerla hablar sobre los Zombi.

—Sí —dijo la señora Heidenklang—, ¡es extraordinario cómo las viejas creencias se aferran! Señor Stewart, me enteré de un juicio hace unos días, donde una anciana negra había denunciado a otra por lenguaje abusivo. En el estrado de los testigos, la anciana quejumbrosa dijo: ¡Me ha llamado cartaginés, señor! ¡Ahora, piense en eso! Cártago fue destruida en los días de Catón el Viejo, ¿sabe, señor Stewart? La ciudad más grande de toda África. Ser cartaginés significaba ser un pirata; es decir, un ladrón. Una anciana en esta isla, más de dos mil años después, desea llamar ladrón a otro, y usa la palabra cartaginés. Supongo que ha persistido en la costa oeste y en todos los dialectos de las aldeas africanas sin interrupción, todos estos siglos. ¿El Zombi de las islas francesas? Sí, señor Stewart. Hay algunas creencias extraordinarias. Vaya, tal vez haya oído hablar del Viejo Morris, señor Stewart. Solía vivir en su casa, ¿sabe?

Contuve la respiración. Aquí había un posible tesoro.

Asentí con la cabeza. ¡No me atreví a hablar!

—Bueno, el Viejo Morris, como ve, vivió la mayor parte de sus primeros días en Martinica y, se dice que tuvo una vida un tanto aventurera allí, señor Stewart. Lo que hizo o cómo se involucró nunca parece haber sido aclarado, pero, de alguna manera, la gente negra cree que Morris se involucró con un Jumbee muy poderoso, y ahí es donde entra lo que dije sobre la persistencia de las creencias antiguas. Mire en esa mesa, entre esas fotografías, señor Stewart. Ese es el lugar. Ojalá pudiera levantarme y ayudarlo. ¡Estas sirvientas! Todo torcido, no tengo ninguna duda ¿Observa una especie de cosa con cabeza de pez, tan grande como la palma de tu mano? ¡Sí! ¡Eso es!

Encontré la cosa con cabeza de pez y se la llevé a la señora Heidenklang. La tomó en su mano y la miró. Le faltaba la nariz, pero por lo demás estaba intacta, un pequeño dios extraño y de aspecto tosco, hecho de piedra volcánica antiguamente pulida, con ojos enormes y protuberantes, orejas pequeñas parecidas a las humanas y lo que debía haber sido una nariz como un pez gato de Tortola, o un pájaro brujo negro con su pico de loro.

—Ahora que —continuó la señora Heidenklang—, es uno de los dioses domésticos más antiguos de los aborígenes de Martinica, y observará la semejanza con los Lares y Penates de sus días escolares —la anciana hizo una pausa para sonreír ante su pequeño chiste—, pero de todos modos es una representación de algo muy poderoso, un pez, dios de los caribes. También hay algo egipcio en la idea, siempre lo sospeché; quizás la mitad como sus indios zuni o aztecas, y la mitad egipcios, sería una declaración justa de su apariencia. Estos dioses-peces tenían cuerpos de hombres, como ve, precisamente como las deidades con cabeza de halcón y cabeza de gato del antiguo Egipto. Fue con uno de estos seres, dicen los negros, con los que el señor Morris se mezcló. ¿Quién sabe? ¡Su muerte fue terrible! Nunca escuché los detalles, pero mi padre los conocía, y estuvo enfermo durante varios días después de ver el cuerpo del señor Morris. Extraordinario, ¿no? ¿Y cuándo vendrá de nuevo por aquí, señor Stewart? Hágame un favor y visite de nuevo a esta anciana.

Sentí que estaba progresando.

La próxima vez que vi al señor Bonesteel, que fue esa misma noche, lo detuve en la calle y le pedí hablar con él.

—¿Cuál fue la fecha, o la fecha aproximada, señor Bonesteel, de la muerte del señor Morris? ¿Puede recordar eso, señor?

El señor Bonesteel hizo una pausa y reflexionó.

—Fue justo antes de Navidad —dijo—. Lo recuerdo no tanto por Navidad como por las carreras, que siempre tienen lugar el día después de Navidad. Morris había entrado en su yegua alazán y, como no dejó herederos, ella tuvo que ser retirada de las carreras. Afectó las apuestas de manera muy material y muchas personas estaban molestas por eso, pero no había nada que se pudiera hacer.

Agradecí al señor Bonesteel, y no sin razón, porque su respuesta había encajado en algo que había ido creciendo en mi mente. Solo faltaban ocho días para Navidad. Este drama de los muebles y el viejo Morris metiéndose en la cama, pensé, podría ser una especie de recreación de la tragedia de su muerte. Si tuviera el valor de mirar, noche tras noche, podría aliviarme de la necesidad de hacer preguntas. ¡Podría ser testigo de lo que haya ocurrido, en alguna reproducción extraña, diseñada, Dios sabe cómo!

Durante tres noches había visto repetido el fenómeno de Morris metiéndose en la cama, y cada vez era más claro. Lo había esbozado en mi dibujo, una figura baja y rechoncha, bastante encorvada y gorda, pero poseída por una extraña energía parecida a la de un gorila. Sus movimientos, mientras caminaba hacia la cama, estaban llenos de poder, lo cual era más evidente ya que se trataba de movimientos ordinarios. ¡Uno no podía evitar imaginar que Morris habría sido un cliente difícil de abordar, a pesar de su supuesta edad!

Esta noche, a la hora en que este fenómeno estaba acostumbrado a manifestarse, es decir, alrededor de las 11, volví a mirar. La escena era mucho más clara y observé algo que no había notado antes. El simulacro del Morris se detuvo justo antes de agarrar el borde de la red, levantó los ojos y comenzó, con la mano derecha, un movimiento precisamente como el que está a punto de persignarse. El movimiento fue detenido abruptamente, sin embargo, solo se hizo el primero de los cuatro toques en el cuerpo.

También vi por primera vez algo de la expresión en su rostro esa noche. En el momento de hacer la señal de la cruz. Fue de horror desesperado. Inmediatamente después, cuando este movimiento parecía abandonado por el agarre abrupto del borde inferior del mosquitero, se transformó en una expresión de feroz terquedad, de una confianza en sí mismo casi salvaje. Perdí la expresión facial cuando la apariencia se hundió en la cama y se cubrió con la ropa de cama fantasmal.

Tres noches más tarde, cuando todo esto se había intensificado, observé otro movimiento, o lo que podría tomarse por el débil presagio de otro movimiento.

No fue por parte de Morris. Se hizo evidente con tanta ligereza y elusividad como el rápido vuelo de una polilla a través del reflejo de una lámpara, cerca de la puerta del dormitorio (las puertas de mi casa tienen más de diez pies de altura), un mero parpadeo de algo entrando en la habitación. Miré hacia esa esquina, forzando mis ojos, pero nada pude ver excepto lo que podría describir como una intensificación de la sombra negra en esa esquina cerca de la puerta, vagamente formada como una figura humana delgada, aunque groseramente fuera de toda proporción. La vaga sombra se veía violeta contra el negro. Tenía unos diez pies de alto y, por lo demás, era como si la hubiera proyectado un ser humano increíblemente alto y delgado.

Entonces, a pesar de toda esta experiencia acumulada, atribuí este último fenómeno a mis ojos. Era demasiado vago para ser contabilizado de otra manera que como un mero efecto subjetivo.

Pero la noche siguiente, la busqué en el momento adecuado en la secuencia de los movimientos de Morris cuando se metió en la cama, y esta vez fue más claro. La sombra, era, de alguna forma monstruosa, de diez pies de alto, larga, angular, de apariencia vagamente humana, aunque incluso en su forma meramente sombreada parecía cruel, extrañamente inhumana. No puedo describir el frío horror que me produjo. La parte de la cabeza era relativamente desproporcionada en relación al cuerpo, como una cabeza de calabaza en un espantapájaros.

La noche siguiente asistí de nuevo a una fiesta en la residencia de uno de mis hospitalarios amigos y llegué a casa pasada la medianoche. Allí estaban los muebles fantasmales, allí, en la cama, la figura del Viejo Morris aparentemente dormido, y allí, en un rincón, estaba la sombra, poco cambiada con respecto a la apariencia de la noche anterior.

La noche siguiente estaría bastante cerca de la fecha de la muerte del Viejo Morris. Sería esa noche, o la siguiente a más tardar, según la declaración de Bonesteel. ¡Al día siguiente no pude evitar la sensación de algo inminente!

Entré a mi habitación y apagué la luz un poco antes de las 11, me senté y esperé.

El mobiliario de esta noche era, en mi opinión, absolutamente indistinguible de la realidad. Esta afirmación puede sonar algo extraña, porque se recordará que estaba sentado en la oscuridad. Puedo decir, sin embargo, que el mobiliario era visible con una luz propia, una especie de fosforescencia que aparentemente emanaba de él. Ciertamente no había una fuente de luz natural. Quizás pueda expresar el asunto así: que la luz y la oscuridad se invirtieron en el caso de esta cama, escritorio, armario y sillas fantasmales. Cuando se encendía la luz real, desaparecían. En la oscuridad, que, por supuesto, es la ausencia de luz física, emergían. Eso es lo más cerca que puedo llegar. En cualquier caso, esta noche los muebles eran completamente visibles para mí.

El Viejo Morris entró a la hora habitual. Lo pude ver con una claridad comparable a lo que he dicho sobre los muebles. Hizo su pequeña pausa, su movimiento detenido de la mano derecha, y luego, como de costumbre, arrojó de él, según su expresión, el deseo de ese gesto protector, y extendió un puño nudoso y de aspecto duro para agarrar el mosquitero.

Mientras lo hacía, una cosa espantosa saltó sobre él, una cosa que salió de la esquina junto a la puerta alta, la espantosa y violácea criatura-sombra. No había estado mirando en esa dirección, y aunque no había olvidado el más nuevo de los extraños elementos de esta fantasmagoría que se había estado repitiendo ante mis ojos durante muchas noches, no estaba en absoluto preparado para su repentina aparición y actividad maligna.

He dicho que la sombra era violácea contra negra. Ahora que había tomado forma, como los muebles y el propio Morris, observé que esta coloración era real. Era una cosa reluciente, humana, de apariencia casi metálica, completamente cubierta de grandes escamas de pescado iridiscentes.

La vi agarrar con seguridad y con una malignidad mortal el cuerpo encorvado del Viejo Morris, por detrás, como recordarán, justo cuando el anciano estaba a punto de meterse en su cama. La cosa espantosa le dio la vuelta como una avispa a una mosca, y nunca, hasta el día de mi muerte, espero estar libre de la expresión del rostro del Viejo Morris... una mirada de alma perdida que sabe que no hay esperanza para él en este mundo ni en el próximo, mientras la cabeza grande, rechoncha y redondeada, una cabeza precisamente como la del pequeño pez-jumbee de la señora Heidenklang, descendió, revelando un enorme pico de loro parecido a una guadaña que utilizó, con un movimiento de asentimiento de la fea cabeza, para sumergirse en el pecho de su víctima, retorciéndose, desgarrando.

Entonces me desmayé, porque ésa era la última imagen espantosa que puedo recordar.

Me desperté un poco después de la 1 en punto en una habitación oscura y vacía, no poblada por fantasmas, y con mis propios muebles de caoba, finamente perfilados a la tenue luz de la luna nueva que brillaba limpiamente en un cielo estrellado. El viento fresco de la noche agitó las redes de mi cama. Me levanté, tembloroso, y me asomé a la ventana, encendí un cigarrillo y le di una rápida calada, lo que tal vez hizo algo para calmar mis nervios.

A la mañana siguiente, con un sentimiento de repugnancia que se ha ido agotando en el curso de los meses transcurridos desde mi espantosa experiencia, retomé mi dibujo y añadí lo mejor que pude la terrible escena que había presenciado. La imagen completa fue un horror, por crudo que sea mi trabajo en esta dirección. Quería destruirlo, pero no lo hice, y lo guardé debajo de algunas prendas sin usar en uno de los grandes cajones del armario de mi dormitorio.

Tres días después, justo después de Navidad, observé el automóvil del señor Despard conduciendo por las calles, el conductor estaba solo. Detuve al muchacho y le pregunté dónde estaba el señor Despard en ese momento. El conductor me dijo que estaba desayunando con el señor Bonesteel en la casa de ese caballero en Prince's Cross Street. Le di las gracias y me fui a casa. Saqué el dibujo, lo doblé, lo guardé en el bolsillo interior de mi abrigo y me dirigí a la casa de Bonesteel.

Llegué unos quince minutos antes de la hora del desayuno, y mi viejo amigo y su invitado me recibieron amablemente. Bonesteel me presionó para que me uniera a ellos en el desayuno, pero me negué.

El señor Bonesteel sirvió un swizzel, compuesto de su ron añejo, y después de participar de esto de manera ceremoniosa, atraje la atención de ambos caballeros.

—Señores —dije—, confío en que no me considerarán demasiado aburrido, pero creo que tengo una razón legítima para preguntarles si me dirán la manera en que el caballero conocido como Viejo Morris, que una vez ocupó mi casa, se encontró con la muerte.

Me detuve allí e inmediatamente descubrí que había dejado a mi amable anfitrión en un estado de confusión y vergüenza. Al mirar al señor Despard, vi de inmediato que si no lo había ofendido con mi pregunta al menos lo había puesto incómodo. Me miraba con severidad, más bien, y confieso que por un momento me sentí un poco como un colegial. El señor Bonesteel captó algo de esta atmósfera y miró con impotencia a Despard. Ambos hombres se movieron inquietos en sus sillas; cada uno esperaba que el otro hablara.

Despard, por fin, se aclaró la garganta.

—Me disculpe, señor Stewart —dijo lentamente—, pero ha formulado una pregunta que, por determinadas razones, nadie desearía responder. Las razones son, brevemente, que el señor Morris, en ciertos aspectos, era… anormal. No quiero decir que estuviera loco. Sin embargo, era excéntrico. Su final fue tal que decirlo abriría una discusión que agitó esta isla durante mucho tiempo. Por una especie de consentimiento general, ese asunto es tabú. Eso le explicará por qué nadie desea responder a su pregunta. Soy libre de decir que el señor Bonesteel aquí, muy angustiado, me dijo que usted se lo había preguntado. También me preguntó sobre eso no hace mucho. Solo puedo agregar que la manera en que terminó el señor Morris fue tal que…

El señor Despard vaciló y miró hacia abajo, con el ceño fruncido, hacia su zapato, que golpeaba nerviosamente en el suelo de baldosas de la galería donde estábamos sentados.

—El viejo Morris, señor Stewart —continuó, después de un momento de reflexión, en el que, imaginé, estaba eligiendo cuidadosamente sus palabras—, fue, para decirlo claramente, ¡asesinado! Hubo mucha discusión sobre la identidad del asesino, pero la mayor parte, la parte desagradable de la discusión, fue más bien si fue asesinado por la agencia humana o no. Quizás ahora vea, señor, la dificultad del asunto. Admitir que fue asesinado por un asesino común es, en mi opinión, una imposibilidad. Afirmar que alguna otra agencia, algo abhumano, lo mató, abre otras cuestiones. La magia y las agencias ocultas están, como usted sabe, fuertemente arraigadas en las mentes de la gente ignorante de estas islas. A ninguno de nosotros le importa admitir una creencia similar. ¿Le satisface eso, señor Stewart, y dejará que el asunto quede ahí, señor?

Saqué el dibujo y, sin desdoblarlo, lo puse sobre mis rodillas. Asentí con la cabeza al señor Despard y, volviéndome hacia nuestro anfitrión, le pregunté:

—Cuando era niño, señor Bonesteel, ¿estaba familiarizado con la disposición del dormitorio del señor Morris?

—Sí, señor —respondió el señor Bonesteel, y agregó—: ¡Todos lo estaban! Personas que nunca habían estado en la casa del anciano se apiñaban cuando mur…

Intercepté una especie de mirada de advertencia que pasó de Despard al hablante. El señor Bonesteel, que parecía muy avergonzado, me miró de esa manera impotente que ya he mencionado, y comentó que hacía calor en estos días.

—Entonces —dije—, tal vez reconozca su disposición e incluso algunos de los detalles de su mobiliario —desdoblé la imagen y se la entregué al señor Bonesteel.

Si hubiera anticipado su efecto sobre el anciano, habría sido más discreto, pero confieso que su actitud me molestó. Al entregárselo al señor Bonesteel (no podía dárselo a los dos a la vez) hice lo natural, porque él era nuestro anfitrión. El anciano miró lo que le había entregado y (esta es la única forma en que puedo describir lo que sucedió) se quedó, de repente, como petrificado. Sus ojos se salieron de su cabeza, su mandíbula inferior cayó y colgó abierta. El papel se resbaló de su agarre insensible y revoloteó y zigzagueó hasta el suelo, aterrizando a los pies de Despard.

Despard se agachó y lo recogió, aparentemente para devolvérmelo, pero al hacerlo lo miró y tuvo su reacción. Se puso de pie frenéticamente de un salto y miró fijamente la imagen y luego a mí. ¡Oh, estaba teniendo mi pequeña venganza por su reticencia!

—¡Dios mío! —gritó Despard—. Dios mío, señor Stewart, ¿de dónde sacó tal cosa?

El señor Bonesteel respiró hondo, el primero, al parecer, durante sesenta segundos, y dijo.

—¡Oh, Dios mío! Señor. Stewart, ¿qué es eso? ¿De dónde…?

—Es un pez-zombi de Martinica, lo que los investigadores ocultistas profesionales como Elliott O'Donnell y William Hope Hodgson conocen como un elemental —expliqué con calma—. Es una representación de cómo el pobre señor Morris realmente encontró su muerte; hasta ahora, según tengo entendido, una cuestión puramente conjetural. Christiansted está construido sobre las ruinas de French Bassin, como recordarán —agregué. ¡Es un lugar muy probable para un elemental!

—Pero, pero —casi gritó el señor Despard —¿De dónde sacó esto?

—Lo dibujé —dije en voz baja, doblando la imagen y colocándola de nuevo en mi bolsillo interior.

—Pero, ¿cómo? —dijeron ambos al unísono.

—Lo vi suceder —respondí, tomando mi sombrero, haciendo una reverencia formal a ambos caballeros y murmurando mi pesar por no poder quedarme a desayunar.

Cuando llegué al final de los escalones de la galería, y giré por la calle en dirección a la casa del Viejo Morris, donde vivo, pude escuchar sus voces hablando juntas:

—¿Pero cómo, cómo? —dijo Bonesteel.

—¿Por qué? ¿Por qué? —dijo Despard.

Henry S. Whitehead (1882-1932)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Henry S. Whitehead.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Henry S. Whitehead: Las sombras (The Shadows), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, de paso se me ocurrió acotar qué la forma correcta es fisonomia en el último párrafo de los spoilers, esto en lugar de fisionomia.

También quería hacer porras para que subas mas relatos de William Samson y considero qué buscarlos es un trabajo y traducirlos otro , es decir tu talento!. Saludos

Sebastian Beringheli dijo...

Tomo nota de la sugerencia. Samnson definitivamente merece más difusión. Gracias por la corrección!

Poky999 dijo...

Gracias. El relato me resultó algo engorroso en la investigación. No es tan clara la definición de personajes. No lo sé, pero no me inspira confianza la organización del relato.
Aún de esta forma, innova en la narrativa de lo que se ha publicado en el foro.

megaraptor97 dijo...

éstos zombis espectrales generan más terror y suspenso que los jumbees.



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